Otsū dejó la costura que tenía entre manos y preguntó:
—¿Quién está ahí?
Deslizó la shoji que daba a la terraza, pero no vio a nadie y se sintió decepcionada, pues había esperado que fuese Jōtarō, al que ahora necesitaba más que nunca.
Aquélla era otra jornada de absoluta soledad. No podía concentrarse en la tarea de la costura.
Allí, por debajo del Kiyomizudera, al pie de la colina Sannen, las calles eran miserables, pero detrás de las casas y tiendas había bosquecillos de bambú y pequeños campos, donde florecían las camelias y las flores de ciruelo empezaban a caer. A Osugi le gustaba mucho aquella posada, donde se alojaba cada vez que estaba en Kyoto. El posadero siempre le permitía que ocupara una pequeña casa independiente. Detrás había varios árboles, en parte pertenecientes al jardín de la casa contigua, y delante una huerta de pequeñas proporciones, más allá de la cual estaba la cocina de la posada, en la que siempre reinaba una gran actividad.
—¡Otsū! —la llamó alguien desde la cocina—. Es hora de comer. ¿Te sirvo ahora la comida?
—¿Comida? Comeré con la anciana cuando regrese.
—Dijo que no volvería hasta tarde. Probablemente no la veremos antes de que anochezca.
—No tengo apetito.
—No sé cómo puedes seguir en pie, comiendo tan poco.
Llegaba al recinto el humo de la leña de pino procedente de los hornos de alfarería en la vecindad. Los días en que encendían los hornos siempre había mucho humo, pero una vez el aire quedaba limpio, la primavera temprana azuleaba el cielo más que nunca.
Desde la calle llegaba el sonido de cascos de caballos, las pisadas y las voces de los peregrinos que se dirigían al templo. A través de los transeúntes, el relato de la victoria de Musashi sobre Seijūrō había llegado a oídos de Otsū. El rostro de Musashi apareció ante sus ojos, y pensó que Jōtarō debía de haber estado aquel día en el Rendaiji. Deseaba fervientemente que regresara y se lo contase.
No podía creer que el muchacho la hubiera buscado y no hubiese podido encontrarla. Habían transcurrido veinte días, y el chico sabía que ella se alojaba al pie de la colina Sannen. Tal vez estaba enfermo, pero tampoco podía creer tal cosa. «Jōtarō no es la clase de persona que cae enferma —se dijo—. Probablemente está en alguna parte haciendo volar una cometa, divirtiéndose». Ese pensamiento la hizo sentirse un poco malhumorada.
Tal vez era él quien esperaba. Otsū no había vuelto a la casa de Karasumaru, aunque le había prometido que regresaría pronto.
Le estaba vedado ir a ninguna parte, pues tenía prohibido salir de la posada sin el permiso de Osugi. Con toda evidencia, ésta había pedido al posadero y a los sirvientes que la vigilasen. Cada vez que dirigía su mirada a la calle, alguien le preguntaba:
—¿Vas a salir, Otsū?
La pregunta y el tono de voz parecían inocentes, pero ella comprendía el significado, y el único modo que tenía de enviar una carta era confiarla al personal de la posada, los cuales tenían instrucciones para retener cualquier mensaje que ella intentara enviar.
Osugi era una especie de celebridad en la zona, y persuadía fácilmente a la gente para que hicieran lo que deseaba. No eran pocos los tenderos, porteadores de palanquines y carreteros de la vecindad que la habían visto en acción el año anterior, cuando desafió a Musashi en el Kiyomizudera y, a pesar de su irascibilidad, sentían hacia ella cierta afectuosa admiración.
Cuando intentaba de nuevo terminar de coser la prenda de viaje de Osugi, cuyas piezas habían sido descosidas para lavarlas, una sombra apareció en el exterior y oyó una voz desconocida que decía:
—A ver si me he equivocado de sitio.
Una mujer joven había llegado por el pasadizo que llevaba a la calle y estaba bajo un ciruelo, entre dos parcelas plantadas con cebollas. Parecía nerviosa y un poco azorada, pero reacia a marcharse.
—¿Es ésta la posada? —le preguntó a Otsū—. Así lo dice el farol a la entrada del pasadizo.
Otsū apenas podía dar créditos a sus ojos, tan doloroso era el recuerdo súbitamente reavivado.
Creyendo que se había equivocado, Akemi le preguntó con timidez:
—¿En qué edificio está la posada? —Entonces, mirando a su alrededor, reparó en las flores del ciruelo y exclamó—: ¡Oh, qué bonitas son!
Otsū miró a la muchacha sin decir nada.
Un empleado, al que había avisado una de las chicas que trabajaban en la cocina, dobló corriendo la esquina de la posada.
—¿Estás buscando la entrada? —le preguntó.
—Sí.
—Está en la esquina, a la derecha del pasadizo.
—¿La posada da directamente a la calle?
—Así es, pero las habitaciones son tranquilas.
—Deseo un sitio donde pueda entrar y salir sin que nadie me vea. Creí que la posada estaba alejada de la calle. ¿No es esa casita parte de la posada?
—Sí.
—Parece un sitio bonito y tranquilo.
—También tenemos algunas habitaciones muy bonitas en el edificio principal.
—Parece ser que ahora se aloja ahí una mujer, pero ¿no podría alojarme yo también?
—Además hay otra señora. Es anciana y me temo que bastante nerviosa.
—Si a ella no le importa, por mí no hay inconveniente.
—Tendré que preguntárselo cuando vuelva. Ahora está ausente.
—¿Hay una habitación donde pueda descansar hasta entonces?
—Desde luego.
El empleado condujo a Akemi por el pasadizo, y Otsū lamentó no haber aprovechado la oportunidad para hacerle algunas preguntas. Reflexionó entristecida en que debería aprender a ser más agresiva.
Para mitigar sus celosas sospechas, Otsū se había asegurado una y otra vez que Musashi no era la clase de hombre que va por ahí tonteando con otras mujeres. Pero desde aquel día se había sentido desalentada: «Ella ha tenido más oportunidades de estar cerca de Musashi… Probablemente es mucho más inteligente que yo y sabe mejor cómo conquistar el corazón de un hombre».
Hasta aquel día, la posibilidad de que hubiera otra mujer nunca había pasado por su mente. Ahora reflexionó en las que consideraba sus propias debilidades: «No soy bonita y tampoco soy muy lista. No tengo padres ni familiares que me apoyen para casarme». Al compararse con otras mujeres, le parecía que la gran esperanza de su vida estaba ridículamente fuera de su alcance, que era presuntuoso por su parte pensar que Musashi pudiera llegar a pertenecerle. Ya no podía hacer acopio del valor que le permitió trepar al viejo cedro durante una fuerte tormenta.
