Musashi estaba sentado en la estrecha terraza de una casa de comidas al lado del mar. La especialidad del establecimiento eran los caracoles marinos, que servían hirviendo en sus caparazones. Dos buceadoras, con cestos de marisco recién cogido en los brazos, y un barquero estaban cerca de la terraza. Mientras el barquero le instaba a que diera una vuelta por las islas frente a la costa, las dos mujeres procuraban convencerle de que tenía que llevarse, adondequiera que fuese, unos caracoles marinos.
Musashi estaba muy ocupado, tratando de quitarse del pie el vendaje manchado de pus. Tras haber sufrido intensamente a causa de su herida, apenas podía creer que tanto la fiebre como la hinchazón hubieran desaparecido por fin. El pie había recuperado su tamaño normal, y aunque la piel estaba blanca y arrugada, sólo le dolía ligeramente.
Despidió al barquero y a las buceadoras con un gesto de la mano, apoyó el pie delicado en la arena y se dirigió a la orilla para lavarlo. Regresó a la terraza y esperó a la muchacha de la casa de comidas, a quien había enviado a comprarle calcetines de cuero y sandalias. Cuando tuvo el nuevo calzado en su poder, se lo puso y dio unos pasos con cautela. Todavía cojeaba un poco, pero no era nada en comparación con su cojera anterior.
El viejo que cocinaba los caracoles alzó la vista.
—El hombre del transbordador te está llamando. ¿No tenías intención de ir a Ōminato?
—Sí. Creo que hay un barco que va regularmente desde aquí a Tsu.
—Así es, y también hay barcos con destino a Yokkaichi y Kuwana.
—¿Cuántos días faltan para el fin de año?
El viejo se echó a reír.
—Te envidio —le dijo—. Está claro que no tienes ninguna deuda que pagar antes del nuevo año. Hoy estamos a veinticuatro.
—¿Sólo? Creía que era más tarde.
—¡Qué hermoso es ser joven!
Camino del embarcadero, Musashi sintió el impulso de echar a correr, de alejarse cada vez más rápido. El cambio de inválido a sano le había animado, pero lo que le hacía sentirse mucho más feliz era la experiencia espiritual que había tenido aquella mañana.
El transbordador ya estaba lleno, pero logró hacerse sitio. Al otro lado de la bahía, en Ōminato, subió a una embarcación mayor con destino a Owari. Las velas se hincharon y el barco se deslizó por la superficie cristalina de la bahía de Ise. Musashi, apiñado con los demás pasajeros, contemplaba el paisaje a su izquierda: el viejo mercado, Yamada y la carretera de Matsuzaka. Si visitara Matsuzaka tendría ocasión de conocer al prodigioso espadachín Mikogami Tenzen, pero no iba a hacerlo, pues creía que era demasiado pronto para ello. Desembarcó en Tsu como había planeado.
Apenas había desembarcado cuando reparó en un hombre que caminaba delante de él con una barra corta sujeta bajo el cinto. Envuelta alrededor de la barra había una cadena con una bola en su extremo. El hombre también llevaba una espada corta en una funda de cuero. Parecía tener poco más de cuarenta años. Su rostro, oscuro como el de Musashi, estaba picado de viruela, y tenía el cabello con visos rojizos recogido atrás en un moño.
Podría haber sido tomado por un saqueador, de no haber sido por el muchacho que le seguía. Tenía ambas mejillas negras de hollín y acarreaba una almádena. Era con toda evidencia un aprendiz de herrero.
—¡Espérame, maestro!
—¡Vamos, muévete!
—Me había dejado el martillo en el barco.
—Así que te dejas por ahí las herramientas con las que te ganas la vida, ¿eh?
—He vuelto atrás y ya la tengo.
—Y supongo que por eso te sientes orgulloso de ti mismo. ¡La próxima vez que te olvides algo te partiré el cráneo!
—Maestro… —le suplicó el muchacho.
—¡Calla!
—¿No podemos pasar la noche en Tsu?
—Aún queda mucha luz del día. Podemos llegar a casa a la caída de la noche.
