Jōtarō regresó a la posada, se sentó ante Musashi y, satisfecho de sí mismo, le informó de que había llevado a cabo su misión. Tenía varios rasguños en la cara, y su nariz parecía una fresa madura. Sin duda estaba dolorido, pero como no dio ninguna explicación de su estado, Musashi no le hizo preguntas.
—Aquí está su respuesta —dijo el chiquillo, entregando a Musashi la carta de Shōda Kizaemon. Añadió algunas palabras sobre su encuentro con el samurái, pero no dijo nada acerca del perro. Mientras hablaba sus heridas empezaron a sangrar de nuevo—. ¿Deseas algo más? —inquirió.
—No, eso es todo, gracias.
Musashi abrió la carta de Kizaemon. Jōtarō se llevó las manos a la cara y salió apresuradamente de la habitación. Kocha le dio alcance y examinó sus rasguños con preocupación.
—¿Cómo ha ocurrido? —le preguntó.
—Un perro se me echó encima.
—¿De quién era ese perro?
—Era uno de los del castillo.
—Ah, ¿ese sabueso grande y negro llamado Kishū? Es muy bravo. Estoy segura de que, por fuerte que seas, no podrías dominarlo. ¡Hombre, si ha mordido a algunos merodeadores hasta acabar con ellos!
Aunque no existían entre ellos las mejores relaciones, Kocha le condujo al arroyo que pasaba por detrás de la casa y le dijo que se lavara la cara. Entonces ella fue en busca de un ungüento y se lo aplicó en los rasguños. Por una vez Jōtarō se portó como un caballero. Cuando ella hubo terminado de curarle, el muchacho hizo una reverencia y le dio reiteradamente las gracias.
—Deja de mover la cabeza arriba y abajo. Al fin y al cabo, eres un hombre, y eso parece ridículo.
—Pero aprecio lo que has hecho.
—Aunque nos peleemos mucho, te tengo afecto —le confesó ella.
—Tú también me gustas.
—¿De veras?
Las porciones del rostro de Jōtarō que no estaban cubiertas por el ungüento se volvieron carmesíes, mientras las mejillas de Kocha se cubrían de un tenue rubor. No había nadie a su alrededor. El sol brillaba entre las flores rosadas de melocotonero.
—Probablemente tu maestro se marchará pronto, ¿verdad? —le preguntó ella con un dejo de pesar.
—Todavía estaremos aquí algún tiempo —replicó él de modo tranquilizador.
—Ojalá pudieras quedarte uno o dos años.
Entraron en el cobertizo donde se almacenaba el pienso para los caballos y se tendieron boca arriba en el heno. Sus manos se rozaron, y Jōtarō experimentó un cálido cosquilleo. De improviso, cogió la mano de Kocha y le mordió un dedo.
—¡Ay!
—¿Te he hecho daño? Lo siento.
—No te preocupes. Vuelve a hacerlo.
—¿No te importa?
—No, no, ¡anda, muerde! ¡Muerde más fuerte!
Él la obedeció, mordisqueándole los dedos como un cachorro. El heno caía sobre sus cabezas, y no tardaron en abrazarse. Ninguno de los dos se proponía pasar de ahí pero mientras estaban abrazados entró el padre de Kocha, que la estaba buscando. Consternado ante aquella escena, su semblante adoptó la expresión severa de un sabio confuciano.
—¿Qué estáis haciendo, idiotas? ¡Los dos, que aún sois unos niños! —Los sacó del cobertizo cogidos del pescuezo y dio a Kocha un par de azotes en el trasero.
Durante el resto de aquel día, Musashi apenas habló con nadie. Permaneció sentado, cruzado de brazos y sumido en sus pensamientos.
En una ocasión, en plena noche, Jōtarō se despertó y, alzando un poco la cabeza, miró a su maestro. Musashi estaba tendido en la colchoneta con los ojos abiertos y examinaba el techo, intensamente concentrado.
Al día siguiente Musashi mantuvo la misma reserva. Jōtarō estaba asustado, temiendo que su maestro se hubiera enterado de que le habían sorprendido jugando con Kocha en el cobertizo. Pero no le dijo nada. Por la tarde Musashi envió al muchacho a pedir la cuenta, y estaba haciendo los preparativos para su partida cuando el empleado se la trajo. Le preguntó si cenarían y él respondió que no.
—¿No volveréis esta noche a dormir? —quiso saber Kocha, que estaba en un rincón sin hacer nada.
—No, te agradezco las atenciones que has tenido con nosotros, Kocha. Estoy seguro de que te hemos causado muchas molestias. Adiós.
—Cuídate —le dijo Kocha, con las manos en la cara para ocultar las lágrimas.
El posadero y las demás doncellas se alinearon en el portal para despedirles. A todos les parecía muy extraño que los viajeros se pusieran en marcha poco antes de la puesta del sol.
Musashi había recorrido un corto trecho cuando se volvió a Jōtarō. Al no verle a su lado miró hacia la posada y le vio allí, debajo del almacén, despidiéndose de Kocha. Cuando se aproximó a ellos, se apresuraron a separarse.
