Un encuentro a la luz de la luna

Era la medianoche pasada cuando Musashi llegó a la pequeña posada al norte de Kitano, donde encontrara por primera vez a Jōtarō. El asombrado posadero le dio una cordial bienvenida y se apresuró a prepararle un lugar donde dormir.

Musashi salió por la mañana temprano y regresó a última hora de la tarde, con un saco de boniatos de Kurama, que regaló al anciano. También le mostró un rollo de tela de algodón blanqueada de Nara, que había comprado en una tienda cercana, y le preguntó si podría hacerle con el paño una camiseta, un envoltorio para llevarlo en el abdomen y un taparrabos.

El posadero aceptó amablemente el encargo y llevó el paño a una costurera del barrio. Al regresar, hizo un alto en el camino para comprar sake, luego preparó un cocido con los boniatos y, mientras comían y bebían, habló con Musashi hasta la medianoche, cuando la costurera llegó con las prendas. Musashi las dobló pulcramente y, antes de retirarse a descansar, las dejó al lado de su almohada.

Mucho antes de que amaneciera, un chapoteo despertó al anciano. Echó un vistazo al exterior y vio que Musashi se había bañado con fría agua del pozo y estaba en pie a la luz de la luna, vestido con su nueva ropa interior, sobre la que se estaba poniendo su viejo kimono.

Musashi le dijo que estaba un poco cansado de Kyoto y había decidido marcharse a Edo, y le prometió que cuando regresara a Kyoto, al cabo de tres o cuatro años, se alojaría en la posada.

Después de que el posadero le atara el obi en la espalda, Musashi partió a vivo paso. Tomó el estrecho sendero a través de los campos hasta la carretera de Kitano, avanzando con cuidado entre los montones de estiércol de buey. El anciano le contempló entristecido hasta que desapareció en la oscuridad.

La mente de Musashi estaba tan clara como el cielo por encima de él. Había repuesto fuerzas y su cuerpo parecía más vigoroso a cada paso que daba.

—No hay ningún motivo para que camine con tanta rapidez —dijo en voz alta, al tiempo que aflojaba el paso—. Supongo que ésta será mi última noche en el mundo de los vivos.

Esto último no era ni una exclamación ni un lamento, sino una mera afirmación que afloró espontáneamente a sus labios. Aún no tenía la sensación de estar mirando cara a cara a la muerte.

Se había pasado el día anterior meditando bajo un pino en el templo interior de Kurama, confiando en alcanzar ese estado de beatitud en el que el cuerpo y el espíritu ya no importan. Su esfuerzo por librarse de la idea de la muerte fue inútil, y ahora estaba avergonzado por haber perdido el tiempo.

El aire nocturno era vigorizante. El sake, tomado en la cantidad justa, un sueño corto pero profundo, la refrescante agua del pozo, las prendas de vestir nuevas, todo ello contribuía a que no se sintiera como un hombre que está a punto de morir. Recordó aquella noche en pleno invierno, cuando se obligó a subir hasta la cima de la montaña Águila. También entonces las estrellas eran deslumbrantes y los árboles estaban festoneados de carámbanos, los cuales ahora habrían cedido el paso a los capullos de las flores.

Tenía la mente llena de pensamientos dispersos y le resultaba imposible concentrarse en el problema vital al que ahora se enfrentaba. Se preguntó de qué le serviría ahora plantearse preguntas a las que varias generaciones de pensadores no habían sido capaces de encontrar respuestas: el significado de la muerte, la angustia de morir, la vida postrera.

El distrito en que se encontraba estaba habitado por nobles y sus servidumbres. Oyó el sonido melancólico de un caramillo, acompañado por los lentos acordes de una armónica de cañas. Imaginó a los deudos sentados en torno a un ataúd, esperando el alba. ¿Había llegado a sus oídos la melodía fúnebre antes de que tuviera conciencia de ella? Tal vez había despertado un recuerdo subconsciente de las vírgenes danzarinas de Ise y su experiencia en la montaña Águila. Las dudas roían su mente.

Mientras se detenía un momento para pensar en ello, observó que había rebasado el Shōkokuji y ahora estaba sólo a unos centenares de varas del plateado río Kamo. A la luz reflejada en una pared de tierra, distinguió una figura quieta y oscura. El hombre se encaminó hacia él, seguido por una sombra más pequeña, la de un perro sujeto con una correa. La presencia del animal tranquilizó a Musashi, pues su dueño no podía ser uno de sus enemigos, y pasó por su lado.

El otro hombre dio unos pocos pasos, se volvió y le dijo:

—¿Me permitís que os moleste un momento, señor?

—¿Es a mí?

—Sí, si no os importa. —Su gorro y el hakama eran como los que llevaban los artesanos.

—¿Qué deseáis? —inquirió Musashi.

—Perdonadme una pregunta peculiar, pero ¿no habéis reparado en una casa con todas las luces encendidas en esta calle?

—No he prestado mucha atención, pero no, no creo haberla visto.

—Supongo que he vuelto a equivocarme de calle.

—¿Qué estáis buscando?

—Una casa donde acaba de producirse una muerte.

