Un hombre de múltiples recursos

«He ganado —se dijo Musashi al abandonar el campo—. ¡He derrotado a Yoshioka Seijūrō, he derribado la ciudadela del estilo de Kyoto!»

Pero sabía que eso no alegraba a su corazón. Tenía la vista baja, y sus pies parecían hundirse en las hojas muertas. Pasó volando a baja altura un pajarillo, cuyo abdomen le recordó a un pez.

Miró atrás y vio los esbeltos pinos del montículo donde había luchado con Seijūrō. «Sólo le he golpeado una vez —pensó—. Tal vez no lo he matado». Examinó su espada de madera para asegurarse de que estaba manchada de sangre.

Aquella mañana, cuando se dirigía al lugar de la cita, esperaba encontrar a Seijūrō acompañado por una multitud de estudiantes, los cuales muy bien podrían recurrir a alguna maniobra turbia. Había hecho frente sin pestañear a la posibilidad de perder la vida en el encuentro, y a fin de evitar que en sus últimos momentos tuviera un aspecto desaliñado, se había cepillado meticulosamente los dientes con sal y se había lavado el cabello.

Seijūrō respondió muy poco a la idea preconcebida que Musashi se había formado de él, hasta el punto de que se preguntó si aquél podía ser realmente hijo de Yoshioka Kempō.

No veía en el cortés y evidentemente bien educado Seijūrō al maestro principal del estilo de Kyoto. Era demasiado esbelto, suave y caballeroso para ser un gran espadachín.

Tras el intercambio de saludos, Musashi se sintió incómodo y se dijo que nunca debería haber buscado aquella pelea.

Lo lamentaba sinceramente, pues su propósito era el de enfrentarse siempre a adversarios mejores que él. Una mirada detenida fue suficiente para convencerse de que no había tenido necesidad de prepararse durante un año para aquel combate. Los ojos de Seijūrō revelaban la falta de confianza en sí mismo. Estaba ausente el fuego necesario, no sólo en la expresión de su rostro sino en sus ademanes y en la actitud general de su cuerpo.

«¿Por qué ha venido aquí esta mañana si tiene tan poca fe en sí mismo?», se preguntó Musashi, pero también era consciente de la apurada situación en que se encontraba su adversario y simpatizaba con él. Seijūrō no podía cancelar el combate aunque lo deseara. Los discípulos que había heredado de su padre le consideraban su mentor y guía. No tenía más elección que avenirse a cumplir con lo que se esperaba de él. Mientras los dos hombres se aprestaban al combate, Musashi trató de encontrar una excusa para no seguir adelante, pero no se presentó la oportunidad.

Ahora que todo había terminado, Musashi se dijo: «¡Qué gran lástima! Ojalá no hubiera tenido que hacerlo». Y oró en su corazón por Seijūrō, para que la herida sanara pronto.

Pero su misión había terminado, y no era propio de un guerrero maduro sentirse deprimido por cosas pasadas.

Acababa de apretar el paso cuando la cara asombrada de una anciana apareció por encima de una pequeña extensión de hierba. Había estado escarbando en el suelo, al parecer en busca de algo, y el sonido de las pisadas de Musashi la había sobresaltado. Vestía un sencillo kimono de color claro, y habría sido casi indistinguible de la hierba a no ser por el cordón violeta que le sujetaba el manto. Aunque sus ropas eran de lega, el cabello que cubría su cabeza redonda era de monja. Era menuda y de aspecto refinado.

Musashi estaba tan sorprendido como la mujer. Otros tres o cuatro pasos y podría haberla pisoteado.

—¿Qué estás buscando? —le preguntó afablemente Musashi. Atisbó un rosario de cuentas de coral en el brazo de la mujer, dentro de la manga, y vio que sostenía un cestillo lleno de tiernas plantas silvestres. Los dedos y las cuentas del rosario temblaban ligeramente. Para tranquilizarla, Musashi le dijo con naturalidad—: Supongo que la primavera está realmente al caer. Humm, veo que tienes ahí un hermoso perejil, colza y algodón. ¿Has recogido tú misma estas plantas?

La anciana monja dejó el cesto, gritando:

—¡Kōetsu! ¡Kōetsu!

