Los primeros pensamientos de Musashi al despertar fueron para Otsū y Jōtarō, y aunque durante el desayuno sostuvo con Geki una jovial conversación, su mente estaba mucho más ocupada por el problema de cómo encontrarlos. Al salir de la posada, empezó a escrutar sin darse cuenta cada rostro con que se encontraba en la carretera. Una o dos veces creyó ver a Otsū caminando más adelante, pero descubrió que se había confundido.
—Pareces buscar a alguien —le dijo Geki.
—Así es. Mis compañeros de viaje y yo tuvimos que separarnos y estoy preocupado por ellos. Creo que será mejor que abandone la idea de ir a Edo contigo y los busque en otros lugares.
Geki pareció decepcionado.
—Es una lástima. Me ilusionaba la idea de viajar juntos. Confío en que el hecho de que anoche hablara tanto no te haga cambiar de idea y nos visites en Sendai.
Los modales de Geki, directos y masculinos, agradaron a Musashi.
—Eres muy amable —le dijo—. Espero que algún día tendré la oportunidad de hacer esa visita.
—Quiero que veas por ti mismo cómo se conducen nuestros samuráis. Y si eso no te interesa, entonces considéralo como un viaje de placer. Puedes escuchar las canciones locales y visitar Matsushima, que es famosa por sus paisajes, ¿sabes?
Tras despedirse de él, Geki se encaminó rápidamente al puerto de montaña de Wada.
Musashi dio media vuelta y regresó al lugar donde la carretera de Kōshū se bifurcaba desde el Nakasendō. Mientras permanecía allí en pie proyectando su estrategia, se le acercó un grupo de peones de Suwa. Sus atuendos sugerían que eran cargadores, mozos de caballos o porteadores de los primitivos palanquines utilizados en aquella región. Se aproximaron lentamente, cruzados de brazos, con el aspecto de un ejército de cangrejos.
Mientras le medían groseramente con la vista, uno de ellos le dijo:
—Pareces estar buscando a alguien, señor. ¿Se trata de una hermosa dama o sólo un sirviente?
Musashi sacudió la cabeza, les despidió con un gesto de la mano ligeramente desdeñoso y desvió la cara. No sabía si encaminarse hacia el este o el oeste, pero al final decidió pasar el día averiguando lo que pudiera en la vecindad. Si sus pesquisas no le llevaban a ninguna parte, entonces podría proseguir su camino hacia la capital del shōgun con la conciencia limpia.
Uno de los peones interrumpió sus pensamientos.
—Si estás buscando a alguien podríamos ayudarte —le dijo—. Es mejor que estar aquí bajo el sol. ¿Qué aspecto tiene tu amigo?
Otro añadió:
—Ni siquiera pondremos una tarifa a nuestros servicios. Nos conformaremos con tu voluntad.
Musashi cedió hasta el extremo de describirles con detalle a Otsū y Jōtarō. Tras consultar con sus compañeros, el primero de los hombres que habían hablado dijo:
—No los hemos visto, pero si nos dividimos estoy seguro de que podremos dar con ellos. Los raptores deben de haber tomado una de las tres carreteras entre Suwa y Shiojiri. Tú no conoces esta zona, pero nosotros sí.
Musashi no era muy optimista acerca de sus posibilidades de éxito en un terreno tan difícil.
—De acuerdo —les dijo—, id en su busca.
—¡Hecho! —gritaron los hombres.
Formaron un corro, al parecer para determinar la dirección que seguiría cada uno. Entonces el cabecilla se adelantó, frotándose las manos con deferencia.
—Hay una sola cosa más, señor. Verás… No quisiera mencionarlo, pero somos pobres peones sin blanca. Hoy mismo ninguno de nosotros ha probado bocado todavía. Tal vez podrías adelantarnos la mitad del jornal y añadir un poco más. Te garantizo que encontraremos a tus compañeros antes de que se ponga el sol.
—Por supuesto. Tenía intención de daros algo.
El hombre dijo una cifra y Musashi, tras contar su dinero, comprobó que era más de lo que tenía. No olvidaba el valor del dinero, pero al hallarse solo, sin nadie a quien mantener, su actitud era, en conjunto, de indiferencia. A veces amigos y admiradores hacían donación de fondos para el viaje, y con frecuencia podía conseguir alojamiento gratuito en los templos.
