Una niebla gris cubría el campo, y el aire frío de la mañana señalaba que el otoño estaba comenzando en serio. Las ardillas iban de un lado a otro, y en la cocina sin puerta de la casa abandonada huellas de zorro frescas recorrían el suelo de tierra.
El sacerdote mendigo, que regresó tambaleándose poco antes del amanecer, había cedido a la fatiga en el suelo de la despensa, aferrando todavía el shakuhachi. El kimono y la casulla sucios estaban húmedos de rocío y con manchas producidas por la hierba cuando deambulaba como un alma en pena a través de la noche. Abrió los ojos, se irguió, arrugó la nariz y estornudó fuertemente. No hizo esfuerzo alguno por limpiarse el moco que se deslizaba desde la nariz hasta el bigotillo.
Permaneció sentado allí varios minutos antes de recordar que todavía le quedaba un poco de sake de la noche anterior. Refunfuñando para sus adentros, recorrió el largo pasillo hasta la sala del hogar, al fondo de la casa. A la luz del día, había más habitaciones de las que le había parecido la noche anterior, pero se orientó sin dificultad. Le asombró descubrir que la jarra de sake no estaba donde la había dejado.
Y al lado del hogar había un desconocido, con la cabeza apoyada en un brazo y saliva deslizándose de su boca, profundamente dormido. El paradero del sake estaba muy claro.
Por supuesto, el sake no era lo único que faltaba. Un rápido vistazo le reveló que no quedaba ni una pizca de las gachas de arroz con las que había pensado desayunar. El rostro del sacerdote se volvió escarlata de ira. Podía prescindir del sake, pero el arroz era asunto de vida o muerte. Lanzando un grito furioso, dio una patada al durmiente con todas sus fuerzas, pero Matahachi se limitó a gruñir soñoliento, movió el brazo en el que se apoyaba y alzó la cabeza.
—¡Tú…, tú…! —tartamudeó el sacerdote, dándole otra patada.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Matahachi. Las venas sobresalían en su rostro adormilado mientras se incorporaba—. ¡No puedes darme puntapiés de esa manera!
—¡Darte puntapiés es mucho menos de lo que te mereces! ¿Quién te dijo que entraras aquí y me robaras mi arroz y mi sake?
—Ah, ¿eran tuyos?
—¡Claro que eran míos!
—Lo siento.
—¿Que lo sientes? ¿Y eso de qué me sirve?
—Te pido disculpas.
—¡Tendrás que hacer algo más!
—¿Qué esperas que haga?
—¡Devolvérmelo!
—¡Eh! Ya está dentro de mí, me ha mantenido vivo esta noche. ¡No puedo devolvértelo!
—También yo tengo que vivir, ¿no es cierto? Lo máximo que consigo jamás yendo por ahí y tocando la flauta en los portales de la gente son unos pocos granos de arroz o un par de gotas de sake. ¡Imbécil! ¿Esperas que me quede aquí en silencio y te deje robarme mi comida? Quiero que me la devuelvas, ¿me oyes? ¡Devuélvemela!
El tono con que efectuó esa exigencia irracional era imperioso, y su voz le pareció a Matahachi la de un diablo hambriento salido directamente del infierno.
—No seas tan tacaño —le dijo Matahachi despectivamente—. ¿Por qué te lo tomas tan a pecho? Sólo era un poco de arroz y menos de media jarra de un sake de tercera clase.
—Escucha, burro, puede que arrugues la nariz ante unas sobras de arroz, mas para mí es la comida de un día…, ¡la vida de un día! —El sacerdote gruñó y agarró a Matahachi por la muñeca—. ¡No permitiré que te salgas con la tuya!
—¡No seas necio! —replicó Matahachi. Liberó su brazo y cogió al viejo por el escaso cabello, tratando de derribarle. Para su sorpresa, el cuerpo de felino famélico no se movió. El sacerdote aferró con firmeza el cuello de Matahachi—. ¡Bastardo! —exclamó éste, valorando de nuevo la capacidad de lucha de su contrario.
Lo hizo demasiado tarde. El sacerdote adoptó una firme postura de equilibrio y lanzó a Matahachi hacia atrás de un solo empujón. Fue una acción habilidosa, utilizando la propia fuerza de Matahachi, el cual no se detuvo hasta chocar contra la pared enyesada en el extremo de la habitación contigua. Como los postes y el enlistonado estaban podridos, buena parte de la pared se derrumbó, haciendo caer sobre él una lluvia de tierra. Escupiendo la que le había llenado la boca, se incorporó de un salto, desenvainó su espada y se abalanzó contra el viejo.
El sacerdote se dispuso a parar el golpe con su shakuhachi, pero ya estaba dando boqueadas, falto de aliento.
—¡Ya ves en qué te has metido! —gritó Matahachi al tiempo que asestaba un golpe. Falló, pero siguió atacando implacablemente, sin dar tiempo al sacerdote para que recobrase el aliento.
El semblante del viejo adquirió un aspecto espectral. Saltaba hacia atrás una y otra vez, pero lo hacía sin vigor y parecía al borde del colapso. Cada vez que esquivaba el golpe, emitía un grito quejumbroso, como el gemido de un moribundo. Aun así, su movimiento constante impedía a Matahachi alcanzarle con su espada.
Finalmente, su propio descuido perdió a Matahachi. Cuando el sacerdote saltó al jardín, Matahachi le siguió ciegamente, pero en cuanto sus pies golpearon el suelo podrido de la terraza, las tablas se rompieron. Cayó de espaldas, con una pierna colgando a través de un agujero.
El sacerdote se lanzó al ataque. Agarrando la parte delantera del kimono de Matahachi, empezó a golpearle en la cabeza, las sienes, el cuerpo…, en cualquier parte alcanzada al azar por su shakuhachi…, soltando un fuerte gruñido cada vez que golpeaba. Con la pierna atrapada, Matahachi estaba indefenso. Su cabeza parecía a punto de hincharse hasta adquirir el tamaño de un barril, pero la suerte estaba de su parte, pues en aquel momento empezaron a caer de su kimono monedas de oro y plata. A cada nuevo golpe le seguía el alegre tintineo de las monedas que caían al suelo.
—¿Qué es esto? —inquirió sorprendido el sacerdote, soltando a su víctima.
Matahachi se apresuró a liberar su pierna y ponerse a salvo, pero el viejo ya había desahogado su ira. El puño dolorido y la respiración trabajosa no le impedían mirar asombrado el dinero. Con las manos en la cabeza palpitante, Matahachi le gritó:
—¿Te das cuenta, viejo estúpido? No había ninguna razón para que te sulfurases por un poco de arroz y sake. ¡Tengo dinero para derrocharlo! ¡Quédatelo si quieres! Pero a cambio voy a desquitarme de la paliza que me has dado. ¡Asoma tu cabeza de idiota y te pagaré con intereses el arroz y la bebida!
En vez de responder a este insulto, el sacerdote apoyó la cara en el suelo y se echó a llorar. La ira de Matahachi remitió un poco, pero dijo con malignidad:
—¡Mírate! ¡En cuanto ves dinero te desmoronas!
—¡Qué vergüenza! —gimió el sacerdote—. ¿Por qué soy tan necio? —Como la fuerza con la que acababa de luchar, el reproche que se hacía a sí mismo era más violento que el de un hombre ordinario—. ¡Qué burro soy! —siguió diciendo—. ¿Aún no he vuelto a mi sano juicio? ¿Ni siquiera a mi edad? ¿Ni tan sólo después de haber sido expulsado de la sociedad y caído tan bajo como un hombre puede caer?
