Un poco de leche

El camino que descendía a lo largo de una estribación del monte Hiei desembocaba en la provincia de Ōmi, en un lugar poco más allá del templo Miidera.

Musashi conducía a la vaca por medio de una cuerda. Miró por encima del hombro y dijo suavemente:

—Si quieres, podemos hacer un alto y descansar. Ninguno de los dos tenemos prisa.

Pensó que, por lo menos, estaban en camino. Osugi, que no estaba acostumbrada a las vacas, primero se había negado a montarla, y Musashi tuvo que poner en juego todo su ingenio. El argumento que convenció a la anciana fue el de que no podía quedarse indefinidamente en un bastión sacerdotal del celibato.

De bruces sobre el cuello de la vaca, Osugi gimió de dolor y mantuvo la misma actitud hacia él. A cada señal de solicitud por parte de Musashi, se recordaba a sí misma su odio y transmitía en silencio el desprecio que sentía al ser cuidada por su enemigo mortal.

Aunque él sabía perfectamente que la mujer no tenía más razón de vivir que vengarse, era incapaz de considerarla como un verdadero enemigo. Nadie, ni siquiera los enemigos mucho más fuertes que ella, le había causado jamás tantas molestias y apuros. Sus mañas le habían llevado al borde del desastre en su propio pueblo. Por culpa de ella se habían mofado de él y le habían vilipendiado en el Kiyomizudera. Una y otra vez Osugi le había echado la zancadilla y frustrado sus planes. Había habido ocasiones, como la noche anterior, en que la maldijo y cerca estuvo de ceder al impulso de cortarla en dos de un tajo.

Sin embargo, no se sentía capaz de ponerle la mano encima, sobre todo ahora, cuando estaba magullada y desprovista de su verborrea acostumbrada. Curiosamente, la inactividad de su lengua viperina le deprimía, y ansiaba verla sana de nuevo, aunque eso significara más molestias para él.

—Montar así debe de ser bastante incómodo —le dijo—. Procura aguantar un poco más. Cuando lleguemos a Ōtsu, ya se me ocurrirá algo.

La panorámica al nordeste era espléndida. El lago Biwa se extendía plácidamente debajo de ellos, el monte Ibuki estaba al otro lado y los picos de Echizen se alzaban a lo lejos. En la orilla más próxima del lago, Musashi podía distinguir cada una de las famosas Ocho Vistas de Karasaki en el pueblo de Seta.

—Descansemos un poco —dijo Musashi—. Te sentirás mejor si bajas y te tiendes durante unos minutos.

Ató el animal a un árbol, cogió a la anciana en brazos y la bajó.

De bruces en el suelo, Osugi apartó las manos de Musashi y soltó un gemido. Tenía el rostro febrilmente caliente y el cabello enmarañado.

—¿No quieres un poco de agua? —le preguntó él, no por primera vez, al tiempo que le restregaba la espalda—. También deberías comer algo. —Ella sacudió la cabeza, testaruda—. No has tomado una gota de agua desde anoche —añadió en tono suplicante—. Si sigues así, vas a empeorar. Quisiera encontrarte alguna medicina, pero por aquí no hay ninguna casa. Oye, ¿por qué no tomas la mitad de mi comida?

—¡Qué repugnante!

—¿Cómo?

—Preferiría morir en un campo y ser devorada por los pájaros. ¡Jamás caeré tan bajo como para aceptar comida de un enemigo! —Le apartó la mano de su espalda y aferró la hierba.

Preguntándose si la mujer superaría alguna vez su malentendido básico, Musashi la trataba con la misma ternura que dedicaría a su propia madre, procurando pacientemente serenarla cada vez que arremetía contra él.

—Vamos, abuela, sabes bien que no deseas morir. Tienes que vivir. ¿No quieres ver cómo se abre paso Matahachi en el mundo?

La anciana hizo una mueca y respondió gruñendo:

—¿Qué tiene eso que ver contigo? Muchas gracias, pero Matahachi saldrá adelante uno de estos días sin tu ayuda.

—No lo dudo, pero debes ponerte bien para animarle.

—¡Hipócrita! —gritó la mujer—. Estás perdiendo el tiempo si crees que puedes halagarme para que olvide lo mucho que te odio.

Musashi comprendió que la anciana interpretaría mal cualquier cosa que le dijera, por lo que se puso en pie y se alejó unos pasos. Eligió un lugar detrás de una roca y empezó a tomar su almuerzo de bolas de arroz rellenas de oscura y dulzona pasta de alubias, cada una envuelta en una hoja de roble. Sólo comió la mitad de ellas.

