Desde tiempos antiguos, la gente de las clases superiores había viajado en palanquines, pero sólo recientemente un tipo simplificado de ese vehículo había sido puesto a disposición de la gente normal y corriente. Era poco más que un cesto grande, de lados bajos, suspendido de una vara horizontal, y para no caer, el pasajero tenía que sujetarse con fuerza a unas correas colocadas delante y detrás. Los porteadores, que cantaban rítmicamente para mantener el paso, tendían a tratar a sus clientes como si fuesen cargamento. A quienes elegían esta forma de transporte se les aconsejaba que adaptaran su respiración al ritmo de los porteadores, sobre todo cuando éstos corrían.
Siete u ocho hombres acompañaban al palanquín que avanzaba con rapidez hacia el pinar de la avenida Gojō. Porteadores y acompañantes jadeaban como si estuvieran a punto de echar el corazón por la boca.
—Estamos en la avenida Gojō.
—¿No es esto Matsubara?
—Ya falta poco.
Aunque sus faroles tenían el penacho usado por las cortesanas en el barrio licencioso de Osaka, el ocupante no era ninguna dama de la noche.
—¡Denshichirō! —gritó uno de los servidores que iban delante—. Ya casi estamos en la avenida Shijō.
Denshichirō no le oyó. Estaba dormido y su cabeza se bamboleaba como la de un tigre de papel. Entonces el cesto dio un bandazo y uno de los porteadores extendió la mano para evitar que el pasajero cayese al suelo.
Denshichirō abrió sus grandes ojos.
—Tengo sed —dijo—. ¡Dadme un poco de sake!
Agradecidos por la oportunidad de descansar, los porteadores bajaron el palanquín al suelo y empezaron a secarse con toallas de mano el pegajoso sudor de sus caras y pechos hirsutos.
—No queda mucho sake —dijo un sirviente, ofreciendo el tubo de bambú a Denshichirō. Éste lo vació de un trago.
—Está frío —se quejó—. Me da dentera. —Pero la bebida le despertó lo suficiente para hacerle observar—: Todavía está oscuro. Debemos de haber hecho el viaje en muy poco tiempo.
—A tu hermano le habrá parecido largo tiempo. Está tan deseoso de verte que cada minuto debe de parecerle un año.
—Confío en que siga vivo.
—El doctor dijo que viviría, pero está inquieto y pierde sangre por la herida. Eso podría ser peligroso.
Denshichirō se llevó el tubo vacío a los labios y lo puso boca abajo.
—¡Musashi! —dijo con asco, y tiró el tubo al suelo—. ¡Vámonos! —gritó—. ¡De prisa!
Denshichirō, gran bebedor, muy pendenciero e irascible, era casi la antítesis perfecta de su hermano. Cuando Kempō aún vivía, algunos tuvieron la audacia de afirmar que el hijo estaba más capacitado que el padre. El mismo joven compartía esta opinión sobre su talento. En vida del padre ambos hermanos se ejercitaban juntos en el dōjō y se llevaban bastante bien, pero en cuanto Kempō murió, Denshichirō dejó de participar en las actividades de la escuela y llegó a decirle a Seijūrō que debía retirarse y dejarle a él encargado de cuanto concernía a la esgrima.
Desde su partida a Ise el año anterior, se rumoreaba que pasaba el tiempo ociosamente en la provincia de Yamato. Sólo después del desastre ocurrido en el Rendaiji se enviaron hombres en su busca, y Denshichirō, a pesar de su desagrado por Seijūrō, accedió a regresar en seguida.
Durante el precipitado regreso a Kyoto, los porteadores le habían transportado con tal rapidez que fue necesario sustituirlos tres o cuatro veces. No obstante, Denshichirō tuvo tiempo para detenerse en cada puesto de la carretera y comprar sake. Tal vez necesitaba el alcohol para sosegar sus nervios, pero desde luego se hallaba en un estado de agitación extrema.
Cuando estaban a punto de reanudar su camino, los ladridos de unos perros en el oscuro bosque llamaron su atención.
