Finalizaba el quinto mes del año cuando Osugi llegó a Edo. Hacía un calor bochornoso, como sólo ocurría cuando la estación lluviosa no cumplía con su cometido y la lluvia no llegaba. En los casi dos meses transcurridos desde que abandonara Kyoto, había viajado sin prisas, tomándose tiempo para mimar sus achaques y dolores o visitar templos y santuarios.
Su primera impresión de la capital del shōgun fue desagradable.
—¿Por qué construyen casas en semejante marisma? —observó con desdén—. Ni siquiera han limpiado todavía el terreno de cañas y maleza.
Debido a la sequía insólita para la estación, una capa de polvo se cernía sobre la carretera Takanawa, con sus árboles recién plantados y los mojones colocados últimamente. El tramo entre Shioiri y Nihombashi estaba atestado de carretas de bueyes cargadas de piedras o leña. A lo largo del camino se levantaban nuevas casas a un ritmo vertiginoso.
—¡Por vida de…! —exclamó Osugi, alzando la vista con irritación hacia la parte superior de una casa a medio construir. Una masa de arcilla húmeda desprendida de la paleta de un enlucidor había caído sobre su kimono.
Los obreros se rieron a carcajadas.
—¿Cómo os atrevéis a ensuciar a la gente y luego os quedáis ahí riendo? ¡Deberíais estar de rodillas, pidiendo disculpas!
Allá en Miyamoto, unas pocas palabras enérgicas pronunciadas por Osugi habrían amedrentado a sus arrendatarios o cualesquiera otros habitantes del pueblo, pero aquellos trabajadores, entre los millares de recién llegados desde todos los lugares del país, apenas alzaron la vista de su tarea.
—¿Qué farfulla esa vieja bruja? —preguntó uno de ellos.
Osugi, sulfurada, gritó:
—¿Quién ha dicho eso? A ver, que salga…
Cuanto más parloteaba, tanto más se reían ellos. Empezaron a congregarse espectadores, los cuales se preguntaban unos a otros por qué razón la anciana no actuaría conforme a su edad y se pondría a la altura de las circunstancias.
Osugi entró enfurecida en la casa, agarró el extremo del tablón sobre el que estaban los enlucidores y tiró de él, separándolo de sus soportes. Hombres y cubos llenos de arcilla húmeda cayeron estrepitosamente al suelo.
—¡Vieja perra!
Poniéndose en pie, los hombres la rodearon en actitud amenazante.
Osugi no se arredró.
—¡Vamos afuera! —les ordenó severamente mientras llevaba la mano a la empuñadura de su espada corta.
Los hombres pensaron mejor las cosas. Por su aspecto y la manera de comportarse, la anciana parecía de familia samurái, y podrían meterse en líos si no tenían cuidado. Sus modales se suavizaron visiblemente.
Al observar el cambio, Osugi declaró en tono grandilocuente:
—En lo sucesivo no toleraré la descortesía de la gente como vosotros.
Con expresión satisfecha, salió a la calle y reanudó su camino, mientras los espectadores contemplaban boquiabiertos su testaruda y recta espalda.
Apenas había echado a andar cuando un aprendiz, sus pies fangosos grotescamente cubiertos de virutas y serrín, corrió tras ella, llevando un cubo de sucia arcilla.
—¡A ver si te gusta esto, vieja bruja! —le gritó, arrojándole el contenido del cubo a la espalda.
—¡Aaaaah!
El aullido evidenció la potencia pulmonar de Osugi, pero antes de que pudiera volverse, el aprendiz había desaparecido. Al darse cuenta del desastroso aspecto que ahora tenía, su rostro se contrajo y lágrimas de indignación le arrasaron los ojos.
El regocijo ocasionado por el incidente fue general.
—¿De qué os reís, papirotes? —les reprendió colérica Osugi—. ¿Qué tiene de divertido ver que ensucian así a una anciana? ¿Es ésta vuestra manera de recibir a los mayores en Edo? ¡Ni siquiera sois humanos! Recordad que todos vosotros seréis viejos algún día.
Este arranque atrajo todavía más espectadores.
—¡Edo, nada menos! —dijo soltando un bufido—. A juzgar por lo que dice la gente, se diría que es la ciudad más grande de todo el país. ¿Y qué es en realidad? Un sitio rebosante de porquería, donde todo el mundo se dedica a demoler colinas, desecar ciénagas, cavar zanjas y amontonar arena de la playa. Y no sólo eso, sino que está lleno de gentuza como jamás encontraríais en Kyoto ni cualquier otro lugar del oeste.
