El caballo volador

Era ya noche cerrada cuando Otsū y Jōtarō llegaron a la barrera. Se alojaron en una fonda y reanudaron su viaje antes de que se hubiera disipado la niebla matinal. Desde el monte Fudesute, se dirigieron a Yonkenjaya, donde empezaron a notar el calor del sol naciente en sus espaldas.

—¡Qué hermoso! —exclamó Otsū, deteniéndose a contemplar el gran disco dorado.

La joven parecía llena de ánimo y esperanza. Era uno de esos momentos maravillosos en los que todos los seres vivos, incluso las plantas y los animales, no pueden por menos que experimentar satisfacción y orgullo por su existencia aquí en la tierra.

—Somos los primeros en la carretera —comentó Jōtarō con evidente placer—. Ni un alma delante de nosotros.

—Pareces jactarte por ello, pero ¿qué importa?

—A mí me importa mucho.

—¿Crees acaso que eso acortará el camino?

—No, no se trata de eso. Es sólo que da gusto ser el primero, incluso en la carretera. Has de admitir que es mejor que ir detrás de palanquines o caballos.

—Eso es cierto.

—Cuando no hay nadie más en la carretera donde estoy, tengo la sensación de que me pertenece.

—En ese caso, ¿por qué no finges ser un gran samurái a caballo que supervisa sus inmensas propiedades? Yo seré tu ayudante. —Otsū cogió una vara de bambú y, agitándola ceremoniosamente, dijo con un sonsonete—: ¡Inclinaos todos! ¡Inclinaos todos ante su señoría!

Un hombre les dirigió una mirada inquisitiva desde debajo de los aleros de una casa de té. Al ser sorprendida jugando como una niña, ella se ruborizó y apretó el paso.

—No puedes hacer eso —protestó Jōtarō—. No debes abandonar a tu señor y huir. ¡Si lo haces, deberé castigarte a muerte!

—No quiero jugar más.

—Eras tú la que jugaba, no yo.

—Sí, pero tú empezaste. ¡Oh, el hombre de la casa de té todavía nos mira! Debe de creer que somos bobos.

—Entremos ahí.

—¿Para qué?

—Tengo hambre.

—¿Ya?

—¿No podríamos comer ahora la mitad de las bolas de arroz que hemos traído para almorzar?

—Ten paciencia. Ni siquiera hemos recorrido dos millas. Si te dejara, harías cinco comidas al día.

—Es posible, pero no me verás viajando en palanquín o a caballo, como haces tú.

—Eso fue únicamente anoche, y sólo porque estaba oscureciendo y teníamos que darnos prisa. Si tanto te ha molestado, hoy caminaré todo el día.

—Hoy me toca a mí montar a caballo.

—Los niños no necesitan montar.

—Pero quiero montar. ¿Puedo hacerlo? Por favor.

—Quizá, pero sólo hoy.

—He visto un caballo atado junto a la casa de té. Podríamos alquilarlo.

—No, todavía es demasiado pronto.

—¡Entonces no has dicho en serio que podría montar!

—Sí, lo he dicho en serio, pero ni siquiera estás cansado todavía. Alquilar un caballo sería un derroche de dinero.

—Sabes perfectamente bien que nunca me canso. No me cansaría aunque caminásemos durante cien días e hiciéramos mil millas. Si tengo que esperar hasta que me agote, nunca montaré a caballo. Vamos, Otsū, alquilemos el caballo ahora, mientras no hay gente por delante de nosotros. Sería mucho más seguro que cuando la carretera esté concurrida. ¡Por favor!

Al ver que si seguían así perderían el tiempo que habían ganado al salir temprano, Otsū cedió, y Jōtarō, intuyéndolo antes incluso de que ella hiciera un gesto de asentimiento, dio media vuelta y echó a correr hacia la casa de té.

Aunque había cuatro casas de té en la vecindad, como indicaba el nombre Yonkenjaya, se encontraban en diversos lugares en las laderas de los montes Fudesute y Kutsukake. El establecimiento ante el que habían pasado era el único a la vista.

Jōtarō se dirigió al propietario y le gritó:

—¡Eh, oye, quiero un caballo! Saca uno para mí.

El viejo estaba quitando los postigos, y el fuerte grito del muchacho le sacudió hasta despertarle del todo. En tono áspero, gruñó:

—¡A qué viene todo esto! ¿Por qué tienes que gritar así?

—Necesito un caballo. Por favor, prepara uno ahora mismo. ¿Cuánto vale hasta Minakuchi? Si no es demasiado, incluso podría alquilarlo hasta Kusatsu.

—Vamos a ver, ¿de quién eres tú, muchacho?

—Soy el hijo de mi madre y mi padre —replicó Jōtarō con descaro.

—Pensé que podrías ser el vástago revoltoso del dios de las tormentas.

—Tú eres el dios de las tormentas, ¿no es cierto? Pareces tan loco como un rayo.

—¡Mocoso!

—Anda, tráeme el caballo.

—Según veo, crees que ese caballo es para alquilar. Pues bien, no lo es. Me temo que no tendré el honor de prestárselo a su señoría.

Jōtarō imitó el tono de voz del hombre y le dijo:

—¿Entonces, señor, no tendré el placer de alquilarlo?

—Eres insolente, ¿eh? —gritó el nombre.