«¡Ojalá tuviera la ayuda de Jōtarō!», se lamentó. Incluso imaginaba que había perdido su juventud. «En el Shippōji tenía aún parte de la inocencia que tiene Jōtarō. Por eso fui capaz de liberar a Musashi». Se echó a llorar, y las lágrimas cayeron sobre la tela que estaba cosiendo.
—¿Estás aquí, Otsū? —preguntó Osugi en tono imperioso—. ¿Qué haces ahí sentada en la oscuridad?
El crepúsculo había llegado sin que la muchacha se diese cuenta.
—Encenderé una lámpara ahora mismo —se apresuró a decir, levantándose y yendo a una pequeña habitación trasera.
Cuando entró y tomó asiento, Osugi dirigió una fría mirada a la espalda de Otsū. Ésta dejó la lámpara al lado de la anciana e hizo una reverencia.
—Debes de estar cansada —le dijo—. ¿Qué has hecho hoy?
—Deberías saberlo sin necesidad de preguntar.
—¿Te hago un masaje en las piernas?
—Mis piernas no están tan mal, pero tengo los hombros rígidos desde hace cuatro o cinco días, probablemente a causa de este tiempo. Si te parece, puedes masajeármelos un poco.
Mientras así hablaba, se decía para sus adentros que sólo tendría que aguantar a aquella temible muchacha un poco más, hasta que encontrara a Matahachi y le obligara a reparar los males del pasado.
Otsū se arrodilló a su lado y empezó a masajearle los hombros.
—Sí, los tienes rígidos de veras. Deben de dolerte al respirar.
—A veces siento como si tuviera el pecho atascado, pero eso se me pasa en un instante. Nadie sabe lo que va a ocurrirle, pero no hay error posible acerca de una sola cosa. Lo único que he de hacer para ser yo misma es pensar en Musashi.
—Estás equivocada con respecto a Musashi. No es un malvado.
—Sí, sí, eso es cierto —dijo la anciana al tiempo que soltaba un ligero bufido—. Al fin y al cabo, es el hombre al que amas tanto que abandonaste a mi hijo por él. No debería decirte cosas desagradables acerca de Musashi.
—¡Oh, no se trata de eso!
—¿Ah, no? Quieres a Musashi más que a Matahachi, ¿no es cierto? ¿Por qué no lo admites?
Otsū guardó silencio, y la anciana siguió diciendo:
—Cuando encontremos a Matahachi, tendré una conversación con él y arreglaremos las cosas como lo deseas. Pero supongo que después de eso irás corriendo al encuentro de Musashi y los dos nos difamaréis durante el resto de vuestras vidas.
—¿Por qué lo crees así? No soy esa clase de persona. No olvidaré lo mucho que hiciste por mí en el pasado.
—¡Ah, cómo habláis las jóvenes estos días! No sé cómo te las ingenias para parecer tan dulce. Soy una mujer sincera y no puedo ocultar mis sentimientos con un montón de palabras ingeniosas. Sé que si te casas con Musashi serás mi enemiga. ¡Ja, ja, ja! Debe de ser irritante para ti masajearme los hombros.
La muchacha no le respondió.
—¿Por qué lloras?
—No estoy llorando.
—¿Qué es entonces ese líquido que me ha caído en el cuello?
—Lo siento, no he podido evitarlo.
—¡Basta ya! Es como un bicho que me corriera por la piel. ¡Deja de suspirar por Musashi y masajea con más brío!
En el jardín se encendió una luz. Otsū pensó que probablemente era la doncella, la cual solía traer la cena alrededor de aquella hora, pero resultó ser un sacerdote.
—Perdón por la molestia —dijo mientras subía a la terraza—. ¿Es ésta la habitación de la viuda Hon'iden? Ah, aquí estás.
El farol que sostenía el recién llegado presentaba la inscripción «Kiyomizudera en el monte Otowa».
—Permíteme que te explique —empezó a decir—. Soy un sacerdote del Shiandō, colina arriba. —Dejó el farol en el suelo y sacó una carta de su kimono—. No sé quién era, pero esta tarde, poco antes de que se pusiera el sol, ha llegado al templo un joven rōnin y preguntado si una anciana señora de Mimasaka estaba rezando allí. Le dije que no, pero que una fiel devota qué respondía a su descripción acude de vez en cuando. Entonces me pidió un pincel y escribió esta carta. Quería que se la entregara a la señora la próxima vez que se presente en el templo. Me he enterado de que te alojabas aquí y, como iba camino de la avenida Gojō, he venido a entregártela.
—Has sido muy amable —le dijo Osugi cordialmente, ofreciéndole un cojín, pero el sacerdote se marchó de inmediato.
«¿Y ahora qué?», pensó Osugi. Abrió la carta y, mientras la leía, cambió de color.
—Otsū.
—¿Qué quieres? —replicó la muchacha desde la habitación del fondo.
—No es necesario que prepares té. Ya se ha ido.
—¿Ah, sí? Entonces ¿por qué no te lo tomas?
—¿Cómo se te ocurre servirme el té que has hecho para él? ¡No soy un desagüe! ¡Olvídate del té y vístete!
—¿Vamos a salir?
—Sí. Esta noche llegaremos al acuerdo que has estado esperando.
—Ah, entonces la carta era de Matahachi.
—Eso no es asunto tuyo.
—Como quieras. Iré a pedir que nos traigan la cena.
—¿No has cenado todavía?
—No, esperaba tu regreso.
—Siempre estás haciendo estupideces. He comido mientras estaba fuera. Bueno, toma arroz y unos encurtidos. ¡Y date prisa!
Cuando Otsū se encaminaba a la cocina, la anciana le dijo:
—Esta noche hará frío en la montaña. ¿Has terminado de coser mi manto?
—Todavía me falta un poco de costura en tu kimono.
—He dicho manto, no kimono. También te lo he dado para que lo cosas. ¿Y me has lavado los calcetines? Los cordones de mis sandalias están flojos. Pídeme unos nuevos.
Las órdenes eran tan rápidas que Otsū no tenía tiempo de responder, y no digamos de obedecerlas, pero se sentía impotente para rebelarse. Su espíritu parecía encogerse, temeroso y consternado, ante aquella vieja bruja.
No pudo comer nada, pues al cabo de unos instantes Osugi dijo que estaba preparada para salir.
Otsū puso unas sandalias nuevas al lado de la terraza y dijo:
—Ve tú primero, ya te alcanzaré.
—¿Has traído un farol?
—No…
—¡Estúpida! ¿Esperabas que fuese dando tumbos por la montaña sin una luz? Ve a pedir uno prestado a la posada.
—Perdona, no he pensado en eso.
Otsū quería saber adonde iban, pero no lo preguntó, segura de que provocaría la cólera de Osugi. Fue a buscar el farol y precedió a la anciana silenciosamente colina Sannen arriba. A pesar de la hostilidad que mostraba hacia ella la anciana, se sentía alegre, pues la carta tenía que ser de Matahachi y ello significaba que el problema que la había afligido durante tantos años se resolvería aquella noche. «En cuanto hayamos arreglado el asunto —se dijo—, iré a la casa de Karasumaru. Tengo que ver a Jōtarō».