Tras haberse desahogado así, dio la espalda a la burlona multitud y se alejó rápidamente.
Sin duda el carácter nuevo de la ciudad era su rasgo más destacado. La madera y el enlucido de las casas eran frescos y lustrosos, muchos solares de construcción sólo estaban parcialmente desecados, y el estiércol de bueyes y caballos invadía el olfato y ofendía la vista.
No hacía mucho tiempo, aquella calzada había sido un simple sendero que recorría los arrozales entre las aldeas de Hibiya y Chiyoda. Si Osugi se hubiera desviado un poco al oeste, acercándose más al castillo de Edo, habría visto un distrito más antiguo y tranquilo, donde los daimyō y vasallos del shōgun empezaron a levantar residencias poco después de que Tokugawa Ieyasu ocupara Edo en 1590.
Pero los lugares que recorría no atraían lo más mínimo a Osugi. Allí se sentía muy vieja. Todas las personas que veía, tenderos, funcionarios a caballo, samuráis que caminaban con el rostro ensombrecido por los grandes sombreros de juncos, todas eran jóvenes, así como los obreros, artesanos, vendedores, soldados e incluso los generales.
En la fachada de una casa, donde los enlucidores aún estaban trabajando, lucía un letrero comercial, detrás del cual se sentaba una mujer muy empolvada que se estaba cepillando las cejas mientras esperaba clientes. En otros edificios a medio construir se vendía sake, se exponían paños, se ponía a la venta pescado seco. Un hombre estaba colgando un letrero que anunciaba medicinas.
—Si no estuviera buscando a alguien —musitó Osugi ásperamente—, no me quedaría en este vertedero de basuras ni una sola noche.
Llegó a un montículo de tierra excavada que bloqueaba la calzada y se detuvo. Al pie de un puente que cruzaba el foso todavía sin agua había una chabola, con las paredes de esteras de juncos sujetas con tiras de bambú. Un estandarte proclamaba que aquello era un baño público. Osugi entregó al empleado una moneda de cobre y entró para lavarse el kimono. Tras asearlo tan bien como pudo, pidió prestado un tendedero y colgó la prenda al lado de la chabola. Vestida con ropa interior y una ligera bata de baño echada sobre los hombros, se acuclilló a la sombra de la casa de baños y contempló distraídamente la calzada.
Al otro lado de la calle, media docena de hombres formaban un círculo, regateando con voces lo bastante altas para que Osugi oyera lo que estaban diciendo.
—¿Cuántos pies cuadrados dices que tiene? Si el precio es correcto, lo pensaría.
—Son trescientos pies cuadrados, y el precio es el que he mencionado antes. No puedo rebajarlo.
—Es demasiado, y sin duda lo sabes.
—De ninguna manera. Terraplenar los solares cuesta mucho dinero. Y no olvides que no hay ninguno más disponible en estos alrededores.
—Bah, tiene que haberlos. Están terraplenando por todas partes.
—Ya se han vendido. La gente compra los terrenos tal como están, incluso cenagosos. No encontrarás trescientos pies cuadrados en venta. Claro que si estás dispuesto a ir hacia el río Sumida, podrías encontrar algo más barato.
—¿Me garantizas que hay trescientos pies cuadrados?
—No es necesario que aceptes mi palabra. Coge una cuerda y mídelo tú mismo.
Osugi se quedó pasmada. La cifra pedida por cien pies cuadrados habría bastado para adquirir una enorme extensión de buena tierra para arrozales. Pero conversaciones similares tenían lugar en toda la ciudad, pues muchos mercaderes especulaban con terrenos. A Osugi le desconcertaba que alguien quisiera adquirir tierra allí. No era buena para plantar arroz, y a aquello no se le podía llamar una ciudad.
Más tarde el trato al otro lado de la calle fue cerrado con unas palmadas rituales cuya intención era atraer la buena suerte a todos los interesados.
Mientras contemplaba ociosamente las sombras en retirada de aquellos hombres, Osugi notó una mano en el dorso de su obi.
—¡Ladrón! —gritó, mientras intentaba agarrar la mano del ratero, pero éste ya le había arrebatado la bolsa del dinero y estaba en la calle.
