Al contrario que en las demás rutas principales, no había árboles alineados a lo largo de la carretera de Kōshū, que enlazaba Shiojiri y Edo a través de la provincia de Kai. Utilizada para el transporte militar durante el siglo XVI, carecía de la red de caminos secundarios que tenía el Nakasendō, y sólo recientemente le había sido otorgada la categoría de arteria principal.
Para los viajeros procedentes de Kyoto u Osaka, su característica más desagradable era la ausencia de buenas posadas y casas de comidas. Si uno pedía una caja para almorzar, lo más probable era que no recibiese nada más apetitoso que pastelillos de arroz envueltos en hojas de bambú o, incluso menos atractivas, bolas de arroz vulgar y corriente envueltas en hojas de roble secas. A pesar de esta dieta primitiva, sin duda no muy diferente de la que se estilaba en el período Fujiwara, varios siglos antes, las rústicas hostelerías rebosaban de clientes, que en su mayoría se dirigían a Edo.
Un grupo de viajeros estaban descansando por encima del puerto de montaña de Kobotoke. Uno de ellos exclamó:
—¡Mirad, ahí va otra hornada!
Se refería a una estampa de la que él y sus compañeros habían gozado casi a diario: un grupo de prostitutas de Kyoto que viajaban hacia Edo.
Las mujeres eran más de treinta, algunas de edad avanzada, otras veinte o treintañeras, y cinco de ellas, por lo menos, adolescentes todavía. Junto con unos diez hombres que las administraban o servían, daban la impresión de una gran familia patriarcal. Completaban el grupo varios caballos de transporte sobrecargados con objetos que iban desde pequeños cestos de mimbre hasta arcas de madera que tenían la altura de un hombre.
El jefe de la «familia», un hombre de unos cuarenta años, se dirigía a las mujeres:
—Si las sandalias de paja os causan ampollas, cambiadlas por zōri[8] pero atadlas bien para que no se os resbalen. Y dejad de quejaros diciendo que no podéis seguir caminando. ¡Sólo tenéis que mirar a los niños que van por la carretera!
Era evidente, por la acidez de su tono, que le estaba costando un gran esfuerzo hacer que sus pupilas, normalmente sedentarias, siguieran andando.
El hombre, llamado Shōji Jinnai, era natural de Fushimi y samurái de nacimiento. Por motivos que sólo él conocía, había abandonado la vida militar para convertirse en el administrador de un burdel. Perspicaz y lleno de recursos, había logrado el apoyo de Tokugawa Ieyasu, el cual residía a menudo en el castillo de Fushimi, y no sólo había obtenido permiso para trasladar su negocio a Edo sino que también había persuadido a muchos de sus colegas del ramo para que hicieran lo mismo.
Cerca de la cima de Kobotoke, Jinnai dio el alto a su grupo.
—Aún es algo temprano, pero ya podemos almorzar.
Volviéndose a Onao, una anciana que actuaba como una especie de gallina clueca, le ordenó que distribuyera la comida.
Descargaron de uno de los caballos el fardo que contenía las cajas del almuerzo, y cada una de las mujeres recibió una bola de arroz envuelta en una hoja. Todas se acomodaron para descansar. El polvo que amarilleaba su piel también había emblanquecido casi del todo su cabello negro, aunque llevaban sombreros de viaje de ala ancha o se habían atado toallas alrededor de la cabeza. Como no había té ni nada para beber, chascaban mucho los labios y sorbían aire entre los dientes. Ninguna hablaba de ardides sexuales o emociones amorosas. Frases como: «¿De quién serán los brazos que esta noche abrazarán a esta roja flor?» parecían totalmente fuera de lugar.
—¡Ah, está delicioso! —exclamó encantada una de las pupilas más jóvenes de Jinnai. El tono de su voz habría arrancado lágrimas a los ojos de su madre.
La atención de otras dos o tres se desvió de su almuerzo para centrarse en un joven samurái que pasaba por allí.
—¿Verdad que es apuesto? —susurró una.