Se volvió hacia la columna negra que estaba a su lado y empezó a golpearse la cabeza contra ella, sin cesar en sus quejas.
—¿Para qué toco este shakuhachi? ¿No es para expulsar a través de sus cinco orificios mis ilusiones, mi estupidez, mi lujuria, mi egoísmo y mis malas pasiones? ¿Cómo he sido capaz de enzarzarme en una lucha a vida o muerte por un poco de comida y bebida? ¿Y con un hombre lo bastante joven para ser mi hijo?
Matahachi nunca había visto a nadie comportarse de aquella manera. El viejo lloraba un momento y luego volvía a golpearse la cabeza contra la columna. Parecía dispuesto a hacerlo hasta que se partiera la cabeza en dos mitades. Mucho más numerosos eran los golpes que se daba que los que había propinado a Matahachi. Empezó a brotarle sangre de la frente.
Matahachi se sintió obligado a impedir que se torturase más.
—Bueno, basta ya. ¡No sabes lo que estás haciendo!
—Déjame en paz —le suplicó el sacerdote.
—Pero ¿qué te ocurre?
—No me ocurre nada.
—Tiene que haber algo. ¿Estás enfermo?
—No.
—Entonces ¿de qué se trata?
—Estoy disgustado conmigo mismo. Quisiera matar a golpes a este perverso cuerpo mío y darlo de alimento a los cuervos, pero no quiero morir como un imbécil. Quisiera ser tan fuerte y recto como el que más antes de renunciar a esta carne. Perder el dominio de mí mismo me enfurece. Supongo que, al fin y al cabo, podrías considerarlo una enfermedad.
Apiadándose de él, Matahachi recogió el dinero caído e intentó ponerle unas monedas en la mano.
—He tenido en parte la culpa —le dijo en tono de disculpa—. Te daré esto, y así quizá me perdones.
—¡No lo quiero! —exclamó el sacerdote, apresurándose a retirar la mano—. No necesito dinero. ¡Te digo que no lo necesito!
Aunque antes había montado en cólera por unas gachas de arroz, ahora miraba el dinero con una expresión de odio. Sacudió la cabeza vigorosamente y retrocedió, todavía de rodillas.
—Eres un tipo extraño —dijo Matahachi.
—No lo creas.
—Bueno, desde luego actúas de una manera extraña.
—No permitas que eso te preocupe.
—Parece como si vinieras de las provincias occidentales.
Lo digo por tu acento.
—Es natural, nací en Himeji.
—¿De veras? También yo soy de esa zona…, de Mimasaka.
—¿Mimasaka? —repitió el sacerdote, mirando con fijeza a Matahachi—. ¿De qué lugar de Mimasaka?
—El pueblo de Yoshino. Miyamoto, para ser exacto.
El viejo pareció relajarse. Se sentó en el porche y dijo lentamente:
—¿Miyamoto? Es un nombre que me trae recuerdos. Cierta vez me encargué de la vigilancia en la prisión militar de Hinagura. Conozco esa zona bastante bien.
—¿Significa eso que fuiste un samurái del feudo de Himeji?
—Sí, supongo que ahora no lo parezco, pero en otro tiempo fui un guerrero. Me llamo Aoki Tan… —Se interrumpió, y entonces, con la misma brusquedad, siguió diciendo—: Eso no es cierto, lo he inventado. Olvida lo que he dicho. —Se puso en pie y concluyó—: Me voy al pueblo, a tocar el shakuhachi y conseguir un poco de arroz.
Dio media vuelta y se encaminó con pasos rápidos hacia el campo de miscanthus.
Cuando el viejo sacerdote se hubo ido, Matahachi empezó a preguntarse si había hecho bien en ofrecerle dinero de la bolsa del samurái muerto. Pronto resolvió su dilema diciéndose que no había ningún mal en tomar en préstamo una parte, siempre que no fuese demasiado.
«Si entrego estas cosas en casa del muerto, tal como él quería —pensó—, necesitaré dinero para los gastos, ¿y qué otra cosa puedo hacer si no es tomarlo del metálico que tengo aquí?». Esta fácil racionalización era tan consoladora que a partir de aquel día empezó a gastar el dinero poco a poco.
Aún no había decidido qué iba a hacer con el certificado extendido a nombre de Sasaki Kojirō. El hombre le había parecido un rōnin, pero ¿no podría haber estado al servicio de algún daimyō? Matahachi no tenía ningún indicio de su procedencia, por lo que no sabía adonde llevar el certificado. Pensó que su única esperanza sería localizar al maestro de esgrima Kanemaki Jisai, el cual sin duda lo sabría todo acerca de Sasaki.
Durante el viaje desde Fushimi a Osaka, Matahachi preguntó en todas las casas de té, fondas y posadas si alguien conocía a Jisai. Todas las respuestas fueron negativas. Ni siquiera la información adicional de que Jisai era un discípulo acreditado de Toda Seigen tuvo resultado alguno.
Finalmente, un samurái a quien Matahachi conoció en el camino mostró un destello de reconocimiento.
—He oído hablar de Jisai, pero si aún vive debe de ser muy anciano. Alguien dijo que fue al este y se recluyó en un pueblo, creo que de Kōzuke. Si quieres saber más de él, debes ir al castillo de Osaka y hablar con un hombre llamado Tomita Mondonoshō.
Al parecer, Mondonoshō era uno de los maestros de Hideyori en las artes marciales, y el informador de Matahachi estaba bastante seguro de que pertenecía a la misma familia de Seigen.
Aunque decepcionado por la vaguedad de su primera pista verdadera, Matahachi resolvió seguirla. Al llegar a Osaka, tomó una habitación en una posada barata que estaba en una de las calles más concurridas, y en cuanto estuvo instalado preguntó al posadero si conocía a un hombre llamado Tomita Mondonoshō, del castillo de Osaka.
—Sí, ese nombre me suena —respondió el posadero—. Creo que es el nieto de Toda Seigen. No es el instructor personal del señor Hideyori, sino que enseña esgrima a algunos de los samuráis del castillo, o por lo menos así lo hacía. Me parece que regresó a Echizen hace años. Sí, eso es lo que hizo.
—Podrías ir a Echizen y buscarle, pero no hay ninguna garantía de que siga allí. En vez emprender un viaje tan largo siguiendo una corazonada, ¿no sería más fácil buscar a Itō Ittōsai? Estoy bastante seguro de que estudió el estilo Chūjō con Jisai antes de desarrollar su propio estilo.
La sugerencia del posadero parecía juiciosa, pero cuando Matahachi empezó a buscar a Ittōsai se encontró en otro callejón sin salida. Se enteró de que hasta hacía poco tiempo había vivido en una pequeña choza en Shirakawa, al este de Kyoto, pero ya no estaba allí y últimamente no se le había visto en Kyoto ni Osaka.
