La mariposa en invierno

Akemi salió sigilosamente de la posada de Sumiyoshi sin decir nada a nadie. Se sentía como un pájaro liberado de su jaula, pero aún no se había recuperado lo suficiente de su roce con la muerte para volar demasiado alto. Las cicatrices dejadas por la violencia de Seijūrō no desaparecerían fácilmente. Éste había destrozado su sueño de entregarse sin mancha al hombre verdaderamente amado.

A bordo de la embarcación que remontaba el curso del Yodo hacia Kyoto, la muchacha sentía que toda el agua del río no equivaldría a las lágrimas que deseaba verter. Pasaban por su lado otras embarcaciones de remo, cargadas de adornos y suministros para la celebración del Año Nuevo, y ella las contemplaba y se decía: «Ahora, aunque llegara a encontrar a Musashi…». Lágrimas de aflicción se desprendieron de sus ojos. Nadie podría haber sabido jamás con cuánta ansiedad e ilusión había esperado la mañana del Año Nuevo, cuando ella le encontrara en el gran puente de la avenida Gojō.

Su añoranza de Musashi se había hecho más profunda e intensa. El hilo del amor se había alargado y ella lo había enrollado en una madeja dentro de su pecho. En el transcurso de los años, había ido devanando el hilo a base de recuerdos lejanos y fragmentos de rumores, enrollándolo en aquella bola para hacerlo cada vez mayor. Hasta pocos días antes, había atesorado sus sentimientos juveniles, llevándolos consigo como una fresca flor silvestre de las laderas del monte Ibuki. Ahora la flor en su interior estaba aplastada. Aunque era improbable que alguien más supiera lo que había ocurrido, imaginaba que todo el mundo la miraba y lo sabía.

En Kyoto, bajo la luz menguante del crepúsculo, Akemi caminó entre los sauces sin hojas y las pagodas en miniatura de Teramachi, cerca de la avenida Gojō. Parecía tan herida y desamparada como una mariposa en invierno.

—¡Eh, guapa! —le dijo un hombre—. Tienes suelto el cordón del obi. ¿Quieres que te lo ate?

Era delgado, vestía pobremente y hablaba de un modo grosero, pero llevaba las dos espadas de un samurái.

Akemi no le había visto nunca, pero los parroquianos de las tabernas en la vecindad podrían haberle dicho que se llamaba Akakabe Yasoma y que en las noches de invierno deambulaba por las calles de los barrios bajos sin hacer nada. Sus desgastadas sandalias de paja batieron contra las plantas de sus pies cuando corrió en pos de Akemi y recogió el extremo suelto del cordón de su obi.

—¿Qué estás haciendo sola en este lugar desierto? No creo que seas una de esas locas que salen en las farsas kyōgen, ¿verdad? Tienes una cara bonita. ¿Por qué no te arreglas un poco el pelo y paseas como las demás chicas? —Akemi siguió andando, fingiendo carecer de oídos, pero Yasoma confundió esta actitud con timidez—. Pareces una chica de ciudad. ¿Qué has hecho? ¿Has huido de casa? ¿O tienes un marido del que intentas escapar?

Akemi no le respondió.

—Deberías tener cuidado. Una chica bonita como tú, deambulando como aturdida y con aspecto de tener alguna dificultad… No sabes lo que te podría ocurrir. Aquí no tenemos la clase de ladrones y rufianes que antes vagaban alrededor de Rashōmon, pero hay muchos saqueadores, y se les hace la boca agua cuando ven una mujer. Y también hay vagabundos y tipos que compran y venden mujeres.

Aunque Akemi no decía una sola palabra, Yasoma insistía, respondiendo a sus propias preguntas cuando era necesario.

—Es muy peligroso, de veras. Dicen que ahora venden en Edo mujeres de Kyoto por unos precios muy altos. Hace mucho tiempo, llevaban mujeres desde aquí a Hiraizumi, en el nordeste, pero ahora su destino es Edo. Y eso se debe a que el segundo shōgun, Hidetada, está construyendo la ciudad tan rápido como puede. Ahora todos los burdeles de Kyoto están abriendo allí sucursales.

Akemi guardaba silencio.

—Destacarías en cualquier parte, así que deberías andarte con cuidado. Si no vigilas, podrías toparte con algún canalla. ¡Es terriblemente peligroso!

La muchacha ya estaba harta. Echando las mangas sobre los hombros, con un gesto colérico, se volvió al hombre e hizo un fuerte sonido siseante para que se callara.

Yasoma se limitó a reír.

—¿Sabes? Creo que realmente estás loca.

—¡Calla y márchate!

—Bueno, ¿no lo estás?

—¡El loco eres tú!