—Humm, no está mal —replicó otra, de actitud más mundana.
—Ah, le conozco —aseguró otra—. Solía venir a nuestra casa en compañía de hombres de la escuela Yoshioka.
—¿De quién estáis hablando? —preguntó una muchacha de expresión lujuriosa.
—De ese joven que se pavonea por ahí con una larga espada a la espalda.
Inconsciente de la admiración que despertaba, Sasaki Kojirō se abría paso entre una multitud de porteadores y caballos de carga.
Una voz aguada y coqueta le llamó:
—¡Señor Sasaki! ¡Aquí, señor Sasaki!
Puesto que había mucha gente llamada Sasaki, el joven ni siquiera se volvió.
—¡Eh, el del flequillo!
Kojirō enarcó las cejas y giró sobre sus talones.
—¡No seáis deslenguadas! —gritó colérico Jinnai—. Eso es una grosería.
Entonces, al alzar la vista de su almuerzo, reconoció a Kojirō.
—Bien, bien —dijo, apresurándose a levantarse—. ¡Pero si es nuestro amigo Sasaki! ¿Adonde te diriges, si puedo preguntártelo?
—Ah, hola. Eres el dueño de la Sumiya, ¿verdad? Voy a Edo. ¿Y vosotros? Parecéis haber emprendido una mudanza en toda regla.
—Así es. Nos trasladamos a la nueva capital.
—¿De veras? ¿Crees que puedes tener éxito allí?
—Nada crece en las aguas estancadas.
—Al ritmo de crecimiento de Edo, supongo que hay mucho trabajo para los obreros de la construcción y los armeros. Pero ¿diversiones elegantes? Me parece dudoso que exista ya una gran demanda.
—En eso te equivocas. Las mujeres convirtieron Osaka en una ciudad antes de que Hideyoshi llegara a darse cuenta.
—Puede que así fuera, pero en un sitio como Edo, probablemente ni siquiera podrás encontrar una casa apropiada.
—Te equivocas de nuevo. El gobierno ha delimitado unas tierras pantanosas en un lugar llamado Yoshiwara para quienes nos dedicamos a mi negocio. Mis colegas ya han empezado a desecar y rellenar los terrenos, a trazar calles y levantar edificios. Según todos los informes, me será muy fácil encontrar un buen sitio en una calle principal.
—¿Quieres decir que los Tokugawa entregan la tierra? ¿Gratuitamente?
—Pues claro. ¿Quién pagaría por una tierra pantanosa? El gobierno incluso aporta parte de los materiales de construcción.
—Ya veo. No es de extrañar que estéis todos abandonando la zona de Kyoto.
—¿Y tú qué cuentas? ¿Tienes alguna perspectiva de situarte al servicio de un daimyō?
—Oh, no, nada de eso. No lo aceptaría aunque me lo ofrecieran. Sencillamente, he pensado en ir a ver qué ocurre allá, puesto que es la residencia del shōgun y el lugar de donde procederán las órdenes en el futuro. Por supuesto, si me pidieran que fuese uno de los instructores del shōgun, podría aceptar.
Aunque no era precisamente un juez de esgrima, Jinnai tenía buen ojo para evaluar a la gente. Pensando en que sería mejor no hacer ningún comentario sobre el desmedido egotismo de Kojirō, desvió la mirada y empezó a aguijonear a su tropa para que se pusiera en movimiento.
—¡Vamos, todo el mundo en pie! Ya es hora de partir.
Onao, que había estado contando cabezas, dijo:
—Parece que falta una muchacha. ¿Cuál será? ¿Kichō? ¿O tal vez Sumizome? No, ambas están ahí. Es extraño. ¿Quién podrá ser?
Kojirō, que no deseaba lo más mínimo tener a un grupo de prostitutas por compañeras de viaje, reanudó su camino.
Dos de las muchachas que habían desandado sus pasos por la carretera en busca de la desaparecida regresaron al lado de Onao. Jinnai se reunió con ellas.
—Vamos, vamos, Onao, ¿cuál es la que falta?
