Cuando llegó a la escuela, Seijūrō estaba de muy mal humor. Depositó bruscamente el halcón en las manos de un discípulo y le ordenó que lo devolviera a su jaula.
—¿No está Kojirō contigo? —le preguntó el discípulo.
—No, pero estoy seguro de que llegará en seguida.
Tras cambiarse de ropa, Seijūrō fue a sentarse a la sala donde se recibía a los huéspedes. Al otro lado del patio estaba el gran dōjō, cerrado desde la última sesión de prácticas, el día veinticinco. A lo largo del año habían pasado por allí aproximadamente un millar de estudiantes. Ahora el dōjō no volvería a abrir sus puertas hasta la primera sesión de adiestramiento del nuevo año. El silencio de las espadas de madera creaba en la casa una atmósfera de frialdad y desolación.
Ansioso por practicar la esgrima con Kojirō, el jefe de la casa Yoshioka preguntó repetidas veces al discípulo si aún no había llegado. Pero Kojirō no regresó, ni aquella noche ni al día siguiente.
En cambio llegaron muchos otros visitantes, pues era el último día del año, el día en que era preciso cancelar todas las deudas. Para quienes tenían negocios, aquélla era la oportunidad de cobrar lo que les debían, y si no lo lograban tendrían que esperar hasta el festival Bon del próximo verano. Así pues, hacia mediodía la sala delantera estaba llena de acreedores. Normalmente tenían un aire de absoluto servilismo ante un samurái, pero ahora, agotada ya su paciencia, expresaban sus sentimientos con toda claridad.
—¿No podéis pagar por lo menos una parte de lo que debéis?
—Lleváis diciendo desde hace meses que el encargado de los pagos no está o que el maestro se ha ausentado. ¿Creéis que podéis darnos largas eternamente?
—¿Cuántas veces tenemos que venir aquí?
—El viejo maestro era un buen cliente. No diría nada si sólo se tratara de la segunda mitad del año, pero tampoco nos pagasteis en verano. ¡Vamos, incluso tengo facturas impagadas del año pasado!
Un par de ellos golpearon con impaciencia sus libros de cuentas y los pusieron bajo las narices del discípulo. Eran carpinteros, yeseros, el vendedor de arroz, el comerciante de sake, sastres y varios suministradores de artículos de consumo diario. Engrosaban sus filas los propietarios de diversas casas de té en las que Seijūrō comía y bebía a crédito. Y ésta era la gente de poca monta, cuyas facturas no podían compararse con las de los usureros de los que Denshichirō había obtenido préstamos sin conocimiento de su hermano.
Media docena de tales hombres estaban sentados y se negaban a moverse.
—Queremos hablar personalmente con el maestro Seijūrō. Hablar con discípulos es una pérdida de tiempo.
Seijūrō permanecía en el fondo de la casa, limitándose a decir: «Decidles que no estoy». En cuanto a Denshichirō, naturalmente no se habría acercado a la casa en semejante día. El hombre que más brillaba por su ausencia era el encargado de los libros de contabilidad y las cuentas domésticas de la casa de Yoshioka: Gion Tōji. Varios días antes se había marchado con Okō y todo el dinero que había recogido, en dirección al este.
Al cabo de un rato entraron seis hombres con paso jactancioso. Iba al frente Ueda Ryōhei, el cual incluso en unas circunstancias tan humillantes rebosaba de orgullo por ser uno de los diez primeros espadachines de la casa de Yoshioka. Con una mirada amenazante, preguntó:
—¿Qué ocurre aquí?
El discípulo, aunque dejó claro que no consideraba necesario dar explicaciones, le informó con detalle y brevedad de la situación.
—¿Es eso todo? —dijo Ryōhei desdeñosamente—. ¿No es más que un puñado de avaros? ¿Qué importa un poco de espera si al final las facturas se pagan? Diles a los que no quieren esperar que vayan a la sala de prácticas, y discutiré el asunto con ellos en mi propio lenguaje.
Ante esta amenaza, los acreedores se disgustaron más. Debido a la rectitud de Yoshioka Kempō en los asuntos económicos, por no mencionar su posición como instructor militar de los shogunes Ashikaga, se habían inclinado ante la casa Yoshioka, humillándose, prestándoles bienes de todo tipo, acudiendo cada vez que les llamaban y marchándose cuando se lo decían, accediendo a todo. Pero también ellos tenían un límite y no podían seguir doblegándose servilmente ante aquellos vanos guerreros. El día en que se dejaran intimidar por amenazas como las de Ryōhei señalaría el final de la actividad comercial. ¿Y qué harían los samuráis sin los mercaderes? ¿Imaginaban por un momento que ellos solos podrían hacerse cargo del comercio?
Mientras seguían allí, refunfuñando, Ryōhei dejó perfectamente claro que los consideraba como basura.
—¡Muy bien, ahora marchaos a casa! Quedaros aquí esperando no os servirá de nada.
Los mercaderes guardaron silencio, pero no se movieron de donde estaban.
—¡Echadlos! —gritó Ryōhei.
—¡Esto es indignante, señor!
—¿Qué tiene de indignante? —replicó Ryōhei.
—¡Esto es completamente irresponsable!
—¿Quién dice que es irresponsable?
—¡No hay duda de que expulsarnos es un acto de irresponsabilidad!
—Entonces ¿por qué no os vais tranquilamente? Estamos ocupados.
—Si hoy no fuese el último día del año, no estaríamos aquí suplicando. Necesitamos el dinero que nos debéis para pagar nuestras propias deudas antes de que termine el día.
—Eso es una lástima, una verdadera lástima. ¡Ahora fuera de aquí!
—¡Ésta no es manera de tratarnos!
—¡Creo que ya he escuchado lo suficiente vuestras quejas! —La cólera volvía a vibrar en la voz de Ryōhei.
—¡Nadie se quejaría… si os limitarais a pagar!
