Era imposible saber cuánta agua de lluvia estancada podría haber en el fondo del foso de treinta pies de profundidad. Tras lanzarse al seto cerca de la parte superior y deslizarse rápidamente hasta la mitad, Musashi se detuvo y arrojó una piedra. Al no oír ningún chapoteo, saltó al fondo, donde se tendió boca arriba sobre la hierba sin hacer el menor ruido.
Al cabo de un tiempo sus costillas dejaron de subir y bajar y su pulso volvió a la normalidad. Mientras el sudor se enfriaba, empezó a respirar de nuevo de una manera regular.
«¡No es posible que Otsū esté aquí, en el Koyagyū! —se dijo—. Mis oídos deben de engañarme… Pero, bien mirado, no es tan imposible. Podría haber sido ella.»
Mientras se debatía consigo mismo, imaginó los ojos de Otsū entre las estrellas que brillaban en el cielo, y pronto se entregó a los recuerdos. La vio en el puerto de montaña donde estaba la frontera entre Mimasaka y Harima, en el lugar donde le dijo que no podría vivir sin él, que no habría ningún otro hombre en el mundo para ella. Luego la vio en el puente Hanada de Himeji, cuando ella le dijo cómo le había esperado durante casi mil días y habría esperado diez o veinte años, hasta que fuese una anciana de cabello gris, y le rogó que la llevara con él, afirmando que podría soportar cualquier penalidad.
La huida de Musashi en Himeji había sido una traición. ¡Cómo debió de odiarle ella a partir de entonces! Cómo debió de morderse los labios y maldecir a los hombres impredecibles…
«¡Perdóname!». La palabra que Musashi tallara en la barandilla del puente brotó de sus labios, y las lágrimas se deslizaron por las comisuras de sus ojos.
Le sobresaltó un grito en lo alto del foso, y creyó haber oído que alguien decía: «No está aquí». Tres o cuatro antorchas de pino titilaron entre los árboles y desaparecieron. Quienes le buscaban no le habían localizado.
Se sintió irritado consigo mismo por no ser capaz de contener las lágrimas.
«¿Para qué necesito una mujer?», se preguntó desdeñosamente, enjugándose las lágrimas. Se puso en pie de un salto, alzó la vista y contempló la negra silueta del castillo de Koyagyū. «¡Me han llamado cobarde, han dicho que no podía luchar como un hombre! Pero aún no me he rendido, ni mucho menos. No he huido. Sólo he llevado a cabo una retirada táctica.»
Había transcurrido cerca de una hora cuando echó a andar lentamente por el fondo del foso.
«De todos modos, luchar con esos cuatro no tenía ninguna utilidad. Para empezar, ése era mi objetivo. Cuando me encuentre ante Sekishūsai empezará el verdadero combate.»
Se detuvo y empezó a recoger ramas caídas, que rompió en fragmentos sobre una rodilla. Introduciendo los cortos palos en las grietas del muro de piedra y usándolos como asideros, fue trepando hasta salir del foso.
Ya no oía el sonido de la flauta. Por un instante tuvo la vaga sensación de que Jōtarō le llamaba, pero cuando se detuvo y aguzó el oído no oyó nada. No estaba realmente preocupado por el muchacho, pues sabía cuidar la distancia. Probablemente estaba ya muy lejos de allí. La ausencia de antorchas indicaba que la búsqueda había sido suspendida, por lo menos durante la noche.
La idea de encontrar a Sekishūsai y derrotarle volvía a ser su pasión dominante, la forma inmediata adoptada por su abrumador deseo de reconocimiento y honor.
A través del posadero se había enterado de que Sekishūsai no estaba retirado dentro del perímetro del castillo, sino en un lugar apartado, en el terreno circundante. Recorrió el bosque y los pequeños valles, temiendo en ocasiones haberse desviado de los terrenos del castillo, pero pronto un trecho de foso, un muro de piedra o un granero de arroz le confirmaban que todavía se hallaba dentro.
Buscó durante toda la noche, obedeciendo a un impulso diabólico. Cuando encontrara la casa en la montaña, se proponía irrumpir en ella y lanzar de inmediato su desafío. Pero fueron transcurriendo las horas, y al final habría agradecido incluso la visión de un fantasma que se le apareciera con la forma de Sekishūsai.
