La mosca de mayo en invierno

Cada mañana, después de terminar sus deberes en el santuario, las doncellas que vivían en la Casa de las Vírgenes iban, libros en mano, al aula de la casa de Arakida, donde estudiaban gramática y practicaban la composición de poemas. Para sus representaciones de danzas religiosas vestían el atuendo oficial: un blanco kimono de seda con un faldón acampanado de color carmesí llamado hakama, pero ahora llevaban el kimono de mangas cortas y el hakama de algodón blanco que se ponían para estudiar o hacer las tareas domésticas.

Un grupo de ellas salían en tropel por la puerta trasera cuando una exclamó:

—¿Qué es eso?

Señalaba el bulto con las espadas atadas que seguía en el lugar donde Musashi lo había dejado la noche anterior.

—¿De quién creéis que es esto?

—Debe de pertenecer a un samurái.

—¿No es evidente?

—No, es posible que un ladrón lo haya dejado aquí.

Se miraron perplejas unas a otras y tragaron saliva, como si hubieran tropezado con el bandido en persona, con una tira de cuero alrededor de la cabeza y haciendo la siesta.

—Tal vez deberíamos decírselo a Otsū —sugirió una de ellas.

Y de común acuerdo regresaron corriendo al dormitorio y, desde debajo de la barandilla ante la habitación de Otsū, la llamaron.

—¡Sensei, sensei! Hay algo extraño aquí abajo. ¡Ven a verlo!

Otsū dejó su pincel de escritura sobre la mesa y asomó la cabeza a la ventana.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Un ladrón ha abandonado sus espadas y un fardo. Están ahí, colgando en la pared de atrás.

—¿De veras? Será mejor que lo llevéis a la casa de Arakida.

—¡No podemos! Nos da miedo tocarlo.

—¿Estáis armando un escándalo por nada? Id corriendo a la clase y no perdáis más tiempo.

Cuando Otsū bajó de su habitación, las muchachas se habían ido. En sus aposentos no quedaban más que la anciana encargada de cocinar y una de las sirvientas que había caído enferma.

—¿De quién son esas cosas que cuelgan ahí? —preguntó Otsū a la cocinera.

Naturalmente, la mujer no lo sabía.

—Las llevaré a la casa de Arakida —dijo Otsū.

Cuando descolgó el bulto y las espadas casi las dejó caer, tal era su peso. Arrastrándolo todo con ambas manos, se preguntó cómo los hombres podían desplazarse cargados con tanto peso.

Otsū y Jōtarō habían llegado allí dos meses antes, tras haber viajado por los caminos de Iga, Ōmi y Mino en busca de Musashi. Al llegar a Ise decidieron instalarse para pasar el invierno, puesto que sería difícil avanzar entre las montañas cubiertas de nieve. Al principio Otsū dio lecciones de flauta en el distrito de Toba, pero luego llamó la atención del cabeza de la familia Arakida, el cual, en su calidad de ritualista oficial, tenía un rango que sólo estaba por debajo del sacerdote principal.

Cuando Arakida pidió a Otsū que fuese al santuario para enseñar a las doncellas, ella accedió, no tanto por el deseo de enseñar como por el interés que tenía de aprender la música antigua y sagrada. Le atrajo, además, la paz que reinaba en el bosque del santuario, así como la idea de vivir algún tiempo con las doncellas del santuario, la más joven de las cuales tenía trece o catorce años, y la mayor alrededor de veinte.

Jōtarō había sido un obstáculo para que Otsū consiguiera su posición, pues estaba prohibido que un varón, incluso de su edad, viviera en los mismos aposentos que las doncellas. Llegaron al acuerdo de que Jōtarō barrería los sagrados jardines por el día y pasaría las noches en la leñera de los Arakida.

Cuando Otsū recorría los jardines del santuario, una brisa imponente y misteriosa silbaba entre los árboles desnudos. Una delgada columna de humo se alzaba de un bosquecillo lejano, y Otsū pensó en Jōtarō, quien probablemente estaba limpiando los terrenos con su escoba de bambú. Se detuvo y sonrió, satisfecha de que el incorregible muchacho se portara bien por fin, aplicándose con obediencia a sus tareas a una edad en que los muchachos sólo piensan en jugar y divertirse.

