Ramas entrelazadas

—He regresado, Otsū —dijo Jōtarō al cruzar el rústico portal.

La joven estaba sentada en la terraza, con los brazos apoyados en un pupitre bajo, y contemplaba el cielo. No había hecho otra cosa desde la mañana. Bajo el tejado de caballete había una placa de madera con una inscripción en caracteres blancos: «Ermita de la Montaña Luna». La casita, perteneciente a un funcionario sacerdotal del Ginkakuji, había sido prestada a Otsū a requerimiento del señor Karasumaru.

Jōtarō se dejó caer en un macizo de violetas en flor y empezó a chapotear en el arroyo para quitarse el barro de los pies. El agua, que fluía directamente desde el jardín del Ginkakuji, era más pura que la nieve recién caída. «El agua está helada», se dijo con el ceño fruncido, pero la tierra estaba caliente y el muchacho se sentía feliz por estar vivo y encontrarse en aquel hermoso lugar. Las golondrinas cantaban como si también a ellas les gustara el día.

Se levantó y, tras secarse los pies en la hierba, se encaminó a la terraza.

—¿No te aburres? —preguntó a Otsū.

—No, tengo muchas cosas en que pensar.

—¿No te gustaría enterarte de una buena noticia?

—¿Qué noticia?

—Es sobre Musashi. He oído decir que no está lejos de aquí.

—¿Dónde?

—He ido de un lado a otro durante cuatro días, preguntando a todo el mundo si sabían dónde estaba, y hoy he sabido que se encuentra en el Mudōji, un templo del monte Hiei.

—En ese caso, supongo que estará bien.

—Es probable, pero creo que deberíamos ir allí en seguida, antes de que se marche a otro lugar. Tengo hambre. ¿Por qué no te preparas mientras como algo?

—Quedan unas bolas de arroz envueltas en hojas. Están en esa caja de tres compartimientos. Sírvete tú mismo.

Cuando Jōtarō terminó de comer, Otsū no se había movido de la mesa.

—¿Qué ocurre? —le preguntó, mirándola con suspicacia.

—Creo que no deberíamos ir.

—Pero qué estupidez… Te mueres de ganas de ver a Musashi y un momento después finges que no quieres.

—No lo comprendes. Él sabe lo que siento. Aquella noche, cuando nos encontramos en la montaña, le dije todo cuanto deseaba decirle. Creímos que no volveríamos a vernos vivos.

—Pero puedes verle de nuevo. ¿A qué estás esperando?

—No sé qué piensa, si está satisfecho con su victoria o si permanece ahí porque corre peligro. Cuando me dejó, me resigné a no volver a verle en esta vida. No creo que deba ir a menos que él envíe a alguien en mi busca.

—¿Y si no lo hace durante años?

—Seguiré haciendo lo mismo que ahora.

—¿Quedarte aquí sentada mirando el cielo?

—No lo comprendes, pero no importa.

—¿Qué es lo que no comprendo?

—Los sentimientos de Musashi. Siento de veras que ahora puedo confiar en él. Le quería con mi corazón y mi alma, pero me temo que no creía en él del todo. Ahora sí, ahora todo es diferente. Estamos más cerca uno del otro que las ramas del mismo árbol. Aunque estemos separados, aunque muramos, seguiremos estando juntos. Así pues, ya nada puede hacer que me sienta solitaria. Ahora sólo ruego para que encuentre el Camino que está buscando.

—¡Estás mintiendo! —estalló Jōtarō—. ¿Es que las mujeres son incapaces de decir la verdad? Si quieres actuar así, me parece muy bien, pero no vuelvas a hablarme de lo mucho que ansias ver a Musashi. ¡Llora hasta que se te sequen los ojos! Lo mismo me da.

El muchacho se había esforzado mucho para averiguar adonde había ido Musashi desde Ichijōji… ¡y ahora ella le salía con aquello! Durante el resto del día hizo caso omiso de Otsū y no le dirigió la palabra.

Poco después de que hubiera oscurecido, una rojiza luz de antorcha cruzó el jardín, y uno de los samuráis al servicio del señor Karasumaru llamó a la puerta. Entregó una carta a Jōtarō, diciéndole:

—Es de Musashi para Otsū. Su señoría ha dicho que Otsū debe cuidarse bien.

Tras decir estas palabras, el mensajero dio la vuelta y se marchó.

