Cuando Oda Nobunaga perdió por fin la paciencia a causa de las maquinaciones políticas de los sacerdotes, atacó el antiguo establecimiento budista en la cumbre del monte Hiei, y en una sola noche horrorosa ardieron la mayoría de sus tres mil templos y santuarios. Aunque habían transcurrido cuatro décadas y habían sido reconstruidos el edificio principal y varios templos secundarios, el recuerdo de aquella noche envolvía como una mortaja a la montaña. Ahora el establecimiento había sido despojado de sus poderes temporales y los sacerdotes volvían a dedicarse exclusivamente a sus deberes religiosos.
Situado en el pico más meridional, desde donde se abarcaban los demás templos y la misma ciudad de Kyoto, había un templo pequeño y retirado conocido como el Mudōji. No era frecuente que el silencio y la quietud que allí reinaban estuvieran interrumpidos por cualquier sonido menos apacible que el rumor de un arroyo o los trinos de los pájaros.
De las profundidades del templo salía una voz masculina que recitaba las palabras de Kannon, la diosa de la misericordia, tal como están reveladas en el sutra del Loto. La monótona letanía ascendía gradualmente hasta que, como si el recitador fuese de improviso consciente de sí mismo, descendía con brusquedad.
Por el pasillo, de suelo negro azabache, caminaba un acólito enfundado en una túnica blanca y que llevaba al nivel de los ojos una bandeja con la magra comida, sin carne, que acostumbraba a servirse en los establecimientos religiosos. Al entrar en la habitación de la que procedía la voz, el acólito dejó la bandeja en un rincón, se arrodilló cortésmente y dijo:
—Buenos días, señor.
El huésped, que estaba ligeramente inclinado hacia adelante, absorto en su tarea, no oyó el saludo del muchacho.
—Señor —dijo el acólito, alzando ligeramente la voz—, te he traído el almuerzo. Si lo deseas, lo dejaré aquí, en el rincón.
—Ah, gracias —replicó Musashi, enderezándose—. Eres muy amable. —Se volvió hacia él e inclinó la cabeza.
—¿Quieres comer ahora?
—Sí.
—Entonces te serviré el arroz.
Musashi aceptó el cuenco de arroz y empezó a comer. El acólito miró primero el bloque de madera al lado de Musashi y luego el pequeño cuchillo detrás de él. A su alrededor estaban esparcidas virutas y astillas de fragante madera blanca de sándalo.
—¿Qué estás tallando? —le preguntó.
—Será una imagen sagrada.
—¿El Buda Amida?
—No, la de Kannon. Por desgracia, no sé nada de escultura. Parece como si me cortara más las manos que la madera.
Como prueba, alzó un par de dedos con numerosos rasguños, pero el chico parecía más interesado en el vendaje que llevaba alrededor del antebrazo.
—¿Cómo están tus heridas?
—Gracias al buen tratamiento que he recibido aquí, ya están casi curadas. Por favor, dile al sacerdote que le estoy muy agradecido.
—Si estás tallando una imagen de Kannon, deberías visitar el edificio principal, donde hay una estatua de Kannon que hizo un escultor muy famoso. Si quieres, te acompañaré allí. No está lejos.
Encantado por el ofrecimiento, Musashi terminó de comer y los dos partieron hacia el edificio principal. Musashi no había salido al aire libre en los diez días transcurridos desde su llegada, cubierto de sangre y usando la espada como bastón. Apenas había empezado a caminar cuando descubrió que sus heridas no estaban tan bien curadas como creía. Le dolía la rodilla izquierda, y la brisa, aunque ligera y fresca, parecía ahondarle la herida del brazo. Pero era agradable estar fuera. Las flores desprendidas de los cerezos agitados suavemente danzaban en el aire como copos de nieve. El cielo empezaba a tener la tonalidad azul de principios del verano. Los músculos de Musashi se hincharon como capullos a punto de reventar.
—Estás estudiando las artes marciales, ¿no es cierto, señor?
—Así es.
—¿Por qué entonces te dedicas a tallar una imagen de Kannon?