—Adiós —le dijo Kocha.
—Adiós —gritó Jōtarō mientras corría al lado de Musashi.
Aunque temía la expresión de éste, el muchacho no podía dejar de mirar atrás, hasta que perdió de vista la posada.
Empezaron a aparecer luces en el valle. Musashi, que no decía nada ni había mirado una sola vez atrás, avanzaba a grandes zancadas. Jōtarō le seguía taciturno.
Al cabo de un rato, Musashi le preguntó:
—¿Todavía no llegamos?
—¿Adonde?
—A la entrada del castillo.
—¿Vamos al castillo?
—Sí.
—¿Nos alojaremos allí esta noche?
—No lo sé. Eso depende de cómo vayan las cosas.
—Ahí está. Ésa es la puerta.
Musashi se detuvo ante el portal, con los pies juntos. Por encima de las murallas cubiertas de musgo, los árboles enormes producían un sonido susurrante. Había una sola luz, que iluminaba una ventana cuadrada.
Musashi llamó y se presentó un guardián.
—Me llamo Musashi y vengo invitado por Shōda Kizaemon —le dijo al tiempo que le entregaba la carta del samurái—. ¿Quieres decirle que estoy aquí, por favor?
El guardián ya estaba informado de que iba a venir.
—Te están esperando —le dijo, haciéndole una seña para que le siguiera.
Además de sus otras funciones, el Shin'indō era el lugar donde los jóvenes del castillo estudiaban el confucianismo, y también servía como biblioteca del feudo. Todas las habitaciones a lo largo del pasillo que conducía a la parte trasera del edificio tenían las paredes llenas de estanterías, y aunque la fama de la casa de Yagyū se debía a su destreza militar, Musashi observó que también daba mucha importancia a la formación intelectual. Todo en el castillo parecía rezumar historia.
Y todo parecía estar bien dirigido, a juzgar por la limpieza del camino desde el portal al Shin'indō, la cortesía de la guardia y la austera y apacible iluminación visible en las proximidades del torreón.
A veces, cuando un visitante entra en una casa por primera vez, tiene la sensación de que ya conoce el lugar y a sus moradores. Musashi tuvo esa impresión al sentarse en el suelo de madera de la gran sala en la que le hizo entrar el guardián. Tras ofrecerle un cojín duro y redondo de paja trenzada, que él aceptó dándole las gracias, el guardián le dejó a solas. Por el camino habían dejado a Jōtarō en la sala de espera de los sirvientes.
El guardián regresó al cabo de unos minutos y dijo a Musashi que su anfitrión no tardaría en recibirle.
Musashi deslizó el cojín redondo hasta un rincón y se apoyó en un poste. A la luz del farol bajo que brillaba en el jardín vio unas espalderas de glicinas trepadoras, de colores blanco y azul lavanda. Impregnaba la atmósfera el aroma dulzón de las flores. Le sobresaltó el croar de una rana, la primera que oía aquel año.
En algún lugar del jardín gorgoteaba el agua, una corriente que, al parecer, pasaba por debajo del edificio, ya que después de haberse acomodado notó el sonido del agua desde los muros, el techo e incluso la lámpara. Se sentía fresco y relajado. Sin embargo, en lo más profundo de sí mismo seguía viva una irreprimible desazón. Era su insaciable espíritu de lucha que le corría por las venas incluso en aquella atmósfera serena. Desde el cojín junto al poste, contempló inquisitivamente su entorno.
«¿Quién es Yagyū? —se preguntó con insolencia—. Es un espadachín, lo mismo que yo. En este aspecto estamos al mismo nivel. Pero esta noche daré un paso adelante y dejaré a Yagyū detrás de mí.»
—Siento haberte hecho esperar.
Shōda entró en la estancia con Kimura, Debuchi y Murata.
—Bienvenido a Koyagyū —le dijo cordialmente Kizaemon.
Después de que los otros tres hombres se hubieran presentado, los criados trajeron bandejas con sake y comida. El sake era de fabricación local, espeso y con aspecto de jarabe, servido en anticuadas copas con un largo pie.
—Aquí, en el campo, no podemos ofrecer mucho —le dijo Kizaemon—, pero te ruego que te consideres en tu casa.
Los demás también le invitaron con mucha cordialidad a que se pusiera cómodo y no hiciera cumplidos.
A instancias de sus anfitriones, Musashi aceptó un poco de sake, aunque no le atraía especialmente. No es que no le gustara, sino que era todavía demasiado joven para apreciar la sutileza de la bebida. Aquel sake era bastante aceptable, pero ejerció de inmediato su efecto sobre él.
—Parece que sabes beber —observó Kimura Sukekurō, ofreciéndose para llenarle de nuevo la copa—. Por cierto, tengo entendido que la peonía por la que preguntaste el otro día la cortó el señor de este castillo en persona.
Musashi se dio una palmada en la rodilla.
—¡Ya me lo parecía! —exclamó—. ¡Era espléndido!
Kimura se acercó más a él.
