—Espérame, Matahachi. ¿Por qué tienes que andar tan de prisa?
Osugi, muy rezagada y sin aliento, había prescindido tanto de la paciencia como del orgullo. Matahachi, en voz lo bastante alta para que llegara hasta la anciana, gruñó:
—Tenía mucha prisa cuando abandonamos la posada, pero mírala ahora. Habla mejor que camina.
Hasta llegar al pie del monte Daimonji, habían recorrido el camino de Ichijōji, pero ahora, en la espesura de las montañas, se habían extraviado. Osugi no estaba dispuesta a ceder.
—Por tu manera de atacarme, se diría que tienes una inquina terrible a tu propia madre —dijo en tono áspero. Cuando terminó de enjugarse el sudor de su rostro arrugado, Matahachi había vuelto a ponerse en marcha—. ¿Quieres andar más despacio? —gritó—. Sentémonos aquí un momento.
—Si sigues deteniéndote cada diez pies para descansar, no habremos llegado allí antes del amanecer.
—El sol tardará aún bastante en salir. De ordinario no tendría ningún problema para recorrer un sendero de montaña como éste, pero estoy resfriada.
—Nunca admitirás que estás equivocada, ¿verdad? Antes, cuando desperté al posadero para que pudieras descansar, no te estuviste quieta ni un instante. No quisiste beber nada y empezaste a quejarte de que llegaríamos tarde. Yo no había tomado siquiera un par de sorbos antes de que me sacaras de allí casi a rastras. Ya sé que eres mi madre, pero no resulta nada fácil llevarse bien contigo.
—¡Ja! Todavía estás irritado porque no te dejé beber hasta volverte memo, ¿no es eso? ¿Por qué no puedes controlarte un poco? Hoy tenemos cosas importantes que hacer.
—No es como si fuésemos a desenvainar nuestras espadas y hacer el trabajo nosotros mismos. Lo único que necesitamos es un mechón del pelo de Musashi o alguna cosa cortada de su cuerpo, y eso no es tan difícil.
—¡Lo que tú digas! Es inútil que riñamos de esta manera. Vámonos.
Emprendieron el camino y Matahachi reanudó su malhumorado soliloquio.
—Todo esto es una estupidez. Llevamos un mechón de pelo al pueblo y lo presentamos como prueba de que hemos cumplido nuestra gran misión en la vida. Esos patanes nunca han salido de las montañas, así que se quedarán impresionados. ¡Ah, cuánto odio a ese pueblo!
No sólo Matahachi no había perdido su afición por el buen sake de Nada, las hermosas muchachas de Kyoto y varias cosas más, sino que aún creía que en la ciudad encontraría su oportunidad afortunada. ¿Quién iba a negar que una mañana podría despertarse con todo lo que siempre había deseado? Se juró en silencio que nunca volvería a aquel pueblo insignificante.
Osugi, que había vuelto a quedarse bastante rezagada, arrojó su dignidad a los vientos.
—Matahachi —dijo en tono zalamero—. Llévame en tu espalda, ¿quieres? Por favor, sólo durante un breve trecho.
Él frunció el ceño y no dijo nada, pero se agachó para que ella se encaramase. En el mismo momento en que la anciana se disponía a acomodarse en la espalda de su hijo, asaltó sus oídos el grito de terror que había sobresaltado a Otsū y Jōtarō. Se quedaron inmóviles, con una expresión inquisitiva y curiosa en sus rostros, y aguzaron el oído. Un instante después, Osugi emitió un grito de consternación, pues Matahachi echó a correr bruscamente hacia el borde del risco.
—¿Adonde vas?
—¡Debe de ser ahí abajo! —exclamó él, y desapareció por el borde del risco—. Quédate aquí. Iré a ver quién es.
Osugi se recuperó en seguida.
—¡Necio! —exclamó—. ¿Adonde vas?
—¿Estás sorda? ¿No has oído ese grito?
—¿Qué tiene eso que ver contigo? ¡Vuelve! ¡Vuelve aquí!
Matahachi le hizo caso omiso y corrió rápidamente, de una raíz de árbol a otra, hasta llegar al fondo de la hondonada.
—¡Idiota! ¡Mentecato! —gritó ella, pero era como si estuviese ladrando a la luna.