Cogió del fuego bajo el horno un leño ardiente y lo lanzó al muchacho. El palo llameante pasó por el lado de Jōtarō sin tocarle, pero alcanzó al viejo caballo atado bajo los aleros. El animal soltó un relincho desgarrador y se encabritó, golpeándose el lomo contra una viga.

—¡Bastardo! —exclamó el propietario. Salió del local farfullando maldiciones y corrió hacia el animal.

Mientras desataba la cuerda y llevaba el caballo al patio lateral, Jōtarō empezó de nuevo:

—Por favor, préstamelo.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—No tengo caballerizo para traer al animal de regreso.

Otsū, que ya había llegado y estaba al lado de Jōtarō, sugirió que, si no había ningún caballerizo, ella podía pagar la tarifa por adelantado y enviar el caballo desde Minakuchi con un viajero que fuese en aquella dirección. Su actitud suplicante ablandó al viejo, y decidió que podía confiar en ella. Dándole la cuerda, le dijo:

—En ese caso, puedes llevártelo a Minakuchi, o incluso a Kusatsu si lo deseas. Lo único que pido es que me lo devuelvas.

Cuando se pusieron en marcha, Jōtarō, enojadísimo, comentó:

—¡Qué te parece eso! Me ha tratado como a un burro y luego, en cuanto ha visto una cara bonita…

—Será mejor que tengas cuidado con lo que dices sobre el viejo, porque su caballo está escuchando. Puede que se enfade y te derribe.

—¿Crees que esta vieja jaca de débiles patas puede conmigo?

—No sabes montar, ¿no es cierto?

—Claro que sé montar.

—¿Qué haces entonces, tratando de subir desde atrás?

—¡Bueno, ayúdame a subir!

—¡Eres un fastidio! —La joven le puso las manos bajo las axilas y lo alzó al lomo del animal.

Desde aquella altura Jōtarō miró majestuosamente a su alrededor.

—Por favor, Otsū, camina delante.

—No estás bien sentado.

—No te preocupes, estoy bien.

—De acuerdo, pero vas a lamentarlo.

Otsū cogió la cuerda con una mano y agitó la otra, despidiéndose del propietario. Se pusieron en camino.

Apenas habían recorrido un centenar de pasos cuando oyeron un fuerte grito procedente de la niebla detrás de ellos, acompañado por el sonido de pisadas apresuradas.

—¿Quién puede ser? —preguntó Jōtarō.

—¿Nos llama a nosotros? —dijo Otsū, perpleja.

Detuvieron el caballo y miraron a su alrededor. La sombra de un hombre empezó a tomar forma en la bruma grisácea. Al principio sólo distinguieron contornos, luego colores, pero el hombre no tardó en estar lo bastante cerca para que pudieran distinguir su aspecto general y edad aproximada. Un aura diabólica rodeaba su cuerpo, como si le acompañara un violento torbellino. Se acercó en seguida al lado de Otsū, se detuvo y, con un rápido movimiento, le arrebató la cuerda de la mano.

—¡Baja! —ordenó, mirando furibundo a Jōtarō.

El caballo dio unos saltitos hacia atrás.

—¡No puedes hacer esto! —gritó el chiquillo, aferrándose a las crines—. ¡Yo he alquilado este caballo, no tú!

El hombre soltó un bufido y se volvió hacia Otsū:

—¡Tú, mujer!

—¿Sí? —dijo Otsū en voz baja.

—Me llamo Shishido Baiken. Vivo en el pueblo de Ujii, arriba, en las montañas, más allá de la barrera. Por razones que no voy a explicar, estoy buscando a un hombre llamado Miyamoto Musashi. Ha pasado por aquí en algún momento antes de que amaneciera. Probablemente pasó hace horas, así que he de darme prisa para alcanzarle en Yasugawa, en la frontera de Ōmi. Cédeme tu caballo.

Había hablado con mucha rapidez, la respiración entrecortada. En el aire frío, la niebla se condensaba en flores de hielo sobre el ramaje de los árboles, pero el cuello del hombre estaba empapado en sudor y brillaba como una piel de serpiente.

Otsū permaneció muy quieta, el rostro mortalmente pálido, como si la tierra bajo sus pies le hubiera absorbido toda la sangre. Con labios temblorosos, deseaba desesperadamente preguntar y asegurarse de que había oído bien. No podía pronunciar palabra.

—¿Has dicho Musashi? —balbuceó Jōtarō. Seguía aferrado a las crines del caballo, pero le temblaban brazos y piernas.

Baiken tenía demasiada prisa para reparar en su reacción de sorpresa.

—Vamos, haz lo que te digo —le ordenó—. Baja del caballo y hazlo rápido, o te daré una paliza. —Blandió el extremo de la cuerda como si fuese un látigo.

Jōtarō sacudió la cabeza porfiadamente.

—No lo haré.

—¿Cómo que no lo harás?

—Es mi caballo y no puedes quedártelo. No me importa la prisa que tengas.

—¡Ten cuidado! He sido muy amable y lo he explicado todo, porque no sois más que una mujer y un niño que viajáis solos, pero…

—¿No es cierto, Otsū? —le interrumpió Jōtarō—. No tenemos que darle el caballo, ¿verdad?

Otsū sintió deseos de abrazar al chiquillo. Por lo que a ella respectaba, no se trataba tanto del caballo como de impedir que aquel monstruo avanzara más.

