La montaña Águila

En las décadas de 1550 y 1560, los maestros de esgrima más famosos de Japón oriental eran Tsukahara Bokuden y el señor Kōizumi de Ise, cuyos rivales en Honshu central eran Yoshioka Kempō de Kyoto y Yagyū Muneyoshi de Yamato. Estaba, además, el señor Kitabatake Tomonori de Kuwana, que fue maestro de las artes marciales y un gobernador sobresaliente. Mucho después de su muerte, las gentes de Kuwana hablaban de él con afecto, pues para ellos simbolizaba la esencia del buen gobierno y la prosperidad.

Cuando Kitabatake estudiaba con Bokuden, éste le transmitió su Arte Supremo de la Esgrima: el más secreto de sus métodos secretos. El hijo de Bokuden, Tsukahara Hikoshirō, heredó el nombre y las propiedades de su padre, pero no recibió el legado de su tesoro secreto. Por este motivo el estilo Bokuden no se extendió por el este, donde actuaba Hikoshirō, sino en la región de Kuwana, donde gobernaba Kitabatake.

Cuenta la leyenda que a la muerte de Bokuden, Hikoshirō fue a Kuwana e intentó engañar a Kitabatake para que le revelara el método secreto. Parece ser que le dijo: «Mi padre me lo enseñó hace mucho tiempo, y tengo entendido que también te lo enseñó a ti. Pero últimamente me pregunto si lo que nos enseñó a cada uno de nosotros es en verdad lo mismo. Puesto que los secretos fundamentales del Camino nos interesan mutuamente, creo que deberíamos comparar lo que aprendimos, ¿no te parece?».

Aunque Kitabatake comprendió en seguida que Bokuden no se proponía nada bueno, accedió a efectuar una demostración, pero de lo que Hikoshirō se enteró entonces fue sólo de la forma externa del Arte Supremo de la Esgrima, no de su secreto más profundo. El resultado fue que Kitabatake siguió siendo el único maestro del verdadero estilo Bokuden, para aprender el cual los estudiantes tenían que ir a Kuwana. En el este, Hikoshirō transmitió como auténtico el espurio cascarón hueco de la habilidad de su padre: su forma sin el corazón.

En cualquier caso, eso era lo que se contaba a todo viajero que pusiera pie en la región de Kuwana. Como relato no era malo y, puesto que se basaba en hechos, era más plausible y no tan intrascendente como la mayor parte de la miríada de cuentos folclóricos locales con los que se pretendía reafirmar el carácter único de sus amadas ciudades y provincias.

Cuando Musashi bajaba por la montaña Tarusaka, en dirección a la ciudad fortificada de Kuwana, escuchó el relato de la leyenda de labios de su caballerizo. Asintió y dijo cortésmente: «¿De veras? Qué interesante». Era a mediados del último mes del año, y aunque el clima de Ise es relativamente cálido, el viento que soplaba en el puerto de montaña desde la ensenada de Nako era frío y cortante.

Llevaba tan sólo un delgado kimono, una prenda interior de algodón y un manto sin mangas, indumentaria demasiado ligera desde todos los puntos de vista y, además, notoriamente sucia. Su cara no estaba tanto bronceada como ennegrecida por el sol. Sobre la cabeza castigada por la intemperie, su sombrero de juncos desgastado y raído parecía absurdamente superfluo. Si lo hubiese abandonado a lo largo del camino, nadie se habría molestado en recogerlo. Su cabello, que no había sido lavado desde hacía muchos días, estaba recogido detrás de la cabeza, pero aún así parecía un nido de pájaros. Y lo que había estado haciendo en los últimos seis meses, fuera lo que fuese, había dado a su piel el aspecto de cuero bien curtido. Sus ojos tenían un brillo perlino, engastados en el rostro negro como el carbón.

El caballerizo se había preocupado desde que aceptó a aquel jinete desaliñado. Dudaba de que llegara a recibir su paga, y estaba seguro de que no vería la tarifa de regreso desde su destino en las profundidades de las montañas.

—Señor —dijo con cierta timidez.

—¿Humm?

—Llegaremos a Yokkaichi un poco antes de mediodía y a Kameyama al anochecer, pero será noche cerrada antes de que lleguemos al pueblo de Ujii.

—Humm.

—¿Os parece bien que sea así?

—Humm.

Musashi estaba más interesado en la vista de la ensenada que en hablar, y el caballerizo, por mucho que lo intentara, no lograba sacarle más respuesta que un gesto de asentimiento y un evasivo «humm».

Probó de nuevo.

—Ujii no es más que un villorrio a unas ocho millas en el interior de las montañas desde la cresta del monte Suzuka. ¿Cómo es que os dirigís a semejante lugar?

—Voy a ver a alguien.

—No hay más que unos pocos campesinos y leñadores.

—Tengo entendido que en Kuwana hay un hombre muy diestro con la hoz de cadena y bola.

—Supongo que ése debe de ser Shishido.

—Sí, en efecto. Se llama Shishido no sé qué.

—Shishido Baiken.

—Eso es.

—Es un forjador, hace guadañas. Recuerdo haber oído decir que es bueno con esa arma. ¿Estás estudiando las artes marciales?

