El valle de Yagyū se encuentra al pie del monte Kasagi, al nordeste de Nara. A principios del siglo XVII existía allí una pequeña y próspera comunidad, demasiado amplia para considerarla un mero pueblo, pero no tan populosa o bulliciosa para poder llamarla ciudad. Habría sido llamada con naturalidad el pueblo de Kasagi, pero sus habitantes se referían a su hogar como la Heredad Kambe, nombre heredado de la antigua época en que dominaban las grandes fincas solariegas privadas.
En medio de la comunidad se alzaba la Casa Principal, un castillo que servía como símbolo de la estabilidad gubernamental y, al mismo tiempo, como centro cultural de la región. Una muralla que recordaba las antiguas fortalezas rodeaba la Casa Principal. Las gentes de la zona, así como los antepasados de su señor, se habían instalado cómodamente allí desde el siglo X, y el actual dirigente era un hacendado rural en la mejor tradición, que extendía la cultura entre sus súbditos y siempre estaba preparado para proteger su territorio aun a costa de su vida. A la vez, sin embargo, evitaba cuidadosamente toda intervención seria en las guerras y querellas de los señores de otros distritos. En una palabra, era aquél un feudo pacífico, gobernado de una manera ilustrada.
Allí no se veían señales de la depravación o degeneración asociadas a los samuráis sin trabas ni obligaciones. Era totalmente distinto a Nara, donde los antiguos templos celebrados en la historia y la cultura popular se estaban echando a perder. Sencillamente, no se permitía que los elementos perturbadores ingresaran en la vida de la comunidad.
El mismo entorno militaba contra la fealdad. Las montañas de la sierra de Kasagi no eran menos asombrosamente hermosas al anochecer que con el alba, y el agua era limpia y pura, un agua ideal, según decían, para hacer té. Los ciruelos de Tsukigase crecían cerca, y los ruiseñores cantaban desde la estación en que se funde la nieve hasta la de las tormentas, sus tonos tan cristalinos como las aguas de los arroyos de montaña.
Cierta vez un poeta escribió que «en el lugar donde ha nacido un héroe, las montañas y los ríos son frescos y claros». De no haber nacido ningún héroe en el valle de Yagyū, las palabras del poeta podrían haber estado vacías, pero era en verdad un lugar natal de héroes, y de ello nadie podía ofrecer mejor prueba que los mismos señores de Yagyū. En aquella gran casa incluso los servidores pertenecían a la nobleza. Muchos procedían de los arrozales, se habían distinguido en combate y ascendido hasta convertirse en leales y competentes ayudantes.
Yagyū Muneyoshi Sekishūsai había instalado su residencia, después de retirarse, en una casita de montaña a cierta distancia de la Casa Principal. Ya no evidenciaba el menor interés por el gobierno local ni tenía idea de quién ostentaba el poder en aquellos momentos. Tenía varios hijos y nietos capacitados, así como servidores dignos de confianza para ayudarle y guiarle, y no erraba al suponer que el pueblo estaba siendo gobernado de la misma manera que cuando él estaba al frente.
Cuando Musashi llegó al distrito, habían transcurrido unos diez días desde la batalla en la planicie de Hannya. A lo largo del camino había visitado algunos templos, el Kasagidera y el Jōruriji, donde había visto reliquias de la era Kemmu. Se alojó en la posada local con la intención de descansar un poco, tanto física como espiritualmente.
Un día, vestido de manera informal, fue a dar un paseo con Jōtarō.
—Es sorprendente —dijo Musashi, deslizando la mirada por los campos cultivados y a los agricultores dedicados a sus tareas—. Sorprendente —repitió varias veces.
Finalmente Jōtarō le preguntó:
—¿Qué es lo sorprendente? —Para él, lo más sorprendente era el modo en que Musashi hablaba consigo mismo.
—Desde que salí de Mimasaka, he estado en las provincias de Settsu, Kawachi e Izumi, en Kyoto y Nara, y nunca he visto un lugar como este.
—Bueno, ¿y qué? ¿Qué hay aquí tan diferente?
