El laúd roto

Los cuatro o cinco leños ardían silenciosamente, emitiendo un grato aroma e iluminando la pequeña habitación como si fuese de día. El humo tenue, que no producía escozor en los ojos, parecía pétalos de peonía blanca agitados por la brisa, salpicados de vez en cuando por chispas de un dorado violáceo y carmesíes. Cada vez que el fuego parecía empezar a extinguirse, Yoshino echaba largos trozos de leña que tenía en un cubo a su lado.

Los hombres estaban demasiado cautivados por la belleza de las llamas para preguntar por la leña, pero finalmente Mitsuhiro inquirió:

—¿Qué clase de madera estás usando? No es pino.

—No —replicó Yoshino—. Es madera de peonía.

La respuesta les sorprendió un poco, pues la peonía, con sus ramas delgadas y tupidas, no parecía precisamente apropiada como leña. Yoshino cogió una rama que sólo estaba algo chamuscada y se la tendió a Mitsuhiro.

Les dijo que las cepas de peonía que estaban en el jardín habían sido plantadas más de cien años atrás. A principios del invierno, los jardineros las podaban a fondo, cortando las partes superiores agujereadas por los gusanos. Los restos que quedaban tras la poda se usaban como leña. Aunque la cantidad era insuficiente, bastaba para Yoshino.

La cortesana observó que la peonía era la reina de las flores. Tal vez era natural que sus ramas marchitas tuvieran una calidad que no se encontraba en la madera ordinaria, del mismo modo que ciertos hombres tenían una valía de la que otros estaban faltos.

—¿Cuántos son los hombres cuyo mérito perdura después de que las flores se han marchitado y muerto? —inquirió y, con una sonrisa melancólica, respondió a su propia pregunta—. Los seres humanos florecemos sólo durante nuestra juventud, y luego nos convertimos en esqueletos secos e inodoros incluso antes de morir. —Poco después Yoshino añadió—: Siento no poder ofreceros más que el sake y el fuego, pero por lo menos hay leña, suficiente para que dure hasta la salida del sol.

—No tienes que disculparte. Ésta es una fiesta digna de un príncipe.

Shōyū, aunque estaba acostumbrado al lujo, era sincero en su alabanza.

—Hay una sola cosa que me gustaría que hicierais por mí —dijo Yoshino—. ¿Me haréis el favor de escribir un recordatorio de esta velada?

Mientras ella frotaba la piedra de tinta, las muchachas extendieron una alfombra de lana en la habitación contigua sobre la que depositaron varias hojas de papel de escritura chino. Hecho de bambú y morera, era un papel duro y absorbente, apropiado para las inscripciones caligráficas.

Mitsuhiro adoptó el papel de anfitrión, se volvió hacia Takuan y le dijo:

—Buen sacerdote, puesto que la dama lo solicita, ¿escribirás algo adecuado? ¿O tal vez deberíamos pedírselo primero a Kōetsu?

Kōetsu se movió en silencio sobre sus rodillas. Tomó el pincel, se quedó un momento pensativo y dibujó un pétalo de peonía.

Encima del dibujo, Takuan escribió:

¿Por qué debo aferrarme

a una vida tan alejada

de la belleza y la pasión?

Aunque hermosas, las peonías

se despojan de sus pétalos brillantes y mueren.

El poema de Takuan era de estilo japonés. Mitsuhiro prefirió escribir a la manera china, anotando unos versos de un poema de Tsai Wen:

Cuando estoy ocupado, la montaña me mira.

Cuando estoy ocioso, miro a la montaña,

aunque parece ser lo mismo, no lo es,

pues la ocupación es inferior al ocio.

Bajo el poema de Takuan, Yoshino escribió:

Incluso mientras florecen

un hálito de tristeza se cierne

sobre las flores.

¿Piensan acaso en el futuro,

cuando sus pétalos habrán desaparecido?

Shōyū y Musashi observaban en silencio, el último muy aliviado cuando nadie insistió en que también escribiera algo.

Regresaron al lado del hogar y charlaron un rato, hasta que Shōyū, al reparar en un biwa, una especie de laúd, junto al lugar de honor en la sala interior, le pidió a Yoshino que tocara para ellos. Los demás secundaron la sugerencia.