Musashi no respondió de inmediato.
—En vez de tallar, ¿no sería mejor que emplearas el tiempo en practicar la esgrima?
La pregunta dolió a Musashi más que sus heridas. El acólito tenía más o menos la edad de Genjirō, y la misma estatura.
¿Cuántos hombres habían sido muertos o heridos en aquel aciago día? Sólo podía suponerlo. Ni siquiera recordaba claramente cómo se había librado de sus perseguidores y encontrado un lugar donde ocultarse. Las únicas dos cosas que permanecían con absoluta claridad en su mente, que le obsesionaban en sueños, eran el grito aterrado de Genjirō y la visión de su cuerpo mutilado.
Volvió a pensar, como lo había hecho varias veces en los últimos días, en la resolución que escribiera en su cuaderno de notas: no haría nada que más tarde pudiera lamentar. Si adoptaba el punto de vista de que sus actos eran inherentes al Camino de la Espada, una zarza extendida en el camino que había elegido, entonces debía asumir que su futuro sería desolado e inhumano.
En la apacible atmósfera del templo, su mente se había aclarado. Y una vez empezó a disiparse el recuerdo de la sangre derramada, se sintió presa de la aflicción por el muchacho al que había matado.
Su mente volvió a la pregunta que le había hecho el acólito.
—¿No es cierto que los grandes sacerdotes, como Kōbō Daishi y Genshin, hicieron muchas imágenes del Buda y los bodhisattvas? Tengo entendido que no pocas de las estatuas que hay aquí, en el monte Hiei, fueron talladas por sacerdotes ¿Qué opinas de eso?
El muchacho ladeó la cabeza y dijo, vacilante:
—No estoy seguro, pero los sacerdotes hacen, en efecto, estatuas y pinturas religiosas.
—Te diré por qué. Lo hacen porque al pintar o tallar una imagen del Buda se acercan más a él. Un espadachín puede purificar su espíritu de la misma manera. Todos los seres humanos contemplamos la misma luna, pero hay muchos caminos que podemos recorrer para alcanzar la cumbre de la montaña más cercana. A veces, cuando perdemos nuestro camino, decidimos probar con el de otro, pero el objetivo final es conseguir la plenitud en la vida.
Musashi hizo una pausa, como si tuviera más que decir, pero el acólito echó a correr y señaló una roca casi oculta bajo la hierba.
—Mira —le dijo—. Esta inscripción es de Jichin. Fue un sacerdote…, uno famoso.
Musashi leyó las palabras talladas en la piedra cubierta de musgo:
El agua de la Ley
pronto correrá somera.
Cuando llegue el fin
un frío y crudo viento soplará
en los yermos picos de Hiei.
Musashi se sintió impresionado por los poderes proféticos del autor. El viento había sido, en efecto, frío y crudo en el monte Hiei desde el asalto implacable de Nobunaga. Corrían rumores de que ciertos clérigos suspiraban por los días de antaño, cuando tenían un ejército poderoso, influencia política y privilegios especiales, cuando era un hecho que jamás elegían a un nuevo abad sin muchas intrigas y violentos conflictos internos. Aunque la montaña sagrada estaba dedicada a la salvación de los pecadores, en realidad dependía de las limosnas y donativos de los pecadores para su supervivencia. Musashi reflexionó que, en conjunto, no era un estado de cosas muy satisfactorio.
—Vamos —dijo el chiquillo con impaciencia.
Cuando reanudaron su camino, uno de los sacerdotes del Mudōji corrió tras ellos.
—¡Seinen! —llamó al muchacho—. ¿Adonde vais?
—Al edificio principal. Quiere ver la estatua de Kannon.
—¿No podrías llevarle en otra ocasión?
—Perdóname por traer al muchacho conmigo cuando probablemente tiene trabajo que hacer —dijo Musashi—. Puedes llevártelo. Ya iré al edificio principal en otro momento.
—No he venido a por él. Me gustaría que vinieras conmigo, si no te importa.
—¿Yo?
