En una pequeña taberna en las afueras de la ciudad, el olor de leña quemada y comida en ebullición impregnaba el aire. No era más que un chamizo, con un tablón a modo de mesa y unos pocos taburetes diseminados. En el exterior, los últimos rayos del sol poniente producían la impresión de que algún edificio lejano estaba en llamas, y los cuervos que volaban alrededor de la pagoda Tōji parecían negras cenizas que se alzaran de las llamas.
Tres o cuatro tenderos y un monje itinerante estaban sentados ante la mesa improvisada, mientras que en un rincón varios jornaleros se jugaban sus bebidas. La peonza que utilizaban para ello era una moneda de cobre con un palito metido a través del orificio central.
—¡Esta vez Yoshioka Seijūrō se ha metido en un buen aprieto! —dijo uno de los tenderos—. ¡Y a mí, por lo menos, eso no podría hacerme más feliz! ¡Brindemos!
—Beberé por ello —dijo otro hombre.
—¡Más sake! —pidió otro al tabernero.
Los parroquianos bebían continua y rápidamente. Poco a poco oscureció hasta que sólo una tenue luz penetraba a través de la cortina. Entonces uno de ellos gritó:
—¡Está tan oscuro que no sé si me llevo la taza a la boca o a la nariz! ¡Un poco de luz!
—Espera un momento —le dijo el tabernero en tono cansino—. Me estoy ocupando de ello.
Pronto se alzaron las llamas del fogón de tierra. Cuanto más oscurecía en el exterior, más roja era la luz del fuego.
—Me enfurezco cada vez que pienso en ello —dijo el primer hombre—. ¡El dinero que esa gente me debe por el pescado y el carbón! Es una buena suma, creedme. ¡No hay más que ver el tamaño de la escuela! Juré que me resarciría al finalizar el año, ¿y qué ocurrió cuando llegué allí? Esos matones de la escuela Yoshioka impedían el paso a todo el mundo y echaban bravatas. ¡Con qué descaro expulsaban a todos los acreedores, honrados comerciantes que les habían concedido crédito durante años!
—Ahora es inútil lamentarse. Lo hecho, hecho está. Además, después de esa pelea en el Rendaiji, ellos son los que tienen motivo para llorar, no nosotros.
—Por mi parte, ya no estoy enfadado. Han recibido lo que se merecían.
—¡Imaginaos, Seijūrō derribado sin luchar apenas!
—¿Lo viste?
—No, pero me lo ha contado alguien que lo vio. Musashi le derribó de un solo golpe, y además lo hizo con una simple espada de madera. Le ha dejado inválido para toda la vida.
—¿Qué será de la escuela?
—Las perspectivas son sombrías. Los estudiantes están sedientos de la sangre de Musashi. Si no lo matan, perderán totalmente su prestigio, el apellido Yoshioka no podrá superar su mala reputación. Y Musashi es tan fuerte que todo el mundo cree que la única persona capaz de vencerle es Denshichirō, el hermano menor, al que están buscando por todas partes.
—Ignoraba que tuviera un hermano menor.
—Casi nadie lo sabía, pero, por lo que he oído, es el mejor espadachín y también la oveja negra de la familia. Nunca se presenta en la escuela a menos que necesite dinero. Se pasa todo el tiempo comiendo y bebiendo, aprovechándose de su apellido. Sablea a la gente que respetaba a su padre.
—Menudo par… ¿Cómo es posible que un hombre tan notable como Yoshioka Kempō acabara con dos hijos así?
—¡Eso demuestra que la sangre no lo es todo!
Cerca del fogón, un rōnin estaba espatarrado, sumido en el sopor. Llevaba allí largo rato y el tabernero le había dejado en paz, pero ahora le despertó.
—Señor, retroceded un poco, por favor —le dijo mientras echaba más leña al fuego—. Las llamas podrían quemaros el kimono.
Matahachi abrió lentamente los ojos enrojecidos por el sake.
—Humm, humm, ya sé, ya sé. Déjame tranquilo.
Aquella taberna no era el único lugar donde Matahachi había oído hablar del encuentro en el Rendaiji. Ese incidente estaba en boca de todo el mundo, y cuanto mayor era la fama de Musashi tanto más aumentaba la desdicha de su descarriado amigo.
—Eh, dame más —pidió al tabernero—. No hace falta que lo calientes. Échalo en mi taza.
—¿Os encontráis bien, señor? Estáis muy pálido.
—¡Y a ti qué te importa! Es mi cara, ¿no?
Volvió a apoyarse en la pared y se cruzó de brazos.
«Uno de estos días les voy a dar una lección —se dijo—. La esgrima no es el único camino hacia el éxito. Poco importa que lo consigas siendo rico o teniendo un título o convirtiéndote en un bandido. Mientras llegues a la cumbre todo está bien. Ahora Musashi y yo tenemos veintitrés años. No muchos individuos que se hacen un nombre a esa edad acaban consolidando su éxito. Hacia los treinta años ya son unos viejos chochos, unos niños prodigio envejecidos.»
La noticia del duelo en el Rendaiji se había extendido a Osaka, y eso hizo que Matahachi se trasladara de inmediato a Kyoto. Aunque no tenía ningún objetivo determinado, el triunfo de Musashi le abrumaba tanto que temía ver por sí mismo cuál era la situación. «Ahora vuela alto —pensó con hostilidad—, pero ya caerá. Hay muchos hombres expertos en la escuela Yoshioka, los Diez Espadachines, Denshichirō, mucho más…».
Apenas podía esperar al día en que Musashi recibiera su justo castigo. Entretanto, su propia buena fortuna iba a sufrir un cambio.
—¡Tengo sed! —exclamó.
Deslizando la espalda pared arriba, logró ponerse en pie. Todos los presentes le miraron mientras se inclinaba sobre un tonel de agua que estaba en el rincón, casi sumergiendo la cabeza, y bebía en abundancia, sirviéndose de un cazo. Al terminar, arrojó el cazo a un lado, empujó la cortina de la entrada y salió tambaleándose.