—Nos gustaría saber de qué modo supiste que el corte en ese tallo blando y delgado había sido hecho por un maestro de la esgrima. A todos nosotros nos ha impresionado profundamente tu habilidad para percibir ese detalle.
Musashi no estaba seguro del derrotero al que llevaría la conversación, y decidió ganar tiempo.
—¿Ah, sí? ¿De veras?
—¡Sí, es innegable! —dijeron Kizaemon, Debuchi y Murata casi al unísono.
—Nosotros no pudimos ver nada especial en él —dijo Kizaemon—, y llegamos a la conclusión de que sólo un genio puede reconocer a otro genio. Creemos que nos sería de gran ayuda en nuestros futuros estudios si nos lo explicaras.
Musashi tomó otro sorbo de sake.
—Oh, no fue nada en particular…, sólo una suposición afortunada.
—Vamos, no seas modesto.
—No soy modesto. Es algo que sentí… por el aspecto del corte.
—¿Qué clase de sensación fue ésa?
Tal como actuarían con cualquier desconocido aquellos cuatro discípulos veteranos de la casa de Yagyū intentaban analizar a Musashi y, al mismo tiempo, ponerle a prueba. Ya habían admirado su físico, admirando su porte y la expresión de sus ojos. Pero su manera de sostener la copa de sake y los palillos revelaban su crianza campesina que les hacía sentirse inclinados a mostrarse condescendientes con él. Tras sólo tres o cuatro copas de sake, el rostro de Musashi se puso rojo cobrizo. Azorado, se llevó la mano a la frente y las mejillas dos o tres veces. Era un gesto tan juvenil que hizo reír a sus anfitriones.
—Esa sensación tuya —repitió Kizaemon—. ¿Puedes hablarnos más de ella? Mira, este edificio, el Shin'indō, fue construido expresamente por el señor Kōizumi de Ise para alojarse en él durante sus visitas. Es un edificio importante en la historia de la esgrima, un lugar apropiado para que esta noche nos alecciones.
Musashi comprendió que protestar por sus halagos no le sacaría del apuro.
—Cuando sientes algo, lo sientes y ya está —les dijo—. No hay manera de explicarlo. Si deseáis que os demuestre lo que quiero decir, tendréis que desenvainar la espada y enfrentaros a mí en un encuentro. No hay otro camino.
El humo de la lámpara se alzaba negro como tinta de calamar en el quieto aire nocturno. Volvió a oírse el croar de una rana.
Kizaemon y Debuchi, los dos mayores, intercambiaron una mirada y se rieron. Aunque el muchacho había hablado serenamente, su disposición a ser puesto a prueba era un desafío evidente, y como tal lo reconocieron.
Lo dejaron pasar sin hacer ningún comentario y hablaron de espadas, del zen, de acontecimientos en otras provincias y de la batalla de Sekigahara. Tanto Kizaemon como Debuchi y Kimura habían participado en el sangriento conflicto, y para Musashi, que estuvo en el bando contrario, las anécdotas que contaban aquellos hombres tenían un amargo timbre de verdad. Los anfitriones parecían disfrutar muchísimo de la conversación, y a Musashi, que se limitaba a escuchar, le parecían fascinantes.
Sin embargo, era consciente del rápido paso del tiempo, y en lo más hondo tenía la certeza de que si no conocía a Sekishūsai aquella noche no le conocería nunca.
Kizaemon anunció que era el momento de tomar la cebada mezclada con arroz, el último plato acostumbrado, y los servidores se llevaron el sake.
Musashi se preguntaba cómo podría ver al señor del castillo. Cada vez resultaba más claro que se vería obligado a utilizar alguna treta disimulada. ¿Debería aguijonear a uno de sus anfitriones hasta hacerle perder los estribos? Eso sería difícil cuando él mismo no estaba enfadado, y por ello decidió mostrar en varias ocasiones su desacuerdo con lo que se decía, de una manera ruda e insolente. Shōda y Debuchi se tomaron a broma esa actitud. Ninguno de aquellos hombres cedería a la provocación y haría algo temerario.
Empezó a sentirse desesperado. No soportaba la idea de marcharse sin haber logrado su objetivo. Quería poner en su corona una brillante estrella de victoria, y deseaba que quedara constancia en los anales históricos de que Musashi había estado allí y se había ido tras haber dejado su impronta en la casa de Yagyū. Quería poner de rodillas con su propia espada a Sekishūsai, aquel gran patriarca de las artes marciales, aquel «dragón de antaño», como le llamaban.
¿Le habrían conocido el juego por completo? Estaba considerando esta posibilidad cuando las cosas dieron un giro inesperado.
—¿Habéis oído eso? —preguntó Kimura.
Murata salió a la terraza y, al regresar a la estancia, comentó:
—Tarō está ladrando, pero no como de costumbre. Creo que hay algo raro.
Tarō era el perro con el que se había peleado Jōtarō. No había duda de que los ladridos, que parecían proceder del segundo muro que rodeaba al castillo eran alarmantes, demasiado ruidosos y terribles para que se debieran a un solo perro.