—De todos modos, me gustaría hacer un alto en algún sitio. Ya que estamos de viaje, podríamos disfrutarlo.
—¡No digas tonterías!
La calle que llevaba al centro del pueblo estaba llena de tiendas de recuerdos e infestada de pregoneros de fondas, al igual que en otras poblaciones portuarias. El aprendiz volvió a perder de vista a su amo y buscó entre la muchedumbre, preocupado, hasta que el hombre salió de una juguetería con un pequeño molinillo de vivos colores.
—¡Iwa! —llamó al muchacho.
—Sí, señor.
—Lleva esto. ¡Y ten cuidado, que no se rompa! Póntelo en el cuello del kimono.
—¿Es un recuerdo para el bebé?
—Humm —gruñó el hombre.
Tras haber estado ausente varios días, haciendo un trabajo, le ilusionaba ver la sonrisa de la criatura cuando le diera el juguete.
Casi parecía como si aquellos dos fuesen en la misma dirección que Musashi. Cada vez que tenía intención de doblar una esquina, ellos se le adelantaban y la doblaban primero. Musashi pensó que aquel herrero era probablemente Shishido Baiken, pero no podía estar seguro, por lo que improvisó una pequeña estrategia para confirmarlo. Fingiendo que no reparaba en ellos, les adelantó durante un rato, y luego volvió a quedarse atrás, escuchando subrepticiamente. Atravesaron la población fortificada y se dirigieron al camino de montaña de Suzuka, la ruta más probable que Baiken tomaría para ir a su casa. Uniendo esto a los retazos de conversación que había oído, Musashi llegó a la conclusión de que se trataba, en efecto, de Baiken.
Se había propuesto ir directamente a Kyoto, pero aquel encuentro casual resultaba demasiado tentador. Se acercó a ellos y, en un tono amistoso, preguntó:
—¿Vais de regreso a Umehata?
El hombre respondió con brusquedad.
—Sí, voy a Umehata. ¿Por qué?
—Me preguntaba si serías Shishido Baiken.
—Lo soy. ¿Y quién eres tú?
—Me llamo Miyamoto Musashi y soy un guerrero estudiante. Hace poco fui a tu casa en Ujii y conocí a tu esposa. Me parece que el destino nos ha reunido aquí.
—¿Tú crees? —replicó Baiken. De repente su rostro reflejó comprensión—. ¿Eres tú el hombre que se alojaba en la posada de Yamada, el que quería un encuentro de esgrima conmigo?
—¿Cómo lo has sabido?
—Enviaste a alguien a la casa de Arakida para que me buscara, ¿no es cierto?
—Sí.
—Estaba haciendo unos trabajos para Arakida, pero no me quedé en la casa, sino que tomé prestado un taller en el pueblo. Era una tarea que nadie más podía hacer.
—Comprendo. Tengo entendido que eres un experto con la hoz de cadena y bola.
—¡Ja, ja! Pero ¿dices que has conocido a mi esposa?
—Sí, y me enseñó una de las posiciones Yaegaki.
—Bien, eso debería bastarte. No hay motivo para que me sigas. Naturalmente, podría enseñarte mucho más de lo que ella te ha mostrado, pero en cuanto lo vieras, estarías en camino hacia un mundo diferente.
La mujer de Baiken había causado a Musashi una impresión de altanería, pero la auténtica arrogancia era la de aquel hombre. Por lo que ya había visto, estaba bastante seguro de que podía enfrentarse a él, pero decidió ser prudente y no precipitarse. Takuan le había enseñado la primera lección de su vida, a saber, que en el mundo existen muchos hombres tal vez mejores que uno mismo, una lección reforzada por sus experiencias en el Hōzōin y el castillo de Koyagyū. Antes de permitir que su orgullo y su confianza le hicieran subestimar a un adversario, quería evaluarlo desde todos los ángulos posibles. Mientras sentaba las bases, se mantendría sociable, aunque en ocasiones esto pudiera hacer creer a su contrario que era cobarde o servil.
