El joven apuesto

La soleada isla de Awaji, gradualmente envuelta por la bruma invernal del mediodía, se desvaneció a lo lejos. El aleteo de la gran vela bajo las ráfagas del viento ahogaba el sonido del oleaje. El barco, que realizaba varias veces la travesía entre Osaka y la provincia de Awa en Shikoku, estaba recorriendo el mar Interior rumbo a Osaka. Aunque su cargamento principal consistía en papel y tinte añil, un olor inconfundible revelaba que transportaba contrabando de tabaco, que el gobierno Tokugawa había prohibido a la gente fumar, aspirar por la nariz o masticar. También había a bordo pasajeros, en su mayoría mercaderes, algunos de los cuales regresaban a la ciudad mientras que otros la visitaban para llevar a cabo las operaciones comerciales de fin de año.

—¿Qué tal va? Apuesto a que estáis ganando montones de dinero.

—¡Qué va! Todo el mundo dice que las cosas van viento en popa en Sakai, pero no podrías demostrarlo a juzgar por mis ganancias.

—Tengo entendido que hay ahí falta de especialistas. Creo que necesitan armeros.

La conversación de otro grupo era del mismo tenor.

—Yo suministro equipamiento de combate, astas de bandera, armaduras, esa clase de cosas. Y, desde luego, no tengo tantos beneficios como antes.

—¿De veras?

—Sí, supongo que los samuráis están aprendiendo a sumar.

—¡Ja, ja!

—Antes, cuando los saqueadores traían su botín, podías teñir o pintar de nuevo los objetos y revenderlos a los ejércitos. Después de la siguiente batalla, el material volvía a tus manos y podías arreglarlo y venderlo otra vez. Un hombre contemplaba el mar y alababa las riquezas de los países que estaban más allá.

—Aquí ya no puedes ganar dinero. Si quieres tener auténticos beneficios, debes hacer lo que hicieron Naya «Luzón» Sukezaemon o Chaya Sukejirō: dedicarte al comercio exterior. Es arriesgado, pero, si tienes suerte, compensa de veras.

—Aunque las cosas no nos vayan ahora tan bien —dijo otro hombre—, desde el punto de vista de los samuráis somos unos privilegiados. La mayoría de ellos ni siquiera saben qué sabor tiene la buena comida. Hablamos de los lujos de que gozan los daimyōs, pero ésos más tarde o más temprano tienen que vestirse el cuero y el acero e ir a que los maten. Lo siento por ellos, pues están tan ocupados pensando en su honor y el código del guerrero que nunca pueden sentarse a descansar y disfrutar de la vida. ¿No es eso cierto? Nos quejamos de los malos tiempos, pero lo único que se puede ser hoy es mercader.

—Tienes razón. Por lo menos podemos hacer lo que nos apetece.

—Tan sólo es necesario que nos deshagamos en reverencias ante los samuráis, y por mucho que hagas eso, con un poco de dinero queda compensado.

—Si vas a vivir en este mundo, ¿por qué no habrías de pasártelo bien?

—Ésa es también mi postura. A veces siento la tentación de preguntar a los samuráis qué están obteniendo de la vida.

La alfombra de lana que aquel grupo había extendido para sentarse era de importación, prueba de que estaban en mejores condiciones que otros elementos de la población. Tras la muerte de Hideyoshi, los lujos del período Momoyama habían pasado en gran parte a manos de los mercaderes en vez de los samuráis, y por entonces los ciudadanos más ricos eran los que poseían elegantes servicios de té y hermosos y caros equipos de viaje. Incluso un pequeño hombre de negocios solía ser más acomodado que un samurái, con un estipendio de cinco mil fanegas de arroz al año, lo que la mayoría de los samuráis consideraban unos ingresos principescos.

—Nunca hay mucho que hacer en estos viajes, ¿verdad?

—Es cierto. ¿Por qué no jugamos a las cartas para pasar el tiempo?

—Venga.

Colgaron una cortina, concubinas y subalternos trajeron sake y los hombres empezaron a jugar a unsummo, un juego introducido recientemente por los comerciantes portugueses, con unas apuestas increíbles. El oro depositado sobre la mesa podría haber salvado del hambre a pueblos enteros, pero los jugadores lo arrojaban como si fuese grava.