Matahachi volvió a gritarle que se quedase donde estaba, pero ya había bajado tanto que Osugi apenas le oyó. Empezando a lamentar su precipitación, se preguntó qué iba a hacer. Si el lugar de donde creía que había partido el grito era erróneo, estaba perdiendo tiempo y energía.
Aunque la luz de la luna no penetraba a través del follaje, sus ojos se acostumbraron gradualmente a la oscuridad. Llegó a uno de los muchos atajos que surcaban las montañas al este de Kyoto y conducían a Sakamoto y Ōtsu. Caminó a lo largo de un arroyo con minúsculas cascadas y rápidos, y encontró una cabaña, probablemente un refugio para los hombres que pescaban truchas a lanzadas. Era demasiado pequeña para que cupiera más de una persona y era evidente que estaba vacía, pero detrás de ella distinguió una figura acuclillada, de rostro y manos blanquísimos.
Pensó con satisfacción que se trataba de una mujer y se ocultó detrás de una roca grande.
Al cabo de un par de minutos, la mujer salió de detrás de la cabaña, fue a la orilla del arroyo y empezó a recoger agua con las manos ahuecadas para beber. Matahachi avanzó un paso. Como advertida por un instinto animal, la muchacha miró furtivamente a su alrededor y empezó a huir.
—¡Akemi!
—¡Ah, me has asustado! —dijo ella, pero en un tono de alivio. Tragó el agua retenida en su garganta y exhaló un hondo suspiro.
Tras examinarla de arriba abajo, Matahachi le preguntó:
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué estás haciendo aquí a esta hora de la noche vestida con ropas de viaje?
—¿Dónde está tu madre?
—Está ahí arriba —respondió él, señalando.
—Seguro que está furiosa.
—¿Por el dinero?
—Sí. Lo siento de veras, Matahachi. Debía marcharme a toda prisa y no tenía suficiente para pagar la cuenta y nada para seguir viajando. Sé que hice mal, pero me entró pánico. ¡Perdóname, por favor! ¡No me hagas volver! Te prometo que devolveré el dinero algún día.
Las lágrimas le arrasaron el rostro.
—¿A qué vienen tantas excusas? Ah, ya veo. ¡Crees que hemos venido aquí para cogerte!
—No te culpo. Aunque obedeciera a un impulso irreflexivo, lo cierto es que me escapé con el dinero. Si me cogen y tratan como a una ladrona, supongo que no podré quejarme.
—Mi madre lo vería de esa manera, pero yo no soy como ella. De todos modos, no era una cantidad considerable. Si la necesitabas de veras, te la habría dado con mucho gusto. No estoy enfadado. Me interesa mucho más saber por qué huiste y qué haces aquí arriba.
—Esta noche os oí por casualidad a ti y a tu madre.
—¿Ah, sí? ¿Cuando hablábamos de Musashi?
—Sí.
—¿Y de repente decidiste ir a Ichijōji? —Ella no le respondió—. ¡Ah, me olvidaba! —exclamó, recordando por qué había bajado al barranco—. ¿Has sido tú quien ha gritado hace unos momentos?
Ella asintió y dirigió rápidamente una mirada a la cuesta por encima de ellos. Tras comprobar que no había nada allí, le contó que había cruzado el arroyo y estaba trepando por un risco empinado cuando alzó la vista y vio un fantasma de aspecto increíblemente maligno, sentado en una roca alta y contemplando la luna. Tenía el cuerpo de un enano, pero la cara, de mujer, era de un color sobrenatural, más blanco que el blanco, con una boca que se alzaba por un lado hasta la oreja. Parecía como si se estuviera riendo grotescamente de ella, y le había dado tal susto que se desvaneció. Antes de que hubiera vuelto en sí, se había deslizado de nuevo al fondo del barranco.
Aunque el relato parecía absurdo, Akemi lo contó con toda seriedad. Matahachi intentó escucharla cortésmente, pero pronto le entró un acceso de risa.
—¡Ja, ja! ¡Te lo estás inventando todo! Probablemente has asustado al fantasma. Pero si solías merodear por los campos de batalla y ni siquiera esperabas a que los espíritus de los muertos se marcharan antes de que empezaras a despojar los cadáveres.
—Entonces sólo era una niña. No sabía lo suficiente para sentir miedo.
