Jōtarō pensó que acto seguido saldrían del barrio sin que les detectaran.
—Si vamos por aquí, tendremos que salir por el portal principal —comentó—. Eso sería peligroso.
—Humm.
—Tiene que haber otra manera de salir.
—¿No están cerradas de noche todas las entradas excepto la principal?
—Podríamos escalar el muro.
—Eso sería una muestra de cobardía. Tengo sentido del honor, ¿sabes?, así como una reputación que conservar. Saldré por la entrada principal cuando sea el momento.
—¿Eso harás? —Aunque se sentía inquieto, el muchacho no discutió, pues sabía muy bien que, según las reglas de la clase militar, un hombre sin orgullo era un ser indigno.
—Naturalmente —replicó Musashi—. Pero tú no. Eres todavía un niño y puedes salir de alguna manera más segura.
—¿Cómo?
—Por encima del muro.
—¿Yo solo?
—Tú solo.
—No puedo hacer eso.
—¿Por qué no?
—Me llamarían cobarde.
—No seas tonto. Me están buscando a mí, no a ti.
—Pero ¿dónde nos encontraremos?
—En los terrenos de equitación de Yanagi.
—¿Vendrás de veras?
—Puedes estar seguro.
—¿Me prometes que no volverás a huir?
—No huiré. Una de las cosas que no pretendo enseñarte es a mentir. Te he dicho que nos encontraremos y así será. Ahora, mientras no hay nadie por aquí, salta por encima del muro.
Jōtarō miró con cautela a su alrededor antes de correr hacia el muro, ante el que se paró en seco y miró pensativo arriba. La altura de la pared era superior al doble de la suya propia. Musashi llegó a su lado con un saco de carbón a cuestas. Dejó caer el saco y miró a través de una grieta en el muro.
—¿Ves a alguien ahí afuera? —le preguntó Jōtarō.
—No, nada más que juncos. Puede que haya agua debajo, por lo que debes tener cuidado cuando aterrices.
—No me importa si me mojo, pero ¿cómo voy a llegar a lo alto de este muro?
Musashi hizo caso omiso de esa pregunta.
—Es de suponer que hay guardianes apostados en puntos estratégicos además de la puerta principal. Echa un buen vistazo a tu alrededor antes de saltar, o podrías encontrarte con una espada apuntada hacia ti.
—Comprendo.
—Arrojaré este carbón por encima del muro como un señuelo. Si no ocurre nada, puedes seguir adelante.
Se agachó y Jōtarō subió a su espalda.
—Ponte sobre mis hombros.
—Tengo las sandalias sucias.
—No te preocupes.
Jōtarō se alzó hasta quedar en pie sobre los hombros de Musashi.
—¿Puedes llegar a lo alto?
—No.
—¿Lo conseguirías si dieras un salto?
—No lo creo.
—Bueno, apóyate en mis manos.
Musashi extendió los brazos verticalmente por encima de su cabeza.
—¡Ya está! —susurró Jōtarō.
Musashi cogió el saco de carbón con una mano y lo lanzó tan alto como pudo. Cayó con un ruido sordo entre los juncos. No sucedió nada.
—Aquí no hay agua —le informó Jōtarō cuando hubo saltado.
—Cuídate.
Musashi miró a través de la grieta en el muro hasta que no pudo seguir oyendo el sonido de las pisadas del muchacho, y entonces se dirigió rápida y despreocupadamente a la más concurrida de las callejas principales. Ninguno de los numerosos juerguistas que pululaban por allí le prestó la menor atención.
Cuando salió por la puerta principal, los hombres de Yoshioka que estaban allí apostados reprimieron un grito colectivo, y todos los ojos convergieron en él. Además de los guardianes junto al portal, había samuráis en cuclillas alrededor de fogatas, donde los porteadores de palanquines pasaban el tiempo mientras esperaban, y guardianes de relevo en la casa de té Amigasa y el establecimiento de bebidas al otro lado de la calle. Aquellos hombres no habían disminuido un solo momento su vigilancia, alzando sin ninguna ceremonia los sombreros de juncos y examinando los rostros. También habían detenido los palanquines para examinar a sus ocupantes.