—¡Ja, ja, ja! Eso lo demuestra. Estás loca. Lo siento por ti.

—¡Si no me dejas en paz, te tiraré una piedra!

—Vamos, mujer, no quieres hacer eso, ¿no es cierto?

—¡Vete de aquí, bestia!

Su apariencia orgullosa enmascaraba el terror que en realidad sentía. Tras gritar a Yasoma, echó a correr hacia un campo de miscanthus, donde en otro tiempo se alzó la mansión del señor Komatsu y su jardín lleno de faroles de piedra. Le pareció nadar a través de las altas hierbas oscilantes.

—¡Espera! —le gritó Yasoma, yendo tras ella como un perro de caza.

Por encima de la colina Toribe se alzó la luna, cuyo aspecto era el de la sonrisa salvaje de una diablesa.

No había nadie en las inmediaciones. Las personas más cercanas estaban a unas trescientas varas. Era un grupo que descendía lentamente por una ladera, pero no habrían acudido a rescatarla aun cuando hubieran oído sus gritos, pues regresaban de un funeral. Vestidos con blancas ropas de luto y sombreros atados con cintas blancas, llevaban los rosarios en las manos. Algunos todavía lloraban.

De repente, Akemi recibió un fuerte empujón desde atrás, tropezó y cayó.

—Oh, perdona —le dijo Yasoma, y se echó encima de ella, sin dejar de disculparse—. ¿Te he hecho daño? —le preguntó solícitamente, abrazándola.

Desbordante de ira, Akemi abofeteó el rostro barbudo, pero eso no desconcertó al hombre. Incluso pareció gustarle. Se limitó a entrecerrar los ojos y sonreír mientras ella le pegaba. Entonces la abrazó con más fuerza y restregó su cuello contra el de ella. La barba era para Akemi como un millar de agujas clavándose en su piel. Apenas podía respirar. Mientras le arañaba desesperadamente, una de sus uñas le rasgó el interior de una fosa nasal, produciendo un arroyo de sangre. Pero Yasoma no aflojó la férrea presa de sus brazos.

La campana en la Sala de Amida que estaba en la colina Toribe sonaba de un modo fúnebre, expresando el lamento por la impermanencia de todas las cosas y la vanidad de la vida. Pero su sonido no impresionaba a los dos mortales que forcejeaban y cuyos movimientos hacían oscilar con violencia los marchitos miscanthus.

—Cálmate, deja de pelear —le suplicó él—. No has de temer nada. Te haré mi novia. Eso te gustaría, ¿eh?

—¡Sólo quiero morir! —gritó Akemi. La aflicción que contenía su voz sobresaltó a Yasoma.

—¿Por qué? ¿Qu…, qué te ocurre? —tartamudeó.

En su posición agazapada, con las manos, las rodillas y el pecho muy juntos, Akemi parecía un capullo de sazanka. Yasoma empezó a consolarla y lisonjearla, confiando en que una vez calmada se rendiría. No debía de ser la primera vez que se encontraba en una situación semejante. Más bien parecía agradarle, pues su cara brillaba de placer, sin que perdiera su aspecto amenazante. No tenía ninguna prisa. Lo mismo que un gato, disfrutaba jugando con su víctima.

—No llores —le dijo—. No hay ningún motivo para llorar. —La besó en una oreja y siguió diciendo—: Debes de haber estado con un hombre antes de ahora. A tu edad, no puedes ser inocente.

¡Seijūrō! Akemi recordó lo sofocada y angustiada que estuvo en la ocasión anterior, y cómo el marco de la puerta corredera se empañó ante sus ojos.

—¡Espera! —le dijo.

—¿Que espere? Muy bien, esperaré —dijo él, confundiendo por pasión el calor de su cuerpo febril—. Pero no trates de escapar o me enfadaré.

Soltando un áspero gruñido, ella torció los hombros y se zafó de la mano del hombre. Mirándole furibunda, se levantó lentamente.

—¿Qué intentas hacerme?

—¡Ya sabes lo que quiero!

—Crees que puedes tratar a las mujeres como si fueran imbéciles, ¿eh? ¡Todos los hombres lo hacéis! Pues bien, soy una mujer, pero tengo temple. —La sangre le rezumaba del labio, donde se había hecho un rasguño con una hoja de miscanthus. Mordiéndose el labio, se echó a llorar de nuevo.

—Hablas de una manera muy extraña. ¿Qué otra cosa puedes ser si no una loca?

—¡Digo lo que me da la gana! —gritó ella.

Empujándole el pecho con todas sus fuerzas, echó a correr entre los miscanthus, que se extendían hasta donde alcanzaba su vista a la luz de la luna.