En otras ocasiones dormía al aire libre o prescindía de las comidas regulares. De una manera u otra, siempre se las arreglaba para salir del paso. En esta ocasión había dejado las finanzas al cuidado de Otsū, a quien el señor Karasumaru había hecho un considerable regalo en metálico para costearse el viaje. La joven había pagado las facturas y le había dado cierta cantidad para sus gastos cada mañana, como lo haría cualquier ama de casa ordinaria.
Quedándose sólo con una cantidad mínima, Musashi distribuyó el resto de su dinero entre los hombres, y aunque ellos esperaban recibir más, accedieron a emprender la búsqueda como un «favor especial».
—Deberás esperarnos en el portal de dos plantas del santuario Myōjin de Suwa —le informó el portavoz—. Al anochecer estaremos de regreso con alguna noticia.
Los hombres partieron en distintas direcciones.
En vez de desperdiciar la jornada sin hacer nada, Musashi se fue a ver el castillo de Takashima y la ciudad de Shimosuwa, deteniéndose aquí y allá para examinar las características de la topografía local, que podrían serle útiles en el futuro, y observar los sistemas de irrigación. Preguntó en varias ocasiones si había destacados expertos militares en la zona, pero no le dijeron nada de interés.
Cuando el sol estaba próximo a ponerse, fue al santuario y se sentó, cansado y desanimado, en la escalera de piedra que conducía al portal de dos plantas. No apareció nadie, por lo que dio una vuelta por el espacioso terreno del santuario. Pero cuando regresó al portal lo encontró todavía desierto.
El sonido de cascos de caballos, aunque apagado, empezó a crisparle los nervios. Bajó los escalones y se acercó a un cobertizo entre los árboles, donde un anciano guardián de caballos estaba alimentando al sagrado caballo blanco del templo.
El hombre dirigió a Musashi una mirada acusadora.
—¿Puedo servirte en algo? —le preguntó con brusquedad—. ¿Tienes algo que ver con el santuario?
Cuando supo el motivo por el que Musashi estaba allí, le entró una risa incontenible. Musashi, que no veía nada divertido en su apuro, no trató de disimular un mal gesto, pero antes de que pudiera hablar el anciano le dijo:
—No deberías viajar solo por la carretera. Eres demasiado inocente. ¿De veras creíste que esa chusma de los caminos se pasaría el día entero buscando a tus amigos? Si les has pagado por adelantado, jamás volverás a verlos.
—¿Crees, pues, que sólo fingían cuando se dividieron y fueron en distintas direcciones?
La expresión antes adusta del guardián de caballos ahora era de simpatía.
—¡Te han robado! —exclamó—. Me han dicho que había como una decena de vagabundos en el bosque al otro lado de la montaña y que se han pasado todo el día bebiendo y jugando. Lo más probable es que se trate de los mismos. Son cosas que suceden continuamente. —Le contó entonces unas anécdotas de viajeros a quienes peones sin escrúpulos habían despojado de su dinero, pero concluyó en un tono indulgente—: Así es el mundo. En lo sucesivo será mejor que tengas más cuidado.
Tras darle este sabio consejo, el hombre recogió su cubo vacío y se marchó, dejando a Musashi con la sensación de que había sido un necio. Suspiró, diciéndose: «Ahora es demasiado tarde para hacer nada. ¡Me enorgullezco de mi habilidad para no dar a mi contrario ninguna oportunidad, y luego me dejo timar por una banda de peones analfabetos!». Esta prueba de su credulidad era como una bofetada. Semejantes deslices podían enturbiar fácilmente su práctica del Arte de la Guerra. ¿Cómo un hombre a quien sus inferiores engañaban con tanta facilidad podía mandar eficazmente un ejército? Mientras subía lentamente hacia el portal, resolvió que en adelante prestaría más atención a las realidades del mundo que le rodeaba.
Uno de los peones estaba escudriñando en la oscuridad, y en cuanto vio a Musashi le llamó y bajó parte de los escalones.