«Sí, es la caligrafía de Musashi —se dijo Jōtarō—. Debe de estar vivo». Entonces, con un atisbo de indignación: «Está dirigida a Otsū, no a mí, ya veo».

Otsū salió por la parte trasera de la casa.

—Ese samurái ha traído una carta de Musashi, ¿no es cierto?

—Sí, pero no creo que te interese —replicó el chico con un mohín, escondiendo la carta a su espalda.

—Basta ya, Jōtarō, déjame verla —le imploró ella.

El chico se resistió durante un rato, pero en cuanto vio que la joven estaba a punto de echarse a llorar, le tendió el sobre.

—¡Ja! —exclamó, regocijado—. Pretendes que no quieres verle, pero no puedes esperar a leer su carta.

Mientras ella se agachaba al lado de la lámpara, con el papel tembloroso entre sus blancos dedos, la llama parecía tener una animación especial, era casi un presagio de felicidad y buena suerte.

La tinta centelleaba como un arco iris, las lágrimas en sus pestañas como joyas. Transportada de repente a un mundo que no se había atrevido a esperar que existiera, Otsū recordó el exaltado pasaje en el poema de Po Chü-i donde el espíritu de la difunta Kuei-fei se alegra al recibir un mensaje de amor de su afligido emperador.

Leyó el breve mensaje y volvió a leerlo. «Ahora mismo debe de estar esperando. He de apresurarme». Aunque creyó haber dicho estas palabras en voz alta, lo cierto era que no había emitido sonido alguno.

Febrilmente escribió notas de agradecimiento al propietario de la casa, a los demás sacerdotes del Ginkakuji y a todos aquellos que habían sido amables con ella durante su estancia. Había recogido sus pertenencias y, ya calzada con las sandalias, estaba en el jardín antes de que se diera cuenta de que Jōtarō seguía sentado dentro, enfurruñado.

—¡Vamos, Jō! ¡Date prisa!

—¿Adonde vamos?

—¿Todavía estás enfadado?

—¿Y quién no lo estaría? Nunca piensas en nadie más que en ti misma. ¿Hay algo tan secreto en la carta de Musashi que ni siquiera puedes enseñármela?

—Perdona —dijo ella en tono de disculpa—. No hay ninguna razón para que no la veas.

—Olvídalo. Ya no me interesa.

—No seas tan quisquilloso. Quiero que la leas. Es una carta maravillosa, la primera que me ha enviado. Y también es la primera vez que me pide que vaya a reunirme con él. Nunca me había sentido tan feliz en toda mi vida. Deja de poner mala cara y ven conmigo a Seta. Te lo pido por favor.

En el camino que conducía al puerto de montaña de Shiga, Jōtarō mantuvo un malhumorado silencio, pero finalmente arrancó una hoja para usarla como silbato y tarareó algunas tonadas populares para aliviar la opresión del silencio nocturno.

Otsū le ofreció por fin que hicieran las paces.

—Quedan algunos dulces en la caja que nos envió anteayer el señor Karasumaru —le dijo.

Empezaba a amanecer y las nubes más allá del puerto se teñían de rosa antes de volver a su color habitual.

—¿Te encuentras bien, Otsū? ¿No estás cansada?

—Un poco. Todo el camino ha sido cuesta arriba.

—A partir de ahora será más fácil. Mira, ya se ve el lago.

—Sí, el lago Biwa. ¿Dónde está Seta?

—En aquella dirección. Musashi no estará allí tan temprano, ¿no crees?

—La verdad es que no lo sé. Tardaremos la mitad del día en llegar allí. ¿Descansamos un poco?

—De acuerdo —dijo el muchacho, que había recuperado el buen humor—. Sentémonos bajo ese par de grandes árboles.

El humo de los hogares encendidos en la mañana temprana se alzaba en filamentos, como vapores que ascendieran de un campo de batalla. A través de la bruma que se extendía desde el lago hasta la ciudad de Ishiyama, las calles de Ōtsu iban haciéndose visibles.

Al aproximarse, Musashi se puso una mano en la frente a modo de visera y miró a su alrededor, contento porque volvía a estar entre la gente.

