—¿Un tipo con un mono? Sí, pasó por aquí hace un rato.
—¿Te fijaste en la dirección que seguía?
—Por ahí, hacia el puente Nōjin, pero no lo cruzó… Al parecer se dirigía a la tienda del forjador de espadas que hay ahí abajo.
Tras conferenciar brevemente, los estudiantes de la escuela Yoshioka se marcharon a toda prisa, dejando a su informante perplejo, preguntándose a qué venía tanto alboroto.
Aunque había pasado la hora de cierre de las tiendas a lo largo del Foso Oriental, el establecimiento del forjador de espadas estaba todavía abierto. Uno de los hombres entró, consultó al aprendiz y salió gritando:
—¡Temma! ¡Se ha dirigido a Temma!
Los estudiantes emprendieron de nuevo su apresurado camino.
El aprendiz había dicho que cuando estaba a punto de echar los postigos, un samurái con un largo mechón de pelo sobre la frente había dejado un mono cerca de la puerta de entrada, se había sentado en un taburete y solicitado ver al dueño. El aprendiz le dijo que el dueño estaba ausente, y el samurái le explicó que deseaba afilar su espada, pero que ésta era demasiado valiosa para confiarle el trabajo a otro que no fuese el maestro forjador en persona. También había insistido en ver muestras del trabajo del forjador.
El aprendiz le mostró cortésmente algunas hojas, pero el samurái, tras examinarlas, no reveló más que disgusto.
—Parece que lo único que trabajáis aquí son armas ordinarias —le dijo secamente—. Creo que no voy a darte la mía. Es demasiado buena, obra de un maestro Bizen. Se llama Palo de Secar. Como puedes ver, es perfecta. —Entonces la desenvainó para enseñársela, con evidente orgullo.
El aprendiz, divertido por la jactancia del joven, musitó que los únicos rasgos destacables de la espada parecían ser su longitud y la derechura de la hoja. El samurái, aparentemente ofendido, se levantó bruscamente y le preguntó la dirección del embarcadero para tomar el transbordador entre Temma y Kyoto.
—Haré arreglar mi espada en Kyoto —dijo en tono desabrido—. Todos los forjadores de Osaka que he visitado parecen ocuparse tan sólo de fruslerías para soldados de a pie ordinarios. Perdona por la molestia. —Tras decir estas frías palabras, se marchó.
El relato del aprendiz les enfureció todavía más, como una nueva evidencia de lo que ya consideraban el excesivo engreimiento del joven. Estaba claro que cortarle la coleta a Gion Tōji había redundado en un considerable aumento de las ínfulas de aquel fanfarrón.
—¡No hay duda de que ése es nuestro hombre!
—Ya le tenemos. No tardará en caer en nuestras manos.
Los hombres prosiguieron su persecución, sin detenerse una sola vez a descansar, ni siquiera cuando el sol empezó a ponerse. Cuando se aproximaban al muelle de Temma, alguien exclamó:
—¡Lo hemos perdido!
Se refería al último barco del día.
—Eso es imposible.
—¿Por qué crees que lo hemos perdido? —preguntó otro.
—¿No os dais cuenta? Mirad allá abajo —dijo el primer hombre, señalando al muelle—. Las casas de té están apilando sus taburetes. El barco ya debe de haber zarpado.
Por un momento todos se quedaron completamente inmóviles, perdido su impulso. Luego, al preguntar, descubrieron que, en efecto, el samurái había subido a bordo del último barco. También se enteraron de que éste acababa de zarpar y permanecería algún tiempo atracado en su próxima parada, Toyosaki. Los barcos que iban río arriba, hacia Kyoto, eran lentos. Disponían de mucho tiempo para abordarlo en Toyosaki sin apresurarse siquiera.
Una vez informados, tomaron té, tortas de arroz y dulces baratos sin apresurarse, antes de ponerse en marcha a paso vivo por el camino a lo largo de la orilla. El río parecía una serpiente de plata que se contorsionaba a lo lejos. Los ríos Nakatsu y Temma se unían para formar el Yodo y cerca de esta bifurcación una luz titilaba en medio de la corriente.
—¡Es el barco! —gritó uno de los hombres.
Los siete se animaron y pronto olvidaron por completo el frío cortante. En los campos pelados al lado del camino, juncos secos cubiertos de escarcha destellaban como finas espadas de acero. El viento parecía cargado de hielo.
