Reverberaciones en la nieve

Musashi deambuló por los numerosos corredores, evitando las salas delanteras brillantemente iluminadas. Encontró una habitación oscura que contenía ropas de cama y otra llena de herramientas y utensilios. Las paredes parecían exudar un tufo de comida cocinada, pero aun así no dio con la cocina.

Salió una asistenta de una habitación y extendió los brazos para impedirle el paso.

—Señor, los huéspedes no tienen que venir aquí —le dijo con firmeza, sin un ápice del encanto infantil que podría haber mostrado en las habitaciones de los huéspedes.

—¿Cómo? ¿No debería estar aquí?

—¡Por supuesto que no! —Le empujó hacia la parte delantera de la casa y ella misma avanzó en la misma dirección.

—¿No eres la chica que se cayó en la nieve hace un rato? Rin'ya, ¿verdad?

—Sí, soy Rin'ya. Supongo que te has extraviado cuando tratabas de encontrar el excusado. Te enseñaré dónde está.

Le cogió de la mano y tiró de él.

—No se trata de eso, no estoy bebido. Me gustaría que me hicieras un favor. Llévame a una habitación vacía y tráeme algo de comer.

—¿Comida? Si eso es lo que deseas, te llevaré a la sala delantera.

—No, ahí no. Todo el mundo se lo está pasando bien y no quieren que les recuerden la cena todavía.

Rin'ya ladeó la cabeza.

—Puede que tengas razón. Te traeré algo. ¿Qué te apetece?

—Nada especial. Bastará con dos bolas grandes de arroz.

La muchacha regresó poco después con las bolas de arroz y se las sirvió en una habitación sin luz.

Cuando hubo terminado, Musashi le dijo:

—Supongo que puedo salir de la casa a través del jardín interior.

Sin esperar respuesta, se levantó y dirigió a la terraza.

—¿Adonde vas, señor?

—No te preocupes, volveré pronto.

—¿Por qué te marchas por la parte trasera?

—La gente se quejaría si saliera por delante. Y si mis anfitriones me vieran, les molestaría y daría al traste con su diversión.

—Te abriré la puerta, pero no dejes de volver en seguida. Si no lo haces, me echarán la culpa.

—Comprendo. Si el señor Mizuochi preguntara por mí, dile que he ido a la vecindad del Rengeōin para ver a un conocido y que tengo intención de regresar cuanto antes.

—Debes volver pronto. Tu compañera de esta noche será Yoshino Dayū. —Abrió la puerta plegable de madera, cargada de nieve, y le dejó salir.

Delante mismo de la entrada principal al barrio de placer había una casa de té llamada Amigasa-jaya. Musashi hizo un alto allí para pedir un par de sandalias de paja, pero no tenían. Como el nombre implicaba, el principal negocio del establecimiento era la venta de grandes sombreros de junco a los hombres que deseaban ocultar su identidad cuando entraban en el barrio. Tras enviar a la dependienta a comprarle unas sandalias, se sentó en el borde de un taburete y tensó su obi y el cordón que estaba debajo. Se quitó el amplio manto, lo dobló pulcramente, pidió recado de escribir y escribió una breve nota, la dobló y deslizó en la manga del manto. Entonces llamó al anciano que estaba acuclillado delante del fuego, en la trastienda, y que parecía ser el propietario.

—¿Podrías guardarme este manto? Si no estoy de regreso hacia las once, te ruego que lo lleves a la Ōgiya y se lo entregues a un hombre llamado Kōetsu. Hay una carta para él dentro de la manga.

El hombre respondió que le ayudaría gustosamente y, cuando Musashi le preguntó la hora, le dijo que eran sólo las siete, pues el vigilante acababa de pasar por delante anunciándolo.

Cuando la dependienta regresó con las sandalias, Musashi examinó las correas para asegurarse de que el trenzado no estaba demasiado tenso, y entonces se las ató sobre sus calcetines de cuero. Le dio al dueño de la tienda más dinero del necesario, eligió un sombrero de juncos nuevo y salió. En lugar de atarse el sombrero bajo el mentón, lo sostuvo sobre la cabeza para evitar la nieve, que caía en copos más suaves que las flores de cerezo.