—Es cierto —respondió—. Estoy segura de que tenéis mucha prisa, señor, pero nosotros también. Podéis alquilar uno de los caballos que suben y bajan con regularidad la montaña. Tal como dice el muchacho, es injusto que tratéis de quitarnos nuestro caballo.

—No bajaré —repitió Jōtarō—. ¡Moriré antes de hacerlo!

—¿Estás decidido a no cederme el caballo? —inquirió Baiken ásperamente.

—Deberías haber sabido desde el principio que no lo haríamos —dijo Jōtarō con gravedad.

—¡Hijo de perra! —gritó Baiken, enfurecido por el tono del muchacho.

Aferrado a las crines del caballo, Jōtarō parecía minúsculo. Baiken le agarró una pierna y empezó a tirar de él. Aquél era el momento para que Jōtarō utilizara su espada de madera, pero en su confusión se olvidó completamente del arma. Enfrentado a un enemigo mucho más fuerte que él, la única defensa que se le ocurrió fue escupirle a Baiken en la cara, cosa que hizo una y otra vez.

Otsū estaba aterrorizada. El temor de que aquel hombre la hiriese o matara le producía un sabor ácido y seco en la boca. Pero ceder y darle el caballo era impensable. Estaba persiguiendo a Musashi, y cuanto más pudiera retrasar ella al desalmado, más tiempo tendría aquél para huir. No le importaba que la distancia entre Musashi y ella también aumentara, precisamente cuando sabía que los dos estaban en la misma carretera. Se mordió el labio y gritó:

—¡No puedes hacer esto!

Entonces golpeó a Baiken en el pecho con una fuerza que ni siquiera ella sabía que poseía.

Baiken, que todavía se estaba limpiando los escupitajos de la cara, quedó desconcertado, y en este instante la mano de Otsū cogió la empuñadura de su espada.

—¡Zorra! —gritó, tratando de agarrarle la muñeca.

Entonces aulló de dolor, pues la espada ya estaba parcialmente fuera de la vaina y, en vez del brazo de Otsū, había cerrado la mano alrededor de la hoja.

Las puntas de dos dedos de la mano derecha de Baiken cayeron al suelo. Sujetándose la mano sangrante, Baiken dio un salto atrás, y ese movimiento hizo que la espada se deslizara por completo fuera de la vaina. El acero destellante que se extendía desde la mano de Otsū, arañó el suelo y descansó detrás de ella.

Baiken había cometido un error todavía más grave que el de la noche anterior. Maldiciéndose por su falta de precaución, intentó incorporarse. Otsū, que ahora no temía nada, descargó lateralmente la hoja contra él, pero era un arma grande, de hoja ancha y casi tres pies de longitud, que no cualquier hombre habría podido manejar con facilidad. Cuando Baiken la esquivó, las manos de la mujer vacilaron y se tambaleó hacia adelante. Notó una rápida torsión de sus muñecas, y un chorro de sangre rojo negruzco le salpicó el rostro. Tras un instante de aturdimiento, comprendió que la espada había cortado la grupa del caballo.

La herida no era profunda, pero el caballo hizo un ruido temible, encabritándose y coceando de un modo salvaje. Baiken, gritando de una manera ininteligible, cogió la muñeca de Otsū e intentó arrebatarle su espada, pero en aquel momento el caballo los derribó a los dos. Entonces, alzándose sobre las patas traseras, relinchó estrepitosamente y partió carretera abajo como una flecha disparada por un arco, con Jōtarō agarrado a su lomo y la sangre brotando de la herida en la grupa.

Baiken avanzó dando traspiés en medio de una nube de polvo. Sabía que no podía dar alcance al animal, por lo que dirigió su mirada colérica al lugar donde había estado Otsū. La muchacha no estaba allí.

Al cabo de un momento, localizó su espada al pie de un alerce, y se abalanzó para recuperarla. Cuando se levantaba, una idea cruzó por su mente: ¡tenía que existir alguna conexión entre aquella mujer y Musashi! Y si era amiga de Musashi, sería un cebo excelente. Como mínimo, sabría adonde se dirigía su amigo.

A medias corriendo y a medias deslizándose por el terraplén al lado de la carretera, rodeó el edificio con tejado de paja de una granja, echó un vistazo bajo el suelo y en el almacén, mientras una vieja encorvada como una jorobada ante una rueca dentro de la casa le miraba con espanto.

Entonces avistó a Otsū, que corría por un espeso bosque de cedros hacia el valle situado más allá, donde había trechos cubiertos por nieve tardía.

Baiken bajó por la ladera con la fuerza de un alud y pronto cubrió la distancia entre ellos.

—¡Zorra! —le gritó, mientras extendía la mano izquierda y le tocaba el cabello.

Otsū cayó al suelo y se aferró a las raíces de un árbol, pero resbaló y su cuerpo cayó por el borde del risco, donde quedó colgando como un péndulo. Tierra y guijarros cayeron sobre su rostro mientras alzaba la vista hacia los grandes ojos y la espada reluciente de Baiken.

—¡Necia! —le dijo él con desprecio—. ¿Crees que ahora puedes salirte con la tuya?

Otsū miró abajo y vio que a cincuenta o sesenta pies un arroyo discurría por el suelo del valle. Curiosamente, no tenía miedo, pues veía que el valle era su salvación. Podía escapar cuando quisiera, sólo tenía que soltarse del árbol y arrojarse al vacío. Sentía la muerte cercana, pero más que pensar en ello su mente se centraba en una sola imagen, la de Musashi. Le parecía verle, su rostro como la luna llena en un cielo tormentoso.