Cerca del Miidera, cuando empezaba a subir la cuesta del Bizōji, se había preguntado ociosamente qué camino seguiría Otsū. Antes había imaginado que quizá la encontraría en el camino, pero luego pensó que tal cosa sería improbable. La mujer que llevó su carta a Kyoto le había informado que, aunque Otsū ya no se encontraba en la residencia del señor Karasumaru, su carta le sería entregada de todos modos. Puesto que no la habría recibido antes del anochecer y habría tenido que hacer diversas cosas antes de partir, parecía probable que esperase hasta la mañana para ponerse en marcha.

Al pasar ante un templo cuyo jardín lucía varios cerezos añosos (sin duda famosos, se dijo, por sus flores primaverales), reparó en un monumento de piedra que se alzaba en un montículo. Aunque sólo había tenido un atisbo del poema inscrito en la piedra, localizó su origen cuando se encontraba varios cientos de varas más lejos, carretera abajo. El poema procedía del Taiheiki. Musashi recordó que estaba relacionado con un cuento que memorizó en cierta ocasión, y empezó a recitarlo lentamente para sí mismo.

«Un venerable sacerdote del templo de Shiga, que se apoyaba en un cayado de seis pies y era tan viejo que sus cejas blancas crecían juntas en un helado pico sobre su frente, estaba contemplando la belleza de Kannon en las aguas del lago cuando vio pasar a una concubina imperial de Kyōgoku. La mujer regresaba de Shiga, donde tenía un gran campo de flores, y cuando el anciano la vio se sintió lleno de pasión. La virtud que tan arduamente había acumulado en el transcurso de los años le abandonó. Estaba sumido en la casa ardiente del deseo y …»

—Bueno, ¿cómo seguía? Parece que me he olvidado de una parte. ¡Ah!

«… y regresó a su cabaña de palos y oró ante la imagen del Buda, pero la visión de la mujer persistía. Aunque invocó el nombre del Buda, su propia voz sonaba como el aliento del engaño. En las nubes que se cernían sobre la montaña en el crepúsculo le parecía ver las peinetas en su cabello, y eso le entristecía. Cuando alzaba los ojos a la luna solitaria, el rostro del astro le sonreía. Estaba perplejo y avergonzado.

»Temiendo que tales pensamientos le impidieran ir al paraíso cuando muriese, resolvió conocer a la damisela y revelarle sus sentimientos. De esta manera confiaba en morir apaciblemente. Así pues, fue al palacio imperial y, apoyando con firmeza su cayado en el suelo, aguardó en el patio donde los cortesanos jugaban a pelota todo un día y una noche…»

—¡Perdón, señor! ¡Eh, el de la vaca!

El hombre que se había dirigido a Musashi parecía un jornalero como los que se encontraban en el distrito de los mayoristas. Se puso delante de la vaca, le dio unas palmadas en el hocico y miró al jinete por encima de su cabeza.

—Debes venir del Mudōji —le dijo.

—Así es, en efecto. ¿Cómo lo has sabido?

—Presté esta vaca a un mercader y supongo que debe de haberla abandonado. Se la alquilé, por lo que debo pedirte que me pagues por usarla.

—Te pagaré con mucho gusto, pero dime, ¿hasta dónde me dejarías llevarla?

—Mientras me pagues, puedes llevarla a cualquier parte. Lo único que has de hacer es entregarla a un mayorista en la población más cercana a tu destino. Entonces alguien volverá a alquilarla y, más tarde o más temprano, volverá aquí.

—¿Cuánto me costaría llevarla a Edo?

—Tendré que preguntarlo en el establo. En cualquier caso, ahora vas en esa dirección. Si decides alquilarla, tendrás que dejar tu nombre en el despacho.

Tras hacer el trámite para alquilar la vaca, desayunó sin prisas y partió hacia Seta, paladeando la perspectiva de ver de nuevo a Otsū. Ya no sentía recelo alguno hacia ella. Hasta su encuentro en la montaña, la joven siempre le había causado cierto temor, pero esta vez era diferente: la pureza, inteligencia y abnegación que había mostrado aquella noche de luna habían hecho que su confianza en ella fuese más profunda que el amor.

No sólo confiaba en ella, sino que estaba seguro de que ella confiaba en él. Había jurado que cuando volvieran a estar juntos no le negaría nada, siempre, naturalmente, que no obstaculizara su modo de vida como espadachín. Lo que le preocupaba antes era el temor de que si se permitía amarla, el sentimiento embotara su espada. Como el viejo sacerdote del cuento, podría perder el Camino. Ahora era evidente que estaba bien disciplinada. Nunca sería un obstáculo o una traba que le retuviera. Ahora su único problema consistía en asegurarse de que él mismo no se ahogaría en el profundo estanque del amor.

