El artesano cortés

Hasta el día de su muerte, el padre de Musashi nunca dejó de recordarle a sus antepasados.

—Puede que sólo sea un samurái rural —le decía—, pero no olvides nunca que el clan Akamatsu fue en otro tiempo famoso y poderoso. Eso debería ser una fuente de fuerza y orgullo para ti.

Puesto que se encontraba en Kyoto, Musashi decidió visitar un templo llamado Rakanji, cerca del cual los Akamatsu tuvieron antiguamente una casa. La caída del clan ocurrió mucho tiempo atrás, pero Musashi pensaba que tal vez encontraría en el templo algún documento o recuerdo de sus antepasados. Aunque no fuera así, quemaría incienso en su memoria.

Al llegar al puente Rakan, sobre el bajo Kogawa, pensó que debía de estar cerca del templo, pues decían que estaba situado un poco al este del lugar donde el Kogawa superior se convertía en el tramo inferior del río. Sin embargo, sus pesquisas en la vecindad resultaron baldías. Nadie había oído jamás el nombre de ese templo.

Regresó al puente y se quedó allí contemplando el agua somera y clara que fluía por debajo. Aunque no habían transcurrido demasiados años desde la muerte de Munisai, parecía como si el templo hubiera sido trasladado de lugar o destruido, sin dejar rastro ni recuerdo alguno.

Observó ociosamente un remolino blancuzco que se formaba y desaparecía en la corriente una y otra vez. Reparó en el barro que rezumaba en un lugar cubierto de hierba en la orilla izquierda y llegó a la conclusión de que procedía del taller de un pulimentador de espadas.

—¡Musashi!

Miró a su alrededor y vio a la anciana monja Myōshū que regresaba de un recado.

—¡Cuánto me alegro de que hayas venido! —exclamó, creyendo que había ido a visitarles—. Hoy Kōetsu está en casa y le encantará verte.

La mujer le precedió a través del portal de una casa vecina y envió a un criado en busca de su hijo.

Tras dar una cálida bienvenida a su invitado, Kōetsu le dijo:

—En estos momentos estoy ocupado en un importante trabajo de pulimentación, pero luego podemos charlar largo y tendido.

Musashi se sintió complacido al ver que madre e hijo se mostraban tan amistosos y naturales como lo habían sido durante su primer encuentro. Pasó toda la tarde conversando con ellos, y cuando insistieron para que pasara allí la noche, aceptó. Al día siguiente, mientras Kōetsu le enseñaba el taller y le explicaba la técnica de la pulimentación de espadas, le rogó a Musashi que se quedara durante tanto tiempo como desease.

La casa, con su portal engañosamente modesto, se alzaba en un ángulo al sudeste de los restos del Jissōin. En la vecindad había varias casas pertenecientes a los primos y sobrinos de Kōetsu, o a personas dedicadas a la misma profesión. Todos los Hon'ami vivían y trabajaban allí, a la manera de los grandes clanes provinciales del pasado.

Los Hon'ami descendían de una familia militar bastante distinguida, y habían servido a los shogunes Ashikaga. Ahora pertenecían a la clase artesana, pero, debido a su riqueza y prestigio, Kōetsu podría haber sido tomado por un miembro de la clase samurái. Se codeaba con nobles de la corte y Tokugawa Ieyasu le había invitado en algunas ocasiones al castillo de Fushimi.

La posición de los Hon'ami no era peculiar, pues la mayoría de los artesanos y mercaderes de la época —Suminokura Soan, Chaya Shirōjirō y Haiya Shōyū, entre otros— eran descendientes de samuráis. Sus antepasados, al servicio de los shogunes Ashikaga, se habían encargado de tareas relacionadas con la manufactura o el comercio. El éxito en estos campos condujo a una gradual desvinculación de la clase militar, y como la empresa privada reportaba beneficios, ya no dependían de sus emolumentos feudales. Aunque su categoría social era técnicamente más baja que la de los guerreros, tenían mucho poder.

En lo que respecta a los negocios, no sólo la categoría de samurái era más un obstáculo que una ayuda, sino que la pertenencia a la clase plebeya comportaba claras ventajas, la principal de las cuales era la estabilidad. Cuando estallaba la lucha, los grandes mercaderes eran protegidos por ambos bandos. Cierto que en ocasiones se veían obligados a aportar suministros militares a cambio de poco o nada, pero habían llegado a considerar esta obligación como una simple tarifa que pagaban a cambio de evitar que destruyeran sus propiedades en tiempo de guerra.

Durante la guerra de Ōnin, en los años 1460 y 1470, todo el distrito alrededor de las ruinas del Jissōin fue arrasado, e incluso ahora cuando los agricultores plantaban árboles solían desenterrar fragmentos de espadas o cascos oxidados. La residencia Hon'ami fue una de las primeras construidas en la vecindad después de la guerra.