Oyó un fuerte crujido, como el de una rama arrancada de un árbol. Cuando lo oyó por segunda vez, la joven sujetó con firmeza su carga y corrió por el sendero a través del bosquecillo, gritando:

—¡Jōtarō! ¡Jōotarōo!

—¿Qué? —respondió él vigorosamente, y al cabo de un instante ella oyó sus apresuradas pisadas, pero cuando el chico apareció ante ella se limitó a decirle—: Ah, eres tú.

—Creía que estabas trabajando —le reconvino Otsū con severidad—. ¿Qué estás haciendo con esa espada de madera? Y además vestido con tu ropa de faena blanca.

—Estaba practicando con los árboles.

—Nadie te impide trabajar, pero no aquí, Jōtarō. ¿Has olvidado dónde estás? Este jardín simboliza paz y pureza. Es un lugar sagrado, dedicado a la diosa que es la antecesora de todos nosotros. Mira ahí. ¿No ves que ese letrero dice que está prohibido causar daño a los árboles o herir o matar a los animales? Es una vergüenza que alguien que trabaja aquí se dedique a romper ramas con una espada de madera.

—Sí, ya lo sé —gruñó él, con una expresión de resentimiento en el semblante.

—Si lo sabes, ¿por qué lo haces? ¡Si el maestro Arakida te sorprende haciéndolo, te verás en un buen aprieto!

—No veo que tiene de malo romper ramas muertas. Si están muertas no hay ningún motivo para no cortarlas, ¿no crees?

—¡Te digo que aquí no puedes hacer eso!

—¡Vaya, cuánto sabes! Permíteme que te haga una pregunta.

—¿Qué quieres saber?

—Si este jardín es tan importante, ¿por qué no lo cuidan mejor?

—Es una vergüenza que no lo hagan. Dejar que se estropee así es como dejar que le crezcan a uno malas hierbas en el alma.

—No sería tan malo si se tratara sólo de malas hierbas, pero mira los árboles. A los alcanzados por el rayo los han dejado morir, y los derribados por los tifones están tendidos donde cayeron. Todo el bosque está lleno de árboles muertos, los pájaros han picoteado los tejados de los edificios, que están llenos de goteras, y nadie arregla nunca los faroles de piedra cuando se les rompe alguna parte. ¿Cómo puedes creer que este lugar es importante? Escucha, Otsū, ¿no es el castillo de Osaka blanco y deslumbrante cuando lo ves desde el mar en Settsu? ¿No está construyendo Tokugawa Ieyasu castillos más espléndidos en Fushimi y otra docena de lugares? ¿No destellan con sus adornos dorados las casas nuevas de los daimyōs y los ricos comerciantes de Kyoto y Osaka? ¿No dicen los maestros de la ceremonia del té Rikyū y Kobori Enshū que incluso una mota de polvo fuera de lugar en el jardín de la casa de té estropea el sabor del té? Pero este jardín se está convirtiendo en una ruina. ¡Si las únicas personas que trabajamos en él somos yo y tres o cuatro viejos! Y mira lo grande que es.

—¡Jōtarō! —dijo Otsū, poniéndole la mano bajo la barbilla y alzándole la cara—. No has hecho más que repetir palabra por palabra lo que dijo el maestro Arakida en una clase.

—Ah, ¿tú también la oíste?

—Naturalmente —replicó ella en tono de reproche.

—Ya, bueno, uno no puede ganar siempre.

—Repetir como un loro lo que dice el maestro Arakida no te servirá de nada conmigo. No lo apruebo, aunque lo que él dice sea correcto.

—Tiene razón, ¿sabes? Cuando le oigo hablar, me pregunto si Nobunaga, Hideyoshi e Ieyasu son realmente unos hombres tan grandes. Ya sé que son importantes, pero ¿es de veras tan maravilloso dominar el país cuando tienes la idea de que eres la única persona que cuenta en él?

—Bueno, Nobunaga y Hideyoshi no eran tan malos como algunos de los demás. Por lo menos repararon el palacio imperial de Kyoto e intentaron hacer feliz a la gente. Aunque sólo hicieran esas cosas para justificar su conducta ante sí mismos y los demás, siguen teniendo mucho mérito. Los shogunes Ashikaga fueron mucho peores.

