La trampa mortal

La luna aún estaba alta en el cielo de la mañana temprana, y las sombras de los hombres que ascendían por el blanco sendero de montaña colisionaban espectralmente, haciéndoles sentirse todavía más inquietos.

—Esto no es lo que había esperado —dijo uno de ellos.

—Yo tampoco. Faltan muchísimas caras. Estaba convencido de que seríamos ciento cincuenta por lo menos.

—Humm. No parece que seamos ni siquiera la mitad de ese número.

—Supongo que cuando Genzaemon llegue con sus hombres, seremos unos setenta en total.

—Es una lástima. Desde luego, la Casa de Yoshioka ya no es lo que era.

En otro grupo comentaban:

—¿A quién le importa los ausentes? Ahora que el dōjō está cerrado, muchos hombres tienen que pensar primero en ganarse la vida. Los más orgullosos y leales están aquí. ¡Eso es más importante que el número!

—¡Cierto! Si hubiera aquí cien o doscientos hombres, unos serían un obstáculo para los otros.

—¡Ja, ja! ¿Volvéis a hablar de bravura? Recordad lo que ocurrió en el Rengeōin. ¡Veinte hombres en pie y aun así Musashi se escapó!

El monte Hiei y los demás picos todavía dormían envueltos por las nubes. Los hombres estaban reunidos en la bifurcación de un estrecho sendero rural, una de cuyas ramas conducía a la cumbre del Hiei mientras que la otra se dirigía a Ichijōji. El camino era empinado, rocoso y con profundas hondonadas. Alrededor del hito más destacado, un gran pino cuya copa se extendía como un paraguas gigantesco, había un grupo de discípulos veteranos. Sentados en el suelo, como otros tantos cangrejos que se movieran de noche, comentaban las características del terreno.

—El camino tiene tres ramas y la cuestión es saber por cuál de ellas vendrá Musashi. La mejor estrategia sería dividir a los hombres en tres pelotones, cada uno de los cuales se apostará en una rama. Entonces Genjirō y su padre pueden quedarse aquí con un grupo de nuestros hombres más fuertes, unos diez en total, Miike, Ueda y los demás.

—No, el terreno es demasiado abrupto para situar a un gran número de hombres en un solo lugar. Deberíamos apostarlos a lo largo de los accesos, y se mantendrían ocultos hasta que Musashi esté a medio camino. Entonces pueden atacarle por delante y detrás al mismo tiempo.

Menudeaban las idas y venidas entre los miembros de los grupos, y sus sombras en movimiento parecían ensartadas en lanzas o largas vainas de espada. Pese a una tendencia general a subestimar a su enemigo, no había ningún cobarde entre ellos.

—¡Ya viene! —gritó un hombre en el borde exterior del camino.

Las sombras se detuvieron. Cada samurái sintió una gélida punzada a través de sus venas.

—Tranquilizaos. Sólo es Genjirō.

—¡Pero si viene en un palanquín!

—Bueno, no es más que un niño.

Los faroles que se aproximaban lentamente y oscilaban de un lado a otro bajo la helada brisa del monte Hiei parecían mortecinos en comparación con la luz de la luna.

Unos minutos después, Genzaemon bajó de su palanquín y dijo:

—Creo que ya estamos todos.

Genjirō, un chiquillo de trece años, bajó del siguiente palanquín. Tanto el padre como el hijo llevaban en la cabeza cintas blancas fuertemente atadas y los hakama muy arremangados.

Genzaemon pidió a su hijo que fuese a sentarse debajo del pino. El muchacho asintió en silencio mientras su padre le daba una palmada de estímulo en la cabeza y le decía:

—El combate se lleva a cabo en tu nombre, pero son los discípulos quienes lucharán. Puesto que eres demasiado joven para participar, sólo tienes que quedarte ahí y observar.

Genjirō corrió directamente al árbol, donde adoptó una pose tan rígida y digna como la de un muñeco samurái en el Festival de los Muchachos.

—Es un poco pronto —dijo Genzaemon—. El sol tardará un rato en salir. —Buscó algo alrededor de su cintura y sacó una larga pipa con una cazoleta de gran tamaño—. ¿Alguien tiene lumbre? —preguntó con tranquilidad, haciendo saber a los demás que tenía un completo dominio de sí mismo.