Entre los pasajeros había varias personas a quienes los mercaderes podrían haber preguntado qué estaban obteniendo de la vida: un sacerdote errante, algunos rōnin, un erudito confuciano y varios guerreros profesionales. La mayoría de ellos, tras mirar el comienzo del ostentoso juego de cartas, se sentaron junto a sus equipajes y contemplaron el mar con expresiones desaprobadoras.

Un joven tenía algo redondeado y peludo en su regazo, y de vez en cuando le decía:

—¡Estate quieto!

—Qué lindo monito tienes —le dijo otro pasajero—. ¿Está adiestrado?

—Sí.

—¿Entonces lo tienes desde hace bastante tiempo?

—No, lo encontré hace poco en las montañas entre Tosa y Awa.

—Ah, ¿lo capturaste tú mismo?

—Sí, pero los monos mayores casi me descuartizaron antes de que pudiera escapar.

Mientras hablaba, el joven se concentraba en quitarle las pulgas al animal. Incluso sin el mono, habría llamado la atención, pues tanto su kimono como el manto corto que llevaba eran muy elegantes. No tenía afeitada la parte delantera de la cabeza y se ataba el mono con una cinta violeta, lo cual era toda una originalidad. Por su atuendo se diría que era todavía un muchacho, pero por entonces no resultaba fácil determinar la edad de un hombre por su manera de vestir. Con la ascensión al poder de Hideyoshi, la indumentaria en general se había vuelto más vistosa. No resultaba extraño que hombres de veinticinco años o más siguieran vistiendo como chicos de quince o dieciséis y no se cortaran las guedejas frontales.

Su piel tenía el lustre de la juventud, sus labios eran de un rojo saludable y le brillaban los ojos. Por otro lado, era corpulento y había cierta severidad adulta en sus espesas cejas y en la curvatura hacia arriba de las comisuras de sus ojos.

—¿Por qué no paras de moverte? —dijo con impaciencia, dando un cachete al mono en la cabeza. La inocencia con que le quitaba las pulgas aumentaba la impresión de juventud.

Su condición social también era difícil de determinar. Como estaba de viaje, llevaba las mismas sandalias de paja y calcetines de cuero que los demás. Su indumentaria no aportaba ninguna pista, y parecía perfectamente a sus anchas entre el sacerdote errante, el titiritero, el samurái andrajoso y los campesinos que llevaban días sin lavarse. Podría haber sido tomado fácilmente por un rōnin, y no obstante había algo en él que apuntaba a una categoría superior: el arma colgada en diagonal de un lado a otro de su espalda, con una correa de cuero. Era una espada de combate larga y recta, grande y de manufactura espléndida. Casi todos cuantos hablaban con el joven, observaban la calidad de la espada.

Gion Tōji, que permanecía a cierta distancia, estaba impresionado por el arma. Bostezando, se dijo que ni siquiera en Kyoto se veían a menudo espadas de semejante calidad. Sentía curiosidad por conocer las circunstancias de su propietario.

Tōji estaba aburrido. La travesía, que había durado catorce días, había sido irritante, agotadora e infructuosa, y ansiaba encontrarse de nuevo entre gentes conocidas. «Me pregunto si el mensajero habrá llegado a tiempo —se dijo—. En caso afirmativo, desde luego ella estará en el muelle de Osaka para recibirme». Evocando el semblante de Okō, trató de aliviar su aburrimiento.

El motivo del viaje era la tambaleante situación financiera de la casa de Yoshioka, debida a que Seijūrō había vivido por encima de sus medios. La familia ya no era rica, la casa de la avenida Shijō estaba hipotecada y corría el peligro de caer en manos de los acreedores. Agravaban la situación otras incontables obligaciones de fin de año. Vender todas las posesiones de la familia no aportaría suficientes fondos para pagar las facturas que ya se amontonaban. Al enfrentarse a esta situación, Seijūrō había hecho un único comentario: «¿Cómo ha ocurrido?».