En varias ocasiones habían entablado negociaciones con la Ōgiya para registrar el local, pero el resultado había sido negativo. Por lo que respectaba a la dirección, Musashi no estaba allí, y los hombres de Yoshioka no podían actuar basándose en el rumor de que Yoshino Dayū estaba protegiendo a Musashi. Era demasiado admirada, tanto en el distrito como en la misma ciudad, para que fuese posible asaltar la casa sin graves repercusiones.
Obligados a librar un combate de espera, los hombres de Yoshioka habían rodeado el barrio a cierta distancia. No habían descartado la posibilidad de que Musashi intentara escapar por encima del muro, pero la mayoría esperaban que saliera por la puerta, o bien disfrazado o bien en el interior de un palanquín cerrado. La única contingencia para la que no estaban preparados era aquélla a la que se enfrentaban ahora.
Nadie hizo ningún movimiento para cortar el paso a Musashi, ni tampoco éste se detuvo para decirles nada. Recorrió varios centenares de pasos a grandes zancadas antes de que un samurái gritara:
—¡Detenedle!
—¡A por él!
Ocho o nueve hombres que daban grandes gritos llenaron la calle detrás de Musashi y empezaron a acercarse cautelosamente a él.
—¡Espera, Musashi! —dijo uno en tono colérico.
—¿Qué quieres? —replicó él de inmediato, sobresaltándolos a todos con la fuerza de su voz.
Fue al lado de la calzada y se apoyó en la pared de una cabaña que formaba parte de un aserradero, dos de cuyos trabajadores dormían allí. Uno de ellos entreabrió la puerta, pero, tras echar un rápido vistazo, cerró de un portazo y echó el cerrojo.
Aullando como una jauría de perros extraviados, los hombres de Yoshioka formaron gradualmente una negra medialuna alrededor de Musashi. Él les miraba fijamente, calibrando su fuerza, evaluando su posición, previendo por dónde podría producirse un movimiento. Ahora eran treinta hombres, los cuales estaban perdiendo con rapidez el uso de sus treinta mentes. A Musashi no le resultaba difícil leer el pensamiento de aquel cerebro colectivo.
Tal como había previsto, ninguno se adelantó en solitario para desafiarle. Parloteaban y le arrojaban insultos, la mayoría de los cuales parecían los dicterios apenas inteligibles de vagabundos vulgares y corrientes.
—¡Bastardo!
—¡Cobarde!
—¡Aficionado!
Estaban lejos de comprender que su jactancia era meramente verbal y revelaba su debilidad. Hasta que la horda lograra cierto grado de cohesión, Musashi tenía la sartén por el mango. Examinó sus rostros, decidió quiénes podían ser peligrosos, determinó los puntos débiles de la formación y se preparó para el combate.
Se tomó su tiempo y, después de escrutar lentamente sus rostros, dijo:
—Soy Musashi. ¿Quién me ha pedido que esperase?
—Nosotros. ¡Todos nosotros!
—Entiendo que sois de la escuela Yoshioka.
—Así es.
—¿Qué tenéis que ver conmigo?
—¡Bien lo sabes! ¿Estás preparado?
—¿Preparado? —Los labios de Musashi trazaron una sonrisa sardónica. La risa que salió entre sus dientes blancos enfrió la excitación de sus adversarios—. Un auténtico guerrero está preparado incluso cuando duerme. ¡Adelantaos cuando os parezca! Cuando provocáis una lucha insensata, ¿qué sentido tiene tratar de hablar como seres humanos u observar la etiqueta de la espada? Pero decidme una cosa. ¿Es vuestro único objetivo verme muerto? ¿O queréis luchar como hombres?
No le respondieron.
—¿Estáis aquí para reparar un agravio o para desafiarme a un encuentro de desquite?
Si Musashi, por el más leve movimiento en falso de los ojos o el cuerpo, les hubiera brindado una ocasión, sus espadas se habrían precipitado hacia él como el aire en el vacío, pero mantenía un aplomo perfecto. Ninguno de los hombres se movía. Todo el grupo permanecía tan quieto y silencioso como las cuentas de un rosario.
Unas palabras pronunciadas a gritos rompieron el silencio de los hombres confusos:
—¡Deberías conocer la respuesta sin necesidad de preguntar!