Con un aire de respeto adecuado a su juventud, respondió así a la despectiva observación de Baiken:
—Comprendo. Realmente he aprendido mucho de tu esposa, pero ya que he tenido la buena suerte de encontrarte, te agradecería que me informaras más sobre el arma que utilizas.
—Si todo lo que deseas es hablar, por mí no hay inconveniente. ¿Te alojarás en la posada al lado de la barrera?
—Sí, eso es lo que pensaba hacer, a menos que tengas la amabilidad de dejarme pasar otra noche en tu casa.
—Puedes quedarte si estás dispuesto a dormir en la herrería con Iwa. Pero mi casa no es una fonda y no tenemos suficientes ropas de cama.
Se ponía el sol cuando llegaron al pie del monte Suzuka. El pueblecito, bajo las nubes rojizas, parecía plácido como un lago. Iwa se adelantó corriendo para anunciar su llegada, y cuando llegaron a la casa, la esposa de Baiken estaba esperando bajo los aleros, con el niño en un brazo y el molinillo en la otra mano.
—¡Mira, mira, mira! —le arrullaba—. Papá estaba lejos, papá ha vuelto. Mira, ahí está.
En un abrir y cerrar de ojos, papá dejó de ser el epítome de la arrogancia y en sus labios apareció una sonrisa paternal.
—Hola, muchacho, aquí está papá —barbotó, alzando la mano y moviendo los dedos como si bailaran.
Marido y mujer desaparecieron en el interior y se sentaron. Sólo hablaban del niño y los asuntos domésticos, sin prestar la menor atención a Musashi.
Finalmente, cuando la cena estaba preparada, Baiken se acordó de su invitado.
—Ah, sí, dale a ese hombre algo de comer —le dijo a su mujer.
Musashi estaba sentado en el suelo de tierra de la herrería, calentándose ante la fragua. Ni siquiera se había quitado las sandalias.
—Estuvo aquí el otro día y pasó la noche —dijo la mujer, malhumorada. Puso sake a calentar en el hogar delante de su marido.
—¿Tomas sake, joven? —preguntó Baiken.
—No me disgusta.
—Toma una taza.
—Gracias. —Acercándose al umbral de la sala donde estaba el hogar, Musashi aceptó una taza del brebaje local y se la llevó a los labios. Tenía un sabor agrio. Después de tomarlo, ofreció la taza a Baiken, diciéndole—: Permíteme que te sirva una taza.
—No te preocupes, tengo una. —Miró a Musashi un instante y le preguntó—: ¿Qué edad tienes?
—Veintidós.
—¿De dónde eres?
—De Mimasaka.
Los ojos de Baiken, que se habían desviado a otro lado, volvieron a posarse en Musashi y le examinaron de la cabeza a los pies.
—Veamos, lo has mencionado hace un momento. Tu nombre… ¿Cómo te llamas?
—Miyamoto Musashi.
—¿Cómo escribes Musashi?
—Con los mismos caracteres que Takezō.
Entró la esposa y dejó sopa, encurtidos, palillos y un cuenco de arroz sobre la estera de paja delante de Musashi.
—¡Come! —le dijo sin ceremonia.
—Gracias —replicó Musashi.
Baiken esperó unos instantes y, como si hablara consigo mismo, dijo:
—El sake ya está caliente. —Sirvió a Musashi otra taza y le preguntó con naturalidad—: ¿Significa eso que de más joven te llamaban Takezō?
—Sí.
—¿Aún te llamaban así cuando tenías unos diecisiete años?
—Sí.
—¿Cuando tenías más o menos esa edad no estuviste por casualidad en la batalla de Sekigahara con otro muchacho que tendría los mismos años?
Ahora le tocó a Musashi el turno de sorprenderse.
—¿Cómo lo has sabido? —le preguntó lentamente.
—Oh, sé muchas cosas. También yo estuve en Sekigahara.
Al oír esto, Musashi se sintió mejor dispuesto hacia el hombre. También Baiken pareció de repente más amistoso.