—¿Qué creéis que ocurre?
—No es más que una jauría de perros.
La ciudad estaba llena de perros extraviados, muchos de los cuales procedían de distritos lejanos, pues ya no había batallas que les procurasen un suministro de carne humana.
Denshichirō les gritó enfurecido que dejaran de holgazanear, pero uno de los estudiantes le dijo:
—Espera…, hay algo extraño en lo que está ocurriendo ahí.
—Vamos a ver de qué se trata —dijo Denshichirō, el cual se puso entonces a la cabeza del grupo.
Después de que Kojirō se marchara, los perros habían vuelto. Los tres o cuatro círculos de canes alrededor de Matahachi y el árbol al que estaba atado armaban un tremendo escándalo. Si los perros fuesen capaces de tener sentimientos superiores, podría haberse imaginado que se estaban vengando de la muerte de uno de sus congéneres. Sin embargo, es mucho más probable que simplemente estuvieran atormentando a una víctima cuya impotencia percibían. Todos ellos estaban tan hambrientos como lobos, tenían los vientres cóncavos, las espinas dorsales puntiagudas como cuchillos y los dientes tan afilados que parecían limados.
Matahachi los temía mucho más de lo que había temido a Kojirō y Gempachi. Incapaz de usar los brazos y las piernas, no tenía más armas que la cara y la voz.
Tras haber tratado primero de razonar ingenuamente con los animales, cambió de táctica y se puso a aullar como una bestia salvaje. Los perros se acobardaron y retrocedieron un poco, pero entonces un copioso moqueo estropeó de inmediato el efecto.
A continuación abrió la boca y los ojos tanto como pudo y los miró furibundo, evitando el parpadeo. Contorsionó el rostro y sacó tanto la lengua que se tocó con ella la punta de la nariz, pero se cansó en seguida. Rebañándose los sesos, recurrió de nuevo al truco de fingir que era uno de ellos y no tenía nada contra los demás. Se echó a ladrar e incluso imaginó que tenía cola y la meneaba.
Los aullidos se intensificaron, los perros más cercanos a él mostraron los dientes ante su cara y le lamieron los pies.
Confiando en serenarlos con música, empezó a cantar un famoso pasaje de los Cuentos de Heike, imitando a los bardos que deambulaban recitando esa narración con acompañamiento de laúd.
Entonces el emperador enclaustrado decidió
en la primavera del segundo año
visitar la villa campestre de Kenreimon'in
en las montañas cerca de Ōhara.
Pero durante los meses segundo y tercero
el viento fue violento, el frío continuó
y las blancas nieves de los picos no se fundieron.
Con los ojos cerrados y el rostro tenso, haciendo una mueca de dolor, Matahachi cantó casi tan fuerte para quedarse sordo.
Todavía estaba cantando cuando la llegada de Denshichirō y sus compañeros hizo que los perros se escabulleran.
Sin el menor asomo de dignidad, Matahachi gritó:
—¡Socorro! ¡Salvadme!
—He visto a ese tipo en la Yomogi —dijo uno de los samuráis.
—Sí, es el marido de Okō.
—¿Marido? Pero si esa mujer no está casada.
—Eso es lo que le contó a Tōji.
Apiadándose de Matahachi, Denshichirō ordenó a sus hombres que dejaran de chismorrear y lo liberasen.
Al responder a las preguntas que le hicieron, Matahachi inventó una historia en la que sus excelentes cualidades figuraban de manera prominente, mientras que sus debilidades estaban ausentes. Aprovechando el hecho de que hablaba con los partidarios de Yoshioka, mencionó el nombre de Musashi. Reveló que habían sido amigos de la infancia, hasta que Musashi raptó a su novia y cubrió a su familia de una vergüenza indecible. Su valerosa madre había jurado que no regresaría a casa… Tanto él como su madre estaban empeñados en encontrar a Musashi y acabar con él. En cuanto a que fuese el marido de Okō, eso estaba lejos de la verdad. Su larga estancia en la casa de té Yomogi no se debía a ninguna conexión personal con la propietaria, y prueba de ello era que estaba enamorada de Gion Tōji.