Musashi dirigió una mirada al que había hablado, Miike Jūrōzaemon, y juzgó por su aspecto que era un samurái digno de mantener la reputación de Yoshioka Kempō. Sólo él parecía dispuesto a poner fin al punto muerto en que se encontraban asestando el primer golpe. Sus pies avanzaron ligeramente con un movimiento deslizante.
—Has mutilado a nuestro maestro Seijūrō y matado a su hermano Denshichirō. ¿Cómo podríamos mantener erguida la cabeza si te dejáramos vivir? Centenares de nosotros que somos leales a nuestro maestro hemos jurado eliminar al causante de su humillación y rehabilitar el nombre de la escuela Yoshioka. No se trata de agravios ni de una violencia ilegal. Pero vengaremos a nuestro maestro y consolaremos al espíritu de su hermano muerto. No envidio tu posición, pero vamos a hacernos con tu cabeza. ¡En guardia!
—Tu desafío es digno de un samurái —replicó Musashi—. Si ése es tu verdadero propósito, puedo arriesgar mi vida luchando contigo. Pero hablas de cumplir con tu deber, de vengarte según el Camino del Samurái. ¿Por qué, pues, no me desafías de una manera adecuada, como lo hicieron Seijūrō y Denshichirō? ¿Por qué me atacáis en masa?
—¡Eres tú el que se ha ocultado!
—¡Eso es una necedad! No hacéis más que demostrar que un cobarde atribuye su cobardía al prójimo. ¿Acaso no estoy aquí en pie ante vosotros?
—¡Porque temías que te capturásemos cuando intentaste escapar!
—¡No es verdad! Podría haberme escapado de varias maneras.
—¿Y crees que la escuela Yoshioka te lo habría permitido?
—Supuse que me saludaríais de un modo u otro, pero ¿no sería deshonroso para vosotros, no sólo personalmente sino como miembros de nuestra clase, armar pendencia aquí? ¿Debemos molestar a estas gentes como una jauría de bestias salvajes o de indignos vagabundos? Hablas de obligación hacia tu maestro, pero ¿no es cierto que una lucha aquí significaría todavía más oprobio para el nombre de Yoshioka? ¡Si eso es lo que habéis decidido, entonces eso es lo que vais a tener! Si habéis resuelto destruir la obra de vuestro maestro, disolver la escuela y abandonar el Camino del Samurái, no tengo nada más que decir, excepto una cosa: Musashi luchará mientras sus miembros resistan.
—¡Matémosle! —gritó el hombre que estaba al lado de Jūrōzaemon, al tiempo que desenvainaba su espada.
Una voz distante advirtió:
—¡Cuidado! ¡Viene Itakura!
En calidad de magistrado de Kyoto, Itakura Katsushige era un hombre poderoso y, aunque gobernaba bien, lo hacía con puño de hierro. Incluso los niños cantaban canciones sobre él: ¿De quién es ese ruano castaño / cuyos cascos resuenan en la calle? / ¿El de Itakura Katsushige? /A correr, todo el mundo a correr. O bien: Itakura, señor de Iga, tiene / más manos que la Kannon de mil brazos, / más ojos que el Temmoku de tres ojos. / Sus guardias están en todas partes.
Kyoto no era una ciudad fácil de gobernar. Mientras que Edo iba camino de sustituirla como la ciudad más grande del país, la antigua capital seguía siendo el centro de la vida económica, política y militar. Además, siendo el lugar donde la cultura y la educación estaban más avanzados, era también allí donde la crítica del shogunado alcanzaba mayor elocuencia. Desde el siglo XIV, los ciudadanos habían abandonado toda ambición militar para dedicarse al comercio y los oficios. Ahora se les reconocía como una clase aparte, y conservadora en su conjunto.
Entre la población había también muchos samuráis, que permanecían sin tomar partido, a la espera de ver si los Toyotomi vencían inesperadamente a los Tokugawa, así como una serie de jefes militares advenedizos, que, aunque carecían de experiencia y linaje, lograban mantener ejércitos personales de considerable tamaño. Había también un número notable de rōnin como los de Nara.
En todas las clases abundaban los libertinos y hedonistas, por lo que el número de tabernas y burdeles era desproporcionado con respecto al tamaño de la ciudad.
