—Estás yendo demasiado lejos, madre —dijo Gonnosuke—. ¿No te das cuenta de que también yo estoy trastornado?
Lloraba y las palabras le salían entrecortadas.
—¡Chisss! Le despertarás. —La voz de su madre era suave pero severa. Podría estar riñendo a un niño de tres años—. Si te sientes tan mal, lo único que puedes hacer es dominarte y seguir el Camino con todo tu corazón. Llorar no te servirá de nada. Además, es indecoroso. Límpiate la cara.
—Primero prométeme que me perdonarás mi vergonzosa actuación de ayer.
—Es cierto que no pude evitar reñirte, pero supongo que, al fin y al cabo, todo es cuestión de pericia. Dicen que cuanto más tiempo pasa sin que un hombre se enfrente a un desafío, tanto más débil se vuelve. Es natural que perdieras.
—Oírte decir eso no hace más que empeorar las cosas. A pesar de tu estímulo, fui derrotado. Ahora veo que no tengo el valor ni el espíritu necesarios para ser un auténtico guerrero. Tendré que abandonar las artes marciales y conformarme con ser un campesino. Puedo hacer mucho más por ti con la azada que con el bastón.
Musashi ya se había despertado. Se enderezó, sorprendido de que el joven y su madre se hubieran tomado la escaramuza tan en serio. Él mismo ya la había relegado, considerándola un error tanto suyo como de Gonnosuke. «Qué sentido del honor», musitó mientras pasaba con sigilo a la otra habitación. Fue al extremo y miró a través de la ranura entre los paneles de la shoji.
Levemente iluminada por el sol naciente, la madre de Gonnosuke estaba sentada de espaldas al altar budista. Gonnosuke, arrodillado dócilmente ante ella, tenía la cabeza gacha y los ojos arrasados en lágrimas.
Cogiéndole por la parte trasera del cuello de su kimono, la mujer le dijo con vehemencia:
—¿Qué has dicho? ¿Qué es eso de pasarte la vida como un campesino? —Le atrajo más hacia ella, hasta que la cabeza de Gonnosuke descansó sobre sus rodillas, y siguió diciéndole en tono indignado—: Sólo una cosa me ha permitido seguir adelante en todos estos años, la esperanza de que pudiera hacer de ti un samurái y restaurar el buen nombre de nuestra familia. Por eso te hice leer aquellos libros y aprender las artes marciales. Y por eso me las he arreglado para vivir con tan poco. Y ahora…, ¡ahora dices que vas a abandonarlo todo!
También ella empezó a llorar.
—Ya que has permitido que te venciera, has de pensar en la revancha. Todavía está aquí. Cuando despierte, desafíale a otro encuentro. Es la única manera en que podrás recuperar la confianza en ti mismo.
Gonnosuke alzó la cabeza y dijo entristecido:
—Si pudiera hacer eso, madre, no me sentiría como me siento ahora.
—¿Qué te ocurre? Actúas de una manera extraña. ¿Dónde está tu espíritu?
—Anoche, cuando fui con él al estanque, mantuve los ojos abiertos en busca de una oportunidad de atacarle, pero no pude hacerlo. Me decía una y otra vez que sólo era un rōnin sin nombre. Sin embargo, al mirarle bien, mi brazo se negaba a moverse.
—Eso es porque estás pensando como un cobarde.
—¿Y qué? Mira, sé que llevo la sangre de un samurái de Kiso en mis venas. No he olvidado cómo recé ante el dios de Ontake durante veintiún días.
—¿No juraste ante el dios de Ontake que usarías tu bastón para crear tu propia escuela?
—Sí, pero supongo que he estado demasiado satisfecho de mí mismo. No he tenido en cuenta que otros hombres también saben luchar. Si soy tan inmaduro como lo demostré ayer, ¿cómo podré jamás establecer una escuela propia? Antes que vivir pobre y verte hambrienta, preferiría partir mi bastón por la mitad y olvidarme del asunto.
—Nunca habías perdido hasta ahora, y has tenido bastantes encuentros. Tal vez el dios de Ontake quiso que perdieras ayer para darte una lección. Puede que fuese un castigo por tener demasiada confianza en ti mismo. Abandonar el bastón para cuidar mejor de mí no es la manera de hacerme feliz. Cuando ese rōnin se despierte, desafíale. Si vuelves a perder, entonces será el momento de que rompas tu bastón y olvides tus ambiciones.