—Ah, ya lo sé, es esa chica llamada Akemi —respondió contrita, como si ella tuviera la culpa—. La que recogiste en el camino de Kiso.
—Debe de estar por estos alrededores.
—Hemos buscado en todas partes. Creo que debe de haber huido.
—Bueno, no ha firmado ningún compromiso escrito ni le he prestado «dinero corporal». Dijo que estaba dispuesta y, como era lo bastante agraciada para trabajar, la acepté. Supongo que me ha ocasionado algún gasto de viaje, pero no tanto como para preocuparme. No importa. Sigamos adelante.
Empezó a dar prisa a su grupo. Aunque tuvieran que viajar después de que se pusiera el sol, se proponía llegar a Hachiōji dentro de aquella misma jornada. Si podían recorrer esa distancia sin detenerse, al día siguiente llegarían a Edo.
Habían recorrido un corto trecho de carretera cuando Akemi reapareció y se integró de nuevo al grupo.
—¿Dónde te habías metido? —le preguntó Onao encolerizada—. No puedes irte por ahí sin decir a nadie adonde vas, a menos, claro, que te propongas abandonarnos.
La anciana siguió explicándole santurronamente que todos habían estado muy preocupados por ella.
—No comprendes —le dijo Akemi, a quien la reprimenda sólo le hizo reír—. Pasaba por la carretera un hombre al que conozco y no quería que me viera. Me escondí en un bosquecillo de bambúes, sin saber que detrás había una pendiente muy pronunciada. Resbalé y fui a parar al fondo.
Corroboró sus palabras alzando el kimono desgarrado y mostrando el rasguño en un codo. Pero incluso mientras rogaba que la perdonaran, su rostro no mostraba la más ligera señal de arrepentimiento.
Desde el lugar que ocupaba delante del grupo, Jinnai se enteró de lo que ocurría y llamó a la muchacha.
—Te llamas Akemi, ¿no es cierto? —le dijo severamente—. Akemi… Es un nombre difícil de recordar. Si quieres tener éxito de veras en este negocio, tendrás que buscarte uno mejor. Dime, ¿has resuelto en serio seguir adelante con nosotros?
—¿Es que hace falta resolución para convertirse en una puta?
—No es un trabajo que puedas hacer durante uno o dos meses y luego abandonarlo. Y si te conviertes en una de mis chicas, tendrás que dar a los clientes lo que pidan, te guste o no. Eso has de tenerlo perfectamente claro.
—¿Qué más da ahora? Los hombres ya han echado a perder mi vida.
—Mira, ésa no es la actitud correcta ni mucho menos. Quiero que pienses cuidadosamente en ello. Si cambias de idea antes de que lleguemos a Edo, no te lo echaré en cara ni te pediré que me pagues lo que me cuesta tu comida y alojamiento.
Ese mismo día, en el Yakuōin de Takao, un hombre de edad madura que, al parecer, estaba libre de las exigencias de trabajos o negocios, se disponía a reanudar sin apresuramiento su viaje. Junto con su sirviente y un muchacho de unos quince años, había llegado la noche anterior, solicitando acomodo hasta el día siguiente. En compañía del muchacho había recorrido el recinto del templo desde primeras horas de la mañana. Ahora era alrededor del mediodía.
—Aquí tenéis esto para reparar el tejado o lo que sea necesario —dijo a uno de los sacerdotes, ofreciéndole tres grandes monedas de oro.
El superior de los sacerdotes, a quien informaron en seguida de la excepcional donación, se sintió tan abrumado por la generosidad del donante, que se apresuró a ir a su encuentro para saludarle personalmente.
—Tal vez te gustaría dejarnos tu nombre —le dijo.
Otro sacerdote, diciendo que ya lo había hecho, mostró la anotación en el registro del templo, que decía así: «Daizō de Narai, comerciante de hierbas, residente al pie del monte Ontake de Kiso».