—Sí, lamento molestarte, pero…
—¿Ha venido alguien en mi busca? —preguntó Musashi, sin denotar la menor sorpresa.
—Pues sí. Le dije que no estabas, pero ellos replicaron que acababan de verte con Seinen. Insistieron en que viniera a buscarte.
Durante el camino de regreso al Mudōji, Musashi preguntó al sacerdote quiénes eran sus visitantes y se enteró de que procedían del Sannōin, otros de los templos subsidiarios.
Eran unos diez, vestidos con túnicas negras y con cintas marrones en la cabeza. Sus rostros airados podrían haber pertenecido a los temidos guerreros sacerdotes de antaño, una altiva raza de matones con prendas eclesiásticas a quienes les habían cortado las alas pero que, al parecer, habían reconstruido su nido. Los que no habían sabido aprovechar la lección que les dio Nobunaga andaban pavoneándose con grandes espadas al costado, mandando despóticamente a otros y llamándose a sí mismos eruditos de la ley budista, aunque en realidad eran unos rufianes intelectuales.
—Ahí está —dijo uno.
—¿Es él? —preguntó otro en tono despectivo.
Le miraron con una hostilidad sin disimulo.
Un fornido sacerdote señaló a los acompañantes de Musashi con su lanza y les dijo:
—Gracias. Ya no sois necesarios. ¡Volved adentro! —Entonces preguntó en tono muy áspero—: ¿Eres Miyamoto Musashi?
No había el menor asomo de cortesía en sus palabras. Musashi replicó fríamente, sin inclinar la cabeza.
Otro sacerdote salió de detrás del primero y declamó, como si estuviera leyendo un texto:
—Voy a transmitirte la decisión tomada por el tribunal del Enryakuji. Reza así: El monte Hiei es un recinto puro y sagrado que no debe ser usado como refugio por quienes abrigan enemistades y agravios. Tampoco puede ofrecerse como asilo a hombres infames que han intervenido en conflictos deshonrosos. El Mudōji ha recibido instrucciones para que seas expulsado cuanto antes de la montaña. Si desobedeces, serás castigado estrictamente de acuerdo con las leyes del monasterio.
—Haré lo que el monasterio me diga —replicó Musashi sin acritud—. Pero como ya ha quedado bastante atrás el mediodía y no he hecho ningún preparativo, quisiera pediros que me permitáis quedarme hasta mañana por la mañana. Además, desearía saber si esta decisión procede de las autoridades civiles o de los sacerdotes. El Mudōji informó de mi llegada y me dijeron que no había objeción alguna a mi estancia. No comprendo el motivo de un cambio tan súbito.
—Si de veras quieres saberlo, te lo diré —replicó el primer sacerdote—. Al principio nos alegramos de ofrecerte nuestra hospitalidad porque luchaste solo contra un gran número de hombres. Sin embargo, más tarde recibimos malos informes acerca de ti, los cuales nos obligaron a reconsiderar las cosas. Decidimos que no podíamos permitirnos seguir dándote refugio.
«¿Malos informes?», pensó Musashi, resentido. Debía haber esperado tal cosa. No hacía falta mucha imaginación para suponer que la escuela Yoshioka le vilipendiaría en todo Kyoto, pero comprendió que intentar defenderse sería inútil.
—Muy bien —dijo fríamente—. Me marcharé mañana por la mañana sin falta.
Cuando cruzó el portal del templo, los sacerdotes empezaron a insultarle.
—¡Mirad al perverso desgraciado!
—¡Es un monstruo!
—¿Monstruo? ¡Un mentecato, eso es lo que es!
Musashi se volvió y miró furibundo a los hombres.
—¿Qué habéis dicho? —les preguntó bruscamente.
—Ah, lo has oído, ¿verdad? —le preguntó uno de ellos en tono desafiante.
—Sí, y hay una cosa que me gustaría que sepáis. Obedezco los deseos del clero, pero no voy a tolerar los insultos de gente como vosotros. ¿Estáis buscando pelea?