—No he visto la casa, pero he oído la música de una armónica y un caramillo unas cien varas atrás.

—Ése debe de ser el lugar. Probablemente el sacerdote shintoísta llegó antes que yo y dio comienzo al funeral.

—¿Vais a asistir a ese funeral?

—No exactamente. Soy un constructor de ataúdes, de la colina Toribe. Me pidieron que fuera a la casa de Matsuo, así que fui a la colina Yoshida, pero ya no viven ahí.

—¿La familia Matsuo de la colina Yoshida?

—Sí, no sabía que se hubieran mudado. He recorrido un largo camino por nada. Os doy las gracias.

—Esperad —le dijo Musashi—. ¿Se trata de Matsuo Kaname, quien estuvo al servicio del señor Konoe?

—El mismo. Cayó enfermo sólo diez días antes de morir.

Musashi se volvió y siguió su camino. El constructor de ataúdes se alejó presuroso en la dirección opuesta.

«De modo que mi tío ha muerto», pensó Musashi sin emoción. Recordó cómo había economizado su tío para acumular una pequeña suma de dinero. Pensó en los pastelillos de arroz que le dio su tía y que él devoró en la orilla del río helado la mañana de Año Nuevo. Se preguntó ociosamente cómo se las arreglaría su tía ahora que se había quedado sola.

Desde la orilla del curso superior del Kamo contempló el oscuro panorama de las treinta y seis colinas de Higashiyama, cada una de las cuales parecía devolverle la mirada con hostilidad. Entonces corrió hacia un puente de pontones. Desde el norte de la ciudad era necesario cruzar allí para llegar al camino del monte Hiei y el paso que conducía a la provincia de Ōmi.

Estaba en la mitad del puente cuando oyó una voz, alta pero ininteligible. Se detuvo y escuchó. La rápida corriente gorgoteaba alegremente, y un frío viento barría el valle. Musashi no pudo localizar el lugar de donde había partido la voz, y al cabo de algunos pasos más volvió a oírla y se detuvo. Seguía sin saber su procedencia, por lo que se apresuró a alcanzar la otra orilla. Al salir del puente, descubrió a un hombre con los brazos alzados que corría hacia él desde el norte. Su figura le pareció familiar.

Y lo era, en efecto, pues se trataba de Sasaki Kojirō, el ubicuo mediador.

Al aproximarse, saludó a Musashi de una manera demasiado amistosa. Echó un vistazo al otro lado del puente y le preguntó:

—¿Estás solo?

—Sí, por supuesto.

—Espero que me perdones por lo de la otra noche —dijo Kojirō—. Te agradezco que tolerases mi intervención.

—Creo que soy yo quien debe darte las gracias —replicó Musashi con igual cortesía.

—¿Vas camino del encuentro?

—Sí.

—¿Completamente solo? —volvió a preguntarle Kojirō.

—Sí, claro.

—Humm. Mira, Musashi, me pregunto si has interpretado mal el letrero que pusimos en Yanagimachi.

—No lo creo.

—¿Eres plenamente consciente de las condiciones? Esto no va a ser un combate entre dos hombres, como en los casos de Seijūrō y Denshichirō.

—Lo sé.

—Aunque el combate se librará en nombre de Genjirō, le ayudarán los miembros de la escuela Yoshioka. ¿Comprendes que pueden ser diez o cien o incluso mil hombres?

—Sí, ¿por qué lo preguntas?

—Algunos de los hombres más débiles han huido de la escuela, pero los más fuertes y valientes han ido todos al pino de ancha copa. En estos momentos están apostados en la ladera de la colina, esperándote.

—¿Has ido a echar un vistazo?

—Sí, y decidí que sería mejor que viniera a advertirte. Como sabía que ibas a cruzar el puente de pontones, te esperé ahí. Considero que es mi deber, puesto que yo escribí el aviso.

—Muy considerado por tu parte.

—Bien, ésa es la situación. ¿De veras pretendes ir solo o tienes seguidores que van por otra ruta?

—Tendré un solo compañero.

—¿Ah, sí? ¿Dónde está ahora?

—¡Aquí mismo! —Musashi señaló su sombra y se echó a reír. Sus dientes brillaron a la luz de la luna.

Kojirō se dio por ofendido.

—Esto no es cosa de risa.

—No lo he dicho como una broma.

—¿Ah, no? Parecía como si te burlaras de mi consejo.

Musashi adoptó una actitud todavía más seria que la de Kojirō y replicó:

—¿Crees que el gran santo Shinran bromeaba cuando dijo que todo creyente tiene la fuerza de dos, porque Buda Amida camina a su lado?

Kojirō no le respondió.

—Todo parece indicar que los Yoshioka me aventajan. Ellos son numerosos y yo estoy solo. Sin duda supones que me derrotarán, pero te ruego que no te preocupes por mí. Si supusiera que disponen de diez hombres y llevara diez hombres conmigo, ¿qué ocurriría? Ellos serían veinte en vez de diez. Y si llevara veinte, aumentarían su número hasta treinta o cuarenta, y el combate crearía aún más desorden público. Muchos morirían o caerían heridos. El resultado sería una grave infracción contra los principios del gobierno, sin ningún avance compensatorio para la causa de la esgrima. En otras palabras, si yo pidiera ayuda habría mucho que perder y poco que ganar.

