El campo seco

Los espadachines de la escuela Yoshioka se reunieron en un campo yermo al lado del acceso Nagasaka a la carretera de Tamba. Más allá de los árboles que bordeaban el campo, el resplandor de la nieve en las montañas al noroeste de Kyoto daba una impresión de relámpagos.

Uno de los hombres sugirió que encendieran una fogata, señalando que sus espadas parecían actuar como conductores y transmitían el frío directamente a sus cuerpos. Era el noveno día del nuevo año y la primavera había llegado[5]. Un viento frío soplaba desde el monte Kinugasa y hasta los pájaros parecían desamparados.

—Arde bien, ¿eh?

—Sí, pero será mejor tener cuidado, no vayamos a provocar un incendio en la broza.

El fuego crepitante les calentaba manos y pies, pero poco después Ueda Ryōhei, agitando la mano ante sus ojos para disipar el humo, refunfuñó:

—¡Hace demasiado calor! —Fulminando con la mirada a un hombre que se disponía a echar más leña al fuego, exclamó—: ¡Es suficiente! ¡No sigas!

Transcurrió una hora sin ningún acontecimiento.

—Ya deben de ser más de las seis.

Como un solo hombre, sin pensarlo siquiera, todos dirigieron los ojos hacia el sol.

—Cerca de las siete.

—El Joven Maestro ya debería estar aquí.

—Se presentará de un momento a otro.

Con los semblantes tensos, observaron inquietos la carretera que partía de la ciudad. Varios de ellos tragaban saliva nerviosamente.

—¿Qué puede haberle ocurrido?

El mugido de una vaca rompió el silencio. En otro tiempo el campo había sido usado como pasto de las vacas del emperador, y aún había en la vecindad vacas de las que no cuidaba nadie. El sol se levantó más, trayendo consigo el calor y el olor del estiércol y la hierba seca.

—¿No creéis que Musashi ya debe de estar en el campo junto al Rendaiji?

—Es posible.

—Que alguien vaya a ver. Sólo está a seiscientas varas.

Nadie estaba deseoso de alejarse. Volvieron a guardar silencio, sus rostros ardientes en las sombras arrojadas por el humo.

—¿No habrá algún error sobre las instrucciones?

—No, Ueda las recibió anoche directamente del Joven Maestro. No puede haber error alguno.

Ryōhei lo confirmó.

—Es cierto. No me sorprendería que Musashi ya esté allí, pero es posible que el Joven Maestro se retrase a propósito para ponerle nervioso. Esperemos. Si hacemos un falso movimiento y damos a la gente la impresión de que vamos a ayudar al Joven Maestro, será una deshonra para la escuela. No podemos hacer nada hasta que él llegue. ¿Quién es Musashi a fin de cuentas? Tan sólo un rōnin. No puede ser tan bueno.

Los estudiantes que habían visto a Musashi en acción en el dōjō de la escuela el año anterior tenían otra idea, pero incluso a ellos les resultaba impensable que Seijūrō perdiera. Eran de la opinión de que, aunque Seijūrō iba a ganar, no podían descartarse los accidentes. Además, puesto que el combate había sido anunciado públicamente, habría muchos espectadores, cuya presencia, a juicio de los estudiantes, no sólo aumentaría el prestigio de la escuela sino que realzaría la reputación personal de su maestro.

A pesar de que Seijūrō les había dado instrucciones concretas de que bajo ninguna circunstancia debían ayudarle, cuarenta de ellos ya se habían reunido allí para esperar su llegada, decirle unas palabras de estímulo y estar a mano…, por si acaso. Además de Ueda, estaban presentes cinco de los Diez Espadachines de la casa de Yoshioka.

Eran más de las siete, y a medida que el espíritu sereno impuesto por Ryōhei cedía el paso al aburrimiento, farfullaban descontentos.

Los espectadores que se encaminaban al lugar del encuentro les preguntaban si había algún error.

—¿Dónde está Musashi?

—¿Dónde está el otro…, Seijūrō?

—¿Quiénes son todos esos samuráis?