Musashi regresó a su habitación para pensar en lo que acababa de oír. Si Gonnosuke le desafiaba, tendría que luchar, y si luchaba, sabía que ganaría. Gonnosuke se quedaría anonadado y a su madre se le partiría el corazón. Llegó a la conclusión de que lo único que podía hacer era evitar el encuentro.
Abrió sigilosamente la puerta que daba a la terraza y salió. El sol matinal derramaba una luz blancuzca entre los árboles. En el ángulo del patio, cerca de un almacén, estaba la vaca, agradecida por la llegada de otro día y la hierba que crecía bajo sus pezuñas. Musashi se despidió en silencio del animal, se internó entre los árboles alineados para proteger a la granja del viento y siguió un camino que serpenteaba a través de los campos.
De día el monte Koma era visible desde la cima al pie. Las nubes eran innumerables, pequeñas y algodonosas, cada una de forma diferente, todas ellas impulsadas por la brisa.
«Jōtarō es joven y Otsū frágil —se dijo Musashi—. Pero hay personas que tienen en su corazón la bondad para cuidar de los jóvenes y los frágiles. Algún poder en el universo decidirá si los encuentro o no». Su espíritu, confuso desde el día de las cascadas, había parecido en peligro de perder su rumbo. Ahora regresó al camino que debía seguir. En una mañana como aquélla, pensar solamente en Otsū y Jōtarō parecía una falta de perspicacia, por muy importantes que fuesen para él. Debía mantener su mente en el Camino que había jurado seguir a lo largo de esta vida y en la siguiente.
Narai, donde llegó poco después del mediodía, era una comunidad próspera. Una tienda mostraba en el exterior una variedad de pieles animales. Otra se especializaba en peines de Kiso.
Con la intención de orientarse, Musashi se asomó a una tienda que vendía una medicina hecha con hiel de oso. Un letrero decía «El Gran Oso», y, en efecto, en la entrada había un oso de gran tamaño enjaulado.
El propietario, que estaba de espaldas, terminó de servirse una taza de té.
—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó.
—¿Sabes dónde está la tienda de un hombre llamado Daizō?
—¿Daizō? Está en el siguiente cruce. —El hombre salió con la taza de té en la mano y señaló el camino. Vio que su aprendiz regresaba de hacer un recado y le llamó—: Mira, este caballero quiere ir a casa de Daizō. Puede que no le reconozca, por lo que será mejor que le acompañes.
El aprendiz, cuya cabeza estaba afeitada de manera que tenía un mechón de pelo delante y otro detrás, pero nada en medio, partió seguido de Musashi. Éste, agradecido por la amabilidad, reflexionó en que Daizō debía disfrutar del respeto de sus convecinos.
—Es allá —dijo el muchacho. Señaló el establecimiento a la izquierda y se marchó de inmediato.
Musashi había esperado encontrarse con una tienda como las que atendían a los viajeros, por lo que se llevó una sorpresa. El escaparate enrejado tenía dieciocho pies de longitud, y detrás de la tienda había dos almacenes. La casa, que era grande y parecía extenderse un buen trecho desde el alto muro que rodeaba el resto del recinto, tenía un portal imponente, ahora cerrado.
Con cierta vacilación, Musashi abrió la puerta y gritó:
—¡Buenos días!
El interior, grande y penumbroso, le recordó el de una destilería de sake. Debido al suelo de tierra, el aire era agradablemente fresco.
Había un hombre ante un pupitre de contable en el despacho, una habitación con un suelo elevado cubierto de tatami.
Musashi cerró la puerta tras él y explicó lo que quería. Antes de que hubiera terminado, el empleado asintió y le dijo:
—Bien, bien, así que has venido a por el chico. —Hizo una reverencia y ofreció un cojín a Musashi—. Lamento decirte que ya no está aquí. Se presentó hacia medianoche, cuando estábamos haciendo los preparativos para el viaje del dueño. Parece ser que la mujer con la que viajaba fue raptada, y quería que el dueño le ayudara a buscarla. El dueño le dijo que lo intentaría con mucho gusto, pero que no podía garantizarle nada. Si ha sido raptada por un saqueador o un bandido de este entorno no habrá ningún problema. Pero, al parecer, fue otro viajero, y procuraría mantenerse fuera de las rutas principales.
