Sasaki Kojirō

Al sur de Kyoto, el río Yodo rodeaba una colina llamada Momoyama, emplazamiento del castillo de Fushimi, y proseguía su curso por la llanura de Yamashiro hacia las murallas del castillo de Osaka, que estaba unas veinte millas más lejos, hacia el sudoeste. Debido en parte a este vínculo acuático directo, cada ondulación política en la zona de Kyoto tenía unas repercusiones inmediatas en Osaka, mientras parecía que en Fushimi cada palabra dicha por un samurái de Osaka, y no digamos por un general del mismo lugar, se consideraba como un presagio del futuro.

Alrededor de Momoyama tenía lugar una gran convulsión, pues Tokugawa Ieyasu había decidido transformar el modo de vida que había florecido bajo Hideyoshi. El castillo de Osaka, ocupado por Hideyori y su madre, Yodogimi, seguía aferrado con desesperación a los vestigios de su autoridad, que se desvanecía, pero el verdadero poder residía en Fushimi, donde Ieyasu había decidido vivir durante sus largos viajes a la región de Kansai. El choque entre lo nuevo y lo viejo era visible por doquier. Se discernía en las embarcaciones que navegaban por el río, en el porte de quienes viajaban por las carreteras, en las canciones populares y en los rostros de los samuráis desplazados que iban en busca de trabajo.

El castillo de Fushimi estaba siendo reparado, y las piedras descargadas de las embarcaciones formaban casi una montaña en la orilla del río. La mayor parte de ellas eran enormes cantos rodados, que medían como mínimo seis pies cuadrados y tres o cuatro pies de altura. Casi chisporroteaban bajo el sol ardiente. Aunque era otoño según el calendario, el calor sofocante recordaba los días caniculares que seguían inmediatamente a la temporada lluviosa a principios del verano. Los sauces cerca del puente relucían con un brillo blanquecino, y una gran cigarra zigzagueó alocada desde el río a una casita cerca de la orilla. Los tejados del pueblo, privados de los suaves colores que sus faroles proyectaban sobre ellos en el crepúsculo, eran de un gris seco y polvoriento. Bajo el calor del mediodía, dos trabajadores, misericordiosamente libres durante media hora de su trabajo agotador, yacían espatarrados sobre la ancha superficie de un canto rodado, charlando de lo que estaba en boca de todo el mundo.

—¿Crees que habrá otra guerra?

—No veo por qué no. No parece haber nadie lo bastante fuerte para mantener controlada la situación.

—Supongo que tienes razón. Los generales de Osaka parecen estar reclutando a todos los rōnin que encuentran.

—Es muy posible. Tal vez no debería decirlo demasiado alto, pero tengo entendido que los Tokugawa están comprando armas y municiones a barcos extranjeros.

—Si es así, ¿por qué permite Ieyasu que su nieta Senhime se case con Hideyori?

—¿Cómo voy a saberlo? Haga lo que haga, puedes estar seguro de que tiene sus razones. No puede esperarse de la gente ordinaria como nosotros que conozca el pensamiento de Ieyasu.

Las moscas zumbaban alrededor de los dos hombres. Un enjambre de ellas cubría a dos bueyes cercanos. Los animales, uncidos todavía a unas carretas de transporte de madera vacías, haraganeaban bajo el sol, quietas, impasibles y babeantes.

El verdadero motivo de las reparaciones que estaba sufriendo el castillo escapaba a los trabajadores, los cuales suponían que Ieyasu iba a quedarse allí. En realidad, aquélla era una fase de un vasto programa de construcción, parte importante del plan de gobierno de Tokugawa. También se estaban realizando obras de construcción en gran escala en Edo, Nagoya, Suruga, Hikone, Ōtsu y otra docena de poblaciones con castillo. El propósito era en gran medida político, pues uno de los métodos que tenía Ieyasu de mantener su control de los daimyōs era ordenarles emprender diversos proyectos de ingeniería. Como ninguno de ellos era lo bastante poderoso para negarse, esto mantenía a los señores amistosos demasiado ocupados y no podían ablandarse, al tiempo que obligaba a los daimyōs que se enfrentaron a Ieyasu en Sekigahara a desprenderse de buena parte de sus ingresos. El gobierno tenía aún otro propósito, el de conseguir el apoyo de las gentes comunes, que se aprovechaban tanto directa como indirectamente de las extensas obras públicas.

Solamente en Fushimi, cerca de mil trabajadores se dedicaban a ampliar el almenaje del castillo, con el resultado secundario de que el pueblo alrededor de los muros experimentó un súbito influjo de buhoneros, prostitutas y tábanos, todos ellos símbolos de prosperidad. Las masas estaban encantadas con la bonanza económica procurada por Ieyasu, y los mercaderes se frotaban las manos pensando que, encima de todo aquello había una buena posibilidad de que estallara otra guerra que les aportara todavía más beneficios. Las mercancías se movían briosamente, e incluso ahora eran en su mayor parte suministros militares. Tras manejar su ábaco colectivo, los comerciantes más emprendedores habían llegado a la conclusión de que allí era donde aguardaban las mayores ganancias.

Los ciudadanos estaban olvidando con rapidez los días tranquilos del régimen de Hideyoshi y especulaban con lo que podrían ganar en los tiempos venideros. Poco les importaba quién tuviera el poder, pues mientras pudieran satisfacer sus deseos mezquinos no veían ninguna razón para quejarse. Tampoco Ieyasu les decepcionó a ese respecto, ya que se las había ingeniado para esparcir el dinero como habría podido repartir caramelos entre los niños. No su propio dinero, desde luego, sino el de sus enemigos potenciales.