Estas dificultades hicieron flaquear la resolución de Matahachi, el cual estaba dispuesto a dejar correr el asunto. El bullicio y la excitación de la ciudad reavivaron su ambición y estimularon su espíritu juvenil. En una ciudad abierta de par en par como aquélla, ¿por qué habría de emplear su tiempo en buscar a la familia de un muerto? Había muchas cosas que hacer allí. La gente buscaba jóvenes como él. En el castillo de Fushimi, las autoridades practicaban a rajatabla la política del gobierno Tokugawa. Sin embargo, los generales que dirigían el castillo de Osaka estaban buscando rōnin para formar un ejército. No lo hacían públicamente, desde luego, pero sí de una manera lo bastante abierta para que fuese de conocimiento común. Era un hecho cierto que los rōnin eran allí mejor recibidos y podían vivir mejor que en cualquier otra ciudad con castillo del país.
Corrían vehementes rumores entre los habitantes de la ciudad. Se decía, por ejemplo, que Hideyori estaba aportando discretamente los fondos a daimyōs fugitivos como Gotō Matabei, Sanada Yukimura, Akashi Kamon e incluso el peligroso Chōsokabe Morichika, quienes ahora vivían en una casa alquilada en una calleja de las afueras.
A pesar de su juventud, Chōsokabe se había afeitado la cabeza como un sacerdote budista y cambiado su nombre por el de Ichimusai, que significa «el hombre de un solo sueño». Eso era una declaración de que los asuntos de este mundo flotante ya no le concernían, y empleaba ostensiblemente su tiempo en elegantes frivolidades. Sin embargo, era ampliamente conocido el hecho de que tenía a su servicio seiscientos u ochocientos rōnin, todos ellos firmemente convencidos de que, cuando llegara el momento adecuado, Ichimusai se levantaría y reivindicaría a su difunto benefactor Hideyoshi. Se rumoreaba que sus gastos, incluida la paga de sus rōnin, eran costeados por la bolsa particular de Hideyori.
Durante dos meses Matahachi deambuló por Osaka, cada vez más seguro de que era la ciudad adecuada para él. Era allí donde se agarraría a un clavo ardiendo que le llevaría al éxito. Por primera vez en varios años se sentía tan valiente e intrépido como cuando fue a la guerra. Volvía a estar sano y rebosante de vitalidad, sin que le turbara la gradual desaparición del dinero del samurái muerto, pues creía que por fin la suerte le sonreía. Cada jornada amanecía con promesas de alegría y placer. Estaba seguro de que tropezaría con una piedra y al levantarse estaría cargado de dinero. La buena suerte estaba a punto de encontrarle.
¡Ropa nueva! Eso era lo que necesitaba. Se compró un atuendo completo, eligiendo cuidadosamente la tela que sería apropiada para el frío del invierno inminente. Luego, tras llegar a la conclusión de que una posada era demasiado cara, alquiló una pequeña habitación perteneciente a un artesano de sillas de montar en la vecindad del Foso Junkei y empezó a hacer sus comidas fuera de casa. Iba a visitar todo aquello que deseaba ver, regresaba a casa cuando le parecía y de vez en cuando estaba ausente toda la noche, según le viniera en gana. Mientras gozaba de esta existencia despreocupada, seguía en busca de un amigo, de una conexión que le diera acceso a un puesto bien pagado al servicio de un gran daimyō.
Para poder vivir con los medios de que disponía, Matahachi necesitaba cierta contención, pero le parecía que se estaba comportando mejor que nunca. Se sentía estimulado por los relatos que oía repetir sobre tal o cual samurái que no mucho tiempo atrás acarreaba tierra en un solar en construcción y al que ahora se le veía cabalgando pomposamente por la ciudad con veinte servidores y un caballo de refresco.
En otras ocasiones experimentaba indicios de abatimiento. «El mundo es un muro de piedra —pensaba—, y han puesto las piedras tan juntas que no hay ni una sola rendija por la que uno pueda entrar». Pero su frustración siempre remitía: «¿De qué estoy hablando? Así es lo que parece cuando todavía no has visto tu oportunidad. Siempre resulta difícil entrar, pero cuando encuentre una abertura…».
Cuando le preguntó al artesano de sillas de montar si tenía noticia de algún posible empleo para él, el hombre se mostró optimista.
—Eres joven y fuerte —le dijo—. Si presentas una solicitud en el castillo, estoy seguro de que encontrarás alguna colocación.
Pero hallar el trabajo apropiado no era tan sencillo. En el último mes del año Matahachi seguía sin empleo y su dinero se había reducido a la mitad.
Bajo el sol invernal del mes de mayor actividad entre todos los del año, las hordas de gente que pululaban por las calles daban la sorprendente impresión de que no tenían prisa alguna. En el centro de la ciudad había solares vacíos cuya hierba estaba blanca de escarcha en la mañana temprana. A medida que avanzaba el día, las calles se volvían fangosas, y el sonido de los mercaderes que pregonaban sus mercancías con gongs estruendosos y tambores retumbantes disipaba la sensación invernal. Siete u ocho casetas, rodeadas de raídas esteras de paja para evitar que los curiosos mirasen el interior, anunciaban con banderas de papel y lanzas decoradas con plumas los espectáculos que tenían lugar allí. Los pregoneros de feria competían con estridencia para atraer a los ociosos transeúntes a sus endebles casetas.
El olor de salsa de soja barata impregnaba el aire. En las tiendas, hombres de piernas peludas, con espetones de comida en sus bocas, relinchaban como caballos, y al anochecer mujeres de largas mangas y rostros blanqueados sonreían tontamente como ovejas, caminando juntas en rebaño y mascando golosinas.
Una noche se armó una trifulca entre los clientes de un hombre que había instalado una tienda de sake colocando unos taburetes a un lado de la calle. Antes de que nadie pudiera saber quién había ganado, los combatientes dieron media vuelta y echaron a correr calle abajo, dejando un rastro de gotas de sangre tras ellos.
—Gracias, señor —le dijo el vendedor de sake a Matahachi, cuya actitud feroz había hecho huir a los belicosos ciudadanos—. De no haber estado vos aquí, ésos me habrían roto todos los platos.
El hombre hizo varias reverencias y luego sirvió a Matahachi otra jarra de sake, diciéndole que confiaba en que tuviera la temperatura apropiada. También le ofreció un tentempié como muestra de agradecimiento.
Matahachi estaba satisfecho de sí mismo. La pelea había estallado entre dos trabajadores, y cuando él les miró con el ceño fruncido, amenazándoles con matarlos a los dos si causaban algún daño al tenderete, ambos emprendieron la huida.
—Hay mucha gente por aquí, ¿verdad? —observó afablemente.
—Porque estamos a fines de año. Se quedan algún tiempo y luego se marchan, pero vienen otros.
—Menos mal que se mantiene el buen tiempo.
La bebida enrojecía el rostro de Matahachi. Al alzar la taza, recordó su juramento de que dejaría de beber cuando trabajaba en Fushimi, y se preguntó vagamente cómo había empezado de nuevo. «¿Y qué más da? —se preguntó—. Si un hombre no puede beber de vez en cuando…».
—Ponme otra, amigo —pidió.
El hombre que permanecía sentado en silencio al lado de Matahachi era también un rōnin. Sus dos espadas, larga y corta, eran impresionantes, y los ciudadanos tendían a apartarse de su camino, aunque no llevaba manto encima del kimono, que estaba muy sucio alrededor del cuello.
—¡Eh, sírveme también otra, y que sea rápido! —gritó.
Apoyando la pierna derecha sobre la rodilla izquierda, examinó a Matahachi desde los pies a la cabeza. Cuando llegó al rostro, le sonrió y dijo:
—Hola.
