Una aventura amorosa de una sola noche

La herida de Musashi era dolorosa, por lo que en vez de detenerse en Kamisuwa para preguntar por Otsū y Jōtarō, siguió adelante, hacia los baños termales de Shimosuwa. Esta ciudad, a orillas del lago Suwa, era de considerable tamaño, y sólo las casas de los ciudadanos ordinarios pasaban del millar.

En la posada, designada para el uso del daimyō, el baño tenía la protección de un tejado, pero por lo demás las charcas situadas a lo largo del camino estaban al aire libre y al alcance de todo el que quisiera usarlas.

Musashi colgó de un árbol sus ropas y las espadas y penetró en el agua humeante. Mientras se masajeaba la hinchazón en el lado derecho del abdomen, apoyó la cabeza en una roca al borde de la charca, cerró los ojos y saboreó una adormecedora y placentera sensación de bienestar. El sol empezaba a ponerse y una bruma rojiza se alzaba de la superficie del lago, que divisaba entre las casas de los pescadores a lo largo de la orilla.

Entre la charca y la carretera, por donde discurría en ambas direcciones el habitual y ruidoso tránsito de personas y caballos, había un par de pequeñas parcelas cultivadas. En un comercio de aceite de candil y artículos varios un samurái estaba comprando unas sandalias de paja. Tras seleccionar un par adecuado, se sentó en un taburete, se quitó las sandalias viejas y se calzó las nuevas.

—Debes de haberlo oído contar —le dijo al tendero—. Ocurrió bajo el gran pino de Ichijōji, cerca de Kyoto. Ese rōnin atacó él solo a la casa de Yoshioka en peso y luchó con un espíritu del que ya no se suele oír hablar. No me cabe duda de que ha pasado por aquí. ¿Estás seguro de que no le has visto?

A pesar de su vehemencia, el samurái parecía saber muy poco sobre el hombre que estaba buscando. Desde luego, desconocía su edad e ignoraba cómo podría vestir. Decepcionado al recibir una respuesta negativa, repitió dos o tres veces: «Debo encontrarle de alguna manera» antes de que terminara de atarse las sandalias.

El samurái frisaba los cuarenta años, vestía bien y tenía la piel atezada de quien viaja bajo el sol. El pelo de las sienes le sobresalía alrededor de los cordones de su sombrero de juncos, y la expresión de tenacidad en su semblante armonizaba con su porte viril. Musashi sospechó que tenía en el cuerpo las señales y callos que produce el uso de la armadura. «No recuerdo haberle visto antes —pensó—. Pero si va por ahí hablando de la escuela Yoshioka, tal vez sea uno de sus alumnos. La escuela contaba con tantos que algunos deben de tener agallas. Quizá estén incubando otra conspiración para vengarse».

Después de que aquel hombre se marchara de la tienda, Musashi se secó y vistió, creyendo que había pasado el peligro. Pero cuando echó a andar por la carretera, casi tropezó con él.

El samurái hizo una reverencia y, mirándole fijamente a la cara, le preguntó:

—¿No eres tú Miyamoto Musashi?

Musashi asintió, y el samurái, haciendo caso omiso de su expresión suspicaz, le dijo: «Lo sabía». Tras dedicar una alabanza a su propia perspicacia, siguió diciendo en un tono de familiaridad:

—No puedes imaginar cuánto me alegra encontrarte por fin. Tenía el presentimiento de que tropezaría contigo en alguna parte a lo largo del camino. —Sin detenerse para dar a Musashi la oportunidad de hablar, le instó a que pernoctara en la misma posada donde se alojaría él—. Te aseguro que no has de preocuparte en absoluto por mí. Modestia aparte, mi categoría es tan alta que normalmente viajo con una docena de asistentes y caballos de refresco. Estoy al servicio de Date Masamune, el señor del castillo de Aoba en Mutsu. Me llamo Ishimoda Geki.

Cuando Musashi aceptó pasivamente la invitación, Geki decidió que se alojarían en la posada para el daimyō y le llevó allí.