Un brazo del río Arisugawa fluía por el terreno, serpenteando primero por una huerta, desapareciendo luego en un bosquecillo para emerger de nuevo cerca del pozo junto a la entrada de la casa principal. Un ramal fluía hacia la cocina, otro hacia el baño y un tercero se dirigía a una sencilla y rústica casa de té, donde utilizaban el agua cristalina para la ceremonia del té. El río proporcionaba agua al taller, donde espadas forjadas por maestros artesanos como Masamune, Muramasa y Osafune eran expertamente pulimentadas. Puesto que el taller era sagrado para la familia, sobre la puerta había una cuerda suspendida, como en los santuarios shintoístas.

Casi sin que Musashi se diera cuenta transcurrieron cuatro días, al cabo de los cuales tomó la determinación de marcharse. Pero antes de que tuviera oportunidad de comunicar su intención, Kōetsu le dijo:

—Poco es lo que hacemos por entretenerte, pero si no te aburres, te ruego que te quedes tanto tiempo como gustes. En mi estudio tengo algunos libros antiguos y objetos curiosos. Si deseas examinarlos, puedes hacerlo libremente. Dentro de uno o dos días hornearé unos cuencos de té y platos. Creo que te gustaría ver cómo se hace. Verás que la cerámica es casi tan interesante como las espadas. Tal vez tú mismo podrías modelar una o dos piezas.

Ante la amabilidad de la invitación y después de que su anfitrión le asegurase que nadie se ofendería si decidía marcharse en cualquier momento, Musashi se concedió el lujo de aposentarse y disfrutar de la atmósfera relajada. Estaba lejos de aburrirse. El estudio contenía libros en chino y japonés, pinturas en rollos de papel del período Kamakura, calcos caligráficos de antiguos maestros chinos y docenas de otras cosas, cada una de las cuales Musashi habría examinado atentamente con placer durante uno o más días. Le atraía en especial un dibujo que colgaba en el lugar de honor de la estancia. Titulado Castañas, era obra del maestro Liang-k'ai de la dinastía Sung. Era pequeño, de unos dos pies de altura por dos y medio de anchura, y tan antiguo que sería imposible saber sobre qué clase de papel había sido dibujado.

Se sentó ante la obra y estuvo contemplándola una hora. Más tarde le comentó a Kōetsu sus impresiones.

—Estoy seguro de que ningún aficionado podría pintar la clase de obras que tú pintas, pero me pregunto si tal vez yo mismo podría dibujar algo tan sencillo como esto.

—Ocurre exactamente al revés —le informó Kōetsu—. Cualquiera puede aprender a pintar tan bien como yo, pero la obra de Liang-k'ai tiene un grado de profundidad y sublimidad espiritual que no puede adquirirse simplemente estudiando arte.

—¿Lo dices en serio? —replicó Musashi, sorprendido. Su anfitrión le aseguró que así era.

En el dibujo una ardilla miraba dos castañas caídas, una hendida y mostrando su interior por la abertura, mientras que la otra estaba totalmente cerrada. Parecía como si el animal quisiera seguir su impulso natural y comerse las castañas, pero dudara por temor a las espinas. Puesto que el dibujo estaba ejecutado muy libremente con tinta negra, a Musashi le había parecido ingenuo, pero cuanto más lo miraba, después de haber hablado con Kōetsu, con tanta más claridad veía que el artista estaba en lo cierto.

Una tarde, Kōetsu entró y le dijo:

—¿Estás mirando de nuevo ese dibujo de Liang-k'ai? Parece ser que te gusta mucho. Cuando te marches, enróllalo y llévatelo. Quiero que te lo quedes.

Musashi puso reparos:

—No podría aceptarlo de ninguna manera. Ya he abusado demasiado de tu hospitalidad. Además… ¡esto debe de ser una reliquia de familia!

—Pero te gusta, ¿no es cierto? —El hombre mayor sonrió con indulgencia—. Quédatelo si quieres. La verdad es que no lo necesito. Las pinturas deben pertenecer a quienes las aman y aprecian de veras. Estoy seguro de que eso es lo que desearía el artista.

—En ese caso, no soy la persona más adecuada para poseer una obra como ésta. A decir verdad, he pensado varias veces que sería muy grato tenerla, pero si así fuese, ¿qué haría con ella? Sólo soy un espadachín errante. Nunca me quedo demasiado tiempo en el mismo lugar.

—Supongo que sería una molestia llevar una pintura contigo adondequiera que vayas. A tu edad, probablemente ni siquiera tienes necesidad de una casa propia, pero creo que todo hombre debería tener un sitio al que pudiera considerar su hogar, aunque no sea más que un pequeño chamizo. Si una persona carece de casa, se siente solitaria…, perdida en cierto modo. ¿Por qué no buscas unos troncos y te construyes una cabaña en algún rincón tranquilo de la ciudad?