«Cuando lleguemos a Edo —se dijo—, me encargaré de que reciba la clase de adiestramiento y educación que necesita una mujer. Mientras estudie, llevaré a Jōtarō conmigo y juntos encontraremos un plano de disciplina todavía superior. Entonces, un día, cuando llegue el momento…». La luz que reflejaba el lago bañaba su rostro con un suave resplandor oscilante.

Las dos secciones del puente Kara, una sostenida por noventa y seis columnas y la otra por veintitrés, estaban unidas por un islote en el que se alzaba un viejo sauce, que era un hito para los viajeros. El mismo puente recibía a veces el nombre de puente del Sauce.

—¡Ya viene! —gritó Jōtarō, y fue corriendo desde la casa de té hasta la sección más corta del puente, donde permaneció saludando a Musashi con una mano y señalando la casa de té con la otra—. ¡Ahí está, Otsū! ¿Le ves? Monta una vaca.

El muchacho se puso a dar brincos. Otsū no tardó en llegar a su lado y agitó la mano, mientras su amado agitaba el sombrero de juncos. A medida que se acercaba, una ancha sonrisa apareció en el rostro de Musashi.

Ató la vaca a un sauce y los tres entraron en la casa de té. Aunque Otsū había llamado frenéticamente a Musashi cuando éste todavía estaba en el extremo del puente, ahora que se encontraba a su lado no sabía qué decirle. Sonriendo feliz, dejó que Jōtarō hablara.

—Tu herida está curada —dijo el muchacho con un entusiasmo inusitado—. Al verte sobre la vaca pensé que quizá no podías caminar. Pero aun así hemos logrado llegar aquí primero. En cuanto Otsū recibió tu carta, se preparó para partir.

Musashi sonreía, asentía, murmuraba interjecciones, pero la charla de Jōtarō sobre Otsū y su amor delante de desconocidos le hacía sentirse incómodo. Insistió para que fueran a un pequeño porche trasero que recibía la sombra de un enrejado de glicinas. La timidez de Otsū seguía impidiéndole hablar, y Musashi se volvió taciturno, pero Jōtarō no prestaba atención a sus estados de ánimo, y su rápida cháchara se mezclaba con el zumbido de las abejas y los moscardones.

Le interrumpió la voz del dueño del establecimiento.

—Será mejor que entréis, pues está amenazando una tormenta. Mirad qué oscuro está el cielo sobre Ishiyamadera.

El hombre se apresuró a ir de un lado a otro, quitando las persianas de paja y colocando los postigos contra la lluvia a los lados del porche. El río se había vuelto gris y las ráfagas de viento agitaban furiosamente las azules glicinas. De súbito, un relámpago rasgó el cielo y empezó a caer una lluvia torrencial.

—¡Un relámpago! —gritó Jōtarō—. El primero de este año. De prisa, Otsū, vuelve adentro o te empaparás. Rápido, sensei. Ah, la lluvia ha llegado en el momento justo. Es perfecto.

Pero si el aguacero era «perfecto» para Jōtarō, resultaba embarazoso para Musashi y Otsū, pues entrar juntos en la casa les haría sentirse como unos amantes embelesados. Musashi se quedó donde estaba, y Otsū, ruborizada, permaneció en el borde del porche, sin más protección de los elementos que las glicinas.

El hombre que sujetaba un trozo de estera de paja sobre su cabeza mientras corría bajo la intensa lluvia parecía un gran paraguas que se desplazara solo. Se apresuró a resguardarse bajo los aleros del portal de un santuario, se alisó el pelo húmedo y enmarañado y miró con expresión inquisitiva las nubes, que se movían velozmente.

—Lo mismo que a mediados del verano —rezongó.

El fragor de la lluvia ahogaba todos los demás sonidos, pero el súbito resplandor de un relámpago le hizo llevarse las manos a los oídos. Matahachi se agachó temeroso cerca de una estatua del dios del trueno, que se alzaba al lado del portal.