—Probablemente están aquí para ayudar a uno u otro.

—¡Extraña manera de celebrar un duelo! Los ayudantes están aquí y los combatientes no.

Aunque la multitud era cada vez más densa e iba en aumento el vocerío, los espectadores eran demasiado prudentes para aproximarse a los estudiantes de la escuela Yoshioka, los cuales, por su parte, no reparaban en las cabezas asomadas entre los marchitos miscanthus o que les miraban desde las ramas de los árboles.

Jōtarō deambulaba en medio de la multitud, levantando nubéculas de polvo. Con su espada de madera más larga que él y calzado con unas sandalias que le iban demasiado grandes, iba de una mujer a otra, examinando sus caras. «No, ésta tampoco —murmuraba para sí—. ¿Qué puede haberle ocurrido a Otsū? Sabe que hoy es el día de la pelea». Estaba seguro de que la joven se encontraba allí, pues Musashi podía correr peligro. ¿Qué podía retenerla?

Pero su búsqueda fue infructuosa, aunque caminó pesadamente hasta la extenuación. «Qué extraño es esto —se dijo—. No la he visto desde el día de Año Nuevo. ¿Estará enferma? Esa vieja bruja con la que se marchó decía unas cosas convincentes, pero tal vez era una trampa. Quizá le esté haciendo algo terrible a Otsū».

Esa posibilidad le inquietaba de un modo atroz, mucho más que el resultado de la pelea, la cual no le causaba ningún recelo. Entre los centenares de personas que se habían congregado allí, apenas había una sola que no esperase la victoria de Seijūrō. Sólo Jōtarō tenía una fe inquebrantable en Musashi. Cruzaba por su mente la imagen de su maestro enfrentado a las lanzas de los sacerdotes del Hōzōin en la planicie de Hannya.

Finalmente, se detuvo en medio del campo. «Hay otra cosa extraña —musitó para sí—. ¿Qué hace toda esta gente aquí? Según el aviso, la pelea tendrá lugar en el campo junto al Rendaiji». Parecía ser la única persona intrigada por ese motivo.

Alguien, entre la multitud pululante, le llamó con voz áspera.

—¡Eh, muchacho! ¡Ven aquí!

Jōtarō reconoció al hombre. Era el que había estado mirando a Musashi y Akemi mientras éstos susurraban en el puente la mañana de Año Nuevo.

—¿Qué quieres, señor? —le preguntó Jōtarō.

Sasaki Kojirō se le acercó, pero antes de hablar le miró lentamente de la cabeza a los pies.

—¿No te he visto recientemente en la avenida Gojō?

—Ah, lo recuerdas.

—Estabas con una mujer joven.

—Sí, era Otsū.

—¿Es ése su nombre? Dime, ¿tiene alguna relación con Musashi?

—Yo diría que sí.

—¿Es su prima?

—No.

—¿Hermana?

—No.

—¿Y bien?

—A ella le gusta.

—¿Son amantes?

—No lo sé. Yo sólo soy su alumno. —Jōtarō meneó la cabeza orgullosamente.

—De modo que por eso estás aquí. Mira, la gente se impacienta. Tú debes de saber dónde está Musashi. ¿Ha salido de su posada?

—¿Por qué me lo preguntas? No le he visto desde hace mucho tiempo.

Varios hombres se abrieron paso entre la multitud, acercándose a Kojirō.

Éste fijó en ellos una mirada de halcón.

—¡Ah, así que estás aquí, Sasaki!

—¡Vaya, si es Ryōhei!

—¿Dónde has estado durante todo este tiempo? —le preguntó Ryōhei, cogiendo la mano de Kojirō como si le hiciera prisionero—. No has ido al dōjō en los últimos diez días. El Joven Maestro quería practicar un poco contigo.

—¿Qué importa si he estado ausente? Ahora estoy aquí.

Colocándose discretamente alrededor de Kojirō, Ryōhei y sus camaradas le condujeron a la fogata.

Entre los espectadores que habían visto la larga espada y el llamativo atuendo de Kojirō se extendió un rumor:

—¡Ése es Musashi, sin duda!