Musashi observó perplejo que la mujercilla se retiraba hacia una pequeña elevación en el campo por lo demás llano. Por detrás se alzaba una delgada columna de humo.

Pensando que sería una lástima que la anciana perdiera sus verduras tras haberse tomado tanto trabajo para encontrarlas, las recogió y, cesto en mano, corrió tras ella. Instantes después, dos hombres aparecieron ante su vista.

Habían extendido una estera en la vertiente meridional soleada de la suave elevación. Había también varios objetos usados por los devotos del culto del té, entre ellos una olla de hierro que colgaba sobre un fuego y una jarra de agua a un lado. Habían utilizado el entorno natural como su propio jardín, instalándose una sala de té al aire libre. En conjunto era bastante garbosa y elegante.

Uno de los hombres parecía un servidor, mientras que la piel blanca del otro, la suavidad de su cutis y sus rasgos armoniosos hacían pensar en un gran muñeco de porcelana que representara a un aristócrata de Kyoto. La curva de su abdomen reflejaba satisfacción. Sus mejillas y sus ademanes expresaban seguridad en sí mismo.

El nombre «Kōetsu» le resultaba a Musashi familiar, pues en aquel entonces un Hon'ami Kōetsu muy famoso residía en Kyoto. Se rumoreaba, con una envidia considerable, que el riquísimo señor Maeda Toshiie de Kaga le había concedido un estipendio anual de mil fanegas. Como ciudadano ordinario, con estos ingresos habría vivido espléndidamente, pero además gozaba del favor especial de Tokugawa Ieyasu y a menudo le recibían en los hogares de los grandes nobles. Se decía que los guerreros más importantes del país se sentían obligados a desmontar y a pasar a pie por delante de su establecimiento, para no dar la impresión de que le miraban con altivez desde lo alto de sus monturas.

El apellido de la familia tenía su origen en el callejón Hon'ami, donde habían establecido su residencia, y el negocio de Kōetsu consistía en la limpieza, pulimentación y valoración de espadas. Su familia libró su reputación ya en el siglo XIV y floreció durante el período Ashikaga. Más adelante fueron favorecidos por daimyōs tan importantes como Imagawa Yoshimoto, Oda Nobunaga y Toyotomi Hideyoshi.

Kōetsu era conocido como un hombre de talento muy diversificado. Pintaba, sobresalía como ceramista y lacador y era considerado un experto en arte. Él mismo estimaba que la caligrafía era su punto fuerte, y en ese campo se le situaba generalmente al lado de expertos tan reconocidos como Shōkadō Shōjō, Karasumaru Mitsuhiro y Konoe Nobutada, el creador del famoso estilo Sammyakuin, tan popular en aquella época.

A pesar de su fama, Kōetsu tenía la impresión de que no le apreciaban plenamente, o así se desprendía de una anécdota que circulaba por entonces. Según esta anécdota, a menudo visitaba la mansión de su amigo Konoe Nobutada, que no sólo era noble sino también ministro de la Izquierda en el gobierno del emperador. Durante una de esas visitas, se habló naturalmente de caligrafía, y Nobutada le preguntó:

—Dime, Kōetsu, ¿a quiénes seleccionarías como los tres calígrafos más grandes del país?

Sin la menor vacilación, Kōetsu respondió:

—Vos sois el segundo, y supongo que luego viene Shōkadō Shōjō.

—Empiezas por el segundo de los mejores —le dijo Nobutada un poco perplejo—, pero ¿quién es el mejor?

Kōetsu le miró a los ojos y, sin sonreír siquiera, replicó:

—El mejor soy yo, por supuesto.

Sumido en sus pensamientos, Musashi se detuvo a corta distancia del grupo.

Kōetsu tenía un pincel en la mano y varias hojas de papel sobre sus rodillas. Estaba bosquejando minuciosamente el flujo del agua de un arroyo cercano. Este dibujo, así como los intentos anteriores diseminados por el suelo, consistía exclusivamente en líneas acuosas de una clase que, desde el punto de vista de Musashi, cualquier novicio podría dibujar.

Kōetsu alzó la vista y preguntó tranquilamente:

—¿Ocurre algo?

Entonces abarcó la escena con mirada serena: Musashi a un lado y al otro su madre temblorosa detrás del sirviente.

