El pino de ancha copa

El viento silbaba entre los bambúes. Aunque aún estaba demasiado oscuro para emprender el vuelo, las aves ya se habían despertado y cantaban.

—¡No me ataquéis! ¡Soy yo, Kojirō!

Había corrido más de una milla como un demonio y, cuando llegó al pino de ancha copa, le faltaba el aliento. Los rostros de los hombres que salieron de sus escondites estaban ateridos por la larga espera.

—¿Le has encontrado? —le preguntó Genzaemon con impaciencia.

—Le he encontrado, cierto —replicó Kojirō en un tono que hizo converger en él todas las miradas. Miró fríamente a su alrededor y dijo—: Le encontré y caminamos un trecho a lo largo del río Takano, pero entonces…

—¡Ha huido! —exclamó Miike Jūrōzaemon.

—¡No! —dijo rotundamente Kojirō—. A juzgar por su serenidad y lo que ha dicho, no creo que haya huido. Al principio así lo parecía, pero entonces comprendí que sólo intentaba librarse de mí. Probablemente ha ideado alguna estrategia que quería ocultarme. ¡Será mejor que no bajéis la guardia!

—¿Estrategia dices? ¿Qué clase de estrategia?

Se apiñaron en torno a él para no perderse una sola palabra.

—Sospecho que ha enrolado a varios ayudantes. Probablemente iba a reunirse con ellos para poder atacar todos a la vez.

—Humm —rezongó Genzaemon—. Eso parece probable. También significa que no tardarán mucho en llegar.

Jūrōzaemon se separó del grupo y ordenó a los hombres que volvieran a sus puestos.

—Si Musashi ataca cuando estamos diseminados así, podemos perder la primera escaramuza —les advirtió—. No sabemos cuántos hombres traerá consigo, pero no pueden ser muchos. Nos atendremos a nuestro plan original.

—Él tiene razón. No debemos bajar la guardia.

—Es fácil cometer un error cuando estás cansado de esperar. ¡Tened cuidado!

—¡A vuestros puestos!

Los hombres se dispersaron gradualmente. El mosquetero volvió a instalarse en las ramas más altas del pino.

Kojirō, al observar que Genjirō permanecía rígidamente en pie con la espalda apoyada en el tronco, le preguntó:

—¿Tienes sueño?

—¡No! —replicó resueltamente el muchacho.

Kojirō le dio unas palmadas en la cabeza.

—Con este frío se te han puesto los labios azules. Puesto que eres el representante de la Casa Yoshioka, tienes que ser valiente y fuerte. Ten un poco más de paciencia y verás algunas cosas interesantes. —Dicho esto, se alejó, no sin antes añadir—: Ahora tengo que encontrar un buen sitio para mí.

La luna había viajado con Musashi desde la hondonada entre las colinas de Shiga y Uryū, donde había dejado a Otsū. Ahora el astro se hundía detrás de la montaña, mientras que un gradual movimiento hacia arriba de las nubes que descansaban sobre las treinta y seis cumbres anunciaba que el mundo pronto iniciaría su actividad cotidiana.

Musashi apresuró el paso. Directamente bajo sus pies, vislumbró el tejado de un templo, y pensó que su destino ya no estaba lejos. Alzó la vista y reflexionó que dentro de muy poco su espíritu se uniría a las nubes en su vuelo hacia el cielo. Para el universo, la muerte de un solo hombre apenas tendría más importancia que la de una mariposa, pero en la esfera humana una sola muerte podía afectarlo todo, para bien o para mal. Ahora la única preocupación de Musashi era cómo morir con nobleza.

Llegó a sus oídos el agradable sonido del agua. Se arrodilló al pie de una alta roca, recogió con las manos agua del arroyo y la bebió con rapidez. Estaba tan fría que le escoció la lengua, y confió en que eso fuese una indicación de que su espíritu estaba sereno y el valor no le había abandonado.

Se tomó un momento de descanso y le pareció oír voces que le llamaban. ¿Otsū? ¿Jōtarō? Sabía que no podía tratarse de Otsū, pues no era una mujer que perdiese el dominio de sí misma y le persiguiera en semejante momento. Ella le conocía demasiado bien para hacer una cosa así. Sin embargo, Musashi no podía eludir la impresión de que le llamaban. Miró atrás varias veces, confiando en ver a alguien. La idea de que pudiera sufrir ilusiones era desconcertante.