—¿Qué te parece un baño? —le preguntó—. Claro que acabas de dártelo. Bueno, ponte cómodo mientras yo hago lo mismo. Volveré en seguida.

Se quitó las ropas de viaje, cogió una toalla y salió de la habitación.

A pesar de que era una persona encantadora, los interrogantes se sucedían en la mente de Musashi. ¿Por qué le estaría buscando aquel guerrero tan bien situado? ¿Y cuál era la razón de que se mostrara tan amistoso?

—¿No os gustaría cambiar vuestras ropas por algo más cómodo? —le preguntó la doncella, tendiéndole uno de los kimonos acolchados con algodón proporcionados a los huéspedes.

—No, gracias. No estoy seguro de si voy a quedarme.

Musashi salió a la terraza. Oyó a sus espaldas los leves sonidos de la doncella que depositaba las bandejas con la cena. Mientras observaba cómo las aguas ondulantes del lago pasaban del añil intenso al negro, en su mente se formó la imagen del entristecido semblante de Otsū. «Supongo que no estoy buscando en el lugar adecuado —se dijo—. Es evidente que cualquiera lo bastante malvado para raptar a una mujer evitará por instinto las ciudades». Le pareció oír a Otsū pidiéndole ayuda. ¿Era de veras correcto adoptar el punto de vista filosófico de que todo sucede como consecuencia de la voluntad del cielo? Allí en pie y sin hacer nada, experimentó una sensación de culpabilidad.

Ishimoda Geki regresó del baño y le pidió disculpas por haberle dejado solo antes de sentarse ante la bandeja de la cena. Al observar que Musashi todavía llevaba puesto su propio kimono, le preguntó:

—¿Por qué no te cambias?

—Me siento cómodo así. Siempre visto este kimono, en la carretera, bajo techo y cuando duermo en el suelo bajo los árboles.

Geki se mostró favorablemente impresionado.

—Debería haberlo sabido —le dijo—. Quieres estar preparado para entrar en acción en cualquier momento, no importa donde te encuentres. El señor Date admiraría semejante precaución. —Contempló con indisimulada admiración el rostro de Musashi, iluminado lateralmente por la lámpara. Al cabo de un rato volvió en sí y dijo—: Vamos, siéntate y toma un poco de sake. —Enjugó una taza en un cuenco de agua y se la ofreció.

Musashi tomó asiento e hizo una reverencia. Apoyando las manos en las rodillas, preguntó a su anfitrión:

—Quisiera, señor, que me digas por qué me tratas de una manera tan amistosa. Y también, si no te importa, la razón de que preguntaras por mí en la carretera.

—Supongo que tu extrañeza es muy natural, pero en verdad hay muy poco que explicar. Tal vez la manera más sencilla de decirlo sea que me he prendado de ti. —Se detuvo un momento, rio y siguió diciendo—: Sí, es cosa de enamoramiento, de atracción de un hombre por otro.

Geki pareció creer que esto era una explicación suficiente, pero Musashi se sentía más desconcertado que nunca. Si bien no parecía imposible que un hombre se enamorase de otro, él mismo jamás había experimentado semejante atracción. Takuan era demasiado severo para inspirar un fuerte afecto. Kōetsu vivía en un mundo totalmente diferente. Sekishūsai se hallaba en un plano tan por encima de Musashi que tanto el agrado como el desagrado eran inconcebibles. Si bien era posible que Geki pretendiera halagarle con sus palabras, un hombre que dice tales cosas se expone a que le acusen de insinceridad. Con todo, Musashi dudaba de que aquel samurái fuese un adulador. Era demasiado serio, tenía un aspecto demasiado viril para eso.

—¿Qué quieres decir exactamente cuando afirmas que te atraigo? —le preguntó Musashi con calma.

—Es posible que sea presuntuoso, pero desde que me enteré de tu hazaña en Ichijōji, he estado convencido de que eres un hombre que me gustaría, y mucho por cierto.

—Entonces ¿has estado en Kyoto?