—En primer lugar, hay muchos árboles en las montañas.
Jōtarō se echó a reír.
—¿Árboles? En todas partes hay árboles, ¿o no?
—Sí, pero aquí es distinto. Todos los árboles de Yagyū son viejos, y eso significa que aquí no ha habido guerras ni tropas enemigas que quemaran o talaran los bosques. También significa que no ha habido hambrunas, por lo menos durante muchísimo tiempo.
—¿Eso es todo?
—No. Los campos también son verdes, y la cebada nueva ha sido bien pisoteada para reforzar las raíces y hacer que crezca bien. ¡Escucha! ¿No oyes el sonido de los tornos de hilar? Parece provenir de cada casa. ¿Y no has observado que cuando pasan viajeros con buenas ropas los agricultores no les dirigen miradas de envidia?
—¿Algo más?
—Como puedes ver, hay muchas mujeres jóvenes trabajando en los campos. Eso significa que el distrito es rico y que aquí la vida transcurre con normalidad. Los niños crecen sanos, a los ancianos se les trata con el debido respeto y los hombres y mujeres jóvenes no huyen para llevar una vida incierta en otros lugares. Está claro que el señor del distrito es acaudalado, y sin duda las espadas y armas de fuego de su armería se mantienen pulidas y en la mejor condición.
—No veo nada tan interesante en todo eso —se quejó Jōtarō.
—Humm, me extrañaría que lo vieras.
—En fin, no has venido aquí para admirar el paisaje. ¿No vas a luchar con los samuráis de la casa de Yagyū?
—Luchar no lo es todo en el arte de la guerra. Los hombres que lo creen así y se dan por satisfechos con tener comida y un sitio donde dormir son meros vagabundos. A un estudiante serio le interesa mucho más adiestrar su mente y disciplinar su espíritu que desarrollar las habilidades marciales. Tiene que aprender toda clase de cosas, geografía, irrigación, los sentimientos de la gente, sus modales y costumbres, sus relaciones con el señor de su territorio. Quiere saber lo que ocurre dentro del castillo, no sólo lo que sucede en el exterior. En esencia, quiere ir a todos los lugares que le sea posible y aprender todo cuanto pueda.
Musashi comprendía que esta explicación probablemente significaba poco para Jōtarō, pero sentía la necesidad de ser sincero con el muchacho y no darle respuestas a medias. No mostraba impaciencia por las numerosas preguntas que le hacía, y a lo largo del camino siguió dándole respuestas meditadas y serias.
Tras haber visto el exterior del castillo de Koyagyū, como se conocía apropiadamente a la Casa Principal, y examinado con detenimiento el valle, regresaron a la posada.
Había una sola posada, pero era grande. El camino era una sección de la carretera de Iga, y mucha gente que peregrinaba al Jōruriji o al Kasagidera pernoctaba allí. Por la noche siempre se encontraban diez o doce caballos de carga atados a los árboles cerca de la entrada o bajo los aleros frontales.
La sirvienta que les siguió a su habitación les preguntó:
—¿Habéis ido a dar un paseo? —Llevaba unos pantalones de escalar montañas y, de no haber sido por su obi rojo femenino, podría haber sido confundida con un chico. Sin esperar respuesta, añadió—: Ahora podéis bañaros si queréis.
Musashi se encaminó al baño, mientras Jōtarō, notando que allí había una nueva amiga de su misma edad, le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—No lo sé —respondió la muchacha.
—Debes de estar loca si no conoces tu propio nombre.
—Me llamo Kocha.
—Es un nombre gracioso. —Jōtarō se echó a reír.
—¿Qué tiene de gracioso? —quiso saber Kocha, al tiempo que le golpeaba con el puño.
—¡Me ha pegado! —gritó Jōtarō.
La ropa doblada en el suelo de la antesala indicó a Musashi que había otras personas en el baño. Se desnudó y abrió la puerta de la pieza llena de vapor. Había allí tres hombres que hablaban jovialmente, pero al ver su cuerpo fornido se interrumpieron, como si un elemento extraño hubiera hecho irrupción entre ellos.