—¡Me mata! ¡Socorro! ¡Me mata!

Yasoma se abalanzó tras ella. Antes de que Akemi hubiera dado diez pasos, la atrapó y derribó de nuevo. Las blancas piernas de la muchacha eran visibles bajo el kimono, el cabello le caía alrededor de la cara, y yacía con la mejilla contra el suelo. Su kimono estaba entreabierto, y el viento frío rozaba sus blancos senos.

Cuando Yasoma estaba a punto de saltar sobre ella, algo muy duro aterrizó en las proximidades de una de sus orejas. Se le nubló la vista y gritó de dolor. Cuando se volvía para ver qué era aquello, el objeto duro se estrelló contra su cabeza. Esta vez difícilmente pudo sentir dolor, pues perdió el conocimiento de inmediato y cayó, su cabeza moviéndose como la de un tigre de papel. El hombre que le había atacado, un sacerdote mendicante, estaba al lado del cuerpo derribado y boquiabierto. Sostenía el shakuhachi con el que le había golpeado.

—¡El maldito bruto! —exclamó—. Pero ha caído con más facilidad de lo que esperaba.

El sacerdote miró a Yasoma durante un rato, preguntándose si no sería más piadoso matarle de una vez. Lo más probable era que, si recobraba la conciencia, nunca volviera a estar en su sano juicio.

Akemi miraba a su salvador sin comprender. Aparte del shakuhachi, no había nada que le identificara como un sacerdote. A juzgar por las ropas sucias y la espada que le colgaba a un costado, podría haber sido un samurái empobrecido o incluso un mendigo.

—Ya ha pasado todo —le dijo—. No tienes que preocuparte más.

Akemi se recobró de su aturdimiento, le dio las gracias y empezó a alisarse el cabello y el kimono. Pero al escudriñar la oscuridad que la rodeaba sus ojos seguían llenos de temor.

—¿Dónde vives? —le preguntó el sacerdote.

—¿Eh? Vivir…, ¿quieres decir dónde está mi casa?

La muchacha se cubrió el rostro con las manos. Entre sollozos intentó responder a las preguntas del sacerdote, pero no podía sincerarse con él. Parte de lo que le decía era cierto… Su madre era distinta a ella, su madre trataba de intercambiar su cuerpo por dinero, ella había huido de Sumiyoshi… Pero todo lo demás lo improvisó.

—Preferiría morir que volver a casa —se quejó—. ¡He tenido que aguantar tanto de mi madre! ¡Me ha avergonzado de tantas maneras! Imagínate, incluso de pequeña tenía que ir al campo de batalla y robar objetos a los soldados muertos.

Temblaba de odio hacia su madre. Aoki Tanzaemon la ayudó a recorrer una pequeña hondonada, donde reinaba el silencio y el viento no era tan frío. Llegaron a un templete en ruinas. El sacerdote sonrió y le dijo:

—Aquí es donde vivo. No es mucho, pero me gusta.

Aunque no se le ocultaba que sus palabras eran un poco groseras, Akemi no pudo evitar preguntarle:

—¿Dices en serio que vives aquí?

Tanzaemon empujó una puerta con rejilla e hizo una señal a Akemi para que entrara. La muchacha titubeó.

—Dentro se está más caliente de lo que puedas pensar —dijo él—. Todo lo que tengo para cubrir el suelo son unas delgadas esterillas de paja, pero de todos modos eso es mejor que nada. ¿Temes que yo pueda ser como ese bruto?

Akemi sacudió la cabeza en silencio. Tanzaemon no la asustaba, intuía que era un buen hombre y, en cualquier caso, era mayor, debía de tener más de cincuenta años. Su aprensión se debía a la suciedad del templete y el olor que despedían el cuerpo y las ropas de Tanzaemon. Pero no tenía ningún otro lugar adonde ir. No quería ni pensar en lo que podría ocurrir si Yasoma o alguien como él la encontraba. Y su frente ardía de fiebre.

—¿No seré una molestia para ti? —le preguntó mientras subía los escalones.

—En absoluto. A nadie le importará que te quedes aquí durante meses si lo deseas.

El interior del edificio estaba negro como la pez, y era la clase de ambiente preferido por las ratas.

—Espera un momento —le dijo Tanzaemon.

Akemi oyó el sonido de metal contra pedernal, y poco después una pequeña lámpara, que debía de haber sido recogida entre las basuras, arrojó una luz débil. La muchacha miró a su alrededor y vio que aquel hombre extraño tenía allí almacenadas las cosas básicas de una vivienda: una o dos cacerolas, algunos platos, una almohada de madera y varias esterillas de paja. El sacerdote le dijo que le prepararía unas gachas de alforfón y empezó a trajinar con un brasero de barro roto. Primero colocó un poco de carbón, luego unas astillas y, tras producir unas chispas, sopló hasta lograr una llama.