—Nunca había pensado en ello. Me gustaría mucho viajar a lugares lejanos, ir al extremo de Kyushu y ver cómo vive la gente bajo la influencia de los extranjeros en Nagasaki. Y estoy deseoso de ver la nueva capital que el shōgun está levantando en Edo y las grandes montañas y ríos en el norte de Honshu. Puede que en el fondo no sea más que un vagabundo.

—No eres el único, ni mucho menos. Eso es del todo natural, pero deberías evitar la tentación de creer que tus sueños sólo pueden realizarse en algún lugar remoto. Si piensas así, no aprovecharás las posibilidades que ofrece tu entorno inmediato. Me temo que la mayoría de la gente lo hace, y el resultado es que sus vidas no les satisfacen. —Entonces Kōetsu se echó a reír—. Pero un viejo ocioso como yo debería predicar a los jóvenes. En cualquier caso, no he venido aquí para hablar de eso, sino para invitarte a venir conmigo esta noche. ¿Has estado alguna vez en el barrio autorizado?

—¿El distrito de las geishas?

—Eso es. Tengo un amigo llamado Haiya Shōyū, el cual, a pesar de su edad, siempre está tramando una u otra diablura. Acabo de recibir una nota en la que me invita a reunirme con él esta noche cerca de la avenida Rokujō, y he pensado que quizá te gustaría acompañarme.

—No, creo que no deseo ir.

—Si no lo deseas realmente, no insistiré, pero creo que te parecería interesante.

Myōshū, que había llegado silenciosamente y estaba escuchando con evidente interés, intervino:

—Creo que deberías ir, Musashi. Tienes la oportunidad de ver algo que desconoces. Haiya Shōyū no es la clase de hombre en cuya compañía has de permanecer rígido y formal, y estoy segura de que disfrutarás de la experiencia. ¡Ve, por favor!

La anciana monja fue a la cómoda y empezó a sacar un kimono y un obi. Por regla general, las personas mayores se afanaban por evitar que los jóvenes desperdiciaran su tiempo y su dinero en las casas de geishas, pero Myōshū parecía tan entusiasmada como si ella misma se estuviera preparando para ir a alguna parte.

Vamos a ver, ¿cuál de estos kimonos te gusta más? —le preguntó—. ¿Te irá bien este obi?

Sin dejar de parlotear, sacó prendas para Musashi como si fuese su hijo. Eligió una cajita para píldoras lacada, una espada corta decorativa y una bolsa de brocado. Luego cogió unas monedas de oro del cofre donde guardaba el dinero y las metió en la bolsa.

—Bueno —dijo Musashi, sólo con un atisbo de renuencia—, si insistes, iré, pero no me sentiría bien vestido con esas prendas tan finas. Iré con el viejo kimono que llevo puesto. Duermo con él cuando estoy al aire libre, estoy acostumbrado a él.

—¡No harás semejante cosa! —exclamó Myōshū severamente—. Puede que a ti no te importe, pero debes pensar en los demás. En esas elegantes habitaciones parecerías un trapo sucio. Los hombres acuden ahí a pasarlo bien y olvidar sus problemas. Quieren estar rodeados de cosas bellas. No pienses que se trata de vestir bien para parecer algo que no eres. De todos modos, estas prendas no son tan lujosas como las que llevan algunos hombres. Sólo son pulcras y están limpias. ¡Anda, póntelas!

Musashi la obedeció.

Cuando se hubo vestido, Myōshū observó jovialmente:

—Vaya, estás muy guapo.

Cuando estaban a punto de salir, Kōetsu fue al altar budista de la vivienda y encendió en él una vela. Tanto él como su madre eran miembros devotos de la secta Nichiren.

Myōshū había depositado dos pares de sandalias con correas nuevas ante la entrada principal. Mientras se las calzaban, la anciana hablaba en voz baja con uno de los sirvientes, el cual estaba esperando para cerrar la puerta principal tras ellos.

Kōetsu se despidió de su madre, pero ella alzó la vista rápidamente y le dijo:

—Espera un momento.

Su ceño fruncido evidenciaba que estaba preocupada.

—¿Qué ocurre? —le preguntó su hijo.

—Este hombre dice que tres samuráis de aspecto pendenciero acaban de venir aquí y han hablado muy groseramente. ¿Crees que es algo importante?

Kōetsu dirigió una mirada inquisitiva a Musashi.

—No hay motivo para temer nada —le aseguró Musashi—. Probablemente son de la casa Yoshioka. Puede que me ataquen, pero no tienen nada contra vosotros.

—Uno de los trabajadores ha dicho que lo mismo sucedió hace un par de días. Era un solo samurái, pero cruzó el umbral sin que le invitaran a hacerlo y miró por encima del seto junto al sendero de la casa de té donde te alojabas.

—Entonces estoy seguro de que se trata de los hombres de Yoshioka.

—También yo lo creo así —convino Kōetsu, y se volvió hacia el tembloroso portero—. ¿Qué han dicho?