—Como servidores de Buda, nosotros no peleamos —le replicó uno santurronamente—. He abierto la boca y las palabras han salido con naturalidad.
—Debe de ser la voz del cielo —dijo otro sacerdote.
Entonces rodearon a Musashi y le maldijeron, se mofaron de él, incluso le escupieron. Musashi no sabía hasta cuándo podría contenerse. A pesar del poder que habían perdido los guerreros sacerdotes, aquellos especímenes modernos no habían perdido ni un ápice de su arrogancia.
—¡Miradle! —dijo con desprecio uno de los sacerdotes—. Por lo que dijeron los aldeanos, creía que era un samurái con amor propio. ¡Ahora veo que es sólo un patán sin seso! No se enfada, ni siquiera sabe decir algo en su defensa.
Cuanto más tiempo permanecía Musashi en silencio, mayor era la malignidad de las lenguas sacerdotales. Finalmente, rojo de ira pese al dominio de sí mismo, replicó:
—¿Habéis dicho algo así como que la voz del cielo habla a través de un hombre?
—Sí, ¿y qué?
—¿Sugerís que el cielo ha hablado contra mí?
—Ya has oído nuestra decisión. ¿Todavía no comprendes?
—No.
—Suponía que no lo entenderías. Tienes tan poco sentido que mereces que se apiaden de ti. ¡Pero estoy seguro de que en la próxima vida sentarás la cabeza! —Como Musashi no decía nada, el sacerdote continuó—: Será mejor que tengas cuidado cuando dejes la montaña. No tienes una reputación como para estar orgulloso de ella.
—¿Qué importa lo que diga la gente?
—¡Escuchadle! Todavía cree que tiene razón.
—¡Lo que hice fue correcto! No hice nada vil ni cobarde en mi lucha con los Yoshioka.
—¡Estás diciendo tonterías!
—¿Hice algo de lo que debería estar avergonzado? ¡Nombra una sola cosa!
—¿Tienes el descaro de decir eso?
—Os lo advierto. ¡He pasado por alto otras cosas, pero no permitiré que nadie menosprecie mi espada!
—Muy bien, a ver si eres capaz de responder a una pregunta. Luchaste con denuedo contra fuerzas abrumadoras. Admiramos tu fuerza bruta, alabamos tu valor al resistir contra tantos hombres. Pero ¿por qué asesinaste a un muchacho de sólo trece años? ¿Cómo pudiste ser tan inhumano para matar a quien tan sólo era un niño?
Musashi palideció y, de repente, se sintió débil. El sacerdote siguió diciendo:
—Tras la pérdida de su brazo, Seijūrō se hizo sacerdote. A Denshichirō le mataste en buena lid. Genjirō era la única persona que quedaba para sucederlos, y al asesinarle pusiste fin a la Casa de Yoshioka. Aunque lo hicieras en nombre del camino del Samurái, fue cruel y vil. Ni siquiera mereces que se te considere un monstruo o un demonio. ¿Te crees humano? ¿Imaginas que deberían considerarte como un samurái? ¿Perteneces siquiera a esta gran tierra de las flores de cerezo?
—¡No! Y por ello los sacerdotes te expulsamos. Sean cuales fueren las circunstancias, matar a ese niño es imperdonable. Un verdadero samurái no cometería semejante crimen. Cuanto más fuerte es un samurái, tanto más gentil y considerado es hacia los débiles. Un samurái comprende y practica la compasión.
—¡Ahora vete de aquí, Miyamoto Musashi! ¡Vete lo antes posible! ¡El monte Hiei te rechaza!
Tras haber dado rienda suelta a su cólera, los sacerdotes se marcharon.
Aunque hubiera soportado en silencio la última andanada de insultos, no era porque no tuviese ninguna respuesta a sus acusaciones. «Digan lo que digan, hice bien —pensó—, hice lo único que podía hacer para proteger mis convicciones, que no son erróneas».
