La planicie de Hannya

Jōtarō caminaba penosamente al lado de su maestro, temiendo que cada paso que daban les acercaba a una muerte segura. Poco antes, en el húmedo y umbroso camino cerca del Tōdaiji, una gota de rocío que le cayó en el cuello casi le hizo gritar. Los negros cuervos que veía a lo largo de la ruta le producían una sensación horripilante.

Nara había quedado muy atrás. Entre las hileras de cedros que flanqueaban el camino, veían la planicie en suave pendiente que conducía a la colina de Hannya. A su derecha se alzaban las cumbres ondulantes del monte Mikasa, y por encima de ellos se extendía el cielo apacible.

El hecho de que se dirigieran en línea recta al lugar donde aguardaban los lanceros del Hōzōin dispuestos a tenderles una emboscada carecía por completo de sentido para el muchacho. Bastaba con que uno se lo propusiera para encontrar una infinidad de lugares donde ocultarse. ¿Por qué no iban a uno de los numerosos templos de la zona y aguardaban la hora propicia para reanudar la marcha? Sin duda eso sería lo más juicioso.

Se preguntó si Musashi tenía intención de pedir disculpas a los sacerdotes, aunque no les había hecho nada malo. Jōtarō resolvió que si Musashi les rogaba su perdón, él también lo haría. No era el momento de discutir sobre lo que estaba bien y mal.

—¡Jōtarō!

El chiquillo se sobresaltó al oír su nombre. Enarcó las cejas y todo su cuerpo se puso tenso. Comprendió que probablemente estaba pálido a causa del miedo y, como no quería parecer infantil, dirigió los ojos valientemente al cielo. Musashi le imitó, y el chico se sintió más abatido que nunca.

Musashi le habló entonces en su habitual tono alegre.

—Qué agradable, ¿no crees? Es como si camináramos al ritmo del canto de los ruiseñores.

—¿Qué? —dijo el muchacho, pasmado.

—He mencionado a los ruiseñores.

—Ah, sí, los ruiseñores. Por aquí hay unos cuantos, ¿verdad?

Musashi tuvo un atisbo del desánimo que embargaba al muchacho por la palidez de sus labios. Lo sentía por él. Al fin y al cabo, en cuestión de minutos podía verse súbitamente solo en un lugar desconocido.

—Nos estamos acercando a la colina Hannya, ¿verdad? —dijo Musashi.

—Bueno, ¿y ahora qué?

Jōtarō no replicó. El canto de los ruiseñores era un sonido frío en sus oídos. No podía sacudirse de encima el presentimiento de que tal vez pronto se separarían para siempre. Los ojos rebosantes de júbilo cuando sorprendió a Musashi con la máscara estaban ahora tristes, velados por la preocupación.

—Creo que lo mejor será que te deje aquí —le dijo Musashi—. Si vienes conmigo, podrías resultar herido por accidente. No hay ninguna razón para que te arriesgues a sufrir daños.

Jōtarō no pudo contenerse y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas como si se hubiera roto una presa. Se llevó los dorsos de las manos a los ojos y sus hombros se estremecieron. Minúsculos espasmos puntuaban su llanto, como si tuviera hipo.

—¿Qué es esto? ¿No tienes que aprender el camino del samurái? Si logro burlarlos y echo a correr, tú corre en la misma dirección. Si me matan, vuelve a la tienda de sake en Kyoto, pero de momento sube a ese risco de ahí y observa. Desde esa altura podrás ver todo lo que ocurre.

Tras enjugarse las lágrimas, Jōtarō cogió a Musashi de la manga y le dijo impulsivamente:

—¡Huyamos!

—¡Un samurái no puede decir eso! Y tú quieres llegar a serlo, ¿no es cierto?

—¡Tengo miedo! ¡No quiero morir! —Con manos temblorosas, seguía tirando de la manga de Musashi—. Piensa en mí —le suplicó—. ¡Por favor, vámonos mientras aún estamos a tiempo!

—Cuando hablas así, también me entran ganas de echar a correr. No tienes padres que cuiden de ti, igual que yo cuando tenía tu edad, pero…

—Entonces vámonos. ¿A qué estás esperando?