El tabernero no tardó en recuperarse de su sorpresa y corrió tras el hombre que se alejaba dando traspiés.
—¡Señor, aún no me habéis pagado! —le gritó.
—¿Qué dices? —replicó Matahachi, sin articular apenas las palabras.
—Creo que os habéis olvidado de algo, señor.
—No me he olvidado de nada.
—Me refiero al dinero por vuestro sake. ¡Ja, ja!
—¿Es eso cierto?
—Lamento molestaros.
—No tengo dinero.
—¿Cómo? ¿No tenéis?
—Exacto, no tengo nada. Hasta hace unos días lo tuve, pero…
—¿Queréis decir que habéis estado ahí bebiendo sin…?
Pero… pero…
—¡Calla! —Tras buscar en el interior de su kimono, Matahachi sacó la caja de píldoras del samurái muerto y se la arrojó al tabernero—. ¡Deja de armar tanto escándalo! Soy un samurái con dos espadas. Puedes verlo, ¿no es cierto? No me he hundido tan bajo como para largarme sin pagar. Ese objeto vale más que el sake que he tomado. ¡Puedes quedarte con el cambio!
La caja de píldoras alcanzó al hombre en la cara. Gritó de dolor y se cubrió los ojos con las manos. Los demás clientes, que habían asomado sus cabezas a través de las aberturas en la cortina de la taberna, gritaron indignados. Como les sucede a tantos borrachos, estaban indignados al ver que otro de su especie se había marchado sin pagar.
—¡Ese bastardo!
—¡Tramposo indecente!
—¡Vamos a darle una lección!
Todos echaron a correr y rodearon a Matahachi.
—¡Paga lo que debes, bastardo! No vas a salirte con la tuya.
—¡Timador! Probablemente siempre usas la misma estratagema. ¡Si no puedes pagar, te colgaremos por el cuello!
Matahachi cogió la empuñadura de su espada para asustarles.
—¿Os creéis capaces? —replicó gruñendo—. Eso sería divertido. ¡Intentadlo! ¿Sabéis acaso quién soy?
—Sabemos qué eres. ¡Eres un sucio rōnin salido de un montón de basura, con menos orgullo que un pordiosero y más descaro que un ladrón!
—¡Os lo estáis buscando! —exclamó Matahachi, mirándoles furibundo con el ceño fruncido—. Si supierais mi nombre, actuaríais de una manera diferente.
—¿Tu nombre? ¿Qué tiene de especial?
—Soy Sasaki Kojirō, estudiante de Itō Ittōsai, espadachín del estilo Chūjō. ¡Tenéis que haber oído hablar de mí!
—¡No me hagas reír! Dejémonos de nombres bonitos y limítate a pagar lo que debes.
Uno de los hombres extendió una mano para cogerle, y Matahachi gritó:
—¡Si la caja de píldoras no basta, os daré también un poco de mi espada!
Desenvainando el arma con un raudo movimiento, la descargó sobre la mano del hombre y se la cortó limpiamente.
Los demás, al ver que habían subestimado a su adversario, reaccionaron como si la sangre derramada fuese la suya propia, y corrieron a protegerse en la oscuridad.
Con una expresión de triunfo en el rostro, Matahachi les desafió de todos modos.
—¡Volved, sabandijas! Os enseñaré cómo usa Kojirō su espada cuando lo hace en serio. Venid, que os cortaré la cabeza.
Alzó la vista al cielo y se echó a reír. Sus blancos dientes brillaron en la oscuridad mientras se regocijaba de su éxito. Entonces su estado de ánimo cambió bruscamente. La tristeza ensombreció su rostro y pareció al borde de las lágrimas. Envainó torpemente su espada y echó a andar con paso inseguro.
La caja de píldoras caída al suelo centelleaba bajo las estrellas. Era de madera de sándalo negra, con una taracea de madreperla, y no parecía muy valiosa, pero los destellos del nácar azulado le prestaban la sutil belleza de un diminuto enjambre de luciérnagas.
El monje itinerante, que acababa de salir del chamizo, vio la caja de píldoras y la recogió. Echó a andar, pero de pronto se detuvo, retrocedió y se quedó bajo los aleros del local. A la luz mortecina que se filtraba a través de una grieta en la pared, examinó minuciosamente el dibujo y el cordón. «No hay duda de que pertenece al maestro —se dijo—. Debía de llevarla encima cuando lo mataron en el castillo de Fushimi. Sí, aquí está su nombre, Tenki, escrito en la parte inferior».
El monje echó a correr en pos de Matahachi.
—¡Sasaki! —gritó—. ¡Sasaki Kojirō!
Matahachi oyó el nombre, pero como estaba aturdido no lo relacionó consigo mismo. Continuó su tambaleante camino desde la avenida Kujo, calle Horikawa arriba.
El monje le dio alcance y cogió el extremo de la vaina de su espada.
—¡Espera, Kojirō! Espera un momento.
—¿Eh? —hipó Matahachi—. ¿Es a mí?
—Eres Sasaki Kojirō, ¿no es cierto?
Los ojos del monje tenían una expresión severa.
Matahachi recuperó cierta medida de sobriedad.
—Sí, soy Kojirō. ¿Qué tiene eso que ver contigo?
—Quiero hacerte una pregunta.
—Tú dirás.
—¿De dónde has sacado esa caja de píldoras?
—¿Qué caja de píldoras? —replicó Matahachi, sin comprender.
—Esta caja. ¿De dónde la has sacado? Eso es todo lo que deseo saber. ¿Cómo ha llegado a tus manos?
El monje hablaba con bastante formalidad. Todavía era joven, probablemente no pasaría de los veintiséis años, y no parecía ser uno de aquellos apocados monjes mendicantes que deambulaban de un templo a otro viviendo de la caridad. Tenía en la mano un garrote de roble redondeado que medía más de seis pies de longitud.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó Matahachi, en cuyo rostro empezaba a reflejarse la preocupación.