Uno de los hombres se le acercó.

—Antes de que te acomodes para fumar, señor, ¿no crees que deberíamos decidir la distribución de los hombres?

—Sí, eso creo. Apostémoslos rápidamente, para que estén preparados. ¿Cómo vas a hacerlo?

—Habrá un grupo central junto a ese árbol. Otros hombres estarán ocultos a intervalos de veinte pasos en ambos lados de los tres senderos.

—¿Quiénes estarán junto al árbol?

—Tú, yo y unos diez más. Así podremos proteger a Genjirō y estar preparados para intervenir cuando recibamos la señal de que Musashi ha llegado.

—Espera un momento —dijo Genzaemon, revisando la estrategia con juiciosa cautela—. Si los hombres están diseminados de ese modo, sólo habrá unos veinte en disposición de atacarle al principio.

—Es cierto, pero estará rodeado.

—No necesariamente. Puedes estar seguro de que traerá ayuda, y no olvides que es tan experto en salir de un atolladero como lo es en la lucha, si no mejor. Acuérdate del Rengeōin. Podría atacar en un punto donde nuestros hombres estén diseminados, herir a tres o cuatro y marcharse. Entonces iría por ahí jactándose de que se ha enfrentado a más de setenta miembros de la escuela Yoshioka y resultaría el vencedor.

—Jamás consentiríamos semejante cosa.

—Sería su palabra contra la nuestra. Aun cuando traiga seguidores, la gente considerará este encuentro como una lucha entre él y toda la escuela Yoshioka, y sus simpatías se decantarán hacia el espadachín solitario.

Entonces intervino Miike Jūrōzaemon.

—Es evidente que si escapa de nuevo nunca lograremos borrar esa mancha, al margen de lo que digamos. Estamos aquí para matar a Musashi y no podemos tener demasiados escrúpulos sobre cómo lo haremos. Los muertos no cuentan historias.

Jūrōzaemon pidió a cuatro hombres del grupo más próximo que se acercaran. Tres de ellos tenían pequeños arcos y el cuarto un mosquete. Les ordenó que se colocaran ante Genzaemon.

—Quizá te gustaría ver las precauciones que hemos tomado.

—¡Ah! Armas voladoras.

—Podemos apostarlos en un terreno elevado o en árboles.

—¿No dirá la gente que estamos usando tácticas sucias?

—Nos importa menos lo que diga la gente que asegurarnos de que Musashi está muerto.

—De acuerdo. Si estás dispuesto a encajar las críticas, no tengo más que añadir —dijo el anciano sumisamente—. Aunque Musashi traiga cinco o seis hombres, no es probable que salga ileso cuando disponemos de arcos, flechas y un arma de fuego. Bueno, si seguimos en pie aquí, es posible que nos coja por sorpresa. Puedes encargarte de la disposición de los hombres, pero hazles ir a sus puestos de inmediato.

Las negras sombras se dispersaron como gansos silvestres en una marisma, algunas se sumergieron en bosquecillos de bambú, otras desaparecieron detrás de los árboles o descendieron sobre las elevaciones entre los arrozales. Los tres arqueros subieron a una altura desde donde se dominaba todo el terreno. Abajo, el mosquetero trepó a las ramas superiores del frondoso pino. Mientras se abría paso entre el ramaje para ocultarse, cayó una lluvia de pinaza y fragmentos de corteza sobre Genjirō.

Al reparar en que el niño se contorsionaba, Genzaemon se dirigió a él en tono de reprobación.

—No me digas que ya estás nervioso. ¡No seas tan cobarde!

—No es eso, sino que tengo agujas de pino en la espalda.

—Quédate quieto y aguanta. Ésta va a ser una buena experiencia para ti. Cuando empiece la lucha, obsérvala con atención.

A lo largo del acceso situado más al este se oyó un gran grito.

—¡Detente, imbécil!

Los bambúes se agitaron produciendo un ruido suficiente para que todo el mundo, menos los sordos, supieran que había hombres escondidos en los caminos.

—¡Tengo miedo! —gritó Genjirō, y abrazó la cintura de su padre.