—¡No! —Musashi se volvió y, afirmando en el suelo los pies bien separados, se enfrentó al muchacho—. Soy un samurái y tú eres hijo de samurái. No vamos a huir.

Al notar la determinación en el tono de Musashi, Jōtarō dejó de insistir y se sentó. Las lágrimas corrían por su cara polvorienta, y al restregarse los ojos enrojecidos e hinchados extendía más la mugre.

—¡No te preocupes! —exclamó Musashi—. No tengo la menor intención de perder. ¡Voy a ganar! Entonces todo irá bien, ¿no te parece?

Estas palabras fueron de poco consuelo para Jōtarō, pues no se las creía. Sabía que los lanceros del Hōzōin eran más de diez contra uno, y dudaba de que Musashi, dada su reputación de debilidad, pudiera vencerlos uno tras otro, y no digamos a todos juntos.

Musashi, por su parte, empezaba a perder la paciencia. Le gustaba Jōtarō y se compadecía de él, pero aquél no era el momento de pensar en niños. Los lanceros estaban allí con un solo objetivo: matarle, y tenía que estar preparado para hacerles frente. Jōtarō se estaba convirtiendo en un fastidio.

—¡Basta de lloriquear! —le dijo en tono cortante—. Si te comportas así, nunca serás un samurái. ¿Por qué no regresas a la tienda de sake? —Apartó al chiquillo sin miramientos.

Herido en lo más vivo, Jōtarō dejó repentinamente de llorar y se irguió, con una expresión de sorpresa en el semblante. Contempló a su maestro, que se alejaba hacia la colina de Hannya. Deseaba llamarle, pero se contuvo y obligó a permanecer silencioso. Entonces se puso en cuclillas bajo un árbol cercano, ocultó el rostro en las manos y apretó los dientes.

Musashi no miró atrás, pero los sollozos de Jōtarō resonaban en sus oídos. Era como si estuviera viendo al chiquillo desventurado y asustado por un ojo en la nuca, y lamentaba haberlo traído consigo. Cuidar de sí mismo era más que suficiente. Todavía inmaduro, sin más que su espada en lo que confiar y sin saber qué traería el mañana, ¿qué necesidad tenía de un compañero?

La espesura del bosque fue disminuyendo y pronto se encontró en una planicie que en realidad era la falda en ascenso de las montañas que se alzaban a lo lejos. En el camino que se bifurcaba hacia el monte Mikasa, un hombre le saludó alzando la mano.

—¡Eh, Musashi! ¿Adonde vas?

Musashi reconoció al hombre que se le aproximaba. Era Yamazoe Dampachi. Aunque Musashi percibió de inmediato que el objetivo de Dampachi era llevarle a una trampa, le saludó cordialmente.

—Me alegro de haberte encontrado —le dijo Dampachi—. Quería decirte cuánto lamento lo ocurrido el otro día. —Su tono era demasiado cortés y, mientras hablaba, resultaba evidente que estaba examinando el rostro de Musashi con sumo cuidado—. Espero que lo hayas olvidado. Fue un error.

El mismo Dampachi no sabía muy bien a qué atenerse con respecto a Musashi. Le había impresionado mucho lo que había visto en el Hōzōin. De hecho, sólo pensar en ello le producía escalofríos. Sea como fuere, Musashi sólo era todavía un rōnin provinciano, no podía tener más de veintiuno o veintidós años, y Dampachi no estaba en modo alguno dispuesto a admitir que cualquier hombre de esa edad y categoría pudiera superarle.

—¿Adonde vas? —volvió a preguntarle.

—Tengo intención de atravesar Iga hasta la carretera de Ise. ¿Y tú?

—Me dirijo a Tsukigase, donde tengo algunas cosas que hacer.

—Eso no está lejos del valle Yagyū, ¿no es cierto?

—Así es.

—Ahí es donde está el castillo del señor de Yagyū, ¿no?

—Sí, está cerca del templo llamado Kasagidera. Tienes que ir por allí alguna vez. El viejo señor, Muneyoshi, vive retirado, dedicado a enseñar la ceremonia del té, y su hijo, Munenori, se encuentra en Edo, pero aun así deberías pasar por allí y ver cómo es.

—La verdad es que no creo que el señor de Yagyū diera una lección a un hombre errante como yo.