Baiken se apresuró a cogerla por las muñecas, la alzó y arrastró un trecho, alejándola del precipicio.

En aquel momento uno de sus sicarios le llamó desde la carretera.

—¿Qué estás haciendo ahí abajo? Será mejor que nos demos prisa. El viejo de esa casa de té ha dicho que esta mañana un samurái le ha despertado antes del alba, ha encargado una caja de comida y salido a toda prisa hacia el valle de Kaga.

—¿El valle de Kaga?

—Eso es lo que ha dicho. Pero da lo mismo que vaya ahí o que cruce el monte Tsuchi hasta Minakuchi, pues las carreteras se juntan en Ishibe. Si vamos rápidamente a Yasugawa, podremos cogerle allí.

Baiken daba la espalda al hombre, mirando fijamente a Otsū, que estaba en cuclillas ante él, como atrapada por la fiereza de sus ojos.

—¡Eh! —rugió—. Bajad aquí los tres.

—¿Por qué?

—¡Bajad en seguida!

—Si perdemos tiempo, Musashi nos dejará atrás en Yasugawa.

—¡Eso no importa!

Los tres hombres formaban parte del grupo que la noche anterior había emprendido la búsqueda infructuosa. Acostumbrados a abrirse paso por las montañas, bajaron a toda prisa por la pendiente como otros tantos jabalíes. Al llegar al saledizo donde estaba Baiken, vieron a Otsū. Su jefe les puso rápidamente al corriente de la situación.

—Bien, ahora la ataremos y nos la llevaremos con nosotros —dijo Baiken, antes de ponerse en marcha a través del bosque.

Los hombres ataron a la joven, pero no podían evitar apiadarse de ella. Yacía impotente en el suelo, con la cabeza vuelta a un lado. Miraron azorados el perfil de su pálida cara.

Baiken ya estaba en el valle de Kaga. Se detuvo, miró atrás y gritó a sus secuaces que estaban en el risco:

—Nos encontraremos en Yasugawa. Tomaré un atajo, pero vosotros seguid por la carretera. Y mantened los ojos bien abiertos.

—Sí, señor —corearon los hombres.

Baiken corrió entre las rocas como una cabra montesa y pronto se perdió de vista.

Jōtarō avanzaba a la velocidad del rayo carretera abajo. A pesar de lo viejo que era, el caballo estaba tan enloquecido que habría sido imposible detenerle con una simple cuerda aunque Jōtarō hubiera sabido usarla. La herida causada por la espada le ardía como si le aplicaran una antorcha, y corría ciegamente, subiendo una colina, bajando a un pequeño valle, pasando como una exhalación por los pueblos.

Sólo por pura suerte Jōtarō no salió despedido.

—¡Cuidado! —gritaba una y otra vez, como una letanía—. ¡Cuidado!

Como ya no podía sostenerse aferrándose a las crines, rodeaba con los brazos el cuello del animal, apretándolo con todas sus fuerzas. Tenía los ojos cerrados.

Cuando la grupa del caballo se alzaba en el aire, con ella ascendía Jōtarō. Era cada vez más evidente que sus gritos no servían de nada, por lo que sus súplicas cedieron gradualmente el paso a un lamento angustiado. Cuando rogó a Otsū que le permitiera montar a caballo por una sola vez, pensaba en lo estupendo que sería galopar a voluntad en un espléndido corcel, pero al cabo de unos minutos de carrera desbocada ya había tenido suficiente.

Jōtarō confiaba en que alguien, cualquiera, tuviera la valentía de coger la cuerda flotante y detener al caballo. En esto era demasiado optimista, pues ni los viajeros ni los aldeanos estaban dispuestos a correr el riesgo de lesionarse por algo que no era asunto suyo. Lejos de ayudarle, todo el mundo corría a ponerse a salvo en la cuneta y lanzaban insultos al que les parecía un jinete irresponsable.

Muy pronto había atravesado el pueblo de Mikumo y llegado a la población de Natsumi, con sus numerosas posadas. De haber sido un jinete experto que dominara a la perfección su montura, podría haberse colocado la palma en la frente para contemplar tranquilamente las hermosas montañas y los valles de Iga, los picos de Nunobiki, el río Yokota y, a lo lejos, las aguas del lago Biwa, tersas como la superficie de un espejo.

—¡Para! ¡Para! ¡Para! —Las palabras de su letanía habían cambiado, y ahora su tono era más angustiado. Mientras bajaban por la colina Kōji, su grito volvió a cambiar bruscamente—: ¡Socorro!

El caballo se precipitó por la empinada pendiente, con Jōtarō rebotando como una pelota en su lomo.

Más o menos a un tercio de la pendiente, un gran roble sobresalía de un risco a la izquierda, y una de sus ramas más pequeñas se extendía perpendicular a la carretera. Cuando Jōtarō sintió las hojas en el rostro, se agarró con ambas manos, creyendo que los dioses habían escuchado su plegaria y habían hecho que la rama se extendiera ante él. Tal vez tenía razón. Saltó como una rana y, un instante después, colgaba del aire, con las manos firmemente sujetas a la rama por encima de su cabeza. El caballo prosiguió su carrera, un poco más rápido ahora que se había quedado sin jinete.

