Al cabo de un par de días, la nieve se había fundido y las cálidas brisas primaverales estimulaban a una miríada de nuevos capullos a desarrollarse plenamente. El sol era intenso e incluso las prendas de algodón resultaban incómodas.
Un joven monje zen, con el kimono salpicado de barro hasta la cintura, permanecía ante la entrada de la residencia del señor Karasumaru. Al no obtener respuesta a sus repetidas llamadas a la puerta, se encaminó a los aposentos de los servidores y se puso de puntillas para echar un vistazo a través de la ventana.
—¿Qué quieres, sacerdote? —le preguntó Jōtarō.
El monje giró sobre sus talones y se quedó boquiabierto. No podía imaginar qué estaba haciendo aquel granujilla en el patio de la casa del señor Karasumaru.
—Si pides limosna, tendrás que dar la vuelta e ir a la cocina —añadió el muchacho.
—No he venido a pedir limosna —replicó él monje, y se sacó una caja de cartas del kimono—. Soy del Nansōji, en la provincia de Izumi. Esta carta es para Takuan Sōhō, y tengo entendido que se aloja aquí. ¿Eres uno de los recaderos?
—Claro que no. Soy un huésped, como Takuan.
—¿Es eso cierto? En tal caso, ¿querrías decirle a Takuan que estoy aquí?
—Espera, iré a buscarle.
Al entrar de un salto en el vestíbulo, Jōtarō tropezó con el pie de un biombo y las mandarinas que guardaba en el interior del kimono cayeron al suelo. Se apresuró a recogerlas y corrió hacia las habitaciones interiores.
Poco después regresó para informar al monje de que Takuan estaba ausente.
—Dicen que ha ido al Daitokuji.
—¿Sabes cuándo volverá?
—Dicen que muy pronto.
—¿Hay algún sitio donde pueda esperarle sin molestar a nadie?
Jōtarō entró en el patio dando brincos y condujo al sacerdote al establo.
—Puedes esperar aquí —le dijo—. No estorbarás a nadie.
El establo estaba lleno de paja, ruedas de carreta, estiércol de vaca y una diversidad de cosas, pero antes de que el sacerdote pudiera abrir la boca, Jōtarō echó a correr a través del jardín hacia una casita en el extremo occidental de la propiedad.
—¡Otsū! —gritó—. Te he traído unas mandarinas.
El médico del señor Karasumaru le había dicho a Otsū que no tenía nada que temer. La joven le creyó, aunque ella misma podía comprobar lo delgada que estaba tocándose la cara. La fiebre persistía y no había recobrado el apetito, pero aquella mañana le había murmurado a Jōtarō que le gustaría comer una mandarina.
Abandonando su lugar al lado de la cama, el chico fue primero a la cocina, donde le informaron de que no había mandarinas en la casa. Al no encontrarlas en las verdulerías ni otras tiendas de alimentos, se dirigió al mercado de Kyōgoku. Había allí una amplia variedad de artículos: hilo de seda, prendas de algodón, aceite para lámparas, pieles, etcétera…, pero ni una sola mandarina. Tras abandonar el mercado, se sintió esperanzado un par de veces al ver unos frutos de color anaranjado tras los muros de jardines particulares, que resultaron ser naranjas amargas y membrillos.
Después de recorrer casi media ciudad, logró su objetivo recurriendo al robo. La ofrenda delante del santuario shintoísta consistía en montoncitos de patatas, zanahorias y mandarinas. Se metió la fruta bajo el kimono y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le había visto. Temeroso de que el dios ultrajado se materializase de un momento a otro, rogó durante todo el camino de regreso a la casa de Karasumaru: «Por favor, no me castigues. No voy a comérmelas yo mismo».
Colocó las mandarinas en hilera, ofreció una a Otsū y se la mondó. Ella desvió la cabeza, negándose a tocarla.
—¿Qué te ocurre?