«Es un viejo amable», pensó Akemi. Mientras empezaba a sentirse más tranquila, el lugar ya no le parecía tan sucio.

—Bueno, ya está —dijo el sacerdote—. Pareces febril, y has dicho que estabas cansada. Probablemente te has resfriado. ¿Por qué no te acuestas un rato hasta que la comida esté lista?

—Le indicó una yacija improvisada, hecha con esterillas de paja y sacos de arroz.

Akemi extendió unos papeles que tenía consigo sobre la almohada de madera y, musitando una disculpa por descansar mientras él trabajaba, se tendió. Para cubrirse disponía de los restos en jirones de una red mosquitera. Empezó a taparse, pero al mover la red un animal de ojos brillantes saltó de debajo y dio un brinco por encima de su cabeza. Akemi gritó y escondió el rostro en la yacija.

Tanzaemon estaba más sorprendido que Akemi. Dejó caer el saco del que sacaba la harina que vertía en el agua, derramando la mitad sobre sus rodillas.

—¿Qué ha sido eso? —gritó.

Akemi, ocultando todavía el rostro, respondió:

—No lo sé. Parecía más grande que una rata.

—Probablemente era una ardilla. A veces acuden, cuando huelen comida. Pero no la veo por ninguna parte.

Akemi alzó ligeramente la cabeza y exclamó:

—¡Ahí está!

—¿Dónde?

Tanzaemon se irguió y volvió la cabeza. Encaramado sobre la barandilla del santuario interior, de donde la estatua de Buda desapareciera mucho tiempo atrás, había un mono pequeño, agazapado y temeroso bajo la dura mirada de Tanzaemon.

El sacerdote estaba perplejo, pero el mono parecía haber decidido que no tenía nada que temer. Tras recorrer varias veces arriba y abajo la barandilla de color bermellón desvaído, volvió a sentarse y, levantando la cara, que era como un melocotón peludo, se puso a parpadear.

—¿De dónde crees que ha salido? ¡Aja! Ya lo veo. Debe de haber esparcida por ahí una buena cantidad de arroz. —Se acercó al animal, pero éste se anticipó a sus movimientos y de un salto se escondió en el santuario—. Es listo, el pequeño demonio. Si le damos algo de comer, probablemente no hará ninguna trastada. Dejémosle en paz. —Sacudiéndose la harina de las manos, volvió a sentarse ante el brasero—. No hay nada que temer, Akemi. Descansa un poco.

—¿Crees que se comportará?

—Sí, no es salvaje. Debe de pertenecer a alguien. No tienes que preocuparte. ¿Estás lo bastante caliente?

—Sí.

—Entonces duerme. Ése es el mejor remedio contra un resfriado.

Puso más harina en el agua y agitó las gachas con unos palillos. Ahora el fuego ardía vivamente, y mientras la mezcla se calentaba, empezó a cortar unas cebolletas. La tabla que usaba era la superficie de una vieja mesa y el cuchillo una pequeña daga oxidada. Sin lavarse las manos, recogió las cebolletas cortadas, las puso en un cuenco de madera y luego quitó los restos de la tabla de cortar, convirtiéndola en una bandeja.

El vapor de la cacerola burbujeante calentó poco a poco la estancia. Sentado con los brazos alrededor de sus piernas largas y delgadas, el ex samurái contemplaba el caldo con avidez. Parecía feliz y ansioso, como si el recipiente que hervía ante él contuviera el placer más refinado de la humanidad.

La campana del templo Kiyomizu sonó como cada noche. La austeridad del invierno, que duraba treinta días, había finalizado, y el Año Nuevo era inminente, pero como siempre que el año se aproximaba a su final, la carga en las almas de la gente parecía hacerse más pesada. Hasta altas horas de la noche los suplicantes hacían sonar los diminutos gongs sobre la entrada del templo mientras se inclinaban para orar, y los cánticos quejumbrosos que invocaban la ayuda de Buda se sucedían monótonamente.

Mientras Tanzaemon removía lentamente las gachas para impedir que se quemaran, reflexionaba: «Estoy recibiendo mi castigo y expío mis pecados, pero ¿qué habrá sido de Jōtarō?… El niño no hizo nada censurable. Oh, Kannon bendita, te ruego que castigues al padre por sus pecados, pero mira con generosa misericordia al hijo…».

De súbito un grito interrumpió su plegaria:

—¡Bestia!

Con los ojos todavía cerrados por el sueño y el rostro apretado contra la almohada de madera, Akemi estaba llorando amargamente. Siguió delirando hasta que el sonido de su voz la despertó.

