—¡Ningún noble impúdico va a pasarme por delante! Si cree que puede librarse de mí enviándome una hoja de papel en blanco, tendré que cambiar unas palabras con él. Y traeré a Yoshino conmigo, aunque sólo sea para dar satisfacción a mi orgullo.
Dicen que no es necesario ser joven para disfrutar haciendo travesuras. Cuando Haiya Shōyū estaba bebido, no había nada que le retuviera.
—¡Llévame a su habitación! —ordenó a Sumigiku, apoyando una mano en el hombro de la muchacha para levantarse.
Kōetsu le pidió en vano que no perdiera la compostura.
—¡No! Voy a ver a Yoshino… ¡En pie, portaestandartes! ¡Vuestro general entra en acción! ¡Los que tengan redaños, que me sigan!
Una característica peculiar de los ebrios es que, aunque parecen estar en peligro constante de caer o sufrir algún percance peor, si se les deja solos normalmente resultan ilesos. De todos modos, si nadie tomara medidas para protegerles, éste sería un mundo realmente vacío de sentimientos. Con todos sus años de experiencia a cuestas, Shōyū era capaz de trazar una tenue línea entre divertirse y entretener a los demás. Cuando le creían lo bastante bebido para que resultara fácil manejarle, se mostraba tan difícil como era posible, tambaleándose y dando traspiés hasta que alguien acudía a rescatarle, en cuyo momento se producía un encuentro de espíritus en el límite en que la borrachera provoca una reacción comprensiva.
—Te caerás —gritó Sumigiku, corriendo a sostenerle.
—No seas tonta. ¡Puede que las piernas me flaqueen un poco, pero tengo el espíritu firme!
Parecía malhumorado.
—Intenta caminar solo.
La muchacha le soltó y él se desplomó de inmediato.
—Supongo que estoy un poco cansado. Alguien tendrá que llevarme.
Durante el recorrido hasta la sala ocupada por el señor Kangan, Shōyū, que parecía no enterarse de nada pero era perfectamente consciente de todo, se tambaleó, se desvió, tembló como jalea y, en general, mantuvo en vilo a sus acompañantes desde un extremo del largo pasillo al otro.
Estaba en juego que los «nobles insolentes y sosos», como él los llamaba, monopolizaran o no a Yoshino Dayū. Los grandes mercaderes, que eran tan sólo plebeyos ricos, no sentían temor ni admiración hacia los cortesanos del emperador. Cierto que eran celosos del rango hasta extremos pasmosos, pero eso contaba poco porque no tenían dinero. Si uno esparcía a su alrededor suficiente oro para que estuvieran contentos, participaba en sus elegantes pasatiempos, no escatimaba la deferencia hacia su categoría y les permitía mantener su orgullo, podía manipularlos como marionetas. Nadie sabía esto mejor que Shōyū.
La luz danzó alegremente en la shoji de la antesala del señor Karasumaru mientras Shōyū trataba de abrirla con torpes movimientos.
Bruscamente, abrieron la puerta deslizante desde el exterior.
—¡Vaya, pero si es Shōyū! —exclamó Takuan Sōhō.
Shōyū abrió unos ojos como platos, primero a causa de la sorpresa y luego complacido.
—Buen sacerdote —farfulló—. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Estás aquí desde el principio?
—Y tú, buen señor, ¿estás aquí desde el principio? —le imitó Takuan. Rodeó el cuello de Shōyū con un brazo y los dos hombres bebidos se abrazaron como una pareja de amantes, juntando las mejillas.
—¿Estás bien, viejo bergante?
—Sí, viejo farsante, ¿y tú?
—He esperado mucho verte.
—Y yo a ti.
Antes de que se hubiera agotado la sensiblera sarta de saludos, los dos se daban palmadas en la cabeza y cada uno le lamía la nariz al otro.
El señor Karasumaru, que observaba la escena en la antesala, volvió la cabeza hacia el señor Konoe Nobutada, sentado delante de él, y le dijo con una sonrisa sardónica:
—¡Ja! Tal como esperaba. Ha llegado el ruidoso.