La distancia al suelo no era superior a diez pies, pero Jōtarō no se atrevía a soltarse, pues en su estado de conmoción veía la corta distancia hasta el suelo como un gran abismo, y se agarró a la rama con todas sus fuerzas, cruzando las piernas sobre ella y preguntándose febrilmente qué podía hacer. El problema quedó resuelto cuando la rama se rompió con un fuerte chasquido. Por un atroz instante, Jōtarō creyó que aquello era el fin, pero al cabo de un segundo estaba sentado en el suelo, ileso.

—¡Fiu! —fue todo lo que pudo decir.

Permaneció sentado inmóvil unos minutos, con el ánimo deprimido, si no quebrantado, pero entonces recordó por qué estaba allí y se puso en pie de un salto.

Sin pensar en la distancia que había recorrido, gritó:

—¡Otsū!

Subió corriendo la cuesta, empuñando con firmeza la espada de madera.

—¿Qué puede haberle ocurrido? ¡Otsū! ¡Otsū!

Poco después se encontró con un hombre que vestía un kimono rojo grisáceo y bajaba por la cuesta. El desconocido llevaba un hakama de cuero y dos espadas, pero no vestía manto.

Tras pasar por el lado de Jōtarō, miró por encima del hombro y dijo:

—¡Eh, oye! —Jōtarō se volvió, y el hombre le preguntó—: ¿Pasa algo?

—Vienes del otro lado de la colina, ¿verdad? —preguntó a su vez el muchacho.

—Sí.

—¿Has visto a una mujer bonita de unos veinte años?

—Sí, por cierto.

—¿Dónde?

—En Natsumi vi a unos saqueadores que caminaban con una muchacha. Ésta tenía los brazos atados a la espalda, cosa que, naturalmente, me pareció rara, pero no tenía ningún motivo para inmiscuirme. Me atrevería a decir que los hombres eran de la banda de Tsujikaze Kōhei, el cual trasladó hace unos años toda una aldea de matones desde Yasugawa al valle de Suzuka.

—Se trataba de ella, estoy seguro. —Jōtarō echó a andar, pero el hombre le detuvo.

—¿Viajabais juntos?

—Sí. Se llama Otsū.

—Si corres riesgos absurdos harás que te maten antes de que puedas ayudar a nadie. ¿Por qué no esperas aquí? Han de pasar por este lugar más tarde o más temprano. De momento, cuéntame lo que ha sucedido. Tal vez pueda darte algún consejo.

El muchacho depositó de inmediato su confianza en el hombre y le contó todo lo que había ocurrido desde la mañana.

El hombre asentía de vez en cuando bajo su sombrero de juncos. Cuando Jōtarō finalizó su relato, le dijo:

—Comprendo lo apurado de tu situación, pero a pesar de tu valor, una mujer y un chiquillo no están en condiciones de enfrentarse a los hombres de Kōhei. Creo que será mejor que rescate a Otsū…, ¿es ése su nombre?, en tu lugar.

—¿Crees que te la entregarán?

—Es posible que no baste con pedírselo simplemente, pero ya pensaré en ello cuando llegue el momento. Entretanto, escóndete entre los arbustos y no te muevas.

Mientras Jōtarō seleccionaba un grupo de arbustos y se ocultaba, el hombre siguió bajando la ladera a paso vivo. Por un momento Jōtarō se preguntó si le habría engañado. ¿Le habría dicho aquel rōnin sólo unas pocas palabras para animarle y había reanudado su camino para ponerse a salvo? Lleno de inquietud, alzó la cabeza por encima de los arbustos, pero oyó voces y la agachó de nuevo.

Uno o dos minutos después Otsū apareció a la vista, rodeada por tres hombres y con las manos atadas firmemente a la espalda. Uno de sus blancos pies presentaba un corte con sangre coagulada.

Uno de los rufianes dio un empujón a la joven en el hombro y gruñó:

—¿Qué estás buscando a tu alrededor? ¡Vamos, camina más rápido!

—Estoy buscando a mi compañero de viaje. ¿Qué puede haberle ocurrido?… ¡Jōtarō!

—¡Calla!

Jōtarō se disponía a gritar y salir de su escondrijo cuando el rōnin regresó, esta vez sin el sombrero de juncos. Tenía veintiséis o veintisiete años y era de tez oscura. Su mirada resuelta no se desviaba a derecha ni izquierda. Mientras subía la cuesta iba diciendo, como si hablara consigo mismo:

—¡Es espantoso, realmente espantoso!

Cuando pasó ante Otsū y sus captores, musitó un saludo y siguió caminando apresuradamente.

—Eh —le dijo uno de ellos—. ¿No eres el sobrino de Watanabe? ¿Qué es eso tan espantoso?

Watanabe se llamaba una antigua familia del distrito, y el cabeza actual de la misma era Watanabe Hanzō, un experto altamente respetado en las tácticas marciales ocultas conocidas globalmente como ninjutsu.

—¿Es que no habéis oído?

—¿Oído qué?

—Al pie de esta colina hay un samurái llamado Miyamoto Musashi, preparado para librar una gran pelea. Está en medio de la carretera con la espada desenvainada, e interroga a todo el que pasa. Tiene la mirada más fiera que he visto jamás.

—¿Musashi está haciendo eso?

—Así es. Vino a mi encuentro y me preguntó mi nombre. Le dije que soy Tsuge Sannojō, el sobrino de Watanabe Hanzō, y que procedo de Iga. Él me pidió disculpas y me dejó pasar. La verdad es que ha sido muy cortés, y ha dicho que, como no tengo ninguna relación con Tsujikaze Kōhei, no tengo nada que temer.