—Me alegro de hallarte, señor —le dijo—. Tengo noticias de una de las personas que buscas.
—¿Ah, sí? —Musashi, que acababa de reprenderse por su ingenuidad, se asombró pero también se sintió satisfecho al saber que no todos los habitantes del mundo eran unos timadores—. ¿A quién te refieres, al muchacho o a la mujer?
—Al muchacho. Está con Daizō de Narai, y he averiguado dónde se encuentra Daizō, o por lo menos hacia dónde se dirige.
—¿Dónde es eso?
—No creí que esa gente con la que estaba esta mañana hicieran lo prometido. Se tomaron el día libre para jugar, pero lo sentí por ti. Fui de Shiojiri a Seba, preguntando a cuantas personas encontraba por el camino. Nadie sabía nada de la chica, pero la sirvienta de la posada donde comí me dijo que Daizō había pasado por Suwa hacia mediodía, camino del puerto de Wada, y que le acompañaba un muchacho.
Desconcertado, Musashi le dijo con bastante formalidad:
—Has hecho bien en hacérmelo saber.
Sacó su bolsa, sabiendo que sólo contenía lo suficiente para su comida. Titubeó un momento, pero tras reflexionar que la honradez no debía quedarse sin recompensa, dio al peón sus últimas monedas.
Satisfecho por la propina, el hombre se llevó el dinero a la frente, en un gesto de agradecimiento, y prosiguió alegremente su camino.
Mientras veía su dinero alejarse carretera abajo, Musashi tuvo la sensación de que lo había usado con un fin más digno que el de llenar su estómago. Tal vez el peón, tras haber aprendido que la conducta correcta puede ser provechosa, al día siguiente ayudaría a otro viajero.
Ya había oscurecido, pero decidió que en vez de pasar la noche bajo los aleros de alguna casa de campo, cruzaría el puerto de Wada. Si viajaba de noche, podría dar alcance a Daizō. Se puso en marcha, saboreando de nuevo la satisfacción de estar en una carretera desierta de noche. El ambiente nocturno del camino le atraía. Contando sus pasos, escuchando la voz silenciosa de los cielos, podía olvidarlo todo y experimentar el júbilo de existir. Cuando le rodeaban multitudes de gentes atareadas, a menudo su espíritu parecía triste y aislado, pero ahora se sentía libre y optimista. Podía pensar en la vida fría y objetivamente, incluso evaluarse como lo haría con un completo desconocido.
Poco después de medianoche, una luz a lo lejos le hizo salir de sus meditaciones. Había ascendido continuamente desde que cruzara el puente sobre el río Ochiai. Un puerto de montaña había quedado atrás; el próximo, en Wada, se miraba en el cielo estrellado, y más allá estaba el cruce todavía más elevado de Daimon. La luz brillaba en una hondonada que se extendía paralela a las dos estribaciones.
«Parece una fogata —pensó Musashi, sintiendo las punzadas del hambre por primera vez en varias horas—. Tal vez me permitirán secarme las mangas y me darán unas gachas o cualquier otra cosa para comer.»
Al aproximarse, vio que no se trataba de una fogata al aire libre sino que era la luz de una pequeña casa de té al lado de la carretera. Había cuatro o cinco postes para atar caballos, pero ningún animal. Parecía increíble que alguien se encontrara en semejante lugar a tales horas, pero llegaban a sus oídos los sonidos de voces estridentes mezclados con el crepitar del fuego. Permaneció vacilante bajo los aleros durante varios minutos. De haber sido la choza de un campesino o leñador, no habría tenido escrúpulo en pedir refugio y algunas sobras, pero aquello era un negocio.
El olor de la comida le hizo sentirse más hambriento que nunca. El cálido humo le envolvía, y era incapaz de alejarse de allí. «En fin, si les explico mi situación es posible que acepten la estatua como pago». La «estatua» era la pequeña imagen de Kannon que había tallado en la madera de un viejo ciruelo.