Estaba próximo el amanecer cuando Musashi se encontró en el portal posterior del castillo. Al otro lado se alzaba un precipicio y, por encima, el monte Kasagi. Reprimiendo un grito de frustración, desanduvo sus pasos hacia el sur. Finalmente, al pie de una pendiente que descendía hacia el ala sudeste del castillo, unos árboles bien formados rodeados de hierba bien cuidada le indicaron que había encontrado el refugio. Pronto confirmó su conjetura un portal con techado de paja, en el estilo preferido por el gran maestro de la ceremonia del té Sen no Rikyū. En el interior avistó un bosquecillo de bambúes envuelto en la niebla matinal.
Miró a través de una grieta en la puerta y vio que el camino serpenteaba por el bosquecillo y subía por la ladera, como en los retiros de montaña del zen budista. Sintió la momentánea tentación de saltar por encima de la valla, pero se contuvo. Algo en el entorno se lo impedía. ¿Era el amoroso cuidado que con toda evidencia había sido volcado en el lugar o acaso la visión de los pétalos blancos que cubrían el suelo? Fuera lo que fuese, se notaba la sensibilidad del ocupante, y la agitación de Musashi remitió. De improviso pensó en su aspecto. Debía de parecer un vagabundo, con el cabello enmarañado y el kimono en desorden.
«No es necesario que me apresure», se dijo, ahora consciente de su fatiga. Tenía que recobrarse antes de presentarse ante el maestro que estaba en el interior.
«Más tarde o más temprano alguien vendrá a la puerta. Entonces será el momento. Si aún se niega a recibirme como estudiante errante, emplearé un enfoque diferente». Se sentó bajo los aleros de la puerta, apoyó la espalda en el poste y se adormiló.
Las estrellas se desvanecían y la brisa agitaba las margaritas blancas cuando una grande y fría gota de rocío le cayó en el cuello y le despertó. Había amanecido, y Musashi salió de su corto sueño con la cabeza despejada por la brisa matinal y el canto de los ruiseñores. No quedaba vestigio alguno de fatiga y se sentía renacido.
Se restregó los ojos, alzó la vista y observó que el sol rojo brillante ascendía por encima de las montañas. Se incorporó de un salto. El calor del sol le había devuelto su ardor, y la fuerza almacenada en sus miembros exigía acción. Se estiró y dijo en voz baja: «Hoy es el día».
Estaba hambriento, y por alguna razón eso le hizo pensar en Jōtarō. Tal vez había tratado al chico con demasiada severidad la noche anterior, pero lo había hecho a sabiendas, como parte del adiestramiento del muchacho. Una vez más, Musashi se dijo que Jōtarō, dondequiera que estuviese, no corría ningún verdadero peligro.
Escuchó el sonido del arroyo, que corría por la ladera de la montaña, se desviaba al otro lado de la valla, rodeaba el bosquecillo de bambú y salía por debajo de la valla en dirección a los terrenos del castillo situados en la zona baja. Se lavó la cara y bebió agua que hizo las veces del desayuno. Era un agua buena, tanto que Musashi pensó que bien podría ser ésa la principal razón por la que Sekishūsai había elegido aquel lugar para retirarse del mundo. Sin embargo, como no sabía nada del arte de la ceremonia del té, desconocía que un agua de tal pureza era de hecho la respuesta a la plegaria de un maestro de la ceremonia del té.
Aclaró su toalla de mano y, tras restregarse bien la nuca, se limpió la suciedad de las uñas. Luego se arregló el cabello con el estilete unido a su espada. Puesto que Sekishūsai no era sólo el maestro del estilo Yagyū sino uno de los hombres más grandes del país, Musashi quería tener el mejor aspecto. Él mismo no era más que un guerrero sin nombre, tan diferente de Sekishūsai como la estrella más diminuta difiere de la luna.
Se dio unas palmaditas en el cabello, enderezó el cuello de su kimono y se sintió interiormente presentable. Tenía la mente clara. Estaba dispuesto a llamar a la puerta como cualquier visitante legítimo.