—¡Ladrón! —gritó la anciana de nuevo. Corriendo tras el hombre, logró echarle los brazos alrededor de la cintura—. ¡Socorro! ¡Ladrón!
El ratero se debatió, golpeándole varias veces en la cara sin poder zafarse de ella.
—¡Suéltame, vaca! —gritó al tiempo que le daba un puntapié en las costillas.
Osugi emitió un gruñido apagado y se tambaleó, pero había desenvainado su espada corta y dio un tajo al tobillo del hombre.
—¡Aaay! —Avanzó sangrante y cojeando unos pocos pasos, y entonces cayó al suelo.
Sobresaltados por la conmoción, los contratistas de tierras se volvieron, y uno de ellos exclamó:
—¡Eh! ¿No es ése el inútil de Kōshū?
Quien había hablado era Hangawara Yajibei, patrón de un numeroso grupo de obreros de la construcción.
—Parece él —dijo uno de sus hombres—. ¿Qué tiene en la mano? Parece una bolsa de dinero.
—Así es, en efecto. Y alguien acaba de llamarle ladrón a gritos. ¡Mira! Hay una anciana tendida en el suelo. Ve a ver qué le ocurre. Yo me ocuparé de él.
El ratero se había levantado y emprendido la huida, pero Yajibei le dio alcance y, de un golpe, lo derribó como podría haber aplastado un saltamontes.
El trabajador regresó al lado de su jefe y le informó:
—Tal como pensábamos. Ha robado la bolsa de esa anciana.
—Aquí la tengo. ¿Cómo está la mujer?
—No ha sufrido graves daños. Se desmayó, pero ha vuelto en sí gritando enfurecida.
—Aún está ahí sentada. ¿No puede levantarse?
—Supongo que no. Le ha dado un puntapié en las costillas.
—¡Hijo de perra! —Fulminando al ratero con la mirada, Yajibei dio una orden a su subordinado—: Ushi, clava una estaca.
Estas palabras hicieron temblar al ladrón como si le aplicaran la punta de un cuchillo en la garganta.
—Eso no —suplicó, arrastrándose por el suelo a los pies de Yajibei—. Perdóname por esta sola vez. Te prometo que no lo volveré a hacer.
El patrón sacudió la cabeza.
—No, vas a llevarte tu merecido.
Ushi, a quien habían puesto el nombre del signo zodiacal bajo el que había nacido,[10] una práctica corriente entre los campesinos, regresó con dos obreros del cercano puente.
—Allí —dijo el jefe, señalando el centro de un solar vacío.
Después de que los hombres hubieran clavado un pesado poste en el suelo, uno de ellos preguntó:
—¿Está bien así?
—Muy bien —dijo Yajibei—. Ahora atadle y clavad una tabla por encima de su cabeza.
Cuando hubieron hecho lo que les pedía, Yajibei pidió prestado un pote de tinta y un pincel a un carpintero y escribió en la tabla: «Este hombre es un ladrón. Hasta hace poco trabajaba para mí, pero ha cometido un delito por el que debe ser castigado. Quedará atado aquí, expuesto a la lluvia y el sol, durante siete días y siete noches. Por orden de Yajibei de Bakurōchō».
—Gracias —dijo, devolviendo el pote de tinta—. Ahora, si no es pedir demasiado, dadle algo de comer de vez en cuando, sólo lo suficiente para que no desfallezca de hambre. Cualquier cosa que os sobre de vuestra comida bastará.
Los dos obreros, junto con otros que entretanto se habían congregado, hicieron gestos de asentimiento. Algunos trabajadores prometieron que se ocuparían de que el ladrón fuese ridiculizado como merecía. No eran sólo los samuráis quienes temían la exposición pública de sus fechorías o debilidades. En aquellos tiempos, incluso para los ciudadanos el hecho de que se rieran de ellos era el peor de los castigos.
Castigar a los delincuentes sin someterlos a la ley era una práctica firmemente establecida. En los días en que los guerreros estaban demasiado ocupados por la guerra para mantener el orden, los ciudadanos, por su propia seguridad, se arrogaron la tarea de castigar a los sinvergüenzas. Aunque ahora Edo contaba con un magistrado oficial y se estaba desarrollando un sistema mediante el cual los ciudadanos prominentes de cada distrito actuaban como representantes del gobierno, todavía se practicaban los juicios sumarios, y, como las condiciones eran todavía un tanto caóticas, las autoridades veían pocos motivos para intervenir.