Sintiéndose responsable de haber estimulado las extravagancias del Joven Maestro, Tōji pidió que dejaran el asunto en sus manos y prometió que de alguna manera arreglaría las cosas.

Tras devanarse los sesos, se le ocurrió la idea de construir una escuela nueva y más grande en el solar vacío al lado del Nishinotōin, donde podrían acomodar a un número mucho mayor de estudiantes. Según este razonamiento, los tiempos no estaban como para ser selectivos. Había toda clase de gente deseosa de aprender las artes marciales, mientras que los daimyōs clamaban por guerreros adiestrados, de manera que tener una escuela mayor y producir una gran cantidad de espadachines adiestrados redundaría en interés de todo el mundo. Cuanto más pensaba en ello, más se engañaba creyendo que la escuela tenía el sagrado deber de enseñar el estilo Kempō al mayor número de hombres posible.

A tal efecto, Seijūrō redactó una circular, y provisto de la misma Tōji partió para solicitar la colaboración de antiguos estudiantes de Honshu occidental, Kyushu y Shikoku. Había muchos hombres en diversos dominios feudales que habían estudiado bajo la dirección de Kempō, y la mayoría de los que seguían vivos eran ahora samuráis con una situación envidiable. Sin embargo, resultó que, a pesar del ahínco con que Tōji efectuó sus peticiones, pocos estuvieron dispuestos a realizar donaciones considerables o suscribirse de inmediato. Con una frecuencia desalentadora, la respuesta había sido: «Te escribiré al respecto más adelante», «Hablaremos de ello la próxima vez que vaya a Kyoto» o algo igualmente evasivo. Las contribuciones con las que Tōji regresaba eran sólo una fracción de lo que había previsto.

En términos estrictos, la propiedad en peligro no pertenecía a Tōji, y el rostro que ahora acudía a su mente no era el de Seijūrō sino el de Okō, pero incluso éste sólo podía distraerle superficialmente, y pronto volvía a sentirse nervioso. Envidiaba al joven que quitaba las pulgas a su mono, pues tenía algo con que matar el tiempo. Tōji se acercó a él e intentó entablar conversación.

—Hola, joven amigo. ¿Te diriges a Osaka?

Sin molestarse en alzar la cabeza, el joven levantó un poco los ojos y respondió afirmativamente.

—¿Vive allí tu familia?

—No.

—Entonces debes de ser de Awa.

—No, tampoco de ahí —dijo el joven en un tono más bien terminante.

Tōji permaneció un momento en silencio antes de hacer un nuevo intento.

—Veo que tienes una espléndida espada.

Satisfecho, al parecer, por el halago de su arma, el joven cambió de posición a fin de ver la cara a Tōji y replicó afablemente:

—Sí, perteneció a mi familia durante mucho tiempo. Es una espada de combate, pero me propongo pedir a un buen armero de Osaka que vuelva a montarla, a fin de poder desenvainarla desde el costado.

—Es demasiado larga para eso, ¿no crees?

—Pues no sé…, sólo mide tres pies.

—Es bastante larga.

El joven sonrió y replicó confiadamente:

—Cualquiera debería poder manejar una espada de esa longitud.

—Sí, es posible manejar una espada de tres pies e incluso de cuatro —dijo Tōji en tono de reproche—, pero sólo un experto podría hacerlo con facilidad. Últimamente veo muchos tipos que van pavoneándose por ahí con enormes espadas, y parecen impresionantes, pero cuando las cosas se ponen difíciles, dan media vuelta y echan a correr. ¿Qué estilo has estudiado?

En las cuestiones relativas a la esgrima, Tōji no podía ocultar un sentimiento de superioridad sobre el muchacho. Éste dirigió una mirada inquisitiva al semblante de Tōji, ahora pagado de sí mismo, y replicó:

—El estilo Tomita.

—El estilo Tomita es para usarlo con una espada más corta que la tuya —dijo Tōji en tono autoritario.

—El hecho de que aprendiera el estilo Tomita no significa que haya de usar una espada más corta. No me gusta imitar a nadie. Mi maestro usaba una espada más corta, por lo que decidí utilizar una larga… y me expulsaron de la escuela.

