La dignidad del anciano había ido en aumento con el paso de los años, hasta que ahora a lo que más se parecía era a una grulla majestuosa, mientras que al mismo tiempo conservaba el aspecto y las maneras de un samurái cultivado. Tenía los dientes sanos y una mirada de extraordinaria agudeza. «Viviré hasta los cien», aseguraba con frecuencia a todo el mundo.
Sekishūsai estaba convencido de que así sería.
—La familia Yagyū siempre ha sido longeva —le gustaba observar—. Los que murieron a los veinte y treinta años cayeron en combate. Todos los demás vivieron hasta mucho más allá de los sesenta.
Entre las innumerables guerras en las que él mismo había participado figuraban varias importantes, entre ellas la revuelta de los Miyoshi y las batallas que señalaban el ascenso y caída de las familias Matsunaga y Oda.
Incluso aunque Sekishūsai no hubiera nacido en semejante familia, su modo de vida, y sobre todo su actitud cuando llegó a la vejez, daban motivos para creer que llegaría en efecto a los cien años. A los cuarenta y siete, y por razones personales, decidió dejar de guerrear. Desde entonces nada había alterado esta resolución. Había hecho oídos sordos a los ruegos del shōgun Ashikaga Yoshiaki, así como a las repetidas solicitudes por parte de Nobunaga y Hideyoshi para que se uniera a sus fuerzas. Aunque casi vivía a la sombra de Kyoto y Osaka, se negaba a enredarse en las frecuentes batallas de esos centros de poder e intriga y prefería permanecer en Yagyū, como un oso en una cueva, y atender a su finca de quince mil fanegas de tal manera que pudiera transmitirla a sus descendientes en buenas condiciones. Cierta vez observó:
—He hecho bien en conservar esta finca. En esta época incierta, cuando los dirigentes se levantan hoy y caen mañana, resulta casi increíble que este pequeño castillo haya logrado sobrevivir intacto.
Esto no era ninguna exageración. De haber apoyado a Yoshiaki, habría caído víctima de Nobunaga, y si hubiera apoyado a Nobunaga muy posiblemente se habría indispuesto con Hideyoshi. Si hubiera aceptado los factores políticos de Hideyoshi, habría sido desposeído por Ieyasu después de la batalla de Sekigahara.
La perspicacia, que la gente admiraba en él, era uno de los factores, mas para sobrevivir en unos tiempos tan turbulentos Sekishūsai debía poseer una fortaleza interior de la que carecían los samuráis ordinarios de la época, los cuales tenían una notable tendencia a ponerse un día al lado de un hombre y abandonarle descaradamente al siguiente, en busca de sus propios intereses, sin dedicar un solo pensamiento al decoro o la integridad, e incluso mataban sin escrúpulos a sus mismos familiares si obstaculizaban sus ambiciones personales.
«Soy incapaz de hacer esa clase de cosas», se limitaba a decir Sekishūsai. Y decía la verdad. Sin embargo, no había renunciado al arte de la guerra. En el lugar de honor de su sala de estar colgaba un pergamino con un poema compuesto por él mismo, que decía:
No poseo ningún método inteligente
para tener éxito en la vida.
Tan sólo confío
en el arte de la guerra.
Es mi refugio definitivo.
Cuando Ieyasu le invitó a visitar Kyoto, Sekishūsai se vio obligado a aceptar y puso fin a décadas de serena reclusión para efectuar su primera visita a la corte del shōgun. Llevó consigo a su quinto hijo, Munenori, que tenía veinticuatro años, y a su nieto Hyōgo, que por entonces sólo contaba dieciséis. Ieyasu no sólo confirmó al anciano y venerable guerrero en sus tenencias de tierras, sino que le pidió que fuese tutor de artes marciales para la casa de Tokugawa. Sekishūsai declinó el honor aduciendo su edad y solicitó que Munenori fuese nombrado en su lugar, cosa que obtuvo la aprobación de Ieyasu.
En opinión de Sekishūsai, el arte de la guerra era, desde luego, un medio para gobernar a la gente, pero era también un medio para controlar el yo. Esto lo había aprendido del señor Kōizumi, de quien le gustaba decir que era la deidad protectora de la familia Yagyū. El certificado que el señor Kōizumi le dio para demostrar su dominio del estilo de esgrima Shinkage estaba siempre en un estante de la habitación de Sekishūsai, junto con un manual en cuatro volúmenes de técnicas militares que le regaló su señoría. En los aniversarios de la muerte del señor Kōizumi, Sekishūsai nunca descuidaba colocar una ofrenda de alimentos junto a esas preciadas posesiones.
Además de unas descripciones de las técnicas de la espada oculta propias del estilo Shinkage, el manual contenía ilustraciones realizadas por la mano del señor Kōizumi. Incluso en su retiro, a Sekishūsai le complacía abrir los rollos y examinar su contenido. Constantemente le sorprendía descubrir de nuevo la habilidad con que su maestro había empuñado el pincel. Las ilustraciones mostraban gentes luchando y batiéndose a espada en todas las posiciones y posturas concebibles. Cuando Sekishūsai las contemplaba, tenía la sensación de que los espadachines estaban a punto de bajar del cielo para reunirse con él en su casita de montaña.