Cuando irrumpió en el local, los sobresaltados parroquianos se interrumpieron. El interior era sencillo, el suelo de tierra con un hogar y su campana en el centro, y alrededor del fuego había tres hombres sentados en escabeles. En una cacerola se cocía una mezcla de carne de jabalí y rábano gigante. Entre las cenizas se calentaba un recipiente de sake. El propietario estaba de espaldas a ellos, cortando encurtidos y charlando animadamente.
—¿Qué quieres? —le preguntó uno de los clientes, un hombre de mirada penetrante y con largas patillas.
Demasiado hambriento para oírle, Musashi pasó por el lado de los hombres y, sentándose en el borde de un escabel, le dijo al propietario:
—Dame algo de comer, rápido. Bastará con arroz y encurtidos. Cualquier cosa.
El hombre vertió una porción de cocido sobre un cuenco de arroz frío y lo depositó ante él.
—¿Tienes intención de cruzar el puerto esta noche? —le preguntó.
—Humm —farfulló Musashi, que ya había cogido unos palillos y atacaba briosamente la comida. Tras el segundo bocado, preguntó—: ¿Sabes si un hombre llamado Daizō… es de Narai… ha pasado por aquí esta tarde en dirección al puerto? Le acompaña un muchacho.
—Me temo que no puedo ayudarte —respondió el propietario, el cual se dirigió a los otros hombres—: Tōji, ¿habéis visto tú o tus amigos a un hombre mayor viajando con un muchacho?
Tras intercambiar susurros, los tres respondieron negativamente, sacudiendo las cabezas al unísono.
Musashi, saciado y reconfortado por la comida caliente, empezó a preocuparse por la cuenta. Al principio titubeó sobre la conveniencia de discutirlo con el propietario, debido a la presencia de los clientes, pero ni por un momento se le ocurrió que estaba mendigando. Sencillamente, parecía más importante atender primero a las necesidades de su estómago. Decidió que si el tendero no aceptaba la estatuilla, le ofrecería su daga.
—Siento decirte esto, pero no tengo dinero. No creas, sin embargo, que te pido una comida gratis. Tengo algo que ofrecer en pago, si lo aceptas.
Con una amabilidad inesperada, el propietario replicó:
—Estoy seguro de que servirá. ¿Qué es?
—Una estatuilla de Kannon.
—¿Una pieza auténtica?
—Bueno, no es obra de un escultor famoso…; es sólo una pieza que he tallado yo mismo. Puede que ni siquiera valga el precio de un cuenco de arroz, pero échale un vistazo de todos modos.
Cuando empezaba a desanudar los cordones de su bolsa, la que llevaba consigo desde hacía años, los tres hombres dejaron de beber y centraron su atención en las manos del desconocido. Además de la estatuilla, la bolsa contenía una sola muda de ropa interior y un estuche de escritura. Al volcar el contenido, algo cayó al suelo produciendo un tintineo. Los hombres se quedaron boquiabiertos, pues el objeto que yacía a los pies de Musashi era una bolsa de dinero, de la que se habían caído varias monedas de oro y plata. El mismo Musashi contemplaba aquello estupefacto y mudo.
—¿De dónde ha salido esto? —se preguntó.
Los demás estiraron el cuello para examinar el tesoro.
Musashi palpó la bolsa, encontró algo más y lo sacó. Era una carta. La hoja tenía una sola línea escrita: «Esto cubrirá tus gastos de viaje durante algún tiempo», y la firmaba «Geki».
Musashi tuvo una idea bastante clara de lo que significaba aquello: era la manera que tenía Geki de comprar sus servicios para el señor Date Masamune de Sendai y el castillo de Aoba. La creciente probabilidad de un choque definitivo entre los Tokugawa y los Toyotomi exigía que el gran daimyō mantuviera un número considerable de guerreros capacitados. Un método favorito utilizado en la reñida competencia por conseguir los pocos samuráis realmente valiosos consistía en intentar que tales hombres estuvieran en deuda, incluso por una pequeña suma, y entonces lograr un acuerdo tácito de cooperación futura.