Entonces explicó por qué estaba atado a un árbol. Le había asaltado una banda de malhechores, los cuales le habían robado su dinero.
Por supuesto, él no ofreció resistencia, pues debía poner cuidado para no resultar herido, dada la obligación que tenía hacia su madre. Confiando en que se lo creían todo, Matahachi les dijo:
—Os estoy agradecido. Creo que tal vez el destino nos ha reunido. Consideramos al mismo hombre como nuestro enemigo común, un enemigo con el que no podemos vivir bajo el mismo cielo. Esta noche habéis llegado en el momento oportuno. Os estaré eternamente agradecido.
—Por vuestro aspecto, señor, creo que sois Denshichirō. Estoy seguro de que os proponéis encontrar a Musashi. No puedo decir cuál de nosotros le matará primero, pero confío en que tendré la oportunidad de veros nuevamente.
No quería darles ocasión de interrogarle más, por lo que se apresuró a añadir:
—Osugi, mi madre, ha ido en peregrinación al Kiyomizudera para rogar por el éxito de nuestra lucha contra Musashi. Ahora voy a reunirme con ella. Desde luego, no tardaré en ir a la casa de la avenida Shijō para presentar mis respetos. Entretanto, permitidme que me disculpe por reteneros cuando tenéis tanta prisa.
Dicho esto se marchó, dejando a sus oyentes intrigados por la verdad que habría en sus palabras.
—¿Quién diablos es ese bufón? —preguntó Denshichirō, soltando un bufido, y chasqueó la lengua, irritado por el tiempo que habían perdido.
Tal como el médico había dicho, los primeros días serían los peores. Aquel era el cuarto día, y desde la noche anterior Seijūrō se sentía un poco mejor.
Abrió los ojos lentamente, preguntándose si era de día o de noche.
La lámpara cubierta de papel al lado de su almohada estaba casi extinguida. Desde la habitación contigua le llegó el sonido de unos ronquidos. Los hombres que velaban por él se habían adormilado.
«Todavía debo de estar vivo —pensó—. ¡Vivo y completamente deshonrado!». Con dedos temblorosos, se cubrió el rostro con el edredón. «¿Cómo podré mirar a nadie a la cara después de esto?». Tragó saliva para ahogar sus lágrimas. «Todo ha terminado —se dijo entre gemidos—. Éste es mi fin y el de la casa de Yoshioka».
Cacareó un gallo y la lámpara se apagó con un chisporroteo. Mientras la pálida luz del alba penetraba sigilosamente en la habitación, Seijūrō recordó aquella mañana en el Rendaiji. ¡La expresión de los ojos de Musashi! El recuerdo le hizo estremecerse. Tenía que admitir que no había estado a la altura de aquel hombre. ¿Por qué no había arrojado su espada de madera, aceptado la derrota e intentado salvar la reputación de la familia?
«Tenía una opinión demasiado alta de mí mismo —se dijo, entristecido—. Aparte de ser el hijo de Yoshioka Kempō, ¿qué he hecho para distinguirme?»
Incluso él había llegado a comprender que, de haber seguido al frente de la casa de Yoshioka, la escuela se habría quedado anclada en el pasado. Como todo lo demás estaba en pleno cambio, no podría seguir prosperando.
«Mi encuentro con Musashi no ha hecho más que apresurar el derrumbe. ¿Por qué no habré muerto allí? ¿Por qué tengo que vivir?»
Frunció el ceño. Sentía dolorosos latidos en el hombro sin brazo.
Sólo unos segundos después de que se oyeran golpes en la puerta principal, entró un hombre para despertar a los samuráis en la habitación contigua a la de Seijūrō.
—¿Denshichirō? —exclamó una voz en tono de asombro.
—¡Joven Maestro! ¡Buenas noticias! Denshichirō ha vuelto.