Las conveniencias, más que las convicciones políticas, tendían a determinar las fidelidades de gran parte de la población. Nadaban con la corriente y aprovechaban cualquier oportunidad que les pareciera favorable.
En la época del nombramiento de Itakura, en 1601, circulaba una anécdota por la ciudad según la cual el hombre, antes de aceptar el cargo, preguntó a Ieyasu si primero podría consultar a su esposa. Cuando regresó a casa, le dijo: «Desde los tiempos antiguos, ha habido innumerables hombres en puestos de honor que han llevado a cabo hazañas sobresalientes, pero han terminado por acarrear la deshonra tanto para ellos como para sus familias. Con mucha frecuencia, la causa de su fracaso se debe a sus esposas o relaciones familiares. Así pues, considero de la mayor importancia discutir este nombramiento contigo. Si juras que no interferirás en mis actividades como magistrado, aceptaré el cargo».
Su esposa se apresuró a dar su consentimiento, manifestando que «las esposas no tienen por qué entrometerse en esta clase de asuntos». A la mañana siguiente, cuando Itakura se disponía a partir hacia el castillo de Edo, la mujer observó que el cuello de su túnica interior estaba torcido. Apenas lo había tocado para enderezarlo, cuando él la amonestó: «Ya te has olvidado de tu juramento», y le hizo jurar de nuevo que no se entrometería. En general, todo el mundo admitía que Itakura era un representante eficaz del shōgun, estricto pero justo, y que Ieyasu había obrado con sabiduría al elegirle.
Al oír la mención de su nombre, los samuráis desviaron sus miradas de Musashi. Los hombres de Itakura patrullaban el barrio con regularidad, y todo el mundo evitaba su encuentro.
Un joven avanzó hasta el espacio abierto delante de Musashi.
—¡Esperad! —gritó con la misma voz resonante con que había dado la alarma. Era Sasaki Kojirō, el cual sonrió y siguió diciendo—: Estaba bajando de mi palanquín cuando oí que iba a producirse un combate. Desde hace tiempo temía que ocurriera esto, y estoy consternado al ver que sucede aquí y ahora. No soy partidario de la escuela Yoshioka y menos todavía apoyo a Musashi. Sin embargo, como guerrero y espadachín visitante, creo estar calificado para apelar en nombre del código guerrero y el conjunto de la clase guerrera.
Habló con energía y elocuencia, pero en un tono condescendiente y con una arrogancia absoluta.
—Quiero preguntaros qué vais a hacer cuando lleguen los alguaciles. ¿No os avergonzará que os detengan por provocar una reyerta callejera? Si obligáis a las autoridades a reparar en lo que está ocurriendo, no lo considerarán como una pelea ordinaria entre ciudadanos. Pero ésa es otra cuestión.
—Tanto la hora como el lugar son inadecuados. Es una deshonra para toda la clase militar que los samuráis perturben el orden público. Como uno de los vuestros, os pido que pongáis fin de inmediato a esta conducta indecorosa. Si debéis cruzar las espadas para zanjar vuestro agravio, entonces, en nombre del cielo, seguid las reglas de la esgrima. ¡Elegid una hora y un lugar!
—¡Eso es muy justo! —replicó Jūrōzaemon—. Pero si establecemos una fecha y un lugar, ¿puedes garantizarnos que Musashi se presentará?
—Lo haría de buen grado, pero…
—¿Puedes garantizarlo?
—¿Qué puedo deciros? ¡Que hable Musashi por sí mismo!
—¡Tal vez te propones ayudarle a escapar!
—¡No seas asno! Si mostrara parcialidad hacia él, vosotros me desafiaríais. No es amigo mío y no hay ninguna razón para que le proteja. Y si abandona Kyoto, no tenéis más que colocar avisos en toda la ciudad exponiendo su cobardía.
—Eso no basta. Esta noche no nos iremos de aquí a menos que nos garantices que le tendrás bajo custodia hasta el encuentro.
Kojirō giró sobre sus talones, sacó el pecho y se acercó más a Musashi, el cual había estado mirando fijamente su espalda. Sus miradas se trabaron, como las de dos fieras salvajes que se vigilan mutuamente. Había algo inevitable en la manera en que sus personalidades juveniles se enfrentaban, un reconocimiento de la capacidad del otro y, tal vez, una pizca de temor.