Karasumaru Mitsuhiro era todavía joven, quizá no pasaba de los treinta. Aunque no hubiera vestido su atuendo impecable, habría tenido un aire aristocrático, pues era apuesto, de tez clara, con cejas espesas, labios carmesíes y ojos de expresión inteligente. Daba la impresión de ser un hombre muy gentil, pero bajo la superficie refinada acechaba un temperamento fuerte, alimentado por el resentimiento acumulado contra la clase militar. A menudo decía: «¿Por qué en esta época en que sólo se considera a los guerreros como seres humanos plenos he tenido que nacer noble?».
En su opinión, la clase guerrera debería ocuparse de los asuntos militares y nada más, y todo joven cortesano al que no ofendiera el actual estado de cosas era un necio. La usurpación del poder absoluto por parte de los guerreros trastocaba el antiguo principio de que sólo debería gobernar la corte imperial con la ayuda de los militares. Los samuráis ya no hacían el menor intento de mantener la armonía con la nobleza, sino que lo dirigían todo y trataban a los miembros de la corte como si fueran adornos. No sólo los ornados tocados que se permitía llevar a los cortesanos carecían de sentido, sino que las decisiones que se les permitía tomar podrían haber sido tomadas por muñecos.
El señor Karasumaru consideraba que era un grave error por parte de los dioses haber hecho un noble de un hombre como él, y, aunque estaba al servicio del emperador, sólo veía dos caminos abiertos ante él: vivir en constante desdicha o estar siempre de juerga. La elección juiciosa era apoyar la cabeza en las rodillas de una mujer bella, admirar la pálida luz de la luna, contemplar los cerezos en flor cuando era la temporada y morir con una taza de sake en la mano.
En su carrera había pasado de ministro imperial de finanzas a viceministro auxiliar de la Derecha y consejero imperial. Era un alto funcionario en la impotente burocracia del emperador, pero pasaba mucho tiempo en el barrio autorizado, cuya atmósfera ayudaba a olvidar los insultos que debía soportar cuando se ocupaba de asuntos más prácticos. Entre sus compañeros habituales figuraban varios jóvenes nobles descontentos, todos ellos pobres en comparación con los dirigentes militares, pero de alguna manera capaces de reunir el dinero necesario para sus excursiones nocturnas a la Ōgiya, el único lugar, según confesaban, donde tenían la libertad de sentirse humanos.
Aquella noche había invitado a acompañarle a un hombre de otra clase, el taciturno y cortés Konoe Nobutada, que contaba unos diez años más que él. También Nobutada tenía porte aristocrático y una expresión grave en los ojos. De rostro carnoso y espesas cejas, unas marcas de viruelas estropeaban un poco su cutis atezado, pero la modestia de su carácter hacía que la imperfección pareciera de algún modo apropiada. En lugares como la Ōgiya, alguien que no le conociera jamás habría supuesto que era uno de los nobles de más alto rango de Kyoto, el cabeza de la familia entre cuyos miembros eran elegidos los regentes imperiales.
Estaba al lado de Yoshino y, con una sonrisa afable, se volvió hacia ella y le dijo:
—Ésa es la voz del señor Funabashi, ¿no es cierto?
Ella se mordió los labios, ya más rojos que flores de cerezo, y su mirada reflejó el apuro que le ocasionaba la embarazosa situación.
—¿Qué hago si entra? —preguntó, nerviosa.
—¡No te levantes! —le ordenó el señor Karasumaru, cogiendo el borde de su kimono.
—¿Qué estás haciendo ahí afuera, Takuan? Si dejas la puerta abierta entra frío. Sal si lo deseas o entra de una vez, pero cierra la puerta.
Takuan mordió el cebo y le dijo a Shōyū:
—Pasa.
Tiró del viejo, haciéndole entrar en la habitación.
Shōyū dio unos pasos y se sentó directamente enfrente de los dos nobles.