Pero no podía perder más tiempo. Si llegaba tarde, no sólo habría roto su promesa sino que estaría en considerable desventaja. Suponía que el momento ideal para un guerrero solitario que quisiera atacar a un ejército de adversarios sería el breve intervalo después de que la luna se hubiera puesto pero antes de que el cielo estuviera totalmente iluminado.

Recordó el antiguo proverbio: «Es fácil aplastar a un enemigo que está fuera de uno mismo, pero imposible derrotar a un enemigo interior». Había jurado expulsar a Otsū de sus pensamientos, e incluso se lo había dicho así con franqueza cuando ella se aferraba a su manga. No obstante, parecía incapaz de eliminar de su mente la voz de la muchacha.

Soltó una maldición entre dientes, y se dijo: «Estoy actuando como una mujer. ¡Un hombre con una misión de hombre no tiene que pensar en frivolidades como el amor!».

Apretó el paso hasta que corrió tan rápido como podía. Entonces, de improviso, vio allá abajo una cinta blanca que se alzaba desde el pie de una montaña a través de los bambúes, árboles y campos. Era uno de los caminos que conducían al Ichijōji. Musashi se encontraba tan sólo a unas cuatrocientas varas del punto donde se juntaba con los otros dos caminos. A través de la bruma lechosa, distinguió las ramas del gran pino de ancha copa.

Se arrodilló, con el cuerpo en tensión. Incluso los árboles a su alrededor parecían transformados en enemigos potenciales. Con la agilidad de un lagarto, abandonó el sendero y avanzó hasta un punto situado directamente por encima del pino. Una ráfaga de aire frío sopló desde la cima de la montaña, empujando la niebla como una gran ola que envolvió los pinos y bambúes. Las ramas del pino de ancha copa temblaron, como para advertir al mundo del inminente desastre.

Musashi forzó la vista y pudo discernir las figuras de diez hombres que estaban en pie y totalmente inmóviles alrededor del pino, con las lanzas en posición de ataque. Percibía la presencia de otros en la montaña, aunque no pudiera verlos. Sabía que había entrado en la provincia de la muerte. Una sensación de respeto y temor hizo que se le pusiera la piel de gallina, incluso en los dorsos de las manos, pero su respiración era profunda y firme. Su cuerpo entero estaba preparado para la acción. Mientras avanzaba arrastrándose lentamente, los dedos de sus pies se aferraban al terreno con la fuerza y la seguridad de los dedos de las manos.

Cerca había un muro de piedra que podría haber sido en otro tiempo parte de una fortaleza. Obedeciendo a un impulso, Musashi avanzó entre las rocas hasta la elevación sobre la que se alzó en el pasado el edificio. Allí encontró un torii de piedra que daba directamente al pino de ancha copa. Detrás estaba el recinto sagrado, protegido por hileras de plantas de hoja perenne, entre las que podía ver el edificio de un santuario.

Aunque ignoraba cuál era la deidad a la que se rendía culto allí, corrió a través del bosquecillo hasta el portal del santuario y se arrodilló ante él. Con la muerte tan cercana, no podía evitar que su corazón temblara al pensar en la sagrada presencia. El interior del santuario estaba a oscuras, salvo por una lamparilla a la que balanceaba el viento y cuya llama parecía a punto de extinguirse pero que, como por milagro, volvía a arder con toda su brillantez. La placa encima de la puerta decía: «Santuario Hachidai».

A Musashi le consoló la idea de que tenía un poderoso aliado, que si se lanzaba al ataque el dios de la guerra iría tras él. Sabía que los dioses siempre se inclinaban por el bando al que asistía la razón. Recordó que el gran Nobunaga, cuando se dirigía a la batalla de Okehazama, se detuvo para presentar sus respetos en el santuario de Atsuta. El descubrimiento de aquel lugar sagrado parecía realmente oportuno.

Al otro lado del portal había una pila de piedra para que los fieles se lavaran antes de rezar. Después de enjuagarse la boca, Musashi volvió a llenársela de agua y roció con ella la empuñadura de la espada y los cordones de las sandalias. Tras purificarse así, se sujetó las mangas con una correa de cuero y se ató una cinta de algodón en la cabeza. Flexionando los músculos de las piernas mientras caminaba, subió los escalones del santuario y cogió la cuerda que colgaba del gong encima de la entrada. Siguiendo la costumbre ancestral, estaba a punto de tocar el gong y elevar una plegaria a la deidad.

