La concha del olvido

Anochecía cuando el barco entró en el puerto de Kizugawa, donde le recibió el olor omnipresente del pescado. Unas luces rojizas titilaban en dirección a la orilla, y se oía al fondo el rítmico rumor del oleaje. Poco a poco, la distancia entre las voces procedentes del barco y las de tierra fue reduciéndose. El ancla cayó al agua levantando espuma blanca; lanzaron los cabos y colocaron la pasarela en posición.

Un excitado griterío llenaba la atmósfera.

—¿Está a bordo el hijo del sacerdote del santuario Sumiyoshi?

—¿Hay ahí un mensajero?

—¡Maestro! ¡Aquí estamos!

Como una ola, faroles de papel en los que estaban inscritos los nombres de diversas posadas ondularon a través del muelle hacia el barco, mientras sus portadores rivalizaban para conseguir clientes.

—¿Hay alguien para la posada Kashiwaya?

El joven con el mono al hombro se abrió paso entre la multitud.

—Venid a nuestro establecimiento, señor… No os cobraremos nada por el mono.

—Estamos delante mismo del santuario Sumiyoshi, que es un gran centro de peregrinación. ¡Podéis tener una bonita habitación con una espléndida vista!

Nadie había acudido a recibir al joven, el cual se alejó del muelle sin prestar la menor atención a los pregoneros ni a nadie más.

—¿Quién se cree que es? —rezongó un pasajero—. ¡Sólo porque sabe algo de esgrima!

—Si yo no fuese un simple ciudadano, no se habría marchado sin una pelea.

—¡Vamos, hombre, cálmate! Deja que los guerreros se crean mejores a los demás. Mientras vayan por ahí pavoneándose como reyes, serán felices. Nosotros, los ciudadanos, debemos dejar que se queden con las flores mientras tomamos los frutos. ¡No tenemos que excitarnos por el pequeño incidente de hoy!

Al mismo tiempo que conversaban de esta guisa, los mercaderes vigilaban que sus montañas de equipaje fuesen recogidas adecuadamente, y luego desembarcaron, para ser asaltados por los enjambres de gente, faroles y vehículos. Ninguno se libró de verse rodeado de inmediato por varias mujeres solícitas.

El último en desembarcar fue Gion Tōji, cuyo semblante tenía una expresión de aguda incomodidad. Jamás, en toda su vida, había pasado un día más desagradable. Se había envuelto la cabeza con un pañuelo para ocultar la mortificante pérdida del moño, pero la tela no podía ocultar sus cejas alicaídas y la hosquedad de su boca.

—¡Tōji! ¡Aquí estoy! —gritó Okō.

Aunque también se cubría la cabeza con un pañuelo, su cara había estado expuesta al frío viento mientras esperaba, y se le veían las arrugas a través de los polvos blancos destinados a ocultarlas.

—¡Okō! Al final has venido.

—¿No es lo que esperabas? Me enviaste una carta diciéndome que nos encontraríamos aquí, ¿no es cierto?

—Sí, pero temía que no te llegase a tiempo.

—¿Sucede algo? Pareces alterado.

—Oh, no es nada, sólo un poco de mareo. Anda, vamos a Sumiyoshi y busquemos una buena fonda.

—Ven por aquí. Tengo un palanquín esperando.

—Gracias. ¿Has reservado una habitación para nosotros?

—Sí, todo el mundo está esperando en la posada.

Una expresión consternada apareció en el semblante de Tōji.

—¿Todo el mundo? ¿De qué me estás hablando? Creía que sólo tú y yo íbamos a pasar un par de días agradables en algún lugar tranquilo de estos alrededores. Si hay mucha gente, no voy a ir.

Rechazando el palanquín, siguió adelante con pasos airados. Cuando Okō trató de darle explicaciones, él la interrumpió y la llamó idiota. Estalló entonces toda la rabia acumulada en su interior en el barco.

—¡Me alojaré solo en alguna parte! —gritó—. ¡Despide al palanquín! ¿Cómo has podido ser tan necia? ¡No me comprendes en absoluto! —Tiró de la manga que ella aferraba y prosiguió su camino a toda prisa.