—Los jóvenes parecéis enorgulleceros de ser rebeldes. ¿Qué ocurrió entonces?

—Abandoné la aldea del Jōkyōji en Echizen y me presenté ante Kanemaki Jisai, el cual había prescindido también del estilo Tomita y luego desarrolló el estilo Chūjō. Simpatizó conmigo, me adoptó como discípulo y, tras haber estudiado con él durante cuatro años, me dijo que estaba en condiciones de desenvolverme por mi cuenta.

—Esos maestros rurales expiden certificados con demasiada facilidad.

—No es el caso de Jisai. Él no era así. De hecho, sólo dio su certificado a otra persona, Itō Yagorō Ittōsai. Tras haberme propuesto ser el segundo hombre que obtendría formalmente el certificado, trabajé en ello con mucha aplicación. Pero antes de que hubiera completado mi formación, me llamaron desde mi casa, porque mi madre agonizaba.

—¿Dónde está tu casa?

—En Iwakuni, provincia de Suō. Una vez en casa, practiqué a diario en la vecindad del puente Kintai, derribando golondrinas en vuelo y cortando ramas de sauce. De esa manera desarrollé ciertas técnicas propias. Antes de que mi madre muriese, me dio esta espada y me pidió que la cuidara bien, pues la había fabricado Nagamitsu.

—¿Nagamitsu? ¡No me digas!

—No lleva su firma en la espiga, pero siempre ha sido considerada obra suya. En el lugar de donde vengo es una espada bien conocida. La gente la llama «El palo de secar».

Aunque antes se había mostrado reticente, sobre los temas que le gustaban hablaba por los codos, e incluso ofrecía información voluntariamente. Una vez comenzaba, seguía parloteando y prestaba escasa atención a las reacciones de su interlocutor. De esto, así como del relato de sus primeras experiencias, se desprendía que tenía un carácter más fuerte del que podría haberse deducido de su gusto indumentario.

En un momento determinado, el joven se interrumpió. Sus ojos se volvieron turbios y pensativos.

—Mientras estaba en Suō, Jisai cayó enfermo —murmuró—. Cuando Kusanagi Tenki me habló de su estado, me descompuse y eché a llorar. Tenki ingresó en la escuela mucho antes que yo y continuaba allí cuando el maestro estaba en su lecho de enfermo. Era su sobrino, pero Jisai no consideraba la posibilidad de darle un certificado. En cambio, le dijo que le gustaría dármelo a mí, junto con su libro de métodos secretos. No sólo quería que los poseyese, sino que había confiado en verme y dármelos personalmente. —El recuerdo hizo que los ojos del joven se humedecieran.

Tōji no sentía la menor simpatía por aquel joven apuesto y emotivo, pero hablar con él era mejor que estar solo y aburrido.

—Comprendo —le dijo, fingiendo un gran interés—. ¿Y murió mientras estabas ausente?

—Ojalá hubiera podido ir a su lado en cuanto me enteré de su enfermedad, pero se encontraba en Kōzuke, a centenares de millas de Suō. Entonces falleció mi madre, por la misma época, de modo que me resultó imposible estar al lado de Jisai en sus últimos momentos.

Las nubes ocultaban el sol, dando al cielo una tonalidad grisácea. El barco empezó a balancearse, y la espuma del oleaje penetró por las regalas.

El joven prosiguió su relato sentimental, cuyo meollo era que había cerrado la residencia familiar en Suō y, mediante un intercambio de cartas, había concertado un encuentro con su amigo Tenki en el equinoccio de primavera. Era improbable que Jisai, quien carecía de familiares próximos, hubiera dejado muchos bienes, pero había dado a Tenki algún dinero, el certificado y el libro de los secretos para que los entregara al joven. Hasta que se reunieran el día convenido en el monte Hōraiji, que estaba en la provincia de Mikawa, a medio camino entre Kōzuke y Awa, Tenki estaba supuestamente efectuando un viaje de estudios. El mismo joven tenía la intención de pasar algún tiempo en Kyoto, estudiando y haciendo excursiones.