—Todos los hombres se habían marchado, y estaba a punto de cerrar la puerta cuando esos tres samuráis me rodearon de repente. Uno de ellos, que parecía de mal genio, se sacó una carta del kimono y me pidió que la entregara al invitado que se aloja aquí.

—¿No mencionó el nombre Musashi?

—Bueno, más tarde dijo «Miyamoto Musashi», y añadió que Musashi llevaba aquí varios días.

—¿Qué le respondiste?

—Me pediste que no hablara con nadie de Musashi, así que sacudí la cabeza y dije que aquí no había nadie de ese nombre. Él se enfadó y me llamó embustero, pero uno de los otros…, un hombre algo mayor, sonriente…, le calmó y dijo que encontrarían el modo de entregar la carta directamente. No estoy seguro de lo que quería decir, pero parecía una amenaza. Fueron hacia esa esquina.

—Adelántate un poco, Kōetsu —le dijo Musashi—. No quiero que recibas ningún daño o te veas implicado en cualquier problema por mi culpa.

Kōetsu replicó riendo:

—No te preocupes por mí, sobre todo si estás seguro de que son los hombres de Yoshioka. No les temo lo más mínimo. Vamos.

Cuando ya habían salido, Kōetsu asomó la cabeza a la puertecilla situada a un lado del portal y llamó:

—¡Madre!

—¿Te has olvidado de algo? —le preguntó ella.

—No, sólo estaba pensando que si estás preocupada por mí, podría enviar un mensajero a Shōyū y decirle que no puedo ir esta noche.

—Oh, no. Temo más que algo pudiera ocurrirle a Musashi, pero no creo que él regresara si intentaras detenerle. ¡Id y pasadlo bien!

Kōetsu dio alcance a Musashi y, mientras caminaban sin prisa por la orilla del río, le dijo:

—La casa de Shōyū está calle abajo, en la avenida Ichijō y la calle Horikawa. Probablemente ahora está preparándose, así que iremos a buscarle. Nos queda de paso.

Aún había luz y el paseo por la ribera del río era agradable, tanto más cuanto que estaban completamente ociosos a una hora en la que todos los demás se hallaban ocupados en sus quehaceres.

—No es la primera vez que oigo el nombre de Haiya Shōyū, pero la verdad es que no sé nada de él —comentó Musashi.

—Me sorprendería que no hubieras oído hablar de él. Es un famoso experto en la composición de versos encadenados.

—¡Ah! Entonces es un poeta.

—Así es, pero, naturalmente, no se gana la vida escribiendo versos. Procede de una rica familia de mercaderes de Kyoto.

—¿Cómo es que se llama Haiya?

—Ése es el nombre de su negocio.

—¿Qué es lo que vende?

—Su nombre significa «vendedor de ceniza», y eso es lo que vende… cenizas.

—¿Cenizas?

—Sí, las usan para teñir tela, y es un gran negocio. Las vende a los gremios de tintoreros de todo el país. Al comienzo del período Ashikaga, el comercio de las cenizas estaba controlado por un agente del shōgun, pero más adelante fue encargado a mayoristas particulares. Hay tres grandes mayoristas en Kyoto, y Shōyū es uno de ellos. Él no tiene que trabajar personalmente, por supuesto. Se ha retirado y lleva una vida cómoda. Mira allá, ésa es su casa, la que tiene el portal elegante.

Musashi iba asintiendo mientras escuchaba, pero algo que sucedía en las mangas de su kimono distraía su atención: mientras que la brisa agitaba ligeramente la derecha, la izquierda no se movía en absoluto. Introdujo la mano en ella y extrajo un objeto lo suficiente para ver qué era, una correa de cuero bien curtida, de las que usaban los guerreros para atarse las mangas cuando luchaban. «Myōshū —pensó—. Sólo ella puede haberla puesto ahí».

Miró atrás y sonrió a los hombres que estaban detrás de ellos, los cuales, como él ya sabía, les habían estado siguiendo a una distancia discreta desde que él y Kōetsu doblaron la esquina del callejón Hon'ami.

Su sonrisa pareció aliviar a los tres hombres, los cuales susurraron algunas palabras entre ellos y empezaron a dar pasos más largos.

Al llegar a la casa de Haiya, Kōetsu llamó con la aldaba y acudió a abrirles un criado que llevaba una escoba. Kōetsu había cruzado la puerta y estaba en la parte delantera del jardín antes de darse cuenta de que Musashi se había quedado atrás. Volviéndose hacia la puerta, dijo:

—Entra, Musashi. No tienes por qué titubear.

Los tres samuráis se habían acercado a Musashi, con los codos hacia afuera y las manos en las empuñaduras de sus espadas. Kōetsu no entendió lo que le decían a Musashi ni la respuesta en voz baja de éste.

Musashi le dijo que no le esperase, y Kōetsu replicó con una tranquilidad absoluta:

—Muy bien, estaré en la casa. Reúnete conmigo en cuanto hayas terminado con ese asunto.