Se encontraban en el mercado de pescado del puerto. Todas las tiendas estaban cerradas, y las escamas esparcidas por la calle brillaban como minúsculas conchas de plata. Como no había apenas nadie a su alrededor, Okō abrazó a Tōji e intentó calmarle.

—¡Suéltame! —le gritó él.

—Si te vas solo, los demás creerán que algo va mal.

—¡Que crean lo que les dé la gana!

—¡No hables así, por favor! —le suplicó ella. Aplicó su fría mejilla contra la del hombre.

El olor dulzón de los polvos y el cabello le envolvió y poco a poco su cólera y su frustración cedieron.

—¡Por favor! —repitió Okō.

—Es sólo que… estoy muy decepcionado.

—Lo sé, pero tendremos otras ocasiones de estar juntos.

—Pero esos dos o tres días contigo… los esperaba con verdadera ilusión.

—Lo comprendo.

—Si lo comprendías, ¿por qué trajiste a toda esa gente? ¡Es porque no sientes por mí lo mismo que yo siento por ti!

—No empieces con eso de nuevo —le dijo Okō en tono de reproche.

Miraba adelante y parecía como si estuvieran a punto de brotarle las lágrimas, pero en vez de llorar, intentó conseguir de nuevo que él escuchara su explicación. Cuando llegó el mensajero con la carta de Tōji, ella, naturalmente, hizo planes para ir a Osaka sola, pero la suerte quiso que aquella misma noche Seijūrō acudiera al Yomogi con seis o siete de sus estudiantes, y Akemi dejó escapar la noticia de que Tōji estaba a punto de llegar. En un instante los hombres decidieron que todos ellos debían acompañar a Okō a Osaka y que Akemi tenía que acompañarles. Al final, el grupo que se reunió en la posada de Sumiyoshi ascendía a diez personas.

Si bien Tōji debía admitir que, dadas las circunstancias, poco era lo que Okō podría haber hecho, su talante sombrío no mejoró. Desde luego, aquél no era su día, y tenía la seguridad de que lo peor estaba por venir. Para empezar, lo primero que le preguntarían sería qué tal le había ido su campaña de recogida de fondos, y detestaba verse obligado a darles la mala noticia. Lo que temía mucho más era la perspectiva de tener que quitarse el pañuelo de la cabeza. ¿Cómo podría explicar la pérdida de su moño? Finalmente comprendió que no había salida posible y se resignó a su sino.

—Bien, de acuerdo —dijo a la mujer—. Iré contigo. Haz que venga el palanquín.

—¡Ah, qué feliz me haces! —le dijo Okō en tono arrullador, mientras se volvía hacia el muelle.

En la posada, Seijūrō y sus compañeros se habían bañado y vestido cómodamente con kimonos de algodón acolchados proporcionados por el mismo establecimiento, y estaban esperando el regreso de Okō acompañada de Tōji. Al cabo de algún tiempo, como no aparecían, alguien comentó:

—Esos dos vendrán más tarde o más temprano. No hay motivo para que nos quedemos aquí sentados sin hacer nada.

La consecuencia natural de esta observación fue que pidieron sake. Al principio bebieron tan sólo para pasar el rato, pero pronto empezaron a ponerse cómodos y las copas de sake se sucedieron con más rapidez. No pasó mucho rato antes de que todos se hubieran olvidado más o menos de Tōji y Okō.

—¿No tienen muchachas cantoras en Sumiyoshi?

—¡Qué buena idea! ¿Por qué no llamamos a tres o cuatro chicas guapas?

Seijūrō titubeó hasta que alguien sugirió que él y Akemi se retirasen a otra habitación, donde tendrían más tranquilidad. La maniobra, tan poco sutil, para librarse de él le hizo sonreír, pero de todos modos le alegraba marcharse. Sería mucho más agradable estar a solas con Akemi en una habitación provista de un cálido kotatsu[3] que permanecer allí bebiendo con aquel hatajo de rufianes.