Musashi se sintió más tranquilo en presencia de aquel hombre. Estaba claro que no era la clase de persona con la que uno entra en contacto a diario, pero de alguna manera le resultaba atractivo. Había en sus ojos una luz profunda, y su mirada pronto empezó a sonreír a Musashi, como si fuera un viejo amigo.

—Bienvenido, joven. ¿Ha hecho mi madre algo que no debiera? Tengo cuarenta y ocho años, así que puedes imaginar lo vieja que ella es. Está muy sana, pero a veces se queja de su mala vista. Si ha cometido cualquier incorrección, confío en que aceptes mis disculpas.

Dejó el pincel y los papeles sobre la pequeña estera en la que estaba sentado, puso las manos en el suelo y empezó a hacer una profunda reverencia.

Musashi se apresuró a arrodillarse e impedir que Kōetsu se inclinara.

—¿Entonces eres su hijo? —le preguntó, confuso.

—Sí.

—Soy yo quien debe disculparse. Ignoro a qué se debe el temor de tu madre, pero nada más verme ha soltado el cesto y salido corriendo. Al ver sus verduras por el suelo me he sentido culpable y las he traído. Eso es todo. No hay necesidad de que te inclines ante mí.

Kōetsu se rio afablemente y, volviéndose a la monja, le dijo:

—¿Has oído eso, madre? Tu impresión ha sido del todo errónea.

Visiblemente aliviada, la mujer abandonó su refugio detrás del sirviente.

—¿Quieres decir que el rōnin no pretendía hacerme daño?

—¿Daño? No, no, en absoluto. Mira, incluso te ha traído el cesto. Ha sido muy considerado, ¿no crees?

—Oh, cuánto lo siento —dijo la monja, haciendo una reverencia y llevándose a la frente el rosario que llevaba en la muñeca. Su actitud había cambiado por completo y, ahora jovial y risueña, se volvió a su hijo—. Me avergüenza admitirlo, pero al ver a este joven creí notar el olor de la sangre. ¡Cómo me he asustado! Se me ha puesto la piel de gallina. Ahora veo lo necia que he sido.

La penetración de la anciana asombró a Musashi. Le había calado y, sin proponérselo, había expresado con toda franqueza la impresión que le causaba. Para los delicados sentidos de la mujer debía de haber sido realmente una aparición aterradora y sanguinaria.

También Kōetsu debía de haberse fijado en su mirada ardiente y penetrante, su amenazante cabellera, aquel aire de malhumor y peligrosidad que revelaba su disposición a atacar en cuanto le provocaran. No obstante, Kōetsu parecía inclinado a identificar sus aspectos positivos.

—Si no tienes prisa, quédate y descansa un rato —le dijo—. Aquí hay mucha tranquilidad. Me basta con sentarme y permanecer silencioso en este paraje para sentirme limpio y fresco.

—Puedo recoger algunas verduras más y hacerte un buen potaje —dijo la monja—, y un poco de té. ¿O no te gusta el té?

En compañía de madre e hijo, Musashi se sintió en paz con el mundo. Enfundó su espíritu belicoso, como un gato que retrae las uñas. En aquella agradable atmósfera, resultaba difícil creer que estaba entre unos perfectos desconocidos. Antes de que se diera cuenta, se había quitado las sandalias de paja y sentado sobre la estera.

Se tomó la libertad de formular algunas preguntas, y así se enteró de que la madre, cuyo nombre religioso era Myōshū, había sido una buena y fiel esposa antes de hacerse monja, y que su hijo era en verdad el célebre esteta y artesano. Entre los espadachines, no había uno solo merecedor del pan que comía que desconociera el apellido Hon'ami, tal era la reputación de excelentes jueces de espadas que tenía la familia.

A Musashi le resultó difícil asociar a Kōetsu y su madre con la imagen que se había formado de cómo eran tales personas famosas. Para él no eran más que personas ordinarias con las que se había encontrado en un campo desierto. Y así deseaba que fuese, pues de lo contrario podría ponerse tenso y estropearles la excursión campestre.

Myōshū se acercó a su hijo con el recipiente para preparar el té y le preguntó:

—¿Qué edad crees que tiene este muchacho?

Él lanzó una mirada a Musashi y replicó:

—Supongo que unos veinticinco o veintiséis.