—Humm.

—Bien, en tal caso, en vez de visitar a Baiken te sugiero que vayas a Matsuzaka. Ahí están algunos de los mejores espadachines de la provincia de Ise.

—¿Quiénes, por ejemplo?

—Uno de ellos es Mikogami Tenzen.

Musashi asintió.

—Sí, he oído hablar de él. —No dijo más, dando la impresión de que estaba familiarizado con las hazañas de Mikogami.

Cuando llegaron al pueblecito de Yokkaichi, Musashi se encaminó cojeando penosamente a un tenderete, pidió una caja de comida y se sentó a comer. Tenía un pie vendado alrededor del empeine, debido a una herida infectada en la planta, lo cual explicaba por qué había alquilado un caballo en vez de caminar. A pesar del cuidado habitual que tenía con su cuerpo, unos días antes, en la bulliciosa localidad portuaria de Narumi, había pisado una tabla de la que sobresalía un clavo. Su pie rojo e hinchado parecía un caqui encurtido, y desde el día anterior tenía fiebre.

A su modo de ver, había librado un combate con un clavo, y éste salió vencedor. Como estudiante de las artes marciales, se sentía humillado por haberse dejado coger desprevenido. «¿No hay ninguna manera de resistir a un enemigo de esta clase? —se había preguntado varias veces—. El clavo apuntaba hacia arriba y era claramente visible. Lo pisé porque estaba medio dormido, no, ciego, porque mi espíritu todavía no actúa a través de todo mi cuerpo. Aun más, dejé que el clavo penetrara profundamente, lo cual es una prueba de la lentitud de mis reflejos. De haber tenido un perfecto dominio de mí mismo, habría notado el clavo en cuanto lo hubiera tocado la suela de mi zapato».

Llegó a la conclusión de que su problema era la inmadurez. Su cuerpo y su espada todavía no eran uno solo. Aunque sus brazos ganaban en fuerza cada día, su espíritu y el resto de su cuerpo no armonizaban. Y su mente autocrítica lo percibía como una deformidad paralizante.

Sin embargo, no tenía la sensación de haber perdido por completo los seis últimos meses. Tras huir de Yagyū, se había dirigido primero a Iga, luego había tomado la carretera de Ōmi y a continuación recorrido las provincias de Mino y Owari. En cada ciudad, en cada barranco de montaña, había intentado dominar el verdadero Camino de la Espada. A veces tenía la sensación de que lo había rozado, pero su secreto continuaba eludiéndole, algo que no podía encontrarse acechando ni en las ciudades ni en los barrancos.

No recordaba con cuántos guerreros se había batido, pero se contaban por docenas, todos ellos espadachines bien adiestrados, de clase superior. No era difícil encontrar espadachines capacitados, lo que resultaba difícil era dar con un hombre auténtico. Mientras que el mundo estaba lleno de gente, demasiado lleno, encontrar un ser humano auténtico no resultaba fácil. En sus viajes, Musashi había llegado a creer profundamente en eso, hasta tal punto que le causaba dolor y le desalentaba. Pero su mente siempre volvía a Takuan, que sin duda alguna era un individuo auténtico y único.

«Supongo que soy afortunado —se dijo Musashi—. Por lo menos he tenido la buena suerte de conocer a un hombre auténtico. Debo asegurarme de que la experiencia de haberle conocido dé fruto.»

Cada vez que Musashi pensaba en Takuan, cierto dolor físico se extendía desde sus muñecas a través de todo su cuerpo. Era una extraña sensación, un recuerdo fisiológico de la ocasión en que estuvo atado a una rama del gran cedro. «¡Espera y verás! —prometió—. Uno de estos días ataré a Takuan en ese árbol, me sentaré en el suelo y le predicaré el verdadero camino de la vida». No es que estuviera resentido con Takuan o tuviera deseo alguno de venganza, sino que, sencillamente, deseaba demostrar que el estado de ser que uno podía lograr por medio del camino de la espada era superior a cualquiera que pudiera lograrse con la práctica del zen. Musashi sonreía al pensar que algún día podría desquitarse del excéntrico monje.

Por supuesto, era posible que las cosas no salieran exactamente como las había planeado, pero en el supuesto de que hiciera un gran progreso y de que por fin estuviera en condiciones de atar a Takuan en el árbol y sermonearle, ¿qué sería Takuan capaz de decir entonces? Seguramente lloraría de alegría y exclamaría «¡Es magnífico! ¡Ahora soy feliz!». Pero no, Takuan nunca sería tan directo. Siendo como era, le diría: «¡Estúpido! ¡Estás mejorando pero sigues siendo un estúpido!».

Pero lo que dijese era lo de menos. Lo importante para Musashi era que sentía, de una manera curiosa, que golpear a Takuan en la cabeza con su superioridad personal era algo que le debía al monje, una especie de deuda. La fantasía era bastante inocente. Musashi había partido en busca de un Camino propio y un día tras otro descubría lo infinitamente largo y difícil que es el camino hacia la verdadera humanidad. Cuando el lado práctico de su naturaleza le recordaba la distancia por delante que le llevaba Takuan a lo largo de ese camino, la fantasía se evaporaba.