En cuanto Tōji salió de la habitación, la fiesta empezó en serio, y poco después varias cantantes de la clase conocida localmente como «el orgullo de Tosamagawa» aparecieron en el jardín, ante la habitación. Sus flautas y shamisen eran viejos, de mala calidad y deteriorados por el uso.

—¿Por qué hacéis tanto ruido? —les preguntó con coquetería una de las mujeres—. ¿Habéis venido aquí a beber o a armar reyerta?

El hombre que se había nombrado a sí mismo cabecilla del grupo, replicó:

—No hagas preguntas necias. Nadie paga dinero por pelear. Os hemos llamado para que bebamos y nos divirtamos un poco.

—Bien —dijo la muchacha con tacto—. Me alegro de oír eso, pero preferiría que os serenaseis un poco.

—¡Si es eso lo que quieres, sea! Cantemos algunas canciones.

Por deferencia a la presencia femenina, los hombres escondieron sus piernas peludas bajo las faldas de los kimonos, y algunos cuerpos que estaban horizontales volvieron a la verticalidad. Comenzó la música, la animación fue en aumento y la fiesta cobró ímpetu. Cuando estaba en todo su apogeo, una joven sirvienta entró y anunció que el hombre que vino en el barco desde Shikoku había llegado con su acompañante.

—¿Qué ha dicho? ¿Viene alguien?

—Sí, dice que viene alguien llamado Tōji.

—¡Ah, magnífico! Viene el bueno y viejo Tōji… ¿Quién es Tōji?

La entrada de Tōji con Okō no interrumpió en modo alguno la fiesta. Al contrario, les hicieron caso omiso. Como le habían hecho creer que la reunión se celebraba en su honor, Tōji se sintió disgustado.

Llamó a la doncella que les había franqueado la entrada y le pidió que le llevara a la habitación de Seijūrō. Pero cuando se encaminaban al pasillo, el cabecilla, apestando a sake, avanzó tambaleándose y echó los brazos al cuello de Tōji.

—¡Eh, Tōji! —farfulló—. ¿Acabas de regresar? Debes de habértelo pasado bien con Okō en alguna parte mientras nosotros estábamos aquí sentados. ¡Eso no se hace!

Tōji intentó en vano quitárselo de encima. Por mucho que se debatiera, el hombre tiró obstinadamente de él hasta hacerle entrar en la habitación. Durante la difícil maniobra de arrastre, tropezó con una o dos bandejas, derribó varias jarras de sake y finalmente cayó al suelo, tumbando a Tōji con él.

—¡Mi pañuelo! —exclamó Tōji, llevándose en seguida la mano a la cabeza.

Pero era demasiado tarde. Mientras caía, el cabecilla le había arrebatado el pañuelo que ahora tenía en su mano. Ahogando un grito colectivo, todos miraron el lugar donde debería estar la coleta de Tōji.

—¿Qué te ha ocurrido en la cabeza?

—¡Ja, ja, ja! ¡Menudo peinado!

—¿De dónde lo has sacado?

Tōji se puso rojo como la grana. Cogió el pañuelo y volvió a ponérselo, balbuceando:

—No es nada. Me salió un divieso.

Todos se desternillaron de risa como un solo hombre.

—¡Ha traído un divieso como recuerdo!

—¡Se cubre el lugar maligno!

—¡No hables de eso y enséñalo!

A juzgar por las bromas, era evidente que ninguno creía a Tōji, pero la fiesta continuó y nadie dijo gran cosa acerca de la coleta.

A la mañana siguiente, las cosas fueron del todo distintas. Eran las diez en punto cuando el mismo grupo estaba reunido en la playa detrás de la posada, todos sus miembros ahora sobrios y embarcados en una conferencia muy seria. Se habían sentado en círculo, algunos con los hombros cuadrados, otros cruzados de brazos, pero todos con semblante sombrío.

—Lo mires como lo mires, es un mal asunto.

—La cuestión estriba en si es cierto o no.