—Creo que será mejor que eche un vistazo —dijo Debuchi—. Perdóname por aguar la fiesta, Musashi, pero esto podría ser importante. Por favor, continuad sin mí.
Poco después de que hubiera salido, Murata y Kimura se excusaron, rogando cortésmente a Musashi que les perdonara.
Los ladridos se intensificaron. Al parecer, el perro intentaba advertir de algún peligro. Cuando uno de los perros del castillo actuaba de esa manera, era señal casi segura de que sucedía algo funesto. La paz de la que gozaba el país no era tan firme como para que un daimyō pudiera permitirse relajar la vigilancia contra los feudos vecinos. Aún había guerreros sin escrúpulos que podían rebajarse a hacer cualquier cosa para satisfacer su ambición, y los espías vagaban por el territorio en busca de blancos satisfechos de sí mismos y vulnerables.
Kizaemon parecía alterado en extremo. Miraba fijamente la siniestra luz de la pequeña lámpara, como si contara los ecos de un ruido sobrenatural.
Finalmente se oyó un gemido largo y lastimero. Kizaemon gruñó y miró a su visitante.
—Está muerto —dijo Musashi.
—Sí, lo han matado. —Incapaz de seguir conteniéndose, Kizaemon se levantó—. No puedo entenderlo.
Se dispuso a salir, pero Musashi le detuvo.
—Un momento —le dijo—. ¿Sigue en la sala de espera Jōtarō, el muchacho que ha venido conmigo?
Preguntaron a un joven samurái que estaba delante del Shin'indō, el cual fue en busca del muchacho y regresó diciendo que no le veía por ningún lado.
Una expresión preocupada ensombreció el semblante de Musashi, el cual se volvió a Kizaemon y le dijo:
—Creo saber lo que ha ocurrido. ¿Te importaría que te acompañe?
—En absoluto.
A unas trescientas varas del dōjō, se había reunido una muchedumbre con varias antorchas encendidas. Además de Murata, Debuchi y Kimura, había varios soldados de infantería y guardianes, los cuales formaban un círculo negro. Todos ellos hablaban y gritaban al mismo tiempo.
Desde el borde exterior del círculo, Musashi examinó el espacio abierto en el centro, y el corazón le dio un vuelco. Tal como había temido, allí estaba Jōtarō, cubierto de sangre y con el aspecto de ser el mismísimo hijo del diablo, la espada de madera en la mano, los dientes apretados, los hombros subiendo y bajando al ritmo de su respiración entrecortada.
A su lado yacía Tarō, enseñando los dientes y con las patas extendidas. Los ojos sin vista del perro reflejaban la luz de las antorchas. De la boca le brotaba sangre.
—Es el perro de su señoría —dijo alguien tristemente.
Un samurái se dirigió a Jōtarō y le gritó:
—¡Pequeño bastardo! ¿Qué has hecho? ¿Eres tú quien ha matado al perro? —El hombre, enfurecido, descargó una bofetada que Jōtarō apenas tuvo tiempo de esquivar.
El chiquillo cuadró los hombros y gritó desafiante:
—¡Sí, yo lo he hecho!
—¡Lo admites!
—¡Tenía un motivo!
—¡Ja!
—Me he vengado.
—¿Qué?
La respuesta de Jōtarō dejó pasmados a los presentes. Todos estaban encolerizados. Tarō era el perro favorito del señor Munenori de Tajima, y no sólo eso, sino que tenía pedigrí como vástago de Raiko, una perra perteneciente al señor Yorinori de Kishū, a la que éste tenía en gran estima. El señor Yorinori le había dado personalmente el cachorro a Munenori, quien lo había criado por sí mismo. En consecuencia, la muerte del animal sería investigada a fondo, y ahora el destino de los dos samuráis encargados de cuidar del animal era comprometido.
El hombre que ahora se enfrentaba a Jōtarō era uno de esos dos samuráis.
—¡Calla! —gritó, dirigiendo su puño a la cabeza de Jōtarō.
Esta vez el muchacho no pudo esquivarlo a tiempo y recibió el golpe cerca de la oreja.
Jōtarō se llevó la mano al lugar golpeado.
—¿Qué estás haciendo? —gritó.
—Has matado al perro del maestro. Espero que no te importe que te maten de la misma manera, porque eso es exactamente lo que voy a hacer.
—Lo único que he hecho es desquitarme. ¿Por qué has de castigarme por eso? ¡Un hombre adulto debería saber que no está bien!
Desde el punto de vista de Jōtarō, sólo había protegido su honor, arriesgando su vida al hacerlo, pues una herida visible era una gran deshonra para un samurái. A fin de defender su orgullo, no tenía más alternativa que matar al perro. Con toda probabilidad había esperado que le alabaran por su valerosa conducta. Defendió su postura, decidido a no retroceder.
—¡Cierra tu insolente boca! —gritó el cuidador del perro—. No me importa que seas hijo único. Eres lo bastante mayor para conocer la diferencia entre un perro y un ser humano. Qué idea tan absurda… ¡Vengarse de un animal que no razona!