—Ya me parecía que te había visto en alguna parte —dijo el herrero—. Supongo que coincidimos en el campo de batalla.
—¿También estabas en el campamento de Ukita?
—Por entonces vivía en Yasugawa, y fui a la guerra con un grupo de samuráis de ese lugar. Estuvimos en el frente, en primera línea.
—En ese caso, probablemente nos vimos entonces.
—¿Qué ha sido de tu amigo?
—No he vuelto a verle.
—¿Desde la batalla?
—No exactamente. Nos alojamos durante algún tiempo en una casa de Ibuki, esperando que mis heridas se curasen. Entonces nos separamos, y no he vuelto a verle.
Baiken hizo saber a su esposa que se habían quedado sin sake. Ella ya estaba en cama con el bebé.
—No hay más —respondió.
—Quiero más. ¡Ahora mismo!
—¿Por qué tienes que beber tanto precisamente esta noche?
—Estamos teniendo una charla interesante y necesitamos más sake.
—Pues ya no queda.
—¡Iwa! —llamó Baiken a través de la delgada pared de tablas en un ángulo de la herrería.
—¿Qué deseas, señor? —dijo el muchacho. Abrió la puerta y asomó la cabeza, agachándose, porque el dintel era muy bajo.
—Ve a casa de Onosaku y pídele prestada una botella de sake.
Musashi ya había bebido lo suficiente.
—Si no te importa, empezaré a comer —le dijo, empuñando los palillos.
—No, no, espera —replicó Baiken, y se apresuró a coger la muñeca de Musashi—. No es momento de comer. Ahora que he enviado al chico en busca de sake, toma un poco más.
—Si lo haces por mí, no deberías haberte molestado. No creo que pueda tomar una sola gota más.
—Venga, hombre —insistió Baiken—. Dijiste que querías saber más sobre la hoz de cadena y bola. Te diré todo cuanto sé, pero bebamos un poco mientras hablamos.
Cuando Iwa regresó con el sake, Baiken vertió un poco en un recipiente para calentarlo, lo colocó en el fuego y habló largo y tendido sobre la hoz de cadena y bola y las maneras de usarla ventajosamente en combate. Dijo a Musashi que lo mejor de aquella arma era que, al contrario que una espada, no daba al enemigo tiempo para defenderse. Además, antes de atacar directamente al enemigo era posible arrebatarle su arma con la cadena. Un lanzamiento hábil de la cadena, un fuerte tirón y el enemigo se quedaba sin espada.
Todavía sentado, Baiken le demostró una postura.
—Mira, sostienes la hoz con la mano izquierda y la bola con la derecha. Si el enemigo viene hacia ti, le atacas con la hoja y entonces le lanzas la bola a la cara. Ésta es una de las maneras. —Cambió de posición y siguió diciendo—: Ahora bien, en este caso, cuando hay cierto espacio entre tú y el enemigo, le arrebatas el arma con la cadena. No importa qué clase de arma sea, espada, lanza, palo, cualquier cosa.
Baiken siguió hablando, infatigable, le explicó a Musashi las maneras de arrojar la bola, le habló de las diez o más tradiciones orales referentes a la bola, del parecido de la cadena con una serpiente, de la posibilidad, alternando de un modo inteligente los movimientos de la cadena y la hoz, de crear ilusiones ópticas y hacer que la defensa del enemigo actuara en detrimento suyo, de los modos secretos de utilizar el arma.
Musashi estaba fascinado. Cuando le hablaban de tales cosas, escuchaba con todo su cuerpo, ansioso de absorber hasta el último detalle.
La cadena, la hoz, dos manos…
Mientras escuchaba, en su mente se formaban las semillas de otros pensamientos. «La espada puede usarse con una sola mano, pero un hombre tiene dos manos…».
La segunda botella de sake estaba vacía. Baiken había bebido mucho, pero era bastante más lo que había hecho beber a Musashi, el cual había sobrepasado en gran medida su límite y estaba más borracho de lo que había estado jamás hasta entonces.