También en agricultura estaba instituyendo un nuevo sistema de control. Ya no se permitía a los magnates locales gobernar como les viniera en gana o reclutar campesinos a voluntad para hacer trabajos ajenos al suyo. En lo sucesivo, se permitiría a los campesinos trabajar sus tierras, pero podrían hacer muy poco más. Debían permanecer ignorantes de la política y se les enseñaría a confiar en los poderes existentes.

Ieyasu creía que el dirigente virtuoso era aquel que no dejaba morir de hambre a los trabajadores de la tierra, pero al mismo tiempo se aseguraba de que no se levantaran por encima de su categoría. Ésta era la política con la que se proponía perpetuar el dominio de los Tokugawa. Ni los ciudadanos ni los agricultores ni los daimyōs se daban cuenta de que los estaban encajando minuciosamente en un sistema feudal que acabaría por atarlos de manos y pies. Nadie pensaba en cómo podrían ser las cosas al cabo de cien años. Nadie, excepto Ieyasu.

Tampoco los obreros del castillo de Fushimi pensaban en el mañana. Se limitaban modestamente a esperar que transcurriera su jornada, cuanto más rápido mejor. Aunque hablaban de guerra y de cuándo podría estallar, los planes grandiosos para mantener la paz y aumentar la prosperidad no tenían nada que ver con ellos. Al margen de lo que sucediera, no podrían estar mucho peor de lo que estaban.

—¡Sandía! ¿Alguien quiere sandía? —gritó la hija de un campesino, la cual se presentaba cada día a aquella hora. Poco después de su llegada logró vender su mercancía a unos hombres que estaban jugando a chapas con monedas a la sombra de una gran roca. Fue airosamente de un grupo a otro, diciendo—: ¿No me compraréis mis sandías?

—¿Estás loca? ¿Crees que tenemos dinero para sandía?

—Oye, me comeré una con mucho gusto…, si es gratis.

Decepcionada porque su suerte inicial había sido engañosa, la muchacha se acercó a un joven obrero sentado entre dos cantos rodados, con la espalda apoyada en uno de ellos, los pies en el otro y los brazos alrededor de las rodillas.

—¿Sandía? —le preguntó ella sin demasiada esperanza.

Era un hombre delgado, con los ojos hundidos y la piel enrojecida por el sol. La fatiga empañaba su evidente juventud, pero con todo sus amigos más íntimos le habrían reconocido como Hon'iden Matahachi. Contó cansinamente unas sucias monedas en la palma de la mano y se las dio a la muchacha.

Cuando volvió a apoyarse en la roca, dejó caer la cabeza sobre el pecho, con semblante taciturno. El pequeño esfuerzo le había extenuado. Presa de náuseas, se inclinó a un lado y escupió en la hierba. Le faltaba la escasa fuerza que habría necesitado para recoger la sandía, que había caído de sus rodillas. La contempló con los ojos velados, en cuya negrura no había rastro de fortaleza o esperanza.

—Esos cerdos… —musitó débilmente.

Se refería a las personas a quienes le gustaría devolverles el daño que le habían hecho: Okō, con su rostro cubierto de polvos blancos, Takezō, con su espada de madera. Su primer error había sido ir a Sekigahara, el segundo caer sin resistirse en los brazos de la viuda lasciva. Había llegado a creer que, de no ser por esos dos acontecimientos, ahora estaría en su casa de Miyamoto, sería el jefe de la familia Hon'iden, estaría casado con una bella esposa y sería la envidia del pueblo.

«Supongo que ahora Otsū me odia…, aunque quisiera saber qué está haciendo». En sus actuales circunstancias, pensar de vez en cuando en la que fue su novia era su único consuelo. Cuando por fin se puso de manifiesto la verdadera naturaleza de Okō, empezó a añorar de nuevo a Otsū. Había pensado en ella cada vez más desde el día en que tuvo el sentido común suficiente para marcharse de la casa de té Yomogi.

La noche de su partida descubrió que el Miyamoto Musashi que se estaba labrando una reputación de espadachín en la capital era su viejo amigo Takezō. A la fuerte conmoción que esto le produjo siguieron casi de inmediato oleadas de celos.

Pensando en Otsū, había dejado de beber y tratado de librarse de su pereza y sus malos hábitos, pero al principio no pudo encontrar ningún trabajo apropiado. Se culpaba por haber permanecido inactivo durante cinco años, mientras una mujer mayor que él le mantenía. Hubo una época en que le parecía que ya era demasiado tarde para cambiar.

«Pero no es demasiado tarde —se aseguró—. Sólo tengo veintidós años. ¡Si me lo propongo, puedo hacer cualquier cosa que desee!». Aunque cualquiera podría experimentar ese sentimiento, en el caso de Matahachi significaba cerrar los ojos, saltar por encima de un abismo de cinco años y trabajar como obrero en Fushimi.

Allí había trabajado duramente, como un esclavo, un día tras otro, aguantando el intenso calor desde principios del verano hasta el otoño. Y estaba bastante orgulloso de sí mismo por haberlo soportado.

«¡Se lo demostraré a todos! —pensaba ahora, a pesar de sus náuseas—. No hay ninguna razón por la que no pueda hacerme un nombre. ¡Soy capaz de hacer cualquier cosa que haga Takezō! Incluso puedo hacer más, y lo haré. Entonces me vengaré, a pesar de Okō. Diez años es todo lo que necesito.»

¿Diez años? Hizo una pausa para calcular el aspecto que tendría Otsū al cabo de ese tiempo. ¡Treinta y un años! ¿Seguiría soltera? ¿Le habría esperado durante tantos años? No era probable. Matahachi no tenía la menor idea de los recientes acontecimientos en Mimasaka, ni podía saber que aquél era un sueño imposible, pero diez años… ¡jamás! No podrían ser más de cinco o seis. En ese espacio de tiempo debería haber triunfado, no había más que hablar. Entonces podría regresar al pueblo, presentar excusas a Otsū y pedirle que se casara con él.