—¿Ah, sí?

—Le pregunté qué ha ocurrido. Ha dicho que Kōhei está en la carretera con sus sicarios, dispuestos a capturarle y darle muerte. Ha decidido quedarse donde está y hacer frente ahí al ataque. Parece dispuesto a luchar hasta el final.

—¿Estás diciendo la verdad, Sannojō?

—Claro que sí. ¿Por qué habría de mentiros?

Los tres hombres palidecieron. Se miraron unos a otros nerviosamente, sin saber a ciencia cierta lo que debían hacer a continuación.

—Será mejor que tengáis cuidado —les dijo Sannojō, reanudando aparentemente su camino cuesta arriba.

—¡Sannojō!

—¿Qué?

—No sé qué deberíamos hacer. Incluso nuestro jefe ha dicho que ese Musashi es más fuerte de lo normal.

—La verdad es que parece tener mucha confianza en sí mismo. Cuando se me acercó con esa espada, desde luego no sentí deseos de enfrentarme a él.

—¿Qué crees que deberíamos hacer? Por orden del jefe estamos llevando a esta mujer a Yasugawa.

—No creo que eso tenga nada que ver conmigo.

—No seas así. Échanos una mano.

—¡Ni hablar de ello! Si os ayudara y mi tío lo descubriera, me desheredaría. Desde luego, podría daros algún consejo.

—¡Bueno, habla! ¿Qué crees que deberíamos hacer?

—Humm… En primer lugar, podríais atar esta mujer a un árbol y abandonarla. Así os moveríais con más rapidez.

—¿Algo más?

—No deberíais tomar esa carretera. Aunque esté un poco más lejos, podríais ir a Yasugawa por la carretera del valle e informar a la gente de lo ocurrido. Entonces podríais rodear a Musashi y cercarle gradualmente.

—No es mala idea.

—Pero tened muchísimo cuidado. Musashi luchará por su vida y cuando se vaya de este mundo se llevará unas cuantas almas consigo. Preferiríais evitar eso, ¿no es cierto?

Los hombres se apresuraron a aceptar la sugerencia de Sannojō, llevaron a Otsū a una arboleda y la ataron a un tronco. Entonces se marcharon, pero no tardaron en regresar para ponerle una mordaza.

—Así está bien —dijo uno de ellos.

—Vámonos.

Se internaron en el bosque. Jōtarō, agachado detrás de los arbustos, esperó juiciosamente antes de alzar la cabeza para mirar a su alrededor, y no vio a nadie, ni viajeros ni saqueadores ni a Sannojō.

—¡Otsū! —gritó. Salió de su escondite haciendo cabriolas. Encontró en seguida a la joven, la desató y cogió de la mano. Corrieron hacia la carretera—. ¡Vámonos de aquí! —le urgió.

—¿Qué hacías ahí escondido?

—¡No importa! ¡Larguémonos!

—Espera un momento —le dijo Otsū, deteniéndose para atusarse el cabello, enderezar el cuello del kimono y colocarse bien el obi.

Jōtarō chascó la lengua.

—Éste no es momento para acicalarse —se quejó—. ¿No puedes dejarlo para más tarde?

—Pero ese rōnin ha dicho que Musashi estaba al pie de la colina.

—¿Por eso te has puesto guapa?

—No, claro que no —dijo Otsū, defendiéndose con una seriedad casi cómica—. Pero si Musashi está tan cerca no tenemos nada de qué preocuparnos, y puesto que podemos dar por finalizados nuestros problemas, me siento lo bastante tranquila y segura para pensar en mi aspecto.

—¿Crees que ese rōnin ha visto realmente a Musashi?

—Naturalmente. Por cierto, ¿dónde está?

—Se marchó, sin más. Es un tanto extraño, ¿no crees?

—¿Nos vamos ya? —le dijo Otsū.

—¿Seguro que estás lo bastante guapa?

—¡Jōtarō!

—Sólo bromeaba. Pareces muy feliz.

—Tú también.

—Lo soy, y no intento ocultarlo como haces tú. Gritaré a todo el que pueda oírme: «¡Soy feliz!». —Hizo unas cabriolas, agitando los brazos y brincando, y entonces dijo—: Será muy decepcionante que Musashi no esté ahí, ¿verdad? Creo que voy corriendo a ver si está.

Otsū se tomó su tiempo. Su corazón ya había volado al pie de la ladera, con una rapidez que las piernas de Jōtarō no podrían emular jamás.

«Tengo un aspecto espantoso», pensó mientras examinaba su pie lesionado, así como la tierra y las hojas adheridas a las mangas de su kimono.

—¡Vamos! —gritó Jōtarō—. ¿Por qué andas con tanta lentitud? —Por el deje de su voz, Otsū tuvo la certeza de que el muchacho había visto a Musashi.

«Por fin», se dijo. Hasta entonces había tenido que buscar consuelo en su interior, y estaba cansada de ello. Sentía cierto orgullo, tanto de sí misma como hacia los dioses, por haberse mantenido fiel a su objetivo. Ahora que estaba a punto de ver nuevamente a Musashi, su espíritu bailaba de alegría. Sabía que era la euforia de la ilusión, pues no podía predecir si Musashi aceptaría su entrega. Su alegría ante la perspectiva de verle sólo estaba empañada por la atormentadora premonición de que el encuentro podría entristecerla.