La ascensión no era fácil. Tenían que caminar con mucho cuidado para evitar las piedras caídas y los numerosos baches del camino.
En el profundo silencio de la noche, el ruido de la cascada era más intenso que por el día.
Al cabo de un rato, Osugi dijo:
—Estoy segura de que éste es el lugar sagrado del dios de la montaña. Ah, aquí está el letrero: «Cerezo del dios de la montaña». ¡Matahachi! —gritó en la oscuridad—. ¡Estoy aquí, Matahachi!
La voz temblorosa y el rostro desbordante de afecto maternal fueron una revelación para Otsū. Nunca había esperado ver a Osugi llena de preocupación por su hijo.
—¡No dejes que se apague el farol! —le dijo bruscamente la anciana.
—Tendré cuidado —respondió Otsū en tono obediente.
La anciana gruñó entre dientes.
—No está aquí, es evidente que no está aquí. —Había hecho un recorrido de inspección por los alrededores del templo, pero hizo otro—. En la carta decía que debía ir a la sala del dios de la montaña.
—¿Decía esta noche?
—No decía esta noche ni mañana ni ninguna fecha en particular. Me pregunto si alguna vez llegará a ser adulto. No entiendo por qué no podía ir a la posada, pero es posible que se sienta violento por lo ocurrido en Osaka.
Otsū le tiró de la manga.
—¡Chiss! Ése podría ser él. Alguien está subiendo la cuesta.
—¿Eres tú, hijo? —preguntó Osugi.
El hombre pasó por su lado sin mirarlas siquiera y se dirigió a la parte trasera del pequeño templo. Poco después regresó y se detuvo ante ellas, mirando con descaro el rostro de Otsū. La primera vez que pasó, ella no le había reconocido, pero ahora lo hizo… Era el samurái que estaba sentado debajo del puente el día de Año Nuevo.
—¿Acabáis de subir aquí? —inquirió Kojirō.
La pregunta fue tan inesperada que ni Otsū ni Osugi le respondieron. Su sorpresa había aumentado al reparar en la llamativa indumentaria de Kojirō.
Señalando con un dedo el rostro de Otsū, siguió diciendo:
—Estoy buscando a una muchacha más o menos de tu edad. Se llama Akemi. Es algo más baja que tú, y su cara un poco más redondeada. Se adiestró en una casa de té y por su manera de actuar parece algo mayor de lo que es. ¿No la habéis visto por aquí?
Ambas movieron negativamente la cabeza.
—Es curioso. Alguien me dijo que la habían visto por aquí. Estaba seguro de que había pasado la noche en una de las salas del templo.
A pesar de la atención que les dedicaba, era como si hablara consigo mismo. Musitó algunas palabras más y se marchó.
Osugi chasqueó la lengua.
—Ése es otro que no sirve para nada. Tiene dos espadas, por lo que supongo que es un samurái, pero ¿has visto qué manera de vestir? ¡Y aquí arriba, buscando a una mujer a estas horas de la noche! Bien, supongo que habrá visto que no era ninguna de nosotras.
Aunque no se lo dijo a Osugi, Otsū estaba casi segura de que la muchacha a la que aquel samurái estaba buscando era la que había entrado en la posada aquella tarde. ¿Cuál podría ser el vínculo de Musashi con la muchacha y el de ésta con aquel hombre?
—Regresemos —dijo Osugi, en un tono al mismo tiempo decepcionado y resignado.
Delante del Hongandō, donde tuviera lugar el enfrentamiento de Osugi con Musashi, tropezaron de nuevo con Kojirō. Intercambiaron miradas, pero no dijeron nada. Osugi observó al hombre mientras éste subía al Shiandō y entonces daba la vuelta y bajaba la ladera de la colina Sannen.
—Los ojos de ese hombre dan miedo —murmuró Osugi—, como los de Musashi. —En aquel momento captó un leve movimiento en las sombras e irguió los hombros encorvados—. ¡Huuu! —gritó como un búho. Desde detrás de un gran cedro, una mano le hizo una seña para que se acercara—. Matahachi —murmuró Osugi, pensando que era muy conmovedor que su hijo no quisiera que le viera nadie salvo ella.
La anciana llamó a Otsū, que ahora estaba a cincuenta o sesenta pies de distancia, cuesta abajo.
—Ve tú delante, Otsū, pero no te alejes demasiado. Espérame en el lugar llamado Chirimazuka. Me reuniré contigo dentro de unos momentos.
—De acuerdo —replicó Otsū.
—¡Y no se te ocurra ir a ninguna parte! Ya sabes que te vigilo. No intentes escapar.
Osugi corrió al árbol.
—Eres tú, Matahachi, ¿no es cierto?
—Sí, madre. —Sus manos salieron de la oscuridad y aferraron las de la anciana como si llevara años esperando verla.
—¿Qué estás haciendo detrás de este árbol? ¡Oh, tienes las manos frías como el hielo! —Su propia solicitud la conmovía hasta el punto de arrancarle las lágrimas.
—He tenido que esconderme —dijo Matahachi, mirando nerviosamente a uno y otro lado—. Ese hombre que ha pasado por aquí hace un momento… Le has visto, ¿no es cierto?
—¿El hombre que llevaba una espada larga a la espalda?
—Sí.
—¿Le conoces?
—Más o menos. Es Sasaki Kojirō.
—¿Qué? Creía que tú eras Sasaki Kojirō.
—¿Cómo?
—En Osaka me enseñaste tu certificado y ése era el nombre escrito en él. Dijiste que era el nombre que habías adoptado, ¿no es cierto?
—¿Eso te dije? Pues no era cierto. Hoy, cuando venía hacia aquí, le vi. Hace un par de días, Kojirō me lo hizo pasar mal, por lo que me he ocultado para no encontrarme con él. Si vuelve por aquí, podría verme en un aprieto.
Osugi estaba tan sorprendida que ni siquiera podía hablar, pero observó que Matahachi estaba más delgado que antes. Esto y el estado de agitación en que se hallaba le hicieron amarle todavía más… por lo menos de momento.
Con una mirada indicó a su hijo que no quería escuchar los detalles.
—Todo eso no importa —le dijo—. Dime, hijo, ¿sabías que el tío Gon murió?
—¿El tío Gon?
—Sí, el tío Gon. Murió en la playa de Sumiyoshi, poco después de que nos dejaras.
—No me había enterado.
—Pues así fue. La cuestión es si comprendes el motivo de su trágica muerte y por qué he continuado esta larga y triste misión incluso a mis años.
—Sí, eso está grabado en mi mente desde aquella noche en Osaka cuando tú… me recordaste mis defectos.