—Lo oí con mis propios oídos. ¿Me estás llamando embustero?

—No podemos dejar pasar esto sin hacer nada. Está en juego el honor de la escuela Yoshioka. ¡Tenemos que actuar!

—Por supuesto, pero ¿qué vamos a hacer?

—Aún no es demasiado tarde. Encontraremos al hombre del mono y le cortaremos la coleta. Le demostraremos que no es sólo el orgullo de Gion Tōji lo que está implicado, sino que el asunto concierne a la dignidad de toda la escuela Yoshioka. ¿Alguna objeción? El cabecilla borracho de la noche anterior era ahora un intrépido teniente que arengaba a sus hombres para entrar en combate.

Nada más despertarse, los hombres habían pedido que les calentaran el baño, a fin de quitarse de encima la resaca, y mientras estaban bañándose había entrado un mercader. Como no sabía quiénes eran, les contó lo que había sucedido en el barco el día anterior. Les proporcionó un relato cómico del corte del moño y concluyó diciendo que «el samurái que perdió el pelo dijo ser uno de los principales discípulos de la casa Yoshioka de Kyoto. Todo lo que puedo decir, es que si realmente lo es, entonces la casa Yoshioka está en mucha peor forma de lo que cualquiera imagina».

Recuperada pronto la sobriedad, los discípulos de Yoshioka fueron en busca de su díscolo veterano para preguntarle por el incidente. En seguida descubrieron que se había levantado temprano, había intercambiado unas palabras con Seijūrō y partido en dirección a Kyoto en compañía de Okō poco después del desayuno. Esto confirmaba la exactitud básica del relato, pero en vez de perseguir al cobarde Tōji, decidieron que sería más juicioso encontrar al desconocido joven del mono y reivindicar el nombre de Yoshioka.

Tras haber convenido un plan en su consejo de guerra junto al mar, se pusieron en pie, se sacudieron la arena de los kimonos y entraron en acción.

A corta distancia, Akemi había estado jugando con las piernas desnudas en la orilla del agua, recogiendo conchas marinas una a una y tirándolas casi de inmediato. Aunque era invierno, el brillante sol calentaba y el olor del mar se alzaba de las olas espumeantes que se extendían como cadenas de rosas blancas hasta donde alcanzaba la vista.

Llena de curiosidad, Akemi contempló a los hombres de Yoshioka que corrían en todas direcciones, las puntas de las vainas de sus espadas en el aire. Cuando el último de ellos pasó por su lado, le preguntó a gritos:

—¿Adonde vais?

—Ah, eres tú. ¿Por qué no vienes a buscar conmigo? A cada uno se le ha asignado un territorio.

—¿Qué estáis buscando?

—A un joven samurái con un largo mechón frontal. Tiene un mono.

—¿Qué ha hecho?

—Algo que deshonrará el nombre del Joven Maestro a menos que actuemos con rapidez.

Le contó lo que había sucedido, pero no logró despertar en ella ni un ápice de interés.

—¡Siempre estáis buscando pelea! —exclamó con desaprobación.

—No es que nos guste luchar, pero si permitimos que se salga con la suya, será una vergüenza para la escuela, que es el mayor centro de artes marciales del país.

—¿Y qué más da que ocurra eso?

—¿Estás loca?

—Los hombres os pasáis el tiempo corriendo en pos de las cosas más tontas.

—¿Qué? —El hombre la miró con suspicacia—. ¿Y qué has hecho tú durante todo este tiempo?

—¿Yo? —Bajó la vista a la hermosa arena alrededor de sus pies y dijo—: Estoy buscando conchas marinas.

—¿Para qué las buscas? Hay millones de ellas en todo este lugar. Eso te demuestra que las mujeres perdéis el tiempo en cosas todavía más absurdas que los hombres:

—Estoy buscando una clase muy especial de concha. Se llama la concha del perdón.

—¿Ah, sí? ¿Y existe esa concha?

—Sí, pero dicen que sólo puedes encontrarla aquí, en la orilla de Sumiyoshi.

—¡Apuesto a que no existe tal cosa!