Era de dominio público que Toyotomi Hideyori proporcionaba grandes sumas de dinero a Gotō Matabei y Sanada Yukimura. Si bien Yukimura estaba aparentemente retirado en el monte Kudo, desde el castillo de Osaka le enviaban tanto oro y plata que Ieyasu había ordenado una investigación en toda regla. Puesto que las necesidades personales de un general jubilado que vivía en una ermita eran bastante modestas, casi podía asegurarse del todo que aquel dinero era entregado a varios millares de rōnin indigentes, los cuales haraganeaban en los pueblos y ciudades cercanos, a la espera de que estallaran las hostilidades.
Encontrar un guerrero capacitado, como Geki consideraba a Musashi, y atraerle de alguna manera para que entrara al servicio de su señor, era una de las misiones más valiosas que podía realizar un servidor del daimyō. Y era precisamente por esa razón por lo que a Musashi no le interesaba lo más mínimo el dinero de Geki: utilizarlo sería contraer una obligación indeseable. En cuestión de segundos, decidió hacer caso omiso del regalo, fingir que no existía.
Sin decir palabra, recogió la bolsa del dinero y la guardó en la bolsa de viaje. Dirigiéndose al propietario como si nada hubiera ocurrido, le dijo:
—Bien, entonces dejaré aquí la estatuilla como pago.
Pero el hombre rechazó el ofrecimiento.
—¡Ahora no puedo aceptar eso, señor!
—¿Es que tiene algo malo? No me las doy de escultor, pero…
—No, no está mal hecha, y me la habría quedado si no tuvieras dinero, como has dicho, pero resulta que tienes mucho. ¿Por qué enseñas así tu dinero si deseas que la gente crea que estás sin blanca?
Los clientes, disipados los vapores de la bebida y emocionados a la vista del oro, asintieron con vigorosos movimientos de cabeza. Musashi reconoció la inutilidad de argumentar que el dinero no era suyo, sacó una pieza de plata y se la tendió al propietario.
—Esto es demasiado, señor —se quejó el hombre—. ¿No tienes alguna pieza más pequeña?
Un rápido examen reveló algunas variaciones en el valor de las monedas, pero ninguna menos valiosa.
—No te preocupes por el cambio —dijo Musashi—. Puedes quedártelo.
Como ya no podía mantener la ficción de que el dinero no le pertenecía, Musashi se guardó la bolsa en el envoltorio atado sobre el estómago, para mayor seguridad.
Entonces, a pesar de que los parroquianos insistieron en que se quedara un rato más, se echó el fardo al hombro y salió a la noche. Como había comido y recuperado las fuerzas, calculó que podría llegar al puerto de Daimon hacia el alba. De día habría visto a su alrededor una abundancia de flores de montaña, rododendros, gencianas, crisantemos silvestres, pero de noche, en el inmenso mar de oscuridad, sólo veía una bruma algodonosa pegada a la tierra.
Se había alejado un par de millas de la casa de té cuando uno de los parroquianos, que había salido tras él, le llamó:
—¡Espera! Te has olvidado algo. —El hombre llegó resollando al lado de Musashi—. ¡Uf, qué rápido caminas! Después de que te marcharas, encontré este dinero, así que te lo he traído. Debe de ser tuyo.
Le tendió una moneda de plata, que Musashi rechazó, diciendo que sin duda no le pertenecía. El hombre insistió en que era suya.
—Debió de rodar hacia el rincón cuando se te cayó la bolsa del dinero.
Como no había contado las monedas, Musashi no podía demostrar que el hombre se equivocaba. Dándole las gracias, cogió la moneda de plata y se la guardó en la manga del kimono. No obstante, por alguna razón esa muestra de honestidad no le conmovió.
Aunque el hombre había cumplido ya con su honrada misión, echó a andar al lado de Musashi y le dio palique.
—Quizá no debería preguntártelo, pero ¿estudias esgrima con algún maestro conocido?
—No, uso mi propio estilo.
La mecánica respuesta no desalentó al hombre, el cual aclaró que había sido samurái, y añadió:
—Pero de momento me veo obligado a vivir aquí, en las montañas.
—¿Ah, sí?
—Humm. Y esos dos que me acompañan también. Todos somos samuráis. Ahora nos ganamos la vida cortando árboles y recogiendo hierbas. Somos como el dragón del proverbio, que espera la hora propicia en un estanque. No pretendo ser un Sano Genzaemon, pero cuando llegue el momento, cogeré mi vieja espada, me pondré mi gastada armadura e iré a luchar para algún famoso daimyō. ¡Sólo espero que llegue ese día!