Uno de los hombres se dirigió a Musashi.

—No estamos aquí para discutir si huiste para ocultarte o no. Soy Ōtaguro Hyōsuke, uno de los Diez Espadachines de la casa Yoshioka. Te he traído una carta de Denshichirō, el hermano menor de Seijūrō. —Sacó la carta y la tendió para que Musashi la viera—. Léela y danos tu respuesta de inmediato.

Sin pensarlo dos veces, Musashi abrió la carta, la leyó rápidamente y dijo:

—Acepto.

Hyōsuke le miró con suspicacia.

—¿Estás seguro?

Musashi asintió.

—Absolutamente seguro.

La indiferencia de Musashi cogió desprevenidos a los tres hombres.

—Si no mantienes tu palabra, nunca podrás volver a poner los pies en Kyoto. ¡Nosotros nos encargaremos de ello!

Musashi le miró con un atisbo de sonrisa, pero no dijo nada.

—¿Estás de acuerdo con las condiciones? No tienes mucho tiempo para prepararte.

—Estoy del todo dispuesto —respondió Musashi con calma.

—Entonces nos veremos esta noche.

Musashi se dispuso a cruzar el portal, pero Hyōsuke se le acercó de nuevo y le preguntó:

—¿Estarás aquí hasta la hora acordada?

—No, mi anfitrión va a llevarme al barrio autorizado, cerca de la avenida Rokujō.

—¿El barrio autorizado? —repitió Hyōsuke, sorprendido—. Bueno, supongo que estarás aquí o allí. Si te retrasas, enviaré a alguien en tu busca. Confío en que no intentarás hacer ninguna jugada.

Musashi ya había vuelto la espalda y entrado en el jardín, un paso que le llevó a un mundo diferente.

Las piedras pasaderas, de forma irregular y espaciadas de manera desordenada, parecían haber sido puestas allí por la naturaleza. A cada lado había grupos de bambúes bajos, parecidos a helechos, mezclados con tallos de bambú más altos y no más gruesos que un pincel de escritura. A medida que avanzaba, el tejado de la casa principal apareció ante su vista y poco después la entrada, una pequeña casa independiente y un emparrado, todo lo cual producía un efecto de edad venerable y larga tradición. Alrededor de los edificios, unos pinos de considerable altura daban una impresión de riqueza y comodidad.

Musashi oía de vez en cuando un ruido sordo, el del juego de pelota llamado kemari, que a menudo se oía desde detrás de los muros en las mansiones de los nobles cortesanos. Le sorprendió oírlo en un establecimiento de mercaderes.

Una vez en la casa, le acompañaron a una habitación que daba al jardín. Dos sirvientes les trajeron té y pastelillos, y uno de ellos les dijo que su anfitrión les vería en seguida. A juzgar por los modales del sirviente, Musashi comprendió que su adiestramiento había sido impecable.

—Hace frío, ¿verdad?, ahora que el sol se ha puesto —murmuró Kōetsu. Deseaba que cerraran la shoji, pero no se atrevía a pedirlo porque Musashi parecía estar disfrutando de los ciruelos en flor. Kōetsu también contempló el paisaje—. Veo que hay nubes sobre el monte Hiei —observó—. Supongo que proceden del norte. ¿No tienes frío?

—La verdad es que no —respondió Musashi con sinceridad, ignorando serenamente la indirecta de su compañero.

Un sirviente trajo una palmatoria, y Kōetsu aprovechó la oportunidad para cerrar el shoji. Musashi reparó en que la atmósfera de la vivienda era apacible y cordial. Se relajó y, mientras escuchaba las voces joviales procedentes del interior de la casa, se sintió sorprendido por la absoluta falta de ostentación. Era como si el decorado y el entorno hubieran sido simplificados ex profeso al máximo posible. No le costaba nada imaginarse en la sala de invitados de una espaciosa granja en el campo.

Haiya Shōyū entró en la sala.

—Perdonad por la larga espera —les dijo. Su voz, abierta, amistosa, juvenil, era todo lo contrario de la lenta y suave enunciación de Kōetsu. Delgado como una grulla, era quizá diez años mayor que su amigo, pero mucho más jovial. Cuando Kōetsu le explicó quién era Musashi, comentó—: Ah, ¿entonces eres sobrino de Matsuo Kaname? Le conozco muy bien.

Musashi pensó que Shōyū debía de haber conocido a su tío a través de la noble casa de Konoe. Empezó a comprender que existían estrechos vínculos entre los ricos mercaderes y los cortesanos palaciegos.

Dicho esto, el viejo y enérgico mercader añadió:

—Vámonos ya. Tenía intención de ir mientras hubiera luz, y así habríamos podido dar un paseo, pero como ya está oscuro, creo que debemos pedir palanquines. Supongo que este joven nos acompañará.