Cuando se inclinó adelante para mirarle la cara, ella hundió la cabeza en la almohada.
—No me ocurre nada —respondió entre sollozos.
—Has empezado a llorar de nuevo, ¿eh? —dijo Jōtarō, chasqueando la lengua.
—Lo siento.
—No me pidas disculpas. Lo único que quiero es que te comas una mandarina.
—Luego.
—Bueno, por lo menos cómete la que acabo de pelar, por favor.
—Aprecio tu amabilidad, Jō, pero ahora no puedo comer nada.
—Eso es porque lloras demasiado. ¿Por qué estás tan triste?
—Lloro porque soy feliz…, porque eres tan bueno conmigo.
—No me gusta verte así. También a mí me entran ganas de llorar.
—Dejaré de hacerlo, te lo prometo. Ahora dime, ¿me perdonarás?
—Sólo si te comes la mandarina. Si no comes nada, vas a morirte.
—Luego lo haré. Ésta cómetela tú.
—No, eso no puedo hacerlo. —Tragó saliva, imaginando la mirada colérica del dios—. Bueno, de acuerdo, los dos nos comeremos una.
Ella se volvió y empezó a quitar las blancas y filamentosas fibras de los gajos con sus dedos delicados.
—¿Dónde está Takuan? —le preguntó distraídamente.
—Me han dicho que ha ido al Daitokuji.
—¿Es cierto que vio a Musashi anteanoche?
—¿Te has enterado de eso?
—Sí. Me pregunto si le diría a Musashi que estoy aquí.
—Supongo que sí.
—Takuan dijo que invitaría a Musashi a venir aquí uno de estos días. ¿Te ha dicho algo de eso?
—No.
—Quizá se ha olvidado.
—¿Quieres que se lo pregunte?
—Sí, hazlo, por favor —replicó ella, sonriendo por primera vez—. Pero no le preguntes delante de mí.
—¿Por qué no?
—Takuan es terrible. Dice una y otra vez que padezco la «enfermedad de Musashi».
—Si Musashi viniera, te pondrías bien en seguida, ¿no es cierto?
—¡Incluso tú tienes que decir cosas así! —exclamó la muchacha, pero parecía realmente contenta.
—¿Está ahí Jōtarō? —preguntó desde el exterior uno de los samuráis de Mitsuhiro.
—Aquí estoy.
—Takuan quiere verte. Ven conmigo.
—Ve a ver qué desea —le instó Otsū—. Y no te olvides de lo que hemos hablado. Pregúntale, ¿quieres?
Sus pálidas mejillas adquirieron una leve tonalidad rosada mientras tiraba del edredón hasta cubrirse la mitad del rostro.
Takuan estaba en la sala, hablando con el señor Mitsuhiro. Jōtarō abrió de golpe la puerta deslizante y preguntó:
—¿Querías verme?
—Sí, entra.
Mitsuhiro miró al muchacho con una sonrisa indulgente, sin hacer caso de su falta de modales.
Jōtarō tomó asiento y se dirigió a Takuan.
—Un sacerdote como tú se ha presentado aquí hace un rato. Dijo que era del Nansōji. ¿Voy a buscarle?
—No te preocupes. Eso ya lo sé. Se ha quejado de que eres un chiquillo tremendo.
—¿Yo?
—¿Crees que está bien llevar a un huésped al establo y dejarle allí?
—Dijo que quería esperar en algún sitio donde no molestara a nadie.
Mitsuhiro se echó a reír hasta que le temblaron las rodillas, pero en seguida recobró la compostura y preguntó a Takuan:
—¿Vas a ir directamente a Tajima sin regresar a Izumi?
El sacerdote asintió.
—La carta es bastante inquietante y he pensado hacerlo así. No tengo que hacer ningún preparativo. Me marcho hoy mismo.
—¿Te vas? —inquirió Jōtarō.
—Sí, debo regresar a casa lo antes posible.
—¿Por qué?