A medida que se iba reduciendo la distancia entre ellos y la luz flotante, pudieron ver el barco con toda nitidez. Pronto uno de los hombres, sin pensarlo dos veces, gritó:
—¡Eh, vosotros! ¡Navegad más despacio!
—¿Por qué? —replicó alguien desde el barco.
Irritados por haber llamado así la atención, sus compañeros reprendieron al bocazas. De todos modos, el barco se detendría en el siguiente embarcadero. Era una pura estupidez advertir de su presencia por anticipado. Sin embargo, ya que lo habían hecho, convinieron en que lo mejor sería que exigieran de inmediato la entrega del pasajero.
—Se trata de un solo hombre, y si no le desafiamos en seguida, puede que entre en sospechas, salte por la borda y huya.
Manteniéndose a la altura del barco, gritaron de nuevo a los que viajaban a bordo. Una voz autoritaria, sin duda la del capitán, exigió saber qué querían.
—¡Trae el barco a la orilla!
—¿Qué? ¿Estás loco? —Una risa estridente acompañó a estas palabras.
—¡Atraca aquí!
—¡Ni lo sueñes!
—Entonces te esperaremos en el próximo embarcadero. Tenemos un asunto que resolver con un joven que viaja a bordo en compañía de un mono. Dile que si tiene sentido del honor se dé a conocer. Y si le dejas escapar, os traeremos a todos vosotros a la orilla.
—¡No les respondas, capitán! —suplicó un pasajero.
—Digan lo que digan, no les hagas caso —aconsejó otro—. Sigamos hacia Moriguchi. Allí hay guardias.
La mayoría de los pasajeros estaban apretados unos contra otros, atemorizados, y hablaban en tonos bajos. El que había hablado poco antes con tanta confianza, ahora permanecía mudo. Para él, como para los demás, la seguridad dependía de que mantuvieran una distancia adecuada entre el barco y la orilla del río.
Los siete hombres, arremangados y con las manos en sus espadas, no perdían a la embarcación de vista. Uno de ellos se detuvo y escuchó, esperando al parecer una respuesta a su desafío, pero no oyó nada.
—¿Estáis sordos? —gritó uno de ellos—. ¡Os hemos pedido que le digáis a ese joven fanfarrón que se acerque a la borda!
—¿Te refieres a mí? —gritó una voz desde el barco.
—¡Está ahí, en efecto, y tan descarado como siempre!
Mientras los hombres en tierra señalaban el barco, el murmullo de los pasajeros se volvía frenético, como si temieran que de un momento a otro sus perseguidores saltaran a la cubierta.
El joven de la larga espada permanecía apoyado en la borda, sus dientes brillantes como perlas a la luz de la luna.
—No hay nadie más a bordo que tenga un mono, por lo que supongo que me buscáis a mí. ¿Quiénes sois, acaso saqueadores sin suerte? ¿O tal vez un grupo de actores hambrientos?
—Todavía no sabes con quiénes estás hablando, ¿no es cierto, hombre del mono? ¡Ten cuidado con lo que dices cuando te dirijas a hombres de la casa de Yoshioka!
El griterío fue en aumento, y el barco se aproximó al dique de Kema, que tenía postes de amarraje y un cobertizo. Los siete hombres corrieron a bloquear el embarcadero, pero apenas habían llegado a él cuando el barco se detuvo en medio del río y empezó a trazar círculos.
Los hombres de Yoshioka se enfurecieron.
—¿Qué diantres estáis haciendo?
—¡No podéis estar ahí eternamente!
—¡Venid o iremos a por vosotros!
Las amenazas continuaron hasta que la proa del barco empezó a moverse hacia la orilla. Una voz rugió a través del frío aire:
—¡Callad, idiotas! ¡Allá vamos! ¡Será mejor que os dispongáis a defenderos!
A pesar de las súplicas de los demás pasajeros, el joven había arrebatado el palo del barquero y dirigía el transbordador a la orilla. Los siete samuráis se situaron de inmediato en el lugar donde la proa de la embarcación tocaría la orilla, y observaron la figura del hombre que la impulsaba, cada vez más grande a medida que se les aproximaba, pero, de improviso, la velocidad de la nave aumentó y el joven estuvo ante ellos antes de que se dieran cuenta. Cuando el casco rozó el fondo, retrocedieron, y un objeto redondeado y oscuro se deslizó entre los juncos y se aferró al cuello de un hombre. Antes de comprender que sólo se trataba del mono, todos habían desenvainado instintivamente sus espadas y se pusieron a cortar el aire a su alrededor. Para disimular su azoramiento, se gritaban órdenes impacientes unos a otros.