—Eso no importa. ¿Por qué no me dices de dónde has sacado esto?
—De ninguna parte. Es mío y siempre lo ha sido.
—¡Estás mintiendo! Dime la verdad.
—Ya te la he dicho.
—¿Te niegas a confesar?
—¿Confesar qué? —inquirió Matahachi inocentemente.
—¡Tú no eres Kojirō!
Apenas el monje había terminado de pronunciar estas palabras cuando el garrote que sujetaba hendió al aire.
El instinto de Matahachi le hizo retroceder, pero aún estaba demasiado aturdido para poder reaccionar con rapidez. Recibió el garrotazo y, lanzando un grito de dolor, retrocedió tambaleándose unos quince o veinte pies antes de caer de espaldas. Se puso en pie y echó a correr.
El monje fue tras él y, al cabo de unos pocos pasos, le arrojó el bastón de roble. Matahachi lo oyó venir y agachó la cabeza. El proyectil pasó volando junto a su oreja. Aterrado, redobló la velocidad de su carrera.
Cuando el monje llegó al arma caída, la recogió y, apuntando cuidadosamente, la lanzó de nuevo, pero Matahachi volvió a esquivarla.
Corriendo un largo trecho a toda velocidad, Matahachi cruzó la avenida Rokujō y se acercó a Gojō. Por fin se convenció de que su perseguidor había quedado atrás y se detuvo. Dándose unos golpes en el pecho, jadeante, se dijo: «Ese garrote…, ¡un arma terrible! Uno ha de andarse con cuidado estos días».
Totalmente sobrio y ardiendo de sed, se puso a buscar un pozo. Encontró uno en el extremo de un estrecho callejón. Izó el cubo y bebió hasta saciarse. Luego lo dejó en el suelo y se lavó la cara sudorosa.
«¿Quién sería ese hombre? —se preguntó—. ¿Y qué quería?». Pero en cuanto empezó a sentirse de nuevo normal, se sumió en el abatimiento. Ante sus ojos apareció el rostro sin mentón, contorsionado por el dolor, del moribundo en Fushimi.
El hecho de haber gastado el dinero del muerto le pesaba en la conciencia, y una vez más pensó en expiar sus malas acciones. Se juró que cuando tuviera dinero lo primero que haría sería devolver lo que había recibido en préstamo y, tal vez, si tenía éxito, levantaría una lápida funeraria al muerto.
«El certificado es lo único que queda. Quizá debería desprenderme de él. Si alguien que no debe saberlo descubre que lo tengo, eso podría crearme dificultades.»
Metió la mano en el interior de su kimono y tocó el documento que siempre llevaba doblado en la bolsa debajo del obi, sobre el vientre, aunque resultaba bastante incómoda.
Aun cuando no pudiera convertirlo en una considerable suma de dinero, el documento tal vez le llevaría a un comienzo, a ese mágico primer peldaño en la escala del éxito. La desdichada experiencia con Akakabe Yasoma no había eliminado su tendencia a soñar.
El certificado ya se había revelado útil, pues descubrió que mostrándolo en dōjōs pequeños y sin nombre o a inocentes pueblerinos deseosos de aprender esgrima, no sólo podía lograr que le respetaran, sino también obtener una comida gratis y un sitio donde dormir sin necesidad de pedirlo. Así había sobrevivido durante los últimos seis meses.
«No hay ningún motivo para tirarlo. ¿Qué me ocurre? Parece como si cada vez me volviera más apocado. Quizá sea eso lo que me impide abrirme camino en el mundo. ¡A partir de ahora no voy a ser así! Seré fuerte y audaz como Musashi. ¡Van a ver!»
Miró a su alrededor, contempló los chamizos que rodeaban el pozo. La gente que los habitaba le parecía envidiable. Sus viviendas se combaban bajo el peso del barro y las malas hierbas sobre sus tejados, pero por lo menos tenían un refugio. Echó un vistazo al interior de algunas casas. En una de ellas vio al marido y la mujer frente a frente, y entre ellos el recipiente que contenía su magra comida. Cerca de ellos sus hijos, niño y niña, junto con la abuela, hacían algún trabajo a destajo.
A pesar de la escasez de bienes mundanos, existía allí un espíritu de unidad familiar, un tesoro que les faltaba incluso a los grandes hombres como Hideyoshi e Ieyasu. Matahachi reflexionó en que, cuanto más pobre es la gente, más intenso llega a ser su mutuo afecto. Incluso los pobres pueden experimentar el júbilo de ser humanos.
Sintiéndose un poco avergonzado, recordó la lucha de voluntades que le había obligado a alejarse enfurecido de su madre en Sumiyoshi. «No debería haberle hecho eso —se dijo—. Al margen de sus defectos, nunca habrá nadie más que me quiera como ella».
Durante la semana que habían pasado juntos, yendo, con gran fastidio por su parte, de santuario a templo y de templo a santuario, Osugi le había contado una y otra vez los milagrosos poderes de la Kannon del Kiyomizudera. «Ningún bodhisattva del mundo obra milagros más grandes —le había asegurado ella—. Menos de tres semanas de que fuese allí a rezar, Kannon me trajo a Takezō, lo llevó directamente al templo. Sé que la religión te trae bastante sin cuidado, pero sería mejor para ti que tuvieras fe en esa Kannon».
Ahora que pensaba en ello, su madre le había mencionado que cuando llegara el nuevo año se proponía ir a Kiyomizu y pedirle a Kannon que protegiera a la familia Hon'iden. ¡Allí era donde él debería ir! No tenía ningún sitio donde dormir y podía pasar la noche en el porche del templo. Era posible que viera allí a su madre de nuevo.
Cuando bajaba por calles oscuras hacia la avenida Gojō, se le unió una jauría de chuchos extraviados y ladradores, que por desgracia no eran de esos a los que es posible silenciar tirándoles una o dos piedras. Pero Matahachi estaba acostumbrado a que le ladrasen, y no le intimidó que los perros se le acercaran gruñendo y enseñándole los dientes.