Al oír voces, miró alrededor de la roca y vio a una campesina hablando con Osugi. Vestía el hakama utilizado por las mujeres de Ōhara y la suelta cabellera le colgaba sobre los hombros. En tono estentóreo, decía:

—Tengo una enferma en casa. Ahora está mejor, pero se recuperará con más rapidez si le doy un poco de leche. ¿Me permites que ordeñe a la vaca?

Osugi alzó la cara y dirigió a la mujer una mirada inquisitiva.

—En el lugar de donde vengo no tenemos muchas vacas —le dijo—. ¿De veras puedes obtener leche de ella?

Las dos intercambiaron algunas palabras más mientras la mujer se ponía en cuclillas y empezaba a manipular las ubres y verter leche en un recipiente para sake. Cuando estuvo lleno, se levantó, rodeó firmemente el recipiente con los brazos y dijo:

—Te doy las gracias. Ya me voy.

—¡Espera! —gritó Osugi en tono áspero. Extendió los brazos y miró a su alrededor para asegurarse de que Musashi no la miraba—. Antes de irte dame un poco de leche. Uno o dos sorbos bastarán.

La mujer miró asombrada a Osugi mientras ésta se llevaba el recipiente a los labios, cerraba los ojos y bebía ávidamente. Un reguero de leche le corrió por el mentón.

Cuando hubo terminado, Osugi se estremeció y entonces hizo una serie de muecas, como si estuviera a punto de vomitar.

—¡Qué sabor tan repugnante! —exclamó—. Pero tal vez hará que me sienta mejor, aunque es horrible, peor que una medicina.

—¿Te ocurre algo? ¿Estás enferma?

—Nada grave. Un resfriado y algo de fiebre. —Osugi se levantó briosamente, como si todos sus achaques se hubieran evaporado, y tras asegurarse de nuevo de que Musashi no estaba mirando, se acercó más a la campesina y le preguntó en voz baja—: Si sigo directamente este camino, ¿adonde me llevará?

—Por encima del Miidera.

—Eso está en Ōtsu, ¿no es cierto? ¿Hay por aquí algún camino apartado que pueda seguir?

—Pues sí, pero ¿adonde quieres ir?

—No importa. ¡Sólo quiero alejarme de ese villano!

—Siguiendo este camino hacia abajo, a unas ochocientas o novecientas varas hay un sendero que va hacia el norte. Si lo sigues, acabarás saliendo entre Sakamoto y Ōtsu.

—Si tropiezas con un hombre que me busca —le dijo Osugi en voz baja—, no le digas que me has visto.

Andando a tropezones, como una mantis religiosa coja que tuviera prisa, pasó por el lado de la campesina, rozándola torpemente, y se alejó.

Musashi se rio entre dientes y salió de detrás de la roca.

—Supongo que vives por estos contornos —dijo en tono amistoso a la mujer—. Dime, ¿tu marido es campesino, leñador o algo por el estilo?

La mujer retrocedió atemorizada, pero respondió:

—Oh, no. Vengo de la posada que está en el puerto de montaña.

—Tanto mejor. ¿Podrías hacerme un recado? Te lo pagaré.

—Lo haría con gusto, pero hay una persona enferma en la posada.

—Yo le llevaría la leche en tu lugar y te esperaría aquí. ¿Qué te parece? Si vas ahora, podrías estar de regreso antes de que oscurezca.

—En ese caso supongo que podría ir, pero…

—¡No tienes por qué preocuparte! No soy el villano que ha dicho esa anciana. Tan sólo trataba de ayudarla, pero si puede valerse por sí sola, no hay motivo para que me ocupe de ella. Ahora escribiré una nota. Quiero que la lleves a la casa del señor Karasumaru Mitsuhiro, que está en la zona norte de la ciudad.

Con el pincel de su caja de escritura, trazó rápidamente las palabras que había ansiado escribir a Otsū durante su recuperación en el Mudōji. Tras haber confiado su carta a la mujer, subió a la vaca y se alejó pesadamente, repitiendo las palabras que había escrito y especulando sobre lo que sentiría Otsū al leerlas. «Y creía que nunca volvería a verla», se dijo, animándose de repente.

«Teniendo en cuenta lo débil que estaba —reflexionó—, es posible que vuelva a estar en cama. Pero en cuanto reciba mi carta, se levantará y vendrá tan rápido como pueda. Y Jōtarō también.»