—Dale su bolsa a la anciana, Ushi —dijo Yajibei—. Es una pena que le haya sucedido semejante percance a una persona de su edad. Parece estar sola. ¿Qué le ha ocurrido a su kimono?
—Dice que lo ha lavado y tendido.
—Pues ve a buscárselo y luego tráela aquí. Podríamos llevarla a casa. De poco serviría castigar al ladrón si la dejamos ahí para que sea presa de algún otro rufián.
Poco después, Yajibei se puso en marcha. Ushi le seguía, con el kimono doblado sobre el brazo y Osugi cargada a la espalda.
Pronto llegaron a Nihombashi, el «Puente de Japón», desde donde se medían ahora todas las distancias a lo largo de las carreteras que partían de Edo. Unos parapetos de piedra sostenían el arco de madera, y como el puente había sido construido sólo hacía un año, los pretiles aún parecían nuevos. A lo largo de una orilla estaban atracadas embarcaciones procedentes de Kamakura y Odawara. En la otra orilla se encontraba el mercado de pescado de la ciudad.
—Ah, me duele el costado —dijo Osugi, quejumbrosa.
Los vendedores de pescado alzaron la vista para ver qué ocurría.
A Yajibei no le gustaba que la gente le mirase embobada. Volvió la cabeza hacia Osugi y le dijo:
—En seguida me reuniré con vosotros. Aguanta un poco más. Tu vida no corre peligro.
Osugi apoyó la cabeza en la espalda de Ushi y se quedó quieta y callada como una criatura.
En la zona céntrica estaban los barrios de comerciantes y artesanos. Había un distrito de herreros, otro de fabricantes de lanzas, otros habitados por los tintoreros, los tejedores de tatamis y así sucesivamente. La casa de Yajibei destacaba entre las viviendas de los demás carpinteros porque la mitad delantera del tejado estaba cubierta de tejas, mientras que todas las demás casas tenían tejados de madera. Hasta que se produjo un incendio, unos dos años antes, casi todos los tejados habían sido de paja. En realidad, Yajibei debía a su tejado el que pasaba por su apellido, pues Hangawara significa «medio tejado».
Había llegado a Edo como rōnin, pero era inteligente y bondadoso y se había revelado como un hábil director de trabajadores. No tardó mucho en establecerse como contratista que empleaba a un número considerable de carpinteros, techadores y peones. La construcción de proyectos para varios daimyōs le proporcionó el capital suficiente para dedicarse también al negocio inmobiliario. Era ya demasiado rico para tener que trabajar con sus propias manos, y jugaba el papel de patrón local. Entre los numerosos patrones de Edo nombrados como tales por ellos mismos, Yajibei era uno de los más conocidos y respetados.
Los ciudadanos tenían en gran estima tanto a los patrones como a los guerreros, pero de las dos clases, la de los patrones era la que más admiraban, porque solían defender a la gente corriente. Aunque los de Edo tenían un estilo y un espíritu propios, los patrones no existían sólo en la nueva capital, sino que su historia se remontaba a los turbulentos días finales del shogunado Ashikaga, cuando las bandas de matones deambulaban por el campo como manadas de leones, saqueando a placer y sometiendo sin límite a la gente.
Según un escritor de aquella época, se cubrían con poco más que unos taparrabos de color bermejo y amplias envolturas abdominales. Sus espadas eran muy largas, medían casi cuatro pies, e incluso sus espadas cortas tenían más de dos pies de longitud. Muchos usaban otras armas más rudas, como hachas de combate y «rastrillos de hierro». Se dejaban crecer salvajemente el pelo, usaban gruesos trozos de cuerda como bandas para la cabeza y a menudo se cubrían las pantorrillas con polainas de cuero.
Dado que carecían de lealtades fijas, actuaban como mercenarios, y, una vez restablecida la paz, tanto los campesinos como los samuráis los condenaban al ostracismo. En la época de Edo, quienes no se contentaban con ser bandidos o salteadores de caminos solían buscar fortuna en la nueva capital. Bastantes de ellos tuvieron éxito, y esa raza de dirigentes fue descrita cierta vez en estos términos: «Sus huesos son la rectitud, su carne el amor a la gente y su piel la galantería». En una palabra, eran los héroes populares por excelencia.