Se contuvo y retiró rápidamente la mano. «¿Qué estoy haciendo?», se dijo, horrorizado. La cuerda, trenzada con hebras de algodón blancas y rojas, parecía invitarle a sujetarla y hacer sonar el gong para elevar su súplica. La miró fijamente. «¿Qué iba a pedir?» —se preguntó—. «¿Para qué necesito la ayuda de los dioses? ¿No estoy ya fundido con el universo? ¿No me he adiestrado para enfrentarme a la muerte con calma y confianza?».

Estaba consternado. Sin pensarlo, sin recordar sus años de adiestramiento y autodisciplina, había estado a punto de rogar por la ayuda sobrenatural. Era una actitud errónea, pues sabía en lo más hondo que el verdadero aliado de un samurái no eran los dioses sino la misma muerte. La noche anterior y aquella madrugada había tenido la seguridad de que aceptaba plenamente su destino. Y, no obstante, había estado muy cerca de olvidar todo lo aprendido y suplicar la ayuda de la deidad. Inclinó la cabeza, avergonzado, y permaneció allí inmóvil como una roca.

«¡Qué idiota soy! Creía haber alcanzado la pureza y la iluminación, pero dentro de mí hay todavía un anhelo de seguir viviendo, una ilusión que me hace pensar en Otsū o mi hermana, una falsa esperanza que me lleva a aferrarme a un clavo ardiendo, un ansia diabólica, que es la causa del olvido de mí mismo y me tienta a implorar la ayuda de los dioses.»

Estaba disgustado, exasperado con su cuerpo y su alma, por su incapacidad para dominar el Camino. Las lágrimas que había retenido en presencia de Otsū brotaron de sus ojos.

«Todo ha sido inconsciente. No tenía ninguna intención de rezar, ni siquiera había pensado en el objetivo de mi plegaria. Pero si hago las cosas inconscientemente, eso las empeora aún más.»

Atormentado por las dudas, se sentía estúpido e inadecuado. En primer lugar, ¿había tenido alguna vez la capacidad necesaria para llegar a ser un guerrero? De haber alcanzado el estado de serenidad al que aspiraba, no habría tenido ninguna necesidad, ni siquiera inconsciente, de plegarias o súplicas. En un momento demoledor, sólo unos minutos antes del combate, había descubierto en su corazón las verdaderas semillas de la derrota. ¡Ahora le resultaba imposible considerar su muerte inminente como la culminación de la vida de un samurái!

Un instante después experimentó una profunda gratitud. La presencia y magnanimidad de la deidad le envolvió. La batalla aún no había dado comienzo, la prueba real todavía estaba por llegar. Había sido advertido a tiempo. Al reconocer su error, lo había superado. La duda se desvaneció y comprendió que la deidad le había guiado hasta allí para impartirle aquella enseñanza.

Aunque creía sinceramente en los dioses, no consideraba que solicitar su ayuda formara parte del Camino del Samurái. El Camino era una verdad esencial que trascendía a los dioses y Budas. Retrocedió un paso, juntó las manos y, en vez de pedir protección, agradeció a los dioses que le hubieran ayudado a tiempo.

Tras hacer una rápida reverencia, se apresuró a salir del santuario y bajó por el estrecho y empinado sendero, la clase de sendero que una lluvia intensa convertiría en seguida en un arroyo impetuoso. Sus pies hacían saltar guijarros y terrones quebradizos que rompían el silencio. Cuando tuvo a la vista el pino de ancha copa, se apartó del sendero, agazapándose entre los arbustos. Ni una gota de rocío había caído aún de las hojas, y pronto tuvo las rodillas y el pecho empapados. El pino no estaba a más de cuarenta o cincuenta pasos por debajo de él. Veía al hombre con el mosquete encaramado en sus ramas.

La cólera se apoderó de él.

—¡Cobardes! —dijo, casi alzando la voz—. Todo esto contra un solo hombre.

En cierto modo sentía lástima de un enemigo obligado a tomar tales medidas. No obstante, había esperado algo así y, en la medida de lo posible, estaba preparado para ello. Puesto que supondrían sin duda alguna que Musashi no estaba solo, la prudencia les haría proveerse de un arma voladora e incluso de varias. Si también utilizaban arcos cortos, los arqueros probablemente estarían ocultos detrás de rocas o en un terreno más bajo.