—¡Eh, despierta! —le gritó Baiken a su esposa—. Deja que nuestro huésped duerma ahí. Tú y yo podemos dormir en la habitación del fondo. Ve a extender el futón.
La mujer no se movió.
—¡Levántate! —le ordenó Baiken alzando más la voz—. Nuestro huésped está cansado. Déjale acostarse.
Ahora la mujer tenía los pies calientes, y levantarse sería incómodo.
—Dijiste que podía dormir en la herrería con Iwa —musitó.
—Basta de cháchara. ¡Haz lo que te digo!
La mujer se levantó enojada y fue con paso airado a la habitación del fondo. Baiken cogió en brazos al niño dormido y dijo:
—El futón es viejo, pero tienes el fuego al lado. Si estás sediento, hay agua caliente sobre el hogar para el té. Acuéstate y ponte cómodo. —También él se dirigió a la habitación del fondo.
Cuando la mujer volvió para cambiar las almohadas, el mal humor había desaparecido de su semblante.
—Mi marido también ha bebido mucho y probablemente está cansado de su viaje —le dijo—. Dice que dormirá hasta tarde, por lo que puedes ponerte cómodo y dormir todo cuanto quieras. Mañana te prepararé un buen desayuno caliente.
—Gracias —dijo Musashi, pues no se le ocurrió nada más que decir. Estaba deseando quitarse los calcetines de cuero y el manto—. Muchísimas gracias.
Se metió bajo el edredón todavía caliente, pero su propio cuerpo estaba aún más caliente a causa de la bebida.
La mujer se quedó un momento en el umbral, mirándole, y entonces apagó la vela y le dio las buenas noches.
Musashi se sentía como si tuviera una prieta faja de acero alrededor de la cabeza. Las sienes le latían dolorosamente. Se preguntó por qué había bebido mucho más de lo habitual. A pesar de lo mal que se encontraba, no podía dejar de pensar en Baiken. ¿Por qué el herrero, que tan poco amable se mostró al principio, de repente se había vuelto amistoso, e incluso envió al aprendiz en busca de más sake? ¿Por qué su desagradable esposa se había vuelto de súbito dulce y solícita? ¿Por qué le habían cedido aquella cama cálida?
Todo ello parecía inexplicable, pero antes de que Musashi hubiese resuelto el misterio, se amodorró. Cerró los ojos, aspiró hondo varias veces y se cubrió con el edredón. Sólo su frente sobresalía, iluminada de vez en cuando por el chisporroteo del hogar. Poco a poco su respiración se hizo profunda y regular.
La esposa de Baiken se retiró sigilosamente a la habitación del fondo. El movimiento de sus pies sobre el tatami producía un leve sonido de adherencia.
Musashi tuvo un sueño, o más bien un fragmento de sueño que se repetía. Un recuerdo infantil revoloteaba por encima de su cerebro dormido como un insecto, tratando, al parecer, de escribir algo en caracteres luminosos. Oyó las palabras de una nana.
Duérmete, duérmete.
Los niños que duermen son dulces…
Estaba en su casa de Mimasaka, oyendo la nana que la esposa del herrero había cantado en el dialecto de Ise. Él era un bebé en los brazos de una mujer de piel clara y unos treinta años…, su madre… Aquella mujer tenía que ser su madre. Estaba junto al seno materno y alzaba los ojos hacia el rostro blanco.
«… traviesos. Y también hacen llorar a sus madres…». Meciéndole en sus brazos, su madre cantaba suavemente. Su cara delgada y de buena casta tenía una leve tonalidad azulada, como una flor de peral. Había una pared, un largo muro de piedra, sobre el que estaba colocada una hepática, y un muro de tierra por encima del cual las ramas se oscurecían con la proximidad de la noche. Las lágrimas brillaban en las mejillas de la madre, y el bebé las contemplaba extrañado.
—¡Vete! ¡Vuelve a tu hogar!
Era la voz amenazante de Munisai, procedente del interior de la casa. Y sus palabras eran una orden. La madre de Musashi se levantó lentamente. Echó a correr por un largo malecón de piedra. Gimiendo, entró en el río y vadeó hacia el centro.