—¡Es la única manera! —exclamó—. Cinco años, seis como máximo. —Contempló la sandía y un destello de luz apareció de nuevo en sus ojos.

En aquel momento uno de sus compañeros se levantó más allá de la roca delante de él y, apoyando los codos en la ancha superficie de la piedra, le dijo:

—Eh, Matahachi. ¿Qué estás farfullando? Oye, tienes la cara verde. ¿Es que estaba podrida la sandía?

Aunque forzó una débil sonrisa, una nueva oleada de náuseas sacudió a Matahachi. La saliva se deslizaba fuera de su boca mientras meneaba la cabeza.

—No es nada, nada en absoluto —logró decir entre boqueadas—. Supongo que me ha dado demasiado el sol. Dejadme descansar un rato.

Los robustos cargadores de piedras se mofaron de su falta de fuerza, aunque lo hicieron con afabilidad. Uno de ellos le preguntó:

—¿Por qué compras sandía si no puedes comerla?

—La he comprado para vosotros, amigos —respondió Matahachi—. He pensado que así os compensaría por no poder hacer mi parte del trabajo.

—Muy considerado. ¡Eh, chicos! ¡Hay sandía! Matahachi nos invita.

Abrieron la sandía golpeándola contra el ángulo de una roca y cayeron sobre ella como hormigas, arrebatando codiciosos los trozos de pulpa roja y goteante. Había desaparecido por completo cuando instantes después un hombre se subió a una roca y gritó:

—¡Eh, vosotros, volved al trabajo!

El samurái encargado salió de una cabaña empuñando un látigo, y el olor del sudor se extendió sobre la tierra. Al cabo de un rato la melodía de una saloma de cargadores de piedras se alzó en el lugar, mientras un gigantesco canto rodado era depositado con grandes palancas en unos rodillos y arrastrado con cuerdas gruesas como el brazo de un hombre. Avanzó pesadamente, como una montaña en movimiento.

El auge de la construcción de castillos había hecho proliferar esas canciones. Aunque las letras no solían escribirse, un personaje tan famoso como el señor Hachisuka de Awa, que estaba encargado de construir el castillo de Nagoya, citó varios versos en una carta. Su señoría, que difícilmente habría tenido oportunidad de tocar los materiales de construcción, los había aprendido, al parecer, durante una fiesta. Esas composiciones, cuya sencillez muestra el siguiente ejemplo, se habían puesto de moda tanto en la alta sociedad como entre los equipos de obreros.

Desde Awataguchi las hemos arrastrado…,

arrastrado una roca tras otra y otra.

Para nuestro noble señor Tōgorō.

Ei, sa, ei, sa…

¡Tii… ra! ¡Arr… astra! ¡Tii… ra! ¡Arr… astra!

Su señoría habla,

nos tiemblan brazos y piernas.

Le somos leales… hasta la muerte.

El redactor de la carta comentaba: «Todo el mundo, jóvenes y viejos por igual, cantan esto, pues forma parte del mundo flotante en el que vivimos».

Si bien los trabajadores de Fushimi desconocían estas reverberaciones sociales, sus canciones reflejaban el espíritu de la época. Las canciones populares cuando el shogunado Ashikaga declinaba habían sido decadentes y cantadas sobre todo en privado, pero durante los años prósperos del régimen de Hideyoshi solían oírse en público canciones felices y alegres. Más tarde, cuando se hizo sentir la mano severa de Ieyasu, las melodías perdieron algo de su espíritu divertido. Cuando el régimen de Tokugawa se hizo más fuerte, el canto espontáneo tendió a ceder el paso a la música compuesta por músicos al servicio del shōgun.

Matahachi apoyó la cabeza en las manos. Le ardía de fiebre, y el canto de los cargadores de piedras zumbaba confusamente en sus oídos, como un enjambre de abejas. Ahora que estaba completamente a solas sucumbió a la depresión.

—No servirá de nada —gimió—. Cinco años… Aunque trabaje duramente, ¿qué voy a conseguir? Por toda una jornada de trabajo, sólo gano lo suficiente para comer ese día. Y si me tomo el día libre, no como.

Notó que alguien estaba en pie cerca de él, alzó la vista y vio a un joven alto. Se cubría con un sombrero de junco toscamente entretejido, y de un costado le colgaba un fardo como los que llevaban los shugyōsha. Un emblema en forma de abanico semiabierto con varillas de acero adornaba la parte delantera de su sombrero. Estaba contemplando pensativo los trabajos de construcción y midiendo con la vista el terreno.

Al cabo de un rato se sentó en una roca llana y ancha que tenía la altura apropiada para servir como mesa de escritura. Sopló para quitar la arena junto con una hilera de hormigas que la recorrían y, con los codos apoyados en la piedra y la cabeza en las manos, reanudó su concentrado examen del entorno. Aunque el sol le daba directamente en la cara, permanecía inmóvil, como si el incómodo calor no le afectara. No reparó en Matahachi, quien aún se sentía demasiado mal para preocuparse de si había alguien a su alrededor o no. El otro hombre no significaba nada para él. Sentado de espaldas al recién llegado, vomitó espasmódicamente.

Poco a poco el samurái se dio cuenta de que había allí un hombre que vomitaba.

—Eh, tú —le dijo—. ¿Qué te ocurre?

—Es el calor —respondió Matahachi.

—Estás bastante mal, ¿eh?

—Estoy algo mejor que antes, pero todavía mareado.