—No eras tan joven… Supongo que todavía estás enamorada de Musashi.
—No… Fue mi primer amor, pero…
—Entonces ¿por qué vas a Ichijōji?
—La verdad es que no lo sé ni yo misma. Sencillamente, supuse que si iba ahí podría verle.
—Estás perdiendo el tiempo —le dijo él rotundamente, y entonces añadió que Musashi no tenía una posibilidad en un millar de salir con vida del combate.
Después de lo que le había sucedido en manos de Seijūrō y Kojirō, pensar en Musashi ya no podía evocar imágenes de la dicha que en otro tiempo había imaginado compartir con él. Puesto que ni había muerto ni hallado una clase de vida que le atrajera, se sentía como un alma en el limbo, un ganso separado de la bandada y perdido.
Mientras contemplaba el perfil de la muchacha, a Matahachi le sorprendió la similitud de sus situaciones respectivas. A ambos les habían cortado las amarras e iban a la deriva. Algo en el rostro empolvado de Akemi sugería que iba en busca de un compañero.
Él la rodeó con un brazo, le rozó la mejilla con la suya y le dijo:
—Marchémonos a Edo, Akemi.
—¿A…, a Edo? Debes de estar bromeando —dijo ella, pero la idea la hizo salir de su estado hipnótico.
Él la cogió con fuerza de los hombros.
—No tiene que ser necesariamente Edo, pero todo el mundo dice que es la ciudad del futuro. Osaka y Kyoto ya son viejas, y tal vez por eso el shōgun está levantando una nueva capital en el este. Si vamos allí ahora, habrá todavía una gran cantidad de buenos empleos, incluso para un par de gansos extraviados como tú y yo. Vamos, Akemi, dime que vendrás.
Alentado por el creciente interés que veía en su semblante, siguió hablando con más vehemencia.
—Podríamos divertirnos, Akemi. Podríamos hacer lo que queramos. ¿Para qué vivir si no puedes hacerlo? Somos jóvenes, y debemos aprender a ser audaces e inteligentes. Ninguno de los dos llegará a ninguna parte actuando como un débil. Cuanto más trates de ser buena, honrada y concienzuda, tanto más la realidad te dará con un canto en los dientes y se reirá de ti. Llorarás hasta quedarte sin lágrimas, y ¿adonde te conducirá eso? Así han sido siempre las cosas para ti, ¿no es cierto? No has hecho más que dejarte devorar por tu madre y unos cuantos hombres brutales. De ahora en adelante, tienes que ser tú la que devore, en vez de ser la engullida.
La muchacha empezaba a dejarse convencer. La casa de té de su madre había sido una jaula de la que ambos habían huido. Desde entonces el mundo no le había mostrado más que crueldad. Percibía que Matahachi era más fuerte y estaba mejor dotado que ella para enfrentarse a la vida. Al fin y al cabo, era un hombre.
—¿Vendrás? —le preguntó él.
Aunque sabía que era como si la casa hubiera ardido y ella tratara de reconstruirla con las cenizas, necesitó un esfuerzo para sacudirse de encima su fantasía, la ensoñación arrobadora en la que Musashi era suyo y solamente suyo. Pero finalmente asintió sin hablar.
—Entonces decidido. ¡Vámonos ahora mismo!
—¿Y tu madre?
—Ah, ella. —Matahachi sorbió aire por la nariz y miró a lo alto del risco—. Si consigue hacerse con algo para demostrar que Musashi está muerto, volverá al pueblo. Sin duda se pondrá furiosa como un avispón cuando descubra que me he ido. Es como si la oyera, diciéndole a todo el mundo que la dejé abandonada en la montaña para que se muriese, como solían desembarazarse de las ancianas en ciertas partes del país. Pero si tengo éxito, eso lo compensará todo. En cualquier caso, hemos tomado una decisión. ¡Vámonos!
Echó a andar, pero ella siguió quieta.
—¡Por ahí no, Matahachi!
—¿Por qué?
—Tendremos que pasar otra vez por delante de esa roca.
—¡Ja, ja! ¿Y ver al enano con cara de mujer? ¡Olvídalo! Ahora estoy contigo. Ah, escucha…, ¿no es ésa la llamada de mi madre? Apresurémonos, antes de que venga en mi busca. Es mucho peor que un pequeño fantasma con una cara que asusta.