—¡Vaya, qué sorpresa tan agradable! —exclamó Mitsuhiro con fingida sinceridad.
Shōyū se acercó más arrastrando sus huesudas rodillas. Extendió la mano hacia Nobutada.
—Dame sake —le pidió. Cuando recibió la taza, hizo una reverencia exageradamente ceremoniosa.
—Me alegro de verte, viejo Funabashi —le dijo Nobutada, sonriente—. Siempre pareces estar de buen humor.
Shōyū apuró la taza y la devolvió.
—No había imaginado que el compañero del señor Kangan era vuestra excelencia. —Fingiendo todavía estar más bebido de lo que realmente estaba, movió su delgado y arrugado cuello como un antiguo criado y dijo con fingido temor—: ¡Perdonadme, estimada excelencia! —Entonces cambió de tono—. ¿Por qué he de ser tan cortés? ¡Ja, ja! ¿No es cierto, Takuan? —Rodeó con el brazo el cuello del sacerdote, le atrajo hacia él y señaló con un dedo a los dos cortesanos—. ¿Sabes, Takuan? Las personas de este mundo que me dan más pena son los nobles. Ostentan títulos resonantes, como consejero o regente, pero no tienen nada que acompañe a los honores. Hasta los mercaderes están en mejor posición, ¿no te parece?
—Desde luego —respondió Takuan, contorsionándose para librarse del brazo que le rodeaba el cuello.
Shōyū puso una taza bajo las mismas narices del sacerdote.
—Todavía no me has invitado a beber.
Takuan le sirvió sake. El viejo bebió.
—Eres un hombre taimado, Takuan. En el mundo en que vivimos, los sacerdotes como tú son astutos, los mercaderes elegantes, los guerreros fuertes y los nobles estúpidos. ¡Ja, ja! ¿No es cierto?
—Así es, así es —convino Takuan.
—Los nobles no pueden hacer lo que les plazca debido a su rango, pero están excluidos de la política y el gobierno. Lo único que les queda es componer versos o hacerse expertos calígrafos. ¿No es ésa la verdad? —Se rio de nuevo.
Aunque a Mitsuhiro y Nobutada les gustaba la diversión tanto como a Shōyū, la brusquedad con que éste les estaba ridiculizando era embarazosa y reaccionaron con un silencio pétreo.
Aprovechándose de su incomodidad, Shōyū insistió:
—¿Qué te parece, Yoshino? ¿Te atraen los nobles o prefieres a los mercaderes?
Yoshino se rio entre dientes.
—Ji, ji. Vaya, señor Funabashi, ¡qué pregunta tan extraña!
—No bromeo. Estoy tratando de escrutar el corazón de una mujer, y ahora puedo ver lo que hay en él. Realmente prefieres a los mercaderes, ¿verdad? Creo que será mejor que te saque de aquí. Ven conmigo a mi sala. —La cogió de la mano y se levantó, con una expresión maliciosa en el rostro.
Sobresaltado, Mitsuhiro derramó su sake.
—Estás llevando la broma demasiado lejos —le dijo, al tiempo que le arrebataba la mano de Yoshino y la atraía hacia él.
Atrapada entre los dos, Yoshino se echó a reír e intentó sacar el mejor partido de la situación. Cogió la mano de Mitsuhiro con su mano derecha y la de Shōyū con la izquierda, adoptó una expresión preocupada y dijo:
—¿Que voy a hacer con vosotros dos?
En cuanto a los dos hombres, aunque no sentían desagrado mutuo ni eran serios rivales en el amor, las reglas del juego les exigían que hicieran cuanto estuviera en su mano para que la posición de Yoshino Dayū fuese más incómoda.
—Vamos, mi buena dama —le dijo Shōyū—. Debes decidir por ti misma. Tienes que elegir al hombre cuya habitación agraciarás, aquél a quien entregarás tu corazón.
Takuan intervino en el conflicto.
—Un problema muy interesante, ¿no es cierto? Dinos, Yoshino, ¿a quién eliges?