—Hola —replicó Matahachi—. Toma un sorbo del mío mientras se calienta el tuyo.
—Gracias —dijo el hombre, tendiendo su taza—. Es humillante ser un bebedor, ¿no es cierto? Te he visto sentado aquí con tu sake y el agradable aroma que flotaba en el aire me ha atraído… como si me tirase de la manga. —Apuró su taza de un solo trago.
A Matahachi le agradó el estilo de aquel hombre. Parecía simpático y daba una impresión de gallardía. También él sabía beber, pues vació cinco jarras en pocos minutos, mientras Matahachi hacía durar una sola. Sin embargo, seguía sobrio.
—¿Cuánto sueles beber normalmente? —le preguntó Matahachi.
—Pues no lo sé —dijo el hombre sin pararse a pensarlo—. Cuando me apetece tomo diez o doce jarras.
Se pusieron a hablar de la situación política, y al cabo de un rato el rōnin levantó los hombros y dijo:
—¿Quién es Ieyasu al fin y al cabo? ¿Qué clase de tontería es ésa de ignorar las reivindicaciones de Hideyori e ir por ahí dándose el nombre de «Gran Jefe Supremo»? ¿Qué nos quedaría sin Honda Masazumi y algunos más de sus antiguos seguidores? Sangre fría, astucia y cierta habilidad política… En fin, lo único que tiene es una capacidad para la política que no suele darse en los militares. Personalmente, habría deseado que Ishida Mitsunari ganase en Sekigahara, pero era demasiado altruista para organizar a los daimyōs y no tenía suficiente categoría. —Tras haber efectuado esta valoración, preguntó de súbito—: Si Osaka volviera a entrar en conflicto con Edo, ¿de qué lado estarías?
—Del de Osaka —replicó Matahachi, no sin vacilación.
—¡Estupendo! —El hombre se levantó con la jarra de sake en la mano—. Eres uno de los nuestros. ¡Bebamos por ello! ¿De qué feudo…? Bueno, creo que no debería preguntarte eso hasta que te diga quién soy. Me llamo Akakabe Yasoma y procedo de Gamō. ¿Has oído hablar de Ban Dan'emon? Soy buen amigo suyo. Uno de estos días volveremos a reunimos. También soy amigo de Susukida Hayato Kanesuke, el distinguido general del castillo de Osaka. Viajamos juntos cuando él todavía era un rōnin. También he visto a Ōno Shurinosuke tres o cuatro veces, pero me parece muy desalentador, aunque tenga más influencia política que Kanesuke.
Retrocedió, hizo una pausa, como si le pareciera que estaba hablando demasiado, y entonces preguntó a su interlocutor:
—¿Y tú quién eres?
Aunque Matahachi no creía todo lo que el otro le había dicho, tenía la sensación de que le había eclipsado temporalmente.
—¿Conoces a Toda Seigen, el creador del estilo Tomita?
—He oído ese nombre.
—Pues bien, mi maestro fue el grande y abnegado ermitaño Kanemaki Jisai, el cual recibió el verdadero estilo Tomita de Seigen y luego desarrolló el estilo Chūjō.
—Entonces debes de ser un auténtico espadachín.
—Así es —replicó Matahachi, empezando a disfrutar del juego.
—¿Sabes? He estado pensando en que debías de serlo —dijo Yasoma—. Tu cuerpo parece disciplinado, y tienes un aire de hombre capacitado. ¿Cómo te llamabas cuando te adiestrabas bajo Jisai? Bueno, si no es demasiada audacia preguntarlo.
—Me llamo Sasaki Kojirō —respondió Matahachi con toda seriedad—. Itō Yagorō, el creador del estilo Ittō, es un discípulo veterano de la misma escuela.
—¿Es eso cierto? —dijo Yasoma con asombro.
Por un instante, Matahachi pensó en retractarse de todo, pero era demasiado tarde. Yasoma ya se había arrodillado en el suelo y hacía una profunda reverencia. Era imposible volverse atrás.
—Perdóname —dijo varias veces—. A menudo he oído decir que Sasaki Kojirō es un espléndido espadachín, y debo pedirte disculpas por no haber hablado más cortésmente. No podía saber quién eras.
Matahachi sintió un gran alivio, pues si Yasoma hubiera sido un amigo o conocido de Kojirō, se habría visto obligado a luchar por su vida.
—No era necesario que hicieras esas reverencias —le dijo Matahachi con magnanimidad—. Si insistes en mantener las formalidades, no podremos hablar como amigos.
—Pero mi pomposa recitación debe de haberte molestado.
—¿Por qué? No tengo ninguna categoría o posición particular. Sólo soy un joven con escaso conocimiento mundano.
—Sí, pero eres un gran espadachín. He oído hablar de ti muchas veces. Ahora que pienso en ello, es evidente que debes ser Sasaki Kojirō. —Miró fijamente a Matahachi—. Y aún más, no me parece correcto que no tengas ninguna posición oficial.
Matahachi replicó en tono de inocencia:
—Verás, me he entregado con tal determinación al dominio de la espada que no he tenido tiempo para hacer amigos.
—Comprendo. ¿Significa eso que no estás interesado en encontrar una buena posición?
—No. Siempre he pensado que algún día tendré que encontrar un señor a quien servir, pero todavía no ha llegado ese momento.
—Bien, creo que será muy sencillo. Tienes el apoyo de tu reputación con la espada, y eso es lo que más importa. Por supuesto, si permaneces en silencio, por mucho talento que tengas es improbable que nadie vaya en tu busca. Fíjate en mí. Ni siquiera sabía quién eras hasta que me lo has dicho. Me has tomado completamente por sorpresa. —Tras hacer una pausa, Yasoma añadió—: Si te complaciera mi ayuda, te la prestaría con mucho gusto. A decir verdad, le he pedido a mi amigo Susukida Kanesuke que procure encontrarme un puesto. Quisiera que me aceptaran en el castillo de Osaka, aunque eso no suponga una gran paga. Estoy seguro de que a Kanesuke le satisfaría recomendar a una persona como tú a las autoridades. Si quieres, será para mí un placer hablarle del asunto.
Mientras iba en aumento el entusiasmo de Yasoma ante las perspectivas, Matahachi no podía evitar la sensación de que se había metido de cabeza en algo de lo que no le sería fácil salir. Por muy ansioso que estuviera de encontrar trabajo, temía cometer un error al hacerse pasar por Sasaki Kojirō. Por otro lado, si hubiera dicho que era Hon'iden Matahachi, un samurái rural de Mimasaka, Yasoma nunca le habría ofrecido su ayuda, y probablemente le habría mirado por encima del hombro. Era evidente que el nombre Sasaki Kojirō había causado una fuerte impresión.
Pero bien mirado, ¿tenía que preocuparse realmente? El verdadero Kojirō había fallecido y Matahachi era la única persona que lo sabía, pues tenía en su poder el certificado, la única identificación del muerto. Sin ese documento, las autoridades no podían saber de ninguna manera quién era aquel rōnin. La posibilidad de que se hubieran tomado la molestia de llevar a cabo una investigación era improbable en extremo. Al fin y al cabo, ¿quién era el hombre sino un «espía» que había sido lapidado a muerte? Gradualmente, a medida que Matahachi se convencía de que su secreto nunca sería descubierto, una audaz idea tomó forma definida en su mente: se convertiría en Sasaki Kojirō. Lo era desde aquel mismo momento.