—Esta mañana el dueño ha enviado a varios hombres para que investigaran, pero no han encontrado rastro alguno. El muchacho rompió a llorar al oírlo, por lo que el dueño le sugirió que le acompañara. Así podrían buscarla por el camino, o incluso podrían tropezarse contigo. El chico parecía muy deseoso de irse, y lo hicieron en seguida. Supongo que han transcurrido unas cuatro horas desde su partida. ¡Qué lástima que les hayas perdido!
Musashi estaba decepcionado, aunque no habría llegado a tiempo aunque hubiera salido antes y viajado con más rapidez. Se consoló pensando que siempre había un mañana.
—¿Adonde se dirige Daizō? —preguntó.
—Es difícil saberlo. Ésta no es una tienda ordinaria. Las hierbas se preparan en las montañas y las traen aquí. Dos veces al año, en primavera y otoño, los vendedores recogen aquí sus existencias y se ponen en camino. Como el dueño no está muy ocupado, hace frecuentes viajes, a veces a templos o santuarios, otras a establecimientos de aguas termales o lugares famosos por sus paisajes. Esta vez creo que irá al Zenkōji, viajará algún tiempo por Echigo y luego seguirá hasta Edo. Pero eso es sólo una corazonada. Nunca nos dice adonde va. ¿Te apetece una taza de té?
Musashi aguardó con impaciencia, incómodo en aquel entorno, mientras iban a buscar té fresco a la cocina. Cuando llegó el té, preguntó qué aspecto tenía Daizō.
—Si le vieras le reconocerías en seguida. Tiene cincuenta y dos años, es muy robusto y parece fuerte, macizo, la cara rojiza con algunas marcas de viruela. Tiene una parte calva en la sien derecha.
—¿Es alto?
—Yo diría que de estatura normal.
—¿Cómo viste?
—Ahora que lo preguntas, supongo que ésa es la mejor mañera de reconocerle. Lleva un kimono chino de algodón a rayas, que encargó especialmente a Sakai para este viaje. Es un tejido muy especial. Dudo de que nadie más lo use todavía.
Musashi se formó una impresión del carácter del hombre así como de su aspecto. Por cortesía, se quedó el tiempo suficiente para terminar el té. No podría darles alcance antes de que se pusiera el sol, pero calculó que si viajaba de noche, estaría en el puerto de Shiojiri al amanecer y podría esperarlos allí.
Cuando llegó al pie del puerto de montaña, el sol se había puesto y una niebla nocturna descendía suavemente sobre el camino. Eran los últimos días primaverales, y las luces en las casas a lo largo del camino subrayaban la soledad de las montañas. Todavía faltaban cinco millas hasta la cima del puerto. Siguió ascendiendo, sin detenerse a descansar hasta que llegó a Inojigahara, un lugar alto y nivelado junto al puerto. Allí se tendió bajo las estrellas y dejó que su mente errara. No tardó mucho en quedarse profundamente dormido.
El diminuto santuario de Sengen señalaba el pináculo de la rocosa eminencia que se alzaba como un carbúnculo en la meseta. Era el punto más elevado en la zona de Shiojiri.
El sueño de Musashi fue interrumpido por el sonido de voces.
—Ven aquí —gritó un hombre—. Se ve el monte Fuji.
Musashi se irguió y miró a su alrededor sin ver a nadie.
La luz matinal era deslumbradora. Y allá, flotando en un mar de nubes, estaba el cono rojo del monte Fuji, llevando todavía su manto invernal de nieve. La visión hizo que aflorase a sus labios un infantil grito de alegría. Había visto pinturas de la famosa montaña y tenía una imagen mental de ella, pero aquélla era la primera vez que la veía en realidad. Estaba casi a doscientas millas de distancia, pero parecía encontrarse en el mismo nivel que el observador.
—Magnífico —suspiró, sin enjugarse las lágrimas que se deslizaban de sus ojos.