—¿Cómo?

—Has oído hablar de la guerra de Ōnin, ¿no?

—Humm.

—Los shogunes Ashikaga eran tan incompetentes que la guerra civil era constante: unos guerreros luchaban continuamente con otros para conseguir más territorio. La gente ordinaria no tenía un momento de paz, y a nadie le preocupaba lo más mínimo el conjunto del país.

—¿Te refieres a esas famosas batallas entre los Yamana y los Hosokawa?

—Sí… Fue en ese tiempo, hace más de cien años, cuando Arakida Ujitsune llegó a ser sacerdote jefe del santuario de Ise, y ni siquiera había suficiente dinero para continuar las antiguas ceremonias y ritos sagrados. En veintisiete ocasiones Ujitsune solicitó ayuda al gobierno para reparar los edificios del santuario, pero la corte imperial era tan pobre y el shogunado tan débil y los guerreros estaban tan ocupados derramando sangre que no les importaba lo que ocurría. Con todo, Ujitsune fue de un lado a otro, planteando su petición, hasta que por fin logró levantar un nuevo santuario. Es una historia triste, ¿verdad? Pero bien mirado, cuando la gente se hace mayor olvida que debe la vida a sus antepasados, de la misma manera que todos nosotros debemos nuestras vidas a la diosa de Ise.

Satisfecho consigo mismo por haber obtenido de Otsū ese largo y apasionado discurso, Jōtarō dio un salto, riendo y batiendo palmas.

—¿Quién imita ahora como un loro al maestro Arakida? Creías que no había oído antes ese relato, ¿verdad?

—¡Oh, eres imposible! —exclamó Otsū, riéndose.

Le habría dado un cachete, pero el fardo que sujetaba se lo impedía. Sin dejar de sonreír, miraba ferozmente al chiquillo, el cual se fijó por fin en el extraño bulto.

—¿De quién es eso? —le preguntó, extendiendo la mano.

—¡No lo toques! No sabemos de quién es.

—No voy a romper nada, sólo quiero echar un vistazo. Apuesto a que las espadas son pesadas. La larga es muy grande, ¿eh? —A Jōtarō se le hacía la boca agua.

—¡Sensei! —Con un ruido sordo de sandalias de paja, una de las doncellas del santuario se acercó corriendo—. El maestro Arakida te llama. Creo que quiere que hagas algo. —Sin detenerse apenas, la muchacha dio media vuelta y regresó corriendo.

Jōtarō miró a su alrededor en las cuatro direcciones, con una expresión de perplejidad en el rostro. El sol invernal brillaba entre los árboles y las ramitas se movían como pequeñas olas. Parecía como si el muchacho hubiera visto un fantasma entre los espacios iluminados por el sol.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Otsū—. ¿Qué estás mirando?

—No es nada —replicó el muchacho, desalentado—. Cuando esa chica dijo «maestro», por un momento creí que se refería a mi maestro.

También Otsū se sintió de repente triste y un poco enojada. Aunque Jōtarō había hecho su observación con toda inocencia, ¿por qué había tenido que mencionar a Musashi?

A pesar de los consejos de Takuan, la idea de eliminar de su corazón la añoranza que sentía por Musashi era inconcebible para ella. Takuan carecía de sentimientos. En cierto modo Otsū se apiadaba de él por su aparente desconocimiento del significado del amor.

El amor era como un dolor de muelas. Cuando Otsū estaba ocupada no le molestaba, pero cuando le acometían los recuerdos experimentaba el impulso de salir de nuevo a la carretera en su busca, encontrarle, apoyar la cabeza en su pecho y verter lágrimas de felicidad.

Empezó a caminar en silencio. ¿Dónde estaba él? Pensó que de todas las penas que asedian a los seres humanos, sin duda la más atormentadora, la más atroz, la más dolorosa era la de no poder ver al hombre por el que una suspira. Siguió adelante, las lágrimas deslizándose por sus mejillas.

Las pesadas espadas con sus desgastadas guarniciones no significaban nada para ella. ¿Cómo habría podido saber que llevaba en sus brazos las pertenencias de Musashi?