Musashi tenía una sola gran ventaja: tanto el hombre que estaba en la copa del árbol como los que se encontraban debajo le daban la espalda. Agachándose tanto que la empuñadura de su espada se alzó por encima de su cabeza, avanzó casi arrastrándose. Entonces cubrió unos veinte pasos a toda carrera.

El mosquetero volvió la cabeza, le vio y gritó:

—¡Ahí está!

Musashi corrió otros diez pasos, sabiendo que el hombre tendría que invertir su posición para apuntar y disparar.

—¿Dónde? —preguntaron los hombres que estaban más cerca del árbol.

—¡Detrás de vosotros! —chilló su compañero.

El mosquetero había encañonado la cabeza de Musashi. Mientras la mecha desprendía una lluvia de chispas, el codo derecho de Musashi describió un arco en el aire. La piedra lanzada golpeó la mecha de lleno con una fuerza tremenda. El grito del mosquetero se mezcló con el ruido de las ramas rotas cuando se precipitó al suelo.

En un instante el nombre de Musashi estuvo en labios de todos. Ninguno de ellos se había tomado la molestia de pensar a fondo en la situación, de imaginar que su adversario podría idear la manera de atacar primero el cuerpo central de sus fuerzas. Su confusión fue absoluta. En su apresuramiento para reorientarse, los diez hombres chocaron entre ellos, sus armas se trabaron, tropezaron con sus lanzas y dieron una impresión de desorden total, mientras se gritaban unos a otros que no dejaran escapar a Musashi.

En el momento en que salían de la confusión y empezaban a formar un semicírculo, oyeron el desafío:

—Soy Miyamoto Musashi, el hijo de Shimmen Munisai de la provincia de Mimasaka. He venido para cumplir con el acuerdo al que llegamos anteayer en Yanagimachi.

—¿Estás ahí, Genjirō? Te ruego que no seas tan negligente como lo fueron Seijūrō y Denshichirō antes de ti. Comprendo que, debido a tu juventud, tienes varias docenas de hombres que te apoyan. Yo, Musashi, he venido solo. Tus hombres pueden atacarme individualmente o en grupo, como gusten. ¡Ahora luchad!

Aquello fue otra sorpresa total, pues ninguno había esperado que Musashi pronunciara un desafío formal. Incluso aquellos que habrían querido desesperadamente darle una réplica adecuada carecían de la compostura necesaria.

—¡Has venido tarde, Musashi! —gritó una voz ronca.

Muchos hombres se sintieron alentados por la declaración de Musashi de que estaba solo, pero Genzaemon y Jūrōzaemon, creyendo que era una artimaña, miraron a su alrededor en busca de ayudantes ocultos.

Se oyó un sonido vibrante y, casi al mismo tiempo, la espada de Musashi destelló en el aire. La flecha dirigida a su rostro se rompió, la mitad del asta cayó a espaldas de Musashi y la otra mitad cerca de la punta de su espada bajada, o más bien de donde acababa de estar la espada, pues su dueño ya estaba en movimiento. Con el cabello erizado como una melena de león, saltó hacia la forma oscura detrás del pino de ancha copa.

Genjirō se aferró al tronco, gritando:

—¡Socorro! ¡Tengo miedo!

Genzaemon saltó adelante, aullando como si el golpe le hubiera alcanzado, pero era demasiado tarde. La espada de Musashi cortó un trozo de corteza de dos pies de largo, que cayó al suelo junto a la cabeza cubierta de sangre de Genjirō.

Fue la acción de un demonio feroz. Musashi, haciendo caso omiso de los demás, había ido directamente a por el muchacho, y parecía como si se lo hubiera propuesto desde el principio.

El ataque fue de un salvajismo inenarrable. La muerte de Genjirō no redujo en lo más mínimo la capacidad de lucha de los Yoshioka. Lo que había sido excitación nerviosa se elevó al nivel de un frenesí letal.

—¡Bestia! —gritó Genzaemon, con el rostro lívido de aflicción y rabia.