Los pasajeros, confiando en mantenerse al margen de la pelea, se acurrucaron en un ángulo del barco. La confusión entre los siete hombres de la orilla era alentadora, aunque algo desconcertante, pero nadie se atrevía a hablar todavía. Entonces, en un instante, todas las cabezas se volvieron hacia el improvisado piloto del barco, el cual introdujo el largo palo en el lecho del río e, impulsándose con él, saltó con más ligereza que el mono por encima de los juncos hasta la orilla.
Esto causó una confusión todavía mayor, y, sin detenerse para reagruparse, los hombres de Yoshioka corrieron hacia su enemigo en una sola fila, lo cual no podría haber puesto al joven en mejor posición para defenderse.
El primer hombre ya había avanzado demasiado para poder retroceder cuando se dio cuenta de la estupidez de su acción. En aquel momento todas las habilidades marciales que había aprendido le abandonaron. Lo único que pudo hacer fue enseñar los dientes y agitar erráticamente la espada delante de él.
El apuesto joven, consciente de su ventaja psicológica, pareció aumentar de estatura. Tenía la mano derecha a la espalda, en la empuñadura de su espada, y el codo sobresaliente por encima del hombro.
—De modo que sois de la escuela Yoshioka, ¿eh? Eso está muy bien. Tengo la sensación de que ya os conozco. Uno de vuestros hombres tuvo la amabilidad de permitirme que le cortara la coleta, pero parece ser que eso no os ha bastado. ¿Habéis venido todos a por un corte de pelo? Si es así, os satisfaré con mucho gusto. De todos modos, pronto voy a afilar esta espada, así que no me importa darle trabajo.
En cuanto terminó de pronunciar estas palabras, el Palo Secador cortó primero el aire y luego el cuerpo encogido del espadachín más próximo.
La visión de su camarada derribado con tanta facilidad paralizó sus cerebros. Uno tras otro retrocedieron y, al hacerlo, chocaron entre ellos como otras bolas en colisión. Aprovechando su evidente desorganización, el atacante descargó su espada de costado contra el siguiente hombre, dándole un golpe tan fuerte que le hizo caer lanzando un grito en los juncos.
El joven miró furibundo a los cinco restantes, los cuales entretanto se habían dispuesto a su alrededor como los pétalos de una flor. Diciéndose unos a otros que ahora su táctica era infalible, recobraron la confianza hasta el punto de mofarse una vez más del joven, pero esta vez sus palabras tenían un dejo trémulo y hueco.
Finalmente, lanzando un sonoro grito de batalla, uno de los hombres dio un salto adelante y descargó su espada. Estaba seguro de que había alcanzado a su contrario, pero en realidad la punta de la espada había pasado a dos pies de su blanco y completado su arco con un estrepitoso choque contra una roca. El hombre cayó adelante, quedando totalmente expuesto.
En vez de acabar con una presa tan fácil, el joven dio un salto lateral y atacó al siguiente hombre. Mientras el grito agónico todavía vibraba en el aire, los otros tres pusieron pies en polvorosa.
Con una expresión sanguinaria, el joven permaneció en pie sujetando su espada con ambas manos.
—¡Cobardes! —les gritó—. ¡Volved y luchad! ¿Es éste el estilo Yoshioka del que tanto os jactáis? ¿Desafiar a una persona y luego echar a correr? No me extraña que la casa de Yoshioka se haya convertido en el hazmerreír de todo el mundo.
Para cualquier samurái con amor propio, tales insultos eran peores que recibir escupitajos, pero los que habían sido perseguidores del joven estaban demasiado ocupados corriendo para que eso les preocupara.
En aquel momento llegó, desde las proximidades del dique, el sonido de los cascabeles de un caballo. El río y la escarcha en los campos reflejaban la luz suficiente para que el joven distinguiera a un hombre a caballo y otro que corría a pie tras él. Aunque exhalaban vapor por las fosas nasales, parecían ajenos al frío mientras avanzaban. Los tres samuráis que huían casi chocaron con el caballo cuando el jinete tiró brutalmente de las riendas.
Al reconocer a los tres hombres, Seijūrō frunció el ceño.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —les gritó—. ¿Adonde vais con tanta prisa?
—¡Es…, es el Joven Maestro! —balbuceó uno de ellos.
Ueda Ryōhei apareció por detrás del caballo y la emprendió con ellos.
—¿Qué significa esto? ¡Deberíais estar escoltando al Joven Maestro, pandilla de idiotas! Supongo que estabais demasiado ocupados interviniendo en otra pelea de borrachos.