Creía sinceramente en la validez de sus principios y en la necesidad de defenderlos. Una vez los Yoshioka enviaron a Genjirō como su portaestandarte, no tuvo más alternativa que matarlo. El muchacho era su general. Mientras viviera, la escuela Yoshioka no se daría por derrotada. Musashi podría haber matado a diez, veinte o treinta, pero, a menos que Genjirō muriese, los supervivientes siempre podrían declararse vencedores. Matar primero al muchacho convirtió a Musashi en el vencedor, aunque más tarde él mismo hubiera muerto en el combate.
Según las leyes que regían a quienes manejaban la espada, ésa era una lógica intachable. Y para Musashi tales leyes eran absolutas.
Sin embargo, el recuerdo de Genjirō le turbaba profundamente y daba lugar a la duda, la aflicción y el dolor. La crueldad de su acto era repelente incluso para él mismo.
«¿Debería dejar la espada y vivir como un hombre ordinario?», se preguntó, y no por primera vez. En el claro cielo crepuscular, los blancos pétalos de las flores de cerezo caían al azar, como copos de nieve, dejando que los árboles parecieran tan vulnerables como él se sentía ahora, vulnerable a las dudas sobre si debía cambiar su estilo de vida. «Si dejara la espada, podría vivir con Otsū», se dijo, pero entonces recordó las vidas indolentes de los ciudadanos de Kyoto y el mundo habitado por Kōetsu y Shōyū. «Eso no es para mí», dijo con decisión.
Cruzó el portal y entró en su habitación. Se sentó al lado de la lámpara, cogió su obra a medio hacer y se puso a tallar rápidamente. Terminar la imagen de la diosa tenía una importancia vital para él. La pericia de la ejecución era lo de menos; quería desesperadamente dejar algo allí para consolar el espíritu del fallecido Genjirō.
Al notar que disminuía la luz de la lámpara, Musashi la despabiló. En la quietud absoluta del anochecer, era audible el sonido de las pequeñas virutas que caían sobre el tatami. Su concentración era absoluta, todo su ser estaba centrado en el punto del contacto con la madera. Una vez dedicado a una tarea, era natural para él que le absorbiera por completo hasta haberla terminado, indiferente al hastío o la fatiga.
Los tonos del sutra subían y bajaban.
Cada vez que despabilaba la lámpara, reanudaba su trabajo con un aire de entrega y reverencia, como los escultores antiguos, que, según se dice, se inclinaban tres veces ante el Buda antes de coger los cinceles para tallar una imagen. La estatua de Kannon que él estaba tallando sería como una plegaria por la felicidad de Genjirō en la próxima vida y, en cierto sentido, una humilde disculpa para su propia alma.
«Supongo que esto servirá», musitó finalmente. Cuando se erguía y examinaba la estatuilla, sonó la campana de la pagoda en el este, indicando la segunda guardia de la noche, que comenzaba a las diez. Pensó que se estaba haciendo tarde y salió para presentar sus respetos al sacerdote jefe y pedirle que custodiara la imagen. La talla era tosca, pero Musashi había puesto su alma en ella, vertiendo lágrimas de arrepentimiento mientras rogaba por el espíritu del muchacho muerto.
Apenas había salido de la habitación cuando entró Seinen para barrer el suelo. Luego tendió el jergón de Musashi y, con la escoba al hombro, regresó despacio a la cocina. Sin que Musashi lo supiera, mientras aún estaba tallando, una figura felina había entrado sigilosamente en el Mudōji, a través de unas puertas que nunca se cerraban, y subido a la terraza. Después de que Seinen se ausentara, la shoji que daba a la terraza se abrió sin el menor sonido y se cerró con el mismo silencio.
Musashi regresó con sus regalos de despedida, un sombrero de juncos y unas sandalias de paja. Dejándolas al lado de la almohada, apagó la lámpara y se acostó. Las puertas exteriores estaban abiertas y una brisa soplaba suavemente a través de los corredores. Había la suficiente luz lunar para dar al blanco papel de la shoji una tonalidad gris mate. Las sombras de los árboles oscilaban levemente, como olas en un mar en calma.