Se sintió apabullado por su propia pequeñez, entristecido al pensar en su insignificancia en la vastedad del universo. Desde su victoria en el pino de ancha copa, se había atrevido en secreto a pensar que eran pocos, o ninguno, los hombres tan bien cualificados como lo estaba él para ser considerados grandes espadachines. Su vida en la tierra era corta, limitada, pero la belleza y el esplendor del monte Fuji eran eternos. Irritado y un poco deprimido, se preguntó cómo podía dar alguna importancia a sus logros con la espada.
Había algo inevitable en la manera en que la naturaleza se alzaba majestuosa y severa por encima de él. Que él estuviera condenado a permanecer debajo era algo que pertenecía al orden de las cosas. Se arrodilló ante la montaña, confiando en que le fuese perdonada su presunción, y unió las manos para orar por el eterno descanso de su madre y por la seguridad de Otsū y Jōtarō. Expresó su agradecimiento a su país y rogó que se le permitiera llegar a ser grande, aun cuando no pudiera compartir la grandeza natural.
Pero incluso mientras estaba arrodillado, distintos pensamientos se agolparon en su mente. ¿Qué le había hecho pensar que el hombre era pequeño? ¿Acaso la misma naturaleza no era grande solamente cuando se reflejaba en los ojos humanos? ¿No existían los mismos dioses sólo cuando se comunicaban con los corazones de los mortales? Los hombres, espíritus vivos, no rocas inertes, llevaban a cabo las acciones más grandes de todas.
«Como hombre no estoy tan alejado de los dioses y el universo —se dijo—. Puedo tocarlos con mi espada de tres pies. Pero no es así cuando siento que hay una distinción entre la naturaleza y la humanidad, mientras permanezca alejado del mundo del verdadero experto, del hombre plenamente desarrollado.»
Su contemplación fue interrumpida por la cháchara de unos mercaderes que habían trepado cerca de donde él estaba y contemplaban la montaña.
—Tenían razón. Desde aquí se ve.
—Pero no puedes inclinarte a menudo ante la montaña sagrada desde aquí.
Los viajeros se movían como hormigas en ambas direcciones, cargados con una serie caleidoscópica de equipajes. Más tarde o más temprano, Daizō o Jōtarō subirían por la cuesta. Si por azar no lograba discernirlos entre los demás viajeros, seguramente ellos verían el letrero que había colocado al pie de la cuesta: «A Daizō de Narai. Deseo verte cuando pases por aquí. Estaré esperando en el santuario de arriba. Musashi, maestro de Jōtarō».
Ahora el sol estaba muy por encima del horizonte. Musashi había estado examinando el camino como un halcón, pero no había señal alguna de Daizō. Al otro lado del puerto, el camino se dividía en tres ramales. Uno de ellos pasaba por Kōshū directamente hacia Edo. Otro, la ruta principal, cruzaba el puerto de Usui y entraba en Edo por el norte. El tercero giraba hacia las provincias del norte.
Tanto si Daizō se dirigía al norte, hacia el Zenkōji, o al este, a Edo, tendría que pasar por aquel puerto. No obstante, Musashi sabía que la gente no siempre se mueve como uno espera que lo haga. El mayorista de hierbas podría haberse apartado mucho del camino general, o tal vez estaba pasando una noche al pie de la montaña. Musashi decidió que no sería una mala idea volver allí y preguntar por Daizō.
Cuando bajaba por el sendero abierto en la ladera del risco, oyó una voz ronca y familiar que decía:
—¡Ahí está, ahí arriba!
Aquella voz despertó en seguida en su mente el recuerdo del bastón que había rozado su cuerpo dos noches antes.
—¡Baja de ahí! —gritó Gonnosuke. Bastón en mano, miró furibundo a Musashi—: ¡Huiste! Imaginaste que te desafiaría y te escapaste. ¡Baja y lucha conmigo otra vez!
Musashi se detuvo entre dos rocas, se apoyó en una de ellas y miró en silencio a Gonnosuke.
Gonnosuke entendió por esta actitud de Musashi que no iba a bajar, y dijo a su madre:
—Espera aquí. Voy a subir ahí y tumbarle. Ya verás.