—Acabo de enterarme de que mi madre se encuentra en estado crítico.
—¿También tú tienes madre?
El muchacho no podía dar crédito a sus oídos.
—Naturalmente.
—¿Cuándo vas a volver?
—Eso dependerá de la salud de mi madre.
—¿Y qué…, qué voy a hacer aquí sin ti? —rezongó Jōtarō—. ¿Significa eso que no te veremos más?
—Claro que no. Volveremos a vernos pronto. He dispuesto las cosas para que los dos os quedéis aquí, y cuento con que cuides de Otsū. Procura hacer que deje de cavilar para que mejore. No necesita tanto medicina como fortaleza.
—No soy lo bastante fuerte para darle eso. No se pondrá bien hasta que vea a Musashi.
—Es una paciente difícil, puedes estar seguro. No te envidio a una compañera de viaje como ella.
—Dime, Takuan, ¿dónde encontraste a Musashi?
—Pues…
Takuan miró al señor Mitsuhiro y se rio tímidamente.
—¿Cuándo va a venir? Dijiste que le traerías, y eso es lo único en lo que piensa Otsū desde entonces.
—¿Musashi? —dijo de manera despreocupada el señor Mitsuhiro—. ¿No es el rōnin que estaba con nosotros en la Ōgiya?
Sin responderle, Takuan se dirigió a Jōtarō:
—No he olvidado lo que le dije a Otsū. Cuando regresaba del Daitokuji, pasé por casa de Kōetsu para ver si Musashi estaba allí. Kōetsu no le ha visto y cree que debe de estar todavía en la Ōgiya. Su madre estaba tan preocupada que escribió una carta a Yoshino Dayū pidiéndole que enviara a Musashi a casa en seguida.
—Ah —exclamó el señor Mitsuhiro, enarcando las cejas, medio sorprendido y medio envidioso—. ¿De modo que está todavía con Yoshino?
—Parece ser que Musashi no es más que un hombre como cualquier otro. Aunque parezcan diferentes cuando son jóvenes, siempre resulta que son iguales.
—Yoshino es una mujer extraña. ¿Qué ve en ese espadachín inculto?
—No pretendo comprenderla, como tampoco comprendo a Otsū. Claro que, en realidad, no comprendo a las mujeres en general. Todas me parecen un poco enfermas. En cuanto a Musashi, supongo que es hora de que llegue a la primavera de la vida. Ahora es cuando comienza su verdadero adiestramiento, y confiemos en que le entre en la cabeza que las mujeres son más peligrosas que las espadas. No obstante, nadie puede resolverle sus problemas, y no creo que pueda hacer más que dejarle solo.
Un poco incómodo por haber hablado así delante de Jōtarō, el monje se apresuró a dar las gracias y despedirse de su anfitrión, solicitándole por segunda vez que permitiera quedarse un poco más a Otsū y Jōtarō.
El antiguo dicho de que los viajes deben comenzarse por la mañana no significaba nada para Takuan. Estaba decidido a marcharse y así lo hizo, aunque el sol estaba ya muy entrado en el oeste y ya descendía el crepúsculo.
Jōtarō corrió a su lado, tirándole de la manga.
—Por favor, vuelve y dile una palabra a Otsū. Ha estado llorando de nuevo y no puedo hacer nada por animarla.
—¿Habéis hablado los dos de Musashi?
—Me pidió que te preguntara cuándo va a venir. Si él no viene, me temo que podría morirse.
—No tienes que preocuparte por esa posibilidad. Limítate a dejarla en paz.
—Dime, Takuan, ¿quién es Yoshino Dayū?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Has dicho que Musashi estaba con ella, ¿no es cierto?
—Humm, no tengo intención de volver y tratar de curar la dolencia de Otsū, pero quiero que le digas algo de mi parte.
—¿Qué es ello?
—Dile que se alimente como es debido.
—Ya se lo he dicho cien veces.