Una vez finalizado su relato, se volvió a Tōji y le preguntó:

—¿Eres de Osaka?

—No, soy de Kyoto.

Ambos permanecieron un rato en silencio, distraídos por el ruido del oleaje y la vela.

—¿Piensas entonces tratar de abrirte camino en el mundo por medio de las artes marciales? —le preguntó Tōji.

Aunque la pregunta en sí era bastante inocente, la expresión de Tōji revelaba una condescendencia rayana en el desprecio. Hacía ya mucho tiempo que se había hartado de los jóvenes espadachines engreídos que iban por ahí jactándose de sus certificados y sus libros de secretos. A su modo de ver, no era posible que hubiera tantos espadachines expertos desplazándose por el país. ¿Acaso no había estado él en la escuela Yoshioka durante casi veinte años y no seguía siendo todavía un discípulo, aunque muy privilegiado?

El joven cambió de postura y contempló atentamente el agua grisácea.

—¿Kyoto? —musitó, y entonces se volvió de nuevo a Tōji y dijo—: Me han dicho que hay allí un hombre llamado Yoshioka Seijūrō, hijo mayor de Yoshioka Kempō. ¿Está todavía en activo?

A Tōji le apeteció bromear un poco.

—Sí —se limitó a responder—. La escuela Yoshioka parece floreciente. ¿La has visitado?

—No, pero cuando llegue a Kyoto, me gustaría tener un encuentro con ese Seijūrō y ver hasta qué punto es bueno.

Tōji tosió para contener la risa. Estaba detestando con rapidez la insolente confianza en sí mismo del joven. Naturalmente, no podía conocer la posición de Tōji en la escuela, pero si la descubriera, sin duda lamentaría lo que acababa de decir. Torciendo el gesto y en tono despectivo, le preguntó:

—¿Y crees que saldrías bien librado?

—¿Por qué no? —replicó el joven. Ahora era él quien deseaba reírse, y no se abstuvo de hacerlo—. Yoshioka tiene una gran casa y mucho prestigio, por lo que imagino que Kempō debe de haber sido un gran espadachín. Pero dicen que ninguno de sus hijos vale gran cosa.

—¿Cómo puedes estar tan seguro si no los conoces?

—Bueno, eso es lo que dicen los samuráis de otras provincias. No me creo todo lo que llega a mis oídos, pero casi todo el mundo parece pensar que la casa de Yoshioka llegará a su fin con Seijūrō y Denshichirō.

Tōji ansiaba decirle al joven que contuviera la lengua. Incluso pensó por un momento revelarle su identidad, pero hacer que el asunto llegara a su punto decisivo en aquellos momentos haría que él pareciese el perdedor. Con toda la contención de que fue capaz, replicó:

—Últimamente las provincias parecen estar llenas de sabelotodos, por lo que no me extrañaría que la casa de Yoshioka fuese subestimada. Pero cuéntame más de ti. ¿No has dicho hace un momento que habías ideado una manera de matar golondrinas en vuelo?

—Sí, eso he dicho.

—¿Y lo has hecho con esa espada grande y larga?

—En efecto.

—Bien, si eres capaz de hacer tal cosa, sin duda te resultará fácil derribar una de las gaviotas que sobrevuelan el barco a baja altura.

El joven no respondió de inmediato. De repente había comprendido que Tōji no se proponía nada bueno. Mirando la línea tensa de sus labios, respondió:

—Podría hacerse, pero creo que sería una tontería.

—Bien —dijo Tōji con grandilocuencia—, si eres tan bueno que puedes menospreciar a la casa de Yoshioka sin haber estado en ella…

—Ah, ¿te he molestado?

—No, en absoluto, pero a nadie de Kyoto le gusta oír hablar mal de la escuela Yoshioka.

—¡Ja! Lo que he dicho no es lo que pienso, me he limitado a repetir lo que he oído.

—¡Joven! —dijo Tōji severamente.

—¿Qué?