Todavía le inquietaba más considerar lo inmaduro e inepto que era comparado con Sekishūsai. Pensar en el viejo maestro Yagyū le enfurecía y entristecía a la vez, haciéndole agudamente consciente de su propia incompetencia para hablar del Camino, el Arte de la Guerra o cualquier otra cosa con cierta seguridad.

En tales ocasiones, el mundo, que en otro tiempo consideró tan lleno de gente estúpida, le parecía atroz en su inmensidad. Pero entonces se decía que la vida no tiene lógica, que la espada carece de lógica, y lo importante no era hablar o especular sino entrar en acción. ¡Tal vez en aquellos momentos existían otras personas mucho más grandes que él, pero también él podía ser grande!

Cuando las dudas sobre sí mismo amenazaban con abrumarle, Musashi tenía la costumbre de retirarse en las montañas, entre cuyas frondosidades podía estar a solas consigo mismo. El estilo de vida que llevaba allí era evidente por su aspecto cuando regresaba a la civilización: las mejillas hundidas como las de un ciervo, el cuerpo cubierto de arañazos y moretones, el cabello seco y rígido debido a las largas horas pasadas bajo una cascada de agua fría. Podía estar tan sucio por haber dormido en el suelo que la palidez de sus labios parecía inverosímil, pero esos aspectos eran meramente superficiales. En su interior ardía con una confianza rayana en la arrogancia, y ansiaba enfrentarse a un digno adversario. Y era esta búsqueda de una prueba de valor lo que siempre le hacía bajar de las montañas.

Esta vez se había puesto en camino porque quería averiguar si el hombre de Kuwana experto en el arma conocida como hoz de cadena y bola podría convenirle. En los diez días que quedaban hasta su cita en Kyoto, tenía tiempo para descubrir si Shishido Baiken era ese raro espécimen, un hombre auténtico, o sólo uno más entre la multitud de gusanos comedores de arroz que pueblan la tierra.

Era noche cerrada cuando llegó a su destino en las honduras montañosas. Tras dar las gracias al caballerizo, le dijo que podía marcharse, pero el hombre respondió que, como era tan tarde, prefería acompañar a Musashi a la casa que estaba buscando y pasar la noche bajo los aleros. A la mañana siguiente bajaría desde el puerto de Suzuka y, si tenía suerte, recogería a algún viajero en el camino de regreso. En cualquier caso, la oscuridad y el frío eran demasiado intensos para ponerse en camino antes de la salida del sol.

Musashi se mostró comprensivo. Estaban en un valle cerrado por tres lados, y adondequiera que fuese el caballerizo tendría que subir por la ladera hundiéndose en la nieve hasta las rodillas.

—En tal caso, ven conmigo —le dijo Musashi.

—¿A la casa de Shishido Baiken?

—Sí.

—Gracias, señor. A ver si podemos dar con ella.

Puesto que Baiken tenía una herrería, seguramente cualquiera de los campesinos locales podría indicarles su dirección, pero a aquellas horas de la noche la aldea entera estaba durmiendo. La única señal de vida era el ruido sordo y rítmico de un mazo que golpeaba sobre algo blando. A través del gélido aire, se dirigieron hacia la fuente del sonido y finalmente vieron una luz.

Resultó ser la casa del herrero. Delante de ella había un montón de chatarra, y la parte inferior de los aleros estaba ennegrecida por el humo. Obedeciendo a una orden de Musashi, el caballerizo empujó la puerta y entró. Había fuego en la fragua, y una mujer de espaldas a las llamas estaba golpeando ropa.

—¡Buenas noches, señora! ¡Ah, tienes el fuego encendido! ¡Eso es magnifico! —El caballerizo fue directamente a la forja.

La mujer se levantó de un salto, alarmada por la súbita intrusión.

—¿Quién demonios sois? —les preguntó.

—En seguida te lo explico —dijo el caballerizo mientras se calentaba las manos—. He recorrido un largo camino con este hombre que desea ver a tu marido. Acabamos de llegar. Soy un caballerizo de Kuwana.

—Vaya, mira por don… —La mujer miró malhumorada a Musashi. Su ceño fruncido evidenciaba que había visto más que suficientes shugyōsha y sabía cómo tratarlos. Con cierta arrogancia, se dirigió a él como si fuese un niño—: ¡Cierra la puerta! El bebé se resfriará si entra ese aire frío.

Musashi hizo una reverencia y obedeció. Entonces, sentándose en un tocón de árbol al lado de la fragua, examinó la estancia, desde la ennegrecida zona de fundición hasta el espacio dedicado a vivienda. De una tabla clavada en la pared colgaban unas diez armas, que debían de ser las hoces con cadenas y bolas. Supuso que lo eran, pues, a decir verdad, nunca había visto el instrumento. De hecho, otro de los motivos del viaje era su convencimiento de que un estudiante como él debía estar familiarizado con todo tipo de armas. La curiosidad brillaba en sus ojos.

La mujer, que tenía unos treinta años y era bastante bonita, dejó el mazo y entró en la vivienda. Musashi pensó que quizá regresaría con té, pero se dirigió a una estera sobre la que dormía un niño, lo cogió en brazos y le dio el pecho.