Musashi sacudió la cabeza.

—No, sólo tengo veintitrés.

—¡Sólo veintitrés! —exclamó Myōshū. Entonces procedió a hacer las preguntas habituales: de dónde era natural, si sus padres vivían, quién le había enseñado esgrima y otras por el estilo.

Se dirigió a él afablemente, como si fuese su nieto, lo cual hizo aflorar al muchacho que Musashi llevaba dentro. Su manera de hablar se hizo juvenil e informal. Acostumbrado como estaba a la disciplina y un adiestramiento riguroso, a emplear todo su tiempo forjándose como si fuese una buena hoja de acero, no sabía nada de la faceta más civilizada de la vida. Mientras la monja le hablaba sintió que un calor se extendía a través de su cuerpo curtido por la intemperie.

Myōshū, Kōetsu, los objetos sobre la estera, incluso el cuenco de té se fusionaron sutilmente y pasaron a formar parte de la naturaleza. Pero Musashi estaba impaciente, su cuerpo demasiado inquieto, para permanecer largo rato sentado. Fue bastante agradable mientras charlaban, pero cuando Myōshū empezó a contemplar en silencio la tetera y Kōetsu le volvió la espalda para seguir dibujando, el hastío embargó a Musashi, el cual se preguntó: «¿Qué encuentran tan entretenido en esta manera de pasar el tiempo? Apenas ha comenzado la primavera. Aún hace frío».

Si querían recoger verduras silvestres, ¿por qué no esperar a que hiciera más calor y saliera más gente? Entonces habría muchas flores y vegetales silvestres. Y si les gustaba la ceremonia del té, ¿por qué tomarse la molestia de acarrear la tetera y los cuencos hasta allí? Sin duda una familia famosa y próspera como la suya dispondría de una elegante sala de té en su casa.

¿Había ido allí para dibujar?

Miró la espalda de Kōetsu y descubrió que si se inclinaba un poco al lado podía ver el movimiento del pincel. El artista, que sólo dibujaba las líneas formadas por el agua al correr, mantenía la vista fija en el estrecho arroyo que serpenteaba entre la hierba seca. Se concentraba exclusivamente en el movimiento del agua, tratando de captar una y otra vez la sensación de fluidez, pero no parecía conseguirlo con exactitud. No por ello se desalentaba, y seguía dibujando las líneas sin cesar.

Musashi pensó que dibujar no debía de ser tan fácil como parecía. Su hastío remitió y contempló las pinceladas de Kōetsu con fascinación. Se dijo que Kōetsu debía de sentir algo muy parecido a lo que él experimentaba cuando se enfrentaba a un enemigo y entre los dos mediaban las hojas de sus espadas. En cierto momento se elevaba por encima de sí mismo y tenía la sensación de haberse fundido con la naturaleza, aunque ésa no era la palabra correcta, puesto que toda sensación quedaba eliminada en el momento en que la espada atravesaba a su adversario. Ese mágico instante de trascendencia lo era todo.

«Kōetsu aún está mirando al agua como si fuese un enemigo —pensó—. Por ese motivo no puede dibujarla. Tiene que fusionarse con ella para vencer.»

Como no tenía nada que hacer, estaba pasando del aburrimiento al letargo, lo cual le preocupaba. No debía percibir que le asaltara la pereza, ni un solo momento. Tenía que marcharse de allí.

—Siento haberos molestado —dijo bruscamente, y empezó a atarse de nuevo las sandalias.

—¿Te vas tan pronto? —le preguntó Myōshū.

Kōetsu se volvió en seguida.

—¿No puedes quedarte un poco más? Ahora mi madre va a preparar el té. Supongo que eres tú quien se enfrentó esta mañana al maestro de la casa de Yoshioka. Un poco de té después de la lucha sienta bien, o por lo menos así lo afirma el señor Maeda, y también Ieyasu. El té es bueno para el espíritu. Dudo de que haya algo mejor. A mi modo de ver, la acción nace de la quietud. Quédate y hablemos. Ahora mismo estoy contigo.