A lo largo de la orilla del río, en la avenida Shijō, brillaban las luces, pero al este, en los bosques de Gion, la oscuridad sólo estaba interrumpida por las luces de unas pocas farolas de piedra diseminadas. De vez en cuando rompía el profundo silencio el ruido de la nieve que se deslizaba de una rama.

Delante del portal de un templo se habían congregado unos veinte hombres, que estaban arrodillados y rezaban de cara a los edificios desiertos. Las campanas de los templos en las colinas cercanas acababan de tocar cinco veces, señalando la octava hora. Aquella noche, en especial, el sonido fuerte y claro de las campanas parecía llegar hasta las entrañas de quienes lo oían.

—Basta de rezos —dijo Denshichirō—. Vámonos ya.

Cuando se pusieron en marcha, uno de los hombres preguntó a Denshichirō si las correas de sus sandalias estaban bien.

—En una noche helada como ésta, si están demasiado tensas se romperán.

—Están bien. Cuando hace frío, lo único que se puede hacer es usar cordones de tela. Será mejor que lo recordéis.

Denshichirō había completado sus preparativos de combate en el santuario, desde la cinta para la cabeza hasta la correa de cuero en la manga. Rodeado por sus partidarios de aspecto torvo, caminaba a zancadas por la nieve, aspirando hondo y exhalando nubéculas de vapor.

El desafío entregado a Musashi especificaba la zona detrás del Rengeōin a las nueve en punto. Temiendo, o aparentando temer, que si daban a Musashi algo más de tiempo podría huir y no regresar jamás, los hombres de Yoshioka habían decidido actuar con rapidez. Hyōsuke había permanecido en las proximidades de la casa de Shōyū, pero había enviado a sus dos camaradas para que informaran de la situación.

Cuando se acercaban al Rengeōin, vieron una hoguera a poca distancia de la parte trasera del templo.

—¿Quién está ahí? —preguntó Denshichirō.

—Probablemente son Ryōhei y Jūrōzaemon.

—¿También ellos están aquí? —replicó Denshichirō con cierta irritación—. Hay demasiados de los nuestros. No quiero que corra la especie de que Musashi perdió sólo porque le atacó una gran fuerza.

—Cuando llegue el momento, nos iremos.

El edificio principal del templo, el Sanjūsangendō, estaba sostenido por treinta y tres columnas. Detrás había un gran espacio abierto ideal para la práctica del tiro al arco y utilizado desde antiguo con ese fin. Esta asociación con una de las artes marciales era lo que había inducido a Denshichirō a elegir el Rengeōin para su encuentro con Musashi. La elección satisfizo a sus hombres. Había algunos pinos, suficientes para evitar que el terreno estuviera yermo pero no había maleza ni juncos que se interpusieran entre los combatientes.

Ryōhei y Jūrōzaemon se levantaron para saludar a Denshichirō, y el primero dijo:

—Imagino que has pasado frío por el camino. Aún queda bastante tiempo. Toma asiento y caliéntate.

Denshichirō se sentó en silencio en el lugar que Ryōhei había dejado libre. Extendió las manos por encima de las llamas e hizo crujir los nudillos, un dedo tras otro.

—Supongo que he llegado demasiado pronto —dijo. Su cara, calentada por el fuego, ya tenía una expresión sanguinaria. Frunció el ceño y preguntó—: ¿No hemos pasado ante una casa de té por el camino?

—Sí, pero estaba cerrada.

—Uno de vosotros que vaya a buscar sake. Si llama con suficiente insistencia le abrirán.

—¿Ahora vas a tomar sake?

—Sí, ahora. Tengo frío.

Denshichirō se acercó más al fuego y se puso en cuclillas. Daba la impresión de que iba a abrazar las llamas.