—¿Hablaba en sueños? —preguntó.

—Sí, me has sobresaltado —replicó Tanzaemon, el cual acudió a su lado y le secó la frente con un trapo frío—. Estás sudando mucho. Debe de ser por la fiebre.

—¿Qué…, qué he dicho?

—Pues muchas cosas.

—¿Qué clase de cosas? —El rostro febril de Akemi enrojeció más a causa de la turbación, y tiró de la red mosquitera para cubrírselo.

Sin responderle directamente, Tanzaemon le dijo:

—Hay un hombre al que quisieras maldecir, ¿no es cierto, Akemi?

—¿He dicho eso?

—Humm. ¿Qué ocurrió? ¿Te abandonó?

—No.

—Comprendo —dijo él, llegando a su propia conclusión.

Akemi se irguió en la yacija.

—Oh, ¿qué debería hacer ahora? ¿Quieres decírmelo?

Se había jurado a sí misma que nunca revelaría su vergüenza secreta a nadie, pero la cólera y la tristeza, unidas a la sensación de pérdida encerrada en su interior, eran excesivas para soportarlas a solas. Apoyada en la rodilla de Tanzaemon, le contó todo lo ocurrido, sollozando y gimiendo a lo largo del relato.

—¡Quiero morir! —exclamó quejumbrosa al finalizar—. ¡Déjame morir!

La respiración de Tanzaemon se hizo más cálida. Hacía mucho tiempo que no había estado tan cerca de una mujer, y su aroma le quemaba el olfato y los ojos. Los deseos carnales, que creía haber superado, empezaron a crecer, como si recibieran un influjo de sangre cálida, y su cuerpo, hasta entonces tan poco vibrante como un árbol estéril y seco, adquirió nueva vida. Recordó algo que ya había olvidado: que tenía pulmones y corazón debajo de las costillas.

—Humm —musitó—. De modo que Yoshioka Seijūrō es esa clase de hombre.

Sintió un odio profundo hacia Seijūrō. No se trataba sólo de indignación, sino que una especie de celos le tensaron los hombros, como si una hija suya hubiera sido violada. Mientras Akemi sollozaba sobre su rodilla, experimentó una sensación de intimidad, y en su semblante apareció una expresión perpleja.

—Vamos, vamos, no llores. Tu corazón sigue siendo casto. No es como si hubieras permitido que ese hombre te hiciera el amor, ni como si le hubieras correspondido. Lo importante para una mujer no es su cuerpo sino su corazón, y la castidad es asunto del ser interior. Incluso cuando una mujer no se entrega a un hombre, si le contempla con lujuria se vuelve, por lo menos mientras dura el sentimiento, impura y sucia.

Esas palabras abstractas no consolaban a Akemi, cuyas cálidas lágrimas humedecían el kimono del sacerdote y seguía diciendo que quería morir.

—Vamos, deja de llorar —repitió Tanzaemon, dándole unas palmaditas en la espalda.

Pero el temblor de su blanco cuello no despertaba en él una auténtica compasión. Aquella piel suave, de olor tan dulce, ya le había sido robada por otro hombre.

Al observar que el mono se había aproximado a la cacerola y estaba comiendo, el sacerdote apartó bruscamente la cabeza de Akemi, agitó el puño y maldijo al animal. No había la menor duda de que la comida era más importante para él que el sufrimiento de una mujer.

A la mañana siguiente Tanzaemon anunció que iba al pueblo con su escudilla de mendigo.

—Quédate aquí durante mi ausencia —dijo a la muchacha—. Tengo que recoger algún dinero para comprarte medicina, y luego necesitaremos arroz y aceite para comer algo caliente.

Su sombrero no era hondo y de juncos tejidos, como el de la mayoría de los sacerdotes itinerantes, sino un sombrero ordinario de bambú, y sus sandalias de paja, desgastadas y con los tacones hendidos, raspaban el suelo cuando el hombre arrastraba los pies. Todo en él era desaliñado, no sólo su mostacho. Sin embargo, aunque era un espantapájaros ambulante, tenía la costumbre de salir a mendigar todos los días, a menos que lloviera.

Como no había pasado una buena noche, aquella mañana estaba semidormido. Akemi, tras desahogarse llorando y contando sus penas, se tomó las gachas, que le hicieron sudar copiosamente, y durmió como un tronco el resto de la noche. En cambio él no pudo cerrar los ojos hasta el alba. Incluso mientras caminaba bajo el brillante sol matinal, la causa de su insomnio le acompañaba. No podía quitársela de la mente.