Jōtarō, consciente de que había cometido alguna inconveniencia, la seguía entristecido a corta distancia. Entonces, cuando Otsū se volvió para cruzar el portal de la casa de Arakida, el chiquillo corrió a su lado y le preguntó:

—¿Estás enfadada por lo que he dicho?

—Oh, no, no es nada.

—Lo siento, Otsū, de veras.

—No tienes la culpa. Es que estoy más bien triste, pero no te preocupes por ello. Voy a ver qué desea el maestro Arakida. Vuelve a tu trabajo.

Arakida Ujitomi llamaba a su hogar la Casa del Estudio. Había convertido parte del edificio en escuela, a la que asistían no sólo las doncellas del santuario sino también cuarenta o cincuenta niños más de los tres condados que pertenecían al santuario de Ise. Intentaba impartir a los jóvenes un tipo de enseñanza que por entonces no era muy popular: el estudio de la historia japonesa antigua, que en las ciudades y pueblos más sofisticados se consideraba irrelevante. La historia antigua del país tenía una íntima relación con el santuario de Ise y sus tierras, pero en la época actual la gente tendía a confundir el sino de la nación con el de la clase guerrera, y lo que ocurrió en el pasado remoto contaba poco. Ujitomi libraba en solitario una batalla para plantar las simientes de una cultura anterior, más tradicional, entre los jóvenes de la región donde estaba el santuario. Otros afirmaban que las regiones provinciales no tenían nada que ver con el destino nacional, pero el punto de vista de Ujitomi era diferente. Si podía explicar el pasado a los niños locales, existía la posibilidad de que algún día el espíritu de ese pasado medrase como un gran árbol en el bosque sagrado.

Con perseverancia y dedicación, cada día hablaba a los niños de los clásicos chinos y el Registro de Asuntos Antiguos, la historia más primitiva de Japón, confiando en que sus alumnos acabaran por valorar esos libros. Llevaba haciendo esto más de diez años. A su modo de ver, Hideyoshi podía apoderarse del país y proclamarse regente, Tokugawa Ieyasu podía convertirse en el omnipotente shōgun «subyugador de los bárbaros», pero los niños, al igual que sus mayores, no debían confundir la estrella afortunada de un héroe militar con el hermoso sol. Si trabajaba con paciencia, los jóvenes llegarían a comprender que era la gran diosa del Sol, y no un rudo dictador guerrero, quien simbolizaba las aspiraciones de la nación.

Arakida salió de su espaciosa aula con el rostro un poco sudoroso. Mientras los niños salían como un enjambre de abejas y corrían de regreso a sus casas, una doncella del santuario le dijo que Otsū le estaba esperando.

Algo aturdido, el maestro replicó:

—Es cierto, la he mandado llamar, ¿verdad? Me había olvidado por completo. ¿Dónde está?

Otsū estaba fuera de la casa, donde había permanecido en pie durante un rato, escuchando la lección de Arakida.

—Aquí estoy —le dijo—. ¿Me llamabais?

—Perdona por haberte hecho esperar. Puedes pasar.

La condujo a su gabinete privado, pero antes de sentarse, indicó los objetos que ella transportaba y le preguntó qué eran. La joven le explicó cómo habían llegado a su poder. El maestro entrecerró los ojos y miró las espadas con suspicacia.

—Los fieles ordinarios no vendrían aquí con cosas así —comentó—. Y ayer por la tarde no estaban en ese lugar. Alguien debe de haber saltado por encima del muro durante la noche. —Con una expresión de disgusto, gruñó—: Debe de ser una broma de algún samurái, pero no me hace gracia.

—¿Pensáis en alguien deseoso de sugerir que ha estado un hombre en la Casa de las Vírgenes?

—Así es. La verdad es que de eso es de lo que quería hablarte.

—¿Me afecta de alguna manera?

—Mira, no te lo tomes a mal, pero he aquí lo que sucede. Cierto samurái me ha reconvenido por alojarte en el mismo dormitorio de las doncellas del santuario. Dice que me advierte por mi propio bien.

—¿Acaso he hecho algo que tiene consecuencias para vos?