—Por cierto que eso sea, no está acorde con el arte de la guerra emprender un combate sabiendo que vas a perder.

—Hay ocasiones en que es necesario.

—¡No! No lo es según el arte de la guerra. Llevar a cabo una acción temeraria es un asunto totalmente distinto.

—Tanto si mi método es acorde con el arte de la guerra como si no, sé lo que es necesario para mí.

—Estás infringiendo todas las reglas.

Musashi se rio.

—Si insistes en ir contra las reglas —argumentó Kojirō—, ¿por qué no eliges por lo menos una línea de acción que te dé una oportunidad de seguir viviendo?

—Para mí, el camino que estoy siguiendo es el camino hacia una vida más plena.

—¡Tendrás suerte si no te lleva directamente al infierno!

—Pudiera ser que este río fuese el río de tres brazos que corre por el infierno; este camino podría ser el camino de la perdición, que tiene una milla de largo; la colina por la que pronto subiré, podría ser la montaña de agujas donde empalan a los condenados. Sin embargo, éste es el único camino hacia la verdadera vida.

—Tal como hablas, es posible que ya estés poseído por el dios de la muerte.

—Piensa como gustes. Hay personas que mueren permaneciendo vivas y otras que alcanzan la vida al morir.

—¡Pobre diablo! —dijo Kojirō, mofándose a medias.

—Dime, Kojirō, si sigo este camino, ¿adonde me llevará?

—A la aldea de Hananoki y luego al pino de ancha copa de Ichijōji, donde has decidido morir.

—¿A qué distancia está?

—Sólo a unas dos millas. Dispones de mucho tiempo.

—Gracias, luego nos veremos —dijo Musashi jovialmente, mientras se volvía y echaba a andar por un sendero lateral.

—¡Ése no es el camino!

Musashi asintió.

—Te digo que sigues un camino equivocado.

—Lo sé.

Musashi bajó la cuesta. Más allá de los árboles a cada lado del camino se extendían las terrazas de arrozales, y a lo lejos se alzaban algunas granjas con tejado de paja. Kojirō vio que Musashi se detenía, miraba la luna y permanecía inmóvil un momento. Se echó a reír al comprender que Musashi estaba orinando. También él contempló la luna y pensó que antes de que se hubiera puesto, numerosos hombres estarían muertos o moribundos.

Musashi no regresaba. Kojirō se sentó en la raíz de un árbol y pensó en la lucha inminente con un sentimiento próximo al júbilo. «A juzgar por la serenidad de Musashi, ya está resignado a morir. De todos modos, opondrá una resistencia terrible. Cuantos más derribe, tanto más divertido será contemplarlo. Ah, pero los Yoshioka tienen armas voladoras. Si le alcanza una de ellas, el espectáculo finalizará en el acto, y eso lo echaría todo a perder. Creo que será mejor que le advierta».

Ahora había una ligera niebla y el aire tenía la frialdad que precede al amanecer. Kojirō se puso en pie y dijo:

—¿Qué te retiene tanto tiempo, Musashi?

La sensación de que había algo fuera de lugar le hizo sentirse inquieto. Bajó rápidamente la cuesta y llamó de nuevo. El único sonido era el que producía una noria al girar.

—¡Ese estúpido bastardo!

Regresó corriendo al camino principal y miró en todas las direcciones, pero sólo vio los tejados del templo, los bosques de Shirakawa en las laderas de Higashiyama y la luna. Llegó a la conclusión de que Musashi había huido y se recriminó por no haber comprendido las intenciones del rōnin detrás de su serenidad. Entonces se dirigió a toda prisa al Ichijōji.

Con una sonrisa en los labios, Musashi salió de detrás de un árbol y permaneció en el lugar donde Kojirō había estado. Se alegraba de haberse desembarazado de él. Le desagradaba un hombre que se complacía en ver morir al prójimo, que observaba impasible mientras otros arriesgaban sus vidas por causas que eran importantes para ellos. Kojirō no era un espectador inocente, motivado tan sólo por el deseo de aprender, sino un entrometido engañoso e intrigante, siempre dispuesto a congraciarse con ambos bandos, siempre presentándose como el tipo espléndido que quiere ayudar a todo el mundo.

Tal vez Kojirō había creído que si informaba a Musashi de lo fuerte que era el enemigo, aquél le pediría de rodillas que le ayudase. Y era concebible que, si el primer objetivo de Musashi hubiera sido el de preservar su vida, habría aceptado de buen grado la ayuda. Pero, incluso antes de encontrarse con Kojirō, había recibido suficiente información para saber que podría tener que enfrentarse a un centenar de hombres.