—¡Ven aquí! —ordenó Ryōhei.
—¿Qu…, quién?
—Cualquiera que no esté satisfecho.
—¡Esto es una locura!
—¿Quién ha dicho eso?
—No me refería a vos, señor. Hablaba de esta…, esta situación.
—¡Calla! —Ryōhei agarró al hombre por el cabello y lo echó por la puerta lateral—. ¿Alguien más tiene quejas? —preguntó en voz atronadora—. Sois una chusma y no permitiremos que entréis en la casa exigiendo insignificantes sumas de dinero. ¡De ninguna manera! Aunque el Joven Maestro quiera pagaros, no le dejaré hacerlo.
Al ver el puño de Ryōhei, los acreedores tropezaron entre ellos en su prisa por cruzar el portal, pero una vez en el exterior sus denuestos contra la casa de Yoshioka fueron en aumento.
—¡Cómo me reiré y batiré palmas cuando vea el cartel de «En venta» en este lugar! Ya no falta mucho para eso.
—Dicen que eso no sucederá.
—¿Cómo podría ocurrir?
Ryōhei, muy divertido, se desternillaba de risa mientras regresaba al fondo de la casa. Los demás discípulos le acompañaron hasta la sala donde Seijūrō estaba encorvado, solo y silencioso, ante el brasero.
—Estás muy callado, Joven Maestro —le dijo Ryōhei—. ¿Ocurre algo?
—Oh, no —replicó Seijūrō, algo animado al ver a sus seguidores de más confianza—. El día ya está muy próximo, ¿verdad?
—Así es, y por eso venimos a verte. ¿No deberíamos decidir el día y el lugar y hacérselo saber a Musashi?
—Sí, claro, supongo que sí —dijo Seijūrō pensativamente—. El lugar… ¿Qué lugar sería conveniente? ¿Qué os parece el campo en el Rendaiji, al norte de la ciudad?
—Creo que es perfecto. ¿Y la hora?
—¿Debería ser antes de que quiten los adornos de Año Nuevo o después?
—Cuanto antes mejor. No debemos dar a ese cobarde tiempo para escabullirse.
—¿Qué os parece el día octavo?
—¿No es el aniversario de la muerte del maestro Kempō?
—Sí, en efecto. En ese caso, podría ser el noveno, a las siete de la mañana. Así estará bien, ¿no?
—De acuerdo. Esta noche pondremos un cartel en el puente.
—Muy bien.
—¿Estás preparado? —le preguntó Ryōhei.
—Lo he estado desde el principio —replicó Seijūrō, el cual no podía responder de otra manera.
No había considerado la posibilidad de ser derrotado por Musashi. Había estudiado desde la infancia bajo la tutela de su padre y en la escuela jamás había perdido un encuentro, ni siquiera con los discípulos más antiguos y mejor adiestrados. Por todo ello no podía imaginar que le venciera aquel patán rural joven e inexperto.
Sin embargo, su confianza no era absoluta. Sentía cierta incertidumbre y, como era muy propio de él, en vez de atribuirlo a su incapacidad de poner en práctica el Camino del Samurái, lo achacaba a sus recientes dificultades personales. Una de ellas, quizá la mayor, era Akemi. Se sentía molesto desde el incidente en Sumiyoshi, y cuando Gion Tōji se fugó, supo que el cáncer financiero que padecía la casa de Yoshioka había llegado ya a una etapa crítica.
Ryōhei y los demás regresaron con el mensaje dirigido a Musashi escrito sobre un tablero recién cortado.
—¿Es esto lo que pensabas decirle? —le preguntó Ryōhei.
Los caracteres, todavía húmedos y relucientes, decían:
Respuesta —Accediendo a tu solicitud de un encuentro, te indico el lugar y la hora. Lugar: el campo del Rendaiji.
Hora: las siete en punto de la mañana, el noveno día del primer mes. Hago sagrado juramento de estar presente.
Si, por el motivo que fuese, no cumplieras tu promesa, consideraré que tengo el derecho a ridiculizarte en público.
¡Si incumplo este acuerdo, que caiga sobre mí el castigo de los dioses! Seijūrō, Yoshioka Kempō II, de Kyoto. Firmado el último día de [1605].
Al rōnin de Mimasaka, Miyamoto Musashi.
Tras leer este anuncio, Seijūrō dio su conformidad. La notificación le hacía sentirse más relajado, tal vez debido a que por primera vez sentía que la suerte estaba echada.
Cuando se ponía el sol, Ryōhei, con el letrero bajo el brazo, recorrió la calle con paso orgulloso, acompañado por otros dos hombres, para colocar el tablero en el gran puente de la avenida Gojō.
Al pie de la colina Yoshida, el hombre a quien iba dirigida la notificación caminaba por un barrio de samuráis de noble linaje y escasos medios. Eran gentes de tendencia conservadora, llevaban una clase de vida ordinaria y era improbable que se les descubriera haciendo algo que suscitara comentarios.
Musashi iba de una casa a otra, examinando las placas con los nombres en los portales. Finalmente se detuvo en medio de la calle, como si no deseara seguir adelante o fuese incapaz de hacerlo. Estaba buscando a su tía, la hermana de su madre y único familiar vivo además de Ogin.
El marido de su tía era un samurái que, por un pequeño estipendio, servía en la casa de Konoe. Musashi había creído que le resultaría fácil encontrar la casa cerca de la colina Yoshida, pero no tardó en descubrir que una casa se distinguía muy poco de otra. En su mayor parte eran pequeñas, estaban rodeadas de árboles y tenían las puertas cerradas como valvas de almejas. No eran pocos los portales sin placa de identificación.
Como no estaba seguro del lugar que buscaba, se sentía reacio a preguntar por la dirección. «Deben de haberse mudado —pensó—. Será mejor que abandone la búsqueda».