La casa se encontraba a considerable distancia cuesta arriba, y no era probable que desde allí oyeran un golpe ordinario en la puerta. Miró a su alrededor, en busca de alguna clase de llamador, y vio dos placas, una a cada lado de la puerta. Tenían sendas inscripciones ejecutadas con hermosa caligrafía, y la escritura tallada había sido rellenada con una arcilla de color azulado que producía una pátina broncínea. La placa de la derecha decía:
No sospechéis, oh, escribas,
de aquel a quien le gusta su castillo cerrado.
Y la de la izquierda:
Aquí no hallaréis a ningún espadachín,
sino sólo a los jóvenes ruiseñores en los campos.
El poema se dirigía a los «escribas», refiriéndose a los funcionarios del castillo, pero su significado era más profundo. El anciano no sólo había cerrado su puerta a los estudiantes errantes sino a todos los asuntos de este mundo, tanto a sus honores como a sus tribulaciones. Había dejado atrás los deseos mundanos, los suyos como los del prójimo.
«Todavía soy joven —se dijo Musashi—. ¡Demasiado joven! Este hombre está totalmente fuera de mi alcance.»
El deseo de llamar a la puerta se evaporó, y la idea de irrumpir en la casa del anciano recluido le parecía ahora bárbara, tanto que se sintió avergonzado de sí mismo.
Sólo flores y pájaros, el viento y la luna deberían entrar por aquella puerta. Sekishūsai ya no era el espadachín más grande del país ni el señor de un feudo, sino un hombre que había regresado a la naturaleza, renunciando a la vanidad humana. Turbar la paz de su vivienda sería un sacrilegio. ¿Y qué honor, qué distinción podría obtener al derrotar a un hombre para quien honores y distinciones habían llegado a carecer de significado?
«Menos mal que he leído esto —se dijo Musashi—. ¡De lo contrario me habría portado como un perfecto necio!»
El sol ya estaba bastante alto en el cielo y el canto de los ruiseñores había remitido. Desde lo alto de la cuesta le llegó el sonido de rápidas pisadas. Asustados, al parecer, por el ruido, una bandada de pajarillos emprendieron el vuelo. Musashi miró a través de la ranura en la puerta para ver quién venía.
Era Otsū.
¡De modo que él había oído, en efecto, su flauta! ¿Debía esperar y verla? ¿Marcharse? Pensó que quería, que debía hablar con ella.
La indecisión se apoderó de él. El corazón le palpitaba y había perdido la confianza en sí mismo.
Otsū recorrió el sendero hasta un lugar a pocos pies de donde él estaba. Entonces se detuvo y se volvió, emitiendo un leve grito de sorpresa.
—Creí que estaba detrás de mí —murmuró, mirando a su alrededor. Entonces volvió a correr cuesta arriba, gritando—:
¡Jōtarō! ¿Dónde estás?
Al oír su voz, Musashi se ruborizó, azorado, y empezó a sudar. Su falta de confianza le disgustaba. No podía apartarse de su escondite a la sombra de los árboles.
Tras un breve intervalo, Otsū llamó de nuevo, y esta vez hubo respuesta.
—Estoy aquí. ¿Y tú? —gritó Jōtarō desde la parte superior del bosquecillo.
—¡Aquí! —replicó ella—. ¡Te dije que no fueses de un lado a otro de esa manera!
Jōtarō salió corriendo hacia ella.
—Ah, es aquí donde estabas —exclamó.
—¿No te dije que me siguieras?
—Sí, pero vi un faisán y lo perseguí.
—¡Perseguir un faisán, nada menos! ¿Has olvidado que tienes que ir en busca de alguien importante esta mañana?
—No estoy preocupado por él. No es la clase de hombre que resulta herido.
—Pues no era así anoche, cuando viniste corriendo a mi habitación. Estabas a punto de llorar.
—¡No es cierto! Aquello sucedió tan rápido que no sabía qué hacer.
—Ni yo tampoco, sobre todo después de que me dijeras el nombre de tu maestro.
—Pero ¿cómo es que conoces a Musashi?
—Somos del mismo pueblo.
—¿Y eso es todo?
—Naturalmente.
—Es curioso. No entiendo por qué habrías de echarte a llorar sólo porque alguien de tu pueblo se ha presentado aquí.
—¿Tanto lloraba?