—¿Consientes en que el encuentro se realice como he propuesto, Musashi?
—Acepto.
—Muy bien.
—Sin embargo, me opongo a tu participación.
—¿No estás dispuesto a quedar bajo mi custodia?
—Me ofende lo que eso significa. En mis combates con Seijūrō y Denshichirō no he dado la menor muestra de cobardía. ¿Por qué creen sus seguidores que huiría antes de enfrentarme a ellos?
—Bien dicho, Musashi. No lo olvidaré. Ahora, dejando aparte mi garantía, ¿decidirás el lugar y la hora?
—Estoy de acuerdo con cualquier lugar y hora que ellos elijan.
—Ésa también es una respuesta gallarda. ¿Dónde estarás hasta el momento de la lucha?
—No tengo ninguna dirección.
—Si tus adversarios no saben dónde estás, ¿cómo pueden enviarte un mensaje escrito?
—Decidid ahora mismo la hora y el lugar. Estaré aquí.
Kojirō asintió. Tras consultar con Jūrōzaemon y varios más, regresó al lado de Musashi y le dijo:
—Quieren que la hora sea las cinco de la madrugada de pasado mañana.
—Acepto.
—El lugar será el pino de ancha copa al pie de la colina de Ichijōji, en el camino hacia el monte Hiei. El representante nominal de la casa de Yoshioka será Genjirō, el hijo mayor de Yoshioka Genzaemon, tío de Seijūrō y Denshichirō. Genjirō es ahora el nuevo jefe de la casa de Yoshioka, y el encuentro se realizará en su nombre, pero todavía es un niño, porque se estipula que varios discípulos de Yoshioka le acompañarán para actuar como segundos. Te lo digo para evitar cualquier malentendido.
Tras el intercambio formal de promesas, Kojirō llamó a la puerta de la cabaña. Los trabajadores del aserradero se apresuraron a abrirla y se asomaron.
—Debe de haber por aquí algo de madera que no os haga falta —les dijo Kojirō con aspereza—. Quiero colocar un anuncio. Buscadme una tabla apropiada y clavadla a un poste de seis pies de largo.
Mientras alisaban la tabla, Kojirō envió a un hombre en busca de pincel y tinta. Una vez reunidos los materiales, escribió la hora, el lugar y otros detalles con mano de experto calígrafo. Tal como sucediera antes, el anuncio se hacía público, pues eso era una garantía mejor que un intercambio de promesas en privado. Incumplir el compromiso significaría quedar públicamente en ridículo.
Musashi observó a los hombres de Yoshioka que levantaban el letrero en el lugar más transitado de la vecindad. Se dio la vuelta, imperturbable, y se dirigió con rapidez a los terrenos de equitación de Yanagi.
Jōtarō estaba a solas en la oscuridad y se sentía nervioso. Sus ojos y oídos estaban alerta, pero sólo de vez en cuando veía la luz de un palanquín u oía los ecos huidizos de las canciones que entonaban los hombres camino de su casa. Temiendo que Musashi pudiera haber sido herido o incluso muerto, finalmente perdió la paciencia y echó a correr hacia Yanagimachi.
Antes de que hubiera recorrido cien varas, oyó la voz de Musashi a través de la oscuridad.
—¡Eh! ¿Qué es esto?
—¡Ah, estás aquí! —exclamó, aliviado, el muchacho—. Tardabas tanto que decidí ir a dar un vistazo.
—Eso no ha sido muy inteligente. Podríamos habernos perdido de vista mutuamente.
—¿Había muchos hombres de Yoshioka al otro lado del portal?
—Sí, bastantes.
—¿No te capturaron? —Jōtarō miró inquisitivamente el rostro de Musashi—. ¿No ha ocurrido nada?
—En efecto.
—¿Adonde vas? La casa del señor Karasumaru se encuentra en esta dirección. Apuesto a que estás muy deseoso de ver a Otsū, ¿no es cierto?
—Sí, ansío verla.
—A esta hora de la noche se llevará una enorme sorpresa.
Siguió un silencio incómodo.