No es que hubiera olvidado la lección que le enseñó Takuan: el hombre realmente valiente es el que ama la vida y la estima como un tesoro que, una vez perdido, jamás puede ser recuperado. Sabía muy bien que vivir significaba algo más que limitarse a sobrevivir. El problema consistía en impregnar su vida de significado, en asegurar que su vida lanzara un brillante rayo de luz en el futuro, aun cuando resultara necesario entregar esa vida por una causa. Si lograba hacerlo, la duración de su vida, tanto si eran veinte años como setenta, sería lo de menos. Una vida humana no era más que un intervalo insignificante en el flujo interminable del tiempo.

Según la manera de pensar de Musashi, había una clase de vida para la gente ordinaria y otra para el guerrero. Era vitalmente importante para él vivir y morir como un samurái. No podía desandar el camino que había elegido. Aunque le descuartizaran, el enemigo no podría borrar el hecho de que había reaccionado sin temor y honestamente al desafío.

Dedicó su atención a las rutas disponibles. La más corta, así como más ancha y de recorrido más fácil, era el camino que había tomado Kojirō. Otra, no tan directa, era un camino que discurría a lo largo del río Takano, afluente del Kamo, hasta la carretera de Ōhara y desde allí, por la villa imperial de Shugakuin, iba a Ichijōji. La tercera ruta se extendía en un breve tramo hacia el este, seguía por el norte hasta las laderas de Uryū y, finalmente, enlazaba con la aldea por medio de un sendero.

Los tres caminos se encontraban en el pino de copa ancha. La diferencia de las distancias era insignificante, pero, desde el punto de vista de una pequeña fuerza que atacara a otra mucho mayor, el acceso era de primordial importancia. La misma elección podía decidir la victoria o la derrota.

En vez de considerar a fondo el problema, tras una breve pausa Musashi echó a correr en una dirección casi opuesta a la del Ichijōji. Primero cruzó el pie de la colina Kagura hasta un punto situado detrás de la tumba del emperador Go-Ichijō. Luego atravesó un espeso bosque de bambúes y llegó a un arroyo de montaña que fluía a través de una aldea en el noroeste. Por encima de él se alzaba la estribación septentrional del monte Daimonji, y empezó a subir la ladera en silencio.

A través de los árboles a su derecha veía el muro de un jardín que probablemente pertenecía al Ginkakuji. Casi directamente bajo sus pies, el estanque del jardín brillaba como un espejo. Ascendió más, el estanque se desvaneció entre los árboles y apareció ante su vista el ondeante río Kamo. Sintió como si tuviera toda la ciudad en la palma de su mano.

Se detuvo un momento para comprobar su posición. Avanzando en sentido horizontal por las laderas de cuatro colinas, podría llegar a un punto por encima y detrás del pino de ancha copa, desde donde la posición del enemigo se extendería ante él a vista de pájaro. Al igual que Oda Nobunaga, en la batalla de Okehazama, había desdeñado las rutas habituales en favor de un desvío difícil.

—¿Quién está ahí?

Musashi se quedó inmóvil y esperó. Unas pisadas se aproximaron cautamente. Al ver a un hombre vestido como un samurái al servicio de un noble cortesano, Musashi llegó a la conclusión de que no pertenecía a las fuerzas de Yoshioka.

La nariz del hombre estaba tiznada a causa del humo de su antorcha, y su kimono mojado y manchado de barro. Al ver a Musashi ahogó un grito de sorpresa.

Musashi le miró con suspicacia.

—¿No eres Miyamoto Musashi? —le preguntó el hombre, haciendo una reverencia, con una expresión de temor en el rostro.

La luz de la antorcha abrillantaba los ojos de Musashi.

—¿Eres Miyamoto Musashi?

El aterrado samurái parecía balancearse ligeramente sobre sus pies. La fiereza que veía en los ojos de Musashi no era algo que se encontrara a menudo en los seres humanos.

—¿Y tú quién eres? —le preguntó secamente Musashi.

—Pues yo…, yo…

—Deja de tartamudear. ¿Quién eres?

—Yo… pertenezco a la casa del señor Karasumaru Mitsuhiro.

—Soy Miyamoto Musashi, en efecto, pero dime, ¿qué hace aquí y en plena noche un servidor del señor Karasumaru?

—¡Entonces eres Musashi! —exclamó el hombre, y exhaló un suspiro de alivio.

Al cabo de un instante, echó a correr cuesta abajo, la antorcha trazando una estela luminosa a su espalda. Musashi se volvió y prosiguió su camino a través de la ladera.

Cuando el samurái llegó a las proximidades del Ginkakuji, se puso a gritar:

—¡Kura! ¿Dónde estás?

—Estamos aquí. ¿Dónde estás tú? —No era la voz de Kura, otro servidor de Karasumaru, sino la de Jōtarō.

—¿Eres tú, Jōtarō?

—¡Sí!

—¡Sube aquí en seguida!

—Imposible. Otsū no puede dar un solo paso más.

El samurái soltó un juramento entre dientes y alzó todavía más la voz:

—¡Venid en seguida! ¡He encontrado a Musashi! ¡Si no os dais prisa, le perderemos!