—No hay ningún motivo para que te alteres. Es sólo que…, bueno, ya sabes cómo habla la gente. No te enfades pero, al fin y al cabo, no eres exactamente una doncella. Has tenido contacto con hombres y la gente dice que permitir que una mujer que no es virgen viva con las chicas en la Casa de las Vírgenes es una mancha para el santuario.

A pesar del tono despreocupado de Arakida, lágrimas de cólera llenaron los ojos de Otsū. Era cierto que había viajado mucho, que estaba acostumbrada a conocer gente, que había deambulado por la vida con su antiguo amor aferrado a su corazón. Tal vez era natural que la gente la tomara por una mujer mundana. Sin embargo, que la acusaran de no ser casta cuando en realidad lo era, resultaba una experiencia demoledora.

Arakida no parecía conceder mucha importancia al asunto. Sencillamente le preocupaba que la gente murmurase, y como era el final del año «y todo eso», como lo expresó él, quería saber si ella se avendría a poner fin a las clases de flauta y marcharse de la Casa de las Vírgenes.

Otsū accedió en seguida, no como una admisión de culpabilidad, sino porque no había planeado quedarse y no quería causar problemas, sobre todo al maestro Arakida. A pesar de lo resentida que estaba por la falsedad del chismorreo, se apresuró a darle las gracias por la amabilidad que había tenido con ella durante su estancia y le dijo que se marcharía aquel mismo día.

—No hay tanta prisa —le aseguró él. Cogió de su pequeña estantería un poco de dinero y lo envolvió en papel.

Jōtarō, que había seguido a Otsū, eligió aquel momento para asomar la cabeza desde la terraza y susurrar:

—Si te marchas, iré contigo. De todos modos estoy cansado de barrer su viejo jardín.

—Aquí tienes un pequeño obsequio —le dijo Arakida—. No es mucho, pero tómalo para ayudarte en tu viaje. —Le tendió el envoltorio que contenía unas monedas de oro.

Otsū no quiso tocarlo. Con una expresión de sorpresa, le dijo que no merecía ninguna paga tan sólo por dar unas lecciones de flauta a las niñas. Más bien era ella quien debería pagar por la comida y el alojamiento.

—No, no podría aceptar dinero de ti, pero si vas a Kyoto, hay algo que desearía que hicieras por mí. Puedes considerar este dinero como pago de un favor.

—Haré gustosa lo que me pidáis, pero vuestra amabilidad es suficiente pago.

Arakida se volvió a Jōtarō.

—¿Por qué no se lo doy a él? El chico podrá comprarte cosas a lo largo del camino.

—Gracias —dijo Jōtarō, y se apresuró a extender la mano y aceptar el envoltorio. Como si hubiera tenido una ocurrencia tardía, miró a Otsū y le preguntó—: Puedo cogerlo, ¿no?

Ante el hecho consumado, ella cedió y dio las gracias a Arakida.

—El favor que quiero pedirte, es que entregues un paquete de mi parte al señor Karasumaru Mitsuhiro, que vive en el Horikawa de Kyoto. —Mientras hablaba, tomó dos rollos de los estantes alineados en la pared—. Hace un par de años, el señor Karasumaru me pidió que pintara estos pergaminos, y por fin los he terminado. Él se propone escribir el comentario que acompaña a las imágenes y ofrecer los pergaminos al emperador. Por ese motivo no quiero confiarlos a un mensajero o correo ordinario. ¿Te los llevarás y pondrás cuidado para que no se mojen o ensucien por el camino?

Se trataba de un encargo de inesperada importancia, y Otsū titubeó al principio. Pero difícilmente podía negarse, y al cabo de un momento accedió. Entonces Arakida tomó una caja y papel encerado, pero antes de envolver y sellar los pergaminos dijo:

—Tal vez debería enseñártelos primero.

Se sentó y empezó a desenrollar las pinturas en el suelo ante ellos. Era evidente que estaba orgulloso de su trabajo y él mismo quería verlo por última vez antes de entregarlo.