—Te daré una medicina —dijo el samurái, abriendo su caja de píldoras lacada en negro, de la que sacó unas píldoras negras que depositó en la palma de su mano.

Se acercó a Matahachi y le puso la medicina en la boca.

—Te pondrás bien en seguida.

—Gracias.

—¿Tienes intención de seguir descansando aquí durante algún tiempo?

—Sí.

—Entonces hazme un favor. Comunícame si viene alguien…, tira un guijarro o haz algo parecido.

El samurái volvió a la roca, se sentó, sacó un pincel de su estuche de escritura y un cuaderno de notas de su kimono. Abrió el cuaderno sobre la piedra y empezó a dibujar. Bajo el borde del sombrero su mirada iba del castillo a su entorno inmediato y viceversa, fijándose en la torre principal, las fortificaciones, las montañas al fondo, el río y los arroyos más pequeños.

Poco antes de la batalla de Sekigahara, aquel castillo había sido atacado por unidades del Ejército Occidental, y dos edificaciones, así como parte del foso, habían sufrido daños considerables. Ahora el bastión no sólo estaba siendo restaurado sino también reforzado, a fin de que superase en categoría a la fortaleza de Hideyori en Osaka.

Rápidamente, pero con mucho detalle, el guerrero estudiante trazó un dibujo a vista de pájaro de todo el castillo, y en una segunda página empezó a hacer un diagrama de los accesos por la parte trasera.

Matahachi soltó una exclamación en voz baja. Como salido de la nada, el inspector de obras había aparecido y estaba detrás del dibujante. Vestido con semiarmadura, los pies calzados con sandalias de paja, permanecía allí en silencio, como si esperase a que el otro se percatara de su presencia. Matahachi sintió una punzada de culpabilidad por no haberle visto a tiempo para advertirle. Ahora era demasiado tarde.

Poco después el guerrero estudiante alzó la mano para espantar una mosca de su cuello sudoroso, y entonces vio al intruso. Mientras le miraba sobresaltado, el inspector le devolvió la mirada, colérico, y tendió la mano hacia el dibujo. El guerrero estudiante le agarró la muñeca y se puso en pie.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le gritó.

El inspector cogió el cuaderno y lo mantuvo alzado en el aire.

—Quisiera echar un vistazo a esto —gruñó.

—No tienes ningún derecho.

—¡Sólo estoy haciendo mi trabajo!

—¿Consiste tu trabajo en inmiscuirte en los asuntos ajenos?

—¿Por qué? ¿Es que no debería mirarlo?

—Un patán como tú no lo entendería.

—Será mejor que me lo quede.

—¡De ninguna manera! —gritó el estudiante guerrero, tratando de coger el cuaderno.

Ambos tiraron de él hasta que lo rompieron por la mitad.

—¡Ten cuidado! —exclamó el inspector—. Ya puedes darme una buena explicación, o de lo contrario te entregaré.

—¿Con qué autoridad? ¿Eres un oficial?

—Así es.

—¿Cuál es tu grupo? ¿Quién es tu comandante?

—Eso no es asunto tuyo, pero debes saber que tengo órdenes de investigar a cualquiera que esté en estos alrededores y parezca sospechoso. ¿Quién te dio permiso para hacer dibujos?

—Estoy haciendo un estudio de castillos y accidentes geográficos para futura referencia. ¿Qué tiene eso de malo?

—Este sitio está lleno de espías enemigos y todos tienen excusas parecidas. No me importa quién seas, pero tendrás que responder a algunas preguntas. ¡Ven conmigo!

—¿Me estás acusando de ser un delincuente?

—Cierra la boca y limítate a acompañarme.

—¡Asquerosos oficiales! ¡Estáis demasiado acostumbrados a hacer que la gente se amilane cada vez que abrís vuestras bocazas!

—¡Cállate y vamos!

—¡Intenta obligarme! —replicó el guerrero estudiante con firmeza.

El inspector, en cuya frente la ira hacía sobresalir las venas, dejó caer su mitad del cuaderno, lo inmovilizó pisándolo y sacó su porra. El guerrero estudiante dio un paso atrás para mejorar su posición.

—Si no vienes conmigo de buen grado, tendré que atarte y llevarte a rastras —dijo el inspector.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, cuando su adversario entró en acción. Lanzando un agudo grito, agarró al inspector por el cuello con una mano, le cogió el borde inferior de la armadura con la otra y lo lanzó contra una gran roca.

—¡Patán inútil! —exclamó, pero no a tiempo de que le oyera el inspector, cuya cabeza se abrió como una sandía al chocar contra la piedra.

Lanzando un grito de horror, Matahachi se cubrió el rostro con las manos para protegerla de los grumos de roja materia pastosa que volaron en su dirección, mientras el guerrero estudiante volvía rápidamente a una actitud de calma absoluta.

Matahachi estaba horrorizado. ¿Era posible que aquel hombre estuviera acostumbrado a asesinar de una manera tan brutal? ¿O acaso su sangre fría se debía tan sólo a la decepción que sigue a una explosión de cólera? Matahachi, profundamente impresionado, empezó a sudar a mares. Aquel hombre no debía de haber cumplido los treinta años. Su rostro huesudo y tostado por el sol estaba picado de viruela y parecía carecer de mentón, aunque eso podría deberse a una cicatriz curiosamente encogida causada por una honda herida de espada.

El guerrero estudiante no tenía prisa por huir. Recogió los fragmentos del cuaderno de notas roto y luego empezó a buscar tranquilamente su sombrero, que había salido volando cuando lanzó con violencia al inspector. Lo encontró, se lo puso con cuidado, ocultando así de nuevo su extraño rostro, y se alejó a paso vivo, cada vez más rápido, hasta que pareció volar impulsado por el viento.