—¡Detente! —le gritó su madre, que estaba a horcajadas sobre la vaca—. Eso es lo malo de ti. Eres impaciente. Has de aprender a leer los pensamientos de tu enemigo antes de lanzarte al combate. Supón que te arrojara desde ahí una gran piedra. ¿Entonces qué?
Musashi oía sus voces, pero las palabras no le llegaban con claridad. Por lo que a él respectaba, ya había ganado, pues había comprendido cómo usaba Gonnosuke su bastón. Lo que le irritaba era la amargura de madre e hijo y su deseo de venganza. Si Gonnosuke volvía a perder, se sentirían mucho más resentidos. Por su experiencia con la casa de Yoshioka, sabía que era una necedad trabar combates que conducían a una mayor hostilidad. Y luego estaba la madre de aquel hombre, en la que Musashi veía una segunda Osugi, una mujer que amaba a su hijo a ciegas y se sentiría eternamente agraviada por cualquiera que le hiciese daño.
Musashi dio media vuelta y empezó a subir.
—¡Espera!
Inmovilizado por la fuerza de la voz de aquella anciana, Musashi se detuvo y giró sobre sus talones.
La mujer desmontó y caminó hasta el pie del risco. Cuando estuvo seguro de que él la escuchaba, se arrodilló, puso ambas manos en el suelo e hizo una profunda reverencia.
—¡Buen samurái! —gritó—. Me avergüenza presentarme ante ti de esta manera. Estoy segura de que sólo sientes desdén por mi testarudez. Pero no actúo por odio, despecho o mala voluntad. Te pido que te apiades de mi hijo. Durante diez años ha practicado a solas, sin maestros, sin amigos, sin adversarios realmente dignos. Te ruego que le des otra lección en el arte de la lucha.
Musashi la escuchaba en silencio.
—Sería un oprobio ver que nos abandonas así —siguió diciendo con una voz embargada por la emoción—. La actuación de mi hijo dos días atrás fue torpe. Si no hace algo para demostrar su capacidad, ni él ni yo seremos capaces de enfrentarnos a nuestros antepasados. En estos momentos no es más que un campesino que ha perdido una pelea. Puesto que ha tenido la buena suerte de conocer a un guerrero de tu categoría, sería una vergüenza para él que no se aprovechara de la experiencia. Por eso le he traído aquí. Te imploro que escuches mi súplica y aceptes su desafío.
Finalizado su parlamento, la mujer hizo otra reverencia, casi como si rindiera culto a los pies de Musashi. Éste bajó por el camino y, al llegar a su lado, la cogió de la mano y la ayudó a montar de nuevo en la vaca.
—Coge la cuerda, Gonnosuke, y hablemos de esto mientras caminamos. Pensaré si quiero luchar contigo o no.
Musashi caminó un poco por delante de ellos y, aunque había sugerido que discutirían el asunto, no dijo una sola palabra. Gonnosuke le miraba la espalda con suspicacia, azotando de vez en cuando distraídamente las patas de la vaca con una vara. Su madre parecía inquieta y preocupada.
Cuando habían recorrido quizá una milla, Musashi soltó un gruñido y dijo:
—Lucharé contigo.
Gonnosuke soltó la cuerda.
—¿Ya estás preparado? —le preguntó. Miró a su alrededor para verificar su posición, como si estuviera dispuesto a combatir de inmediato allí mismo.
Musashi no le hizo caso y se dirigió a su madre.
—¿Estás preparada para lo peor? No hay ninguna diferencia entre un combate como éste y una lucha a muerte, aun cuando las armas no sean las mismas.
La mujer se rio por primera vez.
—No es necesario que me digas eso. Si mi hijo pierde ante un hombre más joven, como lo eres tú, entonces es mejor que abandone las artes marciales, y si hace tal cosa no tendría sentido seguir viviendo. Si las cosas salen así, no te guardaré ningún rencor.
—Si es así como sientes, de acuerdo. —Recogió la cuerda que Gonnosuke había abandonado—. Si nos quedamos en la carretera, habrá gente por medio. Atemos la vaca y luego lucharé tanto como gustes.
En medio del llano donde se encontraban había un enorme alerce. Musashi lo señaló y se dirigieron allí.
—Prepárate, Gonnosuke —dijo con calma.
Gonnosuke no necesitó que le insistiera. En un momento estuvo ante Musashi con el bastón apuntando hacia el suelo.