Sin el menor atisbo de timidez, Yoshino cogió el instrumento y se sentó en medio de la habitación interior tenuemente iluminada. Su porte no era el de un virtuoso orgulloso de sus habilidades, pero tampoco trató de ser más modesta de lo necesario. Los hombres despejaron sus mentes de pensamientos azarosos, a fin de atender mejor a la rendición que hacía Yoshino de una sección de los Cuentos de Heike. Los tonos suaves, dulces, cedieron el paso a un pasaje turbulento, seguido de unos acordes en staccato. El fuego menguó y la oscuridad invadió la habitación. Extasiados por la música, ninguno de los presentes se movió hasta que una minúscula explosión de chispas les hizo regresar a la tierra.

Cuando terminó de tocar, Yoshino sonrió levemente y dijo:

—Me temo que no lo hago muy bien.

Dejó el laúd en su sitio y regresó al fuego. Cuando los hombres se levantaron para marcharse, Musashi, contento al ver que se libraba de más aburrimiento, fue el primero en alcanzar la puerta. Yoshino se despidió de los demás uno tras otro, pero a él no le dijo nada. Cuando se disponía a salir, la cortesana le cogió discretamente de la manga.

—Pasa la noche aquí, Musashi. Por alguna razón…, no quiero que vuelvas a casa.

El rostro de una virgen importunada no habría enrojecido más. Trató de ocultarlo fingiendo que no oía, pero los demás se dieron cuenta de que estaba demasiado turbado para hablar.

Yoshino se volvió hacia Shōyū y le preguntó:

—No hay ningún impedimento para que se quede aquí, ¿verdad?

Musashi apartó la mano de Yoshino de su manga.

—No, me marcho con Kōetsu.

Se apresuró hacia la puerta, pero Kōetsu le detuvo.

—No seas así, Musashi. ¿Por qué no pasas aquí esta noche? Puedes volver a mi casa mañana. Al fin y al cabo, la dama ha sido tan amable de mostrar su preocupación por ti.

Dicho esto, y sin esperar la reacción del joven, fue a reunirse con los otros dos hombres.

La cautela de Musashi le advertía de que estaban tratando de embaucarle para que se quedara, a fin de reírse más tarde de él. No obstante, la seriedad que veía en los rostros de Yoshino y Kōetsu parecía contradecir que se tratara sólo de una broma.

Shōyū y Mitsuhiro, divertidísimos por su incomodidad, insistían en burlarse de él.

—Eres el hombre más afortunado del país —le dijo uno de ellos, y el otro se ofreció para quedarse en su lugar.

Las chanzas cesaron con la llegada de un hombre a quien Yoshino había encargado que echara un vistazo por el barrio. El enviado jadeaba y los dientes le castañateaban de miedo.

—Los demás caballeros pueden marcharse —dijo—, pero Musashi debería pensarlo dos veces. Ahora sólo está abierta la entrada principal, y a cada lado de ella, alrededor de la casa de té Amigasa y a lo largo de la calle, hay enjambres de samuráis fuertemente armados, que deambulan en pequeños grupos. Son de la escuela Yoshioka. Los mercaderes temen que pueda ocurrir algo terrible, por lo que han cerrado sus tiendas temprano. Me han dicho que más allá del barrio, hacia el campo de equitación, hay por lo menos un centenar de hombres.

Los visitantes se quedaron impresionados, no sólo por el informe sino también por el hecho de que Yoshino hubiera tomado semejante precaución. Tan sólo Kōetsu tenía un atisbo de que podría haber ocurrido algún incidente.

Yoshino había supuesto que sucedía algo cuando vio la mancha de sangre en la manga de Musashi.

—Ahora que sabes lo que hay ahí afuera, Musashi, tal vez estés incluso más decidido a marcharte, sólo para demostrar que no tienes miedo —le dijo la cortesana—. Pero te ruego que no hagas nada temerario. Si tus enemigos piensan que eres un cobarde, siempre puedes demostrarles mañana que no lo eres. Esta noche has venido aquí para relajarte, y es lo propio de un hombre apurar el goce hasta satisfacer los deseos de su corazón. Los Yoshioka quieren matarte y, ciertamente, no es ninguna deshonra evitar tal cosa. Incluso muchos condenarían la pobreza de tu juicio si insistieras en dirigirte a su trampa.