El señor Kōizumi llegó por primera vez al castillo de Koyagyū cuando Sekishūsai tenía treinta y siete o treinta y ocho años y aún estaba rebosante de ambición militar. Su señoría, acompañado de dos sobrinos, Hikida Bungorō y Suzuki Ihaku, estaba recorriendo el país en busca de expertos en las artes marciales, y un día llegó al Hōzōin. Era la época en que In'ei visitaba a menudo el castillo de Koyagyū, e In'ei habló a Sekishūsai acerca del visitante. Ése fue el comienzo de su relación.
Sekishūsai y Kōizumi realizaron encuentros de esgrima durante tres días seguidos. En el primer asalto, Kōizumi anunció dónde atacaría, y entonces llevó a cabo el encuentro exactamente como había dicho.
Lo mismo sucedió el segundo día, y Sekishūsai, herido en su orgullo, se concentró en idear un nuevo enfoque para el tercer día.
Al ver su nueva postura, Kōizumi se limitó a decirle:
—Eso será inútil. Si lo haces, yo haré esto.
Y, sin más, atacó y derrotó a Sekishūsai por tercera vez. A partir de entonces, Sekishūsai abandonó el enfoque egoísta de la esgrima. Como más adelante recordaría, en aquella ocasión tuvo por primera vez un atisbo del verdadero arte de la guerra.
Atendiendo a las vehementes instancias de Sekishūsai, el señor Kōizumi permaneció seis meses en Koyagyū, y durante ese tiempo Sekishūsai estudió con la resuelta dedicación de un neófito. Cuando por fin se separaron, el señor Kōizumi le dijo:
—Mi método de esgrima es todavía imperfecto. Tú eres joven y deberías tratar de llevarlo a la perfección. —Entonces le propuso un acertijo Zen—: ¿Qué es la lucha a espada sin una espada?
Durante años, Sekishūsai reflexionó en esa adivinanza, considerándola desde todos los ángulos, y finalmente obtuvo una respuesta que le satisfizo. Cuando el señor Kōizumi le visitó de nuevo, la mirada de Sekishūsai al saludarle era clara y serena, y le sugirió que tuvieran un encuentro. Su señoría le escrutó durante un momento y le dijo:
—No, sería inútil. ¡Has descubierto la verdad!
Entonces entregó a Sekishūsai el certificado y el manual en cuatro volúmenes, y de esta manera nació el estilo de esgrima Yagyū, el cual, a su vez, originó la apacible manera de vivir de Sekishūsai en su vejez.
Que Sekishūsai viviera en una casa de montaña se debía a que ya no le gustaba el imponente castillo con su complicado boato. A pesar de su amor casi taoísta por la vida retirada, le agradaba tener la compañía de la muchacha que le trajo Shōda Kizaemon para que le entretuviera tocando la flauta, pues era solícita, cortés y nunca molestaba. No sólo su música le agradaba mucho, sino que también ponía un toque de juventud y feminidad en la casa. De vez en cuando la muchacha hablaba de marcharse, pero él siempre le pedía que se quedase un poco más.
Mientras daba los toques finales a la única peonía que estaba disponiendo en un florero de Iga, Sekishūsai preguntó a Otsū:
—¿Qué te parece? ¿Está vivo mi arreglo floral?
La muchacha, que estaba detrás de él, replicó:
—Debéis de haber estudiado intensamente las técnicas de arreglo floral.
—En absoluto. No soy un noble de Kyoto y nunca he estudiado con maestros ni el arreglo floral ni la ceremonia del té.
—Pues parece como si lo hubierais hecho.
—Uso con las flores el mismo método que uso con la espada.
Otsū pareció sorprendida.
—¿De veras podéis arreglar las flores de la misma manera que usáis la espada?
—Sí. Verás, todo es cuestión de espíritu. Las reglas no me sirven para nada…, torcer las flores con las yemas de los dedos o ahogarlas por el cuello. Lo que importa es tener el espíritu apropiado, ser capaz de hacer que parezcan vivas, tal como eran cuando fueron cortadas. ¡Mira esto! Mi flor no está muerta.
Otsū tenía la sensación de que aquel anciano austero le había enseñado muchas cosas que necesitaba conocer, y puesto que todo había comenzado con un encuentro casual en la carretera, se consideraba muy afortunada. «Te enseñaré la ceremonia del té», le decía él, o: «¿Compones poemas japoneses? Si lo haces, enséñame algo sobre el estilo elegante. El Man'yōshū[2] está mu y bien, pero al vivir aquí, en este lugar retirado, preferiría escuchar poemas sencillos sobre la naturaleza».
A cambio, ella hacía por él pequeñas cosas en las que nadie más pensaba. Por ejemplo, el anciano estuvo encantado cuando Otsū le confeccionó un gorrito de paño como el que usaban los maestros de la ceremonia del té. Ahora se lo ponía muy a menudo, y lo apreciaba como si no hubiera nada más elegante en ninguna parte. También su manera de tocar la flauta le satisfacía inmensamente, y en las noches de luna llena, el sonido de inolvidable belleza de la flauta solía llegar muy lejos, incluso hasta el castillo.
Mientras Sekishūsai y Otsū conversaban sobre el arreglo floral, Kizaemon llegó discretamente a la entrada de la casa de montaña y llamó a Otsū. Ésta salió y le invitó a pasar, pero él titubeó.
—¿Harás saber a su señoría que acabo de regresar de mi misión? —le preguntó.
Otsū se rio.
—Debería ser al revés, ¿no crees?
—¿Por qué?