El único que no participaba era Nobutada. Al cabo de un rato, su sentido del decoro le impulsó a decir:
—Por favor, sois invitados, no seáis descorteses. Por vuestra manera de comportaros, estoy seguro de que a Yoshino le gustaría librarse de los dos. ¿Por qué no nos divertimos todos y dejamos de importunarla? Kōetsu debe de estar solo. Que una de las chicas vaya en su busca y le traiga.
Shōyū agitó una mano.
—No hay motivo para traerle aquí. Voy a volver a mi habitación con Yoshino.
—No harás tal cosa —dijo Mitsuhiro, abrazándola más fuerte.
—¡La insolencia de la aristocracia! —exclamó Shōyū. Con los ojos centelleantes, ofreció una taza a Mitsuhiro y le dijo—: Decidamos con quién se queda mediante un concurso de bebida… ante sus mismos ojos.
—Ah, muy bien, eso parece divertido. —Mitsuhiro cogió una taza grande y la colocó sobre una mesita entre ellos—. ¿Estás seguro de que eres lo bastante joven para aguantarlo? —le preguntó maliciosamente.
—¡No hace falta ser joven para competir con un noble esmirriado!
—¿Cómo vamos a decidir a quién le toca el turno? Si nos limitamos a beber a grandes tragos no es divertido. Tenemos que jugar a algo. El que pierda, beberá una taza llena. ¿A qué jugamos?
—Podríamos mirarnos fijamente, a ver quién resiste más sin desviar la vista.
—Eso significaría contemplar tu feo rostro de mercader. No es un juego, sino una tortura.
—¡No seas insultante! Humm, ¿qué te parece el juego de piedra, tijeras y papel?
—¡Estupendo!
—Tú serás el arbitro, Takuan.
—Haré lo que sea por complaceros.
Con semblantes totalmente serios, empezaron a jugar. Después de cada ronda, el perdedor se quejaba con la amargura apropiada y todos se reían.
Yoshino Dayū salió discretamente de la habitación, arrastrando graciosamente tras ella la cola de su largo kimono, y caminó con aire imponente por el pasillo. Poco después de que hubiera salido, Konoe Nobutada dijo:
—También yo debo irme.
Su salida pasó desapercibida a los demás.
Bostezando sin recato, Takuan se tendió y, sin molestarse en pedir permiso, apoyó la cabeza en las rodillas de Sumigiku. Aunque era agradable dormitar así, sentía también una punzada de culpabilidad. «Debo volver a casa —se dijo—. Probablemente se sienten solos sin mí». Estaba pensando en Jōtarō y Otsū, que volvían a estar juntos en la casa del señor Karasumaru. Takuan había llevado allí a Otsū, tras la penosa experiencia que tuvo la muchacha en el Kiyomizudera.
Takuan y el señor Karasumaru eran viejos amigos y compartían muchos intereses: poesía, zen, bebida, incluso ideas políticas. Hacia el final del año anterior, Takuan recibió una carta invitándole a pasar las vacaciones de Año Nuevo en Kyoto. Mitsuhiro le escribía: «Parece ser que estás encerrado en un pequeño templo rural. ¿No echas de menos la capital, el buen sake de Nada, la compañía de hermosas mujeres y ver a los chorlitos junto al río Kamo? Si te gusta dormir, supongo que haces muy bien en practicar el zen en el campo, pero si quieres algo más animado, ven aquí y vive entre la gente. Si sientes nostalgia de la capital, no dejes de hacernos una visita».
Poco después de su llegada, a principios del nuevo año, Takuan se sorprendió al ver a Jōtarō jugando en el patio. Mitsuhiro le informó con detalle de lo que el muchacho hacía allí, y luego supo por Jōtarō que no había habido noticias de Otsū desde que ésta cayó en las garras de Osugi el día de Año Nuevo.
La mañana siguiente al día de su regreso, Otsū cayó enferma con fiebre. Seguía en cama, atendida por Jōtarō, el cual permanecía sentado junto a su almohada durante el día entero, le enfriaba la frente con toallas húmedas y medía las dosis de medicina cuando le tocaba tomarla.