—¿Cómo puedes recordar todo lo que he hecho cuando no recuerdas lo que has hecho tú misma? En fin, supongo que estaba bastante asustado. De haberse tratado sólo de cuatro hombres ordinarios contra mi maestro, no me habría preocupado, pero dicen que todos ellos son expertos. Cuando oí la flauta recordé que estabas aquí, en el castillo, y pensé que tal vez, si pudiera disculparme ante su señoría…
—Si me oíste tocar, Musashi también debió de oírlo. Quizás incluso ha sabido que era yo. —El tono de su voz se suavizó—. Estaba pensando en él mientras tocaba.
—No veo que eso cambie nada las cosas. En cualquier caso, por el sonido de la flauta supe dónde estabas.
—Y menudo escándalo armaste… Irrumpir en la casa diciendo a gritos que había un «combate» en alguna parte. Su señoría se sobresaltó mucho.
—Pero es un hombre agradable. Cuando le dije que había matado a Tarō, no se enfureció como todos los demás.
Otsū se dio cuenta repentinamente de que estaba perdiendo el tiempo y se apresuró hacia la puerta.
—Hablaremos más tarde —dijo al muchacho—. Ahora hay cosas más importantes que hacer. Tenemos que encontrar a Musashi. Sekishūsai incluso ha roto su propia regla al decir que le gustaría conocer al hombre que hizo lo que dijiste.
El aspecto de Otsū recordaba a una flor de alegres colores. Bajo el brillante sol de principios del verano, sus mejillas brillaban como frutos en maduración. Aspiraba el aroma de las hojas tiernas y sentía que su frescura le llenaba los pulmones.
Oculto entre los árboles, Musashi la miraba fijamente, maravillándose de su saludable aspecto. La Otsū que ahora veía era muy diferente de la muchacha que se sentaba abatida en el porche del Shippōji, contemplando el mundo con la mirada vacía. La diferencia estribaba en que entonces Otsū no había tenido a nadie a quien amar, o por lo menos el amor que sentía entonces era vago y difícil de concretar. Era una niña sentimental, cohibida por su condición de huérfana y un tanto resentida por la misma.
Haber conocido a Musashi, tener en él un hombre a quien admirar, había despertado el amor que ahora moraba dentro de ella y daba sentido a su vida. Durante el largo año que había pasado deambulando en su busca, su cuerpo y su mente habían desarrollado el valor para enfrentarse a cualquier cosa que el destino pudiera traerle.
Musashi, que había percibido en seguida la nueva vitalidad de la joven y lo hermosa que la hacía, anhelaba llevarla a algún lugar donde pudieran estar a solas y contárselo todo, cómo la echaba de menos y la necesitaba físicamente. Quería revelarle que, oculta en su corazón de acero, existía una debilidad, quería retractarse de las palabras que grabara en el puente de Hanada. Si nadie se enterase, podría demostrarle el mismo amor que ella sentía por él. Podría abrazarla, restregar la mejilla contra la suya, dar rienda suelta a sus lágrimas. Ahora era lo bastante fuerte para admitir que esos sentimientos eran reales.
Cosas que Otsū le había dicho en el pasado volvían a él, y se daba cuenta de lo cruel y reprensible que había sido rechazar el amor sencillo y sincero que ella le había ofrecido.
Se sentía desdichado, y no obstante, había algo en él que no podía rendirse a esos sentimientos, algo que le expresaba su equivocación. Ahora coexistían en él dos hombres diferentes, uno que anhelaba llamar a Otsū, y el otro que le insultaba llamándole necio. No podía estar seguro de cuál de los dos era su ser real. Mirando desde detrás del árbol, perdido en su indecisión, parecía ver dos caminos delante de él, uno luminoso y el otro oscuro.
Otsū, que no sospechaba su presencia allí, salió del portal y caminó unos pasos. Miró atrás y vio que Jōtarō se agachaba a recoger algo.
—¿Qué diantres estás haciendo, Jōtarō? ¡Date prisa!
—¡Espera! —gritó el muchacho, excitado—. ¡Mira esto!
—¡No es más que un trapo viejo y sucio! ¿Para qué lo quieres?
—Pertenece a Musashi.
—¿A Musashi? —dijo ella, corriendo hacia él.