Abrieron los postigos contra la lluvia, pusieron carbón en el brasero y un cojín en el suelo. Al cabo de un momento, la voz de Denshichirō llegó desde el otro lado del shoji, la puerta corredera de listones y papel.
—¿Está mi hermano aquí?
Seijūrō pensó con nostalgia que había pasado largo tiempo desde la última vez que se vieron. Aunque había pedido ver a Denshichirō, temía que le vieran en su estado actual, incluso su hermano, mejor dicho, especialmente su hermano. Cuando éste entró en la estancia, Seijūrō alzó la vista e intentó en vano sonreír.
Denshichirō habló con vehemencia.
—¿Te das cuenta? —le dijo riendo—. Cuando estás en dificultades, tu hermano que no sirve para nada viene a ayudarte. Lo he dejado todo y venido lo más rápido que he podido. Nos detuvimos en Osaka para comprar víveres y luego hemos viajado toda la noche. Ya me tienes aquí, así que puedes dejar de preocuparte. Pase lo que pase, no permitiré que nadie ponga un solo dedo en la escuela… ¿Qué es esto? —gruñó, volviéndose a un criado que había traído té—. ¡No necesito té para nada! Ve y trae sake. —Entonces dijo a gritos que alguien cerrase las puertas exteriores—. ¿Es que estáis locos? ¿No veis que mi hermano tiene frío?
Tomó asiento, se inclinó por encima del brasero y contempló en silencio el rostro del herido.
—¿Qué clase de postura adoptaste en la pelea? —le preguntó—. ¿Por qué perdiste? Es posible que ese Miyamoto Musashi se esté haciendo un nombre, pero no es más que un principiante, ¿no es cierto? ¿Cómo es posible que te hayas dejado coger desprevenido por un don nadie como él?
Uno de los estudiantes llamó a Denshichirō desde el umbral.
—Bueno, ¿qué pasa?
—El sake está listo.
—¡Tráelo!
—He preparado la otra habitación. Querrás bañarte primero, ¿verdad?
—¡No quiero bañarme! Tráeme el sake aquí.
—¿Junto a la cama del Joven Maestro?
—¿Por qué no? No le he visto en varios meses y quiero hablar con él. No siempre hemos estado en las mejores relaciones, pero no hay nadie como un hermano cuando lo necesitas. Beberé aquí con él.
Se sirvió una copa y luego otra y otra más.
—Ah, qué bueno está. Si estuvieras bien, te serviría un poco.
Seijūrō aguantó este comportamiento durante unos minutos, y entonces alzó los ojos y dijo:
—¿Te importaría dejar de beber aquí?
—¿Cómo?
—Eso me trae muchos recuerdos desagradables.
—¿Ah, sí?
—Pienso en nuestro padre, al que no le habría agradado la manera en que tú y yo nos hemos conducido siempre. ¿Y qué bien nos ha hecho la bebida a cualquiera de los dos?
—Pero ¿qué te ocurre?
—Es posible que todavía no lo veas, pero aquí postrado he tenido tiempo de lamentar la manera en que he desperdiciado mi vida.
Denshichirō se echó a reír.
—¡Habla por ti mismo! Siempre has sido un tipo nervioso y sensible. Por eso nunca has llegado a ser un verdadero espadachín. Si quieres saber la verdad, creo que cometiste un error al enfrentarte a Musashi. Claro que importa poco que se trate de Musashi o de cualquier otro. No llevas la lucha en la sangre. Deberías considerar esta derrota como una lección y olvidarte de la esgrima. Como te dije hace mucho tiempo, deberías retirarte. Todavía podrías presidir la Casa de Yoshioka, y si hay alguien tan empeñado en desafiarte que no puedes evitar el encuentro, yo lucharé en tu lugar.
—Deja que me encargue del dōjō a partir de ahora. Te demostraré que puedo hacerlo varias veces más famoso de lo que fue en tiempos de nuestro padre. Si dejaras de lado tus sospechas de que intento arrebatarte la escuela, te demostraría lo que puedo hacer.