—Dame la cuenta —dijo, sacando unas monedas de su bolsa.
Cuando Matahachi se levantaba para marcharse, Yasoma, lleno de confusión, balbuceó:
—¿Qué me dices de mi proposición?
—Ah, te agradecería mucho que hablaras de mí a tu amigo, pero no podemos hablar aquí de esas cosas. Vayamos a algún sitio tranquilo donde podamos tener un poco de intimidad.
—Sí, desde luego —dijo Yasoma, con evidente alivio. Parecía considerar lo más natural que Matahachi pagara también su cuenta.
Pronto se encontraron en un distrito a cierta distancia de las calles principales. Matahachi había intentado llevar a su nuevo amigo a un elegante establecimiento de bebidas, pero Yasoma señaló que entrar en semejante lugar sería un derroche de dinero y sugirió un lugar más barato y más interesante. Mientras cantaba las alabanzas del barrio de los lupanares, condujo a Matahachi a la que se conocía eufemísticamente como la Ciudad de las Sacerdotisas. Se decía, sólo con cierta exageración, que había allí un millar de casas de placer, y un comercio tan activo que se consumían cien barriles de aceite de lámpara en una sola noche. Al principio Matahachi se mostró un poco reacio, pero pronto se sintió atraído por la animación del ambiente.
En las cercanías había un ramal del foso del castillo, por el que fluía agua de marea procedente de la bahía. Si uno miraba con mucha atención podía distinguir minúsculos peces y cangrejos de río que se arrastraban bajo las ventanas sobresalientes y los faroles rojos. Matahachi los vio y se sintió algo inquieto, pues le recordaban mortíferos escorpiones.
El distrito estaba poblado en gran medida por mujeres con las caras muy empolvadas, entre las cuales se veía un rostro bonito de vez en cuando, pero muchas otras parecían cuarentonas, mujeres que recorrían las calles con el semblante triste, la cabeza envuelta en un paño para protegerla del frío y los dientes pintados de negro, y que intentaban lánguidamente excitar los corazones de los hombres que se reunían allí.
—Hay muchísimas, desde luego —dijo Matahachi, suspirando.
—Ya te lo dije —replicó Yasoma, el cual se veía en dificultades para disculpar el escaso interés de las mujeres—. Y son mejores que la primera camarera de casa de té o cantante con la que podrías relacionarte. A la gente tiende a disuadirle la idea del sexo comprado, pero si pasas una noche de invierno con una de ellas y hablas con ella de su familia y esas cosas, probablemente descubrirás que es igual que cualquier otra mujer y no puedes culparla realmente de que se haya convertido en una puta.
»Algunas fueron concubinas del shōgun, y hay muchas cuyos padres fueron en otro tiempo servidores de algún daimyō que luego perdió poder. Ocurrió lo mismo hace siglos, cuando los Taira fueron desplazados por los Minamoto. Descubrirás, amigo mío, que en los arroyos de este mundo flotante gran parte de la basura consiste en flores caídas.
Entraron en una casa, y Matahachi dejó que Yasoma, quien parecía absolutamente experto, se encargara de todo. Sabía cómo pedir el sake y tratar a las mujeres. Era impecable. La experiencia le pareció a Matahachi muy divertida.
Pasaron allí la noche, e incluso cuando mediaba el día siguiente Yasoma no mostraba señal alguna de fatiga. Matahachi se sentía recompensado hasta cierto punto por todas las ocasiones en que le habían obligado a retirarse a una habitación trasera en el Yomogi, pero estaba empezando a cansarse.
Finalmente, admitiendo que había tenido bastante, dijo a su compañero:
—No quiero beber más. Vámonos.
Yasoma no se movió.
—Quédate conmigo hasta la noche —le pidió.
—¿Qué ocurrirá entonces?
—Estoy citado con Susukida Kanesuke. Ahora es demasiado temprano para ir a su casa, y en cualquier caso no podré plantear tu situación hasta que tenga una idea mejor de lo que quieres.
—Supongo que al principio no debería pedir una paga muy grande.
—No tiene sentido que te vendas barato. Un samurái de tu categoría debe ser capaz de imponer cualquier cifra que pida. Si te conformas con un cargo inferior, te estarás rebajando. ¿Por qué no le dices que quieres un estipendio de dos mil quinientas fanegas? A un samurái que tiene confianza en sí mismo siempre le pagan y tratan mejor. No debes dar la impresión de que te conformas con cualquier cosa.
Con la proximidad de la noche, las calles de aquella zona, tendidas a la inmensa sombra del castillo de Osaka, no tardaron en oscurecerse. Al salir del burdel, Matahachi y Yasoma atravesaron una de las zonas residenciales de samuráis más selectas, y se detuvieron en un lugar de espaldas al foso. El frío viento disipaba los efectos del sake que habían tomado durante todo el día.
—Esa de ahí es la casa de Susukida —dijo Yasoma.
—¿La que tiene el tejado con ménsulas encima del portal?
—No, la que está al lado de la que hace esquina.
—Humm. Es grande, ¿verdad?
—Kanesuke se labró un nombre. Hasta los treinta años, más o menos, nadie había oído hablar de él, pero ahora…
Matahachi fingió prestar atención a lo que Yasoma le decía. No es que dudara de ello. Al contrario, había llegado a confiar tan plenamente en Yasoma que ya no ponía en tela de juicio nada de lo que el hombre le decía. Sin embargo, creía que debía permanecer impasible. Mientras contemplaba las mansiones de los daimyōs que rodeaban el gran castillo, su ambición todavía juvenil le decía: «Uno de estos días, también yo viviré en un sitio así».
La voz de Yasoma interrumpió sus pensamientos.
—Ahora veré a Kanesuke y le hablaré para que te contrate. Pero antes, ¿dónde está el dinero?
—Sí, claro —dijo Matahachi, consciente de que un soborno estaba en regla. Al sacar la bolsa de la parte frontal del kimono se dio cuenta de que se había reducido a la tercera parte de su volumen original. Vertió todas las monedas en su mano y dijo—: Esto es todo lo que tengo. ¿Será suficiente?
—Bastará, desde luego.
—Querrás que lo envuelva en algo, ¿no?
—No es necesario. Kanesuke no es el único hombre en estos alrededores que cobra por encontrarle una posición a alguien. Todos lo hacen, y muy abiertamente. No debes azorarte por ello.
Matahachi se quedó con unas pocas monedas, pero tras entregar las restantes empezó a sentirse inquieto. Cuando Yasoma se alejó, le siguió unos pasos.
—Haz cuanto puedas —le imploró.
—No te preocupes. Si las cosas parecen difíciles, me guardaré el dinero y te lo devolveré. Él no es el único hombre influyente en Osaka, y también podría pedir ayuda a Ōno o Gotō. Tengo muchos contactos.
—¿Cuándo tendré la respuesta?
—Veamos. Podrías esperarme, pero no querrás quedarte aquí con este viento, ¿verdad? Además, la gente podría sospechar que no tienes muy buenas intenciones. Volvamos a encontrarnos mañana.
—¿Dónde?
—En ese solar vacío donde han montado una feria.
—De acuerdo.
—Lo mejor sería que me esperases en el tenderete de sake donde nos hemos conocido.