Jūrōzaemon partió de inmediato hacia el lugar de la conmoción, aunque intuía que se trataba de una falsa alarma.

Sasaki Kojirō estaba riñendo a uno de los hombres de Yoshioka.

—¿Es que no tienes ojos? ¡Mira que confundirme con Musashi! Vengo aquí para actuar como testigo y me atacas con una lanza. ¡Qué necio!

También los hombres de Yoshioka estaban enfadados, y algunos sospechaban que pudiera estar espiándoles. Retrocedieron, pero siguieron cortándole el paso.

Cuando Jūrōzaemon atravesó el círculo, Kojirō se dirigió a él.

—He venido aquí para ser testigo, pero tus hombres me tratan como a un enemigo. Si están obedeciendo instrucciones tuyas, será una satisfacción para mí, que soy un torpe espadachín, enfrentarme a ti. No tengo ningún motivo para ayudar a Musashi, pero sí que debo velar por mi honor. Además, ésta sería una buena oportunidad para humedecer mi Palo de Secar con sangre fresca, algo que he descuidado desde hace algún tiempo.

Era un tigre escupiendo fuego. Su aplomo cogió por sorpresa a los hombres de Yoshioka a quienes había engañado su aspecto de currutaco.

Jūrōzaemon, decidido a demostrar que no le arredraba la lengua de Kojirō, se echó a reír.

—¡Ja, ja! Estás sulfurado de veras, ¿eh? Pero dime, ¿quién te pidió que fueras testigo? No recuerdo haberte hecho semejante solicitud. ¿Lo hizo Musashi?

—No digas tonterías. Cuando pusimos el aviso en Yanagimachi, dije a ambas partes que actuaría como testigo.

—Ya veo. Tú dijiste eso. En otras palabras, ni Musashi ni nosotros te lo pedimos. Tú mismo te has impuesto la tarea de observador. Bueno, el mundo está lleno de gente que se entromete en los asuntos que no les conciernen.

—¡Eso es un insulto! —exclamó Kojirō.

—¡Vete! —gritó Jūrōzaemon, con tal intensidad que la saliva salió volando de su boca—. Aquí no vamos a dar ningún espectáculo.

Pálido de ira, Kojirō se separó hábilmente del grupo y retrocedió una corta distancia por el camino.

—¡En guardia, bastardos! —gritó, disponiéndose a atacar.

Genzaemon, que había seguido a Jūrōzaemon, intervino entonces.

—¡Espera, joven!

—¡Espera tú! —replicó Kojirō—. ¡No tengo nada que ver contigo, pero te mostraré lo que les ocurre a quienes me insultan!

El anciano corrió hacia él.

—¡Vamos, vamos, te estás tomando esto demasiado en serio! Nuestros hombres están excitados. Soy el tío de Seijūrō y le he oído decir que eres un espadachín notable. Estoy seguro de que ha habido algún error. Espero que me perdones personalmente por la conducta de nuestros hombres.

—Te estoy agradecido por saludarme de esa manera. He tenido buenas relaciones con Seijūrō y no deseo más que el bien a la Casa de Yoshioka, aunque no me siento capacitado para actuar como el padrino de un duelo. Pero ésa no es razón para que tus hombres me insulten.

Genzaemon se arrodilló, adoptando una postura formal, y dijo:

—Tienes toda la razón. Espero que olvides lo que ha ocurrido, en consideración a Seijūrō y Denshichirō.

El anciano eligió sus palabras con tacto, pues le preocupaba que si Kojirō se ofendía podría advertir la cobarde estrategia que habían adoptado.

La cólera de Kojirō remitió.

—Levántate, señor. Me azora que un hombre mayor que yo se incline ante mí. —Con un rápido cambio de opinión, el dueño del Palo de Secar dedicó su elocuencia a estimular a los hombres de Yoshioka y vilipendiar a Musashi—. Desde hace algún tiempo soy amigo de Seijūrō y, como he dicho antes, no tengo ninguna relación con Musashi. Es natural que esté a favor de la Casa de Yoshioka. He presenciado muchos conflictos entre guerreros, pero nunca he sido testigo de una tragedia como la que vosotros habéis sufrido. Es increíble que la casa que sirvió a los shogunes Ashikaga como instructores en las artes marciales pierda su prestigio a manos de un simple patán rural.