—Lo recuerdas, ¿verdad? Pues bien, tengo noticias para ti, unas noticias que te harán feliz.
—¿De qué se trata?
—Tiene que ver con Otsū.
—¡Ah! Es la muchacha que estaba contigo.
Matahachi empezó a alejarse, pero Osugi se puso delante de él, impidiéndole el paso, y le preguntó en tono de reproche:
—¿Adonde te propones ir?
—Si era Otsū, quiero verla. Ha pasado mucho tiempo.
Osugi asintó.
—La he traído aquí para que la veas, pero ¿te importaría decirle a tu madre qué piensas hacer?
—Le diré que lo siento, que la he tratado muy mal y confío en que me perdone.
—Y entonces…
—Entonces… bueno, entonces nunca volveré a cometer un error así. Díselo tú también, madre, hazlo por mí.
—¿Y entonces qué?
—Entonces todo será como antes.
—¿Qué será como antes?
—Otsū y yo volveremos a ser amigos. Quiero casarme con ella. Dime, madre, ¿crees que todavía…?
—¡Imbécil! —exclamó ella dándole una bofetada.
Matahachi retrocedió tambaleándose y se llevó la mano a la dolorida mejilla.
—Pe… pero madre, ¿qué te ocurre?
Osugi, al parecer más enfadada de lo que había estado jamás desde el día que le destetó, le preguntó gruñendo:
—Acabas de asegurarme que nunca olvidarías lo que te dije en Osaka, ¿no es cierto?
Él inclinó la cabeza.
—¿Dije acaso una sola palabra sobre pedirle disculpas a esa zorra indigna? ¿Cómo podrías rogarle a ese monstruo que te perdone después de que te abandonara y se marchase con otro hombre? ¡La verás, sí, pero no le pedirás disculpas! ¡Ahora escúchame!
Osugi le cogió del cuello del kimono con ambas manos y le sacudió delante y atrás. Matahachi, con la cabeza bamboleante, cerró los ojos y escuchó dócilmente la interminable y airada reprimenda de su madre.
—¿Qué es esto? —exclamó ella—. ¿Estás llorando? ¿Todavía quieres a esa vagabunda lo suficiente para llorar por ella? ¡Si haces eso no eres hijo mío!
Le arrojó al suelo y ella cayó también.
Durante varios minutos los dos se quedaron allí sentados, llorando.
Pero el odio de Osugi no podía permanecer mucho tiempo sumergido. Se enderezó y dijo:
—Has llegado a un punto en que debes tomar una decisión. Ya no puedo vivir mucho más, y cuando muera no podrás hablarme así aunque lo desees. Piensa, hijo mío, que Otsū no es la única mujer en el mundo. —Su voz se tranquilizó—. No debes sentirte obligado en lo más mínimo hacia una persona que ha actuado como ella lo ha hecho. Encuentra a una chica de tu gusto y te la conseguiré aunque tenga que visitar cien veces a sus padres, aunque la fatiga acabe conmigo.
Él permanecía hosco y silencioso.
—Olvídate de Otsū, por el honor del apellido Hon'iden. Al margen de lo que pienses, es inaceptable desde el punto de vista de la familia. Así pues, si te resulta imposible vivir sin ella, entonces corta mi vieja cabeza, y entonces podrás hacer lo que te guste, pero mientras yo viva…
—¡Basta, madre!
La virulencia de su tono ofendió a la anciana.
—¡Tienes el descaro de gritarme!
—Dime una sola cosa. ¿La mujer con la que me case ha de ser mi esposa o la tuya?
—¡Qué tonterías dices!
—¿Por qué no puedo elegir yo mismo?
—Vamos, vamos, siempre dices cosas tan impetuosas. ¿Qué edad crees que tienes? Ya no eres ningún chiquillo, ¿o lo has olvidado?
—Pero… bien, aunque seas mi madre, me estás pidiendo demasiado, y eso no es justo.
Sus desacuerdos solían ser así, empezaban con un violento choque de emociones, un pulso implacable entre dos antagonistas. La comprensión mutua quedaba arruinada antes de que hubiera tenido ocasión de crecer.
—¿No es justo? —dijo Osugi entre dientes—. ¿De quién crees que eres hijo? ¿De qué vientre crees que saliste?
—Hablar así no tiene ningún sentido. ¡Quiero casarme con Otsū! ¡Ella es la única mujer a la que amo! —Incapaz de soportar la hosca expresión de su madre, dirigió sus palabras al cielo.
—¿Dices eso en serio, hijo mío? —Osugi desenvainó su espada corta y dirigió la hoja a su garganta.
—¿Qué estás haciendo, madre?
—Ya es suficiente para mí. ¡No intentes impedírmelo! Sólo te pido que tengas la decencia de asestarme el golpe final.
—¡No me hagas esto! ¡Soy tu hijo! ¡No puedo cruzarme de brazos y permitir que hagas semejante cosa!
—De acuerdo. ¿Abandonarás a Otsū… ahora mismo?
—Si es eso lo que querías que hiciera, ¿para qué la has traído aquí? ¿Por qué me torturas haciéndola desfilar ante mis ojos? No te comprendo.
—Verás, me sería bastante fácil matarla, pero tú eres el ofendido. Como madre, pensé que debería dejar que fueras tú quien la castigara. Me pareció que deberías estarme agradecido por ello.
—¿Esperas de mí que mate a Otsū?
—¿No quieres hacerlo? ¡Si no quieres, dilo! ¡Pero decídete!
—Pero…, pero, madre…
—De modo que sigues sin poder prescindir de ella, ¿eh? Bien, si eso es lo que sientes, no eres mi hijo ni soy tu madre. Si no puedes cortarle la cabeza a esa desvergonzada, por lo menos córtame la mía. El golpe final, por favor.
Matahachi reflexionó en que los niños acostumbran a incomodar a sus padres, pero a veces ocurre todo lo contrario. Osugi no sólo le estaba intimidando con amenazas sino que le colocaba en la situación más difícil de su vida. Ver a su madre fuera de quicio le afectaba en lo más hondo.
—¡Basta, madre! ¡No lo hagas! De acuerdo, haré lo que deseas. ¡Me olvidaré de Otsū!
—¿Eso es todo?
—La castigaré. Te prometo que la castigaré con mis propias manos.
—¿La matarás?
—Pues… sí, la mataré.
Osugi vertió lágrimas de júbilo. Enfundó su espada y cogió la mano de su hijo.
—¡Bien por ti! Ahora hablas como el futuro jefe de la casa de Hon'iden. Tus antepasados estarán orgullosos de ti.
—¿Lo crees de veras?
—¡Ve y hazlo ahora mismo! Otsū está esperando ahí abajo, en Chirimazuka. ¡Date prisa!
—Humm.