Jōtarō y Otsū se encontraban a unos doscientos metros sendero abajo. Transcurrió algún tiempo antes de que sus dos largas sombras, que parecían enlazadas, llegaran renqueantes al lado del samurái. Éste agitó su antorcha para apresurarles y unos instantes después él mismo oyó la respiración trabajosa de Otsū, cuyo rostro estaba más pálido que la luna. La parafernalia de viaje en sus delgados brazos y piernas parecía cruel y absurda. Pero cuando la luz incidió de pleno en ella, sus mejillas adquirieron una tonalidad rosada.

—¿Es cierto? —preguntó, jadeante.

—Sí, acabo de verle. —En un tono más apremiante, el hombre añadió—: Si os dais prisa, podréis alcanzarle, pero si perdéis tiempo…

—¿Por dónde? —inquirió Jōtarō, exasperado porque no sabía a qué carta quedarse entre un hombre lleno de agitación y una mujer enferma.

El estado físico de Otsū no había mejorado lo más mínimo, pero una vez Jōtarō divulgó la noticia del inminente combate que iba a librar Musashi, no hubo manera de retenerla en la cama, aunque ello pudiera prolongar su vida. Haciendo caso omiso de todos los ruegos, se recogió y ató el cabello, se puso sus sandalias de paja y cruzó casi tambaleándose el portal del señor Karasumaru. Una vez resultó evidente la imposibilidad de detenerla, el señor Karasumaru hizo cuanto pudo para ayudarla. Él mismo se puso al frente de la operación, y mientras la muchacha avanzaba renqueando hacia el Ginkakuji, envió a sus hombres para que explorasen los diversos accesos a la aldea de Ichijōji. Los hombres caminaron hasta que les dolieron los pies, y estaban a punto de abandonar la búsqueda cuando dieron con su presa.

El samurái señaló y Otsū empezó a subir resueltamente la colina.

Jōtarō, temiendo que se desvaneciera, le preguntaba a cada paso si estaba bien y podía seguir adelante. Ella no le respondía. A decir verdad, ni siquiera le oía. Su cuerpo enflaquecido sólo reaccionaba a la necesidad de alcanzar a Musashi. Aunque tenía la boca seca, un sudor frío perlaba su pálida frente.

—Éste debe de ser el camino —dijo Jōtarō, confiando en alentarla—. Este camino va al monte Hiei. A partir de ahora el terreno es llano. No hay que subir más. ¿Quieres descansar un momento?

Ella sacudió la cabeza sin decir nada, aferrando con firmeza el palo que llevaban entre los dos y resollando. Parecía como si todas las dificultades de la vida estuvieran comprimidas en aquel viaje.

Cuando habían recorrido casi una milla, Jōtarō gritó:

—¡Musashi! ¡Sensei!

El muchacho siguió gritando, y su fuerte voz reforzó el valor de Otsū, pero no pasó mucho tiempo antes de que ella perdiera las pocas fuerzas que le quedaban.

—Jō… Jōtarō —susurró débilmente. Soltó el palo y se dejó caer de bruces en la hierba al lado de la carretera. Se llevó una mano delicada a la boca y sus hombros se agitaron convulsos.

—¡Es sangre, Otsū! ¡Estás escupiendo sangre! ¡Ah, Otsū!

Al borde de las lágrimas, el muchacho le rodeó la cintura con sus manos y la irguió. Ella movió la cabeza lentamente de un lado a otro. Jōtarō no sabía qué más podía hacer y le dio unas suaves palmadas en la espalda.

—¿Qué quieres? —le preguntó. Ella no estaba en condiciones de responderle—. ¡Ya lo sé! ¡Agua! ¿No es eso? —Otsū asintió débilmente—. Espera aquí. Te la traeré.

Jōtarō se puso en pie y miró a su alrededor, escuchó un momento y se encaminó a una hondonada cercana, desde cuyo fondo llegaba el rumor de una corriente. No tardó en encontrar un manantial que brotaba burbujeante entre las rocas. Empezó a recoger un poco de agua con las manos ahuecadas y titubeó, la vista fija en los minúsculos cangrejos en el fondo de la rebalsa de agua prístina. La luz de la luna no brillaba directamente en el agua, pero el reflejo del cielo era más hermoso que las mismas nubes de un blanco plateado. Decidió tomar un sorbo antes de llevar a cabo su tarea, se apartó a un lado y, poniéndose a cuatro patas, estiró el cuello como un pato.

Entonces ahogó un grito. ¿Era una aparición lo que había visto? Su cuerpo se erizó como la cáscara de una castaña. En la pequeña rebalsa se reflejaba media docena de árboles que estaban en el otro lado, y al lado de ellos se veía la imagen de Musashi.

Jōtarō pensó que se trataba de su imaginación y que el reflejo no tardaría en disolverse. Pero al ver que seguía allí, alzó los ojos muy lentamente.

—¡Estás aquí! —gritó—. ¡Estás aquí de veras! —El plácido reflejo del cielo se convirtió en barro cuando el muchacho cruzó chapoteando al otro lado, mojándose el kimono hasta los hombros—. ¡Estás aquí! —repitió, rodeando con sus brazos las piernas de Musashi.

—No armes escándalo —le dijo Musashi en voz queda—. Este lugar es peligroso. Vuelve más tarde.