Se lanzó contra Musashi, blandiendo una espada más pesada de lo conveniente para un hombre de su edad. Musashi echó atrás el talón derecho más o menos un pie, se ladeó y golpeó hacia arriba, rozando el codo y el rostro de Genzaemon con la punta de su espada. Era imposible saber quién gemía, pues en aquel momento un hombre que atacaba a Musashi por la espalda con una lanza cayó encima del anciano. Al cabo de un instante, un tercer espadachín que salía de la línea frontal recibió un tajo desde el hombro al ombligo. Inclinó la cabeza y los brazos quedaron inertes mientras las piernas hacían avanzar unos pocos pasos más el cuerpo sin vida.

Los demás hombres que estaban cerca del árbol gritaban a voz en cuello, pero sus llamadas de auxilio se perdían en el viento y entre los árboles. Sus camaradas estaban demasiado lejos para oírles y no podrían haber visto lo que sucedía aunque hubieran estado mirando hacia el pino en lugar de vigilar los caminos.

El pino de ancha copa tenía cientos de años. Había sido testigo de la retirada en derrota de las tropas de Taira desde Kyoto a Ōmi durante las guerras del siglo XII. Eran innumerables las ocasiones en que había visto a los sacerdotes-guerreros del monte Hiei descender sobre la capital para presionar a la corte imperial. Ya fuese como agradecimiento por la sangre fresca que se filtraba hasta sus raíces, ya por la angustia ante aquella carnicería, sus ramas se agitaban en la bruma y salpicaban con gotas de frío rocío a los hombres que estaban debajo. El viento originaba una mezcolanza de sonidos procedentes de las ramas, los bambúes oscilantes, la bruma y las altas hierbas.

Musashi se situó con la espalda contra el tronco del árbol, cuyo perímetro apenas podría ser abarcado por dos hombres con los brazos extendidos. El árbol constituía un escudo ideal que le protegía por la retaguardia, pero Musashi pareció considerar arriesgado permanecer allí mucho tiempo. Mientras su mirada se deslizaba por el borde superior de su espada y se posaba en sus adversarios, su cerebro evaluaba el terreno y buscaba una posición mejor.

—¡Id al pino de ancha copa! ¡Al pino! ¡La lucha es allí!

El grito surgió desde la elevación que Sasaki Kojirō había elegido para contemplar el espectáculo.

Entonces se oyó un ensordecedor estampido del mosquete, y por fin los samuráis de la Casa de Yoshioka comprendieron lo que estaba ocurriendo. Como un enjambre de abejas, abandonaron sus escondites y corrieron hacia el cruce de caminos.

Musashi se deslizó diestramente a un lado. La bala se alojó en el tronco, a unas pulgadas de su cabeza. Los siete hombres que estaban en guardia ante él avanzaron un par de pies para compensar el cambio de posición de su adversario.

De improviso, Musashi se lanzó hacia el hombre situado en el extremo izquierdo, sosteniendo la espada al nivel de los ojos. El hombre, Kobashi Kurando, uno de los Diez de Yoshioka, no había imaginado semejante movimiento y fue cogido totalmente por sorpresa. Con un grito sofocado de consternación, giró sobre un pie, pero no fue lo bastante rápido para esquivar un golpe en el costado. Musashi, con la espada todavía extendida, siguió corriendo hacia adelante.

—¡No le dejéis escapar!

Los otros seis se precipitaron tras él, pero una vez más el ataque les había desorganizado peligrosamente y habían perdido toda su coordinación. En un abrir y cerrar de ojos, Musashi giró sobre sus talones y atacó lateralmente al hombre más cercano, Miike Jūrōzaemon. Éste, que era un experto espadachín, había previsto el ataque y dejado cierto movimiento libre a sus piernas, por lo que pudo retroceder con rapidez. La punta de la espada de Musashi apenas le rozó el pecho.

Musashi utilizaba su arma de una manera distinta a la del espadachín ordinario de su época. Según las técnicas normales, si el primer golpe no entraba en contacto con el objetivo, la fuerza de la espada se perdía en el aire y era necesario echar la hoja atrás antes de golpear de nuevo. Este sistema era demasiado lento para Musashi, y cada vez que golpeaba lateralmente, había un golpe de retorno. Un tajo a la derecha iba seguido, esencialmente en el mismo movimiento, por un golpe de retorno a la izquierda. Su hoja creaba dos fajas de luz, con una pauta muy similar a las de dos agujas de pino unidas por un extremo.

El inesperado golpe de retorno alcanzó a Jūrōzaemon en el rostro y convirtió su cabeza en un gran tomate rojo.