Cogió a Jōtarō por el cuello, miró a la multitud en busca de aprobación y declaró que tenía el deber de castigar al asesino del perro. La multitud asintió en silencio. Los cuatro hombres que hasta hacía unos momentos habían estado agasajando a Musashi parecían afligidos pero no decían nada.
—¡Ladra, chico! ¡Ladra como un perro! —gritó el cuidador.
Hizo dar varias vueltas a Jōtarō, cogido del cuello, y con una expresión cruel en los ojos lo derribó al suelo. Agarró un palo de roble y lo alzó por encima de su cabeza, dispuesto a golpear.
—Has matado al perro, pequeño rufián. ¡Ahora te toca el turno! ¡Levántate para que pueda matarte! ¡Ladra! ¡Muérdeme!
Apretando los dientes con fuerza y apoyándose en un brazo, Jōtarō se puso en pie, blandiendo la espada de madera. Sus facciones no habían perdido aquella cualidad de duendecillo, pero la expresión de su rostro no tenía nada de infantil, y el aullido que salió de su garganta era pavorosamente salvaje.
Cuando un adulto se enfada, a menudo lo lamenta después, pero cuando despierta la cólera de un niño ni siquiera la madre que lo trajo al mundo puede aplacarle.
—¡Mátame! —gritó—. ¡Vamos, mátame!
—¡Muere entonces! —replicó el enfurecido cuidador, y descargó el palo.
El golpe podría haber matado al muchacho de haberle tocado, pero no lo hizo. Un agudo chasquido reverberó en los oídos de los espectadores, y la espada de madera de Jōtarō voló por el aire. Sin pensar en lo que hacía, había parado el golpe del samurái.
Desarmado, cerró los ojos y se lanzó ciegamente contra el vientre de su enemigo, aferrándose al obi del hombre con los dientes. Luchando por su vida, arañaba la entrepierna del cuidador, mientras éste cortaba inútilmente el aire con el palo.
Musashi había permanecido en silencio, cruzado de brazos y con semblante inexpresivo, pero entonces apareció otro bastón de roble. Un segundo hombre había saltado al redondel y estaba a punto de atacar a Jōtarō por detrás. Musashi entró en acción. Bajó los brazos y en un instante se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar al espacio abierto en el centro.
—¡Cobarde! —gritó al segundo hombre.
Un palo de roble y dos piernas describieron un arco en el aire y aterrizaron a cuatro varas de distancia.
—¡Y ahora voy a por ti, diablillo! —gritó Musashi. Aferrando el obi de Jōtarō con ambas manos, alzó al muchacho por encima de su cabeza y lo mantuvo ahí. Entonces se volvió al cuidador, que estaba recogiendo su palo, y le dijo—: He estado observando esto desde el principio y creo que estás actuando mal. Este chico es mi servidor, y si tienes algo que objetar contra él, también deberías tenerlo contra mí.
—Muy bien, así lo haremos —dijo con vehemencia el cuidador—. ¡Os pondremos objeciones a los dos!
—¡Magnífico! Os desafiaremos juntos. ¡Toma, ahí va el chico!
Lanzó a Jōtarō contra el hombre. La multitud ahogó un grito de sorpresa y retrocedió. ¿Acaso aquel hombre estaba loco? Utilizar a un ser humano como arma arrojadiza contra otro ser humano era algo inaudito.
El cuidador del perro vio incrédulo que Jōtarō volaba y chocaba contra su pecho. El hombre cayó hacia atrás, como si hubieran retirado de pronto un apoyo que le sostenía. Era difícil saber si se había golpeado la cabeza contra una piedra o se había roto las costillas. Golpeó el suelo con un aullido y empezó a vomitar sangre. Jōtarō rebotó del pecho de aquel hombre, dio una voltereta en el aire y rodó como una bola hasta un lugar a veinte o treinta pies de distancia.
—¿Habéis visto eso? —gritó un hombre.
—¿Quién es este rōnin loco?
La riña ya no concernía sólo al perro del cuidador, y los demás samuráis empezaron a insultar a Musashi. La mayoría de ellos desconocían que éste era un invitado, y varios sugirieron que le mataran allí mismo.
—¡Escuchadme todos! —gritó Musashi.
Le miraron fijamente, mientras él recogía la espada de madera de Jōtarō y se enfrentaba a ellos mirándoles con un ceño aterrador.
—El delito del niño es el delito de su maestro y los dos estamos dispuestos a pagar por ello. Pero primero permitidme que os diga esto: no tenemos intención de permitir que nos matéis como perros. Estamos dispuestos a desafiaros.
¡En vez de reconocer el delito y aceptar su castigo, los estaba desafiando! Si en aquel momento Musashi hubiera pedido disculpas por lo que había hecho Jōtarō y hablado en su defensa, si hubiera hecho siquiera el más ligero intento de suavizar los sentimientos encrespados de los samuráis de Yagyū, el incidente podría haber quedado solventado discretamente. Pero la actitud de Musashi lo impedía. Parecía empeñado en crear un disturbio todavía mayor.