Llamaron a los palanquines y los tres hombres se pusieron en camino, Shōyū y Kōetsu delante, Musashi detrás de ellos. Era la primera vez que viajaba en uno de aquellos vehículos.

Cuando llegaron a los terrenos de equitación de Yanagi, los porteadores ya exhalaban vapor.

—Qué frío hace —se quejó uno.

—El viento es cortante, ¿verdad?

—¡Y estamos en primavera!

El viento agitaba los tres faroles, haciendo oscilar sus luces. Los negros nubarrones sobre la ciudad amenazaban con un tiempo todavía peor antes de que terminara la noche. Más allá del campo de equitación, las luces de la ciudad brillaban con un deslumbrante esplendor. Musashi tuvo la impresión de un gran enjambre de luciérnagas que brillaran alegremente bajo la fría y clara brisa.

—¡Musashi! —le llamó Kōetsu desde el palanquín del centro—. Mira, hacia ahí nos dirigimos. Es toda una experiencia para vivirla tan de repente, ¿no es cierto?

Le explicó que hasta tres años atrás el distrito autorizado se encontraba en la avenida Nijō, cerca del palacio, y que el magistrado, Itakura Katsushige, hizo que lo trasladaran, porque le molestaban las canciones y el ruido de las francachelas nocturnas. El distrito medraba en su conjunto y todas las modas nuevas se originaban entre aquellas hileras de luces.

—Casi podría decirse que ahí se ha creado toda una cultura nueva. —Hizo una pausa, escuchó atentamente un momento y añadió—: Lo oyes, ¿verdad? ¿Oyes el sonido de instrumentos de cuerda y canciones?

Era una música que Musashi nunca había oído hasta entonces.

—Los instrumentos son shamisen, una versión mejorada del instrumento de tres cuerdas procedente de las islas Ryukyu. Han compuesto una gran cantidad de canciones para ellos, ahí mismo, en el barrio, y luego se han difundido entre la gente. Eso puede darte una idea de la influencia que ejerce el distrito, y por qué es necesario mantener ciertas normas de decencia, aun cuando esté bastante separado del resto de la ciudad.

Entraron en una de las calles. La brillante luz de innumerables lámparas y faroles que colgaban de los sauces se reflejaba en los ojos de Musashi. El distrito había conservado su antiguo nombre cuando fue trasladado: Yanagimachi, la Ciudad de los Sauces, pues esa clase de árboles habían sido asociados desde antiguo con la bebida y la frivolidad.

Kōetsu y Shōyū eran bien conocidos en el establecimiento donde entraron. Los saludos fueron serviles aunque jocosos, y pronto resultó evidente que allí utilizaban apodos, «nombres juguetones», por así decirlo. A Kōetsu le conocían como Mizuochisama, el señor Agua que cae, debido a los arroyos que atravesaban su finca, y Shōyū era Funabashisama, el señor Puente del barco, porque en las proximidades de su casa había un puente de pontones.

Si Musashi llegaba a convertirse en un asiduo, ciertamente no tardaría en adquirir un sobrenombre, pues en aquel mundo de ilusiones pocos utilizaban sus nombres reales. Hayashiya Yojibei era sólo el seudónimo del propietario de la casa que visitaban, pero casi todo el mundo le llamaba Ōgiya, que era el nombre del establecimiento. Junto con la Kikyōya, era una de las casas más afamadas del distrito, de hecho las dos únicas con la reputación de ser absolutamente de primera clase. La belleza reinante en la Ōgiya era Yoshino Dayū, y su colega en la Kikyōya se llamaba Murogimi Dayū. Ambas damas gozaban de una fama en la ciudad tan sólo igualada por la del más grande daimyō.

Aunque Musashi se afanaba por no quedarse boquiabierto, estaba asombrado por la elegancia de su entorno, que se aproximaba a la de los palacios más opulentos. Los techos reticulares, los travesaños que formaban un enrejado y estaban primorosamente tallados, las barandillas exquisitamente curvadas, los jardines interiores cuidados con minuciosidad…, todo era una fiesta para la vista. Absorto en una pintura o en el panel de madera de una puerta, Musashi no se dio cuenta de que sus compañeros habían seguido adelante, hasta que Kōetsu regresó en su busca.

La luz de las lámparas transformó en un líquido brumoso las puertas plateadas de la habitación en la que entraron. Uno de los lados daba a un jardín al estilo de Kobori Enshū, con arena bien rastrillada y una disposición de rocas que sugería un paisaje montañoso chino, como el que podría verse en una pintura de la dinastía Sung.

Quejándose del frío, Shōyū se sentó en un cojín y juntó los hombros. Kōetsu también tomó asiento e invitó a Musashi a que hiciera lo mismo. Pronto llegaron sirvientas con sake caliente.

Al ver que la taza que había ofrecido a Musashi ya estaba fría, Shōyū se mostró insistente.

—Bebe, muchacho —le dijo—, y toma una taza caliente.