Como nadie podía recordar una hora, por la mañana, la tarde o la noche, en que se hubiera presentado en el dōjō sin oler a alcohol, su afición a beber había llegado a ser aceptada como algo natural. Aunque estaba en juego el destino de la escuela Yoshioka, uno de los hombres comentó a media voz que sería mejor para él que se calentara internamente con un poco de sake antes que blandir la espada con los brazos y las piernas ateridos. Otro señaló que sería arriesgado desobedecerle, incluso por su propio bien, y un par de hombres corrieron a la casa de té. Regresaron con el sake muy caliente.

—¡Estupendo! —exclamó Denshichirō—. Éste es mi mejor amigo y aliado.

Le observaron nerviosamente mientras bebía, rezando para que no consumiera más de lo habitual. Sin embargo, Denshichirō bebió bastante menos de lo que solía. A pesar de su aparente despreocupación, sabía bien que iba a arriesgar su vida.

—¡Escucha! ¿Podría ser Musashi?

Todos aguzaron el oído.

Mientras los hombres que estaban alrededor del fuego se levantaban rápidamente, una figura oscura dobló la esquina del edificio. Agitó una mano y gritó:

—No os preocupéis, soy yo.

Aunque vestía con elegancia, con el hakama arremangado para que no le estorbara al correr, no podía disimular su edad. Su espalda encorvada tenía la forma de un arco. Cuando los hombres pudieron verle con más claridad, se dijeron unos a otros que sólo era «el viejo de Mibu», y la excitación desapareció. El anciano era Yoshioka Genzaemon, hermano de Kempō y tío de Denshichirō.

—¡Pero si es el tío Gen! —exclamó Denshichirō—. ¿Qué te trae por aquí?

No se le había ocurrido pensar que a su tío pudiera parecerle que su ayuda sería necesaria aquella noche.

—Ah, Denshichirō, realmente llevas a su término este asunto —dijo Genzaemon—. Es un alivio encontrarte aquí.

—Tenía intención de discutirlo contigo primero, pero…

—¿Discutirlo? ¿Qué hay que discutir? ¡El nombre de Yoshioka ha sido arrastrado por el fango, tu hermano ha sido convertido en un inválido! ¡Si no hubieras emprendido ninguna acción, me habrías tenido a mí para responder!

—No tienes que preocuparte por nada. No soy un hombre irresoluto como mi hermano.

—Te tomo la palabra, y sé que ganarás, pero me pareció mejor venir y darte ánimos. He venido corriendo desde Mibu. Déjame que te advierta, Denshichirō: por lo que he oído decir, no debes tomar muy a la ligera a ese adversario.

—Lo sé.

—No te apresures demasiado por ganar. Ten calma, déjalo al arbitrio de los dioses. Si la suerte te es adversa y mueres, yo me ocuparé de tu cuerpo.

—¡Ja, ja, ja! Vamos, tío Gen, caliéntate junto al fuego.

El anciano bebió en silencio una taza de sake, y luego se dirigió a los demás en tono de reproche:

—¿Qué estáis haciendo aquí? Supongo que no pretenderéis apoyarle con vuestras espadas, ¿no es cierto? Éste es un combate entre dos espadachines, y parece una cobardía tener alrededor tantos seguidores. Ya casi es la hora. Venid conmigo todos vosotros. Nos alejaremos lo suficiente para que no parezca que estamos planeando un ataque masivo.

Los hombres hicieron lo que les ordenaban, dejando a Denshichirō solo. Éste se sentó cerca del fuego, pensando: «Cuando oí las campanas eran las ocho. Ahora deben de ser las nueve. Musashi se retrasa».

El único rastro de sus discípulos eran sus negras pisadas en la nieve, y el único sonido el crepitar de los carámbanos que se desprendían de los aleros del templo. La rama de un árbol se rompió bajo el peso de la nieve. Cada vez que algo rompía el silencio, los ojos de Denshichirō se movían como los de un halcón.

Y como un halcón, apareció un hombre que avanzaba hundiendo los pies en la nieve.