El incidente había sucedido con tanta rapidez que ni los centenares de trabajadores que estaban en la vecindad ni sus supervisores habían visto nada. Los sudorosos obreros proseguían su monótona y fatigosa tarea, mientras los supervisores, armados con látigos y porras, les gritaban órdenes.

Pero una persona, por lo menos, lo había visto todo. De pie en lo alto de un andamio desde donde se abarcaba toda la zona, estaba el supervisor general de los carpinteros y leñadores. Al ver que el guerrero estudiante huía, rugió una orden que puso en movimiento a un grupo de soldados de infantería que habían estado tomando té al pie del andamio.

—¿Qué ha ocurrido?

—¿Otra pelea?

Otros habían oído la llamada a las armas y pronto levantaron una nube de polvo amarillo cerca del portal de madera de la estacada, línea divisoria entre el pueblo y los terrenos donde se llevaba a cabo la construcción. Airados gritos se elevaron del enjambre de gente reunida.

—¡Es un espía! ¡Un espía de Osaka!

—¡Nunca aprenderán!

—¡Matadle! ¡Matadle!

Cargadores de piedras, transportistas de tierra y otros obreros, todos ellos gritando como si el «espía» fuese su enemigo personal, persiguieron al samurái sin barbilla. Éste corrió por detrás de una carreta de bueyes que en aquel momento cruzaba el portal y trató de escabullirse, pero un centinela le vio y le hizo la zancadilla con un bastón tachonado de clavos.

Desde el andamio del supervisor se oyó el grito:

—¡No le dejéis escapar!

La multitud cayó sin vacilar sobre el bellaco, el cual contraatacó como una bestia atrapada. Arrebató el bastón al centinela, se volvió contra él y lo derribó de un golpe en la cabeza. Tras poner fuera de combate a cuatro o cinco más de una manera similar, desenvainó su enorme espada y adoptó una posición defensiva. Sus captores retrocedieron aterrados, pero cuando se disponía a abrirse camino entre ellos, una andanada de piedras cayó sobre él desde todas las direcciones.

La muchedumbre descargó su furia con ganas, su mortífero impulso incrementado por el profundo disgusto que les producían todos los shugyōsha. Como la mayoría de la gente corriente, aquellos trabajadores consideraban a los samuráis errantes inútiles, improductivos y arrogantes.

—¡Dejad de portaros como patanes estúpidos! —gritó el sitiado samurái, apelando a la razón y el autodominio.

Aunque luchaba, parecía más interesado en reñir a sus atacantes que en evitar las piedras que le arrojaban. Varios espectadores inocentes resultaron heridos en la refriega.

Todo terminó en un abrir y cerrar de ojos. Cesaron los gritos y los trabajadores empezaron a regresar a sus puestos de trabajo. Al cabo de cinco minutos, el gran solar de la construcción estaba exactamente como antes, como si nada hubiera pasado. Saltaban chispas de los diversos instrumentos cortantes, se oía relinchar a los caballos medio atontados por el sol, el calor entumecía la mente…, todo había vuelto a la normalidad.

Dos guardianes permanecían junto al cuerpo abatido, que había sido atado con una gruesa cuerda de cáñamo.

—Está casi muerto —dijo uno de ellos—, podemos dejarle aquí hasta que venga el magistrado. —Miró a su alrededor y vio a Matahachi—. ¡Eh, tú! Vigila a este hombre. Si muere, lo mismo da.

Matahachi oyó esas palabras, pero ni su sentido ni el del acontecimiento que acababa de presenciar acababan de penetrar en su cabeza. Todo aquello le parecía una pesadilla visible y audible, pero que su cerebro no comprendía.

«La vida es tan endeble… —se dijo—. Hace unos instantes estaba absorto en su boceto, y ahora agoniza. No era muy mayor.»

Lamentaba la suerte del samurái sin mentón, cuya cabeza, que yacía de lado en el suelo, estaba negra de tierra mezclada con sangre, su semblante todavía contorsionado por la ira. La cuerda le ataba a una gran roca. Matahachi se preguntó ociosamente por qué los guardianes habrían tomado esa precaución cuando el hombre estaba tan próximo a la muerte que no emitía sonido alguno. O quizá ya había muerto. Una de sus piernas estaba grotescamente expuesta a través de un largo desgarrón en su hakama, y la blanca tibia sobresalía de la carne carmesí. La sangre le brotaba del cuero cabelludo, y las avispas ya habían empezado a cernerse alrededor de sus greñas. Las hormigas casi le cubrían manos y pies.

«Pobre desgraciado —se dijo Matahachi—. Si estudiaba seriamente, debía de tener alguna gran ambición en la vida. ¿De dónde será? ¿Vivirán todavía sus padres?». Una duda peculiar le asaltó: ¿lamentaba realmente el destino del hombre o le inquietaba la vaguedad de su propio futuro? «Para un hombre con ambición, debería existir una manera más inteligente de salir adelante», reflexionó.

Era aquélla una época que alentaba las esperanzas de los jóvenes, les instaba acariciar un sueño, les impulsaba a mejorar su situación en la vida, una época, ciertamente, en la que incluso un hombre como Matahachi podía soñar con alzarse de la nada hasta llegar a ser el señor de un castillo. Un guerrero con un talento modesto podía apañarse viajando de un templo a otro y viviendo de la caridad de los sacerdotes. Si tenía suerte, podía ser aceptado por algún miembro de la nobleza provincial, y si era todavía más afortunado, recibir un estipendio de un daimyō.

Sin embargo, de todos los jóvenes que partían con grandes esperanzas, sólo uno entre mil llegaba a lograr una posición con unos ingresos aceptables. Los restantes tenían que contentarse con la satisfacción que les proporcionaba el conocimiento de que su vocación era difícil y peligrosa.