Musashi permanecía con las manos vacías, los brazos y hombros relajados.
—¿No vas a hacer ningún preparativo? —le preguntó Gonnosuke.
—¿Para qué?
Gonnosuke se encolerizó.
—Coge algo para luchar, lo que quieras.
—Estoy preparado.
—¿Sin arma?
—Tengo mi arma aquí —replicó Musashi, llevando la mano izquierda a la empuñadura de su espada.
—¿Luchas con una espada?
Por toda respuesta, Musashi se limitó a esbozar una sonrisa. Estaban ya en la etapa en que no podían permitirse gastar energía hablando.
La madre de Gonnosuke se había sentado debajo del alerce y parecía un Buda de piedra.
—No luchéis todavía —les dijo—. ¡Esperad!
Los dos hombres, que se miraban fijamente sin hacer el menor movimiento, no parecieron oírla. El bastón de Gonnosuke esperaba bajo su brazo la oportunidad de golpear, como si hubiera aspirado todo el aire de la meseta y estuviera a punto de exhalarlo en un gran golpe silbante. Musashi tenía la mano en la parte inferior de la empuñadura de su espada y sus ojos parecían perforar el cuerpo de su contrario. Interiormente, el combate ya había dado comienzo, pues el ojo puede dañar a un hombre más gravemente que la espada o el bastón. Cuando el ojo ha hecho el corte inicial, la espada o el palo penetran por él sin esfuerzo.
—¡Esperad! —gritó la madre de nuevo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Musashi, retrocediendo de un salto cuatro o cinco pies a una posición más segura.
—¿Estás luchando con una espada real?
—Tal como yo peleo, que use una espada de madera o una real no supone la menor diferencia.
—No estoy tratando de detenerte.
—Quiero asegurarme de que lo comprendes. La espada, de madera o de acero, es absoluta. En un combate real, no hay medidas intermedias. La única manera de evitar el riesgo es huir.
—Tienes toda la razón, pero se me ha ocurrido que en un encuentro de esta importancia, deberíais anunciaros formalmente. Cada uno de vosotros se enfrenta a un contrario de una clase con la que no tendrá ocasión de luchar a menudo. Cuando la lucha haya terminado, será demasiado tarde.
—Cierto.
—Gonnosuke, di tu apellido primero.
Gonnosuke hizo una reverencia formal a Musashi.
—Se dice que nuestro antepasado remoto fue Kakumyō, que luchó bajo el estandarte del gran guerrero de Kiso, Minamoto no Yoshinaka. Después de la muerte de Yoshinaka, Kakumyō se hizo fiel del santo Hōnen, y es posible que seamos de la misma familia que él. A lo largo de los siglos, nuestros antepasados han vivido en esta zona, pero en la generación de mi padre sufrieron una deshonra que no voy a mencionar. Mi madre y yo, llenos de congoja, fuimos al santuario de Ontake y juramos por escrito que yo restauraría nuestro buen nombre siguiendo el Camino del Samurái. Ante el dios del santuario de Ontake adquirí mi técnica para usar el bastón. Lo llamo el estilo Musō, es decir, el estilo de la Visión, pues lo recibí como revelación en el santuario. La gente me llama Musō Gonnosuke.
Musashi le devolvió la reverencia.
—Mi familia desciende de Hirata Shōgen, cuya casa era una rama de los Akamatsu de Harima. Soy el hijo único de Shimmen Munisai, que vivió en el pueblo de Miyamoto en Mimasaka. He recibido el nombre de Miyamoto Musashi. No tengo parientes cercanos y he dedicado mi vida al Camino de la Espada. Si cayera ante tu bastón, no hay necesidad de que te molestes por mis restos.
Adoptó de nuevo su postura y gritó:
—¡En guardia!
La anciana parecía incapaz de respirar. Lejos de haberse visto en peligro junto con su hijo, era ella quien había hecho cuanto pudo para buscarlo, colocando expresamente a Gonnosuke ante la espada destellante de Musashi. Semejante comportamiento habría sido impensable en una madre ordinaria, pero ella estaba plenamente convencida de que había hecho lo correcto. Ahora permanecía sentada en estilo formal, los hombros ligeramente inclinados adelante y las manos colocadas una sobre la otra en sus rodillas, en una actitud remilgada. Su cuerpo daba la impresión de que era pequeño y encogido. Habría sido difícil creer que había tenido varios hijos, que los había enterrado a todos excepto uno y que había perseverado a través de innumerables dificultades para convertir en un guerrero al último superviviente.