—De acuerdo.
Después de que convinieran la hora, Yasoma se despidió de él agitando una mano y cruzó con paso majestuoso el portal de la mansión, balanceando los hombros y sin evidenciar la menor vacilación. Matahachi, seriamente impresionado, pensó que Yasoma debía de conocer realmente a Kanesuke desde su época menos próspera. Se sintió lleno de confianza, y aquella noche tuvo sueños agradables acerca de su futuro.
A la hora señalada, Matahachi recorría el solar humedecido por la escarcha que se estaba fundiendo. Como el día anterior, el viento era frío y había mucha gente en el lugar. Esperó hasta la puesta del sol pero no vio señal alguna de Akakabe Yasoma.
Regresó al día siguiente. «Algo debe de haberle detenido —pensó caritativamente, mientras permanecía sentado contemplando las caras de los transeúntes—. Hoy se presentará». Pero una vez más el sol se puso sin que Yasoma apareciera.
El tercer día, Matahachi le dijo al vendedor de sake con cierta timidez:
—Aquí estoy de nuevo.
—¿Estás esperando a alguien?
—Sí, tengo que reunirme con un hombre llamado Akakabe Yasoma. Le conocí aquí el otro día. —Matahachi explicó detalladamente la situación al tendero.
—¿Ese sinvergüenza? —replicó alarmado el tendero—. ¿Te dijo que te encontraría una buena posición y luego te robó tu dinero?
—No me lo robó. Se lo di para que lo entregara a un hombre llamado Susukida Kanesuke. Estoy esperando aquí para saber lo que ha ocurrido.
—¡Pobre hombre! Puedes esperar cien años, pero me atrevería a decir que no volverás a verle.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso?
—¡Hombre, es un estafador infame! Esta zona está llena de parásitos como él. Si ven a alguien que parece un poco inocente, se abalanzan sobre él. Pensé en advertírtelo, pero no quise inmiscuirme. Creí que por su aspecto y su manera de actuar te darías cuenta de la clase de individuo que es. Ahora has perdido tu dinero. ¡Lástima!
El hombre se mostró muy comprensivo. Intentó convencer a Matahachi de que no era ninguna deshonra ser engañado por los ladrones que actuaban allí. Pero no era la turbación lo que afectaba a Matahachi; lo que le hacía hervir la sangre era la desaparición del dinero y, con él, sus grandes esperanzas. Contempló impotente a la multitud que se movía a su alrededor.
—Dudo de que te sirva de algo —le dijo—, pero podrías preguntar en el tenderete del mago. Esa chusma suele reunirse detrás para jugar. Si Yasoma ha conseguido dinero, es posible que esté tratando de multiplicarlo.
—Gracias —le dijo Matahachi, levantándose excitado—. ¿Dónde está el tenderete del mago?
El cercado que le señaló el hombre estaba rodeado por una valla de afiladas cañas de bambú. En la parte delantera los voceadores intentaban atraer clientes, y unas banderas suspendidas cerca de la entrada anunciaban los nombres de varios prestidigitadores. Desde el otro lado de las cortinas y tiras de estera de paja que cubrían la valla llegaba el sonido de una música extraña, mezclada con el rápido e intenso murmullo de los artistas y los aplausos del público.
Matahachi dio la vuelta al recinto y encontró otra entrada. Cuando se asomó, un vigilante le preguntó:
—¿Vienes a jugar?
Asintió y el hombre le dejó entrar. Se encontró en un espació rodeado por paredes de tela pero con el cielo por techo.
Una veintena de hombres, todos ellos indeseables a juzgar por su aspecto, estaban sentados en círculo, jugando. Todos los hombres se volvieron hacia Matahachi, y uno de ellos le hizo silenciosamente sitio para que se sentara.
—¿Está aquí Akakabe Yasoma? —preguntó Matahachi.
—¿Yasoma? —replicó uno de los jugadores en tono sorprendido—. Ahora que lo pienso, últimamente no ha venido por aquí. —¿Por qué?
—¿Crees que vendrá más tarde?
—¿Cómo podría saberlo? Siéntate y juega.
—No he venido a jugar.
—¿Qué estás haciendo aquí sí no quieres jugar?
—Estoy buscando a Yasoma. Siento molestaros.
—¡Pues búscalo en otro sitio!
—He dicho que lo siento —dijo Matahachi, apresurándose a salir.
—¡Espera un momento! —le ordenó uno de los jugadores, levantándose para seguirle—. No puedes irte después de decir simplemente que lo sientes. ¡Aunque no juegues, tienes que pagar por tu asiento!
—No tengo dinero.
—¡No tienes dinero! Ya veo. Esperando la ocasión de birlar unas monedas, ¿eh? Un maldito ladrón, eso es lo que eres.
—¡No soy ningún ladrón! ¡No puedes insultarme así! —Matahachi aferró la empuñadura de su espada, lo cual sólo divirtió al jugador.
—¡Idiota! —gritó—. Si las amenazas de los tipos como tú me asustaran, no podría mantenerme vivo en Osaka un solo día. ¡Usa la espada, si te atreves!
—¡Te advierto que lo digo en serio!
—¿Ah, sí? No me digas.
—¿Sabes quién soy?
—¿Por qué habría de saberlo?
—Soy Sasaki Kojirō, sucesor de Toda Seigen en la aldea del Jōkyōji en Echizen. Fue el creador del estilo Tomita.
Mientras pronunciaba orgullosamente estas palabras, Matahachi pensó que bastarían para hacer huir al hombre, pero se equivocaba. El jugador escupió y se volvió hacia el cercado.
—¡Eh, todos vosotros! Este tipo acaba de decir que es alguien importante. Al parecer, quiere atacarnos con su espada. Veamos qué tal la maneja, será divertido.
Al ver que el hombre estaba desprevenido, Matahachi desenvainó de repente su espada y dio un tajo lateral a la espalda del jugador.
El hombre saltó en el aire.
—¡Hijo de perra! —gritó.
Matahachi se escabulló entre la multitud. Deslizándose desde un grupo de gente al siguiente, logró permanecer oculto, pero cada rostro que veía parecía el de uno de los jugadores. Pensó que no podía esconderse de esa manera indefinidamente y miró a su alrededor, en busca de un refugio más sólido.
Delante de él, sobre una valla de bambú, había una cortina con un gran tigre pintado. Había también un estandarte sobre la entrada con el dibujo de una lanza de dos puntas y un penacho. Encaramado a una caja vacía, un hombre gritaba ásperamente:
—¡Ved al tigre! ¡Entrad y ved al tigre! ¡Haced un viaje de mil millas! Este enorme tigre, amigos míos, fue capturado personalmente por el gran general Katō Kiyomasa en Corea. ¡No os perdáis al tigre! —Su perorata era frenética y rítmica.
Matahachi entregó una moneda y se apresuró a entrar. Sintiéndose relativamente seguro, miró a su alrededor, en busca de la fiera. En el extremo de la tienda una gran piel de tigre estaba extendida como ropa puesta a secar sobre un panel de madera. Los espectadores la miraban con mucha curiosidad, sin que al parecer les importara que la criatura no estuviera ni completa ni viva.
—De modo que éste es el aspecto que tiene un tigre —dijo un hombre.
—Es grande, ¿verdad? —se maravilló otro.
Matahachi permaneció a un lado de la piel de tigre, hasta que de repente vio a dos ancianos y aguzó el oído con incredulidad al oír sus voces.