Como no había estudiado bajo la dirección de un maestro, Musashi se encontraba de vez en cuando en desventaja, pero también había ocasiones en las que se aprovechaba de ello. Una de sus ventajas era que nunca se había visto constreñido en el molde de una escuela determinada. Desde el punto de vista ortodoxo, su estilo carecía de una forma discernible, sin reglas ni técnicas secretas. Creado por su propia imaginación y sus necesidades, sería difícil definirlo o categorizarlo. Hasta cierto grado, era posible desafiarle efectivamente utilizando estilos convencionales, si su contrario era muy hábil. Jūrōzaemon no había previsto la táctica de Musashi. Todo seguidor del estilo Yoshioka, como de cualquier otro de los estilos de Kyoto, probablemente habría sido sorprendido de manera similar.

Si, después del golpe fatal que había asestado a Jūrōzaemon, Musashi hubiera atacado al abigarrado grupo que seguía alrededor del árbol, sin duda habría matado a varios más en muy poco tiempo. Sin embargo, corrió hacia el cruce de caminos y, cuando creían que pretendía huir, se volvió de repente y atacó de nuevo. Cuando los hombres se habían reagrupado para defenderse, su enemigo había vuelto a desaparecer.

—¡Musashi!

—¡Cobarde!

—¡Lucha como un hombre!

—¡Todavía no hemos terminado contigo!

Las habituales imprecaciones llenaban el aire, mientras los ojos desencajados amenazaban con salirse de las órbitas. La vista y el olor de la sangre embriagaba a los hombres, tanto como si se hubieran bebido todo un almacén de sake. La visión de la sangre, que enfría el ardor de un valiente, ejerce el efecto contrario sobre los cobardes. Aquellos hombres eran como trasgos que emergieran de un lago de sangre.

Dejando los gritos a sus espaldas, Musashi llegó al cruce de caminos y avanzó sin vacilar por el más estrecho de los tres senderos de salida, el que conducía al Shugakuin. Por la dirección contraria venían precipitadamente los hombres que habían estado apostados a lo largo del sendero. Antes de que hubiera recorrido cuarenta pasos, Musashi vio al primer hombre de ese contingente. Según las leyes ordinarias de la física, pronto estaría atrapado entre aquellos hombres y los que le perseguían, pero cuando las dos fuerzas colisionaron, él ya no estaba allí.

—¡Musashi! ¿Dónde estás?

—Venía por aquí. ¡Le he visto!

—¡Tiene que haber venido!

—¡No está aquí!

La voz de Musashi se elevó por encima del confuso parloteo.

—¡Aquí estoy!

Saltó desde la sombra de una roca al centro del camino, detrás de los samuráis que regresaban, de modo que los tenía a todos ellos a un lado. Pasmados por aquel veloz cambio de posición, los hombres de Yoshioka cargaron contra él tan rápidamente como pudieron, pero en el estrecho camino no podían concentrar sus fuerzas. Considerando el espacio necesario para hacer girar una espada, habría sido peligroso incluso para sólo un par de ellos que hubieran tratado de avanzar de frente.

El hombre que estaba más cerca de Musashi se tambaleó hacia atrás, empujando al que estaba detrás de él contra el grupo que avanzaba. Durante un rato todos ellos se debatieron impotentes, las piernas torpemente entrelazadas. Pero las muchedumbres no ceden fácilmente. Aunque les asustaba la rapidez y ferocidad de Musashi, los hombres no tardaron en confiar en su fuerza colectiva. Con un rugido incitador, prosiguieron su avance, nuevamente convencidos de que un solo espadachín, por extraordinario que fuese, no podría enfrentarse a todos ellos.

Musashi luchó como un nadador sobre el que se abaten olas gigantescas. Golpeaba, retrocedía uno o dos pasos, prestando necesariamente más atención a la defensa que al ataque. Incluso se abstuvo de herir a dos hombres que tropezaron y eran fáciles presas a su alcance, por dos motivos: porque su pérdida sólo le reportaría un magro beneficio y porque, si fallaba, se vería expuesto a las lanzadas del enemigo. Era posible juzgar con precisión el radio de alcance de una espada, pero no el de una lanza.