Otsū se quedó boquiabierta ante la belleza de los rollos pintados, y Jōtarō los miró con los ojos muy abiertos, agachándose para examinarlos más de cerca. Puesto que el comentario aún no había sido escrito, ninguno de ellos sabía cuál era la historia representada, pero a medida que Arakida desenrollaba una escena tras otra, vieron ante ellos un cuadro de la vida en la antigua corte imperial, meticulosamente ejecutado con espléndidos colores y toques de oro en polvo. Eran pinturas en estilo Tosa, que derivaba del arte clásico japonés.

Aunque a Jōtarō nunca le habían enseñando arte, estaba deslumbrado por lo que veía.

—Mire ese fuego —exclamó—. Parece que esté ardiendo de verdad.

—No toques la pintura —le amonestó Otsū—. Sólo mírala.

Mientras contemplaban extasiados aquella obra de arte, entró un sirviente y, en voz muy baja, dijo algo a Arakida, el cual asintió y replicó:

—Ya veo. Supongo que está bien. Pero, por si acaso, será mejor que ese hombre firme un recibo.

Dicho esto, dio al sirviente el fardo y las dos espadas que Otsū le había traído.

Al enterarse de que su maestra de flauta se marchaba, las muchachas de la Casa de las Vírgenes se quedaron desconsoladas. Durante los dos meses que había pasado con ellas, habían llegado a considerarla como una hermana mayor, y cuando se reunieron alrededor de ella sus rostros estaban sombríos.

—¿Es cierto?

—¿Te marchas realmente?

—¿Cuándo volverás?

Desde el otro lado del aposento, Jōtarō gritó:

—Estoy listo. ¿Por qué tardas tanto?

Se había quitado la túnica blanca y vestía de nuevo su habitual kimono corto, con la espada de madera al costado. De su espalda colgaba en diagonal la caja envuelta en un paño que contenía los pergaminos.

—¡Vaya, qué rapidez! —le dijo Otsū desde la ventana.

—¡Yo siempre soy rápido! —replicó Jōtarō—. ¿Aún no estás preparada? ¿Por qué tardan tanto las mujeres en vestirse y hacer el equipaje? —Estaba tomando el sol en el patio, y bostezaba perezosamente. Pero, siendo impaciente por naturaleza, no había tardado en aburrirse—. ¿Aún no has terminado? —insistió.

—En seguida voy —respondió Otsū. Ya había terminado de hacer el equipaje, pero las chicas no le dejaban marcharse. Otsū intentó separarse de ellas, diciéndoles con dulzura—: No estéis tristes. Vendré a visitaros uno de estos días. Hasta entonces, cuidaos.

Tenía la incómoda sensación de que eso no era cierto, pues en vista de lo que había sucedido, parecía improbable que regresara jamás.

Tal vez las muchachas lo sospechaban. Varias de ellas estaban llorando. Finalmente, alguna sugirió que acompañaran a Otsū hasta el puente sagrado sobre el río Isuzu. Entonces todas se apiñaron a su alrededor y la escoltaron fuera de la casa. Como no vieron a Jōtarō de inmediato, ahuecaron las manos a los lados de la boca para llamarle por su nombre, pero no tuvieron respuesta. Otsū, demasiado acostumbrada a la forma de ser del chiquillo para que su ausencia le preocupara, les dijo:

—Probablemente se ha cansado de esperar y ha emprendido la marcha solo.

—¡Qué chico tan desagradable! —exclamó una de las muchachas.

Otra miró de repente a Otsū y le preguntó:

—¿Es tu hijo?

—¿Mi hijo? ¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa? ¡No tendré los veintiuno hasta el año que viene! ¿Acaso parezco lo bastante mayor para tener un hijo tan mayor?

—No, pero alguien dijo que era tuyo.

Otsū recordó su conversación con Arakida y se ruborizó. Entonces se consoló diciéndose que poco importaba lo que la gente dijese mientras Musashi tuviera fe en ella.

En aquel momento Jōtarō llegó corriendo.

—Eh, ¿qué ocurre? —dijo con mala cara—. ¡Primero me haces esperar tanto tiempo y luego te marchas sin mí!

—Pero no estabas donde debías estar —señaló Otsū.

—Podrías haberme buscado, ¿no? Allá, en la carretera de Toba, he visto a un hombre que se parecía un poco a mi maestro. Corrí a ver si se trataba realmente de él.