Vertió el sake que quedaba en su taza.
—¡Denshichirō! —gritó Seijūrō. Intentó erguirse en su jergón, pero ni siquiera pudo apartar las ropas de cama. Tendiéndose de nuevo, alargó la mano y cogió la muñeca de su hermano.
—¡Ten cuidado! —farfulló Denshichirō—. Harás que derrame el sake. —Cogió la taza con la otra mano.
—Con mucho gusto consentiré que te pongas al frente de la escuela, Denshichirō, pero también tendrás que ocupar mi puesto como jefe de la casa.
—De acuerdo, si así lo deseas.
—No deberías aceptar esa carga tan a la ligera. Sería mejor que lo pensaras un poco. Preferiría… cerrar la escuela antes de que cometas los mismos errores que yo y deshonres todavía más el nombre de nuestro padre.
—No seas ridículo. Yo no soy como tú.
—¿Me prometes que rectificarás tu manera de actuar?
—¡Espera un momento! Beberé si quiero…, si es a eso a lo que te refieres.
—No me importa que bebas, siempre que no lo hagas en exceso. Al fin y al cabo, los errores que he cometido no han sido originados por el sake.
—Ah, supongo que tu problema ha sido el de las mujeres, pues siempre te han gustado más de la cuenta. Lo que deberías hacer cuando te repongas es casarte y sentar la cabeza.
—No. Voy a abandonar la espada, pero no es hora de pensar en una esposa. No obstante, hay una persona por la que debo hacer algo. Si puedo asegurarme de que es feliz, no pediré nada más. Me contentaré viviendo solo en una cabaña con tejado de paja en medio del bosque.
—¿Quién es ella?
—No importa, eso no te incumbe. Como samurái, creo que debería aguantar e intentar redimirme. Pero puedo tragarme mi orgullo. Encárgate de la escuela.
—Lo haré, te lo prometo. Y juro también que no pasará mucho tiempo antes de que deje limpio tu apellido. ¿Dónde está ahora Musashi?
—¿Musashi? —repitió Seijūrō en voz sofocada—. ¡No pienses en enfrentarte a él! Acabo de advertirte que no cometas los mismos errores que yo.
—¿En qué otra cosa podría pensar? ¿No me has hecho venir para eso? Tenemos que encontrar a Musashi antes de que escape. De lo contrario, ¿para qué debería haber venido tan rápido?
—No sabes de qué estás hablando. —Seijūrō meneó la cabeza—. ¡Te prohíbo que luches con Musashi!
Entonces el tono de Denshichirō reflejó el agravio que sentía. Aceptar órdenes de su hermano mayor siempre le había enojado.
—¿Y por qué no?
Las pálidas mejillas de Seijūrō se tiñeron de color rosado.
—¡No puedes ganar! —dijo bruscamente.
—¿Quién no puede? —replicó Denshichirō, lívido.
—Tú. No puedes vencer a Musashi.
—¿Y por qué no?
—¡No eres bastante bueno!
—¡Tonterías! —Denshichirō soltó una risotada que le sacudió los hombros. Separó su mano de la de Seijūrō y puso boca abajo el recipiente de sake—. ¡Que alguien traiga sake! —gritó—. No queda ni una gota.
Cuando llegó un estudiante con el sake, Denshichirō ya no estaba en la habitación y Seijūrō se hallaba tendido boca abajo en el jergón. Cuando el estudiante le dio la vuelta con suavidad y colocó su cabeza en la almohada, el convaleciente le dijo en voz baja:
—Vuelve a llamarle. Tengo algo más que decirle.
Aliviado porque el Joven Maestro hablaba con claridad, el joven salió corriendo en busca de Denshichirō, al cual encontró sentado en el suelo del dōjō en compañía de Ueda Ryōhei, Miike Jūrōzaemon, Nampo Yoichibei, Ōtaguro Hyōsuke y otros discípulos veteranos.