—¡Claro que sí! Si no te lo crees, ven conmigo. Te lo mostraré.

Llevó al reacio joven hasta una hilera de pinos y le señaló una piedra sobre la que estaba tallado un antiguo poema. Decía así:

Si tuviera tiempo

la encontraría en la orilla de Sumiyoshi.

Dicen que llega allí…

la concha que trae

el olvido del amor.

—¿Ves? —le dijo Akemi con orgullo—. ¿Qué otra prueba necesitas?

—Bah, eso sólo es un mito, una de esas mentiras inútiles que inventan los poetas.

—Pero en Sumiyoshi también tienen flores y agua que te hacen olvidar.

—Bueno, supongamos que existe. ¿Qué magia obrará para ti?

—Es sencillo. Si pones una de esas conchas en el obi o la manga, puedes olvidarlo todo.

El samurái se echó a reír.

—¿Significa eso que deseas ser más distraída de lo que ya eres?

—Sí, me gustaría olvidarlo todo. No puedo olvidar ciertas cosas, y por eso soy infeliz de día y permanezco despierta por la noche. Por eso estoy buscando la concha. ¿Por qué no te quedas y me echas una mano?

—¡Éste no es momento para juegos infantiles! —dijo desdeñosamente el samurái, y entonces, recordando de súbito su deber, echó a correr a toda velocidad.

A menudo, cuando estaba triste, Akemi pensaba que sus problemas se resolverían si pudiera olvidar el pasado y disfrutar del presente. En aquellos instantes, se abrazaba a sí misma y vacilaba entre aferrarse a los pocos recuerdos que atesoraba y el deseo de arrojarlos al mar. Pensaba que si realmente existiera una concha del olvido, no la llevaría personalmente, sino que la deslizaría con disimulo dentro de la manga de Seijūrō. Suspiró, imaginando lo deliciosa que sería su vida si él la olvidara para siempre.

Le bastaba pensar en él para que se le encogiera el corazón. Se sentía tentada a creer que aquel hombre existía con el único propósito de echar a perder su juventud. Cuando la importunaba con sus lisonjeras protestas amorosas, ella se consolaba pensando en Musashi, pero si la presencia de éste en su mente era a veces su salvación, también solía ser una fuente de desdicha, pues fomentaba en ella el deseo de huir a un mundo de sueños. Sin embargo, vacilaba en entregarse del todo a la fantasía, pues sabía que probablemente Musashi la habría olvidado por completo.

«¡Ah, si existiera algún modo de borrar su cara de mi mente!», se decía.

Las aguas azules del mar Interior le parecieron de súbito tentadoras. Las contempló fijamente y se asustó pensando en lo fácil que sería arrojarse a ellas y desaparecer.

La madre de Akemi, y no digamos Seijūrō, ignoraban por completo que la muchacha tenía unos pensamientos tan desesperados. Cuantos la conocían la consideraban muy feliz, tal vez un poco petulante, pero de todos modos un capullo aún tan lejos de florecer que no podía aceptar de ninguna manera el amor de un hombre.

Para Akemi, su madre y los hombres que iban a la casa de té eran seres ajenos a su verdadero yo. Cuando estaba en su presencia, reía y bromeaba, hacía sonar su campanilla y fruncía los labios según pareciera exigirlo la ocasión, pero cuando estaba a solas sus suspiros reflejaban preocupaciones y pesar.

Interrumpió sus pensamientos un sirviente de la posada, el cual, al verla junto a la piedra con la inscripción, corrió a ella y le dijo:

—¿Dónde has estado, joven señora? El Joven Maestro te llama y, al no obtener respuesta, está muy preocupado.

Akemi regresó a la posada y encontró a Seijūrō a solas, calentándose las manos bajo el edredón rojo que cubría el kotatsu. Reinaba el silencio en la habitación. En el jardín soplaba una brisa entre los pinos secos.

—¿Has estado fuera con este frío? —le preguntó.

—¿Qué quieres decir? No hace nada de frío. La playa está muy soleada.