—¿Es él?

—Lleva una ropa muy vistosa, pero no parece débil.

—¡Ése no es Musashi! —exclamó Jōtarō desdeñosamente—. ¡Musashi no es así en absoluto! ¡Jamás le veréis disfrazado como un actor de Kabuki!

Poco después, incluso aquellos que no habían oído la protesta del muchacho se dieron cuenta de su error y retrocedieron, preguntándose qué estaba ocurriendo allí.

Kojirō estaba en pie entre los estudiantes de Yoshioka, observándolos con evidente desprecio. Ellos le escuchaban en silencio, pero con hoscos semblantes.

—No hay mal que por bien no venga —decía Kojirō—, y es una suerte para la casa de Yoshioka que ni Seijūrō ni Musashi hayan llegado a tiempo. Lo mejor que podéis hacer es dividiros en grupos, distraer a Seijūrō y llevarle rápidamente a casa antes de que sufra algún daño.

Esta cobarde propuesta les enfureció, pero Kojirō siguió diciendo:

—Lo que os aconsejo sería más beneficioso para Seijūrō que cualquier ayuda que pueda recibir de vosotros. —Entonces, con bastante grandilocuencia, añadió—: El cielo me ha enviado como mensajero por el bien de la casa de Yoshioka. Os haré mi predicción: si luchan, Seijūrō perderá. Siento tener que decirlo, pero es indudable que Musashi le derrotará, tal vez incluso le mate.

Miike Jūrōzaemon se enfrentó al joven, sacando el pecho, y le gritó:

—Eso es un insulto. —Con el codo derecho entre su rostro y el de Kojirō, estaba preparado para desenvainar la espada y atacar.

Kojirō bajó la vista y sonrió.

—Entiendo que no te gusta lo que he dicho.

—¡Agh!

—En ese caso, lo siento —dijo Kojirō en tono despreocupado—. No intentaré seguir ayudándoos.

—En primer lugar, nadie te ha pedido tu ayuda.

—Eso no es del todo cierto. Si no teníais necesidad de mi ayuda, ¿por qué habéis insistido en que fuese desde Kema a vuestra casa? ¿Por qué os habéis esforzado tanto por tenerme contento? ¡Tú, Seijūrō, todos vosotros!

—Hemos sido corteses con un huésped, ni más ni menos. Te tienes en alta estima, ¿no es cierto?

—¡Ja, ja, ja, ja! No sigamos por ese camino, antes de que tenga que enfrentarme a todos vosotros. ¡Pero os advierto que si desoís mi profecía lo lamentaréis! He comparado a los dos hombres con mis propios ojos, y he visto que las posibilidades de que Seijūrō pierda son abrumadoras. La mañana de Año Nuevo Musashi estaba en el puente de la avenida Gojō. En cuanto le vi, supe que es peligroso. A mi modo de ver, ese letrero que pusisteis allí parece más bien un anuncio de luto por la casa Yoshioka. Es muy triste, pero parece ser una característica universal que los hombres nunca sean conscientes de que están acabados.

—¡Ya basta! ¿Por qué has venido aquí si tu único propósito era hablar de esa manera?

Kojirō replicó en tono sarcástico:

—También parece típico de la gente en declive que no acepten un acto de amabilidad con el espíritu en que se les ha ofrecido. ¡Adelante! ¡Pensad lo que gustéis! Ni siquiera tendréis que esperar a que finalice el día. Dentro de una hora, quizá menos, sabréis cuan equivocados estáis.

—¡Canalla! —le gritó Jūrōzaemon.

Cuarenta hombres dieron un paso adelante, su cólera irradiando oscuramente sobre el campo.

Kojirō reaccionó con seguridad en sí mismo. Saltando rápidamente a un lado, demostró con su postura que si buscaban pelea, él estaba preparado. La buena voluntad que antes les había mostrado ahora parecía un engaño. Un observador podría haberse preguntado si no estaba utilizando la psicología de las masas a fin de crear la oportunidad de acaparar toda la atención en detrimento de Musashi y Seijūrō.