Dejó que la vaca avanzara a su aire, deteniéndose de vez en cuando para que paciera en la hierba de la ladera. La carta que había dirigido a Otsū era sencilla, pero estaba bastante satisfecho de ella: «En el puente Hanada fuiste tú quien esperó. Esta vez, deja que sea yo. He seguido adelante. Te esperaré en Ōtsu, en el puente Kara que está en el pueblo de Seta. Cuando estemos juntos de nuevo, hablaremos de muchas cosas». Había intentado dar al prosaico mensaje un tono poético. Lo recitó de nuevo para sí mismo, reflexionando en las «muchas cosas» de las que tenían que hablar.

Cuando llegó a la posada, bajó de la vaca y, sujetando el recipiente de leche con ambas manos, exclamó:

—¡Ah de casa!

Como era habitual en los establecimientos de aquella clase al lado de los caminos, había un espacio abierto bajo los aleros de la fachada, destinado a los viajeros que se detenían a tomar té o una comida ligera. Dentro había una sala de té, parte de la cual estaba ocupada por la cocina. Al fondo estaban las habitaciones para los huéspedes. Una anciana echaba leña a un horno de tierra, sobre el que había una marmita de madera para cocinar al vapor.

Mientras Musashi se sentaba en un banco, la mujer salió y le sirvió una taza de té tibio. Entonces él explicó por qué estaba allí y le tendió el recipiente.

—¿Qué es esto? —dijo ella, mirándole dubitativa.

Pensando que tal vez era sorda, Musashi repitió lentamente lo que le había dicho.

—¿Leche dices? ¿Leche? ¿Para qué? —Todavía perpleja, la mujer se volvió hacia el interior de la casa y dijo—: Señor, ¿puedes venir aquí un momento? No sé a qué viene todo esto.

—¿Qué? —Un hombre dobló sin prisas una esquina del edificio y dijo—: ¿Cuál es el problema, señora?

Ella le puso el recipiente en las manos, pero el hombre ni la miró ni oyó lo que le estaba diciendo. Tenía la mirada fija en Musashi y una expresión de incredulidad en el rostro.

No menos asombrado, Musashi exclamó:

—¡Matahachi!

—¡Takezō!

Los dos echaron a correr y se detuvieron poco antes de que chocaran. Cuando Musashi tendió los brazos, Matahachi hizo lo mismo, dejando caer el recipiente.

—¿Cuántos años han pasado?

—Desde la batalla de Sekigahara.

—Entonces son…

—Cinco años. Eso debe de ser. Ahora tengo veintidós.

Mientras se abrazaban, el olor dulce de la leche que se alzaba del recipiente roto les envolvía, evocando la época en que ambos fueron bebés de pecho.

—Te has hecho muy famoso, Takezō, pero supongo que no debería llamarte así. Te llamaré Musashi, como todo el mundo. He oído muchos relatos de tu éxito junto al pino de ancha copa… y también sobre ciertas cosas que hiciste antes de eso.

—No me azores. Todavía soy un aficionado. Pero el mundo está lleno de gente que no parece ser tan buena como yo. Dime, ¿te alojas aquí?

—Sí, desde hace unos diez días. Partí de Kyoto con la idea de ir a Edo, pero surgió un imprevisto.

—Me han dicho que hay alguien enfermo. Bueno, ya no tiene remedio, pero por ese motivo he traído la leche.

—¿Enfermo? Ah, sí…, mi compañera de viaje.

—Es una lástima. De todos modos, me alegro de verte. Lo último que supe de ti fue lo que decías en la carta que me trajo Jōtarō cuando me dirigía a Nara.

Matahachi inclinó la cabeza, confiando en que Musashi no mencionara las jactanciosas predicciones que le hizo en aquel entonces.

Musashi puso una mano sobre el hombro de Matahachi, pensando en lo grato que era verle de nuevo y en cuánto le gustaría tener una larga conversación con él.

—¿Quién viaja contigo? —preguntó inocentemente.

—Oh, nadie, nadie que pueda interesarte. Es sólo…

—No importa. Vayamos a alguna parte donde podamos hablar.

Mientras se alejaban de la posada, Musashi le preguntó:

—¿Qué haces para ganarte la vida?

—¿Quieres decir si trabajo?

—Exacto.

—No tengo ningún talento ni habilidad especial, por lo que es difícil para mí entrar al servicio de un daimyō. Supongo que puedo decir que no hago nada en particular.

—¿Quieres decir que has estado haraganeando durante todos estos años? —le preguntó Musashi, sospechando vagamente la verdad.