—Ese tigre está muerto, ¿no es así, tío Gon?
El viejo samurái extendió la mano por encima de la barandilla de bambú y palpó la piel.
—Claro que está muerto —replicó gravemente—. Esto es sólo el pellejo.
—Pero ese hombre de ahí afuera hablaba como si estuviera vivo.
—Bueno, tal vez eso sea lo que entiende por un hablador rápido —dijo con una risita.
Osugi no se lo tomó con tanta ligereza. Frunciendo los labios, protestó:
—¡No seas tonto! Si no es real, el cartel de afuera lo diría así. Si sólo se trataba de ver una piel de tigre, preferiría ver un cuadro. Vamos a pedir que nos devuelva el dinero.
—No armes escándalo, abuela. La gente se reirá de ti.
—No me importa, no soy demasiado orgullosa. Si no quieres ir, iré yo misma.
Cuando la anciana empezó a abrirse paso entre los espectadores, Matahachi se agachó, pero era demasiado tarde. El tío Gon ya le había visto.
—¡Eh, Matahachi! ¿Eres tú?
Osugi, cuya vista no era muy buena, balbuceó:
—¿Qué…, qué has dicho, tío Gon?
—¿No lo has visto? Matahachi estaba ahí, detrás de ti.
—¡Imposible!
—Estaba ahí, pero se marchó.
—¿Por dónde?
Los dos salieron por la puerta de la tienda y se mezclaron con la multitud, envuelta ya por las sombras del crepúsculo. Matahachi tropezaba con la gente, pero una y otra vez se zafaba y seguía corriendo.
—¡Espera, hijo, espera! —gritó Osugi.
Matahachi miró atrás y vio que su madre le perseguía como una loca. También el tío Gon agitaba las manos frenéticamente.
—¡Matahachi! ¿Por qué huyes? ¿Qué te ocurre? ¡Detente!
Al ver que no podría darle alcance, Osugi estiró su cuello arrugado y, con toda la fuerza de sus pulmones, gritó:
—¡Detened al ladrón! ¡Es un bandido! ¡Cogedle!
De inmediato un grupo de transeúntes emprendieron la persecución, y los que iban delante no tardaron en caer sobre Matahachi con palos de bambú.
—¡Que no escape!
—¡El canalla!
—Démosle una buena paliza.
La muchedumbre había rodeado a Matahachi, y algunos incluso le escupieron encima. Osugi llegó con el tío Gon, observó lo que ocurría y se volvió enfurecida contra los atacantes de Matahachi. Apartándolos, empuñó su espada corta y mostró los dientes.
—¿Qué estáis haciendo? —gritó—. ¿Por qué atacáis a este hombre?
—¡Es un ladrón!
—¡No lo es! Es mi hijo.
—¿Tu hijo?
—Sí, es mi hijo, el hijo de un samurái, y no tenéis ningún derecho a pegarle. No sois más que gente corriente. Como volváis a tocarle, yo… ¡os atacaré a todos!
—¿Estás de broma? ¿Quién gritó «al ladrón» hace un momento?
—He sido yo, de acuerdo, no lo niego. Soy una madre leal y pensé que si gritaba «ladrón» mi hijo se detendría. Pero ¿quién os ha pedido, patanes estúpidos, que le pegaseis? ¡Es indignante!
Sorprendidos por su súbito cambio, pero admirando su temple, todos se dispersaron lentamente. El tío Gon se adelantó y dijo:
—No tienes que tratar a Matahachi de esa manera, abuela. No es un niño. —Intentó apartarle la mano, que aferraba el cuello del kimono de Matahachi, pero la anciana le hizo a un lado bruscamente de un codazo.
—¡No te metas en esto! Es mi hijo y le castigaré como lo crea oportuno y sin tu ayuda. ¡Calla la boca y ocúpate de tus asuntos!… Matahachi, ingrato… ¡Yo te enseñaré!
Dicen que cuanto más viejos nos hacemos, más sencillos y directos nos volvemos, y al ver a Osugi uno no podría estar en desacuerdo con esa observación. En unos momentos en los que otras madres habrían llorado de alegría, Osugi hervía de ira.
Le obligó a echarse al suelo y golpear su cabeza contra él.
—¡Pensar que has sido capaz de huir de tu propia madre! No naciste de la horcadura de un árbol, patán…, ¡eres mi hijo! —Empezó a pegarle como si todavía fuese un chiquillo—. ¡No creía que pudieras seguir vivo, y he aquí que estás haraganeando en Osaka! ¡Es una vergüenza, inútil, descarado…! ¿Por qué no viniste a casa para presentar tus respetos a tus antepasados? ¿Por qué no visitaste una sola vez a tu anciana madre? ¿No sabías acaso que todos tus parientes estaban terriblemente preocupados por ti?
—Por favor, madre —le rogó Matahachi, llorando como un bebé—. Perdóname. ¡Te ruego que me perdones! Lo siento. Sé que lo que hice estuvo mal. Sabía que para ti había fracasado y por eso no podía regresar a casa. En realidad no quería huir de ti. Me sorprendió tanto verte, que eché a correr sin pensar. Estaba avergonzado de mi manera de vivir, no podía enfrentarme a ti y al tío Gon. —Se cubrió el rostro con las manos.
Osugi arrugó la nariz y también ella empezó a llorar, pero se contuvo en seguida. Demasiado orgullosa para mostrar debilidad, renovó su ataque, diciendo con sarcasmo:
—Si estás tan avergonzado de ti mismo y crees haber deshonrado a tus antepasados, está claro que durante todo este tiempo no has hecho nada bueno.
Incapaz de contenerse, el tío Gon le suplicó:
—Ya es suficiente. Si sigues por ese camino vas a viciar su naturaleza.
—Ya te he dicho que te guardes tus consejos. Eres un hombre y no deberías ser tan blando. Yo soy su madre y debo ser tan severa como lo sería su padre si aún viviera. ¡Yo le castigaré, y todavía no he terminado!… ¡Matahachi! ¡Levántate y mírame a la cara!
Osugi se sentó formalmente en el suelo y señaló el lugar donde su hijo tenía que sentarse.
—Sí, madre —dijo él obedientemente, alzando los hombros sucios de tierra y poniéndose de rodillas. Temía a su madre, la cual podía ser indulgente en ocasiones, pero la facilidad con que sacaba a colación el tema del deber que él tenía hacia sus antepasados le hacía sentirse incómodo.
—Te prohíbo terminantemente que me ocultes nada —le dijo la mujer—. Veamos, ¿qué es exactamente lo que has estado haciendo desde que te fuiste a Sekigahara? Empieza a explicarte y no te detengas hasta que haya oído todo lo que deseo oír.
—No te apures, que no te ocultaré nada —replicó él, perdido por completo el deseo de resistirse.
Fiel a su palabra, reveló con detalle todo lo ocurrido: su huida de Sekigahara, su ocultación en Ibuki y su relación con Okō, que le había mantenido durante varios años por mucho que él lo detestara. Y finalizó diciendo que lamentaba sinceramente lo que había hecho. Fue un alivio, como vomitar la bilis de su estómago, y tras haberlo confesado todo se sintió mucho mejor.
—Humm —musitaba el tío Gon de vez en cuando.