Una oleada de agitación se extendió entre los que estaban lo bastante cerca para ver la escena. Aquélla no era la lucha que habían ido a ver, pero prometía ser interesante.

En medio de la atmósfera cargada de peligro corría una muchacha. Detrás de ella, avanzando veloz como una pelota que rodara, corría un pequeño mono. La joven se interpuso entre Kojirō y los espadachines de Yoshioka y gritó:

—¡Kojirō! ¿Dónde está Musashi? ¿No está aquí?

El aludido se volvió hacia ella, encolerizado.

—¿Qué significa esto?

—¡Akemi! —exclamó uno de los samuráis—. ¿Qué está haciendo aquí?

—¿A qué has venido? —inquirió Kojirō bruscamente—. ¿No te dije que no lo hicieras?

—¡No soy tu propiedad privada! ¿Por qué no puedo estar aquí?

—¡Calla y vete ahora mismo! —le gritó Kojirō, empujándola suavemente—. Vuelve a la Zuzuya.

Akemi, jadeante, sacudió la cabeza con una expresión inflexible.

—¡No me des órdenes! Me quedé contigo, pero no te pertenezco. Yo… —La emoción le embargó la voz y se echó a llorar—. ¿Cómo puedes decirme lo que debo hacer después de lo que me has hecho? ¿Después de atarme y dejarme abandonada en el segundo piso de la posada? ¿Después de intimidarme y torturarme cuando dije que estaba preocupada por Musashi?

Kojirō abrió la boca, dispuesto a hablar, pero Akemi no le dio ocasión.

—Uno de los vecinos me oyó gritar, entró y me desató. ¡Estoy aquí para ver a Musashi!

—¿Has perdido el juicio? ¿Es que no ves a la gente a tu alrededor? ¡Calla!

—¡No quiero! No me importa quién me oiga. Dijiste que hoy morirá Musashi…, que si Seijūrō no podía con él, actuarías como su segundo y matarías tú mismo a Musashi. ¡Tal vez estoy loca, pero Musashi es el único hombre en mi corazón! ¡Tengo que verle! ¿Dónde está?

Kojirō chascó la lengua, pero se había quedado sin habla ante el virulento ataque de la muchacha.

A los hombres de Yoshioka, Akemi les parecía demasiado turbada para darle crédito. Pero tal vez había algo de cierto en lo que decía. Y en ese caso, Kojirō había utilizado la amabilidad como un señuelo y luego la había torturado para su propio placer.

Viéndose en un aprieto, Kojirō la miró ferozmente, sin ocultar su odio.

De súbito desvió su atención uno de los ayudantes de Seijūrō, un joven llamado Tamihachi. Corría como un loco, agitando los brazos y gritando.

—¡Ayuda! ¡Es el Joven Maestro! ¡Se ha batido con Musashi y está herido! ¡Oh, es terrible, espantoso!

—¿Qué estás farfullando?

—¿El Joven Maestro? ¿Musashi?

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—¿Estás diciendo la verdad, Tamihachi?

Las preguntas se atropellaban, y los rostros de quienes las hacían presentaban de repente una palidez mortal.

Tamihachi siguió gritando de una manera inarticulada. Sin responder a las preguntas ni detenerse a recobrar el aliento, echó a correr dando traspiés, regresando a la carretera de Tamba. Entre incrédulos y dubitativos, sin saber realmente qué pensar, Ueda, Jūrōzaemon y los demás corrieron tras él como animales salvajes a través de una llanura en llamas.

A unas quinientas varas hacia el norte llegaron a un campo yermo que se extendía más allá de los árboles a la derecha, bañado por la luz del sol y en apariencia sereno e inalterado. Tordos y alcaudones, que trinaban como si nada hubiera ocurrido, se apresuraron a emprender el vuelo cuando Tamihachi se abrió paso bruscamente entre la hierba. Trepó a una elevación que parecía un antiguo túmulo funerario y se hincó de rodillas. Arañando la tierra, se puso a gemir y gritar:

—¡Joven Maestro!