—Tú eres aquí el servidor principal y yo sólo una forastera invitada para tocar la flauta. Eres mucho más íntimo de él que yo. ¿No deberías verle directamente en vez de transmitirle el mensaje a través de mí?
—Supongo que tienes razón, pero aquí, en la casita de su señoría, eres especial. En cualquier caso, te ruego que le des el mensaje.
También Kizaemon estaba satisfecho por el giro que habían dado las cosas: Otsū era una persona que gustaba muchísimo a su maestro y señor.
La muchacha regresó de inmediato para decir a Kizaemon que Sekishūsai deseaba que entrara. El anciano estaba en la sala del té, tocado con el gorro de paño que Otsū le había hecho.
—¿Ya has vuelto? —le preguntó Sekishūsai.
—Sí. Les visité y entregué la carta y la fruta, siguiendo vuestras instrucciones.
—¿Se han ido?
—No. Apenas había regresado aquí, cuando llegó un mensajero desde la posada con una carta. Decía que, puesto que habían venido a Yagyū, no querían marcharse sin ver el dōjō. Si es posible, les gustaría venir mañana. También han dicho que quisieran verte y presentarte sus respetos.
—¡Patanes insolentes! ¿Por qué han de ser tan molestos? —Sekishūsai parecía irritado en extremo—. ¿Les has explicado que Munenori está en Edo, Hyōgo en Kumamoto y que no hay nadie más disponible?
—Así es.
—Desprecio a esa clase de gente. Incluso después de haberles enviado un mensaje diciéndoles que no puedo verles, intentan presentarse aquí.
—No sé que…
—Parece ser que los hijos de Yoshioka son tan incompetentes como dicen de ellos.
—El que está en la Wataya es Denshichirō. No me ha impresionado.
—Me sorprendería que lo hubiera hecho. Su padre fue un hombre de considerable carácter. Cuando fui a Kyoto con el señor Kōizumi, le vimos dos o tres veces y tomamos sake juntos. Desde entonces la casa ha ido cuesta abajo. El joven parece creer que ser hijo de Kempō le da derecho a entrar aquí, y por eso insiste en su desafío. Pero desde nuestro punto de vista, no tiene sentido aceptar el desafío y luego enviarle a su casa derrotado.
—Ese Denshichirō da la impresión de tener mucha confianza en sí mismo. Si tanto desea venir, tal vez yo mismo podría aceptar el reto.
—No, de ninguna manera. Esos hijos de gente famosa suelen tener una elevada opinión de sí mismos y, además, tienden a tergiversar las cosas en su propio beneficio. Si le derrotaras, puedes estar seguro de que trataría de destruir nuestra reputación en Kyoto. Personalmente no me importa, pero no quiero cargar a Munenori o Hyōgo con una cosa así.
—¿Qué podemos hacer entonces?
—Lo mejor sería apaciguarle de alguna manera, hacerle creer que se le trata como debe ser tratado el hijo de una gran casa. Tal vez ha sido un error enviar a un hombre a verle. —El anciano miró a Otsū y añadió—: Creo que una mujer sería mejor. Probablemente Otsū es la persona adecuada.
—De acuerdo —dijo ella—. ¿Quieres que vaya ahora?
—No, no hay prisa. Puedes ir mañana por la mañana.
Sekishūsai escribió una carta sencilla, con el estilo propio de un maestro de la ceremonia del té, y se la entregó a Otsū junto con una peonía como la que había colocado en el florero.
—Dale esto y dile que vas en mi nombre porque estoy resfriado. Veremos cuál es su respuesta.
A la mañana siguiente, Otsū se puso un largo velo sobre la cabeza. Aunque los velos ya no estaban de moda en Kyoto, ni siquiera entre las clases altas, las mujeres de clase alta y media en las provincias todavía los apreciaban.
En el establo, que se encontraba en el exterior del castillo, pidió que le dejaran un caballo.
El encargado del establo, que lo estaba limpiando, le preguntó si iba a alguna parte.
—Sí, he de ir a la Wataya con un recado de su señoría.
—¿Quieres que te acompañe?
—No es necesario.
—¿Estarás segura?
—Naturalmente. Me gustan los caballos. Los que montaba en Mimasaka eran casi salvajes.
Al cabalgar, el viento hacía flotar tras ella el velo marrón-rojizo. Montaba bien, sujetando la carta y la peonía, que empezaba a perder ligeramente su frescura, en una mano y manejando diestramente al caballo con la otra. Los agricultores y braceros que se encontraban en los campos la saludaban, pues en el breve tiempo que llevaba allí ya estaba familiarizada con las gentes del lugar, cuyas relaciones con Sekishūsai eran mucho más amistosas de lo que era habitual entre señor y campesinos. Todos sabían que una hermosa joven había llegado para distraer a su señor tocando la flauta, y la admiración y respeto que sentían por él se extendió a Otsū.
Llegó a la Wataya, desmontó y ató su caballo a un árbol del jardín.
—¡Bienvenida! —le dijo Kocha, que salió a recibirla—. ¿Te quedas a pasar la noche?
—No, sólo vengo del castillo de Koyagyū con un mensaje para Yoshioka Denshichirō. Aún está aquí, ¿verdad?
—Aguarda un momento, por favor.
Durante el breve tiempo que Kocha estuvo ausente, Otsū creó cierta expectación entre los ruidosos viajeros que se estaban poniendo polainas y sandalias y se ataban el equipaje a la espalda.