—¡No! Te he encontrado y me quedo contigo.

—Sosiégate. He oído tu voz y he estado esperando aquí. Ahora llévale agua a Otsū.

—Está turbia.

—Hay otro arroyo más allá. ¿Lo ves? Toma, usa esto.

Le tendió un tubo de bambú.

Jōtarō alzó el rostro y le dijo:

—¡No! Llévaselo tú.

Siguieron así unos instantes, hasta que Musashi asintió y fue al otro arroyo. Llenó el tubo y lo llevó al lado de Otsū. Rodeándola suavemente con el brazo, acercó el tubo a su boca.

Jōtarō estaba en pie al lado de ellos.

—¡Mira, Otsū! Es Musashi. ¿Comprendes? ¡Musashi!

Cuando Otsū tomó un sorbo de agua fresca, su respiración se serenó un poco, aunque seguía inerte en el brazo de Musashi. Sus ojos parecían centrados en algún punto muy lejano.

—¿No te das cuenta, Otsū? ¡No soy yo, es Musashi! El brazo que te rodea es el de Musashi, no el mío.

Unas lágrimas ardientes se agolparon en los ojos de vacua mirada de la joven, hasta que parecieron de cristal. Dos arroyos se deslizaron por sus mejillas mientras asentía.

Jōtarō rebosaba de alegría.

—Ahora estás más contenta, ¿no es cierto? Esto es lo que querías, ¿verdad? —Entonces se dirigió a Musashi—: Ha dicho una y otra vez que no le importaba lo que ocurriera, pero tenía que verte. ¡No quería escuchar a nadie! Por favor, dile que si sigue portándose así va a morirse. No me presta ninguna atención, pero tal vez hará lo que tú le pidas.

—Todo esto ha sido culpa mía —dijo Musashi—. Le pediré disculpas y le diré que se cuide mejor. Jōtarō…

—Dime.

—¿Nos dejarás un momento solos?

—¿Por qué? ¿Por qué no puedo quedarme aquí?

—No seas así, Jōtarō —le dijo Otsū en tono suplicante—. Sólo unos minutos, por favor.

—Bueno, de acuerdo. —No podía rechazar lo que le pidiera Otsū, aun cuando no la comprendiera—. Estaré colina arriba. Llámame cuando hayas terminado.

La enfermedad aumentaba la timidez natural de Otsū, y no sabía qué decir.

Musashi, azorado, desvió el rostro de ella. Dándole la espalda, Otsū miró el suelo, mientras él alzaba la vista al cielo.

Temía instintivamente que no existieran palabras para expresarle sus sentimientos. Todo lo sucedido desde la noche en que ella le liberó de sus ataduras en la rama del cedro pasó por su mente, y reconoció la pureza del amor que no le había hecho cejar en su empeño de encontrarle durante cinco largos años.

¿Quién era más fuerte, quién había sufrido más? ¿Otsū, con su vida difícil y compleja, ardiendo con un amor que no podía ocultar? ¿O él mismo, que escondía sus sentimientos tras un semblante pétreo y enterraba las brasas de su pasión bajo una capa de frías cenizas?

Como lo había hecho en otras ocasiones, Musashi pensó que el camino elegido por él era el más doloroso, pero que la constancia de Otsū revelaba fortaleza y valor. Para la mayoría de los hombres, la carga que ella había llevado sería demasiado pesada. Se dijo que dentro de muy poco tiempo tendría que marcharse.

La luna estaba baja en el cielo, y ahora su luz era más blanca. Faltaba poco para que amaneciera. Pronto tanto la luna como él mismo se habrían desvanecido detrás de la montaña de la muerte. En el breve tiempo que le quedaba tenía que decirle la verdad a Otsū, pues estaba en deuda con ella por su entrega y fidelidad, pero las palabras no acudían a sus labios. Cuanto más se esforzaba por hablar, tanto más cohibido se sentía. Alzó la vista, impotente, como si pudiera recibir inspiración del cielo.

Otsū miraba el suelo y lloraba. En su corazón ardía el amor, un amor tan intenso que había desplazado todo lo demás. Principios, religión, preocupación por su propio bienestar, orgullo…, todo palidecía al lado de aquella pasión que la iba consumiendo. Creía que, de alguna manera, aquel amor tenía que vencer la resistencia de Musashi, debían encontrar el modo de vivir juntos, separados del mundo de la gente ordinaria. Le habría sido imposible expresar el dolor de estar separada de él, la aflicción de recorrer la vida a solas, la angustia que le producía la falta de sentimientos de Musashi. Si tuviera una madre a quien pudiera contar sus penas…

Los graznidos de una bandada de gansos rompieron el largo silencio. Con la proximidad del amanecer, se habían alzado por encima de los árboles y volaban hacia las cumbres de las montañas.

—Los gansos vuelan al norte —dijo él, consciente de que sus palabras eran irrelevantes.

—Musashi…

Sus miradas se encontraron. Los dos compartían el recuerdo de los años en el pueblo, cuando cada primavera y otoño los gansos volaban a gran altura.