Los ojos le brillaban, como si todos los dioses y bodhisattvas del cosmos se hubieran reunido en su persona para ser testigos del combate.
En el instante en que Musashi desenvainó, Gonnosuke sintió un escalofrío en todo su cuerpo. Percibía instintivamente que su destino, expuesto a la espada de Musashi, ya había sido decidido, pues en aquel momento veía ante él a un hombre al que no había visto antes. Dos días atrás observó a Musashi en un estado de ánimo fluido y flexible, que podría compararse con las líneas suaves y fluidas de la caligrafía en el estilo cursivo.
No estaba preparado para enfrentarse a un hombre distinto, la encarnación de la austeridad, como un carácter de escritura cuadrado, inmaculadamente escrito con cada línea y punto en su sitio.
Al darse cuenta de que había juzgado mal a su adversario, se vio incapaz de lanzarse a un ataque violento, como había hecho antes. Su bastón permaneció situado pero impotente por encima de su cabeza.
Mientras los dos hombres se enfrentaban en silencio, los restos de la niebla matinal se disiparon. Un pájaro voló con indolencia entre ellos y las nebulosas montañas a lo lejos. Entonces, de improviso, un grito hendió el aire, como si el pájaro se hubiera desplomado al suelo. Era imposible saber si el sonido procedía de la espada o del bastón. Era irreal, como el aplauso con una sola mano del que hablan los seguidores del zen.
Simultáneamente, los cuerpos de los dos luchadores, moviéndose en perfecta coordinación con sus armas, cambiaron de posición. El cambio tardó menos tiempo del que tarda una imagen en ser transmitida desde el ojo al cerebro. El golpe de Gonnosuke había fallado. Musashi había invertido a la defensiva su antebrazo y golpeado hacia arriba, desde cerca del costado de Gonnosuke hasta un punto por encima de su cabeza, y a punto estuvo de alcanzarle el hombro derecho y la sien. Entonces Musashi empleó su magistral golpe de retorno, el que había causado la aflicción de todos sus oponentes hasta entonces, pero Gonnosuke, agarrando el bastón con ambas manos cerca de los extremos, paró la espada por encima de su cabeza.
Si la hoja no hubiera entrado en contacto oblicuamente con la madera, sin duda habría partido en dos el bastón. Al cambiar de posición, Gonnosuke había dirigido el codo izquierdo adelante y alzado el codo derecho, con la intención de golpear a Musashi en el plexo solar, pero en el que debería haber sido el momento del impacto, el extremo del bastón estaba todavía una fracción de pulgada separado del cuerpo de Musashi.
Con la espada y el bastón cruzados por encima de la cabeza de Gonnosuke, ninguno de los dos podía avanzar ni retroceder. Ambos sabían que un falso movimiento significaría la muerte súbita. Aunque la posición era análoga a la de un punto muerto en que las espadas están trabadas por las guardas, Musashi era consciente de las importantes diferencias que existen entre una espada y un bastón. Evidentemente, un bastón no tiene guarda ni hoja ni empuñadura ni punta. Pero en las manos de un experto como Gonnosuke, cualquier parte del arma de cuatro pies de longitud podía ser hoja, punta o empuñadura. Así pues, el bastón era mucho más versátil que la espada, e incluso podía ser usado como una lanza corta.
Incapaz de predecir la reacción de Gonnosuke, Musashi no podía retirar su arma. Por otro lado, Gonnosuke se encontraba en una posición aún más peligrosa: su arma jugaba el papel pasivo de parar la hoja de Musashi. Si permitía que su espíritu flaqueara un solo instante, la espada le abriría la cabeza.
Gonnosuke palideció, se mordió el labio inferior y un sudor oleoso brilló alrededor de las comisuras vueltas hacia arriba de sus ojos. Mientras las armas cruzadas empezaban a oscilar, su respiración se hacía más pesada.