—Dejémoslo. Decir esa clase de cosas me trae una infinidad de recuerdos desagradables. —Su mente pareció retroceder a aquellos días a la sombra del monte Ibuki—. El gran error que cometí fue juntarme con Okō.

—Sentémonos —le invitó Musashi, cruzando las piernas y dejándose caer sobre la hierba. Se sentía un tanto exasperado. ¿Por qué motivo Matahachi insistía en considerarse inferior? ¿Y por qué atribuía sus problemas a los demás?—. Echas la culpa de todo a Okō —le dijo—, pero ¿es ésa manera de hablar para un hombre hecho y derecho? Nadie puede crearte una clase de vida que merezca la pena, nadie salvo tú mismo.

—Admito que me equivoqué, pero… ¿cómo podría decirlo? Al parecer, soy incapaz de alterar mi destino.

—En tiempos como éstos, nunca llegarás a ninguna parte pensando de esa manera. Ve a Edo si lo deseas, pero cuando llegues allí encontrarás gentes procedentes de todos los lugares del país, y todos ellos hambrientos de dinero y posición. No podrás destacar lo más mínimo si te limitas a hacer lo mismo que hace cualquier otro. Tendrás que distinguirte de alguna manera.

—Tendría que haberme dedicado a la esgrima cuando era joven.

—Ya que lo mencionas, me pregunto si tienes condiciones para ser un espadachín. De todos modos, estás empezando. Tal vez deberías considerar la posibilidad de convertirte en un hombre de letras. Supongo que ésa sería la mejor manera de lograr una posición al servicio de un daimyō.

—No te preocupes, ya haré algo.

Matahachi arrancó una brizna de hierba y se la puso entre los dientes. Sentía una vergüenza abrumadora. Resultaba mortificante comprobar lo que habían hecho cinco años de ociosidad. Le había sido relativamente fácil minimizar las anécdotas que había oído contar sobre Musashi, pero ahora, al verle personalmente, no podía eludir el contraste entre ellos. En la imponente presencia de Musashi, a Matahachi le costaba recordar que en otro tiempo fueron los mejores amigos. Incluso la dignidad de aquel hombre era un tanto opresiva. Ni la envidia ni su impulso competitivo podían librarle de la penosa conciencia de su propia incapacidad.

—¡Anímate! —le dijo Musashi, pero incluso mientras le daba unas palmadas en el hombro, percibió la debilidad de su amigo—. Lo que está hecho no tiene remedio. Olvídate del pasado. Si has desperdiciado cinco años, ¿qué importa eso? Lo único que significa es que comienzas cinco años más tarde y, a su manera, esos cinco años pueden encerrar una lección valiosa.

—Han sido horribles.

—¡Ah, me olvidaba! He dejado a tu madre hace un rato.

—¿Has visto a mi madre?

—Sí, y debo decir que no comprendo por qué no has nacido con algo más de su fuerza y tenacidad.

Añadió para sus adentros que tampoco comprendía por qué Osugi tenía un hijo como él, tan incompetente y lleno de lástima hacia sí mismo. Sentía deseos de sacudirle y recordarle lo afortunado que era por tener madre. Mirando fijamente a Matahachi, se preguntó cómo podría apaciguar la cólera de Osugi, y encontró la respuesta de inmediato: Si Matahachi pudiera llegar a ser alguien…

—Matahachi —le dijo en tono solemne—. ¿Por qué, cuando tienes una madre como la tuya, no intentas hacer algo que la haga sentirse feliz? Yo no tengo padres, y no puedo evitar la sensación de que no estás tan agradecido como debieras. No se trata de que no le muestres suficiente respeto, pero de alguna manera, aunque estés bendecido con lo mejor que una persona puede tener, no pareces considerarla mejor que a un montón de estiércol. Si yo tuviera una madre como la tuya, estaría mucho más deseoso de mejorar y hacer algo realmente útil, sencillamente porque alguien compartiría mi felicidad. Nadie se alegra tanto de los logros de uno como sus propios padres.

—Es posible que todo esto te parezcan perogrulladas morales, pero no lo son en boca de un vagabundo como yo. No podría expresarte lo solitario que me siento cuando me encuentro con un paisaje hermoso y, de pronto, me doy cuenta de que no hay nadie para disfrutarlo conmigo.

Musashi hizo una pausa para respirar y cogió la mano de su amigo.

—Tú mismo sabes que lo que digo es cierto, sabes que te hablo como un viejo amigo, un hombre del mismo pueblo. Intentemos recuperar el espíritu que teníamos cuando fuimos a Sekigahara. Ya no hay guerras, pero la lucha por sobrevivir en un mundo en paz no es menos difícil. Tienes que luchar, necesitas un plan. Si lo intentaras, yo haría lo que pudiera por ayudarte.

