Colmillos venenosos

Desde lejos, la antorcha y su reflejo sugerían un par de aves de fuego que sobrevolaran la serena superficie del estanque de Nobu.

—¡Viene alguien! —susurró Matahachi—. Muy bien, iremos por aquí —dijo, tirando de la cuerda con la que había atado a Otsū—. ¡Vamos!

—No voy a ir a ninguna parte —protestó Otsū, afirmando los talones en el suelo.

—¡Levántate!

La azotó en la espalda con el extremo de la cuerda, una y otra vez, pero cada golpe reforzaba la resistencia de la muchacha.

Matahachi se descorazonó.

—Vamos, mujer —le imploró—. Camina, por favor.

Al ver que mantenía su negativa a levantarse, la cólera de Matahachi se encendió de nuevo y cogió a la muchacha por el cuello del kimono.

—Vas a venir tanto si te gusta como si no.

Otsū trató de volverse hacia el estanque y gritar, pero él se apresuró a amordazarla con una toalla de manos. Finalmente logró arrastrarla hasta un pequeño santuario escondido entre los sauces.

Otsū, que ansiaba tener las manos libres para atacar a su raptor, pensó en lo maravilloso que sería ser transformada en serpiente, como la que ahora veía pintada en una placa. Estaba enrollada en un tronco de sauce y silbaba a un hombre que la maldecía.

—Hemos tenido suerte —murmuró Matahachi. Suspirando aliviado, empujó a la muchacha al interior del santuario y apoyó todo su peso en la puerta de rejas, mirando fijamente el pequeño bote que entraba en una cala a unas cuatrocientas varas de distancia.

Su jornada había sido agotadora. Cuando intentaba usar la fuerza bruta contra ella, Otsū dejaba claro que prefería morir a someterse. Incluso amenazó con suicidarse cortándose la lengua de un mordisco, y Matahachi la conocía lo bastante bien para saber que no era una amenaza gratuita. Su frustración le llevó al borde de asesinarla, pero esa idea minaba sus fuerzas y enfriaba su lujuria.

No podía comprender por qué Otsū amaba a Musashi y no a él cuando, durante tanto tiempo, había sido lo contrario. ¿Acaso las mujeres no le preferían a su antiguo amigo? ¿No había sido siempre así? ¿No se sintió Okō atraída de inmediato por él en cuanto se vieron? Claro que sí. Sólo había una explicación posible: Musashi le difamaba a sus espaldas. Al pensar en la traición del que había sido su amigo, Matahachi se puso furioso.

—¡Valiente asno estúpido y simplón estoy hecho! ¿Cómo he podido permitir que me pusiera en ridículo de ese modo? ¡Pensar que se me saltaron las lágrimas al oírle hablar de amistad eterna, de cómo la atesoraba él! ¡Ja!

Se reprendió por haber hecho caso omiso a la advertencia de Sasaki Kojirō, la cual resonaba en sus oídos: «Confía en ese bribón de Musashi y llegará el día que lo lamentarás».

Hasta aquel día había oscilado entre el agrado y el desagrado con respecto al amigo de su infancia, pero ahora le odiaba. Y aunque no podía decirla en voz alta, una solemne plegaria por la eterna condenación de Musashi surgió de lo más profundo de su ser.

Se había convencido de que Musashi era su enemigo, nacido para frustrarle a cada paso y finalmente destruirle. «Ese maldito hipócrita —se dijo—. Me ve al cabo de tanto tiempo y se pone a predicar sobre la necesidad de ser un auténtico ser humano, me da ánimos, me dice que a partir de ahora iremos cogidos de la mano, que seremos amigos para siempre. Recuerdo cada una de sus palabras…, le veo diciendo todo eso tan sinceramente. Sólo pensar en ello me pone enfermo. Probablemente se reía para sus adentros mientras me hablaba.

»La llamada buena gente de este mundo no es más que un conjunto de farsantes como Musashi. Bien, ahora sé cómo son, ya no pueden seguir engañándome. Estudiar un montón de libros estúpidos y aguantar toda clase de penalidades sólo para convertirse en otro hipócrita es una tontería. A partir de ahora pueden llamarme lo que quieran. Aunque tenga que convertirme en un villano para hacerlo, de una manera u otra impediré que ese bastardo se haga una reputación. ¡Durante el resto de su vida me interpondré en su camino!».

Se volvió y abrió la puerta de rejas de un puntapié. Desató la mordaza de Otsū y le dijo fríamente:

—Todavía llorando, ¿eh?

Ella no le respondió.

—¡Contéstame! Responde a la pregunta que te he hecho.

Enfurecido por el silencio de la joven, dio una patada a su oscura forma en el suelo. Ella se apartó de su alcance.

—No tengo nada que decirte —replicó—. Si vas a matarme, hazlo como un hombre.

—¡No digas idioteces! He tomado una decisión. Tú y Musashi habéis arruinado mi vida, y voy a desquitarme, te lo aseguro, no me importa cuánto tarde en conseguirlo.

—Estás diciendo tonterías. Nadie te descarrió salvo tú mismo. Claro que pudiste recibir un poco de ayuda de esa mujer, Okō.

—¡Ten cuidado con lo que dices!