—Sí, llegué durante el primer mes del año y me alojé en la residencia del señor Date, en la avenida Sanjo. Un día después de la pelea, visité al señor Karasumaru Mitsuhiro y oí hablar mucho de ti. Me dijo que te había conocido e hizo observaciones sobre tu juventud y lo que habías hecho en el pasado. Como sentía esta fuerte atracción, decidí que debía hacer un esfuerzo para conocerte. Al salir de Kyoto, vi el letrero que habías colocado en el puerto de Shiojiri.

—¿Ah, de modo que viste eso?

Musashi pensó en lo irónico que era que, en vez de traerle a Jōtarō, el letrero le había traído a alguien de cuya existencia no había tenido la menor idea. Pero cuanto más consideraba el asunto, menos merecedor se sentía de la estima en que Geki parecía tenerle. Penosamente consciente de sus propios errores y defectos, la adulación de Geki le resultaba embarazosa.

—Creo que me valoras en exceso —le dijo con absoluta sinceridad.

—Hay bastantes samuráis sobresalientes al servicio del señor Date, cuyo feudo tiene unos ingresos de cinco millones de fanegas de arroz… y en el transcurso del tiempo he conocido a muchos espadachines diestros. Pero por lo que he oído, parece ser que hay pocos que resistan la comparación contigo. Y lo que es más, aún eres muy joven y tienes todo el futuro por delante. En fin, ahora que te he encontrado, seamos amigos. Bebe y habla de cualquier cosa que te interese.

Musashi aceptó la taza de sake de buen humor y empezó a igualar a su anfitrión apurando una taza tras otra. No pasó mucho tiempo antes de que sus mejillas adquirieran una brillante tonalidad rojiza.

Geki, todavía muy sobrio, observó:

—Nosotros, los samuráis del norte, podemos beber mucho. Lo hacemos para mantenernos calientes. El señor Date es capaz de beber más que cualquiera de nosotros. Con un fuerte general al frente, estaría mal que las tropas se quedaran rezagadas.

La doncella siguió trayendo sake. Incluso después de que hubiera despabilado la lámpara varias veces, Geki no daba indicios de detenerse.

—Bebamos toda la noche —sugirió—. Así podremos hablar hasta el alba.

—Muy bien —convino Musashi. Entonces añadió sonriente—: Dices que has hablado con el señor Karasumaru. ¿Le conoces bien?

—No puedo decir que seamos amigos íntimos, pero he ido muchas veces a su casa, con uno u otro recado. Es un hombre muy cordial, ¿sabes?

—Sí. Me lo presentó Hon'ami Kōetsu. Parecía una persona llena de vitalidad, para ser de la nobleza.

Esta observación pareció dejar un tanto insatisfecho a Geki.

—¿Es ésa la impresión que has tenido? Si hubieras hablado con él detenidamente, creo que te habría asombrado su inteligencia y sinceridad.

—Bueno, cuando le conocí estábamos en el barrio tolerado.

—En ese caso, supongo que se abstendría de mostrarse tal como verdaderamente es.

—Dime, ¿cómo es realmente?

Geki adoptó una postura más formal y, en un tono más grave, replicó:

—Es un hombre preocupado, un hombre afligido, si quieres. Los métodos dictatoriales del shogunado le turban.

Por un momento Musashi reparó en un sonido armonioso que procedía del lago y las sombras que arrojaba la blanca luz de la lámpara.

Geki le preguntó abruptamente:

—Musashi, amigo mío, ¿al servicio de quién tratas de perfeccionar tu dominio de la esgrima?

Musashi, que jamás se había planteado ese interrogante, respondió con inocente franqueza:

—Lo hago sólo para mí.

—Eso está muy bien, pero ¿en favor de quién intentas mejorar? Sin duda tu objetivo no es tan sólo el honor y la gloria personales. Eso difícilmente puede bastarle a un hombre de tu talla. —Por casualidad o a propósito, Geki había sacado a colación el tema del que realmente deseaba hablar—. Ahora que todo el país está bajo el dominio de Ieyasu —siguió diciendo—, tenemos una apariencia de paz y prosperidad, pero ¿es verdadera? ¿Puede la gente vivir realmente feliz bajo el sistema actual?