Entonces todo había sido muy sencillo. Ella se relacionaba con Matahachi y, aunque le desagradara la aspereza de Musashi, nunca había temido replicarle cuando él le decía cosas insultantes. Ahora ambos pensaron en la montaña donde se alzaba el Shippōji y las orillas del río Yoshino, que discurría al pie. Y ambos sabían que estaban desperdiciando unos momentos preciosos, que jamás retornarían.

—Jōtarō me ha dicho que estabas enferma. ¿Es algo serio?

—No es grave.

—¿Te sientes mejor ahora?

—Sí, pero no tiene importancia. ¿Crees de veras que hoy vas a morir?

—Me temo que sí.

—Si mueres, no podré seguir viviendo. Tal vez por eso ahora me resulta tan fácil olvidar mi enfermedad.

En los ojos de Otsū brillaba una luz que hizo notar a Musashi la debilidad de su propia determinación comparada con la de ella. Para lograr cierto dominio de sí mismo, había tenido que dedicar muchos años a reflexionar sobre la vida y la muerte, disciplinarse a cada vuelta del camino y obligarse a sufrir los rigores del adiestramiento de un samurái. En cambio, aquella mujer, que carecía de adiestramiento o una autodisciplina consciente, podía decir sin la menor vacilación que también ella estaba preparada para morir si él lo hacía. Su rostro expresaba una serenidad perfecta, sus ojos le decían que ni mentía ni hablaba de una manera impulsiva. Casi parecía feliz ante la perspectiva de acompañarle en la muerte. Un tanto avergonzado, Musashi se preguntó cómo las mujeres podían ser tan fuertes.

—¡No cometas una estupidez, Otsū! —le dijo de repente—. No hay ninguna razón por la que debas morir. —La fuerza de su propia voz y la hondura de su sentimiento le sorprendió incluso a él—. Una cosa es que yo muera luchando contra los Yoshioka. No sólo es correcto que quien vive por la espada muera por la espada, sino que tengo el deber de recordar a esos cobardes el Camino del Samurái. Tu voluntad de seguirme en la muerte es muy conmovedora, pero ¿de qué serviría? No sería más útil que la lastimosa muerte de un insecto.

Al ver que ella lloraba de nuevo, lamentó la brutalidad de sus palabras.

—Ahora comprendo cómo te he mentido y me he engañado a mí mismo a través de los años. No tenía intención de defraudarte cuando me escapé del pueblo o cuando te vi en el puente Hanada, pero lo hice… al fingir que era frío e indiferente. No era así cómo me sentía realmente.

—Dentro de poco estaré muerto, y lo que estoy a punto de decir es la verdad. Te quiero, Otsū. Lo arrojaría todo a los cuatro vientos y viviría contigo si sólo… —Se interrumpió un momento y luego continuó con más vehemencia—: Debes creerme, porque nunca tendré otra oportunidad de decirte esto. No hablo con orgullo ni fingimiento. Ha habido días en los que no podía concentrarme porque pensaba en ti. Tenía sueños intensos, apasionados, Otsū, sueños que casi me hacían enloquecer. A menudo he abrazado mi jergón, imaginando que eras tú. Pero incluso cuando me sentía así, me bastaba desenvainar la espada y mirarla para que la locura se desvaneciese y se me enfriara la sangre.

Otsū volvió el rostro hacia él, llorosa pero radiante como un dondiego de día, y empezó a hablar. Al ver el ardor en los ojos de Musashi, las palabras se le trabaron en la garganta y miró de nuevo el suelo.

—La espada es mi refugio. Cada vez que la pasión amenaza con vencerme, me obligo a regresar al mundo de la esgrima. Éste es mi sino, Otsū. Estoy dividido entre el amor y la autodisciplina. Parece como si recorriera dos caminos al mismo tiempo. Sin embargo, cuando los caminos divergen, siempre consigo mantenerme en el correcto. Me conozco mejor que nadie, y no soy ni un genio ni un gran hombre.

Volvió a guardar silencio. A pesar del deseo que tenía de expresar sus sentimientos sinceramente, le pareció que sus palabras ocultaban la verdad. Su corazón le decía que debía ser incluso más franco.

—Ésa es la clase de hombre que soy. ¿Qué más puedo decir? Pienso en mi espada y tú desapareces en algún rincón oscuro de mi mente…, mejor dicho, desapareces por completo, sin dejar rastro. En esas ocasiones es cuando me siento más feliz y satisfecho con mi vida, ¿comprendes? Durante todo este tiempo has sufrido, has arriesgado tu cuerpo y tu espíritu por un hombre que ama a su espada más que a ti. Moriré por mi honor de espadachín, pero no moriría por el amor de una mujer, ni siquiera tú. Por mucho que quisiera ponerme de rodillas y rogarte que me perdones, no puedo hacerlo.

Notó que los dedos de Otsū le aferraban la muñeca. Ya no estaba llorando.

—Todo eso ya lo sé —dijo con vehemencia—. Si no lo supiera, no te amaría tanto.