Mientras proseguía su lenta retirada, sus atacantes seguían acosándole implacablemente. El rostro de Musashi había adquirido una tonalidad blanca azulada, y parecía inconcebible que estuviera respirando adecuadamente. Los hombres de Yoshioka confiaban en que acabara tropezando con un árbol o diera un traspié en alguna roca. Al mismo tiempo, ninguno de ellos deseaba acercarse más a un hombre que luchaba desesperadamente por su vida. Las lanzas y espadas que le acosaban siempre estaban, como más cerca, a dos o tres pulgadas de su blanco.

Los relinchos de un caballo de carga se sumaron al tumulto. Los habitantes del cercano villorrio ya se habían levantado. Era la hora en que los sacerdotes, que se levantaban muy temprano, pasaban por allí, en sus idas y venidas hacia y desde la cima del monte Hiei, produciendo un ruido peculiar con sus altas sandalias de madera y los hombros orgullosamente erguidos. A medida que la batalla proseguía, los leñadores y granjeros iban uniéndose a los sacerdotes en el camino para presenciar el espectáculo, y pronto los gritos excitados obtuvieron una respuesta de cada pollo y caballo de la aldea. Una multitud de espectadores se reunieron alrededor del santuario donde Musashi se había preparado para el combate. El viento había cesado y la bruma descendido de nuevo como un espeso velo blanco. Entonces volvió a levantarse y los espectadores tuvieron una visión clara de la lucha.

Durante los pocos minutos de combate el aspecto de Musashi había cambiado por completo. Tenía el cabello apelmazado y ensangrentado; la sangre mezclada con sudor había teñido de rosa la cinta de la cabeza. Parecía la encarnación del diablo, atacando desde el infierno. Respiraba con todo su cuerpo, y su pecho semejante a un escudo se agitaba como un volcán. Un desgarrón en su hakama mostraba una herida en la rodilla izquierda. Los blancos ligamentos visibles en el fondo de la abertura eran como las semillas en una granada partida. También tenía un corte en un brazo y, aunque no era grave, le había salpicado de sangre desde el pecho hasta la espada pequeña que llevaba sujeta en el obi. Todo su kimono parecía haber sido teñido de color carmesí. Los espectadores que le veían con claridad se tapaban los ojos, horrorizados.

Más espantosa todavía era la visión de los muertos y heridos que dejaba detrás de sí. Mientras proseguía su retirada táctica por el sendero, llegó a un espacio abierto donde sus perseguidores se lanzaron a un ataque en masa. En pocos segundos cuatro o cinco hombres fueron derribados y yacieron diseminados en una amplia zona, moribundo testimonio de la celeridad con que Musashi golpeaba y seguía adelante. Parecía estar en todas partes al mismo tiempo.

Pero a pesar de todos sus cambios y maniobras ágiles, Musashi se aferraba a una sola estrategia básica. Nunca atacaba a un grupo por delante o un lado, sino siempre oblicuamente en un ángulo expuesto. Cada vez que una batería de samuráis se le aproximaba de frente, él se las arreglaba de algún modo para desplazarse con la velocidad del rayo a un extremo de su formación, desde donde sólo podía enfrentarse a uno o dos hombres a la vez. De esta manera lograba mantenerlos esencialmente en la misma posición. Pero al final sería inevitable su agotamiento, como también parecía lógico que al final sus adversarios encontrarían una manera de frustrar su método de ataque. Para ello tendrían que dividirse en dos grandes grupos, uno delante y otro detrás de él. Entonces Musashi correría un peligro todavía mayor. Tenía que poner en juego todos sus recursos para evitar que sucediera tal cosa.

En un momento determinado, Musashi sacó su espada más pequeña y empezó a luchar con ambas manos. Mientras que la espada mayor en su mano derecha estaba embadurnada de sangre hasta la empuñadura y el puño que la sostenía, la espada pequeña en la mano izquierda estaba limpia. Y aunque arrancó un poco de carne la primera vez que la usó, siguió centelleando, ávida de sangre. El mismo Musashi ni siquiera era consciente de que la había retirado del obi, aun cuando la blandía con la misma destreza que la espada mayor.