Las lágrimas de Matahachi cayeron sobre sus manos entrelazadas. A pesar del parecido que tenían las palabras de Musashi con uno de los fatigosos sermones de su madre, el interés que su amigo mostraba por él le conmovía profundamente.

—Tienes razón —le dijo, enjugándose las lágrimas—. Gracias. Haré lo que dices. Me convertiré en un hombre nuevo, ahora mismo. Estoy de acuerdo en que no tengo condiciones para triunfar como espadachín. Iré a Edo y buscaré un maestro. Estudiaré en serio. Juro que lo haré.

—Tendré los ojos abiertos para encontrar un buen maestro, así como un buen señor para quien tú pudieras trabajar. Incluso podrías trabajar y estudiar al mismo tiempo.

—Será como empezar la vida de nuevo. Pero hay otra cosa que me fastidia.

—¿Y bien? Como te he dicho, haré lo que pueda por ayudarte. Es lo menos que puedo hacer por haber enfadado tanto a tu madre.

—Es algo embarazoso. Verás, la mujer que me acompaña… no es cualquier mujer. Es… No puedo decirlo.

—¡Vamos, actúa como un hombre!

—No te enfades. Es alguien a quien conoces.

—¿Quién?

—Akemi.

Sobresaltado, Musashi se dijo: «¿Podría haber elegido a alguien peor?», pero se guardó de decirlo en voz alta.

Desde luego, Akemi no era sexualmente tan depravada como su madre, por lo menos todavía no, pero iba camino de ello. Era un pájaro en vuelo con una antorcha destructora en el pico. Además del incidente con Seijūrō, Musashi tenía fuertes sospechas de que había habido algo entre ella y Kojirō. Se preguntó qué perverso destino condujo a Matahachi a unas mujeres como Okō y su hija.

Matahachi malinterpretó el silencio de Musashi como una señal de que estaba celoso.

—¿Estás enfadado? Te lo he dicho sinceramente, porque creo que no debía ocultarlo.

—Eres tú, bobo, quién me preocupa. ¿Estás maldecido desde tu nacimiento o es que te empeñas en tentar a la mala suerte? Creí que habías aprendido una lección de Okō.

Matahachi respondió a las preguntas de Musashi, contándole cómo él y Akemi habían llegado a estar juntos.

—Tal vez estoy siendo castigado por haber abandonado a mi madre —concluyó—. Akemi se hirió en una pierna cuando cayó al barranco y empezó a empeorar, así que…

—Ah, estás aquí, señor —dijo la anciana de la posada en el dialecto local. Despistada y senil, se llevó los brazos a la espalda y contempló el cielo, como si examinara el tiempo—. La mujer enferma no está contigo —añadió, y su tono llano no aclaró si estaba haciendo una pregunta o una afirmación.

Un poco sonrojado, Matahachi replicó:

—¿Akemi? ¿Le ha ocurrido algo?

—No está en la cama.

—¿Estás segura?

—Ahí estaba hace un rato, pero ya no.

Aunque un sexto sentido le dijo a Musashi lo que había ocurrido, se limitó a decir:

—Será mejor que vayamos a ver.

El jergón de Akemi estaba todavía extendido en el suelo, pero por lo demás la habitación se hallaba vacía.

Matahachi soltó una maldición y examinó en vano la habitación. Con el rostro enrojecido por la cólera, exclamó:

—¡Ni obi ni dinero! ¡Ni siquiera un peine o una horquilla! ¡Está loca! ¿Qué le pasa? ¿Cómo ha podido abandonarme así?

La anciana permanecía en el umbral.

—Ha hecho una cosa terrible —dijo como si hablara consigo misma—. Esa chica…, tal vez no debería decirlo, pero no estaba enferma. Lo fingía para poder estar en cama. Aunque soy vieja, no se me escapan esas cosas.

Matahachi salió de la habitación y se quedó mirando el blanco camino que se curvaba a lo largo de la estribación montañosa. La vaca, que yacía bajo un melocotonero cuyas flores ya se habían oscurecido y caído, rompió el silencio con un largo y soñoliento mugido.

—No te quedes ahí triste y abatido, Matahachi —le dijo Musashi—. Roguemos para que encuentre un lugar donde pueda establecerse y llevar una vida apacible, y dejemos las cosas así.

Una sola mariposa amarilla ascendió con la brisa arremolinada antes de caer por el borde de un risco.