El superior de los sacerdotes se disculpó con efusión por la mala calidad de la comida servida en el templo, pues Daizō de Narai era conocido en todo el país como un generoso donante en santuarios y templos. Sus donaciones siempre adoptaban la forma de monedas de oro, y se decía que en algunos casos eran de varias docenas. Sólo él mismo sabía si hacía tal cosa para divertirse, adquirir una reputación o por piedad religiosa.
El sacerdote, deseoso de que se quedara más tiempo, le rogó que examinara los tesoros del templo, un privilegio otorgado a muy pocas personas.
—Estaré en Edo una temporada —respondió Daizō—. Vendré a verlos en otra ocasión.
—Sí, por favor, pero por lo menos permíteme que te acompañe hasta el portal —insistió el sacerdote—. ¿Tienes intención de alojarte esta noche en Fuchū?
—No, en Hachiōji.
—En ese caso será un viaje cómodo.
—Dime, ¿quién es ahora el señor de Hachiōji?
—Recientemente lo han puesto bajo la administración de Ōkubo Nagayasu.
—Fue magistrado en Nara, ¿no es cierto?
—Sí, en efecto. También controla las minas de oro en la isla de Sado. Es muy rico.
—Al parecer, es un hombre muy capacitado.
Aún era de día cuando llegaron al pie de las montañas y se encontraron en la bulliciosa calle principal de Hachiōji, donde, según decían, no había menos de treinta y cinco posadas.
—Bueno, Jōtarō, ¿dónde vamos a alojarnos?
Jōtarō, que se había mantenido al lado de Daizō como una sombra, le respondió rotundamente que prefería «cualquier parte… mientras no sea un templo».
Tras elegir la posada más grande e imponente, Daizō entró y solicitó habitación. Su aspecto distinguido, junto con la elegante valija laqueada que el sirviente transportaba a la espalda, deslumbraron al encargado de la recepción, el cual comentó en tono adulador:
—Te has detenido muy temprano, ¿verdad?
Las posadas a lo largo de las carreteras estaban acostumbradas a recibir hordas de viajeros que llegaban a la hora de la cena e incluso más tarde.
Acompañaron a Daizō a una espaciosa habitación en la planta baja, pero poco después de que se pusiera el sol, el encargado y el posadero se presentaron en la estancia.
—Estoy seguro de que es una gran molestia —empezó a decir el posadero humildemente—, pero ha llegado de repente un grupo muy numeroso de huéspedes y me temo que aquí habrá mucho ruido. Si no te importa trasladarte a una habitación del primer piso…
—Ah, me parece muy bien —dijo Daizō en tono afable—. Me alegro de ver que tu negocio prospera.
Hizo una seña a Sukeichi, su criado, para que se hiciera cargo del equipaje y subió las escaleras. Apenas había abandonado la habitación cuando ésta fue invadida por las mujeres de la Sumiya.
La actividad que reinaba en la posada era frenética. Con la barahúnda que había en la planta baja, los sirvientes no se presentaban al llamarles. La cena llegó tarde, y cuando hubieron comido, nadie se presentó para llevarse los platos. Para colmo, se oía constantemente un ruido de fuertes pisadas en ambos suelos. Sólo la simpatía de Daizō hacia los servidores evitó que perdiera los estribos. Haciendo caso omiso del desaliñado estado de la habitación, se estiró para dormitar, usando el brazo como almohada. Al cabo de unos minutos, un repentino pensamiento cruzó por su mente, y llamó a Sukeichi.
Como el criado no acudió, Daizō abrió los ojos, se irguió y gritó:
—¡Jōtarō, ven aquí!
Pero también el muchacho había desaparecido.
Daizō se levantó y salió a la terraza, donde se encontró con numerosos huéspedes excitados que miraban con entusiasmo a las prostitutas alojadas en la planta baja.
Al ver a Jōtarō entre los espectadores, Daizō le agarró de un brazo y le llevó en seguida a la habitación. Mirándole severamente, le preguntó:
—¿Qué estabas mirando?
La larga espada de madera del muchacho, de la que no se separaba ni siquiera cuando estaba bajo techo, rozó el tatami al sentarse.
