«Campo del Rendaiji…, noveno día del primer mes…»
La lectura de las palabras agitó la sangre de Musashi. Sin embargo, distraía su atención un dolor agudo, punzante, en su ojo izquierdo. Al llevarse la mano al párpado, reparó en una pequeña aguja clavada en la manga de su kimono, y una mirada más atenta le reveló otras cuatro o cinco clavadas en sus ropas, relucientes como astillas de hielo a la luz de la mañana.
—¡De modo que era eso! —exclamó mientras se arrancaba una y la examinaba.
Tenía el tamaño de una pequeña aguja de coser, pero sin ojo y triangular en vez de redonda. «¡La vieja zorra! —se dijo estremecido, mirando hacia la barca—. Había oído hablar de agujas que se lanzan soplando, pero ¿quién habría pensado que esa vieja bruja podría dispararlas? No me ha atravesado el globo del ojo por los pelos».
Con su habitual curiosidad, recogió las agujas una a una y las prendió en el cuello del kimono, a fin de estudiarlas más tarde. Había oído decir que entre los guerreros existían dos escuelas de pensamiento opuestas con respecto a esas pequeñas armas. Según unos, podían emplearse eficazmente como un elemento disuasorio, soplándolas contra la cara del enemigo, mientras que otros sostenían que eso era una tontería.
Quienes defendían su uso, decían que una técnica muy antigua para el empleo de las agujas se había desarrollado a partir de un juego que jugaban las costureras y los tejedores emigrados desde China a Japón en los siglos VI o VII. Si bien no se consideraba propiamente un método de ataque, fue practicado hasta la época del shogunado Ashikaga, como medio preliminar para mantener a raya al adversario.
Los detractores llegaban a afirmar que jamás había existido esa técnica antigua, aunque admitían que lanzar agujas soplando se había practicado como juego en otra época. Si bien concedían que las mujeres podían haberse divertido de esa manera, rechazaban de plano que el lanzamiento de agujas con la boca pudiera refinarse hasta el grado necesario para causar lesiones. También señalaban que la saliva podía absorber cierta cantidad de calor, frío o acidez, pero su eficacia era escasa para absorber el dolor causado por los pinchazos en el interior de la boca. Por supuesto, a esto se replicaba diciendo que, con suficiente práctica, una persona podía aprender a guardar las agujas en la boca sin dolor y manipularlas con la lengua con gran precisión y fuerza. Bastaban para dejar ciego a un hombre.
Los escépticos replicaban que incluso en el caso de que la aguja pudiera lanzarse con fuerza y rapidez, las posibilidades de herir con ellas eran mínimas. Al fin y al cabo, las únicas partes del rostro vulnerables a semejante ataque eran los ojos, y las posibilidades de alcanzarlos eran escasas incluso en las mejores condiciones. Y a menos que la aguja penetrara en la pupila, el daño sería insignificante.
Tras escuchar la mayor parte de estos argumentos en una u otra ocasión, Musashi se había decantado por el grupo de los escépticos. Después de su experiencia, se dio cuenta de lo prematuro que había sido su juicio y lo importantes y útiles que podían resultar posteriormente los fragmentos de conocimiento adquiridos al azar.
Las agujas no le habían alcanzado la pupila, pero el ojo le lloriqueaba. Mientras palpaba entre sus ropas en busca de algo para secárselos, oyó un sonido de tela desgarrada. Al volverse, vio a una muchacha que estaba cortando aproximadamente un pie de tela roja de la manga de su prenda interior.
Akemi corrió hacia él. No se había peinado para la celebración del Año Nuevo y su kimono estaba sucio. Calzaba sandalias pero no calcetines. Musashi la miró con los ojos entrecerrados y musitó algo. Aunque el rostro de la muchacha le parecía familiar, no sabía quién era.
—Soy yo, Takezō…, quiero decir Musashi —le dijo titubeante, ofreciéndole el paño rojo—. ¿Te ha entrado algo en el ojo? No deberías restregártelo, eso sólo te lo empeorará. Toma, usa esto.
Musashi aceptó en silencio la amabilidad de la joven y se cubrió el ojo con la tela. Entonces examinó su semblante con atención.
—¿No te acuerdas de mí? —le preguntó ella, incrédula—. ¡No es posible! —El rostro de Musashi seguía sin expresión—. ¡Tienes que acordarte!
El silencio del hombre rompió la presa que contenía sus emociones reprimidas durante tanto tiempo. Su espíritu, tan acostumbrado a la desdicha y la crueldad, se había aferrado a esa última esperanza, y ahora empezaba a comprender que no había sido más que una fantasía de su invención. Se formó un nudo en su garganta y produjo un sonido sofocado. Aunque se cubrió la boca y la nariz para ahogar los sollozos, sus hombros temblaron de un modo incontrolable.
Algo en su manera de llorar recordaba a la inocente muchacha de los días de Ibuki, cuando llevaba la tintineante campanilla en el obi. Musashi le rodeó con sus brazos los hombros delgados y frágiles.