Mientras Matahachi contemplaba al samurái tendido ante él, esa idea empezó a parecerle totalmente estúpida. ¿Adonde podía conducir el camino que estaba siguiendo Musashi? El deseo que Matahachi abrigaba de igualar o sobrepasar a su amigo de la infancia no se había debilitado, pero la visión del guerrero ensangrentado hacía que el camino de la espada pareciese vano y absurdo.

Observó con horror que el guerrero se estaba moviendo, y sus pensamientos se interrumpieron. El hombre extendió una mano, como una aleta de tortuga, y arañó el suelo. Alzó débilmente el torso, levantó la cabeza y tensó la cuerda.

Matahachi apenas podía dar crédito a sus ojos. El hombre se arrastró lentamente, arrastrando tras él la roca que no pesaría menos de cuatrocientas libras y a la que estaba atada la cuerda. Un pie, dos pies…, era una exhibición de fuerza sobrehumana. Ningún miembro musculoso de un equipo de cargadores de piedras podría haberlo hecho, aunque muchos se jactaban de tener la fuerza de diez o veinte hombres. Alguna fuerza demoníaca poseía al samurái tendido en el umbral de la muerte, una fuerza que le permitía superar con mucho la potencia de un mortal ordinario.

La garganta del moribundo emitió un gorgoteo. Se esforzaba desesperadamente por hablar, pero su lengua se había vuelto negra y seca, hasta tal punto que no podía articular las palabras. Su respiración eran siseos entrecortados, y los ojos, que sobresalían de sus órbitas, miraban fijamente a Matahachi, suplicantes.

—Ppp… pó… fffa…

Matahachi entendió gradualmente que le estaba diciendo «por favor». Siguió un sonido distinto, también inarticulado, que Matahachi interpretó como «te lo ruego». Pero el hombre hablaba realmente con los ojos, en los que brillaban sus últimas lágrimas y se reflejaba la certeza de la muerte. La cabeza le cayó hacia atrás, su respiración cesó. Mientras más hormigas empezaban a salir de la hierba para explorar el cabello blanqueado por el polvo, y algunas penetraban incluso en una fosa nasal con sangre coagulada, Matahachi vio que la piel del guerrero bajo el cuello de su kimono adquiría una tonalidad azul negruzca.

¿Qué había querido que hiciera? Matahachi se sentía obsesionado por la idea de que había incurrido en una obligación. El samurái había acudido a socorrerle cuando estaba enfermo y había tenido la amabilidad de darle una medicina. ¿Por qué el destino había cegado a Matahachi cuando debería haber advertido al hombre de que se aproximaba el inspector? ¿Fue acaso su sino que ocurriera así?

Matahachi palpó el fardo envuelto en un paño que el muerto llevaba en el obi. El contenido revelaría con seguridad quién era el hombre y de dónde procedía. Sospechaba que su último deseo había sido que entregara algún recuerdo a su familia. Separó el fardo, recogió la caja de píldoras y se las guardó dentro de su propio kimono.

Se preguntó si debería cortarle un mechón de pelo para llevárselo a su madre, pero mientras miraba el rostro temible del hombre oyó que se aproximaban pisadas. Atisbo desde detrás de una roca y vio a unos samuráis que venían en busca del cadáver. Si le sorprendían con las posesiones del muerto, se vería en un serio aprieto. Se agachó y avanzó de una sombra a otra detrás de las rocas, escabullándose como una rata de campo.

Dos horas después llegó a la tienda de dulces donde se alojaba. La esposa del tendero estaba al lado de la casa, lavándose en una jofaina. Al oírle moverse, la mujer mostró una porción de su carne blanca desde detrás de la puerta lateral y preguntó:

—¿Eres tú, Matahachi?

Él respondió con un gruñido, corrió a su habitación y de un armario sacó un kimono y su espada. Luego se anudó alrededor de la cabeza una toalla enrollada y se dispuso a ponerse de nuevo las sandalias.

—¿No está oscuro ahí dentro? —le preguntó la mujer.

—No, veo bastante bien.

—Te traeré una lámpara.

—No es necesario. Voy a salir.

—¿No te lavas?

—No, más tarde.

Salió apresuradamente al campo y se alejó con rapidez de la casa destartalada. Pocos minutos después miró atrás y vio a un grupo de samuráis, sin duda pertenecientes al castillo, que venían desde más allá de las altas hierbas de miscanthus que cubrían el campo. Entraron en la tienda de dulces por la entrada principal y la trasera.

«Me he librado por los pelos —se dijo Matahachi—. Naturalmente, no he robado nada. Sólo lo tomé en custodia. Tenía que hacerlo. Él me lo rogó.»

A su modo de ver, mientras admitiera que los objetos no eran suyos, no había cometido delito alguno. Al mismo tiempo, comprendía que no podría presentarse de nuevo en el solar de la construcción.

Los miscanthus le llegaban a los hombros, y un velo de niebla nocturna flotaba por encima de las hierbas. Nadie podría verle desde cierta distancia y le resultaría fácil escapar. Pero no era sencillo determinar el camino a seguir, tanto más cuanto que tenía la intensa sensación de que la buena suerte se encontraba en una dirección y la mala en otra.

¿Osaka? ¿Kyoto? ¿Nagoya? ¿Edo? No tenía amigos en ninguna de esas ciudades, y bien podría echar los dados para decidir su destino. Con los dados, como con Matahachi, todo dependía del azar. Cuando el viento soplara, le llevaría por el aire consigo.