—Bueno, miraba lo mismo que todos los demás.
—¿Y qué es lo que están mirando?
—Abajo, en la habitación del fondo, hay muchas mujeres.
—¿Es eso todo?
—Sí.
—¿Y qué tiene eso de divertido?
La presencia de las putas no molestaba a Daizō, pero por alguna razón el profundo interés de los hombres que las miraban embobados le parecía irritante.
—No lo sé —replicó sinceramente Jōtarō.
—Voy a dar un paseo por el pueblo —le dijo Daizō—. Tú quédate aquí mientras esté ausente.
—¿No puedo ir contigo?
—Por la noche no.
—¿Por qué no?
—Como te dije antes, cuando voy a dar un paseo no es sencillamente para entretenerme.
—Entonces ¿para qué lo haces?
—Es algo relacionado con mi religión.
—¿Es que no te basta con las visitas a santuarios y templos durante el día? Hasta los sacerdotes tienen que dormir de noche.
—Para mí, la religión consiste en algo más que visitar santuarios y templos, jovencito. Ahora ve en busca de Sukeichi. Tiene la llave de mi valija.
—Ha ido a la planta baja hace un momento. Le he visto mirando a hurtadillas la habitación de las mujeres.
—¿También él? —exclamó Daizō, chascando la lengua—. Ve a buscarle y hazlo de prisa.
Después de que Jōtarō saliera, Daizō empezó a atarse de nuevo el obi de su kimono.
Los huéspedes masculinos, al enterarse de que las mujeres eran prostitutas de Kyoto, afamadas por su belleza y habilidad en las artes amatorias, eran incapaces de apartar los ojos de ellas. Sukeichi estaba tan absorto en su contemplación, que aún tenía la boca abierta cuando Jōtarō le localizó.
—Vamos, ya has visto suficiente —le dijo bruscamente el muchacho, tirándole de la oreja.
—¡Ay! —gritó el sirviente.
—Tu amo te llama.
—Eso no es cierto.
—Claro que sí. Ha dicho que va a dar un paseo. Siempre hace eso, ¿verdad?
—¿Cómo? Ah, sí, en efecto —dijo Sukeichi, desviando los ojos a regañadientes.
El chico se había vuelto para seguirle, cuando una voz le llamó.
—¿Jōtarō? Eres Jōtarō, ¿me equivoco?
Era la voz de una joven. El muchacho miró a su alrededor inquisitivamente. La esperanza de encontrar a su perdido maestro y Otsū no le había abandonado nunca. ¿Sería posible? Se puso en tensión y escudriñó entre las ramas de un gran arbusto de hoja perenne.
—¿Quién es?
—Yo.
El rostro que surgió del follaje era familiar.
—Ah, sólo eres tú.
Akemi le golpeó fuertemente en la espalda.
—¡Pequeño monstruo! Ha pasado tanto tiempo desde que te vi por última vez… ¿Qué estás haciendo aquí?
—Podría hacerte la misma pregunta.
—Bueno, yo… Bah, de todos modos no significaría nada para ti.
—¿Viajas con estas mujeres?
—Sí, pero aún no me he decidido.
—¿Decidido a qué?
—A convertirme en una de ellas —respondió ella con un suspiro. Tras una larga pausa, le preguntó—: ¿Qué hace últimamente Musashi?
Jōtarō se dio cuenta de que eso era realmente lo que ella quería saber, y pensó que ojalá estuviera en condiciones de responder a la pregunta.
—Otsū, Musashi y yo… nos separamos en la carretera.
—¿Otsū? ¿Quién es? —Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando se acordó—. Bah, no importa. Lo sé. ¿Todavía persigue a Musashi?
Akemi estaba acostumbrada a considerar a Musashi como un gallardo shugyōsha que iba de un lado a otro según le viniera en gana, vivía en los bosques y dormía sobre las rocas desnudas. Aun cuando lograra alcanzarle, él vería en seguida lo disoluta que se había vuelto su vida y la rechazaría. Hacía tiempo que se había resignado a la idea de que su amor no sería correspondido.