Por mucho que Takuan quisiera marcharse, no podía hacerlo sin pecar de grave descortesía antes de que se marchara su anfitrión, y Mitsuhiro parecía cada vez más absorto en el concurso de bebida.
Puesto que ambos contrincantes eran veteranos, el concurso parecía destinado a terminar en empate, y así ocurrió. De todos modos siguieron bebiendo, sentados uno delante del otro, tan cerca que se tocaban las rodillas, y charlando animadamente. Takuan no sabía si el tema que trataban era el gobierno en manos de la clase militar, el valor intrínseco de la nobleza o el papel de los mercaderes en el desarrollo del comercio exterior, pero sin duda se trataba de algo muy serio. Alzó la cabeza de la rodilla de Sumigiku y, con los ojos todavía cerrados, se apoyó en la pared y escuchó la conversación, sonriendo de vez en cuando por lo que oía.
Al cabo de un rato, Mitsuhiro preguntó en tono ofendido:
—¿Dónde está Nobutada? ¿Se ha ido a casa?
—Déjale en paz —dijo Shōyū—. ¿Dónde está Yoshino?
De repente parecía muy sobrio.
Mitsuhiro pidió a Rin'ya que fuese en busca de Yoshino. Cuando la muchacha pasó ante la habitación donde Shōyū y Kōetsu habían comenzado la velada, Rin'ya miró al interior. Musashi estaba sentado a solas, la cara iluminada por la blanca luz del farol.
—Ah, no sabía que estuvieras de vuelta —le dijo Rin'ya.
—He vuelto hace poco.
—¿Has entrado por la parte de atrás?
—Sí.
—¿Adonde has ido?
—Humm…, fuera del distrito.
—Apuesto a que tenías una cita con una muchacha guapa —dijo descaradamente—. ¡Qué vergüenza! Voy a decírselo a mi señora.
Musashi se echó a reír.
—Aquí no hay nadie —observó—. ¿Adonde han ido?
—Están en otra habitación, jugando con el señor Kangan y un sacerdote.
—¿También Kōetsu?
—No, no sé dónde está él.
—Tal vez ha vuelto a casa. En ese caso, debo irme también.
—No digas eso. Cuando vienes a esta casa, no puedes marcharte sin el consentimiento de Yoshino Dayū. Si te escabulles, la gente se reirá de ti, y a mí me reñirán.
Como no estaba acostumbrado al humor de las cortesanas, Musashi recibió esta noticia con semblante serio, diciéndose: «De modo que así son las cosas aquí».
—De ninguna manera debes irte sin haberte despedido apropiadamente. Espera aquí hasta que vuelva.
Al cabo de unos minutos apareció Takuan.
—¿De dónde has salido? —preguntó al rōnin, dándole una palmada en los riñones.
Musashi le miró boquiabierto. Deslizándose fuera del cojín, apoyó ambas manos en el suelo e hizo una profunda reverencia.
—¡Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos!
Takuan alzó del suelo las manos de Musashi.
—Éste es un lugar para divertirse y relajarse, no son necesarios los saludos formales… Me han dicho que Kōetsu también estaba aquí, pero no le veo.
—¿Adonde crees que puede haber ido?
—Busquémosle. Tengo que hablar contigo en privado de una serie de cosas, pero pueden esperar a una ocasión más apropiada.
Takuan abrió la puerta que daba a la habitación contigua. Allí, con los pies en el kotatsu cubierto y tapado con un edredón, yacía Kōetsu, separado del resto de la estancia por un pequeño biombo dorado. Dormía apaciblemente, y Takuan no se atrevió a despertarle.
Por fin el durmiente abrió los ojos. Miró con fijeza un momento el rostro del sacerdote y luego el de Musashi, sin comprender qué hacían allí.
Después de que le hubieran explicado la situación, Kōetsu les dijo:
—Si sólo estáis tú y Mitsuhiro en la otra habitación, no tengo inconveniente en ir ahí.