—Está la cuestión de tu honor personal, por supuesto, pero te ruego que te detengas a considerar los trastornos que una refriega causaría a la gente del barrio. Las vidas de tus amigos también correrían peligro. En tales circunstancias, lo único prudente es que te quedes aquí.

Sin esperar su respuesta, Yoshino se volvió hacia los demás hombres y les dijo:

—Creo que vosotros podéis marcharos, siempre que tengáis cuidado por el camino.

Un par de horas después dieron las cuatro. El sonido distante de música y cantos se había desvanecido. Musashi, sentado en el umbral de la sala donde estaba el hogar, era un solitario prisionero en espera del alba. Yoshino permanecía al lado del fuego.

—¿No tienes frío ahí? —le preguntó—. Ven aquí y estarás caliente.

—No te preocupes por mí y vete a la cama. Cuando salga el sol, me iré.

Ya habían intercambiado las mismas palabras una serie de veces, pero sin ningún resultado.

A pesar de la falta de refinamiento de Musashi, Yoshino se sentía atraída por él. Aunque existía la opinión de que una mujer que pensaba en los hombres como tales, en lugar de verlos tan sólo como fuentes de ingresos, no estaba preparada para encontrar empleo en los barrios alegres, eso no era más que un cliché repetido por los patronos de los burdeles, hombres que sólo conocían a las prostitutas corrientes y no tenían ningún contacto con las grandes cortesanas. Las mujeres con la crianza y el adiestramiento de Yoshino eran muy capaces de enamorarse. Ella tan sólo tenía uno o dos años más que Musashi, pero sus respectivas experiencias del amor no podían ser más diferentes. Al verle sentado con tanta rigidez, reprimiendo sus emociones, evitando su rostro como si mirarla pudiera cegarle, ella se sentía de nuevo como una doncella protegida que experimenta los primeros tormentos del amor.

Los servidores, desconocedores de la tensión psicológica, habían extendido lujosos jergones, apropiados para la hija y el hijo de un daimyō, en la habitación contigua. Minúsculas campanillas doradas brillaban tenuemente en los ángulos de las almohadas de satén.

El sonido de la nieve que se deslizaba del tejado no era distinto al de un hombre que saltara desde la valla al jardín. Cada vez que lo oía, a Musashi se le erizaba el cabello, como si los nervios llegaran hasta sus mismas puntas.

Yoshino sintió que la recorría un escalofrío. Era la hora más fría de la noche, poco antes del amanecer, y no obstante su incomodidad no se debía al frío sino a la presencia de aquel hombre obstinado. Era una sensación que entraba en conflicto, de una manera complicada y rítmica, con la atracción que experimentaba hacia él.

La tetera sobre el fuego empezó a silbar, un sonido alegre que serenó a la mujer, la cual sirvió el té con lentos movimientos.

—Pronto amanecerá. Toma una taza de té y caliéntate junto al fuego.

—Gracias —dijo Musashi sin moverse.

—Ya está listo —volvió a decir ella, y no insistió más.

Lo último que deseaba era convertirse en un fastidio. Sin embargo, estaba un poco ofendida al ver que el té iba a desperdiciarse. Cuando ya estaba demasiado frío para beberlo, lo echó en un pequeño cubo que tenía para ese fin. Se preguntó de qué servía ofrecer té a un rústico como aquel joven, para quien las sutilezas de tomar té no significaban nada.

Aunque estaba de espaldas a ella, Yoshino se daba cuenta de que todo su cuerpo estaba tenso como una armadura de acero. Una expresión de simpatía apareció en el rostro de la mujer.

—Musashi.

—¿Qué?

—¿Contra quién estás en guardia?

—Contra nadie, tan sólo estoy intentando no relajarme demasiado.

—¿A causa de tus enemigos?

—Naturalmente.