Regresó al centro de la ciudad, la cual estaba envuelta por una niebla que reflejaba las luces del mercado instalado durante las celebraciones de fin de año. Aunque era la vigilia de Año Nuevo, las calles céntricas todavía bullían de actividad.
Musashi se volvió para mirar a una mujer que acababa de pasar en la dirección contraria. No había visto a su tía desde hacía por lo menos siete u ocho años, pero estaba seguro de que se trataba de ella, pues la mujer se parecía a la imagen que él se había formado de su madre. La siguió un breve trecho, y entonces la llamó.
Ella le miró con suspicacia durante unos instantes. En sus ojos, rodeados de arrugas producidas por los años de vida precaria con un minúsculo presupuesto, se reflejó una profunda sorpresa.
—Eres Musashi, el hijo de Munisai, ¿no es cierto? —le preguntó por fin.
Él se preguntó por qué le había llamado Musashi en vez de Takezō, pero lo que realmente le turbaba era la impresión de que su presencia no agradaba a la mujer.
—Sí —respondió—. Soy Takezō, de la casa de Shimmen.
Ella le miró de arriba abajo, sin las exclamaciones acostumbradas, sin mencionar cuánto había crecido o lo mucho que había cambiado desde la última vez que le vio.
—¿Por qué has venido aquí? —le preguntó fríamente, en un tono de evidente censura.
—No tenía un motivo especial para venir. Sencillamente, me encontraba en Kyoto y pensé que sería agradable visitarte.
Los ojos y el cabello de su tía le evocaban a su madre, la cual, de vivir todavía, sin duda sería tan alta como aquella mujer y hablaría con una voz similar.
—¿Has venido a verme? —inquirió ella con incredulidad.
—Pues sí. Lamento haberlo hecho sin previo aviso.
La mujer agitó una mano ante su cara, restando importancia con ese gesto a las palabras de Musashi.
—Bueno, ya me has visto, así que no hay razón para que sigas aquí. ¡Márchate, por favor!
Contrariado por un recibimiento tan frío, Musashi le dijo impulsivamente:
—¿Por qué dices tal cosa nada más verme? Si quieres que me vaya lo haré, pero no veo el motivo. ¿Acaso he hecho algo que desapruebas? En ese caso, dime qué es.
Su tía parecía poco dispuesta a concretar.
—Mira, ya que estás aquí, ¿por qué no vienes a casa y saludas a tu tío? Pero ya sabes qué clase de persona es, por lo que no debe decepcionarte nada de lo que diga. Soy tu tía, y puesto que has venido a vernos, no quiero que te marches con resentimiento.
Musashi aceptó el escaso consuelo que le brindaban estas palabras, fue con su tía a la casa y aguardó en la sala mientras ella daba la noticia a su marido. A través de la puerta corredera de papel y listones, oía la voz quejumbrosa y asmática de su tío, que se llamaba Matsuo Kaname.
—¿Qué? —dijo Kaname con enojo—. ¿El hijo de Munisai aquí? Temía que apareciera más tarde o más temprano. ¿Quieres decir que está aquí, en esta casa? ¿Le has permitido entrar sin decírmelo?
Musashi no estaba dispuesto a aguantar más, pero cuando llamó a su tía para despedirse, Kaname le dijo:
—Estás ahí, ¿no?
Deslizó la puerta corredera y Musashi vio que su rostro no estaba cejijunto sino que tenía una expresión de profundo desprecio, la mirada que la gente de ciudad reserva para sus sucios parientes del campo. Era como si hubiera entrado una vaca pisando con sus pezuñas el tatami.
—¿Por qué has venido aquí? —le preguntó Kaname.
—Casualmente me encontraba en la ciudad y pensé en venir a preguntar por tu salud.
—¡Eso no es cierto!
—¿Cómo dices, señor?
—Puedes mentir cuanto quieras, pero sé lo que has hecho. Has causado muchas dificultades en Mimasaka, has hecho que mucha gente te odie, has manchado el apellido de tu familia y luego te has fugado. ¿No es ésa la verdad?
Musashi se sintió desconcertado.
—¿Cómo puedes tener la desvergüenza de venir a visitar a tus parientes?
—Lamento lo que hice —respondió Musashi—. Pero estoy firmemente decidido a dar cumplida satisfacción a mis antepasados y al pueblo.
—Supongo que no puedes regresar al pueblo, naturalmente. Bien, uno cosecha lo que ha sembrado. ¡Munisai debe de estar llorando en su tumba!
—Llevo aquí demasiado tiempo —dijo Musashi—. Ya he de marcharme.
—¡Ah, no, de ninguna manera! —exclamó Kaname airado—. ¡Vas a quedarte aquí! Si deambulas por esta vecindad no tardarás en verte metido en líos. Esa arisca anciana de la familia Hon'iden se presentó aquí por primera vez hace cosa de medio año, y últimamente ha venido varias veces. Siempre pregunta si has estado aquí e intenta averiguar dónde estás. Te está buscando, desde luego…, para infligirte una terrible venganza.
—Ah, Osugi. ¿Ha estado aquí?
—Ya lo creo. Es ella quien me ha informado de tus andanzas. Si no fueras pariente mío, te ataría y entregaría a ella, pero en estas circunstancias… Sea como fuere, quédate aquí de momento. Lo mejor será que te vayas entrada la noche, para que tu tía y yo no nos veamos en ningún aprieto.
Que sus tíos se hubieran creído a pies juntillas las difamaciones de Osugi era mortificante. Sintiéndose terriblemente solo, Musashi permaneció en silencio, mirando el suelo. Por fin su tía se apiadó de él y le dijo que fuese a otra habitación y se acostara.
Musashi se dejó caer en el suelo y se aflojó las vainas de las espadas. Una vez más le invadió la sensación de que no podía contar con nadie en el mundo más que consigo mismo.