En Matsubara, un pinar cerca de la avenida Gojō, vio otra jauría de perros de mala raza reunidos alrededor de un árbol. Los que le escoltaban corrieron a unirse a ellos. Eran más de los que podía contar, todos ellos armaban un gran alboroto y algunos daban saltos de hasta cinco y seis pies de altura, con la pretensión de llegar a la copa del árbol.
Forzando la vista, distinguió vagamente a una muchacha que estaba agazapada, temblorosa, en una rama. O por lo menos tenía la razonable seguridad de que se trataba de una muchacha.
Agitó el puño y gritó para alejar a los perros. Como esto no surtía efecto, les arrojó piedras, pero también fue en vano. Entonces recordó haber oído que la manera de espantar a los perros era ponerse a cuatro patas y gruñir intensamente, y decidió intentarlo. Pero tampoco eso sirvió de nada, tal vez porque los animales eran demasiado numerosos, brincaban como peces atrapados en una red, meneaban las colas, arañaban la corteza del tronco y aullaban enfurecidos.
De repente se le ocurrió que a una mujer podría parecerle ridículo que un joven con dos espadas se pusiera a cuatro patas y actuase como un animal. Se puso en pie, soltando una maldición. Un instante después, uno de los perros dio un aullido y cayó muerto. Cuando los demás vieron la espada ensangrentada de Matahachi que se balanceaba por encima del cadáver, se juntaron, sus húmedos lomos moviéndose al jadear como olas marinas.
—Queréis más, ¿eh?
Al percibir la amenaza de la espada, los perros se diseminaron en todas direcciones.
—¡Eh, tú, la de ahí arriba! —gritó—. Ya puedes bajar.
Entonces oyó un bonito tintineo metálico entre las agujas de pino. «¡Es Akemi!», se dijo, asombrado.
—¿Eres tú, Akemi?
Y fue, en efecto, la voz de Akemi la que le respondió.
—¿Quién eres tú?
—Matahachi. ¿No reconoces mi voz?
—¡No es posible! ¿Has dicho Matahachi?
—¿Qué estás haciendo ahí arriba? No eres la clase de mujer a la que asustan los perros.
—No estoy aquí a causa de los perros.
—Bien, no importa el motivo por el que te ocultas. Baja de ahí.
Desde la rama a la que estaba encaramada, Akemi escrutó la silenciosa oscuridad.
—¡Matahachi! —exclamó—. Vete de aquí. Creo que él ha venido en mi busca.
—¿Eh? ¿A quién te refieres?
—No hay tiempo para hablar de ello. Es un hombre que se ofreció a ayudarme a fines del año pasado, pero es una bestia. Al principio pensé que era amable, pero ha cometido conmigo toda clase de crueldades. Esta noche he visto una oportunidad de huir de él.
—¿No cuida Okō de ti?
—No, mi madre no. ¡Es un hombre!
—¿Es tal vez Gion Tōji?
—No seas ridículo. A ése no le temo… Oh…, oh…, estás ahí mismo. Si te quedas aquí, me encontrará. ¡Y a ti también te hará algo horrible! ¡Escóndete en seguida!
—¿Esperas que eche a correr porque se ha presentado un hombre?
Matahachi se quedó donde estaba, debatiéndose con su indecisión. Estaba a medias resuelto a realizar una hazaña valerosa. Era un hombre y tenía en sus manos a una mujer en peligro. Le gustaría compensar la mortificación de haberse puesto a cuatro patas tratando de espantar a los perros. Cuanto más le instaba Akemi a que se ocultara, tanto más ansiaba él demostrar su virilidad, no sólo a ella sino también a sí mismo.
—¿Quién está ahí?
Matahachi y Kojirō pronunciaron simultáneamente estas palabras. Kojirō dirigió una mirada furibunda a la espada de Matahachi y la sangre que goteaba de ella.
—¿Quién eres? —le preguntó en un tono de beligerancia.
Matahachi permaneció en silencio. Tras percibir el temor en la voz de Akemi, se puso tenso. Pero le bastó una segunda mirada para relajarse. El desconocido era alto y robusto, pero no mayor que él. Por su peinado y atuendo juveniles, juzgó que era un completo novicio, y le miró con una expresión de desprecio. El monje le había dado un susto de veras, pero estaba seguro de que aquel joven lechuguino no podía vencerle.
«¿Es posible que sea éste el bruto que atormentaba a Akemi? —se preguntó—. Me parece tan verde como una calabaza. Todavía no sé a qué viene todo esto, pero si le está creando dificultades, supongo que tendré que darle una o dos lecciones.»
—¿Quién eres? —volvió a preguntarle Kojirō, en un tono tan imperioso que era capaz de desgarrar la oscuridad a su alrededor.
—¿Yo? Soy un simple ser humano —respondió Matahachi, sonriendo burlonamente.
La sangre afluyó al rostro de Kojirō.
—De modo que no tienes nombre —le dijo—. ¿O no será tal vez que tu nombre te avergüenza?
Provocado pero sin temor, Matahachi replicó:
—No veo la necesidad de decir mi nombre a un desconocido que, de todos modos, probablemente no lo reconocerá.
—¡Mide tus palabras! —le espetó Kojirō—. Pero dejemos para más tarde la riña entre nosotros. Voy a bajar a esa chica del árbol y la llevaré a donde debe estar. Espera aquí.
—¡No hables como un necio! ¿Qué te hace pensar que te permitiré tal cosa?
—¿Qué tiene ella que ver contigo?
—La madre de esta muchacha fue mi esposa, y no voy a permitir que sufra ningún daño. Si le pones un solo dedo encima, te cortaré en pedazos.