Pero la mención de otra mujer despertó en ella sentimientos de celos y avivó los rescoldos de su instinto amoroso.
—Aquí hay demasiados ojos curiosos, Jōtarō. Vayamos a otra parte.
Salieron por la puerta del jardín. Ya en la calle, regaló su vista las luces de Hachiōji y sus numerosas hostelerías. Era la población más animada que los dos habían visto desde que salieran de Kyoto. Al noroeste se alzaban las oscuras y silenciosas formas de la sierra de Chichibu y las montañas que señalaban el límite de la provincia de Kai, pero aquí flotaba en la atmósfera el aroma del sake y vibraban los sonidos de los peines de telar manejados por los tejedores, los gritos de los vendedores en el mercado, las voces excitadas de los jugadores y las desanimadas y lacrimosas canciones de los cantantes callejeros locales.
—Matahachi mencionaba con frecuencia a Otsū —mintió Akemi—. ¿Qué clase de persona es?
—Es muy buena —dijo seriamente Jōtarō—. Dulce, amable, considerada y bonita. Me gusta de veras.
La amenaza que Akemi notaba cernida sobre ella se intensificó, pero ocultó sus sentimientos tras una sonrisa afable.
—¿De veras es tan extraordinaria?
—Sí, lo es, y sabe hacer de todo. Canta, escribe bien y toca la flauta a la perfección.
Akemi no pudo seguir ocultando su irritación.
—No veo qué gana una mujer sabiendo tocar la flauta.
—Si no quieres, no lo hagas, pero todo el mundo, incluso el señor Yagyū Sekishūsai, tiene en gran estima a Otsū. Hay una sola cosa que no me gusta de ella.
—Todas las mujeres tienen sus defectos. Se trata sólo de que los admitan sinceramente, como yo lo hago, o que intenten ocultarlos detrás de una actitud de dama distinguida.
—Otsū no es así. Sólo tiene un punto flaco.
—¿Cuál es?
—Cada dos por tres se le saltan las lágrimas. Es llorona como una criatura.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Llora cada vez que piensa en Musashi. Por eso estar a su lado es bastante triste y no me gusta.
Jōtarō se expresó con juvenil abandono, sin preocuparse lo más mínimo del efecto que pudieran surtir sus palabras.
Unos celos ardientes embargaron a Akemi. Se le notaba en las profundidades de los ojos, incluso en el color de su piel. No obstante, prosiguió su interrogatorio.
—Dime, ¿qué edad tiene?
—Más o menos la misma.
—¿Quieres decir la misma que yo?
—Humm, pero parece más joven y bonita.
Akemi se arriesgó, confiando en volver a Jōtarō en contra de Otsū.
—Musashi es más viril que la mayoría de los hombres. Sin duda detesta ver a una mujer que se comporta así continuamente. Otsū debe creer que las lágrimas le ganarán la benevolencia de un hombre. Es como las chicas que trabajan en la Sumiya.
Jōtarō replicó muy molesto:
—Eso no es cierto en absoluto. En primer lugar, a Musashi le gusta Otsū. Él nunca demuestra sus sentimientos, pero está enamorado de ella.
El rostro ruborizado de Akemi se volvió carmesí. Ansiaba arrojarse a un río para apagar las llamas que la estaban consumiendo.
—Ven conmigo por aquí, Jōtarō.
Tiró de él hacia una luz roja en una calle lateral.
—Eso es una taberna.
—Sí, ¿y qué?
—Las mujeres no pueden entrar en esa clase de sitios.
—De repente tengo mucha sed y no puedo entrar ahí sola. Me sentiría incómoda.
—¿Y yo no?
—También dan de comer. Puedes tomar algo.
A primera vista, el local parecía vacío. Akemi entró y, mirando la pared más que el mostrador, dijo:
—¡Ponme sake!
Engulló una taza tras otra con tanta rapidez como era humanamente posible. Jōtarō, asustado por la cantidad de bebida, intentó moderarla, pero ella le apartó con el codo.