Reflexionó en que tal vez sus tíos le trataban con franqueza y severidad precisamente debido a sus lazos familiares. Aunque poco antes estaba tan airado que deseaba escupir en el umbral y marcharse, ahora adoptó una actitud más caritativa, recordándose que era importante darles el beneficio de toda duda.
Era demasiado ingenuo para juzgar acertadamente a quienes le rodeaban. Si ya fuese rico y famoso, sus sentimientos acerca de los parientes habrían sido apropiados, pero había irrumpido allí procedente del frío y vestido con un kimono andrajoso nada menos que en la vigilia de Año Nuevo. En esas circunstancias no era sorprendente la falta de afecto familiar por parte de sus tíos.
Musashi no tardó en comprenderlo del modo más penoso. Se había tendido, hambriento, con la inocente suposición de que le ofrecerían algo de comer, pero aunque le llegaron los olores de la comida que se estaba cocinando y oyó el ruido de cacerolas y sartenes en la cocina, nadie se acercó a su habitación, donde el parpadeo del fuego en el brasero no era más intenso que el de una luciérnaga. Entonces llegó a la conclusión de que el hambre y el frío eran secundarios. Ahora lo más importante era dormir un poco, y así se dispuso a hacerlo.
Unas cuatro horas más tarde le despertó el sonido de las campanas del templo que señalaban el final del año. Dormir le había sentado bien. Al ponerse en pie, notó que su fatiga había desaparecido y tenía la mente clara y despejada.
En la ciudad y sus alrededores las enormes campanas sonaban con un ritmo lento y majestuoso, indicando el término de la oscuridad y el comienzo de la luz. Ciento ocho repiques por las ciento ocho ilusiones de la vida, y cada repique era una llamada a hombres y mujeres para que reflexionaran sobre la vanidad de sus actos.
Musashi se preguntó cuántas personas podrían decir aquella noche: «He tenido razón. He hecho lo que debía hacer. No tengo ningún remordimiento». En cuanto a él, cada repique le producía un temblor de arrepentimiento. Sólo podía evocar las cosas que había hecho mal durante el último año, y no sólo éste, sino el año anterior y el otro… Todos los años transcurridos habían aportado remordimientos. Ni un solo año había estado desprovisto de ellos.
Desde su limitada perspectiva del mundo, le parecía que uno no tardaría en lamentar cualquier cosa que hiciera. Por ejemplo, los hombres tomaban esposas con la intención de vivir con ellas para siempre, pero con frecuencia más adelante cambiaban de idea. Uno podía perdonar de buen grado las ocurrencias tardías de las mujeres, pero éstas no solían expresar sus quejas, mientras que los hombres lo hacían a menudo. ¿Cuántas veces había oído a hombres que menospreciaban a sus esposas como si fuesen viejas sandalias desechadas?
Por supuesto, Musashi no tenía problemas conyugales, pero había sido víctima de la ilusión, y el remordimiento no era un sentimiento ajeno a él. En aquel mismo momento lamentaba mucho haber ido a casa de su tía. «Ni siquiera ahora estoy libre de mi sentido de dependencia —se decía—. Me digo una y otra vez que debo arreglármelas sin ayuda de nadie, y entonces, de improviso, recurro a alguien. ¡Qué frívolo es esto, qué estúpido!».
Pensó que debía tomar una resolución y ponerla por escrito. Desató su fardo de shugyōsha y sacó un cuaderno hecho de hojas de papel dobladas en cuatro partes y sujetas con tiras de papel en espiral. Solía anotar los pensamientos que se le ocurrían durante su errabundeo, junto con expresiones zen, notas sobre geografía, admoniciones a sí mismo y, de vez en cuando, toscos bocetos de cosas interesantes que veía. Abrió el cuaderno, empuñó el pincel y se quedó mirando la hoja de papel en blanco.
Musashi escribió: «No me arrepentiré de nada».
Aunque anotaba con frecuencia resoluciones, había observado que el mero hecho de ponerlas por escrito servía de poco.
Tenía que repetírselas cada mañana y cada noche, como si fuesen una escritura sagrada. Por ello siempre procuraba elegir palabras que fuesen fáciles de recordar y recitar, como poemas.
Se quedó mirando lo que había escrito y lo cambió para que dijera: «No me arrepentiré de mis acciones». Musitó estas palabras, pero seguían pareciéndole insatisfactorias y volvió a cambiarlas: «No haré nada de lo que pueda arrepentirme».
Satisfecho con este tercer esfuerzo, dejó el pincel a un lado. Aunque había escrito las tres frases con el mismo propósito, era posible que las dos primeras significaran que no se arrepentiría tanto si actuaba bien como mal, mientras que la tercera recalcaba su decisión de actuar de tal manera que fuese innecesario hacerse reproches.
Musashi repitió la resolución para sus adentros, comprendiendo que se trataba de un ideal inalcanzable a menos que disciplinara su corazón y su mente al máximo de su capacidad. Sin embargo, el camino que debía seguir era el del esfuerzo por lograr un estado en el que nada de lo que hiciera le causara remordimientos. «¡Algún día alcanzaré ese estado!», se juró, dispuesto a atesorar ese juramento en lo más profundo de su ser.
Se abrió la puerta corredera a sus espaldas. Era su tía, la cual, con la voz temblorosa, le dijo:
—¡Lo sabía! Algo me dijo que no debería dejar que te quedaras aquí, y ahora ha ocurrido lo que temía. Osugi ha venido y ha visto tus sandalias en el vestíbulo. ¡Está convencida de que te encuentras aquí e insiste en que te llevemos a su presencia! ¡Escucha! Puedes oírla desde aquí. ¡Oh, Musashi, haz algo!
—¿Osugi está aquí? —dijo Musashi, reacio a creer tal cosa.
Pero era indudable: oía la áspera voz de la anciana que se filtraba a través de las rendijas como un viento helado, dirigiéndose a Kaneme de la manera más rígida y altiva.