—Supongo que eres otro de esos jóvenes samuráis que vienen aquí para que mi marido los descalabre —le dijo a Musashi—. En ese caso, estás de suerte. Se encuentra de viaje, así que no debes preocuparte de que te mate. —La mujer se rio alegremente.

Musashi no se rio con ella, pues estaba profundamente irritado. No había acudido a aquella aldea remota para que se riese de él una mujer que, como todas, a su modo de ver, tendía a sobrestimar absurdamente la categoría de su marido. Aquella esposa era peor que la mayoría. Parecía creer que su marido era el hombre más grande de la tierra.

Como no quería ofenderla, Musashi respondió:

—Me decepciona saber que tu marido está ausente. ¿Adonde ha ido?

—A la casa de Arakida.

—¿Dónde está eso?

—¡Ja, ja! ¿Has venido a Ise y ni siquiera conoces a la familia Arakida?

El bebé que tenía al pecho empezó a impacientarse, y la mujer, olvidando a los recién llegados, se puso a cantarle una nana en el dialecto local.

Duérmete, duérmete.

Los niños que duermen son dulces.

Los niños que se despiertan y lloran son traviesos.

Y también hacen llorar a sus madres.

Pensando en que por lo menos podría aprender algo echando un vistazo a las armas del herrero, Musashi le preguntó:

—¿Son ésas las armas que tu marido blande tan bien?

La mujer emitió un gruñido, y cuando él le pidió que le dejara examinarlas, asintió y volvió a gruñir.

Musashi descolgó una.

—De modo que son así —dijo, a medias para sí mismo—. He oído decir que últimamente las usan mucho.

El arma que tenía en la mano consistía en una barra metálica de aproximadamente un pie y medio de longitud (podía llevarse fácilmente en el obi), con un anillo en un extremo al que estaba fijada una larga cadena. En el otro extremo de la cadena había una pesada bola metálica, lo bastante maciza para partir el cráneo de una persona. En un hondo surco a un lado de la barra, Musashi distinguió el dorso de una hoja. Al tirar de ella con las uñas, se abrió de lado, como la hoja de una hoz. Con semejante arma sería sencillo cortarle la cabeza a un enemigo.

—Supongo que se sujeta así —dijo Musashi, cogiendo la hoz con la mano izquierda y la cadena con la derecha.

Imaginando a un enemigo delante de él, adoptó una postura y consideró los movimientos que serían necesarios.

La mujer, que había apartado los ojos del bebé para mirarle, le regañó:

—¡Así no! ¡Eso es terrible! —Volvió a meterse el seno dentro del kimono y se acercó a Musashi—. Si haces eso, cualquiera con una espada podrá derribarte sin dificultad. Sujétala así.

Le arrebató el arma de las manos y le mostró la manera de sujetarla. Él se sintió incómodo al ver a una mujer adoptando una postura de combate con un arma de aspecto tan brutal, y se quedó mirándola boquiabierto. Mientras amamantaba al bebé le había parecido lerda, pero ahora, preparada para el combate, era elegante, digna y, desde luego, hermosa. Musashi observó que en la hoja, que era de un azul negruzco, como el lomo de una caballa, había una inscripción que decía: «Estilo de Shishido Yaegaki».

La mujer mantuvo su posición sólo momentáneamente.

—Bueno, en fin, es más o menos así —dijo mientras doblaba la hoja, la introducía en la ranura y colgaba el arma de su gancho.

A Musashi le habría gustado verla sostener de nuevo el instrumento, pero era evidente que ella no tenía intención de hacerlo. Tras recoger la ropa que había estado lavando, hizo ruido alrededor de la pila: sin duda estaba limpiando cacharros o disponiéndose a cocinar algo.

«Si esta mujer puede adoptar una postura tan imponente —se dijo Musashi—, su marido debe de ser realmente digno de verse». Por entonces ardía en deseos de conocer a Baiken, y preguntó en voz baja al caballerizo por la familia Arakida. El hombre, que estaba apoyado en la pared, al calor del fuego, musitó que era la familia encargada de custodiar el santuario de Ise.

Musashi pensó que, si eso era cierto, no sería difícil localizarlos. Resolvió hacerlo así, y entonces se acurrucó en una esterilla junto al fuego y se durmió.

A primera hora de la mañana, el aprendiz del herrero se levantó y abrió la puerta exterior de la herrería. Musashi también se levantó y pidió al caballerizo que le llevase a Yamada, el pueblo más próximo al santuario de Ise. El caballerizo, satisfecho porque su cliente le había pagado el día anterior, accedió en seguida.

Al anochecer habían llegado a la larga carretera bordeada de árboles que conducía al santuario. Las casas de té parecían especialmente desoladas, incluso para la estación invernal. Había pocos viajeros, y la carretera estaba en mal estado. Varios árboles derribados por las tormentas de otoño seguían en el lugar donde habían caído.