—Oye, Jōtarō, ¿recuerdas aquella pequeña posada donde nos encontramos por primera vez? ¿Cómo se llamaba el pueblo?
—La casa del señor Karasumaru es mucho más agradable que esa vieja posada.
—Estoy seguro de que no hay comparación posible.
—Todo está cerrado durante la noche, pero si vamos a la puerta de servicio nos dejarán entrar, y cuando vean que te he traído, es posible que el mismo señor Karasumaru salga a saludarte. Ah, por cierto, ¿qué le pasa a ese monje loco, Takuan? Me ha tratado muy mal. Me dijo que lo mejor que podía hacer era dejarle en paz, y no quiso decirme dónde estabas, aunque lo sabía perfectamente.
Musashi no hizo ningún comentario. Jōtarō charlaba mientras caminaban.
—Ahí es —dijo el muchacho, señalando la puerta trasera. Musashi se detuvo pero no dijo nada—. ¿Ves esa luz por encima de la valla? Es el ala norte, donde se aloja Otsū. Debe de estar esperándome.
Hizo un rápido movimiento hacia la puerta, pero Musashi le agarró con fuerza la muñeca.
—Todavía no. No voy a entrar en la casa. Quiero que le des a Otsū un mensaje de mi parte.
—¿No vas a entrar? ¿No has venido aquí para eso?
—No. Sólo quería cerciorarme de que llegabas sano y salvo.
—¡Tienes que entrar! ¡No puedes marcharte ahora!
El chico tiró frenéticamente de la manga de Musashi.
—No levantes la voz y escucha.
—¡No quiero escucharte! Me prometiste que vendrías conmigo.
—Y he venido, ¿no es cierto?
—No te he invitado a mirar la puerta, sino a visitar a Otsū.
—Tranquilízate… Es muy posible que esté muerto dentro de muy poco tiempo.
—Eso no es nada nuevo. Siempre dices que un samurái debe estar preparado para morir en cualquier momento.
—Es cierto, y creo que oírte repetir mis palabras es una buena lección para mí. Pero esta vez no es como las demás. Ya sé que no tengo una posibilidad entre diez de sobrevivir, y por eso creo que no debería ver a Otsū.
—Eso no tiene sentido.
—No lo entenderías ahora aunque te lo explicara. Ya lo comprenderás cuando seas mayor.
—¿Me estás diciendo la verdad? ¿Crees de veras que vas a morir?
—Así es, pero no puedo decirle tal cosa a Otsū, no puedo hacerlo cuando está enferma. Dile que sea fuerte y elija un camino que la conduzca a su felicidad futura. Ése es el mensaje que debes transmitirle. No quiero que le hables de la posibilidad de que me maten.
—¡Se lo diré! ¡Se lo diré todo! ¿Cómo podría mentirle a Otsū? Oh, por favor, por favor, ven conmigo.
Musashi le apartó.
—No me estás escuchando.
Jōtarō no podía retener las lágrimas.
—Pero…, pero lo siento mucho por ella. Si le digo que te has negado a verla, empeorará, estoy seguro.
—Por eso tienes que darle mi mensaje. Dile que vernos no nos hará ningún bien mientras todavía esté adiestrándome como guerrero. He elegido un camino de disciplina, el cual requiere que supere mis sentimientos y lleve una vida estoica llena de penurias. Si no lo hago así, nunca encontraré la luz que busco. Piénsalo, Jōtarō. También tú tendrás que seguir ese camino, pues de lo contrario nunca llegarás a ser un guerrero digno.
El muchacho no decía nada, aunque seguía sollozando. Musashi le rodeó con un brazo y le estrechó contra él.
—Uno nunca sabe cuándo terminará el Camino del Samurái. Cuando yo muera, debes buscarte un buen maestro. Ahora no puedo ver a Otsū, porque sé que, a la larga, será más feliz si no nos vemos. Y cuando encuentre la felicidad, comprenderá lo que siento ahora. Esa luz…, ¿estás seguro de que es la de su habitación? Debe de sentirse sola. Anda, vete a dormir.
Jōtarō empezaba a comprender el dilema de Musashi, pero había un rastro de malhumor en su actitud, allí en pie de espaldas a su maestro. Comprendía que no podía insistir más a Musashi.