—A lo largo de los siglos, hemos tenido a los Hōjō, los Ashikaga, Oda Nobunaga, Hideyoshi…, una larga serie de gobernantes militares que han oprimido constantemente no sólo al pueblo sino también al emperador y la corte. Se han aprovechado del gobierno imperial y han explotado sin piedad a la gente. Todos los beneficios han ido a parar a la clase militar. Esto ha sido así desde la época de Minamoto-no-Yoritomo, ¿no es cierto? Y actualmente la situación continúa invariable.

—Nobunaga parece tener alguna idea de la injusticia que se comete. Por lo menos ha levantado un nuevo palacio para el emperador. Hideyoshi no sólo honró al emperador Go-Yōzei al requerir de todos los daimyō que le tributaran homenaje, sino que incluso procuró ofrecer cierto bienestar y felicidad al pueblo. Pero ¿qué me dices de Ieyasu? Prácticamente no tiene ningún interés más allá de la prosperidad de su propio clan. De modo que, una vez más, la felicidad del pueblo y el bienestar de la familia imperial son sacrificados a fin de obtener riqueza y poder para una dictadura militar. Parece ser que estamos en el umbral de otra era de tiranía. Y a nadie le preocupa más este estado de cosas que al señor Date Masamune o, entre la nobleza, el señor Karasumaru.

Geki hizo una pausa, esperando una reacción, pero no obtuvo ninguna, salvo un par de palabras, «ya veo», apenas articuladas.

Como cualquier otro, Musashi era consciente de los drásticos cambios políticos que habían ocurrido desde la batalla de Sekigahara. Sin embargo, nunca había prestado la menor atención a las actividades de los daimyō en la facción de Osaka, como tampoco a los motivos ocultos de los Tokugawa ni a las posturas adoptadas por poderosos señores independientes, como Date y Shimazu. Todo lo que sabía de Date era que su feudo tenía oficialmente unos ingresos de tres millones de fanegas al año, pero que de hecho probablemente eran cinco millones, como había mencionado Geki.

—Dos veces al año —siguió diciendo Geki— el señor Date envía productos agrícolas desde nuestro feudo al señor Konoe de Kyoto, para que los presente al emperador. Nunca ha dejado de hacerlo, ni siquiera en tiempo de guerra. Por ese motivo he estado en Kyoto. El castillo de Aoba es el único del país que tiene una habitación especial reservada para el emperador. Por supuesto, es improbable que alguna vez llegue a ser usada, pero de todos modos el señor Date se la ha asignado. Para su construcción utilizó madera del antiguo palacio imperial cuando fue reconstruido. Hizo que transportaran la madera en barco desde Sendai a Kyoto.

—Y déjame que te hable de la guerra en Corea. Durante las campañas realizadas allí, Katō, Konishi y los demás generales competían por la fama y el triunfo personales, al contrario que el señor Date. En vez de su pendón familiar, llevó el del sol naciente y dijo a todo el mundo que nunca habría ido con sus hombres a Corea por la gloria de su propio clan o la de Hideyoshi. Fue allá por amor a Japón.

Mientras Musashi le escuchaba atentamente, Geki se entregó de lleno a su monólogo, describiendo a su señor con palabras entusiastas y asegurando a Musashi que nadie le superaba en su entrega resuelta a la nación y al emperador.

Durante unos momentos se olvidó de beber, pero de repente bajó la vista.

—El sake está frío —observó.

Batió palmas para llamar a la doncella y se dispuso a pedirle que les sirviera más, pero Musashi se apresuró a interrumpirle.

—He bebido más que suficiente. Si no te importa, ahora preferiría tomar un poco de arroz y té.

—¿Ya? —musitó Geki.

Era evidente que estaba decepcionado, pero por deferencia a su huésped, le pidió a la muchacha que trajera arroz.