—Es posible que lo hiciera. Por supuesto, sería una ayuda que te presentaran. Conozco a un armero de Tsukigase que trabaja para los Yagyū. Si quieres, podría preguntarle si está dispuesto a presentarte.

La ancha planicie tenía una extensión de varias leguas, sin más accidentes que algún cedro o un pino negro chino solitarios. Pero aquí y allá el terreno presentaba suaves ondulaciones, y el camino también subía y bajaba. Cerca del pie de la colina de Hannya, Musashi observó el humo de una fogata que se elevaba al otro lado de un altozano.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—¿A qué te refieres?

—A ese humo de ahí.

—¿Qué tiene de extraño el humo?

Dampachi se había mantenido muy cerca del lado izquierdo de Musashi y mientras le miraba al rostro, el suyo se endureció visiblemente.

Musashi señaló al altozano.

—Ese humo… Hay en él algo sospechoso, ¿no crees?

—¿Sospechoso? ¿Qué quieres decir?

—Sospechoso, ¿sabes?, como la expresión de tu cara ahora mismo —dijo Musashi bruscamente, apuntando con un dedo a Dampachi.

Un agudo silbido rompió el silencio de la planicie. Dampachi emitió un grito ahogado al tiempo que Musashi golpeaba. Como el dedo que le apuntaba distrajo su atención, no se dio cuenta de que el otro había desenvainado su espada. Su cuerpo se alzó, voló hacia adelante y cayó de bruces. Dampachi no volvería a levantarse.

Se oyó a lo lejos un grito de alarma y aparecieron dos hombres sobre el altozano. Uno de ellos chilló, y ambos dieron media vuelta y echaron a correr, agitando los brazos frenéticamente.

La espada con la que Musashi apuntaba al suelo destellaba bajo el sol, y desde su punta goteaba la sangre fresca. Avanzó directamente hacia el altozano, y aunque la brisa primaveral le rozaba con suavidad la piel, sentía que sus músculos se tensaban mientras ascendía. Desde lo alto, miró la fogata que ardía al pie.

—¡Ha venido! —gritó uno de los hombres que habían corrido a reunirse con los demás.

Eran unos treinta en total. Musashi distinguió a los compinches de Dampachi, Yasukawa Yasubei y Ōtomo Banryū.

—¡Ha venido! —repitió otro.

Habían estado haraganeando al sol, y ahora todos se apresuraron a levantarse. La mitad de ellos eran sacerdotes y la otra mitad rōnin inclasificables. Cuando Musashi apareció a la vista, una agitación silenciosa pero de todos modos, salvaje, se apoderó de los miembros del grupo. ¡En vez de desafiar a Musashi, se habían sentado alrededor del fuego y permitido que él los desafiara!

Yasukawa y Ōtomo hablaban tan rápido como podían, explicando con amplios y veloces movimientos cómo había sucumbido Yamazoe. Los rōnin fruncieron el ceño, enfurecidos, y los sacerdotes del Hōzōin dirigieron a Musashi miradas amenazantes mientras se agrupaban para el combate.

Todos los sacerdotes iban armados con lanzas. Con las negras mangas arremangadas, estaban preparados para la acción, al parecer dispuestos a vengar la muerte de Agón y restaurar el honor del templo. Tenían un aspecto grotesco, como otros tantos demonios salidos del infierno.

Los rōnin formaron un semicírculo, a fin de poder contemplar el espectáculo y, al mismo tiempo, impedir que Musashi escapara.

Sin embargo, esta precaución se reveló innecesaria, pues Musashi no daba señal de echar a correr ni retroceder, sino que caminaba directamente hacia ellos. Lo hacía lentamente, paso a paso, dando la impresión de que podría abalanzarse y atacar de improviso.

Por un momento se hizo un silencio siniestro, mientras ambos bandos contemplaban la proximidad de la muerte. Musashi estaba pálido y a través de sus ojos miraban los del dios de la venganza con un brillo maligno. Estaba seleccionando su presa.

Ni los rōnin ni los sacerdotes estaban tan tensos como Musashi. Su número les daba confianza y su optimismo era inamovible, pero ninguno quería ser el primer atacado.

Un sacerdote que estaba al final de la columna de lanceros dio una señal, y, sin romper la formación, corrieron a colocarse a la derecha de Musashi.