—¡Calla! —gritó—. ¡Qué pesado eres! ¡Vamos, ponme más sake!
El muchacho, interponiéndose entre ella y el recipiente de sake, le suplicó:
—Ya es suficiente. No puedes seguir bebiendo de esa manera.
—No te preocupes por mí —farfulló ella—. Eres amigo de Otsū, ¿no es cierto? ¡No soporto a las mujeres que intentan conseguir a un hombre con lágrimas!
—Pues a mí me disgustan las mujeres que se emborrachan.
—Lo siento mucho, pero ¿cómo un enano como tú podría comprender por qué bebo?
—Anda, paga la cuenta.
—¿Crees que tengo dinero?
—¿Ah, no?
—No. Quizá puedan cobrar en la Sumiya. De todos modos, ya me he vendido al amo. —Las lágrimas anegaron sus ojos—. Lo siento…; de veras que lo siento.
—¿No eras tú quien se burlaba de Otsū porque llora? Mírate.
—Mis lágrimas no son como las suyas. Ah, la vida es demasiado complicada. Quisiera estar muerta.
Dicho esto, se levantó y salió tambaleándose a la calle. El tabernero, que ya había tenido otras clientas como aquélla, se limitó a reírse, pero un rōnin que hasta entonces había dormido silenciosamente en un rincón, abrió sus ojos legañosos y miró a la mujer que se retiraba.
Jōtarō corrió tras ella y la cogió por la cintura, pero ella se zafó y echó a correr por la calle a oscuras, con el muchacho pisándole los talones.
—¡Detente! —le gritó, alarmado—. Ni siquiera se te ocurra eso. ¡Vuelve!
Aunque a ella no parecía importarle si tropezaba con algo en la oscuridad o caía en una ciénaga, era plenamente consciente de la súplica de Jōtarō. Cuando se arrojó al mar en Sumiyoshi, había querido matarse, pero ya no estaba tan falta de astucia. Que Jōtarō se preocupara tanto por ella le producía cierta emoción.
—¡Cuidado! —le gritó, al ver que se dirigía en línea recta a las turbias aguas de un foso—. ¡Detente! ¿Por qué quieres morir? Es una locura.
Volvió a cogerla de la cintura y ella se lamentó.
—¿Por qué no habría de morir? Crees que soy mala, y lo mismo cree Musashi y todo el mundo. No puedo hacer nada salvo morir, abrazando a Musashi en mi corazón. ¡Jamás permitiré que me lo arrebate una mujer como ésa!
—Estás muy confundida. ¿Cómo has llegado a esto?
—No importa. Todo lo que has de hacer es empujarme al foso. Adelante, Jōtarō, empújame.
Cubriéndose el rostro con las manos, se echó a llorar a lágrima viva. Esto despertó un extraño temor en Jōtarō, el cual también sintió el impulso de llorar.
—Anda, Akemi. Volvamos.
—Cuánto deseo verle. Encuéntramelo, Jōtarō. Por favor, encuéntrame a Musashi.
—¡Estate quieta! No te muevas, es peligroso.
—¡Ah, Musashi!
—¡Cuidado!
En aquel momento, el rōnin que había estado en la taberna salió de la oscuridad.
—Vete, muchacho —le ordenó—. Yo la llevaré a la posada.
Cogió a Jōtarō por debajo de los brazos y, alzándolo, lo depositó bruscamente a un lado.
Era un hombre alto, de unos treinta y cinco años, con los ojos hundidos en las cuencas y una espesa barba. Una cicatriz curva, reliquia, sin duda, de una herida de espada, le cruzaba la cara desde la oreja derecha al mentón. Parecía el corte mellado de un melocotón al partirlo.
Tragando saliva para vencer su temor, Jōtarō intentó convencer a la joven.
—Akemi, por favor, ven conmigo. Todo irá bien.
Ahora la cabeza de Akemi descansaba en el pecho del samurái.