Osugi había llegado al finalizar los toques de las campanas a medianoche, cuando la tía de Musashi se disponía a sacar agua fresca del pozo para el Año Nuevo. Preocupada por la posibilidad de que la visión de la sangre arruinara su Año Nuevo, no intentó ocultar la irritación que sentía.
—Márchate tan rápido como puedas —le imploró—. Tu tío la retiene insistiendo en que no has estado aquí. Vete ahora, mientras aún hay tiempo.
La mujer recogió su sombrero y el fardo y le condujo a la puerta trasera, donde había dejado un par de calcetines de cuero de su marido junto con unas sandalias de paja.
Mientras se ataba las sandalias, Musashi le dijo tímidamente:
—Perdona que te moleste tanto, pero ¿no podrías darme unas gachas? Esta noche no he comido nada.
—¡Éste no es momento para comer! Pero aquí tienes esto. ¡Y vete de una vez! —Le tendió cinco pastelillos de arroz sobre una hoja de papel blanco.
Musashi se apresuró a aceptarlos y se los llevó a la frente, en un gesto de agradecimiento.
—Adiós —le dijo.
En aquel primer día del alegre Año Nuevo, Musashi bajaba entristecido por el sendero helado. Era un ave invernal con las alas enmohecidas que emprendía el vuelo por un cielo negro. Tenía la sensación de que su cabello y sus uñas se estaban congelando. Lo único que podía ver era el blanco vapor de su aliento, que se trasformaba con rapidez en escarcha sobre el fino vello alrededor de su boca.
—¡Qué frío hace! —exclamó en voz alta.
No le cabía duda de que ni en los Ocho Infiernos Helados haría tanto frío, y se preguntó por qué, cuando él normalmente no hacía caso del frío, lo sentía tan intensamente aquella mañana.
«No se trata sólo de mi cuerpo —se respondió a sí mismo—. Es que estoy frío por dentro, no me he disciplinado apropiadamente. Eso es lo que ocurre. Todavía anhelo aferrarme a un cuerpo cálido, como un bebé, y cedo con demasiada facilidad al sentimentalismo. Como estoy solo, siento lástima de mí mismo y envidio a quienes poseen casas calientes. ¡En el fondo soy infame y mezquino! ¿Por qué no puedo sentirme agradecido por mi independencia y la libertad de ir adonde me plazca? ¿Por qué no puedo aferrarme a mis ideas y mi orgullo?»
Mientras saboreaba las ventajas de la libertad, sus pies doloridos iban calentándose hasta las puntas de los dedos, y su respiración se convertía en vapor. «¡Un hombre errante sin ningún ideal, sin sentir gratitud por su independencia, no es más que un mendigo! ¡La diferencia entre un mendigo y el gran sacerdote errante Saigyō reside en el corazón!».
De repente reparó en un blanco centelleo bajo sus pies: estaba pisando hielo quebradizo. Sin darse cuenta, había llegado a la orilla congelada del río Kamo. Tanto éste como el cielo estaban todavía negros, y aún no había ninguna señal del alba en el este. Los pies de Musashi se detuvieron: de alguna manera le habían llevado sin contratiempo a través de la oscuridad desde la colina Yoshida, pero ahora eran reacios a seguir adelante.
A la sombra del malecón, recogió ramitas, astillas, cualquier cosa que pudiera arder, y luego empezó a raspar su trozo de pedernal. Producir la primera llamita requirió trabajo y paciencia, pero finalmente unas hojas secas prendieron. Con el cuidado de un tallador de madera, empezó a amontonar leña y poco después las llamas crepitaban y el viento las inclinaba hacia el hombre que las había producido, como si quisieran chamuscarle la cara.
Musashi sacó los pastelillos de arroz que le había dado su tía y los tostó uno tras otro en las llamas. Se volvieron marrones y se hincharon como burbujas, recordándole las celebraciones de Año Nuevo en su infancia. Los pastelillos de arroz eran insípidos, pues no habían sido salados ni endulzados, y al masticarlos pensó en el sabor del mundo real que le rodeaba.
«Ésta es mi propia celebración de Año Nuevo», se dijo alegremente. Mientras las llamas le calentaban la cara y se llenaba la boca de comida, la situación empezó a parecerle bastante divertida. «¡Es una buena celebración de Año Nuevo! Si hasta un hombre errante como yo tiene cinco buenos pastelillos de arroz, debe de ser que los cielos conceden que todo el mundo celebre el Año Nuevo de una manera u otra. Tengo las aguas del río Kamo para brindar, y los treinta y seis picos de Higashiyama son mis adornos de pino. Debo limpiar mi cuerpo y esperar las primeras luces del alba.»
A orillas del río helado, se desató el obi y se quitó el kimono y la ropa interior. Entonces se zambulló y, chapoteando como un ave marina, se lavó a conciencia.
Estaba de nuevo en la orilla, secándose vigorosamente, cuando los primeros rayos del sol atravesaron una nube y le caldearon la espalda. Miró hacia la fogata y vio a alguien en pie en el malecón por encima de ella, otra persona errante, distinta por su edad y su aspecto, a quien el destino había llevado hasta allí. Era Osugi.
La anciana también le había visto, y exclamó en su interior: «¡Ahí está! ¡Ahí está ese elemento perturbador!». La mezcla de alegría y temor que se apoderó de ella estuvo a punto de hacerle perder el sentido. Quería llamarle, pero la voz se le quebraba, su cuerpo tembloroso no la obedecía. Se sentó bruscamente a la sombra de un pequeño pino.
«¡Por fin! —se dijo regocijada—. ¡Por fin le he encontrado! El espíritu del tío Gon me ha conducido hasta él». En la bolsa que colgaba de su cintura llevaba un fragmento de los huesos del tío Gon y un mechón de su cabello.