Shōda, Kimura, Debuchi y Murata le miraban con el ceño fruncido, preguntándose de nuevo a qué clase de ejemplar anormal habían invitado al castillo. Deplorando su falta de juicio, rodearon gradualmente a la multitud sin dejar de vigilarle.
La gente había estado furiosa de entrada, y el desafío de Musashi exacerbó su cólera.
—¡Escuchadle! ¡Es un forajido!
—¡Es un espía! ¡Atadle!
—¡No, ensartadle!
—¡Que no escape!
Por un momento pareció como si Musashi y Jōtarō, que volvía a estar a su lado, estuvieran a punto de ser engullidos por un par de espadas, pero entonces una voz autoritaria gritó:
—¡Esperad!
Era Kizaemon, el cual, junto con Debuchi y Murata, trataba de mantener a la multitud a raya.
—Este hombre parece haber planeado todo esto —dijo Kizaemon—. Si os dejáis tentar por él y os mata o hiere, tendremos que dar cuenta de ello a su señoría. El perro era importante, pero no tanto como la vida humana. Nosotros cuatro asumiremos toda la responsabilidad. Podéis tener la seguridad de que no sufriréis perjuicio alguno por nada de lo que hagamos. Ahora sosegaos y volved a casa.
Con cierta renuencia, la multitud se dispersó, dejando a los cuatro hombres que habían agasajado a Musashi en el Shin'indō. Ya no eran un huésped y sus anfitriones, sino un forajido enfrentado a sus jueces.
—Lamento informarte que tu plan ha fracasado, Musashi —dijo Kizaemon—. Supongo que alguien te envió para que espiaras el castillo de Koyagyū o causaras disturbios, pero me temo que no os ha salido bien.
A medida que avanzaban hacia él, Musashi era plenamente consciente de que no había uno solo de ellos que no fuese experto en el manejo de la espada. Permaneció inmóvil, la mano sobre el hombro de Jōtarō. Estaba rodeado y no podría escapar aunque tuviera alas.
—¡Musashi! —gritó Debuchi, sacando un poco la espada de su vaina—. Has fracasado. Lo apropiado en este caso es que te suicides. Puede que seas un canalla, pero has mostrado una gran valentía al venir a este castillo con sólo este chico por compañía. Hemos pasado una agradable velada. Ahora esperaremos a que estés preparado para hacerte el harakiri. ¡Cuando estés listo, podrás demostrar que eres un verdadero samurái!
Ésa sería la solución ideal, pues no habían consultado con Sekishūsai, y si Musashi moría ahora el asunto podría ser enterrado junto con su cuerpo.
Musashi tenía otras ideas.
—¿Creéis que he de matarme? ¡Eso es absurdo! No tengo ninguna intención de morir en mucho tiempo. —Soltó una risotada que le sacudió los hombros.
—Muy bien —dijo Debuchi. Su tono era sereno, pero el significado de sus palabras claro como el cristal—. Hemos procurado tratarte decentemente, pero no has hecho más que aprovecharte de nosotros…
—¡No es necesario seguir hablando! —le interrumpió Kimura, el cual se colocó detrás de Musashi y le empujó—. ¡Camina! —le ordenó.
—¿Caminar? ¿Adonde?
—A las celdas.
Musashi asintió y echó a andar, pero en la dirección elegida por él, hacia el torreón del castillo.
—¿Adonde crees que vas? —gritó Kimura, saltando delante de Musashi y extendiendo los brazos para impedirle el paso—. Por aquí no se va a las celdas. ¡Están detrás de ti, así que date la vuelta y sigue andando!
—¡No! —gritó Musashi.
Miró a Jōtarō, que continuaba a su lado, y le dijo que se sentara debajo de un pino del jardín, delante del torreón. El terreno alrededor del pino estaba cubierto de arena cuidadosamente rastrillada.
Jōtarō salió corriendo de debajo de la manga de Musashi y se escondió detrás del árbol, intrigado por lo que haría su maestro a continuación. Volvió a su mente el recuerdo de la valentía de Musashi en la planicie de Hannya, y se sintió henchido de orgullo.
Kizaemon y Debuchi tomaron posiciones a cada lado de Musashi e intentaron hacerle retroceder tirándole de los brazos. Musashi no se movió de donde estaba.
—¡Vamos!
—No voy.
—¿Pretendes oponer resistencia?
—¡Así es!
Kimura perdió la paciencia y empezó a desenvainar la espada, pero Kizaemon y Debuchi, mucho más veteranos que él, le ordenaron que se mantuviera a distancia.
—¿Qué te ocurre? ¿Adonde crees que vas?
—Me propongo ver a Yagyū Sekishūsai.
—¿Cómo dices?
No les había pasado por la mente la posibilidad de que aquel joven loco hubiera pensado en algo tan ridículo.
—¿Y qué harías si le vieras? —le preguntó Kizaemon.
—Soy joven, estoy estudiando las artes marciales y uno de los objetivos de mi vida es recibir una lección del maestro del estilo Yagyū.