Cuando no golpeaba, sostenía la espada izquierda de manera que apuntara directamente a los ojos de su contrario. La espada derecha, extendida al lado, formaba un ancho arco horizontal con el codo y el hombro, y estaba en gran parte fuera del ángulo de visión del enemigo. Si éste pasaba a la derecha de Musashi, él podía utilizar la espada derecha. Si el atacante se movía al otro lado, Musashi podía mover la espada pequeña en su mano izquierda y atraparlo entre las dos espadas. Lanzándose adelante, podía inmovilizar al hombre en un lugar con la espada pequeña y, antes de que tuviera tiempo de esquivar, atacarle con la espada mayor. En años posteriores este método llegaría a ser formalmente conocido como la «técnica de las dos espadas contra una gran fuerza», pero en aquel momento Musashi la empleaba por puro instinto.

Según todas las normas aceptadas, Musashi no era un gran técnico de la espada. Escuelas, estilos, teorías, tradiciones… nada de eso significaba nada para él. Su manera de luchar era absolutamente pragmática. Lo que sabía era tan sólo lo que había aprendido por experiencia. No llevaba la teoría a la práctica, sino que luchaba primero y teorizaba después.

A los hombres de Yoshioka, desde los Diez Espadachines abajo, les habían inculcado las teorías del estilo Kyōhachi. Algunos de ellos incluso habían llegado a crear variaciones estilísticas propias. A pesar de que eran unos luchadores muy entrenados y altamente disciplinados, no tenían manera de evaluar a un espadachín como Musashi, el cual había pasado una época viviendo como un asceta en las montañas, exponiéndose a los peligros presentados por la naturaleza con tanta frecuencia como a los presentados por el hombre. Para los hombres de Yoshioka era incomprensible que Musashi, con la respiración tan errática, el rostro ceniciento, los ojos empañados por el sudor y el cuerpo cubierto de sangre, fuese todavía capaz de blandir dos espadas y amenazar con poner fin instantáneo a cualquiera que se le acercara demasiado. Pero lo cierto era que seguía luchando como un dios de fuego y furia. Ellos mismos estaban extenuados, y sus intentos de inmovilizar a aquel espectro ensangrentado se estaban volviendo histéricos.

El tumulto aumentó de repente.

—¡Corre! —gritaron mil voces.

—¡Tú, el que luchas solo, echa a correr!

—¡Corre mientras puedas!

Los gritos procedían de las montañas, los árboles, las blancas nubes en el cielo. Los espectadores en todos los lados veían que las fuerzas de Yoshioka estaban cercando a Musashi. El peligro inminente les impulsaba a tratar de salvarle, aunque sólo fuese con sus voces.

Pero sus advertencias no causaron la menor impresión en Musashi, el cual no se habría enterado aunque la tierra se abriera o los cielos lanzaran rayos crepitantes. El alboroto fue en aumento, agitando los treinta y seis picos como un terremoto. Procedía simultáneamente de los espectadores y el grupo compacto de los samuráis de Yoshioka.

Finalmente Musashi echó a correr por la ladera de la montaña con la celeridad de un jabalí. De inmediato cinco o seis hombres corrieron pisándole los talones, tratando desesperadamente de asestarle un golpe definitivo.

Lanzando un tremendo aullido, Musashi giró de repente, se agachó e hizo girar la espada de costado al nivel de las espinillas, deteniendo en seco a sus perseguidores. Un hombre descargó su lanza desde arriba y vio que un poderoso contragolpe la arrojaba al aire. Los atacantes retrocedieron. Musashi golpeó con furia y lateralmente, primero con la espada izquierda, a continuación la derecha y, de nuevo, la izquierda. Moviéndose como una combinación de fuego y agua, obligó a sus enemigos a agacharse y retroceder tambaleándose y dando traspiés.

Entonces desapareció de nuevo. Había saltado desde el espacio abierto en el que se libró el terrible combate a un verde campo de cebada que se extendía debajo.

—¡Detente!

—¡Vuelve y lucha!

Dos de los hombres que le perseguían se lanzaron ciegamente en pos de él. Un instante después se oyeron dos gritos agónicos, dos lanzas volaron y cayeron verticales en medio del campo, a través de cuyo extremo Musashi rodaba como una gran bola de barro. Estaba ya a cien varas de distancia y se alejaba rápidamente.

—Ha ido hacia la aldea.

—Se dirige al camino principal.

Pero lo cierto era que, con celeridad y sin que pudieran verle, había reptado por el extremo del campo y ahora estaba escondido en los bosques de la ladera de la montaña. Desde allí observó a sus perseguidores, que se dividían para continuar la búsqueda en varias direcciones.

Era pleno día, una mañana soleada muy parecida a cualquier otra.