—Tu promesa me ha hecho muy feliz —dijo Musashi—. ¿No es hora ya de que hagas algo al respecto, de que lo intentes de veras y llegues a ser algo?

—Sí, es cierto, tengo que hacerlo —musitó Matahachi sin entusiasmo, mordiéndose el labio inferior para evitar que le temblara.

Musashi se dio la vuelta, desviando su mirada del camino desierto.

—Escúchame —le dijo jovialmente—. Tu camino acaba de abrirse ante ti por sí solo. No importa el lugar al que vaya Akemi, porque sin duda no te conviene. Vete ahora, antes de que sea demasiado tarde. Toma el sendero que pasa entre Sakamoto y Ōtsu. Encontrarás a tu madre antes de que el día termine. Y una vez la hayas encontrado, no vuelvas a perderla de vista.

Para subrayar sus palabras, trajo a Matahachi sus sandalias y polainas, y entonces entró en la posada y salió poco después con sus demás pertenencias.

—¿Tienes algún dinero? —le preguntó—. Yo no tengo mucho, pero puedo darte algo. Si crees que Edo es el lugar adecuado para ti, allí iré contigo. Esta noche estaré en el puente Kara de Seta. Cuando hayas encontrado a tu madre, búscame allí. Cuento con que la traigas.

Una vez Matahachi se hubo ido, Musashi se sentó a esperar el crepúsculo y la respuesta a su misiva. Se estiró en el banco que había al fondo de la sala de té, cerró los ojos y no tardó en soñar. Soñó con dos mariposas que vagaban por el aire, retozando entre ramas entrelazadas. Reconoció a una de ellas. Era Otsū.

Cuando despertó, los rayos inclinados del sol habían llegado a la pared del fondo de la sala. Oyó la voz de un hombre.

—Lo mires como lo mires, fue una actuación burda.

—¿Te refieres a los Yoshioka?

—Desde luego.

—La gente tenía un gran respeto por la escuela, debido a la reputación de Kempō. Parece como si, en cualquier campo, sólo la primera generación fuese importante. La siguiente generación pierde lustre, y con la tercera todo se viene abajo. No sueles ver a menudo al jefe de la cuarta generación enterrado al lado del fundador.

—Bueno, yo espero que me entierren al lado de mi bisabuelo.

—Pero no eres más que un picapedrero. Estoy hablando de gente famosa. Si crees que me equivoco, sólo tienes que ver lo que le ocurrió al hijo de Hideyoshi.

Los picapedreros trabajaban en una cantera del valle, y todos los días, hacia las tres de la tarde, iban a la posada a tomar una taza de té. Anteriormente, uno de ellos, que vivía cerca de Ichijōji, había asegurado haber visto el combate desde el principio al fin. Como ya había contado el mismo relato docenas de veces, ahora pudo repetirlo con una elocuencia impresionante, embelleciendo hábilmente los hechos e imitando los movimientos de Musashi.

Mientras los picapedreros escuchaban embelesados sus palabras, otros cuatro hombres habían llegado y tomado asientos en la parte delantera: Sasaki Kojirō y tres samuráis del monte Hiei. Sus ceños fruncidos inquietaron a los trabajadores, por lo que éstos cogieron sus tazas de té y se retiraron al interior. Pero a medida que el relato avanzaba, empezaron a reír y hacer comentarios, repitiendo con frecuencia y evidente admiración el nombre de Musashi.

Cuando Kojirō llegó al límite de su paciencia, les gritó:

—¡Eh, vosotros!

—Sí, señor —corearon ellos, inclinando las cabezas de manera automática.

—¿Qué ocurre aquí? ¡Tú! —señaló al hombre con su abanico de varillas de acero—. Hablas como si supieras mucho. ¡Ven aquí! ¡Y los demás también! No voy a haceros daño.

Los hombres salieron arrastrando los pies, y Kojirō siguió diciendo:

—Os he oído cantar las alabanzas de Miyamoto Musashi y me he hartado. ¡Estáis diciendo tonterías!

Los hombres intercambiaron miradas inquisitivas y murmullos de asombro.

—¿Por qué consideráis a Musashi un gran espadachín? Tú…, tú dices que viste la lucha el otro día, pero permíteme asegurarte que yo, Sasaki Kojirō, también la vi. Como el testigo oficial, observé todos los detalles. Más tarde subí al monte Hiei e informé a los sacerdotes estudiantes de lo que había visto. Además, a invitación de algunos profesores eminentes, visité varios templos subsidiarios y di más conferencias.