Los tres hombres, desconcertados pero justamente indignados, contaron cómo, lejos de haber hecho lo que decía Ueda, habían defendido el honor de la escuela Yoshioka y de su maestro, y cómo habían sufrido un percance causado por un samurái joven pero demoníaco.
—¡Mira! —exclamó uno de ellos—. Por ahí viene.
Observaron aterrados al enemigo que se aproximaba.
—¡Calmaos! —les ordenó Ryōhei con disgusto—. Habláis demasiado. Buenos sois vosotros para proteger el honor de la escuela. Jamás podremos borrar esa actuación. ¡Haceos a un lado! Yo mismo me ocuparé de él. —Adoptó una postura de desafío y esperó.
El joven corrió hacia ellos.
—¡Vamos, luchad! —gritaba—. ¿Es la huida la versión Yoshioka del arte de la guerra? Personalmente no deseo mataros, pero mi Palo de Secar está todavía sediento. Lo menos que podéis hacer, cobardes, es dejar vuestras cabezas atrás.
Corría a lo largo del dique con grandes y confiadas zancadas, y parecía como si fuese a saltar por encima de la cabeza de Ryōhei, el cual se escupió en las manos y aferró de nuevo su espada con resolución.
En el momento en que el joven pasó raudo por su lado, Ryōhei lanzó un grito penetrante, alzó la espada por encima del manto dorado del joven, la descargó con todas sus fuerzas y falló.
Deteniéndose al instante, el joven giró sobre sus talones y gritó:
—¿Qué es esto? ¿Uno nuevo?
Mientras Ryōhei se tambaleaba hacia adelante con el impulso de su golpe, el joven le atacó con virulencia. En toda su vida Ryōhei no había visto jamás un golpe tan potente, y aunque logró esquivarlo por los pelos, se precipitó de cabeza a un arrozal. Por suerte el dique era bastante bajo y el campo estaba helado, pero al caer perdió su arma así como su confianza.
Cuando se incorporó, vio que el joven se movía con la fuerza y la velocidad de un tigre enfurecido. Tras diseminar a los tres discípulos con un tajo de su espada, se dirigió hacia Seijūrō.
Seijūrō aún no había sentido temor alguno. Había creído que todo habría terminado antes de que él personalmente resultara implicado. Pero ahora el peligro se abalanzaba directamente contra él, en forma de espada rapaz.
Impulsado por una inspiración súbita, Seijūrō gritó:
—¡Espera, Ganryū! ¡Espera!
Sacó un pie del estribo, lo puso sobre la silla de montar y se incorporó. Cuando el caballo saltó adelante por encima de la cabeza del joven, Seijūrō voló hacia atrás y aterrizó de pie a tres pasos de distancia.
—¡Qué hazaña! —exclamó el joven con verdadera admiración mientras se aproximaba a Seijūrō—. ¡Aunque seas mi enemigo, debo reconocer que eso ha sido realmente magnífico! Sin duda eres Seijūrō en persona. ¡En guardia!
La hoja de la larga espada se convirtió en la encarnación del espíritu de lucha del joven. Se aproximó más a Seijūrō, pero éste, a pesar de sus defectos, era hijo de Kempō y capaz de enfrentarse al peligro con calma.
Dirigiéndose sosegadamente al joven, le dijo:
—Eres Sasaki Kojirō de Iwakuni, no me cabe duda. Y es cierto, como has supuesto, que soy Yoshioka Seijūrō. Sin embargo, no deseo pelear contigo. Si es realmente necesario, podemos batirnos en otra ocasión. Por ahora sólo quisiera enterarme de cómo ha ocurrido todo esto. Envaina tu espada.
Cuando Seijūrō le llamó Ganryū, el joven pareció no oírle. Sin embargo, al oír que el otro se dirigía a él llamándole Sasaki Kojirō, se sobresaltó.
—¿Cómo has sabido quién soy?
Seijūrō se dio una palmada en el muslo.
—¡Lo sabía! ¡Era sólo una conjetura, pero estaba en lo cierto! —Entonces se adelantó y le dijo—: Es un placer conocerte. He oído hablar mucho de ti.
—¿Quién te ha hablado de mí? —quiso saber Kojirō.
—Tu superior, Itō Yagorō.
—Ah, ¿eres amigo suyo?
—Sí. Hasta el pasado otoño, tenía una ermita en la colina Kagura de Shirakawa y solía visitarle allí. También vino varias veces a mi casa.