—Bueno, esto es interesante. Pareces considerarte un samurái, aunque debo decir que no veía uno tan esmirriado desde hacía mucho tiempo. Pero hay algo que deberías saber. Este Palo de Secar que llevo a la espalda ha estado llorando en su sueño, porque ni una sola vez desde que fue recibido como una reliquia familiar ha obtenido su ración completa de sangre. Se está oxidando un poco, y creo que voy a pulimentarlo con tu escuálido cuerpo. ¡Y no trates de huir!
Matahachi, incapaz de comprender que estas palabras no eran ninguna fanfarronada, dijo desdeñosamente:
—¡Cuidado con lo que dices! Si quieres considerar de nuevo tu postura, ahora es el momento. Márchate, mientras todavía puedas ver adonde vas. Te perdonaré la vida.
—Lo mismo te digo. Pero escucha, mi excelente ser humano. Te has jactado de que tu nombre es demasiado importante para mencionarlo a la gente como yo. Pues bien, te ruego que me digas cuál es ese ilustre nombre. Declarar la propia identidad forma parte de la etiqueta en el combate. ¿O acaso no lo sabías?
—No me importa decirlo, pero no te asustes cuando lo oigas.
—Cobraré ánimo para resistir la sorpresa. Pero, ante todo, dime: ¿cuál es tu estilo de esgrima?
Matahachi pensó que quien parloteaba así no podía ser un gran espadachín, y la estima en que tenía a su contrario bajó todavía más.
—Tengo un certificado del estilo Chūjō, que es una rama del estilo de Toda Seigen.
El sorprendido Kojirō intentó ocultar su asombro.
Matahachi, creyendo que tenía la ventaja, decidió que sería una necedad no aprovecharla. Imitando a su interrogador, le dijo:
—¿Me dirás ahora cuál es tu estilo? Como sabes, eso forma parte de la etiqueta del combate.
—Luego. ¿De quién has aprendido el estilo Chūjō?
—De Kanemaki Jisai, por supuesto —replicó Matahachi con insincera elocuencia—. ¿De quién iba a ser?
—¿Cómo? —exclamó Kojirō, ahora realmente perplejo—. ¿Y conoces a Itō Ittōsai?
—Naturalmente. —Interpretando las preguntas de Kojirō como una prueba de que su historia surtía efecto, Matahachi tuvo la seguridad de que el joven no tardaría en proponerle un compromiso. Exageró un poco más—: Supongo que no hay ningún motivo para ocultar mi relación con Itō Ittōsai. Fue un predecesor mío. Con eso quiero decir que ambos estudiamos bajo la guía de Kanemaki Jisai. ¿Por qué quieres saberlo?
Kojirō pasó por alto esta pregunta.
—Entonces ¿puedo preguntarte de nuevo quién eres?
—Soy Sasaki Kojirō.
—¡Repite eso!
—Soy Sasaki Kojirō —repitió Matahachi muy cortésmente.
Tras un momento de silencio, el estupefacto Kojirō emitió un tenue murmullo y se formaron hoyuelos en sus mejillas. Matahachi le miró furibundo.
—¿Por qué me miras de esa manera? ¿Acaso mi nombre te ha cogido por sorpresa?
—Debo decir que así es.
—Muy bien, entonces… ¡vete! —le ordenó Matahachi en tono amenazante, alzando el mentón.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Oh! ¡Ja, ja, ja! —Kojirō se sujetó el vientre para no caerse al suelo presa de un ataque de risa. Cuando por fin pudo dominarse, dijo—: En el curso de mis viajes he conocido a mucha gente, pero jamás había oído nada comparable a esto. Bien, Sasaki Kojirō, ¿ahora serás tan amable de decirme quién soy?
—¿Cómo podría saberlo?
—¡Pero debes saberlo! Espero no parecer descortés, pero sólo para estar seguro de que te he oído bien, ¿te importaría repetirme tu nombre una vez más?
—¿Es que no tienes oídos? Soy Sasaki Kojirō.
—¿Y yo soy…?
—Otro ser humano, supongo.
—Eso es indudable, pero ¿cómo me llamo?
—Oye, bastardo, ¿te estás burlando de mí?
—No, en absoluto. Hablo completamente en serio. Nunca he estado más serio en toda mi vida. Dime, Kojirō, ¿cómo me llamo?
—¿Por qué te pones tan pesado? Responde tú mismo a esa pregunta.
—De acuerdo. Me preguntaré mi nombre y luego, a riesgo de parecer presuntuoso, te lo diré.
—Muy bien, veamos.
—¡No te asustes!
—¡Idiota!
—Soy Sasaki Kojirō, también conocido como Ganryū.
—¿Qu… qué?
—Desde los tiempos de mis antepasados, mi familia ha vivido en Iwakuni. El nombre Kojirō lo recibí de mis padres. Soy también la persona conocida entre los espadachines como Ganryū. Ahora dime, ¿cuándo y cómo crees qué ha llegado a haber dos Sasaki Kojirō en este mundo?
—Entonces tú…, tú eres…
—Sí, y aunque son muchos los hombres que viajan por el país, tú eres el primero que encuentro que se llama igual que yo. El primero, ya ves. ¿No es una extraña coincidencia la que nos ha reunido aquí?
Matahachi pensaba con rapidez.
—¿Qué te ocurre? Parece que estás temblando.
Matahachi se estremeció.
Kojirō se acercó a él, le dio una palmada en el hombro y le dijo:
—Seamos amigos.
Pálido como un muerto, Matahachi retrocedió bruscamente y dio un grito.
—Si huyes, te mataré. —La voz de Kojirō fue como una lanzada en el rostro de Matahachi.
El Palo de Secar silbó sobre el hombro de Kojirō como una serpiente de plata. Un solo golpe y Matahachi cubrió casi diez pies de distancia. Como un insecto desplazado de una hoja por un soplo, dio tres saltos mortales y quedó tendido en el suelo, inconsciente.
Kojirō ni siquiera le miró. La espada de tres pies de longitud, todavía sin sangre, volvió a deslizarse en su vaina.