—Escribiremos una carta para enviarla al Shippōji junto con su cabeza. Entonces todo el mundo en el pueblo sabrá que nuestra vergüenza ha sido reducida a la mitad, y cuando Musashi se entere de que ha muerto, su orgullo le obligará a venir a nuestro encuentro. ¡Qué glorioso!… ¡Apresúrate, Matahachi!
—Tú espera aquí, ¿de acuerdo?
—No. Te seguiré, pero no me dejaré ver. Si Otsū me ve, empezará a quejarse de que no he cumplido mi promesa, y eso sería embarazoso.
—No es más que una mujer indefensa —dijo Matahachi, levantándose lentamente—. No hay ningún problema para acabar con ella…; ¿por qué no esperas aquí? Te traeré su cabeza, no te preocupes por eso. No la dejaré escapar.
—Mira, nunca puedes ser lo bastante cuidadoso. Aunque sólo sea una mujer, en cuanto vea la hoja de tu espada se resistirá.
—Deja de preocuparte. No hay nada que temer.
Fortaleciendo su ánimo, Matahachi partió cuesta abajo, seguido por su madre, cuyo rostro reflejaba la inquietud que sentía.
—¡Recuerda que no debes bajar la guardia! —le dijo.
—¿Todavía me estás siguiendo? Creí que ibas a permanecer oculta.
—Chirimazuka está bastante más abajo.
—¡Ya lo sé, madre! Si insistes en ir, ve tu sola. Yo me quedaré aquí y te esperaré.
—¿Por qué vacilas?
—Es un ser humano. No me resulta fácil atacarla teniendo la sensación de que es como matar a un gatito inocente.
—Te comprendo. Por muy infiel que haya sido, era tu prometida. De acuerdo, si no quieres que mire, ve tú solo. Me quedaré aquí.
Matahachi se marchó en silencio.
Al principio Otsū había pensado en huir, pero si hacía tal cosa, toda la paciencia de que había hecho gala en los últimos veinte días no serviría de nada, y decidió aguantar un poco más. Para pasar el tiempo pensó en Musashi y luego en Jōtarō. Su amor por Musashi hacía que millones de estrellas destellaran en su corazón. Como si estuviera soñando, contó las muchas esperanzas que había puesto en el futuro y recordó las promesas que él le había hecho, tanto en el puerto de montaña de Nakayama como en el puente Hanada. Creía con todo su corazón que, por muchos años que pasaran, al final él no la abandonaría.
Entonces la imagen de Akemi apareció para atormentarla, ensombreciendo sus esperanzas y haciendo que se sintiera inquieta, pero sólo por un momento. Los temores que le inspiraba Akemi eran insignificantes en comparación con la ilimitada confianza que tenía en Musashi. Recordó también lo que le había dicho Takuan, que era digna de lástima, pero eso no tenía sentido. ¿Cómo podía el monje considerar bajo esa luz el júbilo que ella sentía y que se perpetuaba a sí mismo?
Incluso entonces, esperando en aquel lugar oscuro y solitario a una persona a la que no quería ver, su arrobado sueño en el futuro hacía que todo sufrimiento resultara soportable.
—¡Otsū!
—¿Quién… es?
—Hon'iden Matahachi.
—¿Matahachi? —dijo ella con un atisbo de sorpresa.
—¿Acaso has olvidado mi voz?
—No, ahora la reconozco. ¿Has visto a tu madre?
—Sí, me está esperando. No has cambiado nada. Tienes el mismo aspecto que en Mimasaka.
—¿Dónde estás? Está tan oscuro que no puedo verte.
—¿Puedo acercarme más? Llevo un rato aquí en pie, pues me avergüenza mucho mirarte a la cara. ¿En qué estabas pensando?
—Oh, en nada. Nada en particular.
—¿Pensabas en mí? No ha pasado un solo día sin que yo pensara en ti.
Mientras él se le acercaba lentamente, Otsū se sintió un tanto aprensiva.
—¿Te lo ha explicado todo tu madre, Matahachi?
—Humm.
—Puesto que ya lo sabes todo —dijo ella, con un alivio inmenso—, comprendes mis sentimientos, pero quisiera pedirte que consideres las cosas desde mi punto de vista. Olvidemos el pasado, que no debió haber sido así.
—Vamos, Otsū, no seas de esa manera. —Matahachi sacudió la cabeza. Aunque no tenía idea de lo que su madre le había dicho a Otsū, estaba bastante seguro de que no tenía más objetivo que engañarla—. Me duele que menciones el pasado, pues me resulta difícil mantener la cabeza levantada ante ti. Si fuese posible olvidar, los cielos saben que lo haría con gusto. Pero, por alguna razón, no puedo soportar la idea de abandonarte.
—Sé juicioso, Matahachi. No hay nada entre tu corazón y el mío. Estamos separados por un gran valle.
—Eso es cierto, y más de cinco años se han deslizado a través de ese valle.
—Exactamente. Esos años nunca volverán. No hay modo de recuperar los sentimientos que tuvimos en otro tiempo.
—¡Oh, no! ¡Claro que podemos recuperarlos!
—No, se han ido para siempre.
Él la miró con fijeza, sorprendido por la frialdad de su semblante y la determinación de su tono, y se preguntó si aquélla era la muchacha que, cuando se permitió revelar sus pasiones, fue como la luz del sol en primavera. Tuvo la sensación de que estaba restregando un objeto de niveo alabastro. ¿Dónde había ocultado ella aquella severidad en el pasado?
Recordó el porche del Shippōji y volvió a verla sentada allí con ojos límpidos y soñadores, a menudo durante medio día o más, silenciosa y con la mirada perdida, como si viera en las nubes a padres y hermanos.
Se acercó más a ella y, con la misma timidez con que podría haber deslizado la mano entre las espinas para coger un capullo blanco, susurró:
—Intentémoslo de nuevo, Otsū. Es imposible recuperar cinco años, pero empecemos de nuevo, ahora, solos los dos.
—¿Qué estás imaginando, Matahachi? —replicó ella desapasionadamente—. No me he referido a la cantidad de tiempo transcurrido, sino al abismo que separa nuestros corazones, nuestras vidas.
—Ya lo sé. Lo que quiero decir es que, empezando ahora mismo, volveré a conquistar tu amor. Quizá no debería decirlo, pero ¿no es el error que cometí uno del que casi cualquier joven podría ser culpable?
—Habla si te place, pero jamás podré volver a tomar en serio tu palabra.
—¡Pero sé que estuve equivocado, Otsū! Soy un hombre, pero aquí me tienes, pidiéndole disculpas a una mujer. ¿No comprendes lo difícil que es esto para mí?
—¡Basta! Si eres un hombre, deberías actuar como tal.
—Pero no hay nada en el mundo más importante para mí. Si quieres, me pondré de rodillas y suplicaré tu perdón, te daré mi palabra solemne, te juraré lo que quieras.
—¡Me tiene sin cuidado lo que hagas!