Desde la posada de Yamada, Musashi envió a un sirviente para que preguntara en la casa de Arakida si Shishido Baiken se alojaba allí. Le respondieron diciendo que debía de haber algún error, pues allí no había nadie de ese nombre. Decepcionado, Musashi concentró su atención en el pie lesionado, el cual se había hinchado considerablemente durante la noche.

Estaba exasperado, pues sólo faltaban pocos días para la fecha en que debía estar de regreso en Kyoto. En la carta de desafío que había enviado a la escuela Yoshioka desde Nagoya, les había dado a elegir cualquier fecha durante la primera semana del nuevo año. Ahora no podía aducir como excusa un pie enfermo. Y, además, había prometido encontrarse con Matahachi en el puente de la avenida Gojō.

Se pasó todo el día siguiente aplicándose un remedio del que había oído hablar. Tomó los posos de una cuajada de soja, los extendió en una tela de saco, que exprimió para obtener el agua caliente, y se puso el pie a remojar en aquel líquido. No obtuvo ningún resultado, y para empeorar las cosas, el olor de la cuajada de soja era nauseabundo. Preocupado por el pie, se lamentó de su estupidez al desviarse a Ise. Debería haber ido directamente a Kyoto.

Aquella noche, con el pie envuelto bajo el edredón, le subió la fiebre y el dolor se hizo insoportable. A la mañana siguiente probó desesperadamente más medicinas, entre ellas un ungüento facilitado por el posadero, el cual juró que su familia lo había usado durante generaciones. Pero la hinchazón no remitía. Musashi empezó a ver en su pie un gran pedazo de cuajada de soja, y lo sentía tan pesado como un tajo de madera.

La experiencia le hizo pensar. Jamás en su vida había estado postrado en cama durante tres días. Aparte de un carbunclo que tuvo de niño en la cabeza, no recordaba haber estado nunca enfermo.

«La enfermedad es el enemigo de la peor especie —se dijo—. Sin embargo, estoy impotente en sus manos». Hasta entonces había creído que sus adversarios le atacarían desde el exterior, y el hecho de estar inmovilizado por un enemigo interior era novedoso y le daba motivos de reflexión.

«¿Cuántos días más quedan del año? —se preguntó—. ¡No puedo quedarme aquí sin hacer nada!». Mientras yacía allí impacientándose, las costillas parecían presionarle el corazón y sentía el pecho constreñido. Apartó el edredón que le cubría el pie hinchado. «Si ni siquiera puedo superar esto, ¿qué esperanzas tengo de vencer a toda la casa de Yoshioka?»

Creyendo que podría aprehender al demonio en su interior y ahogarle, se obligó a sentarse en cuclillas, en estilo formal. Era atrozmente doloroso y casi perdió el sentido. Miró hacia la ventana pero cerró los ojos, y transcurrió algún tiempo antes de que el intenso color rojo de su cara empezara a desaparecer y su cabeza se enfriara un poco. Se preguntó si el demonio estaba cediendo a su inquebrantable tenacidad.

Al abrir los ojos, vio ante él el bosque alrededor del santuario de Ise. Más allá de los árboles veía el monte Mae, y un poco hacia el este se alzaba el monte Asama. Elevándose por encima de las montañas entre los dos montes había un alto pico que parecía desdeñar a sus vecinos y mirar fija e insolentemente a Musashi.

«Es un águila», pensó, sin saber que se llamaba realmente montaña Águila. El aspecto arrogante del pico le ofendió, su actitud altiva se mofaba de él, hasta que rebulló de nuevo en su interior el espíritu de lucha. Sin poderlo evitar, pensó en Yagyū Sekishūsai, el anciano espadachín que se parecía a aquel pico orgulloso, y poco a poco empezó a tener la sensación de que el pico era Sekishūsai, el cual le miraba desde más arriba de las nubes y se reía de su debilidad e insignificancia.

Mientras contemplaba la montaña, se olvidó por un rato del pie, pero pronto el dolor se instaló de nuevo en su conciencia, y pensó amargamente que si hubiese metido el pie en el fuego de la forja no le habría dolido más. Involuntariamente, extendió aquella cosa grande y redondeada y la observó furibundo, incapaz de aceptar el hecho de que realmente formaba parte de su persona.

Llamó a gritos a la doncella, pero ésta no se presentó en seguida, y entonces la emprendió a puñetazos con el tatami.

—¿Dónde está todo el mundo? —gritó—. ¡Me marcho! ¡Tráeme la cuenta! ¡Dame algo de comer, un poco de arroz frito, y consígueme tres pares de recias sandalias de paja!

Pronto estuvo en la calle, cojeando a través del antiguo mercado donde se suponía que el famoso guerrero Taira no Tadakiyo, el héroe de la Historia de la guerra de Hōgen, había nacido. Pero ahora poco era lo que allí sugería un lugar de nacimiento de héroes. Era más bien como un burdel al aire libre, con hileras de puestos de té y rebosante de mujeres. Más tentadoras que árboles se alineaban a lo largo del callejón, llamando a los viajeros y aferrándose a las mangas de los posibles clientes con los que coqueteaban, a los que engatusaban, de los que se guaseaban. Para llegar al santuario, Musashi tuvo que abrirse paso entre ellas, incluso a empujones, con el ceño fruncido y evitando sus miradas impertinentes.