El bebé, incapaz de hablar, se agitaba en los brazos de su madre, trataba de decirle que más adelante acechaba el peligro. Cuanto más se movía, tanto más fuerte le apretaba ella. Su mejilla húmeda restregaba la suya.
—Takezō —le dijo—, ¿eres el hijo de tu padre o de tu madre?
Munisai gritó desde la orilla. La madre se hundió bajo la superficie del río. El bebé fue a parar a la orilla pedregosa, donde quedó tendido, llorando con toda la fuerza de sus pulmones, entre prímulas en flor.
Musashi abrió los ojos. Cuando empezó a dormirse de nuevo, una mujer —¿su madre?, ¿otra?— se entrometió en el sueño y le despertó de nuevo. Musashi no recordaba el aspecto de su madre. A menudo pensaba en ella, pero no habría podido dibujar su rostro. Cada vez que veía otra madre, pensaba que quizá la suya propia había tenido el mismo aspecto.
«¿Por qué esta noche?», pensó.
El efecto del sake se había disipado. Abrió los ojos y contempló el techo. Entre la negrura del hollín había una luz rojiza, el reflejo de las brasas en el hogar. Su mirada se posó en el molinillo suspendido del techo, encima de él. Reparó también en que el olor de la madre y el niño permanecía aún bajo el edredón. Con un vago sentimiento de nostalgia, yació semidormido, la mirada fija en el molinillo.
El molinillo empezó a girar lentamente. No había nada extraño en ello, pues estaba hecho para girar, pero…, pero ¡no a menos que soplara la brisa! Musashi empezó a levantarse, y entonces se detuvo y escuchó atentamente. Oyó el tenue sonido de una puerta que alguien deslizaba con cuidado hasta cerrarla. El molinillo dejó de girar.
Musashi apoyó de nuevo la cabeza en la almohada y trató de imaginar qué estaba ocurriendo en la casa. Era como un insecto bajo una hoja que tratara de adivinar el tiempo que hacía arriba. Todo su cuerpo percibía el más ligero cambio en su entorno, sus nervios sensitivos estaban absolutamente tensos. Musashi sabía que su vida corría peligro, pero ¿por qué?
«¿Es esto una guarida de ladrones?», se preguntó al principio. Pero no podía ser, porque si fuesen ladrones profesionales, sabrían que él no poseía nada de valor. «¿Me guarda ese hombre rencor?». Eso tampoco parecía posible, pues Musashi estaba del todo seguro que nunca había visto a Baiken hasta entonces.
A pesar de que no podía imaginar un motivo, notaba en la piel y los huesos que alguien o algo estaba amenazando su vida. También sabía que, fuera lo que fuese, estaba muy cerca. Tenía que decidir rápidamente si seguía tendido y esperaba a que llegara, o se adelantaba y desaparecía de allí.
Deslizó la mano por encima del umbral y palpó el suelo de la herrería en busca de sus sandalias. Se calzó primero una y luego la otra, bajo el edredón, y salió por el extremo inferior de la yacija.
El molinillo empezó a girar de nuevo. A la luz del fuego, se movía como una flor embrujada. Había pisadas levemente audibles tanto fuera como dentro de la casa. Con suma cautela, Musashi juntó las ropas de cama, dándoles la forma aproximada de un cuerpo humano.
Bajo la cortinilla que colgaba del marco de la puerta aparecieron dos ojos, pertenecientes a un hombre que reptaba con su espada desenvainada. Otro, provisto de una lanza y pegado a la pared, se deslizó hasta el pie del futón. Los dos miraron las ropas de cama, aguzando el oído para percibir la respiración del durmiente. Entonces, como una nube de humo, un tercer hombre saltó adelante. Era Baiken, con la hoz en la mano izquierda y la bola en la derecha.
Las miradas de los tres hombres convergieron y sincronizaron sus respiraciones. El hombre que estaba a la cabecera del futón dio una patada a la almohada, y el que estaba al pie, saltó al espacio de la herrería y dirigió su lanza hacia la forma acostada.