—No te enfades, por favor. Mira, éste no es el mejor sitio para hablar. Vamos a alguna otra parte.
—No.
—No quiero que mi madre nos encuentre. Anda, vamos. No puedo matarte. ¡Me sería imposible hacerlo!
La cogió de la mano, pero ella la retiró bruscamente.
—¡No me toques! —gritó, airada—. ¡Preferiría morir antes que pasar mi vida contigo!
—¿No vas a venir conmigo?
—No, no, no.
—¿Es ésa tu última palabra?
—¡Sí!
—¿Significa eso que estás todavía enamorada de Musashi?
—Sí, le quiero. Le querré durante toda esta vida y en la otra.
Matahachi estaba temblando.
—No deberías decirme eso, Otsū.
—Tu madre ya lo sabe y me dijo que te lo diría, me prometió que podríamos discutirlo juntos y poner fin al pasado.
—Comprendo, y supongo que Musashi te ha ordenado que me busques y me lo digas. ¿Es eso lo que ha ocurrido?
—¡No, te equivocas! Musashi no tiene que decirme lo que debo hacer.
—También yo tengo orgullo, ¿sabes? Todos los hombres tienen orgullo. Si eso es lo que sientes por mí…
—¿Qué estás haciendo? —gritó ella.
—Soy tan hombre como Musashi, y aunque me cueste la vida impediré que seas suya. No lo permitiré, ¿me oyes? ¡No lo permitiré!
—¿Y quién eres tú para dar tu permiso?
—¡No consentiré que te cases con Musashi! Recuerda, Otsū, que no era Musashi con quien estabas prometida.
—No eres la persona más adecuada para sacar eso a relucir.
—¡Claro que lo soy! Te comprometiste como mi novia y, a menos que yo lo consienta, no puedes casarte con nadie.
—¡Eres un cobarde, Matahachi! Me das lástima. ¿Cómo puedes rebajarte hasta ese extremo? Hace mucho tiempo recibí cartas, una tuya y otra de una mujer llamada Okō, en las que rompíais nuestro compromiso.
—No sé nada de eso, yo no envié ninguna carta. Debió de hacerlo Okō por su propia iniciativa.
—Eso no es cierto. Una de las cartas estaba escrita de tu puño y letra, y decía que me olvidara de ti y buscara a otro con quien casarme.
—¿Dónde está esa carta? ¿Quieres enseñármela?
—Ya no la tengo. Cuando Takuan la leyó, se echó a reír y luego se sonó la nariz con ella y la tiró.
—En otras palabras, no tienes ninguna prueba, por lo que nadie va a creerte. En el pueblo todo el mundo sabe que eras mi prometida. Tengo todas las pruebas, mientras que tú no tienes ninguna. Piénsalo bien, Otsū: si te separas de todos los demás para estar con Musashi, nunca serás feliz. Parece ser que te irrita la existencia de Okō, pero te juro que ya no tengo absolutamente nada que ver con ella.
—Estás perdiendo el tiempo.
—¿No vas a escucharme aun cuando te pida disculpas?
—¿No acabas de jactarte de que eres un hombre? ¿Por qué no actúas como tal? Ninguna mujer entregará su corazón a un cobarde débil, desvergonzado y mentiroso. Las mujeres no admiran a los débiles.
—¡Ten cuidado con lo que dices!
—¡Suéltame! Vas a romperme la manga.
—¡Puta voluble!
—¡Basta!
—Si no me escuchas, no me importa lo que ocurra.
—¡Matahachi!
—¡Si te interesa vivir, jura que dejarás a Musashi!
Le soltó la manga para desenvainar la espada, y, una vez desnuda, la hoja pareció dominarle. Era como un hombre poseído, y sus ojos tenían un brillo salvaje.
Otsū lanzó un grito, no tanto porque el arma la asustara sino por la expresión de Matahachi.
—¡Perra! —gritó él mientras ella se daba la vuelta para huir. La espada descendió, rozando el nudo del obi de Otsū.
«No debo permitir que huya», se dijo Matahachi, y corrió tras ella, llamando por encima del hombro a su madre. Osugi bajó corriendo por la pendiente, preguntándose si su hijo habría desperdiciado la ocasión al tiempo que desenvainaba su espada.
—Está allí —dijo Matahachi—. ¡Atrápala, madre!
Pero pronto retrocedió corriendo y se detuvo poco antes de tropezar con la anciana. Con los ojos abiertos como platos, le preguntó:
—¿Adonde ha ido?
—¿No la has matado?
—No, se escapó.
—¡Idiota!
—Mira, está allá abajo. Ésa es ella. ¡Allí!
Otsū había corrido por un empinado terraplén y se había visto obligada a detenerse porque la manga de su kimono se había enganchado en una rama. Sabía que no debía de estar lejos de la cascada, porque el ruido del agua era muy fuerte. Cuando echó a correr de nuevo, sujetándose la manga desgarrada, Matahachi y Osugi ya estaban muy cerca de ella, y cuando Osugi gritó: «¡La tenemos atrapada!», Otsū oyó la voz inmediatamente detrás de ella.
En el fondo del barranco, la oscuridad rodeaba a Otsū como un muro.
—¡Mátala, Matahachi! Está ahí, tendida en el suelo.
Matahachi se entregó por completo a la espada. Saltó adelante, apuntó a la forma oscura y descargó la hoja salvajemente.
—¡Diablesa! —gritó.
Entre el crepitar de las ramas se oyó un grito de agonía.
—¡Toma esto y esto! —Matahachi golpeó tres, cuatro veces, una y otra vez hasta que pareció que la espada iba a partirse en dos. Estaba borracho de sangre, sus ojos escupían fuego.
Entonces todo terminó. Se hizo el silencio.
Sosteniendo la espada desmayadamente, Matahachi recuperó poco a poco el sentido, y su semblante palideció. Se miró las manos y las vio cubiertas de sangre, se palpó la cara y también allí había sangre, al igual que en sus ropas. Sintió que la cabeza le daba vueltas, angustiado al pensar que cada gota de sangre era de Otsū.
—¡Espléndido, hijo! Por fin lo has hecho. —Osugi, jadeando más por el júbilo que a causa de la fatiga, se puso detrás de él y, apoyándose en su hombro, contempló el follaje destrozado—. Qué feliz me siento al ver esto —dijo, exultante—. Lo hemos hecho, hijo mío. He sido aliviada de la mitad de mi carga y ahora puedo llevar de nuevo la cabeza alta en el pueblo. ¿Qué te ocurre? ¡Rápido! ¡Córtale la cabeza!
Al observar los escrúpulos de su hijo, se echó a reír.
—No tienes redaños. Si eres incapaz de cortarle la cabeza, yo lo haré por ti. Apártate.
Matahachi permaneció inmóvil hasta que la anciana echó a andar hacia los arbustos, y entonces alzó la espada y la golpeó con la empuñadura en el hombro.