—¿Qué te ha pasado en el pie?

—¿Quieres que te lo mejore?

—¡Oye, déjame que te lo frote!

Las prostitutas le tiraban de la ropa, le cogían las manos, le agarraban las muñecas.

—¡Un hombre bien parecido como tú no llegará a ninguna parte con ese ceño!

El ruborizado Musashi proseguía ciegamente su tambaleante camino. Totalmente indefenso contra esa clase de ataque, pedía disculpas a unas y daba corteses excusas a otras, lo cual sólo hacía reír a las mujeres. Cuando una de ellas le dijo que era «guapo como un cachorro de pantera», se intensificó el asalto de las manos emblanquecidas. Finalmente Musashi dejó de lado toda pretensión de dignidad y echó a correr, sin detenerse siquiera a recoger su sombrero cuando le voló de la cabeza. Las voces risueñas le siguieron entre los árboles en las afueras de la población.

A Musashi le resultaba imposible hacer caso omiso a las mujeres, y el frenesí que las manos con que le palpaban despertaron en él tardó mucho en remitir. El mero recuerdo del acre aroma de los polvos blancos le aceleraba el pulso, sin que pudieran serenarlo sus tenaces esfuerzos mentales. Era aquella una amenaza mayor que la de un enemigo con la espada desenvainada frente a él. Sencillamente, no sabía cómo actuar en esa situación. Más tarde, con el cuerpo ardiendo de fiebre sexual, se pasaba la noche entera dando vueltas y más vueltas sobre la estera. Incluso la inocente Otsū se convertía a veces en el objeto de sus lúbricas fantasías.

Esta vez disponía del pie herido para quitarse a las mujeres de la mente, pero huir de ellas cuando apenas era capaz de andar había sido como cruzar un lecho de metal en fusión. A cada paso que daba, una punzada de angustia le llegaba a la cabeza desde la planta del pie. Sus labios enrojecieron, sus manos se volvieron pegajosas como la miel y su pelo tenía el olor áspero del sudor. Tan sólo alzar el pie lesionado requería toda la fuerza que podía reunir. En ocasiones se sentía como si su cuerpo fuera a desmoronarse de repente. No es que se hubiera hecho ilusiones. Cuando salió de la posada sabía que caminar sería una tortura, y estaba decidido a soportarlo. De alguna manera logró dominarse, maldiciendo entre dientes cada vez que arrastraba hacia adelante el desdichado pie.

Cuando cruzó el río Isuzu y entró en el recinto del santuario interior, la atmósfera cambió agradablemente. Allí percibió una presencia sagrada, la notó en las plantas, los árboles, incluso en los trinos de los pájaros. No podría decir en qué consistía, pero estaba allí.

Se dejó caer gimiendo sobre las raíces de un gran cedro, sollozó quedamente de dolor y se sujetó el pie con ambas manos. Permaneció allí sentado durante largo rato, inmóvil como una roca, el cuerpo ardiente de fiebre mientras el frío viento le cortaba la piel.

¿Por qué se había levantado repentinamente de la cama y abandonado la posada? Cualquier persona normal se habría quedado allí sin moverse hasta que el pie se curara. ¿No era infantil, incluso imbécil, por parte de un adulto permitir que le acometiera la impaciencia?

Pero no era sólo la impaciencia lo que le había impulsado, sino una necesidad espiritual y muy profunda. A pesar del dolor y el tormento físico, su espíritu estaba tenso y latía de vitalidad. Alzó la cabeza y, con mirada penetrante, contempló la nada que le rodeaba.

A través del desolado e incesante lamento de los grandes árboles en el bosque sagrado, el oído de Musashi captó otro sonido. En algún lugar, no lejos de allí, flautas y caramillos daban voz a las notas de una música antigua, una música dedicada a los dioses, mientras etéreas voces infantiles cantaban una invocación sagrada. Atraído por aquel apacible sonido, Musashi intentó levantarse. Mordiéndose los labios, se obligó a incorporarse, aunque su cuerpo reacio se resistía a cada movimiento. Llegó a la pared de tierra de un edificio del santuario, se apoyó con ambas manos y avanzó a lo largo de ella con un torpe movimiento de cangrejo.

La música celestial procedía de un edificio que estaba algo más lejos, donde brillaba una luz a través de una ventana con celosía. Era la Casa de las Vírgenes, y estaba ocupada por muchachas al servicio de la deidad. Allí tocaban instrumentos musicales antiguos y aprendían a interpretar danzas sagradas ideadas siglos atrás.

Musashi se dirigió a la entrada posterior del edificio. Se detuvo y miró adentro, pero no vio a nadie. Aliviado porque no tenía que dar explicaciones, se quitó las espadas y el fardo de la espalda, los ató juntos y los colgó de una clavija en la pared. Libre así de impedimentos, se puso las manos en las caderas y desandó sus pasos cojeando hacia el río Isuzu.

Más o menos una hora después, completamente desnudo, rompió el hielo de la superficie y se zambulló en las gélidas aguas. Y allí permaneció, chapoteando, bañándose, sumergiendo la cabeza, purificándose. Por suerte no había nadie alrededor. Cualquier sacerdote que pasara por allí le habría juzgado demente y expulsado del lugar.