Los demás llegaron a su lado, y entonces se quedaron como clavados en el suelo, mirando boquiabiertos la escena ante sus ojos. Seijūrō, enfundado en un kimono con un diseño floral azul, una correa de cuero que sujetaba las mangas recogidas y un paño blanco atado alrededor de la cabeza, yacía con el rostro sepultado en la hierba.

—¡Joven Maestro!

—¡Aquí estamos! ¿Qué ha ocurrido?

No había una sola gota de sangre en la blanca tela anudada en la cabeza, como tampoco en la manga ni en la hierba a su alrededor, pero la expresión de su rostro era de dolor atroz.

Sus labios tenían el color de las uvas silvestres.

—¿Respira?

—Apenas.

—¡Rápido, levantadle!

Un hombre se arrodilló y cogió el brazo derecho de Seijūrō, disponiéndose a levantarle. El herido lanzó un grito desgarrador.

—¡Buscad algo para transportarle! ¡Cualquier cosa!

Tres o cuatro hombres, gritando en su confusión, corrieron carretera abajo hasta una granja y regresaron con una contraventana. Hicieron rodar con cuidado a Seijūrō hasta depositarlo encima, pero aunque pareció revivir un poco, seguía retorciéndose de dolor. Para que estuviera quieto, varios hombres se quitaron sus obis y los usaron para atarle a la contraventana.

Con un hombre en cada ángulo, le alzaron y echaron a andar en un silencio fúnebre.

Seijūrō pataleaba con violencia, casi rompiendo la improvisada camilla.

—Musashi… ¿se ha ido?… ¡Oh, cómo duele!… El brazo derecho, el hombro…, el hueso… ¡Aaaah!… No puedo soportarlo. ¡Cortadlo!… ¿No me oís? ¡Cortadme el brazo!

El horror de su sufrimiento hizo que los hombres que le transportaban desviaran la vista. Aquél era el hombre al que respetaban como su maestro, y les parecía indecente mirarle en semejante estado.

Se detuvieron y llamaron a Ueda y Jūrōzaemon.

—Sufre terribles dolores y nos pide que le cortemos el brazo. ¿No sería un alivio para él que lo hiciéramos?

—No digáis idioteces —rugió Ryōhei—. Claro que es doloroso, pero no se morirá por eso. Si le cortamos el brazo y la hemorragia no cesa, será el fin para él. Lo que hemos de hacer es llevarle a casa y comprobar la gravedad de su lesión. Si hay que amputarle el brazo, podemos hacerlo tras haber tomado las medidas necesarias para evitar que muera a causa de la hemorragia. Dos de vosotros adelantaos e id en busca del doctor de la escuela.

Los espectadores eran todavía numerosos y permanecían en silencio detrás de los pinos a lo largo de la carretera. Irritado, Ryōhei frunció el ceño y se volvió a los hombres que le seguían.

—Dispersad a esa gente —les ordenó—. El Joven Maestro no es ningún espectáculo.

La mayoría de los samuráis, agradecidos por la oportunidad de desahogar su cólera acumulada, echaron a correr, haciendo gestos amenazantes a los espectadores, los cuales se dispersaron como langostas.

—¡Ven aquí, Tamihachi! —ordenó colérico Ryōhei, como si el joven sirviente tuviera la culpa de lo sucedido.

El joven, que había caminado lloroso al lado de la camilla, se encogió de terror.

—¿Qu…, qué quieres? —tartamudeó.

—¿Estabas con el Joven Maestro cuando salió de casa?

—Ssss…, sí.

—¿Dónde hizo sus preparativos?

—Aquí, después de que llegáramos al campo.

—Debía saber que estábamos esperando. ¿Por qué no fue ahí primero?

—No lo sé.

—¿Ya estaba ahí Musashi?

—Estaba en el montículo donde…, donde…

—¿Estaba solo?

—Sí.

—¿Cómo fue? ¿Te quedaste ahí mirando?