—¿Sabes lo que significa la expresión «un samurái semihorneado»? ¡Te lo advierto por el bien de tu futuro! Nunca llegarás a ninguna parte si subestimas a los demás. Te jactas de que puedes derribar golondrinas y hablas de tu certificado del estilo Chūjō, pero sería mejor que recordaras que no todo el mundo es estúpido. Y deberías empezar a fijarte bien en tu interlocutor antes de fanfarronear.

—¿Crees que sólo me jacto?

—Así es —dijo Tōji, y se acercó más al otro, sacando el pecho—. A nadie le molesta que un joven se ufane de sus logros, pero no debes llevarlo demasiado lejos. —Como el joven no decía nada, Tōji continuó—: Desde el principio te he escuchado hablar jactanciosamente de ti mismo, y eso no me ha gustado. Pero la cuestión es que soy Gion Tōji, el principal discípulo de Yoshioka Seijūrō, ¡y si haces otra observación denigrante sobre la casa de Yoshioka, te arrancaré el pellejo!

Por entonces habían atraído la atención de los demás pasajeros. Tras haber revelado su nombre y su elevada posición, Tōji se dirigió contoneándose a la popa del barco, rezongando en tono amenazador sobre la insolencia de los jóvenes actuales. El otro le siguió en silencio, mientras los pasajeros les miraban boquiabiertos desde prudente distancia.

A Tōji no le satisfacía en absoluto la situación. Cuando el barco atracara, Okō estaría esperándole, y si ahora se enzarzaba en una pelea, sin duda más tarde se vería en dificultades con los funcionarios. Procurando parecer lo más despreocupado posible, apoyó los codos en la borda y contempló fijamente los remolinos de un negro azulado que se formaban bajo el timón.

El joven le dio unos golpecitos en la espalda.

—Señor —le dijo, en voz baja cuyo tono no revelaba ni cólera ni resentimiento.

—Tōji no le respondió.

—Señor —repitió el joven.

Incapaz de mantener su fingida despreocupación, Tōji preguntó:

—¿Qué quieres?

—Me has llamado jactancioso delante de varios desconocidos y tengo que defender mi honor. Me siento obligado a aceptar tu desafío de hace un momento. Quiero que seas testigo.

—¿A qué te he desafiado?

—No es posible que ya lo hayas olvidado. Te reíste cuando te dije que podría derribar golondrinas en vuelo y me desafiaste a que intentara derribar una gaviota.

—Humm. Te he sugerido tal cosa, ¿no?

—Si lo hago, ¿te convencerás de que no hablo por hablar?

—Bueno…, sí, me convenceré.

—De acuerdo, lo haré.

—¡Muy bien, espléndido! —Tōji se rio sarcásticamente—. Pero no olvides que si haces esto sólo por orgullo y fracasas, vas a ser objeto de escarnio.

—Correré ese riesgo.

—No tengo intención de impedírtelo.

—¿Y estarás presente como testigo?

—¡Naturalmente, con mucho gusto!

El joven se colocó en el centro de la cubierta de popa y movió la mano hacia su espada. Mientras lo hacía gritó el nombre de Tōji. Éste, mirándole con curiosidad, le preguntó qué quería, y el joven le dijo con gran seriedad:

—Por favor, haz que algunas gaviotas vuelen bajo delante de mí. Estoy dispuesto a derribar a cualquier número de ellas.

De repente Tōji reconoció la similitud entre lo que estaba ocurriendo y el argumento de cierto cuento humorístico atribuido al sacerdote Ikkyū. El joven había logrado hacerle pasar por un asno. Encolerizado, le gritó:

—¿Qué clase de tontería es ésta? Cualquiera capaz de lograr que las gaviotas vuelen delante de él podría derribarlas.

—El mar tiene una extensión de miles de millas y mi espada sólo mide tres pies. Si las aves no se aproximan, no puedo derribarlas.

Tōji avanzó un par de pasos, manifestando una satisfacción maligna.

—Estás tratando de salir de un apuro. Si no puedes matar a una gaviota en vuelo, di que no puedes y pide disculpas.

—Si me propusiera tal cosa, no estaría aquí esperando. Si las aves no se aproximan, entonces cortaré otra cosa para ti.

—¿Por ejemplo…?

—Acércate otros cinco pasos y te lo mostraré.