—Sí, es suyo —respondió Jōtarō, mientras sujetaba la toalla de mano por las puntas para mostrársela—. Lo recuerdo. Procede de la casa de la viuda de Nara donde nos alojamos. Mira esto: tiene teñido el dibujo de una hoja de arce y un ideograma que se lee «Lin». Así se llama el propietario del restaurante que hay allí.
—¿Crees que Musashi ha estado aquí? —preguntó Otsū, mirando frenéticamente a su alrededor.
Jōtarō se irguió casi hasta la altura de la joven y gritó a voz en cuello:
—¡Sensei! [maestro]
Se oyó un ruido susurrante en el bosquecillo. Ahogando un grito, Otsū giró sobre sus talones y echó a correr hacia los árboles, seguida por el muchacho.
—¿Adonde vas? —le preguntó Jōtarō.
—¡Musashi acaba de huir!
—¿Por dónde?
—Por allí.
—No le veo.
—¡Allí, entre los árboles!
Tuvo un atisbo de la figura de Musashi, pero su alegría momentánea fue sustituida de inmediato por la aprensión, pues el fugitivo aumentaba rápidamente la distancia que les separaba. Corrió tras él con toda la fuerza de sus piernas. Jōtarō corría a su lado, sin creer que la joven hubiera visto realmente a Musashi.
—¡Te equivocas! —le gritó—. Debe tratarse de otra persona. ¿Por qué Musashi habría de huir?
—¡Mira!
—¿Dónde?
—¡Allí! —Aspiró hondo y, forzando la voz al máximo, gritó—: ¡Musashi! —Pero apenas había proferido el grito frenético cuando tropezó y cayó. Jōtarō la ayudó a incorporarse, y ella le gritó—: ¿Por qué no le llamas también? ¡Vamos, llámale!
En vez de hacer lo que ella le pedía, el muchacho se quedó inmóvil y la miró a la cara. Había visto aquel semblante en otra ocasión, con los ojos inyectados en sangre, las cejas como agujas, la nariz y la mandíbula cerúleas. ¡Era el rostro de la máscara! La máscara de la mujer loca que le dio la viuda en Nara. A la cara de Otsū le faltaba la curiosa curvatura de la boca, pero por lo demás el parecido era idéntico. Jōtarō se apresuró a retirar las manos y retrocedió asustado.
Otsū siguió riñéndole.
—¡No podemos abandonar! ¡Si le dejamos escapar ahora, nunca volverá! ¡Llámale! ¡Haz que vuelva!
Algo en el interior de Jōtarō se resistía, pero la expresión de Otsū le hizo ver que sería inútil tratar de razonar con ella. Echaron a correr de nuevo, y también él empezó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.
Más allá del bosque había una colina baja, á lo largo de cuyo pie se extendía el camino de Tsukigase a Iga.
—¡Es Musashi! —exclamó Jōtarō.
Al llegar al camino el muchacho pudo ver con claridad a su maestro, pero Musashi estaba demasiado lejos para que pudiera oír sus gritos.
Otsū y Jōtarō corrieron hasta quedarse sin aliento y con la voz ronca. Sus gritos resonaban a través de los campos. En el borde del valle perdieron de vista a Musashi, el cual se dirigió en línea recta al frondoso bosque que cubría el pie de las colinas.
Se detuvieron y quedaron allí, tan tristes como unos niños abandonados. Unas nubes blancas se extendían por el cielo, mientras el murmullo de un arroyo acentuaba su soledad.
—¡Está loco! ¡Ha perdido el juicio! ¿Cómo ha podido dejarme así? —Jōtarō dio una patada al suelo.
Otsū se apoyó en un gran castaño y dio rienda suelta a las lágrimas. Ni siquiera su gran amor por Musashi, un amor por el que ella lo habría sacrificado todo, era capaz de retenerlo. Estaba perpleja, dolida e indignada. Sabía cuál era el objetivo de Musashi en la vida y por qué la evitaba, lo había sabido desde aquel día en el puente de Hanada. Aun así, no podía comprender por qué la consideraba una barrera entre él y su meta. ¿Por qué la presencia de Otsū habría de debilitar la determinación de Musashi? ¿O acaso era eso una excusa? ¿Sería la verdadera razón el hecho de que no le gustaba lo suficiente? Eso tal vez tendría más sentido. Y sin embargo…, sin embargo Otsū había llegado a comprender a Musashi cuando le vio atado en el árbol del Shippōji. No creía que fuese la clase de hombre que miente a una mujer. Si no estuviera interesado por ella, se lo habría dicho así, pero lo cierta era que él le había confesado en el puente de Hanada que le gustaba mucho. Recordó sus palabras con tristeza.