En la vertiente umbría de la colina Kōji la tierra estaba helada, pero en la casa de té cerca del pie hacía tanto calor que las moscas revoloteaban. Aquélla era una población de paso, con numerosas fondas, y el establecimiento vendía té a los viajeros, así como diversos productos que necesitaban los campesinos del distrito, desde dulces baratos a envolturas de paja para las patas de los bueyes. Jōtarō se detuvo ante la casa de té. Era el único chiquillo entre la multitud adulta y ruidosa.

—¿Dónde está Musashi? —preguntó Otsū, mirando inquisitivamente a su alrededor.

—No está aquí —replicó Jōtarō, desanimado.

—¿No está aquí? ¡Ha de estar!

—Mira, no le encuentro por ninguna parte, y el tendero ha dicho que no ha visto por aquí a un samurái como ése. Debe de haber algún error. —Aunque el muchacho parecía decepcionado, no estaba abatido.

Otsū no habría dudado en admitir que no había tenido ninguna razón para alimentar tantas esperanzas, pero la despreocupada respuesta del niño la irritó. Sorprendida y un poco enfadada por su indiferencia, le preguntó:

—¿Le has buscado allí?

—Sí.

—¿Y detrás del poste miliar de Kōshin?

—He mirado y no está ahí.

—¿Detrás de la casa de té?

—¡Te he dicho que no está aquí! —Otsū desvió el rostro—. ¿Estás llorando? —le preguntó el muchacho.

—No es asunto tuyo —replicó ella bruscamente.

—No te comprendo. Casi siempre pareces juiciosa, pero a veces te comportas como una niña pequeña. ¿Cómo habríamos podido saber si la historia de Sannojō era cierta o no? Tú sola has decidido que lo era, y ahora, cuando descubres que estabas equivocada te echas a llorar. Las mujeres estáis locas. —Dicho esto, el muchacho se echó a reír.

Otsū deseaba sentarse allí y abandonar la búsqueda. En un instante, la luz se había extinguido en su vida. Se sentía tan privada de esperanza como antes, ahora incluso más. Los dientes de leche cariados del risueño Jōtarō le disgustaron. Se preguntó, encolerizada, por qué tenía que llevar consigo a un niño como aquel, y experimentó el impulso de abandonarle allí mismo.

Era cierto que también él buscaba a Musashi, pero le quería sólo como maestro. Para ella, Musashi era la misma vida. Jōtarō podía reírse de todo y recuperar en seguida su talante animado, pero Otsū carecería durante varios días de la energía necesaria para seguir adelante. En algún lugar de su mente juvenil, Jōtarō tenía la alegre certidumbre de que un día, más tarde o más temprano, encontraría de nuevo a Musashi. Otsū no tenía la misma creencia en un final feliz. Había sido demasiado optimista al creer que aquel día iba a ver a Musashi, y ahora oscilaba hacia el extremo contrario y se preguntaba si la vida seguiría así eternamente, sin que ella volviera a ver o hablar al hombre amado.

Los que aman buscan una filosofía y, por ello, gustan de la soledad. En el caso de Otsū, que era huérfana, existía también la aguda sensación de aislamiento de los demás. En respuesta a la indiferencia de Jōtarō, frunció el ceño y se alejó en silencio de la casa de té.

—¡Otsū!

Era la voz de Sannojō, el cual salió de su escondite tras el poste miliar de Kōshin y se dirigió a ella a través del agostado sotobosque. Las vainas de sus espadas estaban mojadas.

—No has dicho la verdad —le dijo Jōtarō en tono acusador.

—¿Qué quieres decir?

—Dijiste que Musashi estaba esperando al pie de la colina. ¡Era mentira!

—¡No seas estúpido! —le reprochó Sannojō—. Gracias a esa mentira Otsū ha podido escapar, ¿no es cierto? ¿De qué te quejas? ¿No crees que deberías darme las gracias?

—¿De modo que sólo era una historia inventada para engañar a esos hombres?

—Naturalmente.

Volviéndose a Otsū con una expresión de triunfo, el chiquillo le dijo:

—¿Lo ves? ¿No te lo dije?

Otsū creía tener perfecto derecho a estar enfadada con Jōtarō, pero no había ninguna razón para que guardara rencor a Sannojō. Le hizo varias reverencias y le agradeció efusivamente que la hubiera salvado.

—Esos rufianes de Suzuka están mucho más domesticados que antes, pero si acechan a alguien no es probable que esa persona pueda recorrer esta carretera a salvo. No obstante, por lo que he oído contar de ese Musashi que os preocupa tanto, me parece que es demasiado listo para caer en una de sus trampas.

—¿Hay otras rutas a Ōmi aparte de ésta? —le preguntó Otsū.

—Las hay, en efecto —replicó Sannojō, alzando los ojos hacia los picos montañosos que relucían bajo el sol del mediodía—. Si vais al valle de Iga, hay una carretera que lleva a Ueno, y desde el valle de Ano hay otra que va a Yokkaichi y Kuwana. Debe de haber otros tres o cuatro caminos de montaña y atajos. Yo diría que Musashi abandonó temprano la carretera principal.

—¿Crees entonces que aún está a salvo?