—¿Quién es? —preguntó uno.
—¿A quién creéis que ha venido a ver?
La belleza de Otsū, su airosa elegancia difícil de encontrar en el campo, hizo que los huéspedes a punto de marcharse susurraran y la mirasen hasta que ella siguió a Kocha y la perdieron de vista.
Denshichirō y sus compañeros, que habían bebido hasta muy tarde la noche anterior, acababan de levantarse. Cuando les dijeron que había llegado un mensajero del castillo, supusieron que sería el mismo hombre que se había presentado el día anterior. Al ver a Otsū con su peonía blanca se llevaron una sorpresa.
—¡Perdona el estado de la habitación, por favor! ¡Es un desastre!
Tras deshacerse en disculpas, enderezaron sus kimonos y se sentaron sobre sus talones de una manera formal y un poco rígida.
—Entra, entra, por favor.
—Me envía el señor del castillo de Koyagyū —se limitó a decir Otsū, depositando la carta y la peonía ante Denshichirō—. ¿Serías tan amable de leer la carta ahora?
—Ah, sí…, ¿ésta es la carta? Sí, la leeré.
Abrió el rollo, que no tenía más de un pie de longitud. La carta estaba escrita en tinta tenue, sugeridora del aroma ligero del té, y decía: «Perdóname por enviarte mis saludos en una carta en vez de recibirte en persona, pero por desgracia tengo un ligero resfriado. Creo que una peonía blanca y pura te proporcionará más placer que la nariz goteante de un viejo. Te envío la flor por medio de una flor, con la esperanza de que aceptes mis disculpas. Mi viejo cuerpo descansa al margen del mundo cotidiano, y no podría mostrarte mi rostro sin vacilación. Por favor, sonríe piadosamente a un anciano».
Denshichirō hizo una mueca despectiva y enrolló la carta.
—¿Es eso todo? —preguntó.
—No, también ha dicho que, aunque le gustaría tomar una taza de té contigo, vacila en invitarte a su casa, porque allí no hay más que guerreros que ignoran las sutilezas de la ceremonia del té. Como Munenori está lejos, en Edo, cree que el servicio del té sería tan rudo que haría reír a personas procedentes de la capital imperial. Me ha encargado que te pida perdón y te diga que confía en verte en alguna ocasión futura.
—¡Ja, ja! —replicó Denshichirō, con una expresión de suspicacia en el semblante—. Si te entiendo correctamente, Sekishūsai cree que nos ilusiona contemplar las sutilezas de la ceremonia del té. A decir verdad, puesto que somos de familias samuráis, no sabemos nada del té. Teníamos la intención de preguntar personalmente a Sekishūsai por su salud y persuadirle para que nos diera una lección de esgrima.
—Por supuesto, él lo comprende perfectamente, pero está pasando su vejez en retiro y tiene la costumbre de expresar muchos de sus pensamientos por medio de la ceremonia del té.
—Bien, no nos ha dejado más opción que abandonar nuestro propósito —dijo Denshichirō sin disimular su disgusto—. Ten la bondad de decirle que, si volvemos otra vez, nos gustaría verle.
Dicho esto, devolvió la peonía a Otsū.
—¿No te gusta? Mi señor ha creído que podría alegrarte en el camino. Dijo que podrías colgarla en el ángulo de tu palanquín o, si viajas a caballo, colocarla en la silla.
—¿Pretendía que fuese un recuerdo? —Denshichirō bajó los ojos como si se sintiera insultado y añadió en tono desabrido—: ¡Esto es ridículo! ¡Puedes decirle que tenemos nuestras propias peonías en Kyoto!
Otsū se dijo que, si eso era lo que aquél sentía, sería inútil insistir para que se quedase con el regalo. Prometió que transmitiría su mensaje y se despidió con tanta delicadeza como si quitara el vendaje de una lesión abierta. Sus anfitriones, de mal humor, apenas respondieron a su despedida.
Una vez en el pasillo, Otsū se rio para sus adentros, mirando el reluciente suelo negro que conducía a la habitación que ocupaba Musashi, se volvió y se alejó en la otra dirección.
Kocha salió de la habitación de Musashi y corrió hasta darle alcance.
—¿Ya te marchas? —le preguntó.
—Sí, he finalizado mi cometido.
—Vaya, qué rapidez. —Y mirando la mano de Otsū, le preguntó—: ¿Es una peonía? No sabía que son de color blanco.
—Sí. Es del jardín del castillo. Si te gusta, puedes quedártela.
—Sí, por favor —dijo Kocha, tendiendo las manos.
Tras despedirse de Otsū, Kocha fue al aposento de los sirvientes y mostró a todos la flor. Puesto que nadie se sentía inclinado a admirarla, fue a la habitación de Musashi.
Musashi, sentado ante la ventana, con las manos en la barbilla, miraba en dirección al castillo y cavilaba en su objetivo: primero, cómo lograría ver a Sekishūsai, y luego cómo le vencería con su espada.
—¿Te gustan las flores? —le preguntó Kocha al entrar.
—¿Flores?
Le mostró la peonía.
—Humm. Es bonita.
—¿Te gusta?
—Sí.
—Creo que es una peonía, una peonía blanca.
—¿De veras? ¿Por qué no la pones en ese florero de ahí?
—No sé arreglar flores. Hazlo tú.