—En el estado en que te encuentras, si te atacaran de improviso en masa, morirías en el acto. Estoy segura de ello, y eso me entristece.

Él no le respondió.

—Una mujer como yo no sabe nada del arte de la guerra, pero después de observarte esta noche tengo la terrible sensación de que he visto a un hombre que pronto será vencido. De algún modo te envuelve la sombra de la muerte. En tales condiciones, ¿está seguro un guerrero que en cualquier momento puede tener que enfrentarse a una docena de espadas? ¿Puede un hombre así confiar en que saldrá victorioso?

Aunque su tono expresaba comprensión y simpatía, estas palabras inquietaron a Musashi, el cual se volvió en redondo, avanzó hasta el hogar y se sentó frente a la cortesana.

—¿Me estás diciendo que soy inmaduro?

—¿Te has enfadado?

—Nada de lo que una mujer diga hará que me enfade, pero me interesa saber por qué crees que actúo como un hombre al que pronto van a matar.

Era dolorosamente consciente de la red de espadas, estrategias y maldiciones tejida en torno a él por los partidarios de los Yoshioka. Había previsto un intento de venganza, y en el patio del Rengeōin había pensado en la posibilidad de ocultarse, pero eso habría sido una descortesía hacia Kōetsu y la ruptura de la promesa que le había hecho a Rin'ya. Sin embargo, mucho más decisivo era su deseo de que no le acusaran de huir porque tenía miedo.

Después de volver a la Ōgiya, pensó que había mostrado una admirable compostura. Ahora Yoshino se reía de su inmadurez. Esto no le habría molestado si ella se burlara a la manera de las cortesanas, pero parecía perfectamente seria.

Aunque afirmaba no estar enfadado, su mirada, fija en el blanco rostro de la mujer, era tan penetrante como la punta de una espada.

—Explícame lo que has dicho —le pidió. Como ella no le respondió de inmediato, añadió—: O tal vez sólo estabas bromeando.

En las mejillas de Yoshino reaparecieron los hoyuelos que se habían desvanecido.

—¿Cómo puedes decir tal cosa? —Se echó a reír, sacudiendo la cabeza—. ¿Crees que bromearía sobre algo tan serio como un guerrero?

—Bien, ¿qué querías decir? ¡Dímelo!

—De acuerdo. Puesto que pareces tan deseoso de saberlo, intentaré explicártelo. ¿Estabas escuchando cuando tocaba el laúd?

—¿Qué tiene eso que ver?

—Tal vez es una tontería preguntártelo. Estás tan tenso que tus oídos difícilmente podrían captar los tonos finos, sutiles de la música.

—No, eso no es cierto. Estaba escuchando.

—¿Se te ocurrió preguntarte cómo todas esas complicadas combinaciones de tonos bajos y altos, frases fuertes y débiles, pueden producirse con sólo cuatro cuerdas?

—Escuchaba el relato. ¿Qué más debía oír?

—Mucha gente lo hace, pero me gustaría hacer una comparación entre el laúd y un ser humano. En vez de exponer la técnica para tocar el instrumento, permíteme recitar un poema de Po Chü-i en el que describe los sonidos del laúd. Estoy segura de que lo conoces.

Su frente se arrugó ligeramente mientras entonaba el poema en voz baja, en un estilo equidistante entre el canto y la recitación.

Las cuerdas grandes murmuraban como la lluvia,

las cuerdas pequeñas susurraban como si contaran un secreto,

murmuraban, susurraban… y entonces se entremezclaban

como perlas grandes y pequeñas vertidas en una fuente de jade.

Oíamos el canto líquido de una oropéndola oculta entre las flores.

Oíamos un arroyo que sollozaba amargamente a lo largo de un banco de arena…

Por el súbito cese de su fría pulsación, la misma cuerda parecía rota

como si no pudiera pasar, y las notas, extinguiéndose

en una hondura de pesar y ocultación del lamento,

decían más en silencio de lo que habían dicho al sonar…

Un jarrón de plata se rompió abruptamente con un borbotón de agua,

y de allí salieron con ímpetu caballos revestidos de armaduras y armas que entrechocaron y golpearon,

y antes de que ella dejara su plectro, terminó con un solo toque

y las cuatro cuerdas produjeron un solo sonido, como el de seda desgarrada.