Nervioso y jadeante, Hyōsuke dijo entre dientes:

—Ya viene.

Denshichirō se había enterado del mensaje antes de oírlo y ya estaba en pie.

—¿Ya viene? —repitió como un loro, pero sus pies pisoteaban automáticamente las últimas brasas del fuego.

Hyōsuke le informó de que Musashi se había tomado su tiempo al salir de la Ōgiya, como si le tuviera sin cuidado la fuerte nevada.

—Hace unos minutos subió los escalones de piedra del santuario de Gion. Tomé una calle lateral para venir lo más rápido posible, pero aunque él caminara despacio, no podía estar muy alejado de mí. Espero que estés preparado.

—Humm, lo estoy… Vete de aquí, Hyōsuke.

—¿Dónde están los demás?

—No lo sé, pero no quiero que estés aquí. Me pones nervioso.

—Sí, señor.

El tono de Hyōsuke era de obediencia, pero no quería marcharse y tomó la determinación de no hacerlo. Después de que Denshichirō hubiera pisoteado el fuego, extinguiéndolo en la nieve a medio derretir, y se volviera con un temblor de excitación hacia el patio, Hyōsuke se agachó bajo el suelo elevado del templo y permaneció en cuclillas en la oscuridad. Aunque no había notado el viento en el espacio abierto, allí, bajo el edificio, le azotaba gélidamente. Helado hasta el tuétano, se abrazó las rodillas y trató de engañarse pensando que el castañeteo de sus dientes y los escalofríos que recorrían su espina dorsal sólo se debían al frío y no tenían nada que ver con su temor.

Denshichirō recorrió un centenar de pasos desde el templo y adoptó una postura firme, apoyando un pie en la raíz de un alto pino. Esperó allí a su adversario con inequívoca impaciencia. El calor del sake se había disipado rápidamente, y notaba la mordedura del frío en su carne. Que estaba perdiendo la paciencia era evidente incluso para Hyōsuke, el cual podía ver el patio con tanta claridad como si fuese pleno día.

Un montón de nieve cayó como una cascada desde una rama. Denshichirō se sobresaltó, pero Musashi seguía sin aparecer.

Finalmente, incapaz de seguir sentado en silencio, Hyōsuke salió de su escondite y gritó:

—¿Qué le ha pasado a Musashi?

—¿Todavía estás aquí? —le preguntó Denshichirō, encolerizado, pero estaba tan irritado como Hyōsuke y no le ordenó que se marchara.

Por tácito acuerdo mutuo, los dos caminaron uno hacia el otro. Se quedaron allí en pie, mirando en todas direcciones, cada uno repitiendo de vez en cuando que no le veía. Y cada vez su tono era más airado y más suspicaz.

—¡Ese bastardo… ha huido! —exclamó Denshichirō.

—No es posible —insistió Hyōsuke, y recapituló de nuevo cuanto había visto y por qué estaba seguro de que Musashi acabaría por presentarse.

Denshichirō le interrumpió.

—¿Qué es eso? —inquirió, mirando rápidamente hacia un extremo del templo.

Una vela de llama temblorosa salía del edificio de la cocina detrás de la larga sala. Estaba claro que la sostenía un sacerdote, pero no podían distinguir la vaga figura que estaba tras él.

Dos sombras y la pequeña llama, al atravesar el portal entre la cocina y el edificio principal, ascendieron por la larga terraza del Sanjūsangendō.

El sacerdote decía en voz baja:

—Aquí todo está cerrado de noche, por lo que no puedo decirte nada. Esta noche había unos samuráis calentándose en el patio. Puede que sean las personas por las que preguntas, pero, como puedes ver, ya se han ido.

—Siento haberte molestado cuando dormías —le dijo el otro hombre—. Ah, ¿no hay dos hombres bajo ese árbol? Tal vez son ellos quienes dijeron que me esperarían aquí.

—Bueno, no cuesta nada preguntárselo para salir de dudas.

—Así lo haré. Ya puedo orientarme solo, así que, por favor, no te molestes más y regresa a tu habitación.