—¡Musashi! Soy Inshun —gritó el mismo sacerdote—. Me han dicho que viniste cuando yo estaba ausente y mataste a Agón, que luego insultaste públicamente el honor del Hōzōin, que te burlaste de nosotros haciendo fijar carteles en toda la ciudad. ¿Es eso cierto?

—¡No! —gritó Musashi—. Si eres sacerdote, debes ser lo bastante prudente para confiar en algo más que lo que ves y oyes. Tienes que considerar las cosas con la mente y el espíritu.

Estas palabras fueron como aceite arrojado a las llamas. Sin hacer caso de su jefe, los sacerdotes se pusieron a gritar, diciendo que sobraba la charla y era hora de luchar.

Les secundaron con entusiasmo los rōnin, que se habían agrupado en formación cerrada a la izquierda de Musashi. Gritando, maldiciendo y agitando sus espadas en el aire, azuzaban a los sacerdotes para que entraran en acción.

Musashi, convencido de que los rōnin eran unos bocazas pero nulos como luchadores, se volvió hacia ellos y les gritó:

—¡Muy bien! ¿Cuál de vosotros quiere adelantarse?

Todos, excepto dos o tres, retrocedieron un paso, cada uno convencido de que Musashi les echaba el mal de ojo. Los dos o tres valientes estaban a punto, con las espadas extendidas, en actitud desafiante.

En un abrir y cerrar de ojos, Musashi se lanzó contra uno de ellos como un gallo de pelea. Se oyó un sonido, como el de un tapón de corcho al salir del cuello de una botella, y el suelo se tiñó de rojo. Entonces se oyó un ruido escalofriante, no un grito de batalla ni una maldición, sino un aullido que realmente helaba la sangre.

La espada de Musashi silbaba al cortar el aire atrás y adelante, y una reverberación en su propio cuerpo le decía cuándo entraba en contacto con hueso humano. La hoja salpicaba sangre y seso. Dedos y brazos volaban por el aire.

Los rōnin habían acudido a contemplar la carnicería, no a participar en ella, pero su debilidad había hecho que Musashi los atacara primero. Al principio habían resistido bastante bien, porque creían que los sacerdotes acudirían pronto en su ayuda. Pero los sacerdotes permanecían silenciosos e inmóviles mientras Musashi liquidaba rápidamente a cinco o seis rōnin, llenando de confusión a los demás. Poco después daban tajos frenéticos en todas direcciones, lesionándose a menudo entre ellos mismos.

Durante casi todo el tiempo, Musashi no era realmente consciente de lo que estaba haciendo. Se encontraba en una especie de trance, un sueño sanguinario en el que cuerpo y alma se concentraban en la espada de tres pies de largo. De manera inconsciente, toda su experiencia vital, el conocimiento que le había inculcado su padre, lo que había aprendido en Sekigahara, las teorías que había escuchado en las diversas escuelas de esgrima, las lecciones que le habían enseñado las montañas y los árboles, todo se integraba en los rápidos movimientos de su cuerpo. Se convirtió en un torbellino descarnado que diezmaba el rebaño de rōnin, los cuales, por su mismo pasmo, se ponían al alcance de su espada.

Durante la breve duración del combate, uno de los sacerdotes contó el número de veces que Musashi inhalaba y exhalaba. Todo terminó antes de que hubiera exhalado por vigésima vez.

Musashi estaba empapado en la sangre de sus víctimas. Los pocos rōnin restantes también estaban ensangrentados. Había sangre en la tierra, la hierba, incluso el aire. Uno de ellos lanzó un grito, y los rōnin supervivientes se dispersaron en todas direcciones.

Mientras sucedía todo esto, Jōtarō estaba absorto en sus plegarias. Con las manos juntas y los ojos alzados al cielo, imploraba:

—¡Oh, dioses del cielo, acudid en su ayuda! Mi maestro está ahí, en la planicie, y le superan irremediablemente en número. Es débil, pero no es un mal hombre. ¡Por favor, ayudadle!

A pesar de las instrucciones que le había dado Musashi de que se marchara, no podía hacerlo. El lugar donde finalmente había decidido sentarse, con el sombrero y la máscara a su lado, era un otero desde donde podía ver la escena alrededor de la fogata, a lo lejos.