Tras haber repetido dos o tres veces estas palabras, los modales de Shōyū empezaron a bordear la rudeza.

—¡Kobosatsu! —gritó a una de las sirvientas—. ¡Hazle beber! ¡Eh, Musashi! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué no bebes?

—Lo estoy haciendo —protestó Musashi.

El viejo ya estaba un poco achispado.

—Pues no lo haces muy bien. ¡No tienes brío!

—No soy un gran bebedor.

—Lo que quieres decir es que no eres un espadachín fuerte, ¿no es cierto?

—Tal vez eso es cierto —respondió Musashi suavemente, tomándose a risa el insulto.

—Si te preocupa que beber obstaculice tus estudios, o te haga perder el equilibrio, o debilite tu fuerza de voluntad, o te impida labrarte un nombre, entonces es que no tienes el coraje necesario para ser un luchador.

—Oh, no se trata de eso. Sólo hay un pequeño problema.

—¿Cuál es?

—La bebida me da sueño.

—Bueno, puedes dormir aquí o en cualquier otra habitación de esta casa. A nadie le importará. —Se volvió a las muchachas y dijo—: El joven teme amodorrarse si bebe. ¡Si se queda dormido, llevadle a la cama!

—¡Oh, lo haremos con mucho gusto! —corearon las chicas, sonriendo con coquetería.

—Si se va a la cama, alguien tendrá que mantenerle caliente. ¿Quién podría ser, Kōetsu?

—Sí, en efecto, ¿quién podría ser? —dijo Kōetsu evasivamente.

—No puede ser Sumigiku Dayū, porque es mi mujercita. Y en cuanto a ti, no querrías que fuese Kobosatsu Dayū. Luego está Karakoto Dayū… Humm, no servirá, es demasiado difícil congeniar con ella.

—¿No va a presentarse Yoshino Dayū? —inquirió Kōetsu.

—¡Eso es! ¡Ella es la idónea! Hasta nuestro renuente invitado sería feliz con ella. Me extraña que todavía no esté aquí. Que vaya alguien a llamarla. Quiero mostrársela a nuestro joven samurái.

Sumigiku puso objeciones.

—Yoshino no es como el resto de nosotras. Tiene muchos clientes y no está a la entera disposición de cualquiera que la llame.

—Claro que vendrá… ¡Lo hará por mí! Dile que estoy aquí y que venga, no importa con quién se encuentre. ¡Ve a llamarla!

Shōyū se levantó, miró a su alrededor y llamó a las muchachas que acompañaban a las cortesanas y estaban tocando música en la habitación contigua:

—¿Está Rin'ya ahí?

La misma Rin'ya le respondió.

—Ven aquí un momento. Eres tú quien atiende a Yoshino Dayū, ¿no es cierto? ¿Por qué no está aquí? Dile que ha venido Funabashi y que debe presentarse en seguida. Si la traes contigo, te haré un regalo.

Un tanto perpleja, Rin'ya se quedó mirándole con los ojos muy abiertos, pero al cabo de un momento asintió. Ya mostraba signos de que llegaría a ser una gran belleza, y era casi seguro que en la próxima generación sería la sucesora de la famosa Yoshino. Pero sólo tenía once años. Apenas había salido al pasillo y cerrado la puerta corredera, cuando batió palmas y llamó a voz en grito:

—¡Uneme, Tamami, Itonosuke! ¡Mirad afuera!

Las tres muchachas salieron corriendo y empezaron a palmotear y chillar alegremente, encantadas al ver la nieve que había empezado a caer.

Los hombres se asomaron para ver a qué obedecía aquella conmoción y, excepto a Shōyū, les divirtió ver a las jóvenes asistentas charlando excitadamente sobre si la nieve cuajaría y el suelo estaría blanco por la mañana. Rin'ya, ya olvidada su misión, salió al jardín para jugar con la nieve.

Impaciente, Shōyū envió a una de las cortesanas en busca de Yoshino Dayū.

Cuando la mujer regresó, le susurró al oído:

—Yoshino ha dicho que estaría encantada de reunirse contigo, pero su visitante no se lo permitiría.

—¡No se lo permitiría! ¡Eso es ridículo! Hay aquí otras mujeres que pueden verse obligadas a obedecer la voluntad de sus clientes, pero Yoshino puede hacer lo que le plazca. ¿O acaso últimamente se deja comprar por dinero?

—¡Oh, no! Pero el visitante con quien se encuentra esta noche es especialmente testarudo. Cada vez que ella le dice que le gustaría marcharse, él insiste con obstinación en que se quede.

—Humm. Supongo que nunca ninguno de sus clientes desea que se marche. ¿Quién está con ella esta noche?

—El señor Karasumaru.

—¿El señor Karasumaru? —repitió Shōyū con una sonrisa irónica—. ¿Está solo?

—No.

—¿Está con alguno de sus compinches habituales?