Musashi se sumergió en el baño comunal exhalando un suspiro de satisfacción, y su corpulencia hizo que el agua caliente rebosara. Esto, por alguna razón, sobresaltó a los tres hombres, y uno de ellos miró fijamente a Musashi, el cual había apoyado la cabeza en el borde de la piscina y permanecía con los ojos cerrados.
Gradualmente reanudaron su conversación en el punto en que la habían interrumpido. Se estaban lavando en el exterior de la piscina; la piel de sus espaldas era blanca y sus músculos flexibles. Parecían hombres de ciudad, pues su manera de hablar era pulida y urbana.
—¿Cómo se llamaba… el samurái de la casa de Yagyū?
—Creo que dijo llamarse Shōda Kizaemon.
—Si el señor de Yagyū envía un servidor para que transmita su negativa a un encuentro, no puede ser tan bueno como dicen que es.
—Según Shōda, Sekishūsai se ha retirado y ya no lucha nunca con nadie. ¿Crees que eso es cierto o se lo ha inventado?
—No, no creo que sea cierto. Es mucho más probable que cuando supo que el segundo hijo de la casa de Yoshioka le desafiaba, prefiriese ser prudente.
—Bueno, por lo menos ha tenido tacto al enviarnos fruta y decir que confía en que disfrutemos de nuestra estancia.
¿Yoshioka? Musashi alzó la cabeza y abrió los ojos. Puesto que, cuando estuvo en la escuela Yoshioka oyó mencionar a alguien el viaje de Denshichirō a Ise, Musashi supuso que los tres hombres se dirigían de regreso a Kyoto. Uno de ellos debía de ser Denshichirō. ¿Cuál sería?
«No tengo suerte con los baños —pensó tristemente Musashi—. Primero Osugi me tendió una trampa en un baño, y ahora, de nuevo desnudo, tropiezo con uno de los Yoshioka. Sin duda se habrá enterado de lo que sucedió en la escuela. Si supiera que me llamo Miyamoto, saldría por esa puerta y volvería con su espada en menos que canta un gallo.»
Pero los tres hombres no le prestaban atención. A juzgar por su conversación, nada más llegar habían enviado una carta a la Casa de Yagyū. Al parecer, Sekishūsai había tenido alguna conexión con Yoshioka Kempō en la época en que éste era tutor de los shogunes. Por este motivo, sin duda, Sekishūsai no podía permitir que el hijo de Kempō se marchara sin acusar recibo de su carta y, en consecuencia, había enviado a Shōda para que les hiciera una visita de cortesía en la posada.
Como respuesta a esta deferencia, lo mejor que aquellos jóvenes de la ciudad podían decir era que Sekishūsai tenía «tacto», que había «preferido ser prudente» y que no podía ser «tan bueno como dicen que es». Parecían satisfechos de sí mismos en grado sumo, pero a Musashi le parecieron ridículos. En contraste con lo que él había visto del castillo de Koyagyū y el envidiable estado de los habitantes de la zona, no parecían tener nada mejor que ofrecer que una conversación inteligente.
Esto le recordó un proverbio sobre la rana en el fondo de un pozo, incapaz de ver lo que sucedía en el mundo exterior. Pensó que a veces se daba el caso contrario. Aquellos mimados hijos de Kyoto estaban en condiciones de ver lo que sucedía en los centros del poder y saber lo que pasaba en todas partes, pero no se les había ocurrido pensar que mientras contemplaban el gran mar abierto, en otro lugar, en el fondo de un profundo pozo, una rana se iba haciendo continuamente más grande y fuerte. Allí, en Koyagyū, muy lejos del centro político y económico del país, los robustos samuráis habían llevado durante décadas una saludable vida rural, preservando las virtudes antiguas, corrigiendo sus puntos débiles y aumentando en estatura.