—No, no, hazlo tú. Es mejor hacerlo sin pensar en el aspecto que va a tener.
—Bueno, iré a buscar agua —dijo ella, llevándose el florero.
Musashi fijó la mirada en el extremo cortado del tallo de la flor. Ladeó la cabeza, sorprendido, aunque no podía determinar qué era lo que atraía su atención.
Cuando Kocha regresó, su interés fortuito se había convertido en un minucioso escrutinio. La muchacha puso el florero en el lugar de honor de la estancia e intentó introducir la peonía, pero el resultado fue escaso.
—El tallo es demasiado largo —le dijo Musashi—. Tráela aquí y lo cortaré. Entonces, cuando la pongas erguida, parecerá natural.
Kocha le tendió la flor. Antes de que supiera lo que había sucedido, la flor había caído de sus manos y ella estaba llorando. No era de extrañar, pues en aquel breve instante Musashi había desenvainado su espada corta y, lanzando un grito vigoroso, cortó el tallo entre las manos de la muchacha, envainando a continuación la espada. A Kocha, el destello del acero y el sonido de la espada al quedar de nuevo envainada le parecieron simultáneos.
Sin hacer el menor intento de consolar a la aterrada muchacha, Musashi recogió el trozo de tallo que había cortado y se puso a comparar un extremo con el otro. Parecía totalmente absorto. Por fin, percatándose de la inquietud de Kocha, le pidió disculpas y le dio unas palmaditas en la cabeza.
Cuando logró tranquilizar a la muchacha y ésta dejó de llorar, le preguntó:
—¿Sabes quién cortó esta flor?
—No, me la han dado.
—¿Quién?
—Una persona del castillo.
—¿Uno de los samuráis?
—No, una mujer joven.
—Humm. ¿Crees entonces que la flor procede del castillo?
—Sí, eso dijo ella.
—Siento haberte asustado. Si luego te compro unos pastelillos, ¿me perdonarás? El cualquier caso, ahora la flor debe de tener la medida justa. Intenta colocarla en el florero.
—¿Te parece bien así?
—Sí, muy bien.
Musashi le había gustado a Kocha desde el primer momento, pero el destello de su espada la había helado hasta la médula. Salió de la habitación, dispuesta a no volver hasta que sus deberes lo hicieran absolutamente inevitable.
Musashi estaba mucho más fascinado por el largo tallo que por la flor. Estaba seguro de que el primer corte no había sido realizado ni con tijeras ni con un cuchillo. Puesto que los tallos de peonía son ligeros y flexibles, el corte sólo podía haber sido efectuado con una espada, y únicamente un golpe muy determinado habría hecho un corte tan limpio. Quienquiera que lo hubiese hecho no era una persona ordinaria. Aunque él mismo había intentado reproducir el corte con su espada, al comparar ambos extremos comprendió en seguida que el suyo era con mucho el inferior. Era como la diferencia que existe entre una estatua budista tallada por un experto y otra hecha por un artesano de habilidad corriente.
Se preguntó qué podía significar aquello. «Si un samurái que trabaja en el jardín del castillo puede hacer un corte como éste, entonces el nivel de la casa de Yagyū debe de ser aún más superior de lo que creía». De repente le abandonó su confianza: «Todavía no estoy preparado ni mucho menos». Sin embargo, gradualmente fue superando esa sensación. «En cualquier caso, los de la casa de Yagyū son dignos adversarios. Si perdiera, podría echarme a sus pies y aceptar la derrota de buen talante. Ya he decidido que estoy dispuesto a enfrentarme a cualquier cosa, incluso a la muerte». Entonces cobró valor y poco después sintió renacer sus esperanzas.
Pero ¿cómo iba a hacerlo? Parecía improbable que, aunque un estudiante llegara a su puerta con una carta de presentación apropiada, Sekishūsai accediera a un encuentro de esgrima. Así se lo había dicho el posadero, y, como Munenori y Hyōgo estaban ausentes, no había nadie a quien retar si no era al mismo Sekishūsai.
De nuevo intentó imaginar el modo de entrar en el castillo. Su mirada volvió a posarse en la flor que descansaba en la pequeña tarima del tokonoma, el lugar de honor de la estancia, y empezó a tomar forma la imagen de alguien a quien la flor le recordaba inconscientemente. Ver el rostro de Otsū en su mente apaciguó su espíritu y le tranquilizó los nervios.
Otsū se dirigía de regreso al castillo de Koyagyū cuando, de improviso, oyó un grito estridente a sus espaldas. Se volvió y vio a un niño que salía de una agrupación de árboles al pie de un risco. Era evidente que se dirigía a su encuentro, y, puesto que los niños de la zona eran demasiado tímidos para acercarse a una mujer joven como ella, detuvo su caballo y aguardó por pura curiosidad.
Jōtarō estaba en cueros, tenía el pelo mojado y llevaba sus ropas enrolladas bajo el brazo. En absoluto avergonzado por su desnudez, le dijo:
—Tú eres la dama de la flauta. ¿Aún te alojas aquí? —Tras examinar el caballo con disgusto, miró directamente a Otsū.
—¡Eres tú! —exclamó ella—. El chiquillo que lloraba en la carretera de Yamato.
—¿Lloraba? ¡Yo no lloraba!
—No importa. ¿Desde cuándo estás aquí?
—Llegué el otro día.
—¿Tú solo?