Sus palabras, pronunciadas como si se propusiera enardecerles, fueron recibidas con profunda atención. En el rostro de Jūrōzaemon se reflejaba el pesar que sentía por haber hablado con tanta rudeza a un hombre que no tenía más que buenos deseos hacia la Casa de Yoshioka.

Esa reacción no le pasó desapercibida a Kojirō, él cual cobró ímpetu.

—En el futuro me propongo establecer una escuela propia. No es, pues, la curiosidad lo que me lleva a observar los encuentros y estudiar las tácticas de otros luchadores. Eso forma parte de mi educación. Sin embargo, no creo haber presenciado ni haber oído hablar jamás de un enfrentamiento que me irritara más que vuestros dos encuentros con Musashi. ¿Por qué razón, cuando erais tantos en el Rengeōin, y anteriormente en el Rendaiji, dejasteis escapar a Musashi para que pudiera jactarse de ello en las calles de Kyoto? No puedo comprenderlo.

Se humedeció los labios y siguió diciendo:

—No hay duda de que Musashi es un luchador de tenacidad sorprendente, teniendo en cuenta que se trata de un espadachín vagabundo. Lo sé porque le he visto en un par de ocasiones. Pero a riesgo de parecer entrometido, quiero deciros lo que he descubierto sobre él. —Sin mencionar a Akemi, continuó—: La primera información me la dio una mujer que le conocía desde que él tenía diecisiete años. Uniendo lo que me dijo a otros datos recogidos aquí y allá, puedo hacer un resumen bastante completo de la vida de Musashi.

—Es hijo de un samurái provincial y nació en la provincia de Mimasaka. Participó en la batalla de Sekigahara y, al regresar a su casa, cometió tales atrocidades que le expulsaron del pueblo. Desde entonces ha estado vagabundeando por el campo.

—Aunque es un hombre de carácter indigno, posee cierto talento con la espada y tiene una extraordinaria fuerza física. Además, lucha sin tener en cuenta su propia vida. Por este motivo los métodos de esgrima ortodoxos son ineficaces contra él, de la misma manera que la razón es ineficaz contra la insania. Debéis atraparle como si fuese un animal salvaje, o fracasaréis. ¡Ahora considerad cómo es vuestro enemigo y trazad vuestros planes en consecuencia!

Con mucha formalidad, Genzaemon dio las gracias a Kojirō y le describió las precauciones que habían tomado.

Kojirō expresó su aprobación con gestos de asentimiento.

—Si habéis sido tan minuciosos, probablemente Musashi no tiene una sola posibilidad de salir con vida. No obstante, me parece que podríais idear una estratagema más eficaz.

—¿Estratagema? —repitió Genzaemon, mirando de nuevo con menos admiración el rostro engreído de Kojirō—. Gracias, pero creo que lo hecho hasta ahora ya es suficiente.

—No, amigo mío, no lo es. Si Musashi viene por el camino sin ningún recelo, probablemente no podrá escapar. Pero ¿y si descubre vuestra estrategia por anticipado y no se presenta? Entonces vuestra planificación habrá sido en vano, ¿no es cierto?

—Si no aparece, lo único que debemos hacer es colocar avisos en toda la ciudad para convertirle en el hazmerreír de Kyoto.

—Sin duda eso os devolvería cierto grado de prestigio, pero no olvides que aún podría ir por ahí diciendo que habéis empleado unas tácticas sucias, y en ese caso no habríais limpiado por completo el nombre de vuestro maestro. Esos preparativos serán inútiles a menos que hoy matéis aquí a Musashi. Para ello debéis aseguraros de que viene aquí y cae en la trampa mortal que le habéis tendido.

—¿Hay alguna manera de hacer eso?

—Desde luego, incluso varias maneras. —La voz de Kojirō estaba llena de confianza. Se inclinó adelante y, con una expresión amistosa que pocas veces aparecía en su semblante orgulloso, susurró unas palabras a Genzaemon en el oído—. ¿Qué te parece? —le preguntó en voz alta.

—Humm. Comprendo lo que quieres decir.

El anciano asintió varias veces, y entonces se volvió a Jūrōzaemon y le susurró la estratagema.