Musashi emitía tenues ronquidos y respiraba más despacio a medida que se sumía en el sueño. El borde de un pequeño biombo en el rincón se movió adelante sin hacer ruido, y una oscura figura avanzó sigilosamente a gatas. Los ronquidos cesaron, y la negra forma se apresuró a tenderse en el suelo. Entonces, cuando la respiración se estabilizaba, el intruso avanzó poco a poco, paciente, cautamente, coordinando sus movimientos con la respiración rítmica.
De súbito, la sombra se alzó como una nube de seda negra y se abatió sobre Musashi, gritando:
—¡Ahora te enseñaré!
Una espada corta se dirigió hacia el cuello de Musashi, pero el arma cayó a un lado mientras la negra forma volaba hacia atrás y aterrizaba con estrépito contra la shoji. El intruso emitió un sonoro quejido antes de caer, junto con la puerta deslizante, a la oscuridad exterior.
En el instante en que Musashi la lanzó, cruzó por su mente que la persona que tenía en sus manos era ligera como un gatito. Aunque ocultaba el rostro bajo una tela, él creyó tener un atisbo de cabello blanco. Sin detenerse a analizar esas impresiones, cogió su espada y salió corriendo a la terraza.
—¡Detente! —gritó—. ¡Puesto que te has tomado la molestia de venir hasta aquí, dame una oportunidad de saludarte como es debido!
Saltó al suelo y corrió velozmente hacia el sonido de los pasos en retirada. Pero no puso mucho empeño en la persecución. Al cabo de unos instantes, se detuvo y observó divertido a unos sacerdotes que desaparecían en la oscuridad.
Osugi, después del aterrizaje que le había descoyuntado los huesos, estaba tendida en el suelo, gimiendo de dolor.
—¡Vaya, abuela, si eres tú! —exclamó, sorprendido al ver que su atacante no era ni un hombre de Yoshioka ni uno de los sacerdotes airados. Rodeó a la anciana con un brazo y la ayudó a levantarse—. Ahora empiezo a comprender —le dijo—. Eres tú quien ha contado a los sacerdotes un montón de chismes sobre mí, ¿no es cierto? Y supongo que, como se lo decía una vieja dama valiente y honrada, se han creído hasta la última palabra.
—¡Ah, me duele la espalda! —Osugi ni confirmó ni negó su acusación. Se retorció un poco, pero le faltaba fuerza para oponer mucha resistencia. Le dijo con voz débil—: Musashi, ya que hemos llegado a esto, no sirve de nada preocuparse por lo que está bien y lo que está mal. La Casa de Hon'iden ha sido desafortunada en la guerra, así que córtame ahora mismo la cabeza.
Musashi pensó que probablemente esa actitud no era sólo dramática. Aquéllas parecían las palabras sinceras de una mujer que había llegado tan lejos como le era posible y quería terminar de una vez.
—¿Estás mal? —le preguntó, negándose a tomarla en serio—. ¿Dónde te duele? Puedes pasar aquí esta noche, así que no tienes por qué preocuparte.
Cogiéndola en brazos, la llevó adentro y la tendió en su camastro. Entonces se sentó a su lado y cuidó de ella durante toda la noche.
Cuando amaneció, Seinen trajo la caja de comida que Musashi le había pedido, junto con un mensaje del sacerdote jefe, el cual, tras pedirle disculpas por su rudeza, urgía a Musashi para que se pusiera en camino lo antes posible.
Musashi le envió a su vez un mensaje, diciendo que ahora tenía a su lado a una mujer enferma. El sacerdote, que no quería a Osugi en el templo, le hizo una sugerencia. Parecía ser que un mercader de la ciudad de Ótsu había llegado al templo con una vaca, dejándola al cuidado del sacerdote jefe mientras él iba a resolver unos asuntos. El sacerdote ofreció el animal a Musashi, diciéndole que la mujer podría bajar la montaña en su lomo. Una vez en Otsū, podían dejar la vaca en el muelle o en alguno de los almacenes vecinos.
Musashi aceptó agradecido el ofrecimiento.