—Así pues, como ves, un sencillo laúd puede producir una variedad infinita de tonalidades. Eso es algo que me ha asombrado siempre, desde la época en que aprendí a tocar. Un día rompí un laúd para ver qué tenía dentro. Luego intenté construir uno yo misma. Tras varios intentos más, por fin comprendí que el secreto del instrumento está en su corazón.

Se interrumpió y fue a la habitación contigua en busca del laúd. Cuando volvió a sentarse, sostuvo el instrumento por el clavijero, manteniéndolo en posición vertical delante de él.

—Si examinas el interior, verás por qué son posibles las variaciones tonales.

Cogió un afilado cuchillo y lo clavó con rapidez y fuerza en el dorso en forma de pera del laúd. Tres o cuatro diestros golpes y el trabajo estuvo hecho, de una manera tan rápida y decisiva que Musashi casi esperó ver manar sangre del instrumento. Incluso sintió una leve punzada de dolor, como si la hoja hubiera cortado su propia carne. Dejando el cuchillo detrás de ella, Yoshino alzó el laúd para que él pudiera ver su estructura.

Musashi miró primero el rostro de la mujer y luego el laúd roto, y se preguntó si realmente poseía el elemento de violencia que había exhibido al manejar el arma. Seguía sintiendo el dolor punzante producido por el ruido chirriante de los cortes.

—Como puedes ver —le dijo ella—, el interior del laúd es casi completamente hueco. Todas las variaciones proceden de esta única pieza transversal cerca del centro. Esta sola pieza equivale a los huesos, los órganos vitales, el corazón del instrumento. Si fuese totalmente recto y rígido, el sonido sería monótono, pero ha sido desbastado hasta darle una forma curva. Esto, por sí solo, no podría crear la variedad infinita del laúd, la cual se consigue dando a la pieza transversal cierto margen para que vibre en cada extremo. Por decirlo de otra manera, la riqueza tonal se debe a que existe cierta libertad de movimiento, cierta relajación, en los extremos del núcleo.

—Lo mismo sucede con las personas. Debemos tener flexibilidad, nuestro espíritu ha de ser capaz de moverse libremente. Si uno está demasiado tenso y rígido, es quebradizo y no tiene capacidad de reacción.

Los ojos de Musashi no se apartaban del laúd. Tampoco despegó los labios. Ella siguió diciendo:

—Esto debería ser evidente para todo el mundo, pero ¿no es una característica de la gente volverse rígida? Con un solo toque del plectro puedo hacer que las cuatro cuerdas del laúd suenen como una lanza, una espada, una nube que se rasga, debido al sutil equilibrio entre firmeza y flexibilidad en el núcleo de madera. Esta noche, cuando te vi por primera vez, no percibí en ti ni un ápice de flexibilidad…, sólo tensión, una rigidez inflexible. Si la pieza transversal del laúd estuviera tan tirante y rígida como tú, un solo toque del plectro rompería una cuerda, tal vez incluso la misma caja de resonancia. Es posible que fuese presuntuosa al decirte lo que te dije, pero estaba preocupada por ti. No bromeaba ni me reía de ti. ¿Lo comprendes?

Un gallo cantó a lo lejos. La luz del sol, reflejada por la nieve, penetró a través de las rendijas en los postigos contra la lluvia. Musashi permaneció sentado, contemplando el cuerpo mutilado del laúd y las astillas esparcidas por el suelo. No oyó el canto del gallo ni se fijó en que había amanecido.

—Ah, ya es de día —dijo Yoshino.

Parecía lamentar que hubiera terminado la noche. Extendió la mano para coger más leña antes de darse cuenta de que no quedaba un solo trozo.

Los sonidos de la mañana, las puertas que crujían al abrirse, el piar de los pájaros, invadían la habitación, pero Yoshino no hizo ningún movimiento para cerrar los postigos contra la lluvia. Aunque el fuego se había extinguido, la sangre corría cálidamente por sus venas.

Las muchachas que la atendían no ignoraban que no debían abrir la puerta de la casita hasta que ella las llamara.