—Eres Akemi, claro. Te recuerdo. ¿A qué se debe tu presencia aquí? ¡Cómo me sorprende verte! ¿Ya no vives en Ibuki? ¿Qué le ocurrió a tu madre? —Sus preguntas eran como púas, la peor de las cuales era la mención de Okō, y ésa condujo con naturalidad a la de su viejo amigo—. ¿Todavía estáis viviendo con Matahachi? Tiene que venir aquí esta mañana. ¿No le habrás visto por casualidad?
Cada una de sus palabras aumentaba la desdicha de Akemi. Apretada contra él, sólo podía sacudir su cabeza sollozante.
—¿No viene Matahachi? —insistió él—. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Cómo llegaré a saberlo si no haces más que llorar?
—Él…, él… no va a venir. Nunca…, nunca recibió tu mensaje. —Akemi apoyó el rostro en el pecho de Musashi y le acometió un nuevo acceso de llanto.
Pensaba en decirle esto y aquello, pero cada idea se extinguía en su cerebro febril. ¿Cómo podía contarle el horrible destino que había sufrido por culpa de su madre? ¿Cómo podía expresar con palabras lo que le había ocurrido en Sumiyoshi o en los días transcurridos desde entonces?
El sol del Año Nuevo bañaba el puente y los transeúntes eran cada vez más numerosos: muchachas con kimonos nuevos de hermosos colores que iban al Kiyomizudera para presentar sus respetos en la festividad, hombres con atuendo formal que iniciaban su ronda de visitas de Año Nuevo. Casi escondido entre ellos deambulaba Jōtarō, con su cabellera de gnomo tan despeinada como de costumbre. Estaba casi a mitad del puente cuando vio a Musashi y Akemi.
«¿Qué significa esto? —se preguntó—. Creía que estaría con Otsū. ¡Ésa no es Otsū!». Se detuvo e hizo una mueca peculiar.
Estaba profundamente escandalizado. Otra cosa sería si no hubiera nadie mirando, pero sus cuerpos estaban pegados, abrazados en medio de una vía tan concurrida. ¿Un hombre y una mujer abrazándose en público? Era una desvergüenza. Jōtarō no podía creer que ningún adulto fuese capaz de comportarse de una manera tan escandalosa, y mucho menos su propio y reverenciado sensei. El corazón del muchacho latía con violencia, se sentía entristecido y, al mismo tiempo un poco celoso. Y enfurecido, tanto que deseaba coger una piedra y tirársela.
«He visto a esa mujer en alguna parte —pensó—. ¡Ah! Es la que se hizo cargo del mensaje de Musashi a Matahachi. Bueno, es una chica de casa de té, ¿qué podría esperarse de ella? Pero ¿cómo diablos se conocieron? ¡Creo que deberé hablarle a Otsū de esto!»
Su mirada recorrió la calle arriba y abajo y miró por encima del pretil, pero no había rastro de la joven.
La noche anterior, confiando en que se encontraría con Musashi al día siguiente, Otsū se había lavado el cabello y quedado hasta muy tarde peinándoselo de la manera apropiada. Luego se puso un kimono regalado por la familia Karasumaru y, antes del amanecer, salió para presentar sus respetos en el santuario de Gion y el Kiyomizudera antes de dirigirse a la avenida Gojō. Jōtarō quiso acompañarla, pero ella se negó.
Explicó al chiquillo que normalmente no habría tenido inconveniente, pero que ese día la presencia de Jōtarō sería una intromisión.
—Quédate aquí —le dijo—. Primero quiero hablar con Musashi a solas. Puedes ir al puente cuando sea de día, pero no tengas prisa. Y no te preocupes, te prometo que estaré allí esperándote con Musashi cuando vengas.
El enojo de Jōtarō había sido considerable. No sólo era lo bastante mayor para comprender los sentimientos de Otsū, sino que también podía apreciar hasta cierto punto la atracción que sentían mutuamente hombres y mujeres. La experiencia de rodar por la paja con Kocha en Koyagyū no había desaparecido de su mente. Aun así, seguía siendo un misterio para él por qué una mujer adulta como Otsū se pasaba todo el tiempo abatida y llorosa por un hombre.
Por mucho que buscara, no daba con Otsū. Mientras su inquietud iba en aumento, Musashi y Akemi se dirigieron al extremo del puente, presumiblemente con la intención de pasar más desapercibidos. Musashi se cruzó de brazos y se apoyó en la barandilla. Akemi, a su lado, contemplaba las aguas del río. No repararon en Jōtarō cuando el muchacho pasó por el otro lado del puente.
«¿Por qué tarda tanto? ¿Durante cuánto tiempo puede uno rezarle a Kannon?». Rezongando para sus adentros, Jōtarō se puso de puntillas y miró hacia la colina en el extremo de la avenida Gojō.
A unos diez pasos de donde estaba, había cuatro o cinco sauces sin hojas. A menudo una bandada de garzas blancas se reunían allí, en la orilla del río, para capturar peces, pero aquel día no había una sola ave. Un hombre joven con un largo mechón sobre la frente se apoyaba en una rama de sauce que se extendía hacia el suelo como un dragón dormido.