—¡Akemi! —gritó Kojirō—. ¡Baja de ahí! No volveré a hacer lo que hice, así que baja y ven a la posada conmigo. Sí, he derribado a tu amigo, pero no le he hecho daño de veras. Baja y cuida de él.
No obtuvo respuesta. Al no ver nada entre las ramas oscuras, Kojirō trepó al árbol y se encontró solo. Akemi había vuelto a huir de él.
La brisa soplaba suavemente entre las agujas de pino. Se sentó en la rama, preguntándose adonde podría haber volado aquel gorrioncillo. No podía comprender por qué le temía tanto. ¿Acaso no le había dado él su amor de la mejor manera que sabía? Habría estado dispuesto a admitir que esa manera de demostrar afecto era un poco brusca, pero no apreciaba lo diferente que era de la forma en que otras personas hacían el amor.
Una explicación de esa postura podría ser su actitud hacia la esgrima. En su infancia, cuando ingresó en la escuela de Kanemaki Jisai, mostró una gran habilidad y le trataron como a un prodigio. Su manejo de la espada era extraordinario, e incluso más lo era su tenacidad. Se negaba en redondo a abandonar. Si se enfrentaba a un adversario más fuerte, lejos de amilanarse luchaba con más ahínco.
En aquel tiempo, la manera en que un luchador ganaba era mucho menos importante que el hecho de ganar. Nadie ponía serias objeciones a los métodos, y la tendencia de Kojirō a resistir haciendo uso de todos los trucos imaginables hasta que finalmente vencía no se consideraba juego sucio. Sus adversarios se quejaban de que les hostigaba cuando otros habrían admitido su derrota, pero nadie consideraba esto reprobable.
Cierta vez, cuando era todavía un muchacho, un grupo de estudiantes mayores, a los que había despreciado abiertamente, le golpearon con espadas de madera hasta dejarle sin sentido. Uno de sus atacantes, apiadándose de él, le dio agua y permaneció a su lado hasta que se recuperó, y entonces Kojirō cogió la espada de madera de su benefactor y le golpeó hasta matarle.
Si perdía un encuentro, jamás lo olvidaba. Permanecía a la espera hasta que su enemigo estaba desprevenido, en un lugar oscuro, acostado en la cama, incluso en el retrete, y entonces le atacaba con todo su ímpetu. Derrotar a Kojirō equivalía a hacerse con un enemigo implacable.
Cuando se hizo mayor empezó a referirse a sí mismo como si fuese un genio. En esto había algo más que jactancia, pues tanto Jisai como Ittōsai habían reconocido sus extraordinarias dotes. Tampoco inventaba nada cuando decía haber aprendido a partir por la mitad gorriones en vuelo y haber creado su propio estilo. Esto hizo que la gente de la vecindad le considerase un «mago», apreciación con la que él estaba totalmente de acuerdo.
Nadie sabía con exactitud qué forma adoptaba la tenaz voluntad de dominio de Kojirō cuando estaba enamorado de una mujer, pero no podía haber ninguna duda de que se saldría con la suya. Sin embargo, personalmente no veía ninguna conexión entre su pericia con la espada y su manera de amar. No podía comprender por qué disgustaba a Akemi cuando él la quería tanto.
Mientras reflexionaba en sus problemas amorosos, reparó en una persona que se movía debajo del árbol, ajeno a su presencia.
—Vaya, ahí hay un hombre tendido —dijo el desconocido. Se inclinó para mirarle mejor y exclamó—: ¡Es ese bribón de la taberna!
Era el monje itinerante, el cual, quitándose el fardo que llevaba a la espalda, observó:
—No parece herido y su cuerpo está caliente.
Le palpó, encontró el cordón debajo del obi de Matahachi, lo desanudó y le ató las manos a la espalda. Entonces se puso de rodillas en la parte inferior de la espalda del caído y tiró de sus hombros hacia atrás, presionando de una manera considerable el plexo solar. Matahachi volvió en sí emitiendo un gemido ahogado. El monje le arrastró hasta un árbol como si fuese un saco de patatas y le apoyó en el tronco.
—¡Levántate! —le ordenó, al tiempo que le daba un puntapié—. ¡En pie!
Matahachi, que había estado a medio camino del infierno, empezó a volver en sí, pero no pudo comprender del todo qué estaba ocurriendo. Sumido todavía en el estupor, se enderezó.
—Muy bien —dijo el monje—. Quédate así.
Entonces ató al árbol las piernas y el pecho de Matahachi. Éste abrió ligeramente los ojos y lanzó un grito de asombro.
—Bueno, tramposo —dijo su captor—. Me has obligado a perseguirte, pero eso ya ha terminado. —Empezó a castigarle lentamente, le golpeó en la frente varias veces y le estrelló la cabeza contra el tronco del árbol—. ¿De dónde has sacado la caja de píldoras? —le preguntó—. Dime la verdad. ¡Ahora mismo!
Matahachi no le respondió.
—Crees que puedes defenderte con tu descaro, ¿eh?
Enfurecido, el monje le cogió la nariz entre los dedos pulgar e índice y le sacudió la cabeza adelante y atrás.
Matahachi ahogó un grito, y, como parecía dispuesto a hablar, el monje le soltó la nariz.
—Hablaré —dijo Matahachi desesperadamente—. Te lo diré todo. —Las lágrimas se deslizaban de sus ojos—. Lo que ocurrió, el verano pasado… —Le contó toda la historia y terminó con una súplica de misericordia—. Ahora no puedo devolver el dinero, pero si me perdonas la vida te prometo que trabajaré y algún día estaré en condiciones de devolverlo. Te daré mi promesa por escrito, firmada y sellada.
Confesar fue como extraer el pus de una herida infectada. Ahora no había nada más que ocultar, nada más que temer. O así se lo parecía.
—¿Es ésa toda la verdad? —inquirió el monje.
—Sí. —Matahachi inclinó la cabeza en actitud contrita.
Tras unos minutos de silenciosa reflexión, el monje desenvainó su espada corta y la dirigió hacia la cara de Matahachi.