Como era huérfana, cierta frialdad le impedía confiar en mucha gente, pero cuando depositaba su confianza en alguien lo hacía sin reservas. En aquel momento le parecía que no había nadie, salvo Musashi, por quien valiera la pena vivir o con quien pudiera contar. La traición de Matahachi fue una dura lección que le enseñó lo cuidadosa que debía ser al juzgar a los hombres. Pero Musashi no era Matahachi, y ella no sólo había decidido que viviría por él al margen de lo que sucediera, sino que ya estaba convencida de que jamás lo lamentaría.
Pero ¿por qué no le había dicho él una sola palabra? Eso era más de lo que podía soportar. Las hojas del castaño se agitaban, como si el mismo árbol la comprendiera y simpatizara con ella.
El amor que sentía por él era parejo a la cólera que experimentaba. No sabía si aquél era su destino o no, pero su espíritu desgarrado por la aflicción le decía que no existía para ella una vida real separada de Musashi.
Jōtarō, que estaba mirando el camino, musitó:
—Por ahí viene un sacerdote…
Otsū no le prestó atención.
El mediodía estaba próximo y el cielo se había vuelto de un azul profundo y transparente. El monje que bajaba por la ladera a lo lejos parecía haber salido de las nubes, como si no tuviera ninguna conexión con la tierra. Cuando estaba cerca del castaño, miró hacia allí y vio a Otsū.
—¿Qué es todo esto? —exclamó, y al oír su voz Otsū alzó la vista.
Una expresión de asombro apareció en sus ojos hinchados por las lágrimas.
—¡Takuan!
En su estado actual, vio en Takuan Sōhō un salvador. Se preguntó si estaría soñando.
Aunque ver a Takuan conmocionó a Otsū, el descubrimiento de ésta no hizo más que confiar al monje algo que había sospechado. Resultó que su llegada no era ni un accidente ni un milagro.
Desde hacía largo tiempo, Takuan tenía relaciones amistosas con la familia Yagyū, el conocimiento de la cual se remontaba a la época en que, siendo un joven monje en el Sangen'in del Daitokuji, entre sus deberes figuraban los de limpiar la cocina y preparar pasta de habichuelas.
En aquellos tiempos, el Sangen'in, entonces conocido como el «Sector norte» del Daitokuji, había sido famoso como lugar de reunión de samuráis «fuera de lo corriente», es decir, samuráis que tendían a pensar filosóficamente en el significado de la vida y la muerte, hombres que sentían la necesidad de estudiar los asuntos del espíritu, así como las habilidades técnicas de las artes marciales. Los samuráis acudían allí en mayor número que los monjes zen, y uno de los resultados de esta situación fue que el templo llegó a ser conocido como terreno abonado de la rebelión.
Entre los samuráis que acudían con frecuencia figuraban Suzuki Ihaku, el hermano del señor Kōizumi de Ise, Yagyū Gorōzaemon, el heredero de la casa de Yagyū, y el hermano de éste, Munenori, el cual en seguida le cobró afecto a Takuan, y desde entonces los dos habían sido amigos. Durante una serie de visitas al castillo de Koyagyū, Takuan conoció a Sekishūsai y sintió un gran respeto por el anciano. Sekishūsai también cobró afecto al joven monje, que le parecía muy prometedor.
Recientemente Takuan había pasado algún tiempo en el Nansōji, un templo situado en la provincia de Izumi, desde donde había enviado una carta en la que se interesaba por la salud de Sekishūsai y Munenori. La larga respuesta de Sekishūsai decía, entre otras cosas:
«Últimamente he sido muy afortunado. Munenori ha obtenido un puesto en la administración Tokugawa, en Edo, y mi nieto, que abandonó el servicio al señor Katō de Higo y fue a estudiar por su cuenta, está haciendo progresos. Yo mismo tengo a mi servicio a una hermosa joven que no sólo toca bien la flauta sino que conversa conmigo, y tomamos el té juntos, hacemos arreglos florales y componemos poemas. Es la alegría de mi ancianidad, una flor que medra en lo que de otro modo sería una cabaña vieja, desvencijada y fría. Como dice que es de Mimasaka, cerca de tu pueblo natal, y que fue criada en un templo llamado Shippōji, imagino que tú y ella tenéis mucho en común. Resulta agradabilísimo tomar el sake por la noche con el acompañamiento de una flauta bien tocada, y como estás tan cerca de aquí, confío en que vengas y disfrutes de ese placer conmigo».