—Mira, se ha dormido —dijo el hombre—. ¡Vete de aquí! Luego la llevaré a casa.
—¡No! ¡Suéltala!
Como el chico se negaba a moverse, el rōnin extendió lentamente una mano y le agarró por el cuello del kimono.
—¡Quítame las manos de encima! —gritó Jōtarō, resistiéndose con todas sus fuerzas.
—¡Pequeño bastardo! ¿Te gustaría que te echara al foso?
—¿Quién va a hacerlo?
Se contorsionó hasta liberarse, y en cuanto estuvo libre, su mano encontró el extremo de la espada de madera. Descargó un golpe contra el costado del hombre, pero su propio cuerpo dio una voltereta y cayó sobre una piedra al lado del camino. Jōtarō emitió un solo gemido y quedó inmóvil.
Permaneció algún tiempo inconsciente antes de que empezara a oír voces a su alrededor.
—Eh, despierta.
—¿Qué ha pasado?
—Abrió los ojos y discernió vagamente un pequeño grupo de gente.
—¿Estás despierto?
—¿Te encuentras bien?
Azorado por la atención de que era objeto, recogió su espada de madera y estaba a punto de alejarse cuando un empleado de la posada le cogió del brazo.
—Espera un momento —le dijo en tono brusco—. ¿Qué le ha ocurrido a la mujer que estaba contigo?
Jōtarō miró a su alrededor y tuvo la impresión de que los demás también eran de la posada, tanto huéspedes como empleados. Algunos de ellos llevaban palos, mientras que otros sostenían redondos farolillos de papel.
—Llegó un hombre y dijo que os habían atacado y un rōnin se había llevado a la mujer. ¿Sabes por dónde han ido?
Jōtarō, todavía aturdido, sacudió la cabeza.
—Eso es imposible. Debes de tener alguna idea.
Jōtarō señaló en la primera dirección que se le ocurrió.
—Ahora lo recuerdo. Fue por ahí.
No quería decir lo que había ocurrido realmente, temeroso de que Daizō le regañara por su intervención, pero también temía admitir delante de aquellas personas que el rōnin le había derribado.
A pesar de la vaguedad de su respuesta, los hombres echaron a correr y, al cabo de un rato, uno de ellos gritó:
—Allí está.
Los farolillos formaron un círculo alrededor de Akemi, que yacía en una postura desgarbada donde había sido abandonada, sobre un montón de heno en el cobertizo de un granjero. El ruido de las pisadas la hizo volver en sí y se levantó. Tenía abierta la parte delantera del kimono y el obi yacía en el suelo. El heno se le había adherido al cabello y la ropa.
—¿Qué ha ocurrido?
Aunque todos tenían en la lengua la palabra «violación», nadie se atrevió a pronunciarla. Ni siquiera pasó por sus mentes la idea de perseguir al malhechor. Creían que lo sucedido a Akemi, fuera lo que fuese, era algo que ella misma se había buscado.
—Vamos, vuelve con nosotros —le dijo uno de los hombres, cogiéndola de la mano.
Akemi se apresuró a retirar la mano. Apoyando la cabeza tristemente en la pared, rompió en amargas lágrimas.
—Parece bebida.
—¿Cómo se ha puesto así?
Jōtarō había observado la escena desde cierta distancia. No entendía con detalle lo que le había sucedido a Akemi, pero de alguna manera le recordó una experiencia que no tenía nada que ver con ella. Sintió de nuevo la emoción de estar tendido en el cobertizo del forraje con Kocha, en Koyagyū, junto con el temor, extrañamente excitante, de unas pisadas que se aproximaban. Sin embargo, su placer se evaporó en seguida.
—Será mejor que regrese —dijo decididamente.
A medida que apresuraba el paso, su espíritu, al regresar de su viaje a lo desconocido, le impulsó a cantar.
Viejo Buda metálico que estás en el campo,
¿has visto a una chica de dieciséis años?
¿No conoces a una muchacha que se ha extraviado?
Cuando te preguntan, contestas «Clang».
Cuando te golpean, dices «Bong».