—¡Gonnosuke! —gritó su madre, más pálida que él. Alzó el torso y se dio una palmada en la cadera—. ¡Tienes la cadera demasiado alta! —gritó, y entonces cayó hacia adelante.
Pareció como si hubiera perdido el sentido. Su voz había sonado como si estuviera escupiendo sangre.
Había parecido que la espada y el bastón permanecerían trabados hasta que los luchadores se convirtieran en piedra. Al oír el grito de la anciana, se separaron con una fuerza más estremecedora que la que un momento antes les había llevado a trabarse.
Musashi golpeó el suelo con los talones, saltó hacia atrás una distancia de siete pies. El bastón de Gonnosuke cubrió de inmediato el espacio que había ocupado Musashi, el cual apenas había tenido tiempo de esquivarlo.
Frustrado su ataque letal, Gonnosuke perdió el equilibrio y cayó hacia adelante, exponiendo la espalda. Musashi se movió con la rapidez de un halcón peregrino y un delgado destello luminoso entró en contacto con los músculos dorsales de su adversario, el cual, con el balido de una ternera aterrada, cayó de bruces en el suelo. Musashi se sentó pesadamente en la hierba, llevándose una mano al estómago.
—¡Abandono! —gritó.
Gonnosuke no emitía sonido alguno. La madre, demasiado anonadada para poder hablar, miraba sin comprender la forma postrada de su hijo.
—He usado el canto de la espada —le dijo Musashi, volviéndose a ella. Como la mujer no parecía comprender, añadió—: Dale un poco de agua. No está malherido.
—¿Qué? —gritó ella, incrédula.
Al ver que no había sangre en el cuerpo de su hijo, se tambaleó hasta llegar a él y le abrazó. Le llamó por su nombre, le ofreció agua y le sacudió hasta hacerle volver en sí.
Gonnosuke miró unos momentos a Musashi con expresión vacía, y luego fue hacia él y se inclinó tocando el suelo con la frente.
—Lo siento —se limitó a decirle—. Eres demasiado bueno para mí.
Como si saliera de un trance, Musashi le cogió la mano y dijo:
—¿Por qué dices eso? No eres tú quien ha perdido, sino yo. —Se abrió la parte delantera del kimono—. Mira esto. —Señaló una mancha roja donde el bastón le había alcanzado—. Sólo un poco más y me habrías matado.
La voz le temblaba al hablar, pues lo cierto era que no sabía cuándo ni cómo había recibido el golpe.
Gonnosuke y su madre miraron la mancha roja pero no dijeron nada.
Musashi cerró su kimono y preguntó a la anciana por qué había prevenido a su hijo acerca de sus caderas. ¿Había observado algo defectuoso o peligroso en su postura?
—Bueno, no soy experta en estas cosas, pero mientras le veía emplear toda su fuerza para tener tu espada a raya, me pareció que estaba perdiendo una oportunidad. No podía avanzar ni retroceder, y estaba demasiado excitado. Pero vi que si se limitaba a bajar las caderas, manteniendo las manos como estaban, el extremo del bastón te golpearía naturalmente el pecho. Todo ocurrió en un instante. En aquel momento, yo no era realmente consciente de lo que decía.
Musashi asintió, considerándose afortunado por haber recibido una lección útil sin tener que pagarla con su vida. Gonnosuke escuchó reverentemente. Sin duda también había aprendido algo. Lo que acababa de experimentar no era una revelación efímera sino un viaje al límite entre la vida y la muerte. Su madre, al percibir que estaba al borde del desastre, le había dado una lección de supervivencia.
En años posteriores, cuando Gonnosuke estableció su propio estilo y llegó a ser muy célebre, recordaba la técnica que su madre descubrió en aquella ocasión. Aunque escribió con detalle sobre la abnegación de su madre y su encuentro con Musashi, se abstuvo de decir que había ganado. Al contrario, durante el resto de su vida dijo a la gente que había perdido y que la derrota había constituido una lección inapreciable para él.
Tras despedirse de madre e hijo, Musashi emprendió el viaje desde Inojigahara a Kamisuwa, sin saber que le estaba siguiendo un samurái que preguntaba a todos los mozos de caballos, así como a otros viajeros, si habían visto a Musashi por el camino.