—Ahora bien, al contrario que yo, vosotros no sabéis nada de esgrima —siguió diciendo en un tono de creciente condescendencia—. No veis más que vencedor y perdedores, y entonces os sumáis al rebaño y alabáis a Miyamoto Musashi como si fuese el espadachín más grande de todos los tiempos.

—De ordinario, no me molestaría en refutar la cháchara de unos ignorantes, pero ahora lo considero necesario, porque vuestras opiniones erróneas son peligrosas para el conjunto de la sociedad. Además, deseo exponer vuestras falacias en beneficio de estos distinguidos profesores que hoy me acompañan. ¡Limpiaos los oídos y escuchadme atentamente! Os contaré lo que sucedió realmente junto al pino de ancha copa y qué clase de hombre es Musashi.

El público cautivo emitió unos sonidos que expresaban obediencia.

—En primer lugar —dijo Kojirō en tono declamatorio—, consideremos lo que piensa realmente Musashi, su objetivo oculto. A juzgar por la manera en que provocó ese último encuentro, sólo puedo llegar a la conclusión de que intentaba con desesperación vender su nombre, labrarse una reputación. A tal fin, seleccionó a la casa de Yoshioka, la escuela de esgrima más famosa de Kyoto, y provocó con ingenio una pelea. Al caer víctima de esa estratagema, la casa de Yoshioka se convirtió en la piedra pasadera de Musashi hacia la fama y el éxito.

—Lo que hizo fue deshonesto. Era ya de dominio público que la época de Yoshioka Kempō había terminado y que la escuela de Yoshioka declinaba. Era como un árbol agostado, o como un inválido próximo a la muerte. Todo lo que Musashi tenía que hacer era dar un empujón a un armatoste vacío. Cualquiera podría haber hecho lo mismo, pero nadie lo hizo. ¿Por qué? Porque aquellos de nosotros que comprendemos el arte de la guerra ya sabíamos que la escuela carecía de poder. En segundo lugar, porque no queríamos manchar el reverenciado nombre de Kempō. No obstante, Musashi decidió provocar un incidente, colocar avisos de desafío en las calles de Kyoto, propagar rumores y, finalmente, convertir en un gran espectáculo aquello que cualquier espadachín razonablemente hábil podría haber hecho.

—No podría enumerar todas las artimañas bajas y cobardes a las que recurrió. Considerad, por ejemplo, que se las ingenió para llegar tarde a sus encuentros respectivos con Yoshioka Seijūrō y Denshichirō. En vez de ir directamente al encuentro de sus enemigos en el pino de ancha copa, dio un rodeo y empleó toda clase de viles estratagemas.

—Se ha señalado que era un solo hombre luchando contra muchos. Eso es cierto, pero formaba parte de su diabólico ardid para promocionar su nombre. Sabía muy bien que, como le superaban en número, el público simpatizaría con él. Y cuando examinamos la lucha en sí, puedo deciros, porque la observé personalmente, que fue poco más que un juego de niños. Musashi logró sobrevivir durante algún tiempo gracias a sus mañas, y luego, cuando se le presentó la oportunidad de huir, así lo hizo. Ah, debo admitir que, hasta cierto punto, hizo una exhibición de fuerza bruta, pero eso no le convierte en un experto espadachín. No, en modo alguno. El mayor mérito que tiene Musashi para lograr la fama es su capacidad de correr con mucha rapidez. En escaparse velozmente no tiene rival.

Ahora las palabras brotaban impetuosas de la boca de Kojirō como por encima de un dique.

—La gente ordinaria cree que a un solo espadachín le es difícil luchar contra un gran número de adversarios, pero diez hombres no son necesariamente diez veces más fuertes que un solo hombre. Para el experto, los números no son siempre importantes.

Entonces Kojirō hizo una crítica profesional del combate. Era fácil menospreciar la hazaña de Musashi, pues, a pesar de su valor, cualquier observador entendido habría enumerado defectos en su actuación. Cuando llegó el momento de mencionar a Genjirō, Kojirō fue muy duro. Dijo que el asesinato del muchacho era una atrocidad, una violación de la ética de la esgrima y que no se podía tolerar desde ningún punto de vista.

—Y permitidme que os hable de los antecedentes de Musashi —añadió, indignado.

Entonces les reveló que en los últimos días había encontrado a Osugi en el monte Hiei y la anciana le había contado la larga historia de la duplicidad de Musashi. Sin ahorrar detalles, repitió los agravios que había sufrido aquella «dulce anciana».