—Si es eso lo que querías, ¿por qué no lo solicitaste?
—¿No es cierto que Sekishūsai nunca recibe a nadie y jamás da lecciones a los estudiantes de guerrero?
—En efecto.
—En ese caso, ¿qué otra cosa puedo hacer si no es desafiarle? Por supuesto, comprendo que, aun cuando lo haga, probablemente él se negará a abandonar su retiro, y por eso desafío en combate a todo este castillo.
—¿Un combate? —corearon los cuatro.
Con los brazos todavía sujetos por Kizaemon y Debuchi, Musashi alzó la vista al cielo. Se oyó un sonido aleteante, el de un águila que volaba hacia ellos desde la negrura que envolvía al monte Kasagi. Como un sudario gigantesco, la silueta del ave ocultó las estrellas antes de deslizarse ruidosamente y posarse en el tejado del almacén de arroz.
La palabra «combate» les pareció tan melodramática a los cuatro samuráis que les hizo reír, mas para Musashi apenas expresaba su concepto de lo que estaba por venir. No se refería a un encuentro de esgrima cuyo resultado dependería tan sólo de la habilidad técnica. Quería una guerra total, en la que los combatientes concentraran todo su espíritu y su capacidad, y en la que se decidirían sus destinos. Una batalla entre dos ejércitos podría ser diferente en la forma, pero en esencia era lo mismo. Se trataba de algo sencillo: una batalla entre un hombre y un castillo. La fuerza de voluntad de Musashi se manifestaba en la firmeza con que hincaba ahora los talones en el suelo. Esa férrea determinación fue lo que hizo que la palabra «combate» aflorase con naturalidad a sus labios.
Los cuatro hombres le escrutaron el rostro, preguntándose de nuevo si le quedaba un ápice de cordura.
Kimura aceptó el desafío. Lanzó al aire sus sandalias de paja, se arremangó el hakama y dijo:
—¡Muy bien! ¡Nada mejor que un combate! No puedo ofrecerte tambores de ondulante sonido ni gongs estruendosos, pero sí una pelea. Shōda, Debuchi, traedle aquí. —Kimura había sido el primero en sugerir que debían castigar a Musashi, pero se había contenido, procurando ser paciente. Ahora estaba harto—. ¡Adelante! —instó a sus compañeros—. ¡Dejádmelo a mí!
Kizaemon y Debuchi empujaron a Musashi hacia adelante exactamente al mismo tiempo. Avanzó a trompicones cuatro o cinco pasos, en dirección a Kimura. Éste retrocedió un paso, alzó el codo por encima de su cara y, aspirando hondo, descargó rápidamente su espada hacia la forma tambaleante de Musashi. Se oyó un curioso ruido crujiente cuando la espada cortó el aire.
Al mismo tiempo se oyó un grito… No era Musashi sino Jōtarō, que había abandonado su posición detrás del pino. El puñado de tierra que había arrojado era el motivo del extraño ruido.
Musashi había comprendido que Kimura estaría juzgando la distancia a fin de golpear con eficacia, y por ello había aumentado a propósito de velocidad de sus pasos tambaleantes. Por eso cuando Kimura golpeó, Musashi se encontraba mucho más cerca de su contrario de lo que éste había previsto, y la espada no tocó más que aire y arena.
Ambos hombres saltaron atrás rápidamente, separándose tres o cuatro pasos, y permanecieron allí, mirándose amenazantes en la quietud llena de tensión.
—Esto va a ser algo digno de verse —dijo Kizaemon en voz baja.
Aunque Debuchi y Murata estaban al margen del combate, tomaron nuevas posiciones y adoptaron posturas defensivas. Por lo que habían visto hasta entonces, no se hacían ilusiones con respecto a la competencia de Musashi como luchador. Su evasión y recuperación ya les había convencido de que era un contrincante apropiado para Kimura.
Kimura tenía colocada la espada algo más abajo del pecho, y permanecía inmóvil. Musashi, también inmóvil, tenía una mano en la empuñadura de su espada, el hombro derecho adelantado y el codo alto. Sus ojos eran dos piedras blancas y pulidas en su rostro ensombrecido.
Durante un rato el combate fue sólo de nervios, pero antes de que cualquiera de los hombres se moviese, la oscuridad que rodeaba a Kimura pareció oscilar, cambiar de una manera indefinible. Pronto resultó evidente que respiraba con más rapidez y agitación que Musashi.
Debuchi emitió un leve gruñido, apenas audible. Ahora sabía que lo que se había iniciado como un asunto relativamente trivial iba a terminar en una catástrofe. Estaba seguro de que Kizaemon y Murata lo entendían tan bien como él. No iba a ser fácil poner fin a aquello.
El resultado de la lucha entre Musashi y Kimura estaba decidido, a menos que se tomaran medidas extraordinarias. Como los tres eran reacios a hacer nada que pudiera interpretarse como cobardía, se vieron obligados a actuar para evitar el desastre. La mejor solución sería librarse de aquel intruso desconocido y desequilibrado de la manera más expeditiva que fuese posible, sin que ellos mismos sufrieran innecesarias heridas. No fue preciso ningún intercambio de palabras. Se comunicaron a la perfección con los ojos.