¡De modo que Kōetsu estaba enterado del combate! Pero quizá no era tan extraño. El Rendaiji no estaba lejos, en el otro extremo del campo vecino. Más interesante sería saber por qué no se había referido hasta entonces al encuentro. ¿Se debía sencillamente a que consideraba que tales cuestiones pertenecían a un mundo distinto del suyo? Musashi miró por segunda vez a madre e hijo y volvió a sentarse.

—Si insistís… —les dijo.

—No tenemos mucho que ofrecer, pero es un placer tenerte con nosotros —dijo Kōetsu.

Cerró la tapa del tintero y la puso encima de los bocetos para evitar que la brisa los dispersara. La tapa brillaba en sus manos como si fuese un nido de luciérnagas. Parecía recubierta de oro con una taracea de plata y madreperla.

Musashi se inclinó para inspeccionarla. Ahora que descansaba sobre la estera, ya no brillaba tanto. Se dio cuenta de que no era nada chillona y que su belleza se debía al pan de oro y las pinturas en color de castillos Momoyama en miniatura. Tenía también un aspecto de objeto antiguo, una pátina mate que sugería glorias pasadas. Musashi la contempló fijamente. Había algo reconfortante en la visión de aquella caja.

—La hice yo mismo —dijo Kōetsu con modestia—. ¿Te gusta?

—Ah, ¿también haces objetos de laca?

Kōetsu se limitó a sonreír. Mientras miraba al joven, que parecía admirar el artificio humano más que la belleza de la naturaleza, pensaba divertido: «Después de todo, es del campo».

Musashi, a quien le pasaba totalmente desapercibida la actitud altiva de Kōetsu, le dijo con toda sinceridad que era una obra realmente hermosa. No podía desviar la vista del tintero.

—Te he dicho que es obra mía, pero en realidad el poema que contiene es obra de Konoe Nobutada, por lo que debería decir que lo hemos hecho juntos.

—¿Es ésa la familia Konoe de la que proceden los regentes imperiales?

—Sí. Nobutada es el hijo del anterior regente.

Mi tío ha servido a la familia Konoe durante muchos años.

—¿Cómo se llama?

—Matsuo Kaname.

—Ah, conozco bien a Kaname. Le veo cada vez que voy a casa de Konoe, y él nos visita de vez en cuando.

—¿De veras?

—Qué pequeño es el mundo, ¿verdad, madre? Su tía es la esposa de Matsuo Kaname.

—¡No me digas! —exclamó Myōshū.

La mujer se apartó del fuego y dispuso ante ellos los recipientes del té. No había ninguna duda de que conocía a la perfección la ceremonia del té. Sus movimientos eran elegantes pero naturales, sus delicadas manos no podían ser más gráciles. Incluso a los setenta años parecía el epítome de la gracia y la belleza femeninas.

Musashi, que se sentía incómodamente desplazado, permanecía sentado en actitud cortés, confiando en que imitaba a la perfección a Kōetsu. El pastelillo del té era un bollo sencillo conocido como manjū de Yodo, pero descansaba sobre una bonita hoja verde de una variedad que no se encontraba en el campo circundante. Musashi sabía que existían unas reglas de etiqueta para servir el té, del mismo modo que las había para el manejo de la espada, y mientras observaba a Myōshū admiró su maestría. Juzgándola según las normas de la esgrima, se dijo que era perfecta, que no dejaba ningún cabo suelto. En los movimientos de la mujer al preparar el té percibía la misma pericia que se observa en un diestro espadachín que se apresta a atacar. «Es el Camino —se dijo—, la esencia del arte. Es preciso dominarlo para ser perfecto en cualquier cosa.»

Dirigió su atención al cuenco de té que estaba ante él. Era la primera vez que le servían de esa manera, y no tenía la menor idea de lo que debía hacer a continuación. El cuenco de té le sorprendió, pues parecía un objeto que podría haber sido hecho por un niño jugando con barro. No obstante, visto contra el color del cuenco, el verde intenso de la espuma del té era más sereno y etéreo que el cielo.

Musashi miró impotente a Kōetsu, el cual ya se había comido su pastelillo y sostenía de una manera encantadora el cuenco de té con ambas manos, como quien acaricia un objeto cálido en una noche fría. Se tomó el té de dos o tres sorbos.

—Señor —empezó a decir con vacilación—. Sólo soy un ignorante muchacho campesino y no sé absolutamente nada de la ceremonia del té. Ni siquiera estoy seguro de cómo se bebe.