Le parecía que cuanto más se alejaba, más se hundía en los miscanthus. Los insectos zumbaban a su alrededor y la niebla en descenso le humedecía la ropa. Los bordes empapados se enrollaban alrededor de sus piernas. Las semillas se adherían a sus mangas, le picaban las espinillas. El recuerdo de las náuseas que sufriera al mediodía se había desvanecido y ahora estaba muy hambriento. Una vez se sintió fuera del alcance de sus perseguidores, seguir caminando se le hizo muy penoso.

El impulso abrumador de hallar un sitio donde tenderse y descansar le llevó al otro extremo del campo, más allá del cual vislumbró el tejado de una casa. Al aproximarse, vio que la valla y el portal estaban torcidos, al parecer dañados por una tormenta reciente. El tejado también necesitaba reparación. No obstante, en otro tiempo la casa debió de pertenecer a una familia acomodada, pues tenía cierto aire de elegancia desvaída. Matahachi imaginó a una bella cortesana sentada en un carruaje con suntuosas cortinas que se aproximara a la casa a un paso majestuoso.

Cruzó la puerta del portal abandonado y descubrió que tanto el edificio principal como otra casa independiente más pequeña estaban casi cubiertos por la maleza. La escena le recordó un pasaje del poeta Saigyó que le hicieron aprender de niño:

Me enteré de que una persona a quien yo conocía vivía en Fushimi y fui a hacerle una visita, ¡pero el jardín estaba tan descuidado…! Ni siquiera podía ver el camino. Mientras los insectos cantaban, compuse este poema.

Abriéndome camino entre la maleza,

oculto mis lacrimosos sentimientos

en los pliegues de mi manga.

En el jardín cargado de rocío

incluso los humildes insectos lloran.

Matahachi sintió que se le helaba el corazón mientras se agazapaba cerca de la casa, susurrando las palabras olvidadas tanto tiempo atrás.

Cuando casi se había convencido de que la casa estaba desierta, apareció una luz roja procedente del interior. Poco después oyó las notas melancólicas de un shakuhachi, la flauta de bambú que tocaban los sacerdotes mendicantes cuando pedían por las calles. Miró al interior y descubrió que, en efecto, el músico era un miembro de esa clase. Estaba sentado al lado del hogar. El fuego que acababa de encender se hizo más brillante, y su sombra agrandada se proyectó en la pared. Estaba tocando una melodía triste, un lamento sobre la soledad y la melancolía del otoño que no estaba destinado a más oídos que los suyos propios. En hombre tocaba con sencillez, sin florituras, y Matahachi tuvo la impresión de que se enorgullecía poco de su arte.

Cuando finalizó la melodía, el sacerdote exhaló un hondo suspiro y pronunció un lamento:

—Dicen que cuando un hombre llega a los cuarenta años, está libre de ilusiones. ¡Pero miradme! Tenía cuarenta y siete cuando destruí el buen nombre de mi familia. ¡Cuarenta y siete! Y aun así me engañé con la ilusión y logré perderlo todo: ingresos, posición, reputación. Y no sólo eso, sino que abandoné a mi único hijo para que se las arreglara por sí solo en este horrible mundo… ¿Y por qué? ¿Un encaprichamiento?

—Es mortificante…, nunca más podré enfrentarme a mi esposa muerta ni al muchacho, dondequiera que esté. ¡Ja! Cuando dicen que eres prudente después de los cuarenta, deben referirse a grandes hombres, no a imbéciles como yo. En vez de considerarme prudente debido a mi edad, debería haber tenido más cuidado que nunca. Es una locura no hacerlo así, cuando hay mujeres por medio.

Puso de punta la flauta en el suelo, apoyó ambas manos en la boquilla y siguió diciendo:

—Cuando saliera a la luz ese asunto con Otsū, ya nadie querría perdonarme. Es demasiado tarde.

Matahachi había entrado sigilosamente en la habitación contigua. Escuchaba, pero le repelía lo que estaba viendo. Las mejillas del sacerdote estaban hundidas, sus hombros angulosos le daban un aspecto de perro extraviado y su cabello carecía de lustre. Matahachi se agazapó en silencio. A la luz vacilante del fuego que ardía en el hogar, la forma del hombre evocaba visiones de demonios nocturnos.

—Ah, ¿qué voy a hacer? —gimió el sacerdote, alzando al cielo sus ojos hundidos.

Su kimono era ordinario y estaba sucio, pero también llevaba una sotana negra, lo cual indicaba que era seguidor del maestro de zen chino P'u-hua. La estera de juncos en la que estaba sentado y que llevaba enrollada a todas partes, era probablemente su única posesión doméstica, que le servía de cama, cortina y, cuando hacía mal tiempo, de tejado.

—Hablar no me devolverá lo que he perdido —dijo—. ¿Por qué no tuve más cuidado? Creía entender la vida, ¡pero no entendía nada y permití que mi categoría se me subiera a la cabeza! Me comporté desvergonzadamente con una mujer. No es de extrañar que los dioses me abandonaran. ¿Qué podría ser más humillante?

El sacerdote inclinó la cabeza como si pidiera disculpas a alguien, y entonces la inclinó todavía más.

—No me importa por mí, pues la vida que llevo ahora es muy aceptable. Nada más correcto que deba arrepentirme y tenga que sobrevivir sin ayuda externa. Pero ¿qué le he hecho a Jōtarō? Él sufrirá más que yo por mi extravío. Si estuviera todavía al servicio del señor Ikeda, él sería ahora el único hijo de un samurái con unos ingresos de cinco mil fanegas, pero a causa de mi estupidez no es nada. Y lo que es peor, un día, cuando crezca, sabrá la verdad.

Permaneció un rato sentado y cubriéndose el rostro con las manos, y luego, de improviso, se levantó.