—¿Vas a reunirte con tus amigos para gozar contemplando la nieve?

—Algo por el estilo —dijo el otro hombre, riendo levemente.

El sacerdote apagó la vela y dijo:

—Supongo que no es necesario que te lo diga, pero si enciendes un fuego cerca del templo, como han hecho antes esos hombres, te ruego que tengas cuidado y lo apagues cuando te marches.

—Así lo haré, descuida.

—Muy bien, entonces. Discúlpame, por favor.

El sacerdote cruzó de nuevo el portal y lo cerró. El hombre que estaba en la terraza permaneció inmóvil un rato, mirando fijamente a Denshichirō.

—¿Quién es, Hyōsuke?

—No lo sé, pero ha salido de la cocina.

—No parece pertenecer al templo.

Los dos hombres caminaron unos veinte pasos en dirección al edificio. El recién llegado se aproximó al centro de la terraza, se detuvo y ató la manga. Los hombres que estaban en el patio se acercaron sin darse cuenta lo suficiente para ver eso, pero entonces sus pies se negaron a seguir adelante.

Al cabo de un breve intervalo, Denshichirō gritó:

—¡Musashi!

Sabía muy bien que aquel hombre, a varios pies por encima de él, se hallaba en una posición muy ventajosa. No sólo estaba perfectamente seguro por la retaguardia, sino que cualquiera que le atacase tanto por la derecha como por la izquierda primero tendría que subir hasta su nivel. De esta manera se encontraba libre para dedicar toda su atención al enemigo que tenía ante él.

Detrás de Denshichirō había terreno abierto, nieve y viento. Estaba seguro de que Musashi no traería compañía, pero no podía hacer caso omiso del amplio espacio que tenía a sus espaldas. Hizo un movimiento, como si sacudiera algo de su kimono, y apremió a Hyōsuke:

—¡Vete de aquí!

Hyōsuke se dirigió al extremo del patio.

—¿Estás preparado? —preguntó Musashi, en un tono sereno pero incisivo que cayó como agua helada sobre la febril excitación de su contrario.

Entonces Denshichirō vio bien por primera vez a Musashi. «¡Así que éste es el bastardo!», pensó. Su odio no tenía límites, le guardaba rencor por haber mutilado a su hermano, se sentía irritado porque la gente corriente le comparaba con Musashi y sentía un profundo desprecio hacia el que consideraba un advenedizo rural que se hacía pasar por samurái.

—¿Quién eres tú para preguntarme si estoy preparado? ¡Hace mucho que han pasado las nueve!

—¿Dije que estaría aquí exactamente a las nueve?

—¡No vengas con excusas! Llevo largo tiempo esperando. Como puedes ver, estoy perfectamente preparado. ¡Ahora baja de ahí!

No subestimaba a su contrario hasta el punto de atreverse a atacarle desde la posición en que se hallaba.

—Dentro de un momento —respondió Musashi con una risa ligera.

Existía una diferencia entre la idea que tenía Musashi de la preparación y la de su contrario. Aunque estaba físicamente preparado, Denshichirō sólo había empezado a dominarse espiritualmente, mientras que Musashi había iniciado la lucha mucho antes de presentarse ante su enemigo. Para él, el combate entraba ahora en su fase segunda y central. En el santuario de Gion había visto las huellas de pisadas en la nieve, y en aquel momento se había despertado su instinto de lucha. Sabiendo que la sombra del hombre que le seguía ya no estaba allí, había cruzado audazmente el umbral del Rengeōin, encaminándose en derechura a la cocina. Tras despertar al sacerdote, entabló conversación con él, interrogándole sutilmente sobre lo que había sucedido allí poco antes. Sin preocuparse porque se estaba retrasando un poco, había tomado té y se había calentado. Cuando se presentó ante su adversario lo hizo de manera brusca y desde la seguridad relativa de la terraza. Llevaba la iniciativa.