Todos los días, desde su fallecimiento, había hablado con el difunto. «Tío Gon —le decía—, aunque te has ido, no me siento sola. Te quedaste conmigo cuando juré que no regresaría al pueblo sin castigar a Musashi y Otsū, y sigues todavía a mi lado. Puede que hayas muerto, pero tu espíritu siempre me acompaña. Estamos juntos para siempre. ¡Mira a través de la hierba y fíjate en lo que digo! ¡Jamás permitiré que Musashi se quede sin castigo!».
Tan sólo había transcurrido una semana desde la muerte del tío Gon, pero Osugi estaba resuelta a cumplir con la palabra que le había dado hasta que también ella estuviera reducida a cenizas. En los últimos días había intensificado su búsqueda con el furor de la terrible Kishimojin, la cual, antes de que el Buda la convirtiera, había matado a otros niños para alimentar a los suyos que, según se decía, eran quinientos o mil o diez mil.
La primera pista auténtica de Osugi había sido el rumor que circulaba por la calle, según el cual pronto habría un encuentro de esgrima entre Musashi y Yoshioka Seijūrō. La víspera, al anochecer, la anciana fue uno de los primeros espectadores que contemplaron la colocación del cartel en el gran puente de la avenida Gojō. ¡Qué excitación la suya! Lo había leído una y otra vez, diciéndose: «¡Así que la ambición de Musashi finalmente le ha vencido! Va a hacer el payaso, Yoshioka le matará. ¡Ah! Si sucede tal cosa, ¿cómo podré enfrentarme a mis convecinos? Juré que le mataría yo misma. Debo acabar con él antes de que lo haga Yoshioka. ¡He de llevarme esa cara mocosa y alzarla cogida por el pelo para que la vea todo el pueblo!». Entonces había implorado la ayuda de los dioses, los bodhisattvas y sus antepasados.
A pesar de su furor y su odio, había salido decepcionada de la casa de Matsuo. Cuando caminaba por la orilla del río Kamo, al principio creyó que aquella luz era la fogata de un mendigo. Sin ningún motivo en particular, se detuvo en el malecón y esperó. Cuando vio al hombre musculoso y desnudo que salía del agua, ajeno al frío, supo que era Musashi.
Como no llevaba ropa, aquél sería el momento perfecto para cogerle por sorpresa y matarle, pero incluso su viejo y seco corazón no le permitía hacer eso.
Juntó las palmas y ofreció una plegaria de agradecimiento, tal como habría hecho si ya le hubiera cortado la cabeza a Musashi. «¡Qué feliz me siento! Gracias al favor de los dioses y los bodhisattvas, tengo a Musashi ante mis ojos. ¡No podría deberse a un simple azar! Mi fe constante ha sido recompensada. ¡Han puesto a mi enemigo en mis manos!». Hizo una reverencia al cielo, firme en su creencia de que ahora disponía de todo el tiempo del mundo para completar su misión.
El corazón de Osugi le dio un vuelco mientras susurraba: «¡Ahora!».
En aquel preciso momento, Musashi se puso en pie, saltó ágilmente por encima de un charco de agua y caminó a paso vivo por la orilla del río. Osugi, procurando mantenerse en las sombras, se apresuró a lo largo del malecón.
Los tejados y puentes de la ciudad empezaron a formar suaves contornos blancos en la niebla matinal, pero las estrellas seguían cernidas en el cielo y la zona a lo largo del pie de Higashiyama estaba negra como la tinta. Cuando Musashi llegó al puente de madera en la avenida Sanjō, pasó por debajo y reapareció al otro lado, dando largas y viriles zancadas por el malecón. En varias ocasiones Osugi estuvo a punto de llamarle, pero se retuvo.
Musashi sabía que la mujer estaba detrás de él, pero también sabía que, si se daba la vuelta, se le acercaría lanzando improperios y él se vería obligado a recompensar su esfuerzo con alguna clase de defensa, al tiempo que procuraba no hacerle daño. «¡Un adversario temible!», se dijo. Si todavía fuese Takezō y estuviera en el pueblo, no habría dudado en derribarla y emprenderla a golpes con ella hasta que escupiera sangre, pero, naturalmente, ya no podía hacer tal cosa.
En realidad tenía más derecho a odiarla que ella a él, pero quería hacerle ver que su sentimiento hacía él se debía a un terrible malentendido. Estaba seguro de que si podía explicarle lo ocurrido, ella dejaría de considerarle como su eterno enemigo. Pero como la mujer acarreaba su rencor enconado desde hacía tantos años, no era probable que Musashi pudiera convencerla ahora, aunque se lo explicara un millar de veces. Existía una única posibilidad: por testaruda que fuese, desde luego creería a Matahachi. Si su propio hijo le contaba exactamente lo sucedido antes y después de la batalla de Sekigahara, ya no podría considerar a Musashi como un enemigo de la familia Hon'iden, y no digamos el raptor de la novia de su hijo.
Se estaba aproximando al puente, que se encontraba en una zona que floreció a fines del siglo XII, cuando la familia Taira se encontraba en el apogeo de su prosperidad. Incluso después de las guerras del siglo XV, había seguido siendo uno de los más populosos sectores de Kyoto. El sol empezaba a alcanzar las fachadas y los jardines, donde todavía eran visibles las marcas dejadas la noche anterior por los rastrillos de bambú, pero a aquella hora temprana todavía no estaba abierto ningún portal.
Osugi veía las huellas de las pisadas de Musashi en la tierra, unas huellas que también eran objeto de su desprecio. Cien varas más, luego cincuenta…
—¡Musashi! —gritó la anciana. Apretando los puños, adelantó la cabeza y echó a correr hacia él—. ¡Demonio maligno! ¿Es que no tienes oídos?
Musashi no miró atrás.
Osugi siguió corriendo. A pesar de sus muchos años, su determinación que desafiaba a la muerte prestaba a sus pasos una cadencia valerosa y masculina. Musashi seguía dándole la espalda, mientras su mente trabajaba de un modo febril, tratando de idear un plan de acción.