La lluvia cesó con tanta brusquedad como había comenzado. Las negras nubes se separaron, la luz del sol penetró entre ellas y antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo la calle retornó a la normalidad. Desde algún lugar distante el sonido de un shamisen llegaba a los oídos de Matahachi. Cuando se disponía a reanudar su camino, una mujer vestida de geisha cruzó la calle y se dirigió a él.

—Te llamas Matahachi, ¿no es cierto? —le preguntó.

—Así es —respondió él con suspicacia—. ¿Cómo lo sabías?

—Un amigo tuyo está en nuestro establecimiento. Te ha visto desde la ventana y me ha dicho que te llame.

Matahachi miró a su alrededor y vio que en la vecindad había varios burdeles. Titubeó, pero la mujer le apremió para que fuera al suyo.

—Si tienes otras cosas que hacer, no es necesario que te quedes mucho tiempo —le dijo.

En cuanto entró, las muchachas prácticamente se abalanzaron sobre él, le secaron los pies con trapos, le quitaron el kimono mojado e insistieron en que subiera al salón superior. Cuando preguntó quién era aquel amigo, ellas se rieron y respondieron que lo descubriría en seguida.

—Bien —dijo Matahachi—, he estado bajo la lluvia, así que me quedaré hasta que mi ropa esté seca, pero no intentéis retenerme más. Un hombre me está esperando en el puente de Seta.

Entre muchas risitas, las mujeres le prometieron que podría marcharse cuando quisiera, al tiempo que casi le empujaban escaleras arriba.

En el umbral de la sala le saludó la voz de un hombre.

—¡Vaya, vaya, pero si es mi amigo Inugami Seinen! Por un momento Matahachi creyó que le habían confundido con otro, pero cuando miró a quien había hablado, su rostro le pareció vagamente familiar.

—¿Quién eres? —preguntó.

—¿Te has olvidado de Sasaki Kojirō?

—No —se apresuró a decir Matahachi—. Pero ¿por qué me llamas Inugami? Me llamo Hon'iden, Hon'iden Matahachi.

—Lo sé, pero siempre te recordaré tal como te vi aquella noche en la avenida Gojō, haciendo muecas a una jauría de chuchos extraviados. Creo que Inugami, el dios de los perros, es un buen nombre para ti.

—¡Basta! Eso no es cosa de broma. Aquella noche lo pasé fatal, gracias a ti.

—No lo dudo. La verdad es que te he mandado llamar porque quiero hacerte un favor para cambiar. Pasa y siéntate. Servidle sake, muchachas.

—No puedo quedarme, pues tengo una cita en Seta y esta noche no puedo emborracharme.

—¿A quién vas a ver?

—A un hombre llamado Miyamoto Musashi. Es un amigo de la infancia y…

—¿Miyamoto Musashi? ¿Quedaste citado con él cuando estabais en la posada del puerto de montaña?

—¿Cómo lo has sabido?

—Verás, lo sé todo de ti, así como de Musashi. Encontré a tu madre… Osugi, ¿verdad?, en el templo del monte Hiei, y me contó todas las penalidades que ha sufrido.

—¿Has hablado con mi madre?

—Sí, es una mujer espléndida. La admiro, al igual que todos los sacerdotes del monte Hiei. Traté de animarla un poco. —Enjuagó su taza en un cuenco de agua y la ofreció a Matahachi, diciendo—: Toma, bebamos juntos y acabemos con nuestra vieja enemistad. No hay ningún motivo para que te preocupes por Musashi si tienes a Sasaki Kojirō a tu lado.

Matahachi rechazó la taza.

—¿Por qué no bebes?

—No puedo, he de irme.

Matahachi empezó a levantarse, pero Kojirō le cogió con fuerza de la muñeca.

—¡Siéntate!

—Pero Musashi me está esperando.

—¡No seas asno! Si atacas tú solo a Musashi, te matará en el acto.

—¡Estás completamente equivocado! Ha prometido ayudarme. Me voy con él a Edo para empezar una nueva vida.

—¿Quieres decir que confías en un hombre como Musashi?

—Sí, ya sé, mucha gente dice que no es tan bueno. Pero eso se debe a que mi madre ha ido por ahí difamándole. Está equivocada y lo ha estado desde el principio. Ahora que he hablado con él, estoy más seguro de ello que nunca. Es mi amigo y voy a aprender de él, de manera que también yo llegue a ser algo, aun cuando ya sea un poco tarde.