Tras haber llegado a la conclusión de que ninguno era el ganador, Mitsuhiro y Shōyū se habían sumido en la melancolía. Habían alcanzado la etapa en que el sake empieza a saber amargo, los labios están resecos y un sorbo de agua hace pensar en el hogar. Aquella noche los efectos secundarios eran peores, pues Yoshino les había abandonado.
—¿Por qué no nos vamos todos a casa? —sugirió alguien.
—Sí, podríamos irnos —convinieron los demás.
Aunque no estaban realmente deseosos de marcharse, temían que si se quedaban más tiempo, se desvanecería por completo la dulzura de la velada, pero cuando se levantaban para salir, llegó Rin'ya corriendo en compañía de dos niñas más pequeñas. Rin'ya cogió las manos del señor Kangan y le dijo:
—Perdonadnos por haberos hecho esperar. No os marchéis, os lo ruego. Yoshino Dayū está dispuesta a recibiros en sus habitaciones particulares. Sé que es tarde, pero afuera hay luz, gracias a la nieve, y con este frío por lo menos debéis calentaros apropiadamente antes de subir a los palanquines. Venid con nosotras.
Ninguno de ellos tenía ganas de seguir divirtiéndose. Una vez desaparecido el estado de ánimo adecuado, era difícil lograr que volviera.
Al darse cuenta de su vacilación, una de las asistentas dijo:
—Yoshino ha dicho que está segura de que todos la habéis considerado descortés por marcharse, pero no podía hacer otra cosa. Si cedía a los deseos del señor Kangan, el señor Funabashi se sentiría dolido, y si se iba con el señor Funabashi, el señor Kangan se sentiría muy solo. No quiere que ninguno de vosotros se sienta menospreciado, por lo que os invita a tomar una última taza. Por favor, comprended sus sentimientos y quedaros un poco más.
Los hombres se dieron cuenta de que una negativa sería descortés y, como sentían no poca curiosidad por ver a la principal cortesana en sus propios aposentos, se dejaron persuadir. Guiados por las muchachas, encontraron cinco pares de rústicas sandalias de paja en lo alto de los escalones del jardín. Se las calzaron y avanzaron sin hacer el menor ruido por la nieve. Musashi no tenía la menor idea de lo que sucedía, pero los demás supusieron que iban a participar en una ceremonia del té, pues Yoshino era conocida como ardiente devota del culto al té. Puesto que un cuenco de té después del alcohol ingerido sólo podría sentarles bien, ninguno se mostró molesto hasta que las muchachas les llevaron más allá de la casa de té, entrando en un campo muy tupido.
—¿Adonde nos lleváis? —inquirió el señor Kangan en tono acusador—. ¡Esto es una parcela de morales!
Las muchachas se rieron, y Rin'ya se apresuró a explicar:
—¡Oh, no! Éste es nuestro jardín de peonías. A principios del verano, sacamos escabeles y todo el mundo viene aquí a beber y admirar las flores.
—Parcela de morales o jardín de peonías, no es muy agradable estar aquí cuando nieva. ¿Acaso Yoshino quiere que nos resfriemos?
—Lo siento mucho. Sólo hay que andar un poco más.
En un ángulo del campo había una casita con tejado de paja, la cual, a juzgar por su aspecto, probablemente era una granja que había estado allí desde antes de que la zona fuese urbanizada. Detrás había un bosquecillo, y el patio estaba separado del jardín bien cuidado de la Ōgiya.
—Por aquí —dijeron las muchachas, llevándoles a una habitación con suelo de tierra cuyas paredes y postes estaban negros de hollín.
Rin'ya anunció su llegada y, desde el interior, Yoshino Dayū respondió:
—¡Bienvenidos! Entrad, por favor.
El fuego que ardía en el hogar lanzaba un suave resplandor rojizo sobre el papel de la shoji. El ambiente parecía muy alejado del de la ciudad. Los hombres miraron a su alrededor en la cocina y, al ver capas de paja para la lluvia que colgaban de una pared, se preguntaron qué clase de entretenimiento había planeado Yoshino para ellos. La puerta corredera se abrió y uno tras otro entraron en la habitación donde crepitaba el fuego.