—El Joven Maestro me miró y dijo…, dijo que si por azar perdía, recogiera su cuerpo y lo llevara al otro campo. Dijo que tú y los demás estabais ahí desde el alba, pero que yo, bajo ninguna circunstancia, debía informar a nadie hasta que el encuentro hubiera terminado. Dijo que había ocasiones en las que un estudiante del Arte de la Guerra no tenía más remedio que arriesgarse a ser derrotado, y que él no quería ganar por medios deshonrosos y cobardes. Entonces fue al encuentro de Musashi.

Tamihachi había hablado rápidamente, aliviado por contar el relato.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Pude ver el rostro de Musashi. Parecía sonreír ligeramente. Los dos hombres intercambiaron alguna clase de saludo. Entonces…, entonces oí un grito tan fuerte que reverberó en todo el campo. Vi que la espada de madera del Joven Maestro salía volando y… sólo Musashi estaba en pie. Llevaba en la cabeza una cinta naranja, pero tenía el pelo de punta.

El camino había sido despejado de curiosos. Los hombres que transportaban a Seijūrō estaban callados y abatidos, pero avanzaban exactamente al mismo paso, a fin de no causar más dolor al herido.

—¿Qué es eso?

Se detuvieron, y uno de los hombres que iban delante se llevaron la mano libre al cuello. Otro miró al cielo. Una lluvia de pinaza caía sobre Seijūrō. Encaramado a una rama por encima de ellos estaba el mono de Kojirō, mirando distraídamente y haciendo gestos obscenos.

—¡Uf! —gritó uno de los hombres cuando una piña le alcanzó en la cara vuelta hacia arriba. Soltando una maldición, sacó el estilete de la funda y lo lanzó contra el mono, pero no dio en el blanco.

Al oír el silbido de su amo, el mono dio una voltereta y aterrizó en su hombro. Kojirō estaba en las sombras, con Akemi a su lado. Mientras los hombres de Yoshioka le dirigían miradas rencorosas, Kojirō contemplaba el cuerpo tendido en la contraventana. La sonrisa desdeñosa había desaparecido de sus labios, y ahora su rostro tenía una expresión reverencial. Hizo una mueca al oír los atroces gemidos de Seijūrō. Tras el discurso que les había dirigido poco antes, los samuráis sólo podían suponer que él era el último en reírse.

Ryōhei instó a los porteadores de la camilla a que siguieran adelante, diciéndoles:

—No es más que un mono, ni siquiera un ser humano. No le hagáis caso y seguid avanzando.

—Esperad —les dijo Kojirō, y entonces se acercó a Seijūrō y le habló directamente—. ¿Qué ha ocurrido? —Sin esperar respuesta, añadió—: Musashi te ha vencido, ¿eh? ¿Dónde te golpeó? ¿En el hombro derecho?… Oh, esto tiene mal aspecto. El hueso está destrozado. Tu brazo es como un saco de grava. No deberías estar tendido boca arriba y soportando este traqueteo. La sangre podría subirte al cerebro.

Volviéndose a los otros, les ordenó con arrogancia:

—¡Bajadle! ¡Vamos, bajadle! ¿A qué estáis esperando? ¡Haced lo que os digo!

Seijūrō parecía al borde de la muerte, pero Kojirō le ordenó que se mantuviera en pie.

—Si lo intentas puedes lograrlo. La herida no es tan grave. Es sólo tu brazo derecho. Si intentas caminar, puedes hacerlo. Todavía dispones del brazo izquierdo. ¡Olvídate de ti mismo! Piensa en tu difunto padre, a quien debes más respeto del que estás mostrando ahora, mucho más. Ser transportado en camilla por las calles de Kyoto… Valiente espectáculo sería. ¡Piensa en lo que eso afectaría al buen nombre de tu padre!

Seijūrō le miró fijamente, sus ojos blancos y exangües. Entonces, con un rápido movimiento, se puso en pie. Su inútil brazo derecho parecía un pie más largo que el izquierdo.

—¡Miike! —gritó Seijūrō.

—Sí, señor.

—¡Córtalo!

—¿Cómo?

—¡No te quedes ahí pasmado y córtame el brazo!

—¡Pero…!