Kojirō terminó diciendo:

—Me estremezco al pensar que hay personas que entonan a gritos las alabanzas a ese bribón. ¡Es terrible pensar en el efecto que esto tiene sobre la moral pública! Y ésa es la razón por la que he hablado tanto. No tengo ninguna relación con la casa de Yoshioka ni tampoco ningún agravio personal contra Musashi. Os he hablado justa e imparcialmente, como hombre totalmente entregado al Camino de la Espada y decidido a seguir correctamente el Camino. Os he dicho la verdad. ¡Recordadlo!

Guardó entonces silencio y alivió la sed con una taza de té. Entonces se volvió hacia sus compañeros y observó calmosamente:

—Ah, el sol ya está bajo en el cielo. Si no partís pronto, estará oscuro antes de que lleguéis al Miidera.

Los samuráis del templo se levantaron para marcharse.

—Cuídate bien —le dijo uno de ellos.

—Esperamos verte de nuevo cuando regreses a Kyoto.

Los picapedreros vieron entonces su oportunidad y, como prisioneros liberados por un tribunal, se apresuraron a regresar al valle, envuelto ahora en sombras violáceas, donde resonaban los cantos de los ruiseñores.

Kojirō les vio alejarse y luego llamó a la posadera.

—Dejaré el dinero del té sobre la mesa. Por cierto, ¿tienes alguna mecha de arcabuz?

La anciana estaba en cuclillas ante el horno de tierra, preparando la cena.

—¿Mechas? —le dijo—. Hay un manojo colgado en el rincón, al fondo. Coge las que quieras.

Kojirō se dirigió al lugar indicado. Cuando extraía dos o tres mechas del manojo, las restantes cayeron sobre el banco que estaba debajo. Al disponerse a recogerlas, reparó en las dos piernas estiradas que sobresalían del banco. Su mirada se deslizó lentamente desde las piernas al cuerpo y el rostro. La sorpresa que se llevó fue como un fuerte golpe en el plexo solar.

Musashi le miraba fijamente.

Kojirō retrocedió un paso.

—Bien, bien —dijo Musashi, con una ancha sonrisa.

Sin apresurarse, se levantó y fue al lado de Kojirō, permaneciendo en silencio, con una expresión divertida y sagaz en la cara.

Kojirō intentó devolverle la sonrisa, pero sus músculos faciales se negaron a obedecerle. En seguida comprendió que Musashi debía de haber oído hasta la última de sus palabras, y su azoramiento era tanto más insoportable cuanto que Musashi parecía reírse de él. Sólo tardó un momento en recobrar su aplomo habitual, pero durante el breve intervalo su confusión fue inequívoca.

—Vaya, Musashi, no esperaba encontrarte aquí —le dijo.

—Me alegro de volver a verte.

—Sí, sí, yo también. —Arrepintiéndose de sus palabras incluso mientras las pronunciaba pero, por alguna razón, incapaz de reprimirlas, siguió diciendo—: Debo decir que te has distinguido realmente desde la última vez que nos vimos. Es difícil creer que un mero ser humano pudiera luchar como lo hiciste. Permíteme que te felicite. No pareces haber sufrido daño alguno.

Con un atisbo de sonrisa todavía en los labios y una cortesía exagerada, Musashi replicó:

—Gracias por actuar como testigo aquel día, y gracias también por la crítica que acabas de hacer de mi actuación. No solemos tener la oportunidad de vernos tal como nos ven los demás. Estoy muy en deuda contigo por tus comentarios. Te aseguro que no los olvidaré.

A pesar del tono sereno y la falta de rencor, la última frase estremeció a Kojirō. Reconoció lo que era, un desafío al que tendría que enfrentarse en alguna fecha futura.

Aquellos dos hombres, ambos orgullosos y voluntariosos, convencidos de su propia rectitud, estaban destinados a chocar más tarde o más temprano. Musashi se contentaría con esperar, pero cuando dijo que no olvidaría, se limitaba a expresar la sencilla verdad. Ya consideraba su victoria más reciente como un hito en su carrera de espadachín, un punto culminante en su lucha por perfeccionarse. Las calumnias de Kojirō no podrían sustraerse indefinidamente al reto.

Aunque Kojirō había embellecido su relato para influir en sus oyentes, en realidad veía lo ocurrido más o menos como lo había descrito, y su opinión sincera no difería en sustancia de lo que había afirmado. Tampoco dudaba ni por un momento de la exactitud fundamental de su valoración de Musashi.

—Me alegra que digas eso —dijo Kojirō—. No querría que lo olvidaras, como tampoco lo olvidaré yo.

Musashi aún sonreía mientras movía la cabeza en un gesto de asentimiento.