—¡Ah, tú y tu madre! ¿Qué le ocurre a tu familia? ¿Por qué siempre tenéis que odiar a alguien?

—¡Hablas demasiado! Lo que quiero saber es si vas a casarte conmigo o no.

—Puedo responder a esa pregunta fácilmente.

—Pues entonces respóndela.

—Tanto en esta vida como en el futuro eterno, mi corazón pertenece a un solo hombre, Miyamoto Musashi. ¿Cómo puedo interesarme por nadie más, y mucho menos por un débil como tú? ¡Te detesto!

Matahachi se echó a temblar. Soltó una risa cruel y dijo:

—Así que me detestas, ¿eh? Bien, es una lástima, porque tanto si te gusta como si no, ¡a partir de esta noche tu cuerpo es mío!

Otsū se estremeció de ira.

—Me he criado en un templo, nunca vi a mis padres. La muerte no me asusta lo más mínimo.

—¿Acaso bromeas? —gruñó él, dejándose caer a su lado y atrayéndole el rostro hacia el suyo—. ¿Quién ha hablado de muerte? Matarte no me daría ninguna satisfacción. ¡Esto es lo que voy a hacer! —Cogiéndola por el hombro y la muñeca izquierda, le clavó los dientes a través de la manga en el brazo.

Gritando y retorciéndose, ella intentó liberarse, pero Matahachi apretó más los dientes clavados en su brazo. No la soltó aun cuando la sangre se deslizaba hasta la muñeca que aferraba.

Pálida como la cera, Otsū se desmayó de dolor. Al notar la languidez de su cuerpo, él la soltó y se apresuró a abrirle la boca para asegurarse de que no se había cortado la lengua con los dientes. El rostro de la joven estaba bañado en sudor.

—¡Otsū! —exclamó quejumbroso—. ¡Perdóname!

La sacudió hasta que volvió en sí.

En cuanto ella pudo hablar, se tendió en el suelo y balbució histéricamente:

—¡Ah, me duele! ¡Cómo me duele! ¡Jōtarō! ¡Ayúdame, Jōtarō!

Matahachi, pálido y sin aliento, le dijo:

—¿Te duele? ¡Qué lástima! Incluso después de que se cure, la señal de mis dientes permanecerá ahí durante largo tiempo. ¿Qué dirá la gente cuando la vea? ¿Qué pensará Musashi? Lo dejo ahí como una marca, para que todos sepan que uno de estos días me pertenecerás. Si quieres huir, hazlo, pero esto hará que me recuerdes siempre.

En el oscuro y un tanto polvoriento santuario, sólo los sollozos de Otsū rompían el silencio.

—Deja de lloriquear, me pones nervioso. No voy a tocarte, así que cállate de una vez. ¿Quieres que te traiga agua?

Cogió una escudilla de barro del altar y empezó a salir.

Le sorprendió ver a un hombre en el exterior, que miraba hacia adentro. El inesperado visitante se dio a la fuga, pero Matahachi cruzó la puerta de un salto y le agarró.

El hombre, un campesino que se dirigía al mercado mayorista de Shiojiri, con varios sacos de grano cargados a lomos de su caballo, cayó a los pies de Matahachi, temblando aterrorizado.

—No iba a hacer nada. Sólo oí llorar a una mujer y miré para ver qué pasaba.

—¿De veras? ¿Estás seguro? —replicó Matahachi. Su actitud era tan severa como la de un magistrado local.

—Sí, lo juro.

—En ese caso, te perdono la vida. Descarga esos sacos y ata a la mujer en el lomo del caballo. Entonces te quedarás con nosotros hasta que hayas dejado de serme útil. —Sus dedos jugueteaban amenazantes con la empuñadura de su espada.

El campesino, demasiado asustado para desobedecer, hizo lo que Matahachi le había ordenado, y los tres se pusieron en marcha.

Matahachi recogió una caña de bambú para usarla como látigo.

—Vamos a Edo y no queremos compañía, así que aléjate de la carretera principal —ordenó al campesino—. Toma un camino donde no nos tropecemos con nadie.

—Eso es muy difícil.

—¡Me tiene sin cuidado lo difícil que sea! Y no se te ocurra hacerme una mala jugada porque te parto la crisma. No te necesito especialmente, lo único que quiero es el caballo. Deberías agradecerme que te haga venir.

El oscuro sendero parecía más empinado a cada paso. Cuando llegaron a Ubagami, más o menos a la mitad del recorrido, tanto los hombres como el caballo estaban próximos a desplomarse. Bajo sus pies las nubes se ondulaban como olas. Una débil luminosidad teñía el cielo por el este.

Otsū había cabalgado durante toda la noche sin pronunciar palabra, pero cuando vio los primeros rayos del sol, dijo quedamente:

—Matahachi, por favor, deja que este hombre se marche. Devuélvele su caballo. Te prometo que no me escaparé.

Matahachi se mostró reacio, pero Otsū repitió su súplica por tercera y cuarta vez, hasta que él cedió. Cuando el campesino se alejaba, Matahachi dijo a la joven:

—Ahora camina en silencio y no intentes huir.

Ella se puso la mano sobre el brazo herido y, mordiéndose el labio, dijo:

—No lo haré. No creerás que deseo que alguien vea las marcas de tus colmillos venenosos, ¿no es cierto?