«Tiene más o menos la misma edad de Otsū —se decía—, pero su temperamento es del todo distinto. Otsū tiene gracia y refinamiento, pero hay algo frío en ella. Akemi es atractiva tanto si ríe como si llora o hace pucheros.»

Los sentimientos juveniles despertados en las células desecadas de Tanzaemon por los fuertes rayos del encanto de Akemi le hacían tener aguda conciencia de su edad. Durante la noche, cuando la miraba solícitamente cada vez que ella se movía en su sueño, una advertencia diferente había sondado en su corazón: «¡Qué estúpido rematado soy! ¿No he aprendido todavía? Aunque llevo la sobrepelliz del sacerdote y toco el shakuhachi del mendicante, todavía estoy muy lejos de alcanzar la iluminación clara y perfecta de P'u-hua. ¿Alcanzaré alguna vez la sabiduría que me liberará de este cuerpo?».

Tras reconvenirse así durante largo rato, cerró sus tristes ojos e intentó dormir, pero fue inútil. Al amanecer resolvió de nuevo dejar de lado los malos pensamientos, pero Akemi era una muchacha encantadora. Había sufrido mucho y él debía tratar de consolarla. Tenía que demostrarle que no todos los hombres eran unos demonios lujuriosos.

Se preguntaba qué presente podría llevarle, además de la medicina, cuando regresara por la noche. Durante la jornada, mientras deambulara tendiendo la escudilla de las limosnas, le alentaría ese deseo de hacer algo para que Akemi se sintiera un poco más feliz. Eso sería suficiente, no tenía mayores deseos.

Más o menos al mismo tiempo que recobraba su compostura y el color volvía a su cara, oyó un aleteo por encima de un risco a su lado. La sombra de un gran halcón cruzó el suelo y Tanzaemon vio caer una pluma gris de un pájaro pequeño desde una rama de roble, en la arboleda sin hojas que cubría la ladera. Sujetando al pájaro con sus garras, el halcón alzó el vuelo, mostrando el reverso de sus alas.

Cerca de allí una voz de hombre gritó: «¡Conseguido!», y el halconero llamó a su ave con un silbido.

Instantes después, Tanzaemon vio a dos hombres con atuendo de caza que bajaban por la ladera detrás del Ennenji. El halcón estaba posado en el puño izquierdo de uno de ellos, el cual llevaba una bolsa de mallas para colocar las presas en el costado opuesto al ocupado por sus dos espadas. Un perro de caza marrón y de aspecto inteligente trotaba detrás.

Kojirō se detuvo y examinó su entorno.

—Sucedió ayer por la noche en esta zona —estaba diciendo—. Mi mono se peleaba con el perro y éste le mordió la cola. Entonces se escondió y no volvió a aparecer. Me pregunto si estará en alguno de estos árboles.

Seijūrō, que parecía bastante malhumorado, se sentó en una piedra.

—¿Por qué habría de estar todavía aquí? También él tiene patas. En cualquier caso, no entiendo por qué traes un mono cuando vas de caza con halcones.

Kojirō se acomodó en las raíces de un árbol que sobresalían de la tierra.

—No lo he traído conmigo, pero no puedo evitar que me siga, y estoy tan acostumbrado a él que cuando no está a mi lado lo echo en falta.

—Creía que sólo a las mujeres y las personas ociosas les gusta tener monos y perros falderos, pero supongo que estaba equivocado. Cuesta imaginar que un guerrero estudiante como tú tenga tanto cariño a un mono.

Como había visto actuar a Kojirō en el dique de Kema, Seijūrō sentía ya un saludable respeto por su pericia con la espada, pero sus gustos y su manera de vivir en general le parecían demasiado juveniles. Compartir el mismo techo en los últimos días había convencido a Seijūrō de que la madurez sólo se adquiere con la edad. Aunque le resultaba difícil respetar a Kojirō como persona, esto, en cierto sentido, le facilitaba la asociación con él.

Kojirō replicó risueño:

—Eso se debe a que soy demasiado joven. Uno de estos días empezarán a gustarme las mujeres y entonces probablemente me olvidaré por completo del mono.

Kojirō siguió charlando con ligereza y buen humor, pero el semblante de Seijūrō estaba cada vez más ensombrecido por la preocupación. Su nerviosa mirada no era muy distinta de la del halcón posado en su mano. De repente preguntó irritado:

—¿Qué está haciendo ahí ese sacerdote mendigo? Míralo, se ha quedado mirándonos desde que llegamos aquí.

Seijūrō examinó con suspicacia a Tanzaemon, y Kojirō se volvió para mirarle.

Tanzaemon dio media vuelta y se alejó caminando lenta y pesadamente. Seijūrō se levantó bruscamente.