Geki siguió hablando mientras comían. Musashi tuvo la impresión de que los samuráis del feudo del señor Date, tanto individualmente como en grupo, estaban vitalmente interesados en el Camino del Samurái y el problema de disciplinarse de acuerdo con los preceptos del Camino.

Ese Camino existía desde los tiempos antiguos, cuando se formó la clase guerrera, pero sus valores y obligaciones morales eran ahora poco más que un vago recuerdo. Durante las caóticas luchas domésticas de los siglos XV y XVI, la ética del militar se había distorsionado, si no abandonado por completo, y ahora casi cualquiera que blandiese una espada o disparase un arco era considerado como un samurái, al margen de la atención, o la falta de ella, que pusiera en los significados más profundos del Camino.

Los pretendidos samuráis de la época solían ser hombres de carácter más débil e instintos más bajos que los de los campesinos y ciudadanos corrientes. Como no tenían más que fuerza muscular y técnica para imponer el respeto de sus subordinados, a la larga estaban condenados a la destrucción. Pocos eran los daimyō capaces de comprenderlo así, y sólo un puñado de los vasallos más encumbrados de los Tokugawa y Toyotomi pensaban en la posibilidad de establecer un nuevo Camino del Samurái que pudiera llegar a ser el fundamento de la fuerza y prosperidad de la nación.

Musashi pensó en sus años de confinamiento en el castillo de Himeji. Al acordarse Takuan de que el señor Ikeda tenía en su biblioteca un ejemplar manuscrito del Nichiyō Shūshin-kan de Fushikian, se lo ofreció a Musashi para que lo estudiara. Fushikian era el nombre literario del célebre general Uesugi Kenshin, y en su libro registraba aspectos del adiestramiento ético cotidiano para orientación de sus vasallos de alto rango. Gracias a esa lectura, Musashi no sólo conoció las actividades personales de Kenshin, sino que también comprendió los motivos por los que el feudo de Kenshin en Echigo había llegado a ser conocido en todo el país por su riqueza y destreza militar.

Influido por las entusiastas descripciones de Geki, empezó a comprender que el señor Date, además de igualar a Kenshin en integridad, había creado en sus dominios una atmósfera en la que los samuráis se veían estimulados a desarrollar un nuevo Camino que les permitiera resistir incluso al shogunado, si llegara a ser necesario.

—Debes perdonarme por hablar tanto de estos asuntos de interés personal —le dijo Geki—. ¿Qué te parece, Musashi? ¿Te gustaría venir a Sendai y verlo por ti mismo? Su señoría es un hombre honesto y franco. Si te esfuerzas por encontrar el Camino, tu categoría actual le tendrá sin cuidado. Puedes hablar con él como lo harías con cualquier otro hombre.

—Hay una gran necesidad de samuráis que dediquen sus vidas al país. Recomendarte sería para mí una gran satisfacción. Si te parece bien, podríamos ir juntos a Sendai.

Por entonces las bandejas de la cena habían sido retiradas, pero la vehemencia de Geki no había disminuido un ápice. Impresionado, pero todavía cauto, Musashi le replicó:

—Tendré que pensarlo un poco antes de que pueda darte una respuesta.

Tras desearle buenas noches, Musashi fue a su habitación, donde permaneció despierto en la oscuridad con los ojos brillantes.

El Camino del Samurái. Se concentró en ese concepto tal como era aplicable a él mismo y su espada.

De repente comprendió la verdad: las técnicas de la esgrima no eran su objetivo. Él buscaba un Camino de la Espada que lo abarcara todo. La espada tenía que ser mucho más que una simple arma, tenía que ser una respuesta al interrogante de la vida. El camino de Uesugi Kenshin y Date Masamune era demasiado estrechamente militar, rígido en exceso. A él le correspondería acrecentar su aspecto humano, hacerlo más profundo, darle mayor grandiosidad.

Por primera vez, se preguntó si a un insignificante ser humano le sería posible llegar a ser uno con el universo.