Según la leyenda de Ise, en tiempos remotos un arquero llamado Nikki Yoshinaga atacó y ocupó una parte del territorio perteneciente al santuario de Ise. Una vez instalado cómodamente allí, pescó en el sagrado río Isuzu y utilizó halcones para capturar pequeños pájaros en el bosque sagrado. Dice la leyenda que, en el curso de estos saqueos sacrílegos, se volvió loco de atar, y Musashi, al actuar de aquella manera, fácilmente podría haber sido tomado por el fantasma del loco.

Cuando por fin subió a un canto rodado, lo hizo con la ligereza de un pajarillo. Mientras se secaba y vestía, las hebras de cabello a lo largo de su frente se pusieron rígidas, convertidas en astillas de hielo.

Para Musashi, el helado chapuzón en la corriente sagrada era necesario. Si su cuerpo no podía resistir el frío, ¿cómo podría sobrevivir a los obstáculos más amenazantes de la vida? Y en aquel momento no se trataba de alguna abstracta contingencia futura, sino de enfrentarse a algo muy real, Yoshioka Seijūrō y toda su escuela, los cuales responderían al ataque con todas sus fuerzas. Tenían que hacerlo, pues estaba en juego su prestigio. Sabían que no tenían más alternativa que matarle, y Musashi no ignoraba que salvar el pellejo sería espinoso.

Ante semejante perspectiva, el samurái típico invariablemente hablaría de «luchar con toda su fortaleza» o «estar preparado para enfrentarse a la muerte», pero, tal como lo veía Musashi, eso era una necedad. Luchas a vida o muerte con toda la fortaleza de uno no era más que instinto animal. Además, aunque no desequilibrarse ante la perspectiva de la muerte era un estado mental de orden superior, no era realmente tan difícil enfrentarse a la muerte si uno sabía que debía morir de manera ineluctable.

Musashi no temía morir, pero su objetivo era ganar definitivamente, no sólo sobrevivir, y estaba intentando adquirir la confianza necesaria para ello. Que otros muriesen heroicamente si así lo querían. Musashi no se conformaría con nada menos que una victoria heroica.

Kyoto no estaba lejos, a no más de setenta u ochenta millas. Si pudiera marchar a buen paso, llegaría allí en tres días. Pero no podía medir el tiempo que necesitaría para prepararse espiritualmente. ¿Estaba dispuesto en su interior? ¿Eran su mente y su espíritu realmente uno sólo?

Musashi aún no era capaz de responder afirmativamente a estas preguntas. Notaba que en lo más hondo de su ser existía una debilidad, el conocimiento de su inmadurez. Tenía la dolorosa seguridad de que no había alcanzado el estado de ánimo del verdadero maestro, de que aún estaba lejos de ser un hombre completo y perfecto. Cuando se comparaba a sí mismo con Nikkan o Sekishūsai o Takuan, no podía evitar la sencilla verdad: todavía era bisoño. Su propio análisis de sus capacidades y rasgos no sólo desvelaba deficiencias en ciertos aspectos, sino auténticos puntos débiles en otros.

Pero a menos que pudiera triunfar por completo en esta vida y dejar una marca indeleble a su alrededor, no podría considerarse como un maestro del Arte de la Guerra.

Su cuerpo se estremeció mientras gritaba: «¡Ganaré, ganaré!». Avanzó cojeando por la orilla del Isuzu y gritó de nuevo para que le oyeran todos los árboles del bosque sagrado: «¡Ganaré!». Pasó ante una silenciosa cascada helada y, como un hombre primitivo, se arrastró sobre los cantos rodados y siguió avanzando a través de espesos bosquecillos por barrancos profundos, donde pocos se habían aventurado antes que él.

Tenía el rostro rojo como el de un demonio. Aferrándose a las rocas y las enredaderas, apenas podía avanzar un paso tras otro haciendo el máximo esfuerzo.

Más allá de un lugar llamado Ichinose había una garganta de quinientas o seiscientas varas de longitud, tan llena de peñascos y rápidos que ni siquiera las truchas podían abrirse camino por la corriente del fondo. En el extremo se alzaba un precipicio casi vertical. Se decía que sólo los monos y los duendes podían escalarlo. Musashi se limitó a mirar el risco y dijo flemáticamente:

—Aquí es. Éste es el camino hacia la montaña Águila.

Observó con euforia que no había allí ninguna barrera infranqueable. Cogiéndose de las fuertes enredaderas, ascendió por la pared rocosa, a medias trepando y a medias columpiándose, y parecía como si le alzara una fuerza de la gravedad en sentido contrario.

Cuando llegó a lo alto del risco, lanzó un grito de triunfo. Desde allí distinguía la blanca cinta del río y la plateada ribera de Futamigaura. Delante de él, entre una dispersa arboleda velada por la niebla nocturna, vio el pie de la montaña Águila.

La montaña era Sekishūsai. De la misma manera que se había reído de él cuando estaba postrado en la cama, el pico seguía mofándose de él ahora. Su espíritu inflexible se sentía literalmente asaltado por la superioridad de Sekishūsai, que le oprimía, le refrenaba.