Osugi chascó la lengua y dijo:
—Tu conducta me escandaliza. ¿Y qué estás haciendo ahora? Pareces capaz de vestir bien. ¿Has encontrado una posición con una paga adecuada?
—Sí —dijo Matahachi sin pensarlo dos veces. Entonces se apresuró a corregirse—: Es decir, no, no tengo ninguna posición.
—¿De dónde sacas entonces el dinero para vivir?
—De mi espada…, enseño esgrima. —Por su manera de decirlo parecía cierto, y tuvo el efecto deseado.
—¿De veras? —dijo Osugi, con evidente interés. Por primera vez, un destello de buen humor apareció en sus ojos—. Esgrima, ¿eh? Bueno, la verdad es que no me sorprende que un hijo mío encontrara tiempo para mejorar su dominio de la espada…, incluso llevando tu clase de vida. ¿Oyes esto, tío Gon? A fin de cuentas, es mi hijo.
El tío Gon asintió con entusiasmo, agradecido al ver que la anciana se animaba.
—Deberíamos haberlo sabido —comentó—. Eso demuestra que por sus venas corre la sangre de sus antepasados Hon'iden. ¿Qué importa que se haya descarriado durante algún tiempo? ¡Está claro que tiene el espíritu apropiado!
—Matahachi —le dijo Osugi.
—Sí, madre.
—¿Con quién has estudiado esgrima en esta región?
—Con Kanemaki Jisai.
—¿Ah, sí? Vaya, es famoso. —Osugi tenía una expresión de felicidad en el rostro.
Matahachi, deseoso de complacerla aún más, sacó el certificado y lo desenrolló, ocultando cuidadosamente el nombre de Sasaki con el pulgar.
—Mira esto —le dijo.
—Déjame ver. —Osugi trató de coger el documento, pero Matahachi lo sujetó con firmeza.
—Ya ves, madre, que no has de preocuparte por mí.
Ella asintió.
—Sí, está muy bien. Echa un vistazo a esto, tío Gon. ¿No es espléndido? Siempre pensé, incluso cuando Matahachi era una criatura, que es más inteligente y capaz que Takezō y los otros chicos. —Estaba tan alegre que empezó a escupir mientras hablaba.
En aquel instante, la mano de Matahachi se deslizó y el nombre escrito en el documento se hizo visible.
—Espera un momento —dijo Osugi—. ¿Por qué dice ahí «Sasaki Kojirō»?
—Ah, eso. Bueno, es mi seudónimo.
—¿Seudónimo? ¿Para qué lo necesitas? ¿Es que Matahachi no es bastante bueno para ti?
—¡Sí, es excelente! —replicó Matahachi, procurando pensar con rapidez—. Pero lo pensé a fondo y decidí no usar mi nombre verdadero. Dado mi vergonzoso pasado, temía deshonrar a nuestros antepasados.
—Ya veo. Supongo que hiciste bien. Bueno, imagino que no tienes idea de lo que ha ocurrido en el pueblo, así que te lo contaré. Ahora presta atención, porque es importante.
Osugi narró briosamente el incidente ocurrido en Miyamoto, eligiendo sus palabras de una manera calculada para espolear a Matahachi y hacerle entrar en acción. Le explicó que la familia Hon'iden había sido insultada y que ella y el tío Gon llevaban años buscando a Otsū y Takezō. Aunque procuró refrenar la emoción, su relato le afectó irremediablemente, se le humedecieron los ojos y su voz enronqueció.
A Matahachi, que escuchaba con la cabeza inclinada, le sorprendió la vivacidad del relato. En ocasiones como aquélla le resultaba fácil ser un hijo bueno y obediente, pero mientras que la principal preocupación de su madre era el honor familiar y el espíritu samurái, a él le conmovía profundamente otra cosa: si lo que decía era cierto, Otsū ya no le amaba. Era la primera vez que oía tal cosa.
—¿Es realmente verdadero lo que dices? —preguntó a su madre.
Al ver que su rostro cambiaba de color, Osugi llegó a la conclusión errónea de que su arenga sobre el honor y el espíritu estaba surtiendo efecto.
—Si crees que miento, pregúntale al tío Gon. Esa suripanta te abandonó y huyó con Takezō. Dicho de otra manera, Takezō, sabiendo que no regresarías de inmediato, convenció a Otsū para que se marchara con él. ¿No es cierto, tío Gon?
—Sí. Cuando Takezō estaba atado en el árbol, consiguió que Otsū le ayudara a escapar, y los dos huyeron juntos. Todo el mundo dijo que algo debía de haber entre ellos.
Estas palabras encolerizaron a Matahachi e inspiraron en él una nueva revulsión contra su amigo de la infancia.
Al percibir esto, su madre avivó la chispa.
—¿Te das cuenta, Matahachi? ¿Comprendes por qué yo y el tío Gon abandonamos el pueblo? Vamos a vengarnos de esos dos. Si no acabo con ellos, jamás podré mostrar de nuevo mi cara en el pueblo ni permanecer ante las tablillas conmemorativas de nuestros antepasados.
—Comprendo.
—¿Y eres consciente de que, a menos que nos venguemos, tampoco tú puedes volver a Miyamoto?
—No volveré. No volveré jamás.
—Ésa no es la cuestión. Tienes que matarlos, son nuestros enemigos mortales.
—Sí, supongo que sí.
—No pareces muy entusiasmado. ¿Qué te ocurre? ¿No te consideras lo bastante fuerte para matar a Takezō?
—Claro que lo soy —protestó él.
—No te preocupes, Matahachi —le dijo el tío Gon—. Estaré a tu lado.
—Y tu vieja madre también lo estará —añadió Osugi—. Llevemos sus cabezas al pueblo como recuerdos para la gente. ¿No te parece una buena idea, hijo? Si lo hacemos así, entonces podrás buscarte una buena esposa y establecerte. Te reivindicarás como samurái y también conseguirás una buena reputación. No hay mejor apellido en todo Yoshino que el de Hon'iden, y eso lo habrás demostrado más allá de toda duda. ¿Puedes hacerlo, Matahachi? ¿Lo harás?
—Sí, madre.
—Eres un buen hijo. No te quedes ahí pasmado, tío Gon, y felicita al muchacho. Ha jurado vengarse de Takezō y Otsū. —Por fin satisfecha, al parecer, empezó a levantarse del suelo con visible dificultad—. ¡Oh, cómo me duele! —se quejó.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó el tío Gon.
—El suelo está helado, y me duele el estómago y las caderas.
—Eso es preocupante. ¿No volverás a padecer de almorranas?
Matahachi, haciendo una demostración de piedad filial, le dijo:
—Súbete a mi espalda, madre.
—Ah, ¿quieres llevarme? ¡Qué amabilidad la tuya! —Aferrándole los hombros, vertió lágrimas de alegría—. ¿Cuántos años han pasado? Mira, tío Gon, Matahachi va a cargarme en su espalda.
Cuando las lágrimas de la mujer cayeron sobre su cuello, Matahachi se sintió extrañamente complacido.
—¿Dónde os alojáis, tío Gon? —preguntó.
—Todavía tenemos que encontrar una fonda, pero cualquiera servirá. Vamos a buscarla.
—De acuerdo. —Matahachi echó a andar, haciendo rebotar ligeramente a su madre sobre sus espaldas—. ¡Qué poco pesas, madre! ¡Eres muy liviana, mucho más que una roca!