—¿Has visto al Joven Maestro? —le estaba preguntando uno de ellos.
—Humm, acabo de salir de su habitación.
—Debe de haberse alegrado mucho de verte.
—No parecía muy satisfecho. Hasta que entré en su habitación, había estado deseoso de verle. Pero le he encontrado abatido y malhumorado, así que le he dicho lo que tenía que decirle. Hemos reñido, como de costumbre.
—¿Has discutido con él? No deberías haberlo hecho. Sólo está empezando a recuperarse.
—Esperad a oír toda la historia.
Denshichirō y los discípulos veteranos eran como viejos amigos. Cogió del hombro a Ryōhei, el que le había hecho el reproche, y le sacudió amigablemente.
—Escuchad lo que ha dicho mi hermano. ¡No debo tratar de limpiar su nombre luchando con Musashi porque no podría ganar! Y si sufriera una derrota, la casa de Yoshioka estaría arruinada. Me ha dicho que va a retirarse y aceptar toda la responsabilidad de la deshonra. Todo lo que espera de mí es que ocupe su lugar y me esfuerce por poner de nuevo en pie a la escuela.
—Comprendo.
—¿Qué quieres decir con eso?
Ryōhei no le respondió.
Mientras permanecían sentados en silencio, entró el estudiante y se acercó a Denshichirō.
—El Joven Maestro desea que vuelvas a su habitación —le dijo.
Denshichirō frunció el ceño.
—¿Y el sake? —preguntó con brusquedad.
—Lo he dejado en la habitación de Seijūrō.
—¡Pues tráelo aquí!
—¿Y tu hermano?
—Parece estar demasiado nervioso. Haz lo que te digo.
Los otros dijeron que no querían sake, que no era el momento adecuado para beber, y sus protestas enojaron a Denshichirō, el cual arremetió contra ellos.
—¿Qué os pasa a todos vosotros? ¿Es que también teméis a Musashi?
El disgusto, el dolor y la amargura eran evidentes en sus expresiones. Hasta el día de su muerte recordarían cómo con un solo golpe de una espada de madera su maestro había sido convertido en un inválido y la escuela deshonrada. Aun así, no habían sido capaces de acordar un plan de acción. Cada vez que discutían sobre lo ocurrido en los últimos tres días se dividían en dos facciones: unos estaban a favor de un segundo desafío, mientras que otros preferían evitar que las cosas empeorasen. Ahora algunos de los hombres mayores miraban con aprobación a Denshichirō, pero los demás, incluido Ryōhei, tendían a estar de acuerdo con su maestro derrotado, sobre todo en presencia de su exaltado hermano menor.
Al observar su vacilación, Denshichirō les dijo:
—Aunque mi hermano esté herido, no debe comportarse como un cobarde. ¡Igual que una mujer! ¿Cómo podéis esperar que le escuche y no digamos que esté de acuerdo con él?
Entonces habló Nampo Yoichibei.
—No se trata de que tengamos dudas de tu habilidad, pues todos confiamos en ella, pero aun así…
—¿Aun así qué? ¿En qué estás pensando?
—Verás, tu hermano parece opinar que Musashi no es importante. Tiene razón, ¿no crees? Piensa en el riesgo…
—¿El riesgo? —aulló Denshichirō.
—¡No lo he dicho en ese sentido! —dijo atropelladamente Yoichibei—. Lo retiro.
Pero el daño ya estaba hecho. Denshichirō se puso en pie y, agarrándole por el cogote, lo lanzó contra la pared.
—¡Vete de aquí! ¡Cobarde!
—Ha sido un desliz, no pretendía…
—¡Calla! ¡Márchate! Los débiles no están en condiciones de beber conmigo.
Yoichibei palideció. Entonces se puso de rodillas ante los demás.
—Os agradezco que me hayáis permitido estar entre vosotros durante tanto tiempo —se limitó a decir. Fue al pequeño sagrario shintoísta que estaba en el fondo de la habitación, hizo una reverencia y salió.