Encima del puente, Musashi asentía mientras Akemi le susurraba fervientemente. La muchacha había lanzado su orgullo al viento y le estaba contando todo lo ocurrido, con la esperanza de persuadirle para que fuese sólo suyo. No era fácil discernir si las palabras penetraban más allá de los oídos de Musashi. Por mucho que asintiera, su expresión no era la de un hombre que dice dulces naderías a su amada. Por el contrario, sus pupilas tenían un brillo incoloro y frío, y se centraban con fijeza en algún objeto determinado.
Akemi no se daba cuenta de esa actitud. Completamente absorta, parecía un tanto sofocada mientras trataba de analizar sus sentimientos.
Finalmente suspiró.
—Te he contado todo lo ocurrido, sin ocultarte nada. —Se arrimó más a él y le dijo tristemente—: Han pasado más de cuatro años desde la batalla de Sekigahara. He cambiado tanto física como espiritualmente. —Entonces se echó a llorar y exclamó—: ¡No! En realidad no he cambiado. Mi sentimiento por ti sigue siendo el mismo. ¡Estoy absolutamente segura de ello! ¿Lo comprendes, Musashi? ¿Comprendes lo que siento?
—Humm.
—¡Por favor, trata de comprenderlo! Te lo he dicho todo. No soy la inocente flor silvestre que era cuando nos encontramos al pie del monte Ibuki. Sólo soy una mujer ordinaria que ha sido violada… Pero ¿la castidad depende del cuerpo o del espíritu? ¿Es realmente casta una virgen que tiene pensamientos lascivos?… Perdí mi virginidad a manos de… No puedo decir su nombre, pero mi corazón sigue siendo puro.
—Humm, humm.
—¿Es que no sientes nada por mí? No puedo ocultar secretos al hombre a quien amo. Me preguntaba qué te diría cuando te viera. ¿Debería contártelo o no? Pero entonces lo vi claro. No podría engañarte aun cuando lo deseara. ¡Compréndeme, por favor! ¡Di algo! Dime que me perdonas. ¿O acaso me consideras despreciable?
—No, yo…
—¡Cuando pienso de nuevo en ello me pongo tan furiosa…! —Apoyó el rostro en el pretil—. Mira, me avergüenza pedirte que me quieras. No tengo derecho a hacerlo, pero…, pero… En mi corazón aún soy virgen, todavía atesoro mi primer amor como una perla. No he perdido ese tesoro y no lo perderé, ¡al margen de la clase de vida que lleve o los hombres con los que me ponga en contacto el azar!
Sus sollozos hacían que temblara cada hebra de su cabellera. Bajo el puente en el que caían sus lágrimas, el río, brillante bajo el sol del Año Nuevo, fluía como los sueños de Akemi hacia una eternidad de esperanza.
—Humm…
Mientras el patetismo del relato que le contaba la muchacha provocaba a menudo gestos de asentimiento y sonidos guturales por parte de Musashi, los ojos de éste permanecían fijos en aquel punto a lo lejos. Cierta vez su padre observó: «No eres como yo. Mis ojos son negros, pero los tuyos son marrón oscuro. Dicen que tu tío abuelo, Hirata Shōgen, tenía unos ojos marrones aterradores, de modo que quizá has salido a él». En aquel momento, bajo los rayos sesgados del sol, los ojos de Musashi tenían una pura e impecable tonalidad coralina.
«Tiene que ser él», pensó Sasaki Kojirō, el hombre apoyado en el sauce. Había oído hablar de Musashi muchas veces, pero aquélla era la primera vez que le veía en persona.
«¿Quién puede ser?», se preguntaba Musashi a su vez.
Desde el instante en que las miradas de ambos hombres coincidieron se habían escudriñado en silencio, cada uno de ellos sondeando las profundidades del espíritu del otro. En la práctica del Arte de la Guerra, se dice que uno debe discernir desde la punta de la espada de su enemigo el grado de su capacidad. Eso era exactamente lo que estaban haciendo ambos hombres. Eran como luchadores, cada uno evaluando al otro antes de luchar a brazo partido. Y cada uno de ellos tenía motivos para considerar al otro con suspicacia.
«Esto no me gusta», se dijo Kojirō, profundamente disgustado. Había cuidado de Akemi desde que la rescatara de la desierta Sala de Amida, y la conversación claramente íntima entre ella y Musashi le irritaba. «Tal vez es uno de esos hombres que viven a costa de mujeres inocentes. ¡Y ella! ¡No me dijo adonde iba, y ahora está ahí, llorando sobre el hombro de otro!». En cuanto a él, estaba allí porque la había seguido.
A Musashi no le pasó desapercibida la hostilidad de la mirada de Kojirō, y también era consciente de ese peculiar choque de voluntades instantáneo que se produce cuando un shugyōsha encuentra a otro. Era del todo evidente que Kojirō percibía el espíritu de desafío reflejado por la expresión de Musashi.
«¿Quién puede ser? —volvió a preguntarse Musashi—. Tiene todo el aspecto de un luchador, pero ¿a qué se debe esa malicia de su mirada? Será mejor que le vigile atentamente.»