El kimono de Yoshino era amarillo claro, con el obi de satén negro. Llevaba un mínimo de maquillaje y se había peinado de nuevo, con un estilo sencillo de ama de casa. Sus invitados la miraron con admiración.
—¡Qué extraordinario!
—¡Es encantadora!
Con aquel atuendo sin pretensiones, realzado por las paredes ennegrecidas, Yoshino estaba cien veces más hermosa que cuando vestía los trajes complicadamente bordados al estilo Momoyama que lucía en otras ocasiones. Los vistosos kimonos a los que los hombres estaban acostumbrados, el rojo de labios iridiscente, los biombos dorados y las palmatorias de plata eran necesarios para una mujer de su profesión. Pero Yoshino no tenía necesidad de accesorios para que destacara su belleza.
—Humm, esto es algo muy especial —comentó Shōyū.
El viejo de lengua acerba no era hombre que dispensara halagos a la ligera y parecía temporalmente domado.
Sin extender cojines, Yoshino les invitó a sentarse al lado del hogar.
—Vivo aquí, como podéis ver, y no puedo ofreceros gran cosa, pero por lo menos hay fuego. Supongo que estaréis de acuerdo en que el fuego es el festín más excelente que se puede dar en una noche de frío y nieve, tanto si el invitado es un príncipe como un pordiosero. Hay un buen suministro de leña, por lo que aun cuando nos pasemos la noche hablando, no tendré que usar las plantas de los tiestos como combustible. Por favor, poneos cómodos.
El noble, el mercader, el artista y el sacerdote se sentaron con las piernas cruzadas junto al hogar, y extendieron las manos por encima de las llamas. Kōetsu reflexionó en el gélido paseo desde la Ōgiya y la invitación a calentarse ante aquel fuego alimentado con madera de cerezo. Era en verdad como un festín, la auténtica esencia de la diversión.
—Ven tú también al lado del fuego —dijo Yoshino. Sonrió invitadoramente a Musashi y se movió un poco para hacerle sitio.
Musashi estaba impresionado al lado de tan ilustre compañía. Después de Toyotomi Hideyoshi y Tokugawa Ieyasu, ella era probablemente la persona más famosa de Japón. Por supuesto, estaba Okuni, célebre en el Kabuki, y la querida de Hideyoshi, Yodogimi, pero se consideraba a Yoshino con más clase que la primera y más ingenio, belleza y amabilidad que la segunda. Los hombres que frecuentaban a Yoshino eran conocidos como los «compradores», mientras que a ella la llamaban «la Tayū». Cualquier cortesana de primera clase recibía el nombre de Tayū, pero decir «la Tayū» era referirse a Yoshino y nadie más. Musashi había oído decir que tenía siete asistentas para bañarla y dos para cortarle las uñas.
Aquella noche, por primera vez en su vida, Musashi se encontró en compañía de damas pintadas y refinadas, y reaccionó con una rígida formalidad, debida en parte a que no podía evitar preguntarse qué encontraban los hombres tan extraordinario en Yoshino.
—Por favor, relájate —le dijo ella—. Siéntate aquí.
A la cuarta o quinta invitación, Musashi capituló. Sentándose a su lado, imitó a los demás y extendió las manos sobre el fuego.
Yoshino le miró la manga y vio una mancha roja. Mientras los demás conversaban, ella se sacó discretamente de la manga un trozo de papel y la limpió.
—Ah, gracias —dijo Musashi.
De haber permanecido en silencio, nadie se habría dado cuenta, pero en cuanto habló todos los ojos se fijaron en la mancha carmesí en el papel que sostenía Yoshino.
La sorpresa se reflejaba en los ojos de Mitsuhiro.
—Eso es sangre, ¿no es cierto?
Yoshino sonrió.
—No, claro que no. Es un pétalo de peonía roja.