—¿Qué has estado haciendo?

—Buscando conchas.

—Te portas como una niña.

—Es que soy una niña.

—¿Qué edad crees que tendrás en tu próximo cumpleaños?

—Eso no importa. Sigo siendo una niña. ¿Qué tiene de malo?

—Estás muy equivocada. Deberías pensar en los planes que tu madre tiene para ti.

—¿Mi madre? Ella no piensa en mí. Está convencida de que sigue siendo joven.

—Siéntate aquí.

—No quiero, me dará demasiado calor. Todavía soy joven, ¿recuerdas?

—¡Akemi! —exclamó él, al tiempo que le cogía la muñeca atrayéndola hacia sí—. Hoy no hay nadie más aquí. Tu madre ha tenido la delicadeza de regresar a Kyoto.

Akemi miró los ojos ardientes de Seijūrō y su cuerpo se puso rígido. Inconscientemente trató de retroceder, pero él le aferró con fuerza la muñeca.

—¿Por qué intentas huir? —le preguntó en tono acusador.

—No intento huir.

—Ahora no hay nadie aquí. Es una oportunidad perfecta, ¿no crees, Akemi?

—¿Para qué?

—¡No seas tan obstinada! Llevamos viéndonos casi un año y sabes lo que siento por ti. Okō dio su permiso hace tiempo. Dice que no te entregas a mí porque no te abordo del modo apropiado. Así que hoy vamos a…

—¡Basta! ¡Suéltame el brazo! ¡Te digo que me dejes! —De repente Akemi se inclinó adelante con la cabeza gacha, azorada.

—¿No me aceptarás pase lo que pase?

—¡Basta ya! ¡Déjame!

Aunque el brazo de la muchacha había enrojecido bajo la presión de su mano, seguía negándose a soltarla, y ella carecía de fuerza para resistir las técnicas militares del estilo Kyōhachi.

Aquel día Seijūrō no era el de siempre. A menudo buscaba consuelo en el sake, pero en esta ocasión no había bebido nada.

—¿Por qué me tratas así, Akemi? ¿Intentas humillarme?

—¡No quiero hablar de ello! ¡Si no me sueltas, gritaré!

—¡Pues grita! Nadie te oirá. La casa principal está demasiado lejos y, en cualquier caso, les he dicho que no nos molesten.

—Quiero marcharme.

—No te dejaré.

—¡Mi cuerpo no te pertenece!

—¿Es eso lo que sientes? ¡Será mejor que preguntes a tu madre al respecto! Desde luego, le he pagado lo bastante por ti.

—¡Puede que mi madre me haya vendido, pero yo no me he vendido! ¡De ninguna manera me entregaría a un hombre al que desprecio más que a la misma muerte!

—¿Qué es esto? —gritó Seijūrō, arrojándole el edredón rojo por encima de la cabeza.

Akemi gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Grita, zorra, grita cuanto quieras! No va a venir nadie.

En la puerta corredera de papel la pálida luz del sol se mezclaba con las inquietas sombras de los pinos como si nada hubiera ocurrido. En el exterior la quietud era absoluta, interrumpida tan sólo por el distante rumor del oleaje y los trinos de los pájaros.

Un profundo silencio siguió a los gemidos ahogados de Akemi. Al cabo de un rato, Seijūrō, con una palidez mortal en el rostro, apareció en el pasillo externo, sujetando con la mano derecha la izquierda arañada y sangrante.

Poco después, la puerta volvió a abrirse ruidosamente y salió Akemi. Lanzando un grito de sorpresa, Seijūrō, ahora con la mano envuelta por una toalla, se movió como si fuese a detenerla, pero no llegó a tiempo. La muchacha, medio enloquecida, echó a correr con la rapidez del rayo.

Una expresión preocupada apareció en la cara de Seijūrō, pero no persiguió a Akemi, la cual cruzó el jardín y entró en otra parte de la posada. Al cabo de un momento, los labios de Seijūrō trazaron una sonrisa leve y sesgada. Era una sonrisa de profunda satisfacción.