El ardor de ambos hombres no procedía de sus ojos sino de lo más profundo de su ser. Parecía como si de sus pupilas pudieran salir en cualquier momento fuegos artificiales. Por su aspecto, Musashi podría ser uno o dos años más joven que Kojirō, aunque también podría darse perfectamente el caso contrario. Sea como fuere, compartían una similitud: ambos se hallaban en esa edad de máxima insolencia, cuando estaban seguros de saber todo cuanto hay que saber sobre política, la sociedad, el arte de la guerra y todos los demás temas. Del mismo modo que un perro bravo gruñe cuando ve a otro perro bravo, así Musashi y Kojirō sabían instintivamente que el otro era un luchador peligroso.
Kojirō fue el primero en desviar la mirada, cosa que hizo soltando un leve gruñido. A pesar del punto de desprecio que percibía en el perfil de Kojirō, estaba convencido en lo más profundo de que había ganado. El contrario había cedido ante su mirada y su fuerza de voluntad, lo cual satisfacía a Musashi.
—Akemi —dijo a la muchacha, poniéndole una mano sobre el hombro.
Ella, sollozando todavía con el rostro sobre el pretil, no respondió.
—¿Quién es ese hombre de ahí? Te conoce, ¿verdad? Mira, es ese joven que parece un guerrero estudiante. ¿Quién es?
Akemi no respondió en seguida. No había visto a Kojirō hasta entonces, y al reparar en él la confusión afloró a su rostro hinchado por el llanto.
—¿Qué?… ¿Te refieres a ese hombre alto?
—Sí, ¿quién es?
—Pues…, bueno, es… No le conozco muy bien.
—Pero le conoces, ¿no es cierto?
—Sí.
—Con esa larga espada y vestido para llamar la atención… ¡debe de considerarse todo un espadachín! ¿Cómo le has conocido?
—Fue hace unos días —se apresuró a decir Akemi—. Me mordió un perro y la hemorragia no cesaba. Entonces fui a un médico y resultó que él estaba en la misma casa. Me ha cuidado durante los últimos días.
—En otras palabras, ¿estás viviendo en la misma casa con él?
—Sí, bueno, estoy viviendo ahí, pero eso no significa nada.
—No hay nada entre nosotros. —Akemi dijo esto último con más firmeza.
—En ese caso, supongo que no sabes gran cosa de él. ¿Conoces su nombre?
—Se llama Sasaki Kojirō. También le llaman Ganryū.
—¿Ganryū?
No era la primera vez que Musashi oía ese nombre. Aunque no era excepcionalmente famoso, lo conocían los guerreros de varias provincias. Era más joven de lo que Musashi había supuesto. Le miró de nuevo.
Entonces sucedió una cosa curiosa: un par de hoyuelos aparecieron en las mejillas de Kojirō.
Musashi le devolvió la sonrisa. Sin embargo, esta comunicación silenciosa no estaba llena de luz apacible y amistad, como la sonrisa intercambiada entre el Buda y su discípulo Ananda cuando restregaban flores entre sus dedos. En la sonrisa de Kojirō había un burlón visaje de desafío, así como un elemento de ironía.
La sonrisa de Musashi no sólo aceptaba el desafío de Kojirō, sino que transmitía una impetuosa voluntad de luchar.
En medio de los dos hombres obstinados, Akemi estaba a punto de expresar de nuevo sus sentimientos, pero antes de que pudiera hablar Musashi le dijo:
—Escucha, Akemi, creo que lo mejor para ti será que regreses con ese hombre a tu alojamiento. Iré a verte pronto, no te preocupes.
—¿Vendrás? ¿Lo dices de veras?
—Sí, mujer, claro que sí.
—La posada se llama Zuzuya y está delante del monasterio en la avenida Rokujō.
—Entendido.
La naturalidad de su respuesta no le bastó a Akemi. Le cogió la mano que descansaba sobre el pretil y la estrechó apasionadamente a la sombra de su manga.
—Cumplirás tu palabra, ¿verdad? ¿Me lo prometes?
Una súbita carcajada ahogó la respuesta de Musashi.
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Oh! ¡Ja, ja, ja! ¡Oh!… —Kojirō dio media vuelta y se alejó con tanta rapidez como le permitía su incontrolable hilaridad.
Jōtarō, que estaba observando la escena desde un extremo del puente, pensó: «¡No es posible que nada sea tan divertido!». Él mismo estaba disgustado con el mundo, y en especial con su voluble maestro y con Otsū.
«¿Adonde puede haber ido?», volvió a preguntarse mientras emprendía airado el regreso hacia el centro de la ciudad. Apenas había dado unos pasos cuando vio el blanco rostro de Otsū entre las ruedas de una carreta de bueyes que estaba en la esquina siguiente.
—¡Ahí está! —gritó, y tropezó con el morro del buey en su prisa por dar alcance a la mujer.
Aquel día, para cambiar, Otsū se había pintado los labios. Su maquillaje dejaba un tanto que desear, pero tenía un aroma agradable y su kimono era una encantadora prenda primaveral con un diseño blanco y verde bordado sobre un fondo rosa oscuro. Jōtarō la abrazó por detrás, sin que le preocupara la posibilidad de despeinarla o mancharle el cuello empolvado de blanco.