Alzó el rostro arrasado en lágrimas y se aferró al último rayo de esperanza.
—Cuando hayas terminado tus estudios, ¿verás a Otsū y harás las paces con ella? Lo harás, ¿verdad? Cuando creas que has estudiado lo suficiente.
—Sí, cuando llegue ese día.
—¿Cuándo será?
—Es difícil saberlo.
—¿Dos años, quizá? —Musashi no le respondió—. ¿Tres años?
—El camino de la disciplina no tiene final.
—¿No volverás a ver a Otsū durante el resto de tu vida?
—Si el talento con que nací es adecuado, puede que algún día alcance mi objetivo. De lo contrario, es posible que siga siendo tan estúpido como lo soy ahora. Pero ahora me enfrento a la posibilidad de morir pronto. ¿Cómo puede un hombre con esa perspectiva hacer promesas que afectan al futuro de una mujer tan joven como Otsū?
Había dicho más de lo que pretendía. Jōtarō parecía confuso, pero entonces dijo en tono triunfante:
—No tienes que prometerle nada a Otsū. Lo único que te pido es que la veas.
—Mira, no es tan sencillo. Otsū y yo somos jóvenes. Me desagrada tener que admitirlo, pero si nos encontramos, me temo que sus lágrimas me derrotarían. No podría mantenerme fiel a mi decisión.
Musashi ya no era el joven impetuoso que desdeñó a Otsū en el puente Hanada. Era menos egocéntrico y temerario, más paciente y mucho más gentil. El encanto de Yoshino podría haber reavivado los fuegos de la pasión, si él no hubiera rechazado el amor de manera muy similar a la del fuego que no quiere tratos con el agua. No obstante, cuando la mujer era Otsū, Musashi desconfiaba de su capacidad de autodominio. Sabía que no debía pensar en ella sin considerar el efecto que podría tener en su vida.
Jōtarō oyó la voz de su maestro muy cerca de su oído.
—¿Lo comprendes ahora?
El muchacho se enjugó las lágrimas de los ojos, pero cuando apartó la mano de su rostro y miró a su alrededor, no vio más que una bruma oscura.
—¡Sensei! —exclamó.
Corrió hacia el extremo del largo muro de tierra, pero sabía que sus gritos no harían volver a Musashi. Apoyó la cara en el muro y las lágrimas brotaron de nuevo. Se sentía completamente derrotado, vencido una vez más por el razonamiento adulto. Lloró hasta que se le tensó la garganta y no emitió más sonidos, pero los sollozos convulsos siguieron agitando sus hombros.
Vio a una mujer al otro lado de la puerta de servicio y pensó que debía de ser alguna de las muchachas de la cocina que regresaba de un recado tardío. Se preguntó sí le habría oído llorar.
La oscura figura alzó su velo y caminó lentamente hacia él.
—¿Jōtarō? ¿Eres tú, Jōtarō?
—¡Otsū! ¿Qué haces aquí? Estás enferma.
—Estaba preocupada por ti. ¿Por qué te marchaste sin decir nada a nadie? ¿Dónde has estado durante todo este tiempo? Las luces estaban encendidas y la puerta cerrada, pero tú seguías sin regresar. No puedes imaginar lo preocupada que estaba.
—Estás loca. ¿Y si tienes fiebre otra vez? ¡Vuelve a la cama ahora mismo!
—¿Por qué estabas llorando?
—Te lo diré luego.
—Quiero saberlo ahora. Algo tiene que haberte ocurrido para que estés así. Fuiste en pos de Takuan, ¿no es cierto?
—Humm, sí.
—¿Has averiguado dónde está Musashi?
—Takuan es maligno. ¡Le odio!
—¿No te lo dijo él?
—Pues no.
—Me estás ocultando algo.
—¡Ah, eres imposible! —se quejó Jōtarō—. Tú y ese estúpido maestro mío. No puedo decirte nada antes de que te acuestes y te ponga una toalla fría en la cabeza. Si no regresas a la casa ahora mismo, te llevaré a rastras.
La cogió de la muñeca con una mano y golpeó la puerta con la otra, gritando, enfurecido:
—¡Abrid! La chica enferma está aquí. ¡Si no os dais prisa se va a congelar!