Myōshū le reconvino cariñosamente.

—No tiene ninguna importancia, querido. En el acto de tomar el té no debe haber nada sofisticado o esotérico. Si eres un chico del campo, entonces bébelo como lo harías en el campo.

—¿No importa de veras?

—Claro que no. Los modales no son una cuestión de reglas, sino que provienen del corazón. Lo mismo sucede con la esgrima, ¿no es cierto?

—Planteado de esa manera, sí.

—Si te sientes inseguro sobre el modo correcto de beber, no disfrutarás del té. Cuando usas una espada, no puedes permitir que tu cuerpo se ponga demasiado tenso, pues eso quebraría la armonía entre la espada y tu espíritu. ¿Me equivoco?

—No, señora. —Musashi inclinó sin darse cuenta la cabeza y aguardó a que la anciana monja prosiguiera la lección.

Ella soltó una risita cantarina.

—¡Hay que ver! Aquí me tienes hablando de esgrima cuando no sé una sola palabra de eso.

—Ahora me tomaré el té —dijo Musashi con renovada confianza.

Tenía las piernas fatigadas por permanecer sentado en el estilo formal, así que las cruzó delante de él en una posición más cómoda. Rápidamente vació el cuenco de té y lo dejó en el suelo. El brebaje era muy amargo. Ni siquiera por cortesía pudo obligarse a decir que era bueno.

—¿Tomarás otra taza?

—No, gracias, es suficiente.

Se preguntó qué bondades encontraban en aquel líquido amargo. ¿Por qué hablaban con tanta seriedad de la «sencilla pureza» de su sabor y esa clase de cosas? A pesar de que no podía entenderlo, le resultaba imposible considerar a su anfitrión sin sentir hacia él una profunda admiración. Reflexionó en que, al fin y al cabo, en el té debía de haber algo más de lo que él había detectado, pues de lo contrario no se habría convertido en el núcleo de toda una filosofía estética y vital, ni tampoco grandes hombres como Hideyoshi e Ieyasu habrían mostrado tanto interés por él.

Recordó que Yagyū Sekishūsai se había dedicado en su ancianidad al Camino del Té, y que Takuan también hablaba de sus virtudes. Contempló el cuenco y el paño debajo de él, y de repente imaginó la peonía blanca del jardín de Sekishūsai y experimentó de nuevo la emoción que le produjo. Ahora, inexplicablemente, el cuenco de té le afectaba de la misma manera poderosa. Por un momento se preguntó si su emoción habría sido visible.

Cogió el cuenco cuidadosamente y se lo puso sobre una rodilla. Los ojos le brillaban mientras lo examinaba, sentía una excitación como jamás había experimentado hasta entonces. Estudió la parte inferior de la vasija y los trazos de la espátula del alfarero, y se dio cuenta de que las líneas tenían la misma precisión que el corte en el tallo de la peonía de Sekishūsai. También aquel cuenco sin pretensiones era obra de un genio, y revelaba la presencia del espíritu, la intuición del misterio.

Apenas podía respirar. No sabía por qué, pero percibía la fuerza del maestro artesano. Esa sensación le llegaba en silencio pero inequívocamente, pues era mucho más sensible a la fuerza latente que residía en aquel objeto de lo que habría sido la mayoría de la gente. Frotó el cuenco, reacio a perder el contacto físico con él.

—No sé, Kōetsu, más sobre los utensilios de lo que sé acerca del té, pero diría que esta vasija ha sido hecha por un alfarero muy hábil.

—¿Por qué lo dices?

Las palabras del artista eran tan amables como la expresión de su rostro, cuyos ojos traslucían simpatía y armonizaban con la boca bien formada. Las comisuras de los ojos se inclinaron levemente hacia abajo, dándole un aire de gravedad, pero las arrugas alrededor de los bordes eran burlonas.

—No sé cómo explicarlo, pero lo he sentido.

—Dime exactamente lo que sientes.

Musashi se quedó un momento pensativo y dijo:

—Bueno, no puedo expresarlo con claridad, pero hay algo sobrehumano en este corte en la arcilla tan bien marcado…

—Humm… —Kōetsu tenía la actitud del verdadero artista. Ni por un momento había supuesto que los demás supieran mucho de su propio arte, y estaba razonablemente seguro de que Musashi no era una excepción. Apretó los labios—. ¿Qué tiene el corte, Musashi?