Manteniendo la hoz a su espalda, Baiken gritó:
—¡Arriba, Musashi!
No hubo respuesta ni movimiento alguno procedente de la yacija.
El hombre de la lanza retiró el edredón.
—¡No está aquí! —gritó.
Baiken, confuso, lanzó una mirada a su alrededor y vio que el molinillo giraba rápidamente.
—¡Hay una puerta abierta en alguna parte!
Pronto otro hombre gritó airado. La puerta de la herrería que daba a un sendero que rodeaba la parte posterior de la casa estaba abierta unos tres pies, y por la abertura penetraba un viento cortante.
—¡Ha salido por aquí!
—¿Qué están haciendo esos idiotas? —exclamó Baiken, corriendo al exterior.
Desde debajo de los aleros y de entre las sombras salían unas formas negras.
—¡Maestro! ¿Ha salido todo bien? —inquirió una voz excitada.
Baiken rebosaba de ira.
—¿Qué quieres decir, idiota? ¿Por qué crees que te he puesto ahí para vigilar? ¡Se ha ido! Tiene que haber pasado por aquí.
—¿Se ha ido? ¿Cómo puede haber salido?
—¿Y tú me lo preguntas? ¡Asno estúpido! —Baiken regresó al interior de la casa y fue de un lado a otro nerviosamente—. Sólo puede haberse ido por dos sitios: o bien ha subido al vado de Suzuka o bien ha regresado a la carretera de Tsu. En cualquiera de los dos casos, no puede haber ido lejos. ¡ID a por él!
—¿Qué camino crees que ha seguido?
—¡Uf! Yo iré hacia Suzuka. ¡Vosotros cubrid la carretera de abajo!
Los hombres de dentro se sumaron a los de fuera, formando un grupo abigarrado de unos diez, todos ellos armados. Uno de ellos, provisto de un mosquete, parecía un cazador. Otro, con una espada corta, era probablemente un leñador.
Cuando partían, Baiken les gritó:
—Si le encontráis, disparad el mosquete, y luego reuníos todos.
Se alejaron velozmente, pero más o menos al cabo de una hora regresaron dispersos, atemorizados y hablando con desaliento entre ellos. Esperaban una reprimenda por parte de su jefe, pero al llegar a la casa encontraron a Baiken sentado en el suelo de la herrería, con los ojos bajos y el semblante inexpresivo.
Cuando intentaron animarle, les dijo:
—Ahora es inútil llorar por ello. —Buscando la manera de desahogar su ira, cogió un trozo de madera quemada y lo rompió bruscamente sobre una rodilla.
—¡Traed sake! Quiero beber. —Removió el fuego de nuevo y echó más leña.
La esposa de Baiken, que trataba de tranquilizar al bebé, le recordó que no había más sake. Uno de los hombres se ofreció a traerlo de su casa, cosa que hizo con diligencia. Pronto el brebaje estuvo caliente y circularon las tazas.
La conversación era esporádica y sombría.
—Me pone furioso.
—¡Ese asqueroso bastardo!
—Su vida está protegida por algún ensalmo, no me cabe duda.
—No te preocupes más, maestro. Has hecho todo lo que podías. Los hombres que estaban afuera han fracasado.
Los aludidos pidieron disculpas, avergonzados.
Intentaron emborrachar a Baiken, a fin de que pudiera dormir, pero él se quedó allí sentado, cejijunto por el amargor del sake, pero sin reprender a nadie por el fracaso.
Finalmente dijo:
—No debería haberle dado tanta importancia y pedir a tantos de vosotros que me ayudarais. Yo mismo podría haberme encargado de él, pero me pareció que sería mejor tener cuidado. Al fin y al cabo, mató a mi hermano, y Tsujikaze Temma no era un mal luchador.
—¿Es posible que ese rōnin sea realmente el muchacho que se escondió en casa de Okō hace cuatro años?