—No, con mi maestro.
—Ah, claro. Dijiste que estudiabas esgrima, ¿no es cierto? ¿Qué estás haciendo desnudo?
—No creerás que voy a bañarme en el río con la ropa puesta, ¿verdad?
—¿El río? Pero el agua debe de estar helada. La gente se reiría si supiera que nadas en esta época del año.
—No estaba nadando, sino dándome un baño. Mi maestro me dijo que olía a sudor, así que fui al río.
Otsū soltó una risita.
—¿Dónde os alojáis?
—En la Wataya.
—No me digas, acabo de salir de ahí.
—Lástima que no hayas ido a vernos. ¿Por qué no vienes conmigo ahora?
—Ahora no puedo. Tengo que hacer un recado.
—¡Bueno, adiós! —dijo él, volviéndose para marcharse.
—Jōtarō, ven a verme alguna vez al castillo.
—¿Puedo ir de veras?
Otsū apenas había pronunciado esas palabras cuando empezó a lamentarlas, pero dijo:
—Sí, aunque no se te ocurra venir vestido como lo estás ahora.
—Si eso es lo que sientes, no quiero ir. No me gustan los sitios donde se preocupan por bagatelas.
Otsū se sintió aliviada y aún sonreía cuando cruzó el portal del castillo. Tras devolver el caballo al establo, fue a informar a Sekishūsai.
El anciano se echó a reír.
—¡De modo que estaban enfadados! ¡Muy bien! Que se enfaden. No van a hacerme cambiar de idea. —Al cabo de un momento pareció recordar algo más—. ¿Tiraste la peonía? —le preguntó.
Ella le explicó que se la había dado a la doncella de la posada, y él anciano hizo un gesto de aprobación.
—¿Cogió el muchacho Yoshioka la peonía y la examinó?
—Sí, cuando leyó la carta.
—¿Y bien?
—Se limitó a devolvérmela.
—¿No miró el tallo?
—No vi que hiciera tal cosa.
—¿No lo examinó ni dijo nada al respecto?
—No.
—He hecho bien en negarme a recibirle. No merece la pena un encuentro con él. Creo que la casa de Yoshioka terminó con Kempō.
El dōjō de Yagyū podría calificarse apropiadamente de grandioso. Situado en el terreno que rodeaba el castillo, había sido reconstruido cuando Sekishūsai contaba unos cuarenta años, y la fuerte madera utilizada en su construcción lo hacía parecer indestructible. El brillo de la madera, adquirido con el paso de los años, parecía reflejar los rigores sufridos por los hombres que se habían adiestrado allí, y el edificio era lo bastante amplio para haber servido como cuartel de samuráis en tiempos de guerra.
—¡Ligeramente! ¡Con la punta de la espada no, con vuestras entrañas! —Shōda Kizaemon, sentado en una plataforma algo elevada y vestido con una túnica interior y hakama, impartía airadas instrucciones a dos aspirantes a espadachines—. ¡Repetidlo! ¡No lo hacéis nada bien!
El blanco de la reprimenda de Kizaemon era un par de samuráis de Yagyū, los cuales, aunque estaban aturdidos y empapados en sudor, seguían luchando tenazmente. Tomaron posiciones, prepararon sus armas y los dos volvieron a enfrentarse como fuego contra fuego.
—¡Aóoh!
—¡Yaaaaa!
En Yagyū no se permitía a los principiantes emplear espadas de madera, sino que usaban un palo diseñado específicamente para el estilo Shinkage. Era una bolsa de cuero larga y delgada, llena de tiras de bambú, un verdadero palo de cuero sin empuñadura ni guarda de espada. Aunque menos peligroso que una espada de madera, de todos modos podía cortar una oreja o convertir una nariz en una granada. No había restricción alguna con respecto a las partes del cuerpo que el combatiente podía atacar. Estaba permitido derribar al contrario golpeándole horizontalmente en las piernas, y no había ninguna regla que impidiera golpear a un hombre cuando estaba en el suelo.
—¡Manteneos así! ¡Sin decaer! ¡Igual que la última vez! —Kizaemon seguía dirigiendo a los estudiantes.
Era costumbre no permitir que un hombre abandonara hasta que estuviera a punto de caerse. A los principiantes se les trataba con especial dureza, sin alabarles nunca ni escatimar los insultos. Debido a ello, el samurái corriente sabía que entrar al servicio de la casa de Yagyū no era algo que pudiera tomarse a la ligera. Los recién llegados no solían durar, y los hombres que ahora servían a las órdenes de Yagyū eran el resultado de una criba minuciosa. Incluso los soldados rasos de infantería y los mozos de establo habían hecho algunos progresos en el estudio de la esgrima.
Ni que decir tiene, Shōda Kizaemon era un espadachín consumado que había dominado el estilo Shinkage a edad temprana y, bajo la tutela del mismo Sekishūsai había aprendido los secretos del estilo Yagyū, al que había añadido algunas técnicas personales, por lo que ahora hablaba orgullosamente del «verdadero estilo Shōda».
El adiestrador de caballos de Yagyū, Kimura Sukekurō, era también diestro, así como Murata Yozō, del cual, aunque estaba empleado como encargado del almacén, se decía que era un buen contrincante para Hyōgo. Debuchi Magobei, otro empleado de categoría relativamente baja, había estudiado la esgrima desde su infancia y blandía realmente un arma poderosa. El señor de Echizen había intentado persuadir a Debuchi para que entrara a su servicio, y los Tokugawa de Kii intentaron atraer a Murata, pero ambos prefirieron permanecer en Yagyū, aunque los beneficios materiales fuesen menores.