—Sí.

Shōyū se dio una palmada en la rodilla.

—Esto podría resultar interesante. La nieve es buena, el sake es bueno y sólo que tuviéramos aquí a Yoshino todo sería perfecto. Kōetsu, escribamos una carta a su señoría. Oye, joven dama, tráeme una piedra de tinta y un pincel.

Cuando la muchacha dispuso los materiales de escritura ante Kōetsu, éste preguntó:

—¿Qué voy a escribir?

—Un poema estaría muy bien. La prosa podría pasar, pero el verso sería mejor. El señor Karasumaru es uno de nuestros más celebrados poetas.

—No sé muy bien cómo hacerlo. Veamos, se trata de un poema para persuadirle de que nos ceda a Yoshino, ¿no es eso?

—Exactamente.

—Si no es un buen poema, no le hará cambiar de idea, y los buenos poemas no pueden escribirse fácilmente en un abrir y cerrar de ojos. ¿Por qué no escribes tú los primeros versos y yo haré los siguientes?

—Humm. Veamos lo que podemos hacer.

Shōyū tomó el pincel y escribió:

Hasta nuestra humilde choza

permite que venga un solo cerezo,

un árbol de Yoshino.[6]

—Hasta aquí está muy bien —comentó Kōetsu, y escribió:

Las flores tiemblan de frío

en las nubes por encima de las cumbres.

Shōyū estaba inmensamente satisfecho.

—Maravilloso —dijo—. Esto tiene que arreglar las cosas con su señoría y sus nobles compañeros, la «gente por encima de las nubes». —Dobló pulcramente el papel y se lo entregó a Sumigiku, diciéndole con seriedad—: Las demás muchachas no parecen tener la dignidad que tú posees, y por eso te nombro mi enviada al señor Kangan. Si no me equivoco, tal es el nombre por el que se le conoce en este lugar.

El apodo, que significaba «altanero risco montañoso», era una referencia a la eminente categoría social del señor Karasumaru.

Sumigiku no tardó en regresar.

—Aceptad la respuesta del señor Kangan, por favor —les dijo, depositando con reverencia una caja de cartas primorosamente forjada ante Shōyū y Kōetsu. Ambos miraron la caja, que implicaba formalidad, y luego intercambiaron sus miradas. Lo que había comenzado como una pequeña broma estaba adquiriendo unos visos más serios.

—¡Caramba! —dijo Shōyū—. La próxima vez debemos tener más cuidado. Esto debe de haberles sorprendido. Sin duda no sabían que estaríamos aquí esta noche.

Confiando todavía en sacar el mejor partido del intercambio, Shōyū abrió la caja y desdobló la carta. Consternado, no vio más que una hoja de papel color crema en la que no había una sola palabra escrita.

Pensando que debía de habérsele caído algo, miró a su alrededor, en busca de una segunda hoja, y luego miró de nuevo la caja.

—¿Qué significa esto, Sumigiku?

—No tengo la menor idea. El señor Kangan me dio la caja y dijo que os la entregara.

—¿Acaso trata de burlarse de nosotros? ¿O era nuestro poema demasiado inteligente para él y está alzando la bandera blanca de la rendición?

Shōyū solía interpretar las cosas de manera que se adaptaran a su conveniencia, pero esta vez parecía inseguro. Tendió el papel a Kōetsu y le preguntó:

—¿Qué sacas en claro?

—Creo que pretende que lo leamos.

—¿Que leamos una hoja de papel en blanco?

—Creo que puede ser interpretada de alguna manera.

—¿Ah, sí? ¿Cuál podría ser su significado?

Kōetsu se quedó un momento pensativo.

—La nieve…, la nieve lo cubre todo.

—Humm. Tal vez tengas razón.

—Como respuesta a nuestra petición de un cerezo de Yoshino, podría significar:

Si contemplas la nieve

y llenas tu taza de sake,

incluso sin flores…

En otras palabras, nos está diciendo que, como esta noche nieva, deberíamos olvidarnos del amor, abrir las puertas y admirar la nieve mientras bebemos. O, por lo menos, ésa es mi impresión.

—¡Qué irritante! —exclamó Shōyū, disgustado—. No tengo intención de beber de una manera tan inhumana, y tampoco voy a quedarme sentado aquí en silencio. De uno u otro modo, trasplantaremos el árbol de Yoshino a nuestra habitación y admiraremos sus flores.

Ahora excitado, se humedeció los labios con la lengua.

Kōetsu le siguió la corriente, confiando en que se sosegaría, pero Shōyū no dejaba de acuciar a las muchachas para que trajeran a Yoshino, y durante largo tiempo se negó a cambiar de tema. Aunque su insistencia no aseguraba la satisfacción de su deseo, finalmente resultó cómica, y las muchachas se desternillaron de risa.

Musashi abandonó discretamente su asiento. Había elegido el momento oportuno, pues nadie reparó en su salida.