Matahachi se apresuró a apartar la cabeza y gritó:
—¿Es que vas a matarme?
—Sí, creo que has de morir.
—Te lo he contado todo sinceramente. He devuelto la caja de píldoras, te daré el certificado, uno de estos días devolveré el dinero. ¡Juro que lo haré! ¿Por qué tienes que matarme?
—Te creo, pero mi posición es difícil. Vivo en Shimonida, en Kōzuke, y fui servidor de Kusanagi Tenki, el samurái que murió en el castillo de Fushimi. Aunque vista como un monje, en realidad soy un samurái. Me llamo Ichinomiya Gempachi.
Matahachi, que trataba de liberarse de sus ataduras y escapar, no oyó realmente nada de esto.
—Te pido perdón —dijo humildemente—. Sé que he cometido una mala acción, pero no pretendía robar nada. Iba a entregárselo todo a su familia, pero entonces…, bueno, me quedé sin dinero y, aunque no debía, usé el suyo. Me disculparé tanto como quieras, pero te ruego que no me mates.
—Preferiría que no te disculparas —dijo Gempachi, el cual parecía sumido en su propio debate emocional. Sacudió la cabeza entristecido y siguió diciendo—: He estado en Fushimi para investigar y todo encaja en tu descripción. No obstante, necesito algo que llevar a su familia para que les sirva de consuelo. Y no me refiero a dinero. Necesito algo demostrativo de que ha habido venganza. Pero no hay ningún responsable, no hay un solo hombre al que culpar de la muerte de Tenki. ¿Cómo puedo llevarles la cabeza de su asesino?
—Yo…, yo…, yo no le maté. No te equivoques en eso.
—Ya sé que no has sido tú, pero su familia y sus amigos ignoran que fue atacado y asesinado por jornaleros vulgares y corrientes. Y, por otro lado, ésa no es la clase de historia que honraría a Tenki. Detestaría tener que decirles la verdad. Así pues, aunque lo siento por ti, creo que tendrás que ser el culpable. Sería una ayuda que consintiera en que te mate.
Tensando las cuerdas que le ataban, Matahachi gritó:
—¡Suéltame! No quiero morir.
—Eso es muy natural, pero considéralo de otra manera. No has podido pagar el sake que has bebido, lo cual significa que eres incapaz de cuidar de ti mismo. En vez de morirte de hambre o llevar una existencia vergonzosa en este mundo cruel, ¿no sería mejor para ti que descansaras en la paz del otro mundo? Si lo que te preocupa es el dinero, yo tengo un poco y, con mucho gusto, lo enviaré a tus padres como regalo funerario. Si lo prefieres, puedo enviarlo al templo de tus antepasados como un donativo para que te tengan presente en el culto. Te aseguro que sería convenientemente entregado…
—Eso es una locura. No quiero ningún dinero. ¡Quiero vivir!… ¡Socorro!
—Te lo he explicado todo cuidadosamente. Tanto si estás de acuerdo como si no, me temo que tendrás que pasar por el asesino de mi maestro. Consiente, amigo mío, considéralo como una cita con el destino. —Cogió la empuñadura de su espada y retrocedió a fin de tener espacio para asestar el golpe.
—¡Espera, Gempachi! —gritó Kojirō.
Gempachi alzó la vista y preguntó:
—¿Quién está ahí?
—Sasaki Kojirō.
Gempachi repitió el nombre con lentitud y suspicacia. ¿Acaso otro falso Kojirō estaba a punto de caer sobre él desde el cielo? No obstante, la voz era demasiado humana para pertenecer a un fantasma. De un salto, se apartó del árbol y levantó su espada verticalmente.
—Eso es absurdo —dijo, riendo—. Parece como si últimamente todo el mundo se llamase Sasaki Kojirō. Aquí abajo hay otro, y está muy triste. ¡Ah! Empiezo a comprender. Eres uno de los amigos de este hombre, ¿no es cierto?
—No, soy Kojirō. Oye, Gempachi, estás dispuesto a cortarme en dos en cuanto baje de aquí, ¿no es cierto?
—Sí, trae a todos los falsos Kojirōs que quieras, que me ocuparé de cada uno de ellos.
—Eso es bastante justo. Si me matas, sabrás que era un impostor, pero si te despiertas muerto, puedes estar seguro de que soy el auténtico Kojirō. Ahora voy a bajar, y te advierto que si no me cortas por la mitad mientras lo hago, el Palo de Secar te hendirá como si fueras una caña de bambú.
—Espera. Creo recordar tu voz, y si tu espada es el famoso Palo de Secar, entonces debes ser Kojirō.
—¿Me crees ahora?
—Sí, pero ¿qué estás haciendo ahí arriba?
—Ya hablaremos de eso más tarde.
Kojirō pasó por encima de la cara vuelta hacia arriba de Gempachi y aterrizó detrás de él envuelto en una nube de pinaza. Su transformación asombró a Gempachi. El Kojirō que recordaba haber visto en la escuela de Jisai era un muchacho de piel oscura y desgarbado. Su único trabajo consistía en sacar agua del pozo y, de acuerdo con el amor de Jisai por la sencillez, siempre había llevado las prendas de vestir más simples.
Kojirō se sentó al pie del árbol e hizo un gesto a Gempachi para que le imitara. Entonces Gempachi le contó que Tenki había sido tomado por un espía de Osaka y lapidado a muerte, y cómo el certificado había llegado a manos de Matahachi. Aunque a Kojirō le divirtió mucho saber cómo había llegado a tener un tocayo, dijo que no ganaría nada matando a un hombre cuya fortaleza era tan escasa que se había hecho pasar por él. Había otras maneras de castigar a Matahachi. Si a Gempachi le preocupaba la familia o la reputación de Tenki, él iría personalmente a Kōzuke y haría lo necesario para que el maestro de Gempachi fuese reconocido como un guerrero valiente y honorable. No había necesidad de convertir a Matahachi en un chivo expiatorio.