Sin dignarse mirar en su dirección, Denshichirō dijo:
—Ahora bebamos todos juntos. Después quiero que encontréis a Musashi. Dudo de que ya se haya marchado de Kyoto. Probablemente anda contoneándose por ahí, jactándose de su victoria. Y una cosa más. Este dōjō va a recuperar la actividad. Quiero que cada uno de vosotros practique intensamente y se ocupe de que los demás estudiantes también lo hagan. En cuanto haya descansado, también yo empezaré a practicar. Y recordad que no soy blando como mi hermano. Quiero que incluso los más jóvenes pongan todo su empeño en ejercitarse.
Exactamente una semana después, uno de los estudiantes más jóvenes llegó corriendo al dōjō con la noticia:
—¡Le he encontrado!
Fiel a su palabra, Denshichirō se había estado adiestrando implacablemente un día tras otro. Su energía, al parecer inagotable, fue una sorpresa para los discípulos. Un grupo de éstos le observaba ahora mientras se ocupaba de Ōtaguro, uno de los más expertos, tratándole como si fuese un niño.
—Hagamos un alto —dijo Denshichirō, dejando su espada y sentándose en el borde de la zona de prácticas—. ¿Dices que le has encontrado?
—Sí. —El estudiante se acercó y se puso de rodillas ante Denshichirō.
—¿Dónde?
—Al este de Jissōin, en el callejón Hon'ami. Musashi se aloja en casa de Hon'ami y Kōetsu. Estoy seguro de ello.
—Es extraño. ¿Cómo es posible que un rústico como Musashi haya llegado a conocer a un hombre de la categoría de Kōetsu?
—No lo sé, pero ahí es donde está.
—Muy bien, vayamos a por él. ¡Ahora mismo!
Denshichirō salió de la estancia para hacer sus preparativos. Ōtaguro y Ueda fueron tras él e intentaron disuadirle.
—Si le cogemos por sorpresa parecerá una pelea vulgar y corriente. La gente lo desaprobaría, aunque venciéramos.
—No importa. La etiqueta es cosa del dōjō. ¡En el combate real, el que gana, gana!
—Es cierto, pero ésa no es la manera en que ese patán derrotó a tu hermano. ¿No crees que sería más propio de un espadachín enviarle una carta especificando la hora y el lugar y luego derrotarle como es debido?
—Humm, tal vez tengas razón. De acuerdo, lo haremos de esa manera. Entretanto, no quiero que ninguno de vosotros se deje convencer por mi hermano para que estéis en mi contra. Me enfrentaré a Musashi diga lo que diga Seijūrō o cualquier otro.
—Nos hemos librado de todos los hombres que estaban en desacuerdo contigo, así como los ingratos que querían marcharse.
—¡Estupendo! Así somos mucho más fuertes. No tenemos necesidad de maleantes como Gion Tōji o apocados como Nampo Yoichibei.
—¿Deberíamos comunicarlo a tu hermano antes de enviar la carta?
—¡No, vosotros no! Lo haré yo mismo.
Mientras se encaminaba a la habitación de Seijūrō, los demás rogaban para que no se produjera otro choque entre los hermanos, ninguno de los cuales había cedido lo más mínimo en sus posturas encontradas con respecto a Musashi. Al cabo de un rato sin que se oyeran gritos, los estudiantes se ocuparon de establecer la fecha y el lugar para el segundo encuentro con su enemigo mortal.
Entonces oyeron la voz de Denshichirō.
—¡Ueda! ¡Miike! ¡Ōtaguro! ¡Todos vosotros! ¡Venid aquí!
Denshichirō estaba de pie en el centro de la estancia, con una expresión sombría y lágrimas en los ojos. Nadie le había visto jamás en semejante estado.
—Mirad todos esto.
Les tendió una carta muy extensa y, con ira forzada, les dijo:
—Mirad lo que ha hecho ahora el idiota de mi hermano. Tenía que decirme de nuevo sus opiniones, pero se ha ido para siempre… y ni siquiera dice adonde va.