De repente la mujer se puso delante de él.
—¡Detente! —le gritó estremecida. Estaba tan flaca que parecía un esqueleto tembloroso. Permaneció inmóvil un momento, reteniendo el aliento y acumulando saliva en la boca.
Sin ocultar una expresión resignada, Musashi le dijo con la mayor naturalidad posible:
—¡Vaya, si es la viuda Hon'iden! ¿Qué estás haciendo aquí?
—¡Perro insolente! ¿Por qué no habría de estar aquí? Soy yo quien debería preguntarte eso. ¡Dejé que te escaparas en la colina Sannen, pero hoy tendré tu cabeza!
Su delgado cuello le daba un aspecto de gallo de pelea, y su voz estridente, que parecía como si quisiera quitar bruscamente de en medio sus dientes protuberantes, era más temible para Musashi que un grito de batalla.
El temor que la anciana le inspiraba radicaba en ciertos recuerdos de su infancia, las ocasiones en que Osugi le había sorprendido con Matahachi haciendo alguna diablura en la parcela de moreras o en la cocina de la casa de Hon'iden. Entonces tenía ocho o nueve años, la edad en que los dos chiquillos siempre estaban haciendo travesuras, y todavía recordaba con claridad los gritos de Osugi. Él había huido aterrado, con el corazón en la garganta, y esos recuerdos le hacían temblar. En aquel tiempo la consideraba como una vieja bruja odiosa, de mal temple, e incluso ahora le guardaba rencor por haberle traicionado cuando regresó al pueblo después de la batalla de Sekigahara. Curiosamente, también se había acostumbrado a considerarla como una persona a la que nunca podría imponerse. No obstante, con el paso del tiempo sus sentimientos hacia la anciana se habían suavizado.
A Osugi le ocurría todo lo contrario. No podía desembarazarse de la imagen de Takezō, el detestable y revoltoso arrapiezo al que conocía desde su más tierna infancia, el chiquillo mocoso y con llagas en la cabeza, de brazos y piernas tan largos que parecían deformes. No es que fuese ajena al paso del tiempo. Ahora era una anciana y lo sabía, mientras que Musashi era un adulto. Pero no podía vencer el impulso de tratarle como a un golfillo malévolo. Cuando pensaba en cómo la había avergonzado aquel chiquillo… ¡Venganza! No se trataba tan sólo de justificarse ante el pueblo, sino que necesitaba ver a Musashi en la tumba antes de que ella acabara en la suya propia.
—¡No hay necesidad de hablar! —chilló—. ¡Dame tu cabeza o prepárate para sentir en tus carnes la hoja de mi espada! ¡Prepárate, Musashi! —Se limpió los labios con los dedos, se escupió en la mano izquierda y cogió su espada.
Existía un proverbio sobre una mantis religiosa que atacó el carruaje imperial. Sin duda debió de haberse inventado para describir a la cadavérica Osugi con sus piernas zanquivanas atacando a Musashi. Parecía exactamente una mantis: los ojos, la piel, su postura absurda, todo era idéntico. Y mientras Musashi se mantenía en guardia, mirando a la anciana que se le acercaba como podría mirar a un niño jugando, sus hombros y su pecho le proporcionaban la invencibilidad de un macizo carruaje de hierro.
Pese a la incongruencia de la situación, no podía reírse, pues de improviso se sentía lleno de conmiseración.
—¡Vamos, abuela, espera! —le rogó, cogiéndola del codo con firmeza.
—¿Qu…, qué estás haciendo? —replicó ella. La sorpresa hacía temblar su brazo impotente y su dentadura—. ¡Co…, co…, cobarde! —tartamudeó—. ¿Crees acaso que puedes disuadirme? Pues bien, he visto cuarenta veces más que tú el Año Nuevo, y no puedes engañarme. ¡Recibe tu castigo!
La piel de Osugi tenía el color de la arcilla roja, y su voz rebosaba desesperación.
Musashi asintió vigorosamente.
—Te comprendo —le dijo—. Sé cómo te sientes. Tienes el espíritu de lucha de la familia Hon'iden, es indudable. Veo que corre por tus venas la misma sangre del primer Hon'iden, el que sirvió con tanto valor a las órdenes de Shimmen Munetsura.
—¡Suéltame de una vez! No estoy dispuesta a escuchar los halagos de un hombre tan joven que podría ser mi nieto.
—Cálmate. La temeridad es impropia de una anciana como tú. Tengo algo que decirte.
—¿Tu última manifestación antes de morir?
—No, quiero explicarte lo ocurrido.
—¡No deseo oír tus explicaciones! —replicó la anciana, irguiéndose.
—En ese caso, voy a tener que quitarte la espada, y cuando Matahachi se presente podrá explicártelo todo.
—¿Matahachi?
—Sí. La primavera pasada le envié un mensaje.
—Ya. ¿De modo que hiciste eso?
—Le dije que nos encontraríamos aquí la mañana del día de Año Nuevo.
—¡Eso es mentira! —gritó Osugi, sacudiendo vigorosamente la cabeza—. ¡Deberías estar avergonzado, Musashi! ¿No eres el hijo de Munisai? ¿No te enseñó él que cuando llega la hora de morir has de hacerlo como un hombre? Éste no es momento para jugar con palabras. Mi vida entera está detrás de esta espada, y tengo el apoyo de los dioses y bodhisattvas. ¡Si te atreves a enfrentarte a ella, hazlo! —Se zafó de él con un brusco tirón y exclamó—: ¡Salve el Buda! —Desenvainó la espada, la agarró con ambas manos y arremetió contra el pecho de Musashi.
Él la esquivó.
—¡Cálmate, abuela, por favor!
Cuando él le dio unas palmaditas en la espalda, la mujer gritó y giró sobre sus talones. Mientras se preparaba para atacar, invocó el nombre de Kannon.