Su segunda oportunidad fue el intento de Denshichirō de hacerle salir de allí. Una manera de luchar sería acceder a lo que le pedía, mientras que la otra sería ignorarlo y buscar por su cuenta la mejor posición. La cautela era necesaria, pues en un caso como aquél la victoria era como la luna reflejada en un lago. Si uno salta hacia ella impulsivamente, podría ahogarse.

La exasperación de Denshichirō no conocía límites.

—No sólo llegas tarde, sino que no estás preparado —le gritó—. Y aquí no estoy en una posición adecuada.

Sin abandonar su serenidad absoluta, Musashi replicó:

—Ya voy. Es sólo un minuto.

Denshichirō sabía bien que la cólera podía resultar en derrota, pero ante el esfuerzo deliberado de su contrario por irritarle, era incapaz de dominar sus emociones. Perdió de vista las lecciones de estrategia que había aprendido.

—¡Baja! —gritó—. ¡Aquí, al patio! ¡Basta de trucos y lucha con bravura! ¡Soy Yoshioka Denshichirō! Y sólo siento desprecio por las tácticas improvisadas o los ataques cobardes. Si tienes miedo antes de que empiece el encuentro, no estás cualificado para luchar conmigo. ¡Baja de ahí!

Musashi sonrió.

—Yoshioka Denshichirō, ¿eh? ¿Qué he de temer de ti? Te corté por la mitad la primavera del año pasado, de modo que si esta noche vuelvo a hacerlo será tan sólo una repetición de lo que ya hice.

—¿De qué estás hablando? ¿Dónde? ¿Cuándo?

—Fue en Koyagyū, en Yamato.

—¿Yamato?

—En el baño de la posada Wataya, para ser exacto.

—¿Estabas allí?

—En efecto. Ambos estábamos desnudos, por supuesto, pero calculé con la mirada si podría golpearte o no. Y con los ojos te di un tajo en aquel mismo momento, de una manera bastante espléndida, modestia aparte. Probablemente no lo notaste, porque no quedaron cicatrices en tu cuerpo, pero te derroté, de ello no hay duda. Puede que otros estén dispuestos a oír cómo te jactas de tu habilidad de espadachín, pero de mí no conseguirás más que risas.

—Sentía curiosidad por saber cómo hablabas y ahora lo sé: como un idiota. Pero tu cháchara me intriga. ¡Baja de ahí y abriré tus ojos engreídos!

—¿Qué arma tienes? ¿Espada de acero o de madera?

—¿Por qué lo preguntas cuando tú no tienes una espada de madera? Has venido aquí esperando usar una espada de acero, ¿no es cierto?

—Así es, pero he pensado que si querías usar una espada de madera, cogería la tuya y lucharía con ella.

—¡No tengo espada de madera, estúpido! Basta de charla. ¡Lucha!

—¿Preparado?

—¡No!

Los talones de Denshichirō trazaron una negra línea inclinada de unos nueve pies de longitud, haciendo lugar para que Musashi aterrizara. Éste se apresuró a recorrer lateralmente veinte o treinta pies a lo largo de la terraza antes de saltar al suelo. Entonces, cuando se habían movido, con las espadas envainadas, mirándose el uno al otro cautamente, a unos doscientos pies del templo, Denshichirō perdió la cabeza. Desenvainó bruscamente y giró. Su espada era larga, del tamaño apropiado a la envergadura de su cuerpo. Haciendo tan sólo un leve sonido silbante, cortó el aire con una asombrosa ligereza, directamente en el lugar donde Musashi había estado en pie.

Musashi fue más rápido que la espada, e incluso más rápido fue el deslizamiento de la hoja destellante fuera de su propia vaina. Parecía como si ambos contendientes estuvieran demasiado cerca para que salieran indemnes, pero después de que danzara un momento la luz reflejada de las espadas, retrocedieron.