—¿Alguien que se parecía a Musashi?

—Sí, pero no era él. Fui hasta aquella hilera de árboles y miré bien al hombre desde atrás, pero no podía tratarse de Musashi. Quienquiera que fuese, cojeaba.

Siempre ocurría lo mismo cuando Otsū y Jōtarō viajaban. No pasaba un solo día sin que experimentaran un destello de esperanza, seguido de decepción. Adondequiera que fuesen, veían a alguien que les recordaba a Musashi…, el hombre que pasaba junto a la ventana, el samurái en el barco que acababa de zarpar, el rōnin a caballo, el entrevisto pasajero en un palanquín. Llenos de esperanza, corrían para asegurarse, y al final se miraban mutuamente, abatidos. Eso había ocurrido docenas de veces.

Por este motivo, Otsū no estaba tan alterada como podría haberlo estado en otras circunstancias, aunque Jōtarō parecía alicaído. Ella se rio del incidente y le dijo:

—Es una pena que te hayas equivocado, pero no te enfades conmigo por haber partido sin ti, pues pensé que te encontraría en el puente. ¿Sabes? Todo el mundo dice que si empiezas un viaje de mal humor, estarás enojado durante todo el camino. Anda, hagamos las paces.

Aunque parecía satisfecho, Jōtarō se volvió y dirigió una ruda mirada a las muchachas que les seguían.

—¿Qué están haciendo aquí? —le preguntó—. ¿Vienen con nosotros?

—Claro que no. Sólo están tristes por mi marcha, y son tan amables de escoltarnos hasta el puente.

—Oh, sí, son muy amables, desde luego —dijo Jōtarō, imitando a Otsū y haciendo reír a todas.

Ahora que él se había unido al grupo, la angustia de la partida remitió y las chicas recobraron su animación.

—Otsū —le dijo una de ellas—, estás siguiendo una dirección equivocada. Ése no es el camino del puente.

—Lo sé —replicó Otsū en voz baja.

Había girado hacia el portal Tamagushi para presentar sus respetos en el santuario interior. Batió palmas una sola vez, inclinó la cabeza hacia el lugar sagrado y permaneció en una actitud de plegaria silenciosa durante unos momentos.

—Ay, ya veo —murmuró Jōtarō—. No cree que deba marcharse sin despedirse de la diosa. —Se conformó con observar desde cierta distancia, pero las muchachas empezaron a darle codazos y preguntarle por qué no seguía el ejemplo de Otsū—. ¿Yo? —preguntó el chiquillo con incredulidad—. No quiero inclinarme ante ningún viejo santuario.

—No deberías decir eso. Algún día recibirás tu castigo.

—Me sentiría como un tonto haciendo esas reverencias.

—¿Por qué es una tontería presentar tus respetos a la diosa del Sol? No es como una de esas deidades menores que adoran en las ciudades.

—Ya lo sé.

—Bueno, entonces, ¿por qué no le presentas tus respetos?

—¡Porque no quiero!

—¡Te gusta llevar la contraria, eh!

—¡Callaos todas vosotras, hembras locas!

Las muchachas lanzaron a coro una exclamación, consternadas por la rudeza del chiquillo.

—¡Qué monstruo! —dijo una de ellas.

Por entonces Otsū había terminado de hacer sus reverencias y regresaba hacia ellos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. Parecéis irritadas.

—Nos ha llamado hembras locas, sólo porque intentamos que se inclinara ante la diosa.

—Mira, Jōtarō, sabes que eso no está bien —le amonestó Otsū—. Realmente deberías decir una plegaria.

—¿Para qué?

—¿No dijiste acaso que cuando creías que Musashi estaba a punto de morir a manos de los sacerdotes de Hōzōin, alzaste las manos y rezaste tan fuerte como pudiste? ¿Por qué no puedes rezar aquí también?

—Pero…, bueno, están todas mirando.

—De acuerdo, nos daremos la vuelta para no verte.

Todas dieron la espalda al muchacho, pero Otsū miró brevemente por encima del hombro. El chico se dirigió obedientemente al portal Tamagushi. Cuando llegó, se colocó ante el santuario y, de una manera muy juvenil, hizo una reverencia profunda y rápida como el rayo.