Actuando al unísono, los tres se aproximaron a Musashi. Al mismo tiempo, la espada de éste cortó el aire con la vibración de una cuerda de arco, y un grito atronador llenó el espacio vacío. El grito de batalla no procedía solamente de su boca, sino de todo su cuerpo, el súbito sonido de una campana de templo que resonaba en todas direcciones. Sus contrarios, colocados a cada lado de él, emitieron un gorgoteo siseante.
Musashi se sentía vibrantemente vivo. Su sangre parecía a punto de brotar por cada poro, pero su cabeza se mantenía fría como el hielo. ¿Era aquél el loto llameante del que hablaban los budistas? ¿El calor extremo se equipara al frío extremo, era la síntesis de la llama y el agua?
No hubo más arena lanzada a través del aire. Jōtarō había desaparecido. Desde la cumbre del monte Kasagi llegaban ráfagas de viento. Las espadas blandidas con fuerza tenían una luminiscencia amenazante.
Aunque eran uno contra cuatro, Musashi no se sentía en gran desventaja. Era consciente del abultamiento de sus venas.
En esas ocasiones se dice que arraiga en la mente la idea de morir, pero por la mente de Musashi no pasaba el pensamiento de la muerte, aunque no estuviera seguro de que sería capaz de ganar.
El viento parecía soplar a través de su cabeza, enfriándole el cerebro y aclarando su visión, aunque su cuerpo estaba cada vez más húmedo y las gotas de aceitoso sudor brillaban en su frente.
Oyó un leve crujido. Como las antenas de un escarabajo, la espada de Musashi le dijo que el hombre situado a su izquierda había movido el pie una o dos pulgadas. Efectuó la corrección necesaria en la posición de su arma, y el enemigo, también perceptivo, no hizo ningún movimiento más de ataque. Los cinco formaban un cuadro vivo aparentemente estático.
Musashi era consciente de que cuanto más se prolongara aquella situación, menos ventajosa sería para él. Le habría gustado tener a sus contrarios no a su alrededor sino extendidos en línea recta, para atacarlos uno tras otro, pero no se estaba enfrentando a unos aficionados. Lo cierto era que hasta que uno de ellos no se hubiera movido espontáneamente, Musashi no podría efectuar ningún movimiento. Lo único que podía hacer era esperar y confiar en que finalmente uno de ellos diera un momentáneo paso en falso, brindándole una oportunidad.
Poco tranquilizaba a sus adversarios su superioridad numérica, pues sabían que a la más ligera señal de una actitud relajada por parte de cualquiera de ellos, Musashi atacaría. Comprendían que aquél era un hombre de una clase con la que no se encontraban ordinariamente en este mundo.
Ni siquiera Kizaemon podía hacer movimiento alguno. «¡Qué hombre tan extraño!», se decía para sus adentros.
Espadas, hombres, tierra, cielo…, todo parecía haberse paralizado. Pero entonces se oyó en aquella inmovilidad un sonido del todo inesperado, el sonido de una flauta acarreado por el viento.
Cuando la melodía llegó a oídos de Musashi, éste se olvidó de sí mismo, se olvidó del enemigo, se olvidó de la vida y la muerte. En lo más profundo de su mente conocía aquel sonido, pues era el que le había atraído y hecho salir de su escondrijo en el monte Takateru…, el sonido que le había puesto en manos de Takuan. Aquélla era la flauta de Otsū, y quien la tocaba no era otra que ella.
Se sintió desfallecer internamente. En el exterior el cambio fue apenas perceptible, pero suficiente. Lanzando un grito de batalla que le salió de las entrañas, Kimura se abalanzó y el brazo que sostenía la espada pareció alargarse seis o siete pies.
Los músculos de Musashi se tensaron, y la sangre pareció correr turbulenta por sus venas, precipitándose hacia la hemorragia. Estaba seguro de que la espada de su contrario le había alcanzado. La manga izquierda estaba desgarrada desde el hombro a la muñeca, y la súbita aparición del brazo desnudo le hizo creer que su carne había sido abierta.
Por una vez le abandonó el dominio de sí mismo y gritó el nombre del dios de la guerra. Dio un salto, se volvió de súbito y vio que Kimura se tambaleaba hacia el lugar donde él mismo había estado.
—¡Musashi! —gritó Debuchi Magobei.
—¡Hablas mejor que luchas! —le provocó Murata, al tiempo que, con Kizaemon, se disponía a interceptar a Musashi.
Pero Musashi dio una tremenda patada en el suelo y saltó lo bastante alto para rozar las ramas inferiores de los pinos. Entonces saltó una y otra vez y se alejó raudamente en la oscuridad, sin mirar una sola vez atrás.
—¡Cobarde!
—¡Musashi!
—¡Lucha como un hombre!
Cuando Musashi llegó al borde del foso interior del castillo, se oyó un crujido de ramas y luego el silencio. El único sonido era la dulce melodía de la flauta a lo lejos.