—¿No estás de acuerdo, Gempachi? —concluyó Kojirō.
—Si lo planteas de ese modo, supongo que sí.
—Entonces queda convenido. Ahora tengo que marcharme, pero creo que deberías regresar a Kōzuke.
—Así lo haré. Iré directamente.
—A decir verdad, tengo bastante prisa. Estoy tratando de encontrar a una muchacha que me ha abandonado bruscamente.
—¿No te olvidas de algo?
—No, que yo sepa.
—¿Y el certificado?
—Ah, sí.
Gempachi metió la mano bajo el kimono de Matahachi y sacó el documento. Matahachi tuvo la sensación de que le quitaban un peso de encima. Ahora que parecía que no iba a perder la vida, se alegraba de verse libre de aquel certificado.
—Humm —dijo Gempachi—. Bien mirado, es posible que el incidente de esta noche haya sido dispuesto por los espíritus de Jisai y Tenki a fin de que pudiera recuperar el certificado y dártelo.
—No lo quiero —replicó Kojirō.
—¿Por qué? —le preguntó Gempachi, incrédulo.
—No lo necesito.
—No te comprendo.
—Un trozo de papel como ése no me sirve para nada.
—¡Pero qué dices! ¿Es que no sientes gratitud hacia tu maestro? Jisai tardó años en decidir si te daría el certificado, y no se decidió a hacerlo hasta que estuvo en su lecho de muerte. Le encargó a Tenki que te lo entregara, y mira lo que le ocurrió a Tenki. Deberías avergonzarte.
—Lo que Jisai hizo fue asunto suyo. Yo tengo ambiciones propias.
—Ésa no es manera de hablar.
—No me interpretes mal.
—¿Insultarías al hombre que te enseñó?
—Claro que no, pero no sólo he nacido con un talento mayor que el de Jisai, sino que intento llegar más lejos que él. Ser un espadachín desconocido en algún rincón rural no es precisamente lo que me propongo.
—¿Dices eso en serio?
—Desde luego. —Kojirō no sentía escrúpulo alguno al revelar sus ambiciones, por escandalosas que fueran desde el punto de vista ordinario—. Estoy agradecido a Jisai, pero tener un certificado de una pequeña escuela rural poco conocida sería más perjudicial que beneficioso. Itō Ittōsai aceptó el suyo, pero no continuó con el estilo de Chūjō, sino que creó un nuevo estilo. Yo me propongo hacer lo mismo. Me interesa el estilo Ganryū, no el estilo Chūjō. Uno de estos días, el nombre Ganryū será muy famoso. Así que ya ves, el documento no significa nada para mí. Llévatelo a Kōzuke y pide en el templo de allí que lo preserven junto con los registros de los nacimientos y las muertes.
En las palabras de Kojirō no había rastro de modestia ni humildad. Gempachi le miró con resentimiento.
—Te ruego que presentes mis respetos a la familia de Kusanagi —le dijo Kojirō cortésmente—. Uno de estos días iré al este y les visitaré. De eso puedes estar seguro. —Concluyó estas palabras de despedida con una ancha sonrisa.
A Gempachi, esta última exhibición de cortesía le parecía condescendencia. Pensó seriamente en recriminar a Kojirō su actitud ingrata y poco respetuosa hacia Jisai, pero tras considerarlo un momento pensó que sería una pérdida de tiempo. Se acercó a su fardo, guardó el certificado, se despidió secamente y partió.
Cuando le perdió de vista, Kojirō se echó a reír.
—Vaya, estaba enfadado, ¿eh? ¡Ja, ja, ja, ja! —Entonces se volvió a Matahachi—. Bien, ¿qué tienes que decir, despreciable impostor?
Naturalmente, Matahachi no tenía nada que decir.
—¡Respóndeme! Admites que has intentado hacerte pasar por mí, ¿no es cierto?
—Sí.
—Sé que te llamas Matahachi, pero ¿cuál es tu nombre completo?
—Hon'iden Matahachi.
—¿Eres un rōnin?
—Sí.
—Aprende una lección de mí, asno sin carácter. Me has visto devolver ese certificado, ¿no es cierto? Si un hombre no tiene suficiente orgullo para hacer una cosa así, nunca será capaz de hacer nada por sí mismo. ¡Pero mírate! Usas el nombre de otra persona, robas su certificado, vas por ahí viviendo de su reputación. ¿Podría haber algo más despreciable? Tal vez tu experiencia de esta noche te servirá de lección: un gato doméstico puede ponerse una piel de tigre, pero sigue siendo un gato doméstico.
—En el futuro tendré mucho cuidado.
—No voy a matarte, pero creo que voy a dejarte aquí atado para que te liberes tú mismo, si eres capaz de ello.
Obedeciendo a un impulso repentino, Kojirō desenvainó su daga y empezó a raspar la corteza por encima de la cabeza de Matahachi. Las virutas cayeron sobre el cuello de Matahachi.
—Necesito algo para escribir —gruñó Kojirō.
—En mi obi hay una caja con un pincel y piedra para tinta —dijo Matahachi servicialmente.
—¡Muy bien! Los tomaré prestados sólo un momento.
Kojirō mojó el pincel en la tinta y escribió en la parte del tronco de la que había eliminado la corteza. Entonces retrocedió y admiró su obra. La inscripción decía: «Este hombre es un impostor que, haciendo uso de mi nombre, ha viajado por el país cometiendo acciones deshonrosas. Le he capturado y dejado aquí para que sea ridiculizado por todo el mundo. Mi nombre y el de mi espada, que me pertenecen y no son de ningún otro hombre, son Sasaki Kojirō, Ganryū».
—Así está bien —dijo Kojirō, satisfecho.
En el negro bosque el viento gemía como la marea. Kojirō dejó de pensar en sus ambiciones futuras y volvió a su curso de acción inmediato. Los ojos le brillaban mientras corría a través del bosque como un leopardo.