—¡Cuidado con lo que haces! —gritó Osugi mientras se tambaleaba hacia adelante—. ¿Es que has perdido el juicio?
—¡Madre!
—¿Qué?
Unos sonidos extraños brotaron de la garganta de Matahachi. Se enjugó los ojos con las manos ensangrentadas.
—La…, la he matado. ¡He asesinado a Otsū!
—Y ha sido una hazaña digna de alabanza. Pero ¿qué haces? ¿Por qué lloras?
—No puedo evitarlo. ¡Estúpida, loca, vieja fanática!
—¿Es que lo lamentas?
—Sí… ¡Sí! De no haber sido por ti…; deberías haber muerto. De alguna manera habría podido recuperar a Otsū. ¡Tú y el honor de la familia!
—Deja ya esa cháchara. Si tanto significaba para ti, ¿por qué no me mataste y la protegiste?
—Si hubiera sido capaz de hacerlo… ¿Puede haber algo peor que tener por madre a una maníaca testaruda?
—Basta de comportarte así. ¿Cómo te atreves a hablarme así?
—A partir de ahora viviré como me parezca. Si echo mi vida a perder, será un asunto exclusivamente mío.
—Siempre has tenido ese defecto, Matahachi. Te excitas y haces escenas sólo para causar disgustos a tu madre.
—Sí, vieja cerda, te causaré disgustos. Eres una bruja, ¡te odio!
—¡Vaya, vaya! Qué enfadado está… Apártate. Cogeré la cabeza de Otsū y luego te enseñaré algunas cosas.
—¿Más charla? No te escucho.
—Quiero que mires bien la cabeza de esa chica. Así verás lo bonita que es. Quiero que veas con tus propios ojos cómo es una mujer cuando muere. Nada más que huesos. Quiero que conozcas la locura de la pasión.
—¡Calla! —Matahachi sacudió la cabeza violentamente—. Cuando pienso en ello, comprendo que Otsū es todo lo que he deseado en mi vida. Cuando me dije que no podía seguir viviendo como lo hacía, traté de encontrar la manera de triunfar, de empezar de nuevo por el camino recto…; fue porque quería casarme con ella, no por el honor de la familia ni por satisfacer a una vieja horrible.
—¿Hasta cuándo vas a seguir hablando de algo que ya ha terminado? Te haría más bien recitar los sutras. ¡Salve Amida Buda!
Osugi se abrió paso entre las ramas rotas y la hierba seca, que estaban generosamente rociadas de sangre, y entonces dobló unas hierbas y se arrodilló en ellas.
—No me odies, Otsū —dijo—. Ahora que estás muerta, ya no tengo nada contra ti. Tu muerte ha sido una necesidad. Descansa en paz.
Palpó a su alrededor con la mano izquierda y cogió una masa de cabello negro.
La voz de Takuan vibraba.
—¡Otsū!
Transportada hasta la oscura hondonada por el viento, parecía como si tuviera su origen en los árboles y las estrellas.
—¿Todavía no la has encontrado? —preguntó en voz tensa.
—No, no está por estos alrededores.
El dueño de la posada donde Osugi y Otsū se habían alojado se limpió el sudor de la frente con un gesto de fatiga.
—¿Estás seguro de que has oído bien?
—Totalmente seguro. Después de que el sacerdote llegara por la noche hasta el Kiyomizudera, la anciana se marchó de repente, diciendo que iba a la sala del dios de la montaña. La muchacha fue con ella.
Los dos hombres reflexionaron, cruzados de brazos.
—Tal vez han seguido montaña arriba o han ido a algún sitio apartado del camino principal —sugirió Takuan.
—¿Por qué estás tan preocupado?
—Me temo que han tendido una trampa a Otsū.
—¿Tan malvada es esa anciana?
—No —respondió Takuan en tono enigmático—. Es una mujer muy buena.
—No lo es a juzgar por lo que me dijiste. Ah, acabo de recordar algo.
—¿Qué es ello?
—Hoy he visto a la muchacha llorando en su habitación.
—Puede que eso no signifique gran cosa.
—La anciana nos dijo que era la novia de su hijo.
—Sí, es comprensible que dijera eso.
—Por lo que dijiste, parece como si un odio terrible llevara a esa anciana a atormentar a la muchacha.
—De todos modos, ésa es una cosa y llevarla a la montaña en una noche oscura otra muy distinta. Me temo que Osugi haya planeado asesinarla.
—¡Asesinarla! ¿Cómo puedes decir entonces que es una buena mujer?
—Porque es sin ninguna duda la clase de persona a la que el mundo considera buena. Acude con frecuencia al Kiyomizudera para rezar, ¿no es cierto? Y cuando está sentada ante Kannon con su rosario en la mano, su espíritu debe de estar muy cercano a la diosa.
—Tengo entendido que también le reza al Buda Amida.
—Hay muchos budistas así en este mundo, a los que llaman fieles. Hacen algo que no deberían, van al templo y rezan a Amida. Parecen idear hechos diabólicos para que Amida les perdone. Pueden matar alegremente a un hombre, con la absoluta confianza en que si luego visitan a Amida sus pecados les serán perdonados y cuando mueran irán al Paraíso Occidental. Esas buenas gentes constituyen un problema.
Matahachi miró temeroso a su alrededor, preguntándose de dónde procedía la voz.
—¿Has oído eso, madre? —preguntó, inquieto—. ¿Reconoces la voz?
Osugi alzó la cabeza, pero la interrupción no la turbó demasiado. Su mano todavía sujetaba el cabello del cadáver, mientras en la otra mano blandía la espada, preparada para golpear.
—¡Escucha! Ahí está de nuevo.
—Es extraño. Si alguien viniera en busca de Otsū, sería ese chiquillo llamado Jōtarō.
—Ésa es una voz de hombre.
—Sí, lo sé, y creo haberla oído antes.
—Esto tiene mala pinta. Olvídate de la cabeza, madre, y trae el farol. ¡Alguien se acerca!
—¿En esta dirección?
—Sí, son dos hombres. Vámonos de aquí en seguida.
El peligro unió a la madre y el hijo con la celeridad de un parpadeo, pero Osugi no podía renunciar a su sangrienta tarea.
—Espera un momento —le dijo—. Después de haber llegado hasta aquí, no voy a regresar sin la cabeza. Si no la tengo, ¿cómo voy a demostrar que me he vengado de Otsū? En seguida termino.
—Oh —gimió él, lleno de repulsión.
Un grito horrorizado brotó de los labios de Osugi. Dejó caer la cabeza, se levantó a medias, dio unos tumbos y cayó al suelo.
—¡No es ella! —exclamó. Agitó los brazos e intentó levantarse, pero volvió a caerse.
Matahachi dio un salto adelante.
—¿Qu… qu… qué? —tartamudeó.