—Es lo más probable. Por lo menos está más seguro que vosotros dos. Hoy habéis sido rescatados, pero si seguís en esta carretera los hombres de Tsujikaze volverán a atraparos en Yasugawa. Si podéis subir por una cuesta bastante empinada, venid conmigo y os enseñaré un sendero que casi nadie conoce.

Asintieron en seguida. Sannojō les guió por encima del pueblo de Kaga hasta el puerto de montaña de Makado, desde donde un camino descendía a Seto en Ōmi.

Tras explicarles con detalle cómo debían continuar, les dijo:

—Ahora estáis fuera de peligro. Mantened ojos y oídos abiertos y buscad un lugar seguro donde refugiaros antes de que anochezca.

Otsū le dio las gracias por todo lo que había hecho y empezó a marcharse, pero Sannojō la miró fijamente y le dijo:

—Ahora vamos a separarnos, ¿sabes? —Estas palabras estaban cargadas de intención, y los ojos del hombre tenían una expresión bastante dolida—. Durante el camino, a cada momento me decía: «¿Va a preguntármelo ahora?», pero no lo has hecho.

—¿Preguntarte qué?

—Mi nombre.

—Pero ya oí tu nombre cuando estábamos en la colina Kōji.

—¿Lo recuerdas?

—Por supuesto. Eres Tsuge Sannojō, el sobrino de Watanabe Hanzō.

—Gracias. No te pido que me estés agradecido eternamente ni nada por el estilo, pero confío en que me recuerdes siempre.

—Claro, siempre tendré una gran deuda contigo.

—No me refiero a eso. Lo que quería decir es…, bueno, todavía estoy soltero. Si mi tío no fuese tan estricto, me gustaría llevarte a mi casa ahora mismo… Pero veo que tienes mucha prisa. Mira, encontrarás una pequeña fonda unas millas más adelante y podréis pasar la noche allí. Conozco bien al dueño, así que menciónale mi nombre. ¡Adiós!

Cuando se hubo ido, una extraña sensación embargó a Otsū. Desde el principio, no había podido determinar qué clase de persona era Sannojō, y cuando se separaron sintió como si hubiera escapado de las garras de un animal peligroso. A pesar del efusivo agradecimiento que le había expresado, en su corazón no se sentía realmente agradecida.

Jōtarō, a pesar de que tendía a simpatizar con los desconocidos, reaccionó de un modo muy similar. Cuando bajaban del puerto de montaña, comentó:

—Ese hombre no me gusta.

Otsū no quería hablar mal de Sannojō a sus espaldas, pero admitió que tampoco a él le gustaba, y añadió:

—¿Qué crees que quería decir con eso de que aún está soltero?

—Oh, ha dado a entender que un día te pedirá en matrimonio.

—¡Pero eso es absurdo!

Los dos recorrieron el resto del camino hasta Kyoto sin ningún incidente, aunque decepcionados al no encontrar a Musashi en ninguno de los lugares en los que habían puesto sus esperanzas: ni en Ōmi, a orillas del lago, ni en el puente Kara en Seta ni en la barrera de Osaka.

Desde Keage se mezclaron con las multitudes que se trasladaban al final del año, cerca de la entrada a la ciudad en la avenida Sanjō. En la capital, las fachadas de las casas estaban decoradas con las ramas de pino tradicionales en las fiestas de Año Nuevo. La visión de los adornos animó a Otsū, la cual, en lugar de lamentar las oportunidades perdidas del pasado, resolvió esperar con ilusión el futuro y las oportunidades que guardaba de encontrar a Musashi. Allí estaba el gran puente de la avenida Gojō, y el primer día del año era inminente. Si no se presentaba aquella mañana, la segunda o la tercera… Él había dicho que estaría allí con toda seguridad, Otsū lo sabía por Jōtarō. Aunque no acudiera para reunirse con ella, sólo verle y hablarle de nuevo sería suficiente.

La posibilidad de que pudiera encontrarse con Matahachi era la nube más oscura que ensombrecía su sueño. Según Jōtarō, Musashi había comunicado su mensaje sólo a Akemi, y era posible que Matahachi no lo hubiera recibido. Otsū rezó para que así fuese, para que viniera Musashi pero no Matahachi.

La joven caminó más despacio, pensando que Musashi podría hallarse en medio de aquella multitud. Entonces un escalofrío le recorrió la espina dorsal y empezó a caminar más rápido. La temible madre de Matahachi también podría materializarse en cualquier momento.

Jōtarō no tenía la menor preocupación. Los colores y los ruidos de la ciudad, vistos y oídos tras una larga ausencia, le regocijaban.

—¿Vamos a ir directamente a una fonda? —preguntó a su compañera con aprensión.

—No, aún no.

—¡Estupendo! Sería triste estar entre cuatro paredes mientras afuera hay luz. Caminemos un poco más. Parece que allí hay un mercado.

—No tenemos tiempo para ir al mercado. Tenemos que ocuparnos de asuntos importantes.

—¿Qué asuntos?

—¿Te has olvidado de la caja que llevas a la espalda?

—Ah, eso.

—Sí, eso. No podré estar tranquila hasta haber encontrado la mansión del señor Karasumaru Mitsuhiro y entregado las pinturas.

—¿Vamos a quedarnos en su casa esta noche?

—Claro que no. —Otsū se echó a reír, mirando hacia el río Kamo—. ¿Crees que un gran noble como él dejaría dormir bajo su techo a un chiquillo sucio y piojoso como tú?