La casa de Yagyū, que ahora se encontraba en la cima de su prosperidad, estaba produciendo un torrente al parecer interminable de grandes espadachines. Del mismo modo, los samuráis de Yagyū no eran reconocidos como espadachines hasta que habían demostrado su capacidad sobreviviendo al régimen implacable.
—¡Eh, tú! —gritó Kizaemon, llamando a un guardián que pasaba por el exterior. Le había sorprendido ver a Jōtarō, que seguía al soldado.
—¡Hola! —dijo el chiquillo, amigable como de costumbre.
—¿Qué estás haciendo en el castillo? —le preguntó Kizaemon severamente.
—El hombre de la entrada me ha hecho pasar —replicó sinceramente Jōtarō.
—¿Ah, sí? —Entonces se dirigió al guardián—. ¿Por qué has traído a este chico aquí?
—Ha dicho que quería verte.
—¿Quieres decir que has traído aquí a este niño fiándote tan sólo de su palabra?… ¡Muchacho!
—Sí, señor.
—Esto no es un campo de juegos. Vete de aquí.
—Pero no he venido a jugar. Traigo una carta de mi maestro.
—¿De tu maestro? ¿No dijiste que era uno de esos estudiantes errantes?
—Lee la carta, por favor.
—No tengo necesidad de hacerlo.
—¿Qué ocurre? ¿Es que no sabes leer?
Kizaemon soltó un bufido.
—Bien, si puedes leerla, léela.
—Eres un mocoso astuto. La razón por la que he dicho que no necesito leerla, es que ya sé lo que dice.
—Aun así, ¿no crees que sería más cortés leerla?
—Los estudiantes de guerrero pululan por aquí como mosquitos y lombrices. Si dedicara tiempo a ser cortés con todos ellos, no podría hacer ninguna otra cosa. No obstante, como lo siento por ti, te diré lo que dice la carta. ¿De acuerdo?
—Dice que al firmante le gustaría que se le permitiera ver nuestro magnífico dōjō, que quisiera estar, aunque sólo fuera por un minuto, a la sombra del más grande maestro del país, y que por el bien de todos los sucesores que seguirán el camino de la espada, agradecería que se le concediera una lección. Supongo que ése es en sustancia el contenido de la carta.
Jōtarō le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Es eso lo que dice la carta?
—Sí, de modo que no hace falta que la lea, ¿no crees? Pero que no se diga que la casa de Yagyū rechaza insensiblemente a quienes la visitan. —Hizo una pausa y, como si hubiera ensayado sus palabras, siguió diciendo—: Pide al guardián que te lo explique todo. Cuando llegan a esta casa los estudiantes de guerrero, entran por la puerta principal y pasan a la del medio, a la derecha de la cual hay un edificio llamado Shin'indō, identificado por una placa de madera. Si lo solicitan al encargado, pueden descansar ahí durante algún tiempo, y hay los servicios necesarios para que pasen una o dos noches. Cuando se marchan, se les da una pequeña suma de dinero para ayudarles en su viaje. Pues bien, lo que has de hacer ahora es entregar esta carta al encargado del Shin'indō. ¿Entendido?
—¡No! —replicó Jōtarō. Sacudió la cabeza y alzó ligeramente el hombro derecho—. ¡Escuchad, señor!
—¿Y bien?
—No debéis juzgar a la gente por su aspecto. ¡No soy el hijo de un mendigo!
—Debo admitir que, en efecto, tienes cierta habilidad verbal.
—¿Por qué no echáis una mirada a la carta? Es posible que diga algo totalmente distinto a lo que creéis. ¿Qué haríais entonces? ¿Permitiríais que os cortara la cabeza?
—¡Espera un momento! —dijo Kizaemon, riéndose. Su cara, con la boca roja detrás de la barba erizada, parecía el interior de una castaña rota—. No, no puedes cortarme la cabeza.
—Bien, entonces leed la carta.
—Ven aquí.
—¿Por qué? —Jōtarō tuvo la aprensiva sensación de que había ido demasiado lejos.
—Admiro la determinación con que no estás dispuesto a permitir que el mensaje de tu maestro se quede sin entregar. La leeré.
—¿Y por qué no habríais de hacerlo? Sois el oficial de mayor rango en la casa de Yagyū, ¿no es cierto?
—Blandes soberbiamente la lengua. Esperemos que puedas hacer lo mismo con la espada cuando crezcas. —Rompió el sello de la carta y leyó en silencio el mensaje de Musashi. A medida que lo hacía su expresión iba poniéndose seria—. ¿Has traído algo junto con esta carta?
—¡Ah, sí, se me olvidaba! —Rápidamente, Jōtarō sacó del interior de su kimono el tallo de peonía.
Kizaemon examinó silenciosamente ambos extremos del tallo, con cierta expresión de perplejidad. No podía entender del todo el significado de la carta de Musashi.
Éste explicaba que la doncella de la posada le había dado la flor, diciendo que procedía del castillo, y que al examinar el tallo había descubierto que el corte no había sido hecho por «una persona ordinaria». El mensaje seguía diciendo: «Tras colocar la flor en un florero, percibí en ella cierto espíritu especial, y sentí que debía conocer a la persona que realizó el corte. Puede que la cuestión parezca trivial, pero si no os importa decirme qué miembro de vuestra casa lo ha hecho, os agradecería que me enviarais la respuesta por medio del muchacho que os entrega esta carta».