Transcurrieron varios minutos tensos. Los dos combatientes permanecían silenciosos e inmóviles, las espadas detenidas en el aire, cada punta dirigida hacia la otra pero separadas por una distancia de unos nueve pies. La nieve amontonada en las cejas de Denshichirō le caía sobre las pestañas. Para quitársela de encima, contorsionó la cara hasta que los músculos de la frente parecieron innumerables protuberancias en movimiento. Sus ojos saltones brillaban como las ventanas de un horno de fundición, y las exhalaciones de su respiración profunda y regular eran tan cálidas e impetuosas como las de un fuelle.

La desesperación había invadido su pensamiento, pues se daba cuenta de lo mala que era su posición. «¿Por qué sostengo la espada al nivel de los ojos cuando siempre lo hago por encima de la cabeza para el ataque?», se preguntó. No pensaba en el sentido ordinario de la palabra. Su misma sangre, que palpitaba audiblemente a través de sus venas, se lo decía. Pero todo su cuerpo, desde la cabeza a los dedos de los pies, estaba concentrado en un esfuerzo por presentar una imagen de ferocidad al enemigo.

Sabía que su habilidad en la posición a nivel de los ojos no era descollante, y eso le irritaba. Ansiaba alzar los codos y colocar la espada por encima de su cabeza, pero era demasiado arriesgado. Musashi estaba atento a la posibilidad de ese movimiento, esa fracción de segundo en la que sus brazos le ocultarían la visión.

Musashi también mantenía su espada al nivel de los ojos, con los codos relajados, flexible y capaz de moverse en cualquier dirección. Los brazos de Denshichirō, mantenidos en una postura desacostumbrada, estaban tensos y rígidos, y su espada insegura. La de Musashi permanecía absolutamente inmóvil.

La nieve empezaba a amontonarse sobre el delgado borde superior del arma.

Mientras vigilaba como un halcón a su contrario, para percibir el más ligero movimiento de éste, Musashi contó el número de veces que aspiraba y exhalaba. No sólo quería ganar, sino que debía ganar, y tenía una aguda conciencia de que volvía a encontrarse en la línea fronteriza que separaba la vida de la muerte. Veía a Denshichirō como una roca gigantesca, una presencia abrumadora. El nombre de Hachiman, el dios de la guerra, cruzó por su mente.

«Su técnica es mejor que la mía», se dijo Musashi sinceramente. Había experimentado la misma sensación de inferioridad en el castillo de Koyagyū, cuando le rodearon los cuatro espadachines más diestros de la escuela Yagyū. Siempre ocurría lo mismo cuando se enfrentaba a espadachines de las escuelas ortodoxas, pues su propia técnica carecía de forma o razón, no era, en realidad, más que un método basado en el lema «actúa o muere». Mientras miraba fijamente a Denshichirō, comprendía que el estilo que Kempō había creado y a cuyo desarrollo dedicó su vida entera era sencillo y complejo al mismo tiempo, estaba bien ordenado, era sistemático y no podía ser superado sólo por medio de la fuerza bruta o el espíritu.

Musashi ponía sumo cuidado en no hacer ningún movimiento innecesario. Su táctica primitiva se negaba a entrar en juego, y le sorprendía comprobar hasta qué punto sus brazos se rebelaban, negándose a extenderse. Lo mejor que podía hacer era mantener una postura conservadora, defensiva, y esperar. Sus ojos enrojecieron mientras escrutaban en busca de una oportunidad, y rogó a Hachiman que le diera la victoria.

La creciente excitación hizo que se le acelerase el corazón. De haber sido un hombre ordinario, podría haberse visto arrastrado a un torbellino de confusión y habría sucumbido. Sin embargo, se mantuvo firme, sacudiéndose de encima la sensación de insuficiencia, como si no fuese más que nieve en su manga. Su capacidad para dominar esa nueva sensación regocijante era el resultado de haber sobrevivido ya a varios roces con la muerte. Ahora su espíritu estaba despierto del todo, como si le hubieran quitado un velo que tenía ante sus ojos.

El silencio era absoluto. La nieve se acumulaba sobre el cabello de Musashi y los hombros de Denshichirō.