—Pero ¿no te das cuenta de que es absurdo que mueras por mí? En este momento te pertenezco en cuerpo y alma, pero cuando te haya dejado… No debes morir por el amor de un hombre como yo. Hay una clase de vida correcta y adecuada para una mujer, Otsū, y debes buscarla, has de llevar una vida feliz. Éstas serán mis palabras de despedida. Es hora de que parta.

Apartó suavemente la mano femenina de su muñeca y se levantó. Ella le cogió de la manga y gritó:

—¡Musashi, sólo un momento más!

Había tantas cosas que quería decirle: no le importaba que la olvidara cuando no estaba con ella, ni que la llamara insignificante, y no se había hecho ilusiones sobre su carácter cuando se enamoró de él. Volvió a cogerle de la manga, mirándole a los ojos e intentando prolongar aquel último momento, impedir que finalizara jamás.

Su silenciosa apelación casi desarmó a Musashi. Había belleza incluso en la debilidad que le impedía hablar. Vencido por su propia debilidad y temor, tuvo la sensación de que era un árbol de raíces quebradizas amenazado por un viento furioso. Se preguntó si su casta entrega al Camino de la Espada se desmoronaría, como un corrimiento de tierras, bajo el peso de las lágrimas femeninas.

—¿Me comprendes? —preguntó a Otsū para romper el silencio.

—Sí —dijo ella con voz débil—. Te comprendo perfectamente, pero si mueres, yo moriré también. Mi muerte tendrá un significado para mí, como la tuya lo tiene para ti. Si puedes enfrentarte serenamente al final, yo también puedo. No seré pisoteada como un insecto ni me ahogaré en un momento de aflicción. Tendré que decidirlo por mí misma. Nadie más puede hacerlo, ni siquiera tú.

Con gran fortaleza y una calma perfecta, siguió diciendo:

—Si en tu corazón me consideras tu prometida, eso es suficiente, una alegría y una bendición que, entre todas las mujeres del mundo, sólo yo poseo. Dijiste que no querías hacerme infeliz, y puedo asegurarte que no moriré de infelicidad. Hay personas que parecen considerarme desdichada, pero yo no me siento así en absoluto. Espero con placer el día de mi muerte. Será como una espléndida mañana cuando los pájaros cantan. Iré tan feliz como iría a mi boda.

Casi sin aliento, cruzó los brazos sobre el pecho y alzó la vista, satisfecha, como cautivada por un sueño delicioso.

La luna parecía hundirse rápidamente. Aunque aún no había amanecido, la niebla había empezado a alzarse de entre los árboles.

Rompió el silencio un grito aterrador que desgarró el aire como el chillido de un ave mítica. Procedía del risco al que Jōtarō había trepado antes. Otsū salió sobresaltada de su ensoñación y miró hacia lo alto del risco.

Musashi aprovechó aquel momento para marcharse. Sin decir una sola palabra, se apartó del lado de la joven y se encaminó hacia su cita con la muerte.

Ahogando un grito, Otsū corrió unos pasos tras él.

Musashi avanzó un trecho, se detuvo y dijo:

—Comprendo lo que sientes, Otsū, pero te ruego que no mueras cobardemente. No permitas que tu aflicción te hunda en el valle de la muerte y sucumbas como un ser débil. Primero ponte bien y luego piensa en ello. No entrego mi vida por una causa inútil. He elegido hacer lo que hago porque muriendo puedo conseguir una vida eterna. Puedes estar segura de que, aun cuando mi cuerpo se convierta en polvo, seguiré vivo.

Retuvo el aliento y entonces añadió una advertencia:

—¿Me estás escuchando? Si tratas de seguirme en la muerte, quizá descubras que estás muriendo sola. Tal vez me busques en el más allá y compruebes que no estoy allí. Me propongo vivir cien o mil años… en los corazones de mis paisanos, en el espíritu de la esgrima japonesa.

Antes de que ella pudiera hablar de nuevo, Musashi se había alejado tanto que ya no habría podido oírla. Otsū tenía la sensación de que su propia alma la había abandonado, pero no creía que aquello fuese una despedida. Era más bien como si a los dos les engullera una gran oleada de vida y muerte.

Una cascada de tierra y guijarros cayó al pie del risco, seguida de cerca por Jōtarō, el cual llevaba puesta la grotesca máscara que le diera la viuda en Nara.

El muchacho alzó los brazos y exclamó:

—¡Ha sido la sorpresa más grande de toda mi vida!

—¿Qué ha ocurrido? —susurró Otsū, no del todo recuperada de su impresión al ver la máscara.

—¿No lo has oído? No sé por qué, pero de repente alguien lanzó un grito horrible.

—¿Dónde estabas? ¿Llevabas puesta la máscara?

—Estaba encima del risco. Ahí arriba hay un sendero más o menos tan ancho como éste. Trepé un poco y encontré una gran roca, en la que me senté y contemplé la luna.

—La máscara… ¿La llevabas puesta?

—Sí, oía aullar a los zorros y un movimiento entre los arbustos a mi alrededor, quizá tejones o algo parecido. Pensé que la máscara los asustaría. Entonces oí ese grito que helaba la sangre, ¡como si lo lanzara un espíritu en el infierno!