—Es limpio en extremo.

—¿Es eso todo?

—No, no… Se trata de algo más complicado. Hay algo grande y atrevido en el hombre que hizo esto.

—¿Algo más?

—El alfarero era tan agudo como una espada de Sagami. No obstante, envolvió su creación en belleza. Este cuenco de té parece muy sencillo, pero refleja cierta altivez, algo regio y arrogante, como si no considerase a los demás plenamente humanos.

—Humm.

—Creo que el hombre que hizo esto resulta difícil de sondear como persona. Pero, sea quien fuere, apuesto a que es famoso. ¿Me dirás quién es?

Los gruesos labios del hombre se abrieron y la risa brotó de ellos.

—Se llama Kōetsu, pero esto es algo que hizo sólo por diversión.

Musashi, desconocedor de que había sido sometido a una prueba, se sintió realmente sorprendido e impresionado al saber que Kōetsu era capaz de hacer su propia cerámica. Sin embargo, lo que le afectaba más que la versatilidad artística del hombre era la profundidad humana que encerraba aquel cuenco de té aparentemente sencillo. Le turbaba un poco reconocer la extensión de los recursos espirituales de Kōetsu. Estaba acostumbrado a medir a los hombres según su pericia con la espada, y de pronto comprendió que esa vara de medir era demasiado corta. La idea le resultó humillante. Allí estaba otro hombre ante el que tenía que admitir su derrota. A pesar de su espléndida victoria de la mañana, ahora no era más que un joven avergonzado.

—También te gusta la cerámica, ¿no es cierto? —le dijo Kōetsu—. Pareces tener buena vista para la alfarería.

—Dudo de que eso sea cierto —replicó Musashi con modestia—. Tan sólo he dicho lo que ha pasado por mi cabeza. Te ruego me perdones si he dicho alguna estupidez.

—Por supuesto, no podría esperarse de ti que sepas gran cosa del tema, puesto que para hacer un solo buen cuenco de té hace falta toda una vida de experiencia. Pero tienes percepción estética, una comprensión instintiva bastante firme. Supongo que el estudio de la esgrima ha desarrollado un poco tu vista.

Parecía haber algo rayano en la admiración en estas observaciones de Kōetsu, pero, como era mayor, no podía extenderse en alabanzas al muchacho. No sólo no sería digno de él, sino que los elogios podrían subírsele al joven a la cabeza.

En aquel momento regresó el sirviente con más verduras silvestres, y Myōshū preparó el potaje. Mientras lo servía en pequeños platos, que también parecían obra de Kōetsu, un recipiente de sake se estaba calentando, y el festín campestre dio comienzo.

La comida utilizada en la ceremonia del té era demasiado ligera y delicada para el gusto de Musashi, cuya constitución física anhelaba más sustancia y un sabor más fuerte. No obstante, se esforzó por saborear el leve aroma de la mezcla de vegetales, pues reconocía que era mucho lo que podía aprender de Kōetsu y su encantadora madre.

A medida que pasaba el tiempo, empezó a mirar con nerviosismo su entorno. Finalmente, se volvió a su anfitrión y le dijo:

—Ha sido muy agradable, pero ahora debo irme. Quisiera quedarme, pero temo que los hombres de mi adversario vengan y causen problemas. No deseo implicaros en semejante cosa. Confío en tener la oportunidad de veros nuevamente.

Myōshū se levantó para despedirle.

—Si alguna vez te encuentras en las proximidades del callejón Hon'ami, no dejes de visitarnos.

—Sí, por favor, ven a vernos. Tendremos una larga y grata charla —añadió Kōetsu.

A pesar de los temores de Musashi, no había rastro alguno de los estudiantes de Yoshioka. Tras despedirse, se volvió para mirar a sus dos nuevos amigos sentados en la estera. Ciertamente vivían en mundos distintos. Su propio camino largo y estrecho jamás le conduciría a la esfera de apacibles placeres en la que vivía Kōetsu. Caminó en silencio hacia el extremo del campo, la cabeza gacha, sumido en sus pensamientos.