—¿Por qué te escondes aquí? Llevo horas esperándote. ¡Ven conmigo en seguida!
Ella no le contestó.
—¡Vamos, date prisa! —insistió él, sacudiéndola por los hombros—. Musashi también está aquí. Mira, puedes verle desde aquí. Estoy furioso con él, pero vayamos de todos modos. ¡Si no nos apresuramos se marchará! —Cuando la cogió de la muñeca e intentó tirar de ella, observó que su brazo estaba húmedo—: ¿Estás llorando?
—¡Jō, escóndete detrás de la carreta como yo, por favor!
—¿Por qué?
—¡Eso no importa!
—Que me aspen… —Jōtarō no trató de ocultar su ira—. Eso es lo que detesto de las mujeres. ¡Hacen cosas absurdas! No paras de decir que quieres ver a Musashi y vas por ahí llorando en su busca. Y ahora que está delante de ti prefieres esconderte. ¡Incluso quieres que me esconda contigo! ¿No te parece divertido? Ja…, uf, ni siquiera puedo reírme.
Estas palabras escocieron a la joven como un latigazo. Alzó los ojos enrojecidos e hinchados y dijo:
—Por favor, no hables así, te lo ruego. ¡No me trates mal tú también!
—¿Me acusas de que te trato mal? ¿Qué te he hecho?
—Estate callado, por favor, y agáchate aquí conmigo.
—No puedo. Hay estiércol de buey en el suelo. ¿Sabes? Dicen que si lloras el día de Año Nuevo hasta los cuervos se reirán de ti.
—No me importa. Sólo…
—Muy bien, entonces me reiré de ti. Voy a reírme como lo ha hecho ese samurái hace unos momentos. Mi primera risa de Año Nuevo. ¿Eso te gustaría?
—¡Sí, ríe, ríete cuanto te venga en gana!
—No puedo —replicó él, limpiándose la nariz—. Creo que ya sé lo que te pasa. Tienes celos porque Musashi estaba hablando con esa mujer.
—¡Qué dices! ¡No se trata de eso en absoluto!
—¡Claro que es eso! También a mí me ha enfurecido. Pero ¿no es ése tanto más motivo para que vayas y hables con él? No comprendes nada, ¿verdad?
Otsū no hizo el menor ademán de incorporarse, pero el chiquillo le tiró con tanta insistencia de la muñeca que se vio obligada a hacerlo.
—¡Basta! —le gritó—. ¡Me haces daño! No seas tan rencoroso. Dices que no comprendo nada, pero no tienes la menor idea de lo que siento.
—Sé exactamente lo que sientes. ¡Estás celosa!
—No es sólo eso.
—¡Calla y vámonos!
Otsū abandonó su escondite detrás de la carreta, pero no voluntariamente. Arrastraba los pies mientras el chico tiraba de ella. Jōtarō, sin soltarla, estiraba el cuello y miraba hacia el puente.
—¡Mira! —le dijo—. Akemi ya no está.
—¿Akemi? ¿Quién es?
—La chica con la que hablaba Musashi… ¡Oh, Musashi se marcha! Si no te apresuras ahora, le perderás de vista.
Jōtarō soltó a Otsū y se dirigió al puente.
—¡Aguarda! —gritó ella, recorriendo el puente con la mirada para asegurarse de que Akemi no acechaba en alguna parte.
Una vez convencida de que su rival se había ido, pareció muy aliviada y dejó de fruncir el ceño, pero dio media vuelta y regresó a su escondite detrás de la carreta para enjugarse los ojos hinchados con la manga, arreglarse el cabello y alisar el kimono.
—¡Rápido, Otsū! —le dijo Jōtarō con impaciencia—. Musashi parece haber bajado a la orilla del río. ¡No es momento para acicalarte!
—¿Adonde ha ido?
—Abajo, a la orilla. No sé por qué lo ha hecho, pero ahí se ha dirigido.
Los dos corrieron al extremo del puente, y Jōtarō, dando excusas superficiales, abrió camino para los dos entre la muchedumbre hasta llegar al pretil.
Musashi estaba al lado de la barca en cuyo interior Osugi seguía contorsionándose, tratando de quitarse las ataduras.
—Lo siento, abuela —le dijo—, pero parece ser que finalmente Matahachi no va a venir. Espero verle en el próximo futuro, e intentaré inculcarle un poco de valor. Entretanto, deberías tratar de encontrarle y llevarle de regreso a casa para que viva contigo como un buen hijo. Ésa sería una manera mucho mejor de expresar tu gratitud a tus antepasados que la de intentar cortarme la cabeza.
Metió la mano bajo las esteras de juncos y con un pequeño cuchillo cortó la cuerda.
—¡Hablas demasiado, Musashi! No necesito ninguno de tus consejos. Decide de una vez lo que harás: ¿vas a matarme o a morir?