Eso era todo… No mencionaba que el firmante fuese un estudiante ni solicitaba un encuentro de esgrima.
«Qué cosa tan extraña ha escrito», se dijo Kizaemon. Miró de nuevo el tallo de peonía y volvió a examinar atentamente los dos extremos, pero sin poder discernir si uno de ellos difería del otro.
—¡Murata! —llamó—. Ven a ver esto. ¿Ves alguna diferencia entre los cortes en los extremos de este tallo? ¿Tal vez uno de los cortes parece más afilado?
Murata Yozō examinó el tallo por uno y otro lado, pero tuvo que confesar que no veía diferencia alguna entre ambos cortes.
—Enseñémoslo a Kimura.
Se dirigieron a la dependencia que estaba al fondo del edificio y plantearon el problema a su colega, el cual se mostró tan desconcertado como ellos. Debuchi, que también se encontraba en la dependencia, dijo:
—Ésta es una de las flores que el anciano señor en persona cortó anteayer. ¿No estabas con él en esa ocasión, Shōda?
—No. Le vi arreglar una flor, pero no cortarla.
—Pues bien, ésta es una de las que cortó. Puso una en el florero de su habitación y pidió a Otsū que llevara la otra a Yoshioka Denshichirō junto con una carta.
—Sí, lo recuerdo —dijo Kizaemon, mientras leía de nuevo la carta de Musashi. De repente, alzó los ojos con una expresión de sorpresa—. El firmante de esta carta es «Shimmen Musashi». ¿Creéis que este Musashi es el mismo Miyamoto Musashi que ayudó a los sacerdotes del Hōzōin a matar a toda aquella chusma en la planicie de Hannya? ¡Debe de ser él!
Debuchi y Murata se pasaron la carta una y otra vez, releyéndola.
—La caligrafía tiene carácter —comentó Debuchi.
—Sí —musitó Murata—. Parece tratarse de una persona fuera de lo corriente.
—Si lo que dice la carta es cierto —dijo Kizaemon— y realmente ha podido distinguir que este tallo ha sido cortado por un experto, entonces debe de saber algo que nosotros ignoramos. La cortó el anciano maestro en persona, y parece ser que eso está claro para alguien cuyos ojos saben ver a fondo.
—Humm, me gustaría conocerle —dijo Debuchi—. Podríamos comprobar esto y, de paso, pedirle que nos cuente lo que ocurrió en la planicie de Hannya.
Pero antes de comprometerse por sí mismo, pidió a Kimura su opinión. Kimura observó que, puesto que no recibían a ningún shugyōsha, no podían tenerle como huésped en el salón de prácticas, pero no había ningún motivo por el que no pudieran invitarle a una comida y sake en el Shin'indō. Allí los lirios ya habían florecido y las azaleas silvestres estaban a punto de hacerlo. Podrían celebrar una pequeña fiesta y hablar de esgrima y cosas por el estilo. Con toda probabilidad, a Musashi le satisfaría asistir, y con toda certeza el anciano señor no pondría objeciones si se enteraba.
Kizaemon se dio una palmada en la rodilla y dijo:
—Ésa es una sugerencia espléndida.
—También será una fiesta para nosotros —añadió Murata—. Enviémosle la respuesta ahora mismo.
Kizaemon tomó asiento para escribir la respuesta, pero antes dijo:
—El chico está afuera. Hacedle pasar.
Unos minutos antes, Jōtarō había estado bostezando y gruñendo, preguntándose cómo podían ser tan lentos, cuando un gran perro negro percibió su presencia y se acercó para husmearle. Creyendo que había encontrado un nuevo amigo, Jōtarō habló al perro y, cogiéndole por las orejas, tiró de él hacia adelante.
—Luchemos —sugirió, y acto seguido abrazó al perro y lo tumbó en el suelo. El animal se mostró condescendiente, por lo que Jōtarō lo agarró de nuevo, tumbándolo dos o tres veces más. Entonces, cerrándole la boca con ambas manos, le dijo—: ¡Ahora ladra!
Esto enfureció al perro, que se zafó de él, cogió con los dientes la falda del kimono de Jōtarō y tiró de ella tenazmente. Al muchacho le tocó el turno de enfurecerse.
—¿Quién te crees que soy? —le gritó—. ¿Cómo te atreves a hacer eso?
Desenvainó su espada de madera y la alzó amenazante por encima de su cabeza. El perro, tomándole en serio, se puso a ladrar ruidosamente para llamar la atención de los guardianes. Lanzando una maldición, Jōtarō descargó la espada sobre la cabeza del perro, produciendo un sonido como si hubiera golpeado una roca. El perro se abalanzó contra la espalda del muchacho y, agarrándole por el obi, lo derribó al suelo. Antes de que pudiera incorporarse, el perro le atacó de nuevo y Jōtarō trató frenéticamente de protegerse la cara con las manos.
Intentó escapar, pero el perro le pisaba los talones, y los ecos de sus ladridos reverberaban en las montañas. La sangre empezó a rezumar entre los dedos con los que se cubría el rostro, y pronto sus propios aullidos angustiados ahogaron los del perro.