—Debe de serlo. Estoy seguro de que el espíritu de mi hermano muerto le ha traído aquí. Al principio esa idea no me pasó por la cabeza, pero entonces me dijo que había estado en Sekigahara y que antes se llamaba Takezō. Tiene la edad y el tipo apropiados para ser la persona que mató a mi hermano. Sé que fue él.
—Vamos, maestro, no pienses más en ello esta noche. Acuéstate y duerme un poco.
Todos le ayudaron a acostarse. Alguien recogió la almohada que habían lanzado por el aire de una patada y la colocó bajo su cabeza. En cuanto Baiken cerró los ojos, la cólera que le había llenado fue sustituida por sonoros ronquidos.
Los hombres intercambiaron gestos de asentimiento y se retiraron, dispersándose en la niebla de la madrugada. Todos ellos eran chusma, subordinados o saqueadores como Tsujikaze Temma de Ibuki y Tsujikaze Kōhei de Yasugawa, que ahora se hacía llamar Shishido Baiken. O bien eran parásitos al pie de la escala en la sociedad abierta. Obligados por los tiempos cambiantes, se habían convertido en granjeros, artesanos o cazadores, pero aún tenían dientes que estaban prestos a hincarse en personas honradas cuando surgiera la oportunidad.
Los únicos sonidos en la casa eran los que producían los habitantes de la casa dormidos y el mordisqueo de una rata de campo.
En el rincón del pasadizo que conectaba el taller y la cocina, junto a un gran horno de tierra, había un montón de leña. Por encima colgaba un paraguas y pesadas capas pluviales de paja. En las sombras entre el horno y la pared, una de las capas de paja se movió, lenta y silenciosamente, avanzando pared arriba hasta que quedó colgada de un clavo.
De repente la oscura figura de un hombre pareció salir de la misma pared, Musashi no se había alejado un solo paso de la casa. Tras salir de debajo del edredón, abrió la puerta de la herrería y luego se mezcló con la leña, bajando la capa de lluvia para cubrirse mejor.
Cruzó en silencio la herrería y miró a Baiken. Pensó que tenía adenoides, pues los ronquidos eran descomunales. La situación le pareció cómica, y sus labios dibujaron una sonrisa.
Permaneció allí un momento, pensando. Desde todos los puntos de vista, había ganado aquel encuentro con Baiken. La victoria era indiscutible. No obstante, el hombre acostado allí era el hermano de Tsujikaze Temma y había intentado asesinarle para consolar al espíritu de su difunto hermano…, un sentimiento admirable para un simple saqueador.
¿Debía Musashi acabar con él? Si le dejaba con vida, seguiría buscando una oportunidad de vengarse, y no había duda de que lo más seguro sería matarle allí mismo sin más dilación. Pero seguía pendiente la cuestión de si aquel hombre merecía que se tomara la molestia de matarlo.
Reflexionó durante un rato y por fin dio con lo que parecía la solución correcta. Fue a la pared a los pies de Baiken y descolgó una de las armas del herrero. Mientras extraía la hoja del surco, examinó el rostro del durmiente. Entonces, envolviendo un papel húmedo alrededor de la hoja, la colocó cuidadosamente sobre el cuello de Baiken. Retrocedió y contempló su obra.
El molinillo también dormía. Musashi pensó que, de no ser por la envoltura de papel, el juguete podría despertarse por la mañana y girar frenéticamente a la vista de la cabeza de su dueño caída desde la almohada.
Cuando Musashi mató a Tsujikaze Temma, tenía una razón para hacerlo y, en cualquier caso, aún ardía en él la fiebre de la batalla. Pero no tenía nada que ganar arrebatando la vida del herrero. Y, ¿quién podía saberlo? Si le mataba, el dueño infantil del molinillo podría pasarse la vida tratando de vengar el asesinato de su padre.
Aquella fue una noche en la que Musashi pensó mucho en sus padres. Allí, al lado de la familia dormida, sintió un poco de envidia. Notaba en el aire el leve aroma dulzón de la leche materna. Incluso se sintió un poco reacio a marcharse.
Les habló en su corazón: «Siento haberos molestado. Dormid bien». Sigilosamente abrió la puerta principal y salió.