Tōji se acercó, rezongando:

—¿Qué te propones ahora?

—Sólo quiero que me permitas usar tu cabeza…, la cabeza con la que me has provocado para que demuestre que no fanfarroneaba. Si consideras el asunto, verás que es más lógico que la corte en vez de matar a unas gaviotas inocentes.

—¿Has perdido el juicio? —gritó Tōji.

Agachó la cabeza, con un movimiento reflejo, pues en aquel mismo instante, el joven desenvainó velozmente su espada y la usó. La acción fue tan rápida que la espada de tres pies no pareció más grande que una aguja.

—¿Qu… qu… qué? —gritó Tōji mientras se tambaleaba hacia atrás llevándose las manos al cuello.

Afortunadamente, la cabeza seguía en su sitio y, por lo que podía ver, estaba ileso.

—¿Comprendes ahora? —le preguntó el joven, dándole la espalda y alejándose entre los montones de equipaje.

Tōji ya estaba carmesí a causa de su turbación cuando, al mirar un trecho de la cubierta iluminado por el sol, vio un objeto de aspecto peculiar, como un pequeño pincel. Un pensamiento atroz cruzó por su mente y se llevó la mano a lo alto de la cabeza. ¡Su coleta había desaparecido! ¡Su preciosa coleta, el orgullo y la alegría de todo samurái! Con expresión horrorizada, se restregó la cabeza y observó que la cinta que le ataba el cabello por detrás estaba cortada, y las guedejas que había mantenido unidas desparramadas sobre el cuero cabelludo.

—¡Ese bastardo!

Una rabia implacable surgió de sus entrañas. Ahora sabía perfectamente bien que el joven ni había mentido ni se había jactado sin motivo. Era ciertamente joven, pero ya un espadachín espectacular. A Tōji le sorprendió que con tan pocos años pudiera ser tan bueno, pero el respeto que sentía era una cosa y la cólera que anidaba en su corazón otra muy distinta.

Cuando alzó la cabeza y miró hacia la proa, vio que el joven había regresado al lugar donde antes estaba sentado y buscaba algo en la cubierta. Era evidente que estaba desprevenido, y Tōji percibió que se le había presentado la oportunidad de vengarse. Escupiendo en la empuñadura de su espada, la aferró con fuerza y se deslizó por detrás de su atormentador. No estaba seguro de que su puntería fuese lo bastante buena para cortarle la coleta al hombre sin rebanarle también la cabeza, pero no le importaba. Con el cuerpo hinchado y enrojecido, respirando pesadamente, se aprestó a golpear.

En aquel preciso momento, se produjo una conmoción entre los mercaderes que jugaban a las cartas.

—¿Qué ocurre aquí? ¡No hay suficientes cartas!

—¿Adonde han ido a parar?

—¡Mirad allí!

—Ya he mirado.

Mientras gritaban y sacudían la alfombra, a uno de ellos se le ocurrió mirar hacia arriba.

—¡Ahí están! ¡Las tiene el mono!

Los restantes pasajeros, entusiasmados por tener una diversión más, alzaron las cabezas para mirar al simio, el cual estaba encaramado en lo alto del mástil de treinta pies.

—¡Ja, ja! —se rio uno—. Menudo mono…, él ha robado las cartas.

—Las está mascando.

—No, hace como si las repartiera.

Una sola carta voló hacia abajo. Uno de los mercaderes la recogió y dijo:

—Todavía debe de tener tres o cuatro más.

—¡Que suba alguien y le quite las cartas! No podemos jugar sin ellas.

—Nadie va a trepar ahí arriba.

—¿Por qué no lo hace el capitán?

—Supongo que podría hacerlo si quisiera.

—Vamos a ofrecerle un poco de dinero. Así lo hará.

El capitán escuchó la propuesta, estuvo de acuerdo y aceptó el dinero, pero creyendo al parecer que, como primera autoridad a bordo primero tenía que determinar la responsabilidad del incidente, se encaramó a un montón de cargamento y se dirigió a los pasajeros.

—¿A quién pertenece el mono? ¿Quiere venir aquí el propietario, por favor?