—¡Mira! ¡No es Otsū! Es un hombre…, un mendigo…, un inválido…
—No es posible —dijo Matahachi—. Conozco a este hombre.
—¿Cómo? ¿Era algún amigo tuyo?
—¡Oh, no! —replicó bruscamente—. Este hombre era un estafador que me dejó sin blanca. ¿Qué hacía aquí, tan cerca de un templo, un sucio estafador como Akakabe Yasoma?
—¿Quién está ahí? —gritó Takuan—. ¿Eres tú, Otsū?
De repente el monje estaba detrás de ellos.
Matahachi era mucho más rápido corriendo que su madre. Mientras se perdía de vista, Takuan dio alcance a la mujer y la agarró con firmeza por el cuello del kimono.
—Tal como pensaba, y supongo que tu querido hijo es el que ha huido. ¡Matahachi! ¿Qué es eso de echar a correr y dejar a tu madre detrás? ¡Patán ingrato! ¡Vuelve aquí!
Aunque Osugi se debatía lastimosamente junto a las rodillas del monje, no había perdido sus agallas.
—¿Quién eres? —le preguntó, airada—. ¿Qué quieres?
Takuan la soltó.
—¿No te acuerdas de mí, abuela? Después de todo, debes de estar volviéndote senil.
—¿Eres Takuan?
—¿Te sorprende?
—No sé por qué habría de sorprenderme. Un mendigo como tú va adonde le place. Más tarde o más temprano tenías que dejarte caer por Kyoto.
—Tienes razón —convino él, sonriente—. Es exactamente como dices. Estaba vagabundeando por el valle de Koyagyū y la provincia de Izumi, pero llegué a la capital y anoche, en casa de un amigo, me enteré de la turbadora noticia. Decidí que era demasiado importante para no actuar.
—¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Pensé que Otsū estaría contigo, y estoy buscándola.
—Humm.
—Abuela…
—¿Qué?
—¿Dónde está Otsū?
—No lo sé.
—No te creo.
—Señor —terció el posadero—. Aquí ha sido derramada sangre, todavía está fresca. —Acercó el farol al cadáver.
Takuan frunció el ceño. Osugi aprovechó aquel momento para levantarse de un salto y echar a correr.
—¡Espera! —le grito Takuan sin moverse—. Te marchaste de casa para limpiar tu nombre, ¿no es cierto? ¿Vas a volver ahora con tu nombre más sucio que nunca? Dijiste que amabas a tu hijo. ¿Te propones abandonarle ahora que le has hecho desgraciado?
La fuerza de su voz resonante envolvió a Osugi, haciendo que se detuviera bruscamente.
Con el rostro distorsionado por arrugas de desafío, gritó:
—Manchar el nombre de mi familia, hacer desgraciado a mi hijo… ¿Qué quieres decir?
—Exactamente lo que he dicho.
—¡Estúpido! —La anciana soltó una breve risa desdeñosa—. ¿Quién eres tú? Vas por ahí comiendo el alimento del prójimo, viviendo en templos ajenos, aliviando tus entrañas en el campo. ¿Qué sabes tú del honor familiar? ¿Qué sabes del amor de una madre por su hijo? ¿Has pasado una sola vez las penalidades que sufre la gente ordinaria? Antes de decirle a nadie cómo debe actuar, deberías trabajar y ganarte la vida como todo el mundo.
—Has puesto el dedo en la llaga, ciertamente. Hay sacerdotes en este mundo a los que me gustaría decir lo mismo. Siempre he dicho que no estoy a tu altura en un combate verbal, y veo que sigues teniendo la lengua aguda.
—Y todavía tengo cosas importantes que hacer en este mundo. No creas que lo único que puedo hacer es hablar.
—Eso no importa. Quiero discutir de otros asuntos contigo.
—¿Qué asuntos son ésos?
—Has incitado a Matahachi para que esta noche matara a Otsū, ¿no es cierto? Sospecho que entre los dos la habéis asesinado.
Osugi estiró su cuello arrugado y se rio despectivamente.
—Mira, Takuan, puedes llevar un farol a través de esta vida, pero no te servirá de nada a menos que abras los ojos. ¿Qué son éstos de todos modos? ¿Tan sólo agujeros en tu cabeza, adornos curiosos?
Takuan, sintiéndose un tanto inquieto, dirigió por fin su atención a la escena del crimen.
Cuando alzó la vista, aliviado, la anciana le dijo con cierto rencor:
—Supongo que te alegras de que no sea Otsū, pero no creas que he olvidado que eres el impío casamentero que la unió a Musashi y causó todos estos problemas en primer lugar.
—Si eso es lo que sientes, no tengo nada que decir, pero sé que eres una mujer con fe religiosa, y digo que no deberías marcharte y dejar este cadáver aquí tendido.
—De todos modos estaba aquí tendido, al borde de la muerte. Matahachi le ha matado, pero no ha sido culpa suya.
—Este rōnin era un tanto raro —dijo el posadero—, no estaba muy bien de la cabeza. Llevaba varios días dando tumbos alrededor del pueblo, babeando. Tenía un bulto enorme en la cabeza.
Mostrando una falta absoluta de interés, Osugi se volvió para marcharse. Takuan pidió al posadero que se encargara del cadáver y la siguió, cosa que irritó sobremanera a la anciana, Pero cuando ésta se volvió para desatar de nuevo su lengua venenosa, Matahachi la llamó en voz baja.
—Madre.
Se encaminó alegremente hacia la voz. Después de todo, era un buen hijo, se había quedado allí para asegurarse de que su madre estaba a salvo. Intercambiaron algunas palabras y, al parecer, llegaron a la conclusión de que no estarían completamente libres de peligro en presencia del sacerdote. Entonces echaron a correr tan rápido como podían hacia el pie de la colina.
—Es inútil —murmuró Takuan—. A juzgar por su manera de actuar, no harían caso de nada que pueda decirles. Si el mundo pudiera estar libre de tales malentendidos estúpidos, cuánto menos padecería la gente…
Pero de momento tenía que encontrar a Otsū, la cual había encontrado alguna manera de huir. Se sentía un poco aliviado, pero no podría relajarse de veras hasta que tuviera la seguridad de que la muchacha estaba a salvo. Así pues, decidió proseguir su búsqueda a pesar de la oscuridad.
El posadero había ido colina arriba poco antes, y regresó acompañado de siete u ocho hombres provistos de faroles. Los vigilantes nocturnos del templo, que habían aceptado echar una mano para enterrar el cadáver, traían palas y azadones. Al cabo de un rato Takuan oyó el desagradable sonido que se produce al cavar una fosa.
Más o menos cuando el agujero era lo bastante hondo, alguien gritó:
—Mirad ahí, hay otro cuerpo. Es una hermosa muchacha.
El hombre que la había descubierto estaba a unas diez varas de la tumba, en el borde de una ciénaga.
—¿Está muerta?
—No, sólo inconsciente.