—¿De veras? Bueno, es lo mejor que se le puede decir. Ahora bien, si no te escuchara, podrías decirle toda la verdad.
—¿Qué verdad?
—Musashi está encaprichado de una cortesana llamada Yoshino y no ha salido del burdel desde hace dos noches y dos días. ¡Otsū es una necia si sigue amando a un hombre así!
—¡Eso no es cierto! —protestó Jōtarō—. ¡Es mi sensei, es un samurái! No es esa clase de hombre. Si le dijera tal cosa a Otsū, podría suicidarse. El único necio eres tú, Takuan. ¡Un viejo de lo más estúpido!
—¡Ja, ja, ja!
—No tienes ningún derecho a hablar mal de Musashi ni decir que Otsū es una necia.
—Eres un buen chico, Jōtarō —le dijo el sacerdote, dándole unas palmaditas en la cabeza.
Jōtarō se zafó de su mano.
—Estoy harto de ti, Takuan. Nunca volveré a pedirte ayuda. Yo mismo encontraré a Musashi y lo traeré al lado de Otsū.
—¿Sabes dónde está ese lugar?
—No, pero me enteraré.
—Sé insolente si lo deseas, pero no te será fácil encontrar la casa de Yoshino. ¿Quieres que te enseñe cómo ir ahí?
—No te molestes.
—No soy un enemigo de Otsū, Jōtarō, ni tampoco tengo nada contra Musashi ni mucho menos. Durante años he rezado para que los dos pudieran ser felices.
—Entonces ¿por qué siempre dices unas cosas tan mezquinas?
—¿Así te lo parece? Tal vez tengas razón, pero en estos momentos los dos son personas enfermas. Si a Musashi se le deja en paz, su enfermedad desaparecerá, pero Otsū necesita ayuda. Como soy un sacerdote, he intentado ayudarla. Debemos ser capaces de curar las enfermedades del corazón, de la misma manera que los doctores curan las del cuerpo. Desgraciadamente, no he podido hacer nada por ella, por lo que desisto de seguir intentándolo. Si no puede comprender que su amor es unilateral, aconsejarle que se alimente como es debido es lo mejor que puedo hacer.
—No te preocupes por ello. Otsū no va a pedir ayuda a un gran farsante como tú.
—Si no me crees, ve a la Ōgiya, de Yanagimachi, y mira con tus propios ojos lo que está haciendo Musashi. Luego vuelve y cuéntale a Otsū lo que has visto. Durante algún tiempo tendrá el corazón desgarrado, pero eso podría abrirle los ojos.
Jōtarō se tapó los oídos con los dedos.
—¡Cállate, viejo farsante con cabeza de bellota!
—Eres tú quien ha venido detrás de mí, ¿lo has olvidado?
Takuan prosiguió su camino y Jōtarō se quedó en medio de la calle, repitiendo un sonsonete muy irrespetuoso que los pilletes de la calle solían dirigir burlonamente a los sacerdotes mendicantes. Pero en cuanto perdió de vista a Takuan, la voz se le quebró, las lágrimas acudieron a sus ojos y lloró desconsoladamente. Cuando por fin recuperó la compostura, se enjugó los ojos y, como un cachorro extraviado que de improviso recuerda el camino de su casa, empezó a buscar la Ōgiya.
La primera persona que vio era una mujer. Con la cabeza cubierta por un velo, parecía un ama de casa ordinaria. Jōtarō corrió hacia ella y le preguntó:
—¿Por dónde se va a Yanagimachi?
—Ése es el barrio autorizado, ¿no?
—¿Qué es un barrio autorizado?
—¡Por los dioses!
—Bueno, dime, ¿qué hacen ahí?
—¡Pero…, pero…!
La mujer le miró indignada un momento antes de marcharse apresuradamente.
Impávido, Jōtarō siguió caminando a buen paso, preguntando a un transeúnte tras otro dónde estaba la Ōgiya.