Nadie respondió, pero varias personas conocedoras de que el mono pertenecía al joven apuesto le miraron expectantes. El capitán también lo sabía, y su cólera aumentó ante la falta de respuesta por parte del joven. Alzando todavía más la voz, siguió diciendo:

—¿No está aquí el propietario?… Si nadie es dueño del mono, me ocuparé de él, pero luego no quiero ninguna queja.

El propietario del mono estaba apoyado contra unos bultos de equipaje, al parecer sumido en sus pensamientos. Algunos pasajeros empezaron a susurrar desaprobando su actitud, y el capitán miró furibundo al joven. Los jugadores de cartas murmuraron con malevolencia, y otros empezaron a preguntar si el joven era sordomudo o tan sólo insolente. Sin embargo, el joven se limitó a cambiar ligeramente de posición y actuó como si no hubiera ocurrido nada.

El capitán habló de nuevo.

—Parece que los monos prosperan en el mar tanto como en tierra. Como podéis ver, uno de ellos se nos ha colado aquí. Puesto que carece de propietario, supongo que podemos hacer con él lo que queramos. ¡Sed mis testigos, pasajeros! Como capitán, he apelado al dueño para que se diera a conocer, pero no lo ha hecho. ¡Si luego se queja de que no me ha oído, os pido que estéis de mi lado!

—¡Somos tus testigos! —exclamaron los mercaderes, por entonces al borde de la apoplejía.

El capitán bajó por la escala a la bodega. Cuando subió de nuevo, sostenía un mosquete con la mecha de combustión lenta ya encendida. Nadie tenía la menor duda de que estaba dispuesto a utilizarlo. Las miradas pasaron del capitán al propietario del mono.

El animal estaba disfrutando inmensamente. Encaramado allí arriba, jugaba con las cartas y hacía cuanto podía para fastidiar a la gente que estaba en la cubierta. De pronto enseñó los dientes, parloteó y corrió al penol de verga, pero una vez allí no pareció saber qué hacer.

El capitán alzó el mosquete y apuntó. Pero al tiempo que uno de los mercaderes le tiraba de la manga, instándole a disparar, el propietario del mono gritó:

—¡Alto, capitán!

Entonces fue el capitán quien fingió no haber oído nada. Apretó el gatillo, los pasajeros se taparon las orejas con las manos y el mosquete disparó con gran estruendo. Pero el tiro salió alto y desviado. En el último instante, el joven había empujado el cañón del arma.

Gritando de ira, el capitán agarró al joven por el pecho, y por un momento casi pareció colgado de allí, pues aunque robusto, era bajo al lado del apuesto joven.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó éste—. Estabas a punto de disparar contra un mono inocente con ese juguete tuyo, ¿no?

—Así es.

—Eso no está nada bien, ¿no te parece?

—¡Di una clara advertencia!

—¿Y cómo lo hiciste?

—¿Es que no tienes ojos y oídos?

—¡Calla! Soy un pasajero de este barco, y lo que es más, soy un samurái. ¿Esperas que responda cuando un simple capitán de barco se pone delante de sus clientes y grita como si fuese su amo y señor?

—¡No seas impertinente! Repetí mi advertencia tres veces. Tienes que haberme oído. Aunque no te agradara mi modo de decirlo, podrías haber mostrado alguna consideración hacia las personas a las que ha molestado tu modo.

—¿Qué personas? Ah, ¿te refieres a ese hatajo de mercaderes que han estado jugando detrás de su cortina?

—¡No seas tan pretencioso! Han pagado el triple que los demás por su pasaje.

—Eso no hace de ellos más de lo que son: unos mercaderes de clase baja, irresponsables, que sacan a relucir su oro donde todo el mundo puede verlo, beben su sake y actúan como si fuesen los propietarios del barco. Los he estado observando y no me hacen pizca de gracia. ¿Y qué si el mono ha huido con sus cartas? No le he dicho que lo hiciera. Sólo estaba imitando lo que ellos mismos hacían. ¡No veo ninguna necesidad de disculparme!

El joven miró fijamente a los ricos mercaderes y dirigió hacia ellos una risa sonora y sardónica.