—¡Hachiman! ¡Kompira! ¡Dios del santuario de Kasuga! ¡Mirad! Mi maestro se encamina en línea recta al enemigo. ¡Oh, dioses del cielo protegedle! Está fuera de sí. Normalmente es suave y gentil, pero ha estado un poco raro desde esta mañana. ¡Debe de estar loco, pues de lo contrario no se habría enfrentado a todos al mismo tiempo! ¡Oh, por favor, por favor, ayudadle!

Tras invocar a las deidades un centenar de veces más, no observó ningún resultado patente de sus esfuerzos y empezó a enfadarse. Finalmente gritó:

—¿Es que no hay dioses en esta tierra? ¿Vais a permitir que ganen los malvados y muera el hombre bueno? ¡Si lo hacéis, entonces todo lo que siempre me han enseñado acerca del bien y el mal es mentira! ¡No podéis dejar que lo maten! ¡Si lo hacéis, os escupiré a la cara!

Cuando vio que Musashi estaba rodeado, sus invocaciones se convirtieron en maldiciones, dirigidas no sólo al enemigo, sino también a los mismos dioses; entonces, dándose cuenta de que la sangre derramada no era la de su maestro, cambió de canción.

—¡Mirad! ¡Después de todo mi maestro no es un hombre débil! ¡Los está derrotando!

Era la primera vez que Jōtarō veía a los hombres luchar a muerte como bestias, la primera vez que veía tanta sangre derramada. Empezó a sentirse como si estuviera en medio de la refriega y también cubierto de sangre. El corazón le latía con violencia, era presa de la exaltación y el vértigo.

—¡Miradle! ¡Os dije que podía hacerlo! ¡Qué ataque! ¡Y mirad a esos sacerdotes estúpidos, alineados como un grupo de cuervos graznadores, temerosos de dar un paso!

Pero esta última observación era prematura, pues mientras hablaba los sacerdotes del Hōzōin empezaron a avanzar sobre Musashi.

—¡Oh, no, esto pinta mal! Están atacándole otra vez. ¡Musashi está en apuros!

Olvidándolo todo, fuera de sí a causa de la inquietud, Jōtarō corrió como una bola de fuego hacia el escenario del desastre inminente.

El abad Inshun dio la orden de atacar, y en un instante, con un tremendo estruendo de voces, los lanceros entraron en acción. Sus armas destellantes silbaron en el aire mientras se diseminaban como abejas salidas de una colmena. Sus cabezas afeitadas les daban un aspecto todavía más bárbaro.

Las lanzas que empuñaban eran todas diferentes, con una amplia variedad de hojas, las habituales en punta y de forma cónica, otras planas, cruciformes o ganchudas… Cada sacerdote usaba el tipo que prefería. Aquel día tenían la oportunidad de ver cómo las técnicas que perfilaban con sus prácticas surtían efecto en el combate real.

Mientras se desplegaban, Musashi, que esperaba un ataque engañoso, saltó hacia atrás y se puso en guardia. Fatigado y un poco aturdido por el encuentro anterior, aferraba con fuerza la empuñadura de su espada. Estaba pegajosa de sangre, y una mezcla de ésta y sudor le empañaba la visión, pero Musashi había decidió morir magníficamente, si tenía que morir.

Para su sorpresa, el ataque no se produjo. En vez de lanzarse, como preveía, contra él, los sacerdotes cayeron como perros furiosos sobre sus antiguos aliados, persiguiendo a los rōnin que habían huido y golpeándolos sin misericordia mientras ellos protestaban a gritos. Los desprevenidos rōnin, que trataban inútilmente de dirigir a los lanceros contra Musashi, fueron ensartados, rajados, alanceados en la boca, cortados por la mitad y atacados de otras maneras, hasta que no quedó uno solo con vida. La matanza fue tan completa como sanguinaria.

Musashi no podía creer lo que estaba viendo. ¿Por qué los sacerdotes habían atacado a sus seguidores? ¿Y por qué lo habían hecho de una manera tan virulenta? Él mismo había luchado poco antes como un animal salvaje, y ahora apenas podía contemplar la ferocidad con que aquellos representantes del clero mataban a los rōnin. Habiéndose transformado por unos momentos en una bestia sin pensamiento, ahora volvía a su estado normal al ver a otros transformados de una manera similar. Era una experiencia calmante.