Kojirō sonrió.
—Vaya, entonces no es como si nos conociéramos por primera vez, ¿verdad?
—No. Ittōsai te mencionaba con frecuencia. Decía que había un hombre de Iwakuni que había aprendido el estilo de Toda Seigen y luego estudiado con Kanemaki Jisai. Me dijo que ese Sasaki era el hombre más joven de la escuela de Jisai, pero que un día sería el único espadachín capaz de desafiar a Ittōsai.
—Sigo sin ver cómo has sabido tan rápidamente que era yo.
—Bueno, eres joven y encajas en la descripción. Al verte blandir esa larga espada he recordado que también te llamaban Ganryū, «el sauce en la orilla del río». Tuve la corazonada de que eras ese hombre, y acerté.
—Esto es sorprendente, de veras.
Mientras Kojirō se reía encantado, su mirada se posó en la hoja ensangrentada de su espada, la cual le recordó que había habido una lucha, y se preguntó cómo arreglarían las cosas. Sin embargo, él y Seijūrō congeniaron tan bien que pronto llegaron a un entendimiento, y al cabo de unos minutos caminaban a lo largo del dique hombro contra hombro, como viejos amigos. Detrás de ellos estaban Ryōhei y los tres abatidos discípulos. El pequeño grupo se encaminó hacia Kyoto.
—Desde el principio —decía Kojirō— no entendí a qué venía esa lucha. No tenía nada contra ellos.
Seijūrō pensaba en la reciente conducta de Gion Tōji.
—Estoy disgustado con Tōji —dijo—. Cuando regrese, le pediré cuentas. Por favor, no creas que te guardo rencor. Simplemente, me mortifica descubrir que los hombres de mi escuela no están mejor disciplinados.
—Bien, puedes ver qué clase de hombre soy —replicó Kojirō—. Me jacto demasiado y siempre estoy dispuesto a batirme con cualquiera. La verdad es que deberías concederles cierto mérito por haber tratado de defender el buen nombre de tu escuela. Es lamentable que no sean mejores luchadores, pero por lo menos lo han intentado. Me siento un poco apenado por ellos.
—Yo soy el culpable —dijo Seijūrō sin ambages. La expresión de su semblante era de auténtico dolor.
—Olvidemos todo el asunto.
—Nada me satisfará más.
Al ver lo bien que se llevaban los dos, los otros se sintieron aliviados. ¿Quién habría pensado que aquel muchacho corpulento y apuesto era el gran Sasaki Kojirō, cuyas alabanzas había cantado Ittōsai? («El prodigio de Iwakuni», le había llamado). No era de extrañar que Tōji, en su ignorancia, hubiera tenido la tentación de mofarse de él, como tampoco era de extrañar que hubiera acabado pareciendo ridículo.
Ryōhei y los otros tres se estremecían al pensar lo cerca que habían estado de ser abatidos por el Palo de Secar. Ahora que habían abierto los ojos, la visión de los anchos hombros y la robusta espalda de Kojirō les hacía preguntarse cómo podían haber sido tan estúpidos de subestimarle en primer lugar.
Al cabo de un rato regresaron al embarcadero. Los cadáveres ya estaban helados, y los tres hombres recibieron el encargo de enterrarlos, mientras Ryōhei iba en busca del caballo. Kojirō fue de un lado a otro, llamando a su mono a silbidos, y el animal apareció de repente como salido de la nada y saltó sobre el hombro de su amo. Seijūrō no sólo instó a Kojirō a que fuese a la escuela de la avenida Shijō y se quedara allí algún tiempo, sino que incluso le ofreció su caballo, que Kojirō rechazó.
—Eso no estaría bien —le dijo, con una deferencia desacostumbrada—. No soy más que un joven rōnin y tú el maestro de una gran escuela, el hijo de un hombre distinguido, el dirigente de centenares de seguidores. —Cogiendo la brida, siguió diciendo—: Monta tú, por favor. Yo sujetaré esto. Es más fácil caminar de esta manera. Si realmente puedo acompañarte, acepto tu ofrecimiento de quedarme algún tiempo contigo en Kyoto.
Con idéntica cordialidad, Seijūrō replicó:
—Muy bien, entonces cabalgaré ahora, y cuando estés cansado podemos cambiar de lugar.
Enfrentado a la perspectiva cierta de tener que luchar con Miyamoto Musashi a principios del nuevo año, Seijūrō reflexionaba en que no era mala idea que estuviera a su lado un espadachín como Sasaki Kojirō.