—¡Idiota sin redaños! ¡Ven, Ueda, córtamelo! ¡Ahora mismo!

—Sss…, sí, señor.

Pero antes de que Ueda se moviera, intervino Kojirō.

—Yo lo haré si quieres.

—¡Por favor! —suplicó Seijūrō.

Kojirō fue a su lado. Cogió con fuerza la mano de Seijūrō y le alzó bien el brazo, al tiempo que desenvainaba su espada corta. Con un rápido y extraño sonido, el brazo cayó al suelo y la sangre brotó del muñón.

Cuando Seijūrō se tambaleó, sus estudiantes corrieron a sostenerle y cubrieron la herida con un paño para detener la sangre.

—A partir de ahora andaré —dijo Seijūrō—. Regresaré a casa por mi propio pie. —Con el rostro cerúleo, dio diez pasos.

A sus espaldas, la sangre que goteaba de la herida dejaba un reguero negruzco en el suelo.

—¡Ten cuidado, Joven Maestro!

Los discípulos se aferraban a él como los aros a un barril, sus voces llenas de una solicitud que pronto se transformó en cólera.

Uno de ellos maldijo a Kojirō, diciendo:

—¿Por qué ha tenido que entrometerse ese burro engreído? Habrías estado mejor tal como estabas.

Pero Seijūrō, avergonzado por las palabras de Kojirō, respondió:

—¡He dicho que iré andando y lo haré! —Tras una breve pausa, recorrió otros veinte pasos, impulsado más por su fuerza de voluntad que por sus piernas, pero no pudo resistir mucho tiempo y, al cabo de cincuenta o sesenta varas, cayó al suelo.

—¡Rápido! ¡Tenemos que llevarle al médico!

Le recogieron y llevaron rápidamente hacia la avenida Shijō. Seijūrō ya no tenía fuerzas para objetar.

Kojirō permaneció algún tiempo bajo un árbol, mirando a los hombres que se alejaban con expresión sombría. Luego se volvió a Akemi y sonrió:

—¿Has visto eso? Imagino que te has sentido satisfecha, ¿no es cierto? —Mortalmente pálida, Akemi contempló con odio su sonrisa sarcástica, pero él siguió diciendo—: No has hecho más que hablar sobre cómo te gustaría desquitarte de él. Pues bien, ¿estás satisfecha ahora? ¿Es ésta venganza suficiente por tu virginidad perdida?

Akemi estaba demasiado confusa para hablar. En aquellos momentos Kojirō le parecía más espantoso, más detestable, más maligno que Seijūrō. Aunque éste había sido la causa de sus problemas, no era un malvado, no tenía el corazón negro ni era un auténtico truhán. Kojirō, en cambio, era realmente malo, no la clase de pecador que imagina la mayoría de la gente, sino un desalmado retorcido y perverso que, lejos de regocijarse por la felicidad del prójimo, disfrutaba quedándose a un lado para verlos sufrir. Nunca robaría ni engañaría, y no obstante era mucho más peligroso que el delincuente ordinario.

—Vamos a casa —dijo, volviendo a poner el mono sobre su hombro.

Akemi anhelaba huir, pero no tenía el valor de hacerlo.

—No te hará ningún bien seguir buscando a Musashi —musitó, hablando tanto consigo mismo como a ella—. No tiene ningún motivo para quedarse en estos alrededores.

Akemi se preguntó por qué no aprovechaba la ocasión y se apresuraba a huir hacia la libertad, por qué parecía incapaz de abandonar a aquel bruto. Pero aunque maldecía su propia estupidez, iba tras él sin poder evitarlo.

El mono volvió la cabeza y la miró. Parloteó burlonamente y sonrió de oreja a oreja, mostrando sus dientes blancos.

Akemi deseaba regañarle, pero no podía. Sentía que ella y el mono estaban unidos por el mismo destino. La imagen atrozmente lastimosa de Seijūrō cruzó por su mente y, a su pesar, se apiadó de él. Despreciaba a los hombres como Seijūrō y Kojirō, y no obstante le atraían como una llama roja atrae a una mariposa nocturna.