—¡Alabada sea Kannon Bosatsu! —exclamó dos veces, y atacó de nuevo.
En el momento en que pasaba por su lado, Musashi le agarró la muñeca.
—Si sigues portándote así vas a terminar extenuada. Mira, el puente está ahí mismo. Vente conmigo.
Volviendo la cabeza por encima del hombro, Osugi mostró los dientes y frunció los labios:
—¡Puf! —exclamó, y soltó un escupitajo con todo el aliento que le quedaba.
Musashi la soltó y se hizo a un lado, restregándose el ojo izquierdo, que le ardía como alcanzado por una chispa. Miró la mano con que se lo había tocado y no vio sangre en ella, pero no podía abrir el ojo. Al verle desprevenido, Osugi le atacó con renovada fuerza, invocando de nuevo el nombre de Kannon. Descargó dos, tres golpes. Al tercero, preocupado como estaba por el ojo, él se limitó a agachar ligeramente el tronco. La espada le desgarró la manga y produjo un rasguño en el antebrazo.
Cayó un jirón de la manga, dando a Osugi la oportunidad de ver sangre en el forro blanco.
—¡Le he herido! —gritó extasiada, agitando frenéticamente la espada.
Estaba tan orgullosa como si hubiera derribado un gran árbol de un solo tajo, y el hecho de que Musashi no contraatacara no disminuía en modo alguno su júbilo. Siguió gritando el nombre de la Kannon del Kiyomizudera, pidiendo a la deidad que bajara a la tierra.
Presa de un ruidoso frenesí, corrió a su alrededor, atacándole por delante y detrás. Musashi se limitó a moverse a un lado y otro para evitar sus golpes.
El ojo le molestaba, y sentía escozor en el rasguño del brazo. Aunque había visto venir el golpe, no se había movido con suficiente rapidez para evitarlo. Jamás hasta entonces nadie le había llevado ventaja ni le había herido, ni siquiera levemente, y como no se había tomado en serio el ataque de Osugi, la cuestión de quién sería el vencedor y quién el derrotado no había pasado por su mente.
Pero ¿no era cierto que, al no tomar en serio a la mujer, había permitido que le hiriera? Según El arte de la guerra, por muy superficial que fuese la herida, era evidente que había sido vencido. La fe de la anciana y la punta de su espada habían puesto en evidencia su falta de madurez.
«Estaba equivocado», se dijo. Consciente de que la inacción era un disparate, dio un salto, apartándose de la espada que le atacaba, y golpeó fuertemente a Osugi en la espalda. La espada se desprendió de su mano y salió volando, y la anciana cayó espatarrada al suelo.
Musashi recogió la espada con la mano izquierda, mientras con la derecha levantaba a Osugi y la mantenía alzada del suelo y sujeta bajo el brazo.
—¡Suéltame! —gritó ella, golpeando el aire con las manos—. ¿Es que no hay dioses? ¿No hay bodhisattvas? ¡Ya le he herido una vez! ¿Qué voy a hacer? ¡Musashi! ¡No me avergüences así! ¡Córtame la cabeza! ¡Mátame ahora mismo!
Mientras Musashi, prietos los labios, seguía su camino con la mujer, que se debatía bajo el brazo, ésta continuaba su ronca protesta:
—¡Es la suerte de la guerra! ¡Es el destino! ¡Si tal es la voluntad de los dioses, no seré cobarde!… Cuando Matahachi se entere de que el tío Gon murió y yo sucumbí tratando de vengarme, él se alzará encolerizado y nos vengará a ambos. Será una buena medicina para él. ¡Mátame, Musashi! ¡Mátame ahora mismo!… ¿Qué estás haciendo? ¿Intentas añadir ignominia a mi muerte? ¡Detente! ¡Córtame ya la cabeza!
Musashi no le prestaba atención, pero cuando llegó al puente empezó a preguntarse qué iba a hacer con ella.
Entonces tuvo una inspiración. En la orilla del río había una barca amarrada a uno de los embarcaderos del puente. Bajó allí y depositó suavemente a la anciana en la pequeña nave.
—Ahora sé paciente y quédate aquí un rato. Matahachi no tardará en venir.
—¿Qué estás haciendo? —gritó ella, tratando de apartar las manos de Musashi y las esteras de junco en el fondo de la barca al mismo tiempo—. ¿Qué importa si Matahachi va a venir aquí? ¿Qué te hace creer que vendrá? Sé lo que te propones. No te das por satisfecho tan sólo con matarme, sino que además quieres humillarme.
—Piensa lo que quieras. No pasará mucho tiempo antes de que sepas la verdad.
—¡Mátame!
—¡Ja, ja, ja!
—¿Qué tiene eso de divertido? ¡No te será difícil cortar este viejo cuello de un solo tajo!
A falta de una manera mejor de mantenerla quieta, Musashi la ató a la quilla elevada de la barca. Luego envainó la espada de la anciana y la depositó a su lado.
Cuando empezó a marcharse, ella se mofó:
—¡Musashi! ¡No creas que comprendes el Camino del Samurái! Vuelve aquí y te enseñaré.
—Luego.
Echó a andar por el malecón, pero la mujer armaba tanto escándalo, que hubo de regresar y amontonar encima de ella varias esteras.
El sol, enorme y rojo, flameó por encima de Higashiyama. Musashi contempló fascinado la ascensión del astro, sintiendo que sus rayos atravesaban las profundidades de su ser. Su talante se volvió reflexivo, y pensó que sólo una vez al año, cuando aquel nuevo sol se levantaba, el gusanillo del yo que mantiene al hombre apegado a sus nimios pensamientos tiene ocasión de fundirse y desvanecerse bajo esa luz esplendorosa. Inundaba a Musashi la alegría de estar vivo.
Regocijado, gritó al amanecer radiante:
—¡Todavía soy joven!