Kojirō se desternilló de risa y golpeó el tatami con la palma.

—¿Cómo has podido ser tan inocente? Tu madre me dijo que eres más ingenuo de lo corriente, pero que te engañe un…

—¡Eso no es cierto! Musashi es…

—¡Calla y escúchame! En primer lugar, ¿cómo se te ocurre traicionar a tu propia madre poniéndote al lado de su enemigo? Es inhumano. Incluso yo, que no tengo nada que ver con ella, me sentí tan conmovido por esa valiente anciana que juré ayudarla en todo lo posible.

—Me tiene sin cuidado lo que pienses. Voy a reunirme con Musashi, y no intentes impedírmelo. ¡Tráeme mi kimono, muchacha! Ya debe estar seco.

Kojirō alzó sus ojos de beodo y le ordenó:

—No lo toques hasta que te lo diga. Ahora escucha, Matahachi. Si tienes intención de irte con Musashi, primero deberías hablar con tu madre.

—Me voy a Edo con Musashi. Si allí logro destacar en algo, todo el problema se resolverá por sí solo.

—Esas palabras parecen propias de Musashi. De hecho, apostaría a que él las ha puesto en tu boca. Sea como fuere, aguarda hasta mañana e iré contigo en busca de tu madre. Tienes que escuchar su opinión antes de hacer nada. Entretanto, divirtámonos. Te guste o no, vas a quedarte aquí y beber conmigo.

Puesto que estaban en un burdel y Kojirō era el cliente, todas las mujeres acudieron en su ayuda, no trajeron el kimono de Matahachi y, al cabo de varios tragos, él dejó de reclamarlo.

En estado sobrio, Matahachi no estaba a la altura de Kojirō; borracho, podía ser una amenaza. Cuando el día se diluyó en la noche, estaba demostrando a todos y cada uno lo mucho que era capaz de beber, pedía más, decía todo lo que debería callarse, aireaba sus resentimientos…, en una palabra, era un completo pelmazo. Amaneció antes de que perdiera el sentido y era mediodía antes de que volviera en sí.

El sol parecía más brillante debido a la lluvia de la tarde anterior. Las palabras de Musashi resonaban en la cabeza de Matahachi, el cual deseaba vomitar hasta la última gota que había bebido. Por suerte, Kojirō dormía aún en otra habitación. Matahachi bajó sigilosamente la escalera, pidió su kimono a las mujeres y salió corriendo en dirección a Seta.

El agua fangosa y rojiza que fluía por debajo del puente estaba generosamente salpicada de flores de cerezo del Ishiyamadera. La tormenta había destrozado las enredaderas de glicinas y esparcido amarillas flores kerria por doquier.

Tras una prolongada búsqueda, Matahachi preguntó en la casa de té y le dijeron que el hombre de la vaca había esperado hasta que cerraron por la noche, y entonces se marchó a una posada. Había regresado por la mañana pero, al no encontrar a su amigo, dejó una nota atada a una rama de sauce.

La nota, que parecía una gran mariposa blanca, decía:

«Lo siento, pero no podía esperar más. Alcánzame por el camino. Te estaré buscando.»

Matahachi recorrió a paso vivo la Nakasendō, la carretera que conducía a Edo a través de Kiso, pero aún no había dado alcance a Musashi cuando llegó a Kusatsu. Después de pasar por Hikone y Toriimoto, empezó a sospechar que le había perdido por el camino, y cuando llegó al puerto de Suribachi esperó media jornada, sin apartar los ojos de la carretera durante todo el tiempo.

Sólo cuando llegó a la carretera de Mino recordó las palabras de Kojirō.

«¿Me habrá engañado después de todo? —se preguntó—. ¿No tendría Musashi verdadera intención de ir conmigo?»

Después de volver muchas veces sobre sus pasos e investigar en los caminos laterales, finalmente avistó a Musashi en las afueras de la población de Nakatsugawa. Al principio se sintió jubiloso, pero cuando se acercó lo suficiente para ver que la persona que montaba la vaca era Otsū, los celos se apoderaron de él al instante.

«¡Qué estúpido he sido desde el día en que ese bastardo me convenció para que fuera a la batalla de Sekigahara hasta este mismo momento! —rezongó para sí mismo—. Pues bien, no puede pisotearme así eternamente. Me desquitaré de él de alguna manera… ¡y pronto!»