Su objetivo adquirió forma gradualmente: trepar a lo alto y dar rienda suelta a su rencor, pisotear sin miramientos la cabeza de Sekishūsai, demostrarle que Musashi podía ganar e iba a hacerlo.

Avanzó contra la maleza, los árboles, el hielo que se le oponían, todos ellos enemigos que trataban desesperadamente de hacerle retroceder. Cada paso, cada hálito, era un desafío. Su sangre, que hacía tan poco tiempo estaba helada, ahora le hervía, y su cuerpo despedía vapor a medida que el sudor de sus poros entraba en contacto con el aire glacial. Abrazó la rojiza superficie del pico, buscando a tientas asideros. Sus inestables movimientos hacían que se desprendieran piedras que rodaban hasta la arboleda al pie de la montaña. Cien pies, doscientos, trescientos…, estaba en las nubes. Cuando éstas se separaron, Musashi, visto desde abajo, habría dado la impresión de que colgaba ingrávido del cielo. El pico de la montaña le miraba fríamente.

Ya próximo a la cima, se aferraba a las rocas, pues un movimiento en falso y caería al vacío entre una cascada de pedruscos. Resoplaba, gruñía, boqueaba falto de aire. Tal era la tensión, que parecía como si su corazón fuese a salirle por la boca. Sólo podía trepar unos pocos pies, descansar, trepar un poco más y descansar de nuevo.

El mundo entero se extendía por debajo de él: el gran bosque que rodeaba al santuario, la cinta blanca que debía de ser el río, los montes Asama y Mae, la aldea pesquera de Toba, el gran mar abierto. «Ya casi estoy —se dijo—. ¡Sólo un poco más!».

«Sólo un poco más». ¡Qué fácil era decirlo pero qué difícil lograrlo! Pues «sólo un poco más» es lo que distingue a la espada victoriosa de la vencida.

Notaba el olor de su propio sudor y, en su aturdimiento, le parecía como si estuviera acurrucado contra el seno de su madre. La áspera superficie de la montaña empezó a recordarle su pie, y experimentó el impulso de ceder al sueño. Pero en aquel instante se desprendió una piedra bajo la punta del pie y le hizo volver a la realidad. Buscó un nuevo asidero.

—¡Ya está! ¡Casi he llegado!

Con las manos y los pies agarrotados por el dolor, volvió a aferrarse a las rocas. Se dijo que si su cuerpo o su fuerza de voluntad se debilitaban, eso sería signo seguro de que un día estaría acabado como espadachín. Allí era donde debía decidirse el encuentro, y Musashi lo sabía.

—¡Esto es para ti, Sekishūsai, bastardo! —A cada pequeño y dificultoso avance, execraba a los gigantes que respetaba, aquellos superhombres que le habían llevado allí y a los que debía conquistar y conquistaría—. ¡Uno para ti, Nikkan, y para ti, Takuan!

Estaba trepando sobre las cabezas de sus ídolos, pisoteándolas, mostrándoles quién era el mejor. Él y la montaña eran ahora uno solo, pero la montaña, como sorprendida de que aquella criatura se aferrase a ella, escupía de vez en cuando avalanchas de grava y arena. La respiración de Musashi se detuvo como si alguien le hubiera tapado la boca. Mientras permanecía aferrado a la roca, el viento soplaba y amenazaba con llevárselo, incluida la roca.

De repente quedó tendido boca abajo, los ojos cerrados, sin atreverse a hacer ningún movimiento. Pero su corazón estaba jubiloso. En el momento en que quedó en posición horizontal, había visto el cielo en todas las direcciones, y la luz del alba era súbitamente visible en el blanco mar de nubes que se extendía debajo.

—¡Lo he logrado! ¡He vencido!

Cuando se dio cuenta de que había llegado a la cima, su tensa fuerza de voluntad se distendió como la cuerda de un arco tras el disparo. El viento que soplaba en la cumbre le azotaba la espalda con piedras y arena. Allí, en el límite de la tierra y el cielo, Musashi sintió que una alegría indescriptible crecía hasta llenar todo su ser. Su cuerpo empapado en sudor se unía a la superficie de la montaña. El espíritu del hombre y el de la montaña realizaban la gran obra de procreación en la inmensidad de la naturaleza al amanecer. Sumido en un éxtasis misterioso, Musashi durmió allí el sueño de la paz.

Cuando por fin alzó la cabeza, su mente estaba tan pura y clara como el cristal. Sintió el impulso de saltar y precipitarse de un lado a otro, como un pececillo en un arroyo.

—¡No hay nada por encima de mí! —exclamó—. ¡Estoy en pie sobre la cabeza del águila!

El sol de la mañana diáfana teñía con su luz rojiza a la montaña y su escalador, que extendía los brazos musculosos y salvajes hacia el cielo. Miró sus dos pies firmemente plantados en la cima y vio lo que parecía un cubo entero de pus amarillento que brotaba de su pie lesionado. En medio de la celestial pureza que le rodeaba, se alzó el extraño olor de humanidad…, el dulce olor que queda cuando el desaliento se ha desvanecido.