Unas venas azules sobresalían en su cara mientras se esforzaba por librarse de las esteras de paja que la cubrían, pero cuando estuvo en pie Musashi ya cruzaba el río, saltando como un aguzanieves por encima de rocas y bancos de arena. En un abrir y cerrar de ojos llegó a la orilla contraria y trepó a lo alto del malecón.
Al verle, Jōtarō gritó:
—¡Mira, Otsū! ¡Allí está! —El muchacho bajó al malecón, seguido por la joven.
Para las ágiles piernas de Jōtarō, ríos y montañas no significaban nada, pero Otsū, reacia a estropear su hermoso kimono, se detuvo en la orilla del río. Ahora había perdido a Musashi de vista, pero aun así gritaba su nombre con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Otsū! —le gritó alguien desde una dirección inesperada. Osugi estaba apenas a cien pies de ella.
Cuando Otsū vio quién era, lanzó un grito, se cubrió por un momento el rostro con las manos y echó a correr.
La anciana se apresuró a perseguirla, sus blancos cabellos ondeando al viento.
—¡Otsū! —gritó, con una voz que podría haber separado las aguas del río Kamo—. ¡Espera! Quiero hablar contigo.
Una explicación de la presencia de Otsū en aquel lugar ya tomaba forma en la mente suspicaz de la anciana. Estaba segura de que Musashi la había atado porque tenía una cita con la muchacha y no quería que ella lo viera. Siguió razonando que Otsū habría dicho algo que enojó a Musashi y por eso él la había abandonado. Ese era sin duda el motivo por el que la muchacha le gritaba para que volviera.
«¡Esa chica es incorregible!», se dijo, detestándola aún más de lo que detestaba a Musashi. A su modo de ver, Otsū era legalmente su nuera, tanto si la boda había tenido lugar como si no. Había sido hecha una promesa, y si la novia había llegado a odiar a su hijo, entonces también debía de odiar a la misma Osugi.
—¡Espera! —volvió a gritar, abriendo la boca casi de oreja a oreja.
La intensidad del grito sobresaltó a Jōtarō, que estaba a su lado, y le agarró la mano al tiempo que decía:
—¿Qué estás intentando hacer, vieja bruja?
—¡Apártate de mi camino! —replicó ella, dándole un empujón.
Jōtarō no sabía quién era aquella mujer ni por qué Otsū había huido al verla, pero se daba cuenta de que era peligrosa. Como hijo de Aoki Tanzaemon y único alumno de Miyamoto Musashi, se negó a dejarse avasallar por el huesudo brazo de una vieja bruja.
—¡No puedes hacerme eso! —exclamó. Corrió hacia ella y saltó sobre su espalda.
La anciana se lo quitó de encima y, rodeándole el cuello con un brazo, le dio varios sopapos.
—¡Pequeño demonio! ¡Esto te enseñará a entrometerte!
Mientras Jōtarō intentaba zafarse de la belicosa anciana, Otsū seguía corriendo, su mente sumida en la confusión. Era joven y, como la mayoría de los jóvenes, estaba llena de esperanza y no tenía la costumbre de quejarse por su suerte adversa. Saboreaba las delicias de cada nuevo día como si fuesen flores en un jardín soleado. Penas y decepciones eran hechos inevitables de la vida, pero no la abatían durante mucho tiempo. De la misma manera, no podía concebir el placer como totalmente separado del dolor.
Pero aquel día su optimismo había sido destruido, no una sino dos veces. Se preguntó por qué había tenido que acudir allí aquella mañana. Ni las lágrimas ni la cólera podían anular su conmoción. Después de que cruzara un instante por su mente la idea del suicidio, condenó a todos los hombres como unos malignos embusteros. Se sintió alternativamente furiosa y desdichada, odiaba al mundo y a sí misma, estaba demasiado abrumada para hallar consuelo en las lágrimas o pensar claramente en nada. Los celos le hacían hervir la sangre, y la inseguridad que le causaban hacía que se reprendiera a sí misma por sus muchos defectos, incluida su falta de aplomo en aquellos momentos. Se dijo repetidas veces que debía conservar la serenidad y gradualmente reprimió sus impulsos bajo el barniz de dignidad que se supone deben mantener las mujeres.
Mientras la muchacha desconocida estuvo al lado de Musashi, Otsū no había podido moverse. Sin embargo, cuando Akemi se marchó, ya no pudo seguir dominándose y se sintió irresistiblemente impulsada a enfrentarse a Musashi y expresarle sus sentimientos. Aunque no sabía por dónde empezar, resolvió abrirle su corazón y decírselo todo.
Pero la vida está llena de minúsculos accidentes. Un pequeño paso en falso, un mínimo error de cálculo efectuado en el calor del momento, a menudo pueden alterar la forma de las cosas durante meses o años. Al perder de vista a Musashi por un instante, Otsū quedó expuesta a Osugi. En la espléndida mañana de Año Nuevo, el jardín de delicias de Otsū estaba infestado de serpientes.
Era una pesadilla que se había hecho realidad. En muchos sueños frenéticos, Otsū se había encontrado con el rostro malicioso de Osugi, y ahora la tremebunda realidad se aproximaba amenazante a ella.