—Quiero ir a casa, Kojirō. Lo mires como lo mires, éste no es momento de salir de caza. Es ya el vigésimo noveno día del mes.

Kojirō se rio y, con un leve tono desdeñoso, replicó:

—Hemos salido a cazar, ¿no es cierto? Sólo hemos cobrado una tórtola y un par de tordos. Deberíamos seguir intentándolo colina arriba.

—No, dejémoslo por hoy. No tengo ganas de cazar, y cuando no me apetece cazar el halcón no vuela como es debido. Volvamos a casa y practiquemos. —Entonces añadió, como si hablara consigo mismo—: Eso es lo que necesito hacer, practicar.

—Bien, si tienes que regresar, te acompañaré. —Echó a andar al lado de Seijūrō, pero no parecía muy satisfecho—. Supongo que me equivoqué al sugerirlo.

—¿Sugerir qué?

—Que fuésemos a cazar ayer y hoy.

—No te preocupes por eso. Sé que tu intención era buena. Lo único que sucede es que estamos a fin de año y la confrontación con Musashi es inminente.

—Por eso pensé que te iría bien salir de caza. Así podrías relajarte y adquirir el estado de ánimo adecuado. Supongo que no eres la clase de persona que puede hacer eso.

—Humm. Cuanto más oigo hablar de Musashi, más convencido estoy de que no hay que subestimarle.

—Tanto más motivo para evitar excitarte o ceder al pánico. Deberías disciplinar tu espíritu.

—No siento pánico. La primera lección del arte de la guerra es no tomar a la ligera a tu enemigo, y creo que es de sentido común practicar al máximo antes de la pelea. Si perdiera, por lo menos sabría que he hecho todo lo posible. Si el hombre es mejor que yo, bueno…

Aunque apreciaba la sinceridad de Seijūrō, Kojirō percibía en él una pequeñez de espíritu que le haría muy difícil mantener la reputación de la escuela Yoshioka. Seijūrō carecía de la visión personal necesaria para seguir las huellas de su padre y dirigir adecuadamente la enorme escuela, y Kojirō lo sentía por él. En su opinión, el hermano menor, Denshichirō tenía un carácter más fuerte, pero era también un juerguista incorregible y, aunque como espadachín superaba en destreza a Seijūrō, la reputación de la casa Yoshioka no le interesaba lo más mínimo.

Kojirō quería que Seijūrō se olvidara del inminente encuentro con Musashi, pues creía que ésa sería la mejor preparación para él. Le habría gustado preguntarle qué esperaba aprender entre aquel momento y el encuentro, pero prefirió callarse. «Bueno —se dijo con resignación—, este hombre es así y no creo que pueda hacer gran cosa por ayudarle».

El perro había echado a correr y ladraba ferozmente a lo lejos.

—¡Eso significa que ha encontrado alguna presa! —exclamó Kojirō con los ojos brillantes.

—Déjale hacer. Ya nos dará alcance más tarde.

—Iré a echar un vistazo. Espérame aquí.

Kojirō corrió en la dirección de los ladridos y al cabo de uno o dos minutos vio al perro en la terraza de un viejo y ruinoso templo. El animal saltaba contra la desvencijada puerta con rejilla y retrocedía. Tras varios intentos, empezó a arañar los desgastados postes de laca roja y las paredes del edificio.

Intrigado por el motivo de su excitación, Kojirō fue a otra puerta. Miró a través de la rejilla, pero era como mirar el interior de un jarrón de laca negra.

El chirrido que produjo al abrir la puerta atrajo de inmediato al perro, que llegó a su lado meneando la cola. Kojirō lo apartó de un puntapié, pero sin resultado. Cuando entró en el edificio, el perro lo hizo también y se le adelantó.

Los gritos de la mujer eran desgarradores, la clase de gritos capaces de romper el cristal. Entonces el perro se puso a aullar y se estableció una competición de capacidad pulmonar entre él y la mujer que gritaba. Kojirō se preguntó si las vigas se partirían. Corrió adelante y descubrió a Akemi tendida bajo la red mosquitera y al mono, que había saltado a la ventana para huir del perro, escondido detrás de ella.

Akemi estaba entre el perro y el mono, cerrando el paso al perro, y éste la atacó. Mientras ella rodaba a un lado, el aullido del perro fue en crescendo.

Ahora Akemi gritaba de dolor más que de miedo. Los dientes del perro se habían cerrado alrededor de su antebrazo. Kojirō soltó un juramento y le dio una violenta patada en el costillar. La fuerza del impacto bastó para matarle, pero incluso después de una segunda patada, los dientes del perro siguieron firmemente aferrados al brazo de la muchacha.

—¡Suéltame! ¡Suéltame! —gritaba ella, retorciéndose en el suelo.