Musashi ya no veía una gran roca delante de él. Él mismo ya no existía como una persona individual. Había olvidado la voluntad de ganar. Veía la blancura de la nieve que caía entre él y su adversario, y el espíritu de la nieve era tan ligero como el suyo propio. Ahora el espacio parecía una extensión de su propio cuerpo. Se había convertido en el universo, o bien había sucedido al revés. Estaba allí y al mismo tiempo no estaba.

Los pies de Denshichirō avanzaron un poco hacia adelante. En la punta de su espada, su fuerza de voluntad se expresó en un temblor que era el comienzo de un movimiento.

Dos vidas expiraron bajo dos golpes de una sola espada. Primero, Musashi atacó hacia atrás, y la cabeza de Ōtaguro Hyōsuke, o un trozo de ella, pasó volando por el lado de Musashi como una gran cereza carmesí, mientras el cuerpo se tambaleaba sin vida hacia Denshichirō. El segundo grito horrendo, el grito de ataque de Denshichirō, quedó bruscamente interrumpido y su eco se diluyó en el espacio que les rodeaba. Musashi saltó a tal altura que pareció haberse impulsado desde el nivel del pecho de su adversario. El cuerpo robusto de Denshichirō retrocedió vacilante y cayó levantando una rociada de nieve.

Con su cuerpo penosamente doblado y el rostro enterrado en la nieve, el moribundo gritó:

—¡Espera! ¡Espera!

Musashi ya no estaba allí.

—¿Habéis oído eso?

—¡Es Denshichirō!

—¡Ha sido herido!

Las formas oscuras de Genzaemon y los discípulos de la escuela Yoshioka atravesaron corriendo el patio como una ola.

—¡Mirad! ¡Ha matado a Hyōsuke!

—¡Denshichirō!

—¡Denshichirō!

Pero sabían que era inútil llamarle, era inútil pensar en darle tratamiento médico. Hyōsuke tenía la cabeza cortada lateralmente, desde la oreja derecha hasta la mitad de la boca. Denshichirō había recibido un tajo desde la parte superior de la cabeza hasta el carrillo derecho. Y todo en cuestión de segundos.

—Por eso…, por eso te lo advertí —farfulló Genzaemon—. Por eso te dije que no le tomaras a la ligera. ¡Oh, Denshichirō, Denshichirō! —El anciano abrazó el cuerpo de su sobrino, tratando en vano de consolarle.

Genzaemon aferraba el cadáver de su sobrino, pero le airaba ver pulular a los demás en la nieve enrojecida por la sangre.

—¿Qué le ha ocurrido a Musashi? —preguntó a gritos.

Algunos ya habían empezado a buscarle, pero no veían rastro de él.

—No está aquí —le respondió uno. En su voz anidaban el temor y la confusión.

—Ha de estar en alguna parte cerca de aquí —replicó enfurecido Genzaemon—. No tiene alas. Si no consigo vengarme, jamás podré levantar de nuevo la cabeza como miembro de la familia Yoshioka. ¡Buscadle!

Un hombre emitió un grito ahogado y señaló. Los otros retrocedieron un paso y miraron en la dirección indicada.

—Es Musashi.

—¿Musashi?

Mientras miraban la figura distante, el silencio llenó el aire. No era la serenidad que reina en un lugar de culto, sino un silencio siniestro, diabólico, como si oídos, ojos y cerebros hubieran dejado de funcionar.

Fuera quien fuese el hombre que habían visto, no se trataba de Musashi, pues éste se hallaba en pie bajo los aleros del edificio más cercano. Con la mirada fija en los hombres de Yoshioka y la espalda apretada contra la pared, fue avanzando hasta que llegó al ángulo sudoeste del Sanjūsangendō. Subió a la terraza y se arrastró, lenta y silenciosamente, hasta el centro. Se preguntó si le atacarían. Cuando vio que no hacían movimiento alguno en su dirección, prosiguió su camino sigilosamente hasta el lado norte del edificio y, de un salto, desapareció en la oscuridad.