Tras correr varios centenares de varas, la falta de aliento le obligó a detenerse. Miró atrás y por un momento su respiración se detuvo por completo. Osugi, como a cien varas de distancia, estaba azotando a Jōtarō, balanceándole a un lado y a otro.
El chico se debatía, pataleaba, unas veces en el suelo y otras en el aire, y de vez en cuando propinaba un golpe a su captora.
Otsū comprendió que no tardaría en empuñar su espada de madera, y cuando lo hiciera no había duda de que la anciana no sólo desenvainaría su espada corta sino que la usaría sin miramientos. En semejante ocasión, Osugi no mostraría misericordia. Jōtarō corría peligro de muerte.
La situación de Otsū era terrible: era preciso rescatar a Jōtarō, pero no se atrevía a acercarse a Osugi.
Jōtarō logró sacar la espada de madera que llevaba sujeta al obi, pero no librar su cabeza del brazo de Osugi, que se la apretaba como un tornillo de banco. Las patadas y la agitación de los brazos iban en su detrimento, pues aumentaban la confianza en sí misma de la anciana.
—¡Mocoso! —le gritó despectivamente—. ¿Qué tratas de hacer, imitar a una rana?
Los dientes frontales sobresalientes daban a su boca un aspecto leporino, pero su repugnante expresión era de triunfo. Paso a paso, arrastrando los pies, se acercaba a Otsū.
Mientras miraba furibunda a la muchacha aterrada, su astucia natural se impuso. De repente comprendió que su manera de actuar era errónea. Si su adversario hubiera sido Musashi, el engaño no le habría servido de nada, pero el enemigo que tenía ante ella era Otsū, la tierna e inocente Otsū, a la que probablemente podría hacer creer cualquier cosa que quisiera, siempre que se la planteara suavemente y con un aire de sinceridad. Pensó que primero la ataría con palabras y luego la asaría para cenar.
—¡Otsū! —gritó en un tono seriamente patético—. ¿Por qué huyes? ¿Qué es lo que te impulsa a escapar en cuanto me ves? Lo mismo hiciste en la casa de té Mikazuki, y no puedo entenderlo. Debes de estar imaginando cosas. No tengo la menor intención de hacerte daño.
Una expresión de duda apareció en el rostro de Otsū, pero Jōtarō, todavía cautivo, preguntó:
—¿Es eso cierto, abuela? ¿Lo dices en serio?
—Pues claro que lo digo en serio. Otsū no comprende cuáles son mis verdaderos sentimientos. Parece ser que me teme.
—Si lo dices en serio, suéltame e iré a buscarla.
—No tan rápido. Si te suelto, ¿cómo sé que no me golpearás con esa espada tuya y echarás a correr?
—¿Crees que soy un cobarde? Jamás haría semejante cosa. Me parece que nos estamos peleando por nada. Ha habido algún error.
—De acuerdo. Dile a Otsū que ya no estoy enfadada con ella. Hubo un tiempo en que lo estuve, pero eso ya ha terminado. Desde que murió el tío Gon, he viajado sola, llevando conmigo sus cenizas… Soy una anciana solitaria sin ningún sitio adonde ir. Explícale que, sean cuales fueren mis sentimientos hacia Musashi, a ella sigo considerándola como una hija. No le pido que regrese y sea la novia de Matahachi. Sólo le pido que se apiade de mí y escuche lo que tengo que decirle.
—Ya es suficiente. Si me dices algo más seré incapaz de recordarlo.
—Muy bien, pues dile lo que te he dicho hasta ahora.
Mientras el muchacho corría al lado de Otsū y le repetía el mensaje de Osugi, la anciana, fingiendo que no miraba, se sentó en una piedra y contempló un bajío donde un banco de pececillos se deslizaba velozmente de un lado a otro. ¿Vendría Otsū o no? Osugi dirigió una mirada disimulada a la muchacha, más rápida que aquellos minúsculos peces.
Las dudas de Otsū no se disiparon con facilidad, pero finalmente Jōtarō la convenció de que no había peligro alguno. Echó a andar con timidez hacia Osugi, la cual, deleitándose en su victoria, le sonreía de modo jovial.
—Otsū, querida niña —le dijo en un tono maternal.
—Abuela —replicó Otsū, inclinándose hasta el suelo a los pies de la anciana—. Perdóname. Por favor, perdóname. No sé qué decir.
—No es necesario que digas nada. Todo ha sido culpa de Matahachi. Al parecer, aún te guarda rencor por tu cambio de sentimientos, y me temo que en una época también yo he pensado mal de ti. Pero todo eso es agua pasada.
—¿Me perdonas entonces por mi manera de actuar?
—Bueno, eso… —dijo Osugi, con una nota de incertidumbre, pero al mismo tiempo poniéndose en cuclillas a su lado.
Otsū removió la arena con los dedos, haciendo en la fría superficie un pequeño hoyo que pronto se llenó de agua tibia y burbujeante.
—Como madre de Matahachi, supongo que puedo decir que has sido perdonada, pero hay que tener en cuenta a Matahachi. ¿No querrás verle y hablar con él de nuevo? Puesto que huyó con otra mujer por su propia voluntad, no creo que te pida que vuelvas con él. La verdad es que no le permitiría hacer algo tan egoísta, pero…
—¿Sí?