Bajo cualquier circunstancia le habría resultado difícil a Takuan rechazar la invitación, pero la certeza de que la joven descrita en la carta era Otsū hizo que se apresurase a aceptar.
Mientras los tres se dirigían a la casa de Sekishūsai, Takuan hizo muchas preguntas a Otsū, a las que ella respondió sin reserva alguna. Le dijo qué había estado haciendo desde la última vez que le vio en Himeji, lo que había sucedido aquella mañana y sus sentimientos con respecto a Musashi.
El monje escuchó su penosa historia asintiendo pacientemente. Cuando terminó le dijo:
—Supongo que las mujeres sois capaces de elegir maneras de vivir que no serían posibles para los hombres. Imagino que deseas mis consejos sobre el camino que deberías seguir en el futuro.
—Oh, no.
—Bueno…
—Ya he decidido lo que voy a hacer.
Takuan la examinó atentamente. Ella se había detenido y tenía la vista baja. Parecía sumida en la desesperación, y, no obstante, había cierta fuerza en el tono de su voz que obligó a Takuan a una nueva apreciación.
—Si hubiera tenido alguna duda, si hubiera creído que abandonaría mi empresa, nunca me habría ido del Shippōji —le dijo ella—. Aún estoy decidida a encontrar a Musashi. Lo único que me preocupa es si esto le causará dificultades, si el hecho de que yo siga viviendo le causará infelicidad. ¡En ese caso tendré que hacer algo al respecto!
—¿Qué quieres decir?
—No puedo decírtelo.
—¡Ten cuidado, Otsū!
—¿De qué?
—Bajo este sol brillante y alegre, el dios de la muerte está tirando de ti.
—Yo… no sé a qué te refieres.
—Es comprensible que no lo sepas, porque el dios de la muerte te presta fuerza. Serías una necia si murieses, Otsū, sobre todo por nada más que un amorío unilateral. —Takuan se echó a reír.
Otsū se estaba enfadando de nuevo. Pensó que era como si hablara con una pared, pues Takuan nunca había estado enamorado, y era imposible que quien no lo hubiera experimentado comprendiera lo que ella sentía. Intentar explicarle sus sentimientos era como tratar de explicar el budismo zen a un imbécil. Pero de la misma manera que en el zen había verdad, tanto si un imbécil podía comprenderlo como si no, había personas que morirían por amor, tanto si Takuan podía comprenderlo como si no. Para una mujer, por lo menos, el amor era un asunto mucho más serio que los importunos acertijos de un sacerdote zen. A quien era presa de un amor que significaba la vida o la muerte, ¿qué le importaba cómo sonaba aplaudir con una sola mano? Otsū se mordió el labio y juró que no diría más.
Takuan se puso serio.
—Deberías haber nacido hombre, Otsū. Un hombre con la fuerza de voluntad que tú tienes, sin duda conseguiría algo por el bien del país.
—¿Significa eso que está mal que exista una mujer como yo? ¿Porque podría perjudicar a Musashi?
—No tergiverses mis palabras, pues no me refería a eso. Pero por mucho que quieras a Musashi, él sigue huyendo, ¿no es cierto? ¡Y me atrevería a decir que nunca lo atraparás!
—No estoy haciendo esto porque me guste hacerlo. No puedo evitarlo. ¡Le quiero!
—¡Dejo de verte durante algún tiempo y en cuanto volvemos a encontrarnos descubro que te portas como todas las mujeres!
—Pero ¿es que no lo comprendes? Oh, no importa, no hablemos más de ello. ¡Un brillante sacerdote como tú jamás comprenderá los sentimientos de una mujer!
—No sé qué responder a eso. Pero es cierto: las mujeres me dejan perplejo.