—Es preciso que ponga fin a esto, que no siga sintiendo lástima de mí mismo. Ha salido la luna. Iré a dar un paseo por el campo para librarme de esos viejos motivos de queja y fantasmas.

El sacerdote recogió su shakuhachi y salió de la casa arrastrando los pies. Matahachi creyó ver un bigote de rígidos pelos bajo la nariz afilada. «¡Qué hombre tan extraño! —se dijo—. No es realmente viejo, pero está muy inseguro sobre sus pies». Sospechando que podría estar algo loco, sintió un dejo de piedad por aquel hombre.

Avivadas por la brisa vespertina, las llamas del hogar estaban empezando a quemar el suelo. Matahachi entró en la habitación vacía, encontró una jarra de agua y vertió un poco en el fuego, reflexionando mientras lo hacía en el descuido del sacerdote.

No importaría gran cosa que aquella casa vieja y desierta se quemara hasta los cimientos, pero ¿y si hubiera sido un templo antiguo de los períodos Asuka o Kamakura? Matahachi sintió un extraño acceso de indignación.

«Por culpa de hombres como él, los antiguos templos de Nara y del monte Kōya son destruidos con tanta frecuencia —pensó—. Estos locos sacerdotes vagabundos no tienen posesiones ni familia propia, y no piensan ni un instante en lo peligroso que es el fuego. Serían capaces de encender uno en el salón principal de un viejo monasterio, al lado mismo de los murales, sólo para calentar sus cuerpos que no tienen ninguna utilidad para nadie. Vaya, ahí hay algo interesante.»

Estaba mirando el tokonoma y no era el grácil diseño de la pieza ni los restos de un jarrón valioso lo que le había llamado la atención, sino un recipiente metálico ennegrecido, a cuyo lado había una jarra de sake con la boca desportillada. El recipiente contenía unas gachas de arroz, y cuando Matahachi agitó la jarra, produjo un alegre sonido gorgoteante. Sonrió, agradecido a su buena suerte y sin pensar lo más mínimo, como cualquier hombre hambriento, en los derechos de propiedad ajenos.

Apuró el sake en un par de largos tragos, vació el recipiente de arroz y se felicitó porque tenía el vientre lleno.

Se adormiló al lado del hogar, pero pronto tuvo conciencia de los zumbidos que producían los insectos en el campo…, y no sólo en el campo sino también en las paredes, el techo y las esterillas de tatami en putrefacción.

Poco antes de ceder al sueño, recordó el fardo que le había quitado al guerrero moribundo. Entonces se desperezó y desanudó el paño de sucio crepé teñido con un tinte rojo oscuro de sapán. Contenía una muda limpia de ropa interior, junto con los objetos habituales que transportan los viajeros. Desdobló la muda y encontró un objeto que tenía la forma y el tamaño de una carta enrollada y envuelta con sumo cuidado en papel encerado. Había también un monedero, que cayó con un fuerte tintineo de un pliegue de la tela. Era de cuero teñido de color violeta y contenía suficiente oro y plata para que la mano de Matahachi le temblara de temor. «Éste es el dinero de otro, no mío», se recordó.

Quitó el papel encerado y se encontró con un rollo de escritura enrollado a un rodillo de membrillero chino, con el extremo de brocado dorado. Percibió de inmediato que contenía algún secreto importante y, con gran curiosidad, depositó el rollo en el suelo delante de él y lo desenrolló lentamente. Decía así:

CERTIFICADO

Juro solemnemente que he transmitido a Sasaki Kojirō los siguientes siete métodos secretos del estilo Chūjō de esgrima:

Abiertos —estilo rayo, estilo rueda, estilo redondeado, estilo del barco flotante

Secretos —el Diamante, la Edificación, el Infinito

Expedido en el pueblo de Jōkyōji, en la heredad Usaka de la provincia de Echizen, el día _____ del mes _____

Kanemaki Jisai, discípulo de Toda Seigen

En un trozo de papel que parecía haber sido añadido posteriormente, figuraba el siguiente poema:

La luna que brilla

en las aguas inexistentes

de un pozo sin cavar

produce un hombre

sin sombra ni forma.

Matahachi comprendió que aquello era un diploma otorgado a un discípulo que había aprendido cuanto su maestro podía enseñarle, pero el nombre Kanemaki Jisai no significaba nada para él. Habría reconocido el nombre de Itō Yagorō, quien bajo el nombre Ittōsai había creado un estilo de esgrima sumamente famoso y admirado. Pero no sabía que Jisai era el maestro de Itō, como tampoco que Jisai era un samurái de carácter espléndido que había dominado el verdadero estilo de Toda Seigen y se había retirado a un pueblo remoto para pasar sus últimos años en la oscuridad. Desde entonces sólo había transmitido el método Seigen a unos pocos alumnos selectos.

Matahachi leyó de nuevo el primer nombre.

«Este Sasaki Kojirō debía de ser el samurái al que mataron hoy en Fushimi —pensó—. Debió de ser un espadachín consumado para que le concedieran un certificado de experto en el estilo Chūjō, sea el que fuere. ¡Lástima que muriera! Pero ahora estoy seguro, es lo que sospechaba. Debía querer que entregara esto a alguien, probablemente a alguien en su lugar natal.»

Matahachi elevó una breve plegaria al Buda por Sasaki Kojirō, y luego se juró a sí mismo que de alguna manera llevaría a cabo su nueva misión.

Encendió de nuevo el fuego para protegerse del frío, se tendió al lado del hogar y poco después se quedó dormido.

Desde algún lugar a lo lejos llegaba el sonido del shakuhachi del viejo sacerdote. La triste melodía, que al parecer buscaba y llamaba a alguien, continuó sin interrupción, como una patética ola que se cernía sobre los juncos del campo.