Kojirō se arrodilló a su lado y abrió las mandíbulas del perro, produciendo un sonido como si separase dos trozos de madera pegados con cola. La boca del animal se abrió; un poco más de fuerza por parte de Kojirō y la cabeza del perro se habría partido en dos. Arrojó el cadáver fuera y se acercó a Akemi.

—Ya ha pasado todo —le dijo en tono consolador, pero el antebrazo de Akemi desmentía sus palabras. La sangre que manaba sobre la piel blanca daba a la mordedura el aspecto de una peonía carmesí.

Kojirō se estremeció al verlo.

—¿No tienes sake? Debería lavar la herida con sake… No, supongo que no lo habrá en un sitio como éste. —La sangre cálida fluía por el antebrazo y llegaba a la muñeca—. Tengo que hacer algo, o el veneno de los dientes del perro podría volverte loca. Se ha portado de una manera extraña en los últimos días.

Mientras Kojirō trataba de pensar con rapidez en lo que podría hacer, Akemi juntó las cejas, echó atrás su encantador cuello blanco y dijo:

—¿Loca? ¡Oh, qué maravilloso! Así es cómo quiero estar… ¡Loca! ¡Completamente loca, loca de atar!

—¿Qu…, qué te ocurre? —tartamudeó Kojirō.

Entonces se inclinó sobre el antebrazo de la muchacha y le succionó con la boca la sangre de la herida. Cuando tuvo la boca llena escupió la sangre, volvió a aplicar la boca a la piel blanca y succionó hasta que se le hincharon las mejillas.

Por la noche Tanzaemon regresó de su ronda cotidiana.

—Ya estoy aquí, Akemi —anunció al entrar en el templo—. ¿Te has sentido sola durante mi ausencia?

Depositó la medicina en un rincón, junto con la comida y el tarro de aceite que había comprado, y dijo:

—Espera un momento. Encenderé una luz.

Cuando encendió la vela, vio que no había nadie en la estancia.

—¡Akemi! —gritó—. ¿Dónde puede haber ido?

Su amor unilateral se convirtió de repente en cólera, a la que sustituyó rápidamente la soledad. De nuevo Tanzaemon recordó que nunca volvería a ser joven, que no había más honor ni más esperanza para él. Pensó en su cuerpo avejentado y se estremeció.

—La rescaté y cuidé de ella —gruñó—, y ahora se ha ido sin decir palabra. ¿Es así cómo el mundo ha de ser siempre? ¿Es ella así? ¿O tal vez sospechaba de mis intenciones?

En la yacija encontró un trozo de tela, al parecer arrancado del extremo de su obi. La mancha de sangre que descubrió en el trapo volvió a encender sus instintos animales. Dio un puntapié a las esteras de paja y arrojó la medicina por la ventana.

Hambriento, pero sin fuerza de voluntad para prepararse la cena, cogió su shakuhachi y, suspirando, salió a la terraza. Durante una hora o más tiempo tocó sin interrupción, tratando de expulsar sus deseos e ilusiones. Sin embargo, tuvo la certeza de que sus pasiones seguían dentro de él y seguirían hasta el día de su muerte.

«Ya la ha tomado otro hombre —pensó—. ¿Por qué he tenido que ser tan moral y honrado? No tenía necesidad de acostarme solo y pasarme la noche suspirando.»

Lamentaba a medias no haber actuado, y a medias condenaba su anhelo lascivo. Era precisamente este conflicto de emociones, que se agitaba sin cesar en sus venas, lo que constituía eso que Buda llamaba ilusiones. Ahora intentaba limpiar su naturaleza impura, pero cuanto más se esforzaba, más confuso se volvía el tono de su shakuhachi.

El mendigo que dormía debajo de la plataforma elevada del templo asomó la cabeza a la terraza.

—¿Por qué estás aquí sentado tocando tu instrumento? —le preguntó—. ¿Te ha ocurrido algo bueno? Si has conseguido mucho dinero y has traído sake, ¿te importaría darme un trago?

Era un tullido, y desde su humilde punto de vista, Tanzaemon vivía como un rey.

—¿Sabes qué le ha sucedido a la muchacha que traje anoche?

—Una zagala guapa, ¿eh? De haber podido, no la hubiera dejado largarse. Esta mañana, poco después de que te marcharas, un joven samurái con un mechón de pelo sobre la frente y una enorme espada al hombro vino y se la llevó. Y al mono también. Cargó al bicho en un hombro y a ella en el otro.

—¿Un samurái… con un mechón?

—Sí, y era un tipo apuesto…, ¡mucho más, desde luego, que tú y yo!

La comicidad de su observación hizo que el mendigo se desternillara de risa.