Otsū se apartó de él y dijo:
—Vámonos, Jōtarō.
Takuan se quedó mirando como se iban los dos por un camino lateral. Con un triste movimiento de las cejas, el monje llegó a la conclusión de que no podía hacer nada más. La llamó:
—¿No vas a despedirte de Sekishūsai antes de ponerte en camino?
—Le diré adiós en mi corazón. Él sabe que no pretendí quedarme tanto tiempo en su casa.
—¿No volverás a considerarlo?
—¿Considerar qué?
—Pues… Era agradable vivir en las montañas de Mimasaka, pero aquí también lo es. Éste es un lugar apacible y tranquilo, y la vida es sencilla. Antes que verte regresar al mundo ordinario, con su desdicha y sus penalidades, quisiera verte vivir en paz, entre estas montañas y arroyos, como esos ruiseñores a los que oímos cantar.
—¡Ja, ja! ¡Muchísimas gracias, Takuan!
El monje suspiró, dándose cuenta de que era impotente ante aquella mujer tan voluntariosa y decidida a seguir ciegamente el camino que había elegido.
—Puedes reírte, Otsū, pero el camino que estás emprendiendo es una senda de oscuridad.
—¿Oscuridad?
—Te criaste en un templo, y deberías saber que el camino de oscuridad y deseo sólo conduce a la frustración y la desdicha, más allá de la salvación.
—Jamás, desde que nací, ha existido para mí un camino de luz.
—¡Pero lo hay, lo hay! —Volcando todas sus energías en esta súplica, Takuan se acercó a la muchacha y le cogió la mano. Deseaba desesperadamente que confiara en él.
—Hablaré de ello con Sekishūsai —le ofreció—. De la manera en que podrías vivir feliz. Aquí, en Koyagyū, puedes encontrar un buen marido, tener hijos y hacer las cosas que hacen las mujeres. Tu presencia mejoraría ese pueblo, y eso también te haría más feliz.
—Comprendo que tratas de ayudarme, pero…
—¡Hazlo! ¡Te lo ruego!
Cogiéndola de la mano, miró a Jōtarō y dijo:
—¡Ven tú también, chico!
Jōtarō sacudió la cabeza con decisión.
—Yo no. Voy a seguir a mi maestro.
—Haz lo que quieras, pero por lo menos regresa al castillo para despedirte de Sekishūsai.
—¡Ah, me olvidaba! —exclamó Jōtarō—. Dejé mi máscara allí. —Echó a correr como un rayo, sin que le turbaran los caminos de oscuridad y los de luz.
Otsū, en cambio, permanecía inmóvil en el cruce. Takuan se relajó y volvió a ser el viejo amigo que ella conocía. El monje le advirtió de los peligros que acechaban en la vida que ella se proponía llevar e intentó convencerla de que existían otras maneras de encontrar la felicidad, pero no logró convencer a Otsū.
Al cabo de un rato, Jōtarō regresó corriendo con la mascara sobre el rostro. Takuan se quedó paralizado, sintiendo instintivamente que aquél era el futuro semblante de Otsū, el que le vería después de que ella hubiera sufrido su largo viaje por el camino de la oscuridad.
—Bueno, me voy —dijo Otsū, apartándose de él.
Jōtarō se aferró a su manga.
—¡Sí, marchémonos ahora mismo! —exclamó.
Takuan alzó los ojos a las nubes blancas, lamentando su fracaso.
—No puedo hacer nada más —dijo—. El mismo Buda desesperó de salvar a las mujeres.
—Adiós, Takuan —le dijo Otsū—. Aquí me inclino ante Sekishūsai, pero te ruego que le transmitas mi agradecimiento y me despidas de él.
—Ah, incluso yo empiezo a pensar que los sacerdotes estamos locos. Cada vez que salen sólo encuentran personas que se precipitan hacia el infierno. —Takuan alzó las manos, las dejó caer y añadió con mucha solemnidad—: Otsū, si empiezas a ahogarte en los Seis Caminos del Mal o en los Tres Cruces, pronuncia mi nombre. ¡Piensa en mí y pronuncia mi nombre! ¡Hasta entonces, lo único que puedo decir es que viajes hasta tan lejos como puedas y que procures tener cuidado!