Con el paso del tiempo, Koyagyū había producido a Yagyū Muneyoshi, un gran maestro de las artes marciales, y a su hijo, el señor Munenori de Tajima, cuyo valor había sido reconocido por el mismo Ieyasu. Estaban también los hijos mayores de Muneyoshi, Gorōzaemon y Toshikatsu, famosos en todo el territorio por su valentía, y su nieto Hyōgo Toshitoshi, cuyas prodigiosas hazañas le habían valido una posición altamente remunerada a las órdenes del renombrado general Katō Kiyomasa de Higo. En fama y prestigio, la casa de Yagyū no estaba a la altura de la casa de Yoshioka, pero desde el punto de vista de la habilidad, la diferencia era cosa del pasado. Denshichirō y sus compañeros estaban cegados por su propia arrogancia. Sin embargo, Musashi sentía cierta lástima por ellos.
Fue a un rincón donde estaba la cañería del agua. Se desató la cinta de la cabeza, cogió un puñado de arcilla y empezó a restregarse el cuero cabelludo. Por primera vez en muchas semanas, se regalaba con el lujo de un buen champú.
Entretanto, los hombres de Kyoto estaban finalizando su baño.
—Ah, qué grato ha sido.
—En efecto. ¿Por qué no pedimos ahora que unas chicas vengan a servirnos el sake?
—¡Espléndida idea! ¡Espléndida!
Los tres terminaron de secarse y salieron. Tras un lavado a fondo y otro remojón en el agua caliente, Musashi también se secó, se ató la cabellera y regresó a su habitación. Allí encontró a Kocha, la chiquilla que parecía un muchacho, anegada en lágrimas.
—¿Qué te ha pasado?
—Es ese chico vuestro, señor. ¡Mirad dónde me ha pegado!
—¡Eso es mentira! —gritó Jōtarō, airado, desde el rincón opuesto.
Musashi estaba a punto de regañarle, pero Jōtarō protestó.
—¡Esta incauta ha dicho que eres débil!
—Es mentira, no he dicho tal cosa.
—¡Sí que lo has dicho!
—Señor, no he dicho que ni vos ni nadie sea débil. Este mocoso empezó a jactarse diciendo que sois el espadachín más grande del país, porque habéis matado a docenas de rōnin en la planicie de Hannya, y le he dicho que no hay nadie en Japón mejor con la espada que el señor de este distrito. Entonces la ha emprendido a bofetadas conmigo.
Musashi se echó a reír.
—Ya veo. No debería haber hecho eso, y le daré una buena reprimenda. Espero que nos perdones. ¡Jō! —dijo en tono severo.
—Sí, señor —respondió el chico, todavía enfurruñado.
—¡Ve a bañarte!
—No me gustan los baños.
—Ni a mí tampoco —mintió Musashi—. Pero estás tan sudado que apestas.
—Mañana por la mañana iré a nadar al río.
El muchacho se estaba volviendo cada vez más testarudo a medida que se iba acostumbrando a Musashi, pero a éste no le importaba realmente. De hecho, le gustaba bastante esa faceta de Jōtarō. Al final el niño no fue a bañarse.
Poco después Kocha trajo las bandejas con la cena. Comieron en silencio, Jōtarō y la doncella intercambiando miradas furibundas mientras ella les servía.
Musashi estaba absorto, pensando en su objetivo particular de entrevistarse con Sekishūsai. Considerando su baja categoría, quizá eso era pedir demasiado, pero tal vez, sólo tal vez, sería posible.
«Si he de batirme con alguien —se decía—, debe ser alguien fuerte de veras. Vale la pena que arriesgue la vida para ver si puedo superar el nombre del gran Yagyū. No tiene sentido seguir el camino de la espada si no tengo el valor de intentarlo.»
Musashi era consciente de que la mayoría de la gente se reiría abiertamente de él por acariciar semejante idea. Aunque Yagyū no era uno de los daimyōs más prominentes, era el dueño de un castillo, su hijo estaba en la corte del shōgun y la familia entera estaba empapada en las tradiciones de la clase guerrera. En la nueva era que ahora despuntaba, cabalgaban en la ola de los tiempos.
«Ésta será la prueba verdadera», se dijo Musashi, e incluso mientras comía el arroz se preparaba para el encuentro.