—¿Estás a favor de Osaka o de Edo?
—Eso no importa. Lo principal es estar al lado de alguien, pues de lo contrario desperdiciaré mi vida en estos pagos.
Musashi se rio cortésmente.
—Gracias por traerme el dinero —le dijo.
Entonces, esforzándose por librarse de aquel hombre, apretó el paso. El otro siguió a su lado, adaptándose a la rápida andadura de Musashi. Además, no dejaba de acercarse demasiado a su costado izquierdo, una intrusión que cualquier espadachín experto consideraría sospechosa. Sin embargo, en vez de mostrarse receloso, Musashi no hizo nada por proteger su lado izquierdo, dejándolo totalmente expuesto.
El hombre se mostraba cada vez más amistoso.
—¿Puedo hacerte una sugerencia? ¿Por qué no vienes a nuestra casa para pasar la noche? Después del puerto de Wada, todavía tienes que pasar por el de Daimon. Podrías llegar por la mañana, pero es una cuesta muy empinada…, un camino difícil para quien no está familiarizado con estos contornos.
—Gracias, creo que aceptaré tu propuesta.
—Bien hecho. Lo único malo es que no tenemos nada que ofrecer en cuanto comida o entretenimiento.
—Me bastará con un sitio donde tenderme. ¿Dónde está tu casa?
—A una media milla a la izquierda y un poco más arriba.
—Desde luego, vives en lo más profundo de las montañas, ¿eh?
—Como te he dicho, hasta que llegue el momento propicio, nos mantenemos apartados, recogiendo hierbas, cazando, haciendo cosas por el estilo. Comparto una casa con los otros dos hombres.
—Ahora que los mencionas, ¿qué ha sido de ellos?
—Probablemente todavía están bebiendo. Cada vez que vamos a ese local se emborrachan, y acabo llevándolos a casa a rastras. Esta noche he decidido dejarles ahí… ¡Cuidado! Ahí hay una empinada pendiente. Por debajo pasa un arroyo. Es peligroso.
—¿Vamos a cruzar el arroyo?
—Sí. Aquí es estrecho y hay un tronco sobre el agua. Después de cruzarlo, giraremos a la derecha y subiremos a lo largo de la orilla.
Musashi notó que el hombre se había detenido, pero no miró atrás. Encontró el tronco y empezó a cruzarlo. Un instante después, el hombre saltó adelante y alzó el extremo del tronco, tratando de arrojar a Musashi al agua.
—¿Qué te propones?
El grito llegó desde abajo, pero el hombre alzó la cabeza, pasmado. Musashi había previsto la traidora acción, y ya había saltado, ligero como un aguzanieves, sobre una gran roca. Su sorprendido atacante dejó caer el tronco en la corriente. Antes de que la cortina de agua levantada hubiera humedecido la tierra, Musashi había vuelto a saltar a la orilla, con la espada desenvainada, y golpeado a su atacante. Todo sucedido con tanta rapidez que el hombre ni siquiera se dio cuenta de que el otro había desenvainado.
El cuerpo mortalmente herido sufrió una o dos convulsiones antes de quedar inmóvil. Musashi no se dignó mirarlo siquiera. Ya había adoptado una nueva postura, preparándose para el siguiente ataque, pues estaba seguro de que lo habría. Mientras se preparaba para repelerlo, el cabello se le erizó como las plumas en la cabeza de un águila.
Siguió un breve silencio, roto por un estruendo que retumbó en el barranco. El disparo parecía proceder de algún lugar en el otro lado. Musashi se arrojó a un lado, y el proyectil del arma bien apuntada pasó silbando por el lugar que había ocupado un segundo antes y se incrustó en la pared del barranco, detrás de él. Musashi se dejó caer al suelo, como si hubiera sido alcanzado, y miró hacia el otro lado, donde vio las chispas rojas que revoloteaban en el aire como otras tantas luciérnagas. Distinguió vagamente dos figuras que se aproximaban cautelosamente.