—Bueno, ¿no accederás a verle por lo menos? Entonces, cuando los dos estéis frente a frente, le diré exactamente lo que debo decirle. Así podré cumplir mi deber como madre, sentiré que he hecho cuanto podía.
—Comprendo —replicó Otsū. De la arena, a su lado, emergió un minúsculo cangrejo y se escabulló detrás de una piedra. Jōtarō lo cogió con disimulo, se puso detrás de Osugi y lo dejó caer sobre su cabeza. Otsū siguió diciendo—: Pero no puedo evitar la sensación de que, después de tanto tiempo como ha pasado, sería mejor para mí no ver a Matahachi.
—Yo estaré a tu lado. ¿No te sentirías mejor si le vieras y rompierais de una vez como es debido?
—Sí, pero…
—Entonces hazlo. Lo digo por tu propio bien en el futuro.
—Si accedo…, ¿cómo vamos a encontrar a Matahachi? ¿Sabes dónde está?
—Podré encontrarle en seguida, créeme. Mira, hace poco le vi en Osaka. Le dio uno de sus ataques de testarudez, se marchó y me dejó en Sumiyoshi, pero cuando hace esa clase de cosas luego siempre lo lamenta. No pasará mucho tiempo antes de que venga a Kyoto en mi busca.
A pesar de la incómoda sensación que tenía Otsū de que Osugi no le estaba diciendo la verdad, influyó en su ánimo la fe que tenía la mujer en su inútil hijo. Sin embargo, lo que condujo a su rendición final, fue la convicción de que la manera de actuar que proponía Osugi era la correcta.
—¿Qué te parece si te ayudara a buscar a Matahachi?
—Oh, ¿harías eso? —replicó con vehemencia la anciana, cogiendo la mano de la muchacha.
—Sí. Sí, creo que debo hacerlo.
—De acuerdo, entonces acompáñame ahora a mi posada. ¡Uf! ¿Qué es esto? —Se levantó, llevándose la mano a la parte posterior del cuello de su kimono, y cogió el pequeño cangrejo. Estremecida, preguntó—: Bueno, ¿cómo ha llegado esto ahí? —Extendió la mano y la sacudió, desprendiendo al animalillo de sus dedos.
Jōtarō, que estaba a sus espaldas, reprimió la risa, pero Osugi no se dejó engañar. Con los ojos centelleantes, se volvió y le miró furibunda:
—¡Supongo que es alguna travesura!
—Mía no, yo no he sido. —Echó a correr por el malecón para ponerse a salvo y gritó—: ¿Vas a ir con ella a la posada, Otsū?
Antes de que Otsū pudiera responder, Osugi dijo:
—Sí, viene conmigo. Estoy en una posada cerca del pie de la colina Sannen. Siempre me alojo ahí cuando vengo a Kyoto. No te necesitaremos. Vuelve al lugar de donde has venido.
—De acuerdo, estaré en la casa de Karasumaru. Ven tú también, Otsū, cuando hayas terminado ese asunto.
Otsū sintió una punzada de inquietud.
—¡Espera, Jō! —Corrió por el malecón, reacia a dejarle marchar.
Osugi, temerosa de que la muchacha pudiera cambiar de idea y huir, se apresuró a seguirla, pero durante unos instantes Otsū y Jōtarō estuvieron a solas.
—Creo que debería ir con ella —le dijo Otsū—. Pero regresaré a la casa del señor Karasumaru en cuanto tenga ocasión. Explícaselo todo y procura que te dejen quedarte hasta que yo haya terminado lo que tengo que hacer.
—No te preocupes. Esperaré tanto tiempo como sea necesario.
—Busca a Musashi durante mi ausencia, ¿de acuerdo?
—¡Ya estamos otra vez! Cuando por fin le encuentras, te escondes. Y ahora lo lamentas. No digas que no te lo advertí.
—Me he portado como una estúpida.
Osugi llegó a su lado y se puso entre ellos. Los tres echaron a andar de regreso al puente. La penetrante mirada de Osugi se fijaba con frecuencia en la muchacha, de la que desconfiaba. Aunque Otsū no tenía el menor atisbo del peligroso sino que la aguardaba, experimentaba de todos modos la sensación de estar atrapada.
Cuando llegaron al puente, el sol estaba alto por encima de los sauces y los pinos y las multitudes que habían salido a pasear el día de Año Nuevo llenaban las calles. Un grupo considerable se había congregado ante el cartel colocado en el puente.
—¿Musashi? ¿Quién es ése?
—¿Conocéis a algún gran espadachín de ese nombre?
—Nunca he oído hablar de él.
—Debe de ser un gran luchador si se enfrenta a los Yoshioka. Valdrá la pena ver ese encuentro.
Otsū se detuvo y se quedó mirando fijamente. Osugi y Jōtarō la imitaron y escucharon los susurros reverberantes. Al igual que las ondas producidas por los pececillos en el bajío, el nombre Musashi se extendió entre la multitud.