Entonces notó que le tiraban de brazos y piernas. Bajó la vista y encontró a Jōtarō, que vertía lágrimas de alivio. Por primera vez, se relajó.

Cuando finalizó el combate, el abad se le acercó y, con una actitud digna y cortés, le dijo:

—Supongo que eres Miyamoto. Es un honor conocerte. —Era un hombre alto y de tez clara. Musashi se sintió un tanto intimidado por su aspecto, así como la serenidad que irradiaba. Con cierta confusión, limpió su espada y la enfundó, pero de momento no sabía qué decir—. Permíteme que me presente —siguió diciendo el sacerdote—. Soy Inshun, abad del Hōzōin.

—Así pues, eres el maestro de la lanza —dijo Musashi.

—Lamento haber estado ausente cuando nos visitaste hace poco. También estoy algo desazonado porque mi discípulo Agón luchó tan mal.

¿Lamentaba la actuación de Agón? Musashi se preguntó si debería limpiarse las orejas. Permaneció en silencio un momento, pero antes de que encontrara una manera apropiada de responder al tono cortés de Inshun, tuvo que desenmarañar la confusión de su mente. Aún no podía imaginar por qué los sacerdotes se habían vuelto contra los rōnin, no se le ocurría ninguna explicación posible. Incluso estaba un tanto perplejo porque seguía con vida.

—Ven y lávate un poco para quitarte esa sangre —le dijo el abad—. Necesitas descansar.

Inshun le acompañó a la fogata. Jōtarō les siguió a corta distancia.

Los sacerdotes habían cortado en tiras un gran paño de algodón y estaban limpiando sus lanzas. Gradualmente se reunieron alrededor del fuego, sentándose con Inshun y Musashi como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo corriente. Empezaron a charlar entre ellos.

—Mirad, ahí arriba —dijo uno de ellos, señalando.

—Ah, los cuervos han notado el olor de la sangre. Están graznando sobre los cadáveres.

—¿Por qué no les hincan el pico?

—Ya lo harán, en cuanto nos vayamos. Se pelearán para participar en el festín.

Los macabros comentarios continuaron. Musashi tenía la impresión de que no iba a averiguar nada a menos que lo preguntara. Miró a Inshun y le dijo:

—¿Sabes? Creía que tú y tus hombres habíais venido aquí para atacarme y estaba decidido a enviar a tantos de vosotros como pudiera a la tierra de los muertos. No comprendo por qué me tratáis así.

Inshun se echó a reír.

—Verás, no te consideramos necesariamente como un aliado, pero hoy nuestro verdadero propósito era hacer un poco de limpieza doméstica.

—¿Llamas a lo que ha ocurrido limpieza doméstica?

—Eso es —dijo Inshun, señalando el horizonte—. Pero creo que podríamos esperar un poco y dejar que Nikkan te lo explique. Estoy seguro de que esa mota en el borde de la planicie es él.

En aquel mismo momento, en el otro lado de la planicie, un jinete le decía a Nikkan:

—Caminas rápido para tu edad, ¿eh?

—No soy rápido. Tú eres lento.

—Eres más ágil que los caballos.

—¿Por qué no habría de serlo? Soy un hombre.

El viejo sacerdote, único que iba a pie, caminaba al paso de los jinetes, hacia el humo de la fogata.

Cuando el grupo se aproximó, los sacerdotes susurraron entre ellos:

—Es el viejo maestro.

Tras haberlo confirmado, retrocedieron una buena distancia y se alinearon ceremoniosamente, como si fuesen a celebrar un rito sagrado, para saludar a Nikkan y su séquito.

—¿Os habéis encargado de todo? —inquirió Nikkan nada más llegar.

Inshun hizo una reverencia y respondió:

—Tal como ordenaste. —Entonces se volvió hacia los oficiales y añadió—: Gracias por venir.

Mientras los samuráis saltaban uno tras otro de sus caballos, su jefe replicó:

—No es ninguna molestia. ¡Gracias a ti por hacer el verdadero trabajo!… Vamos a ello, muchachos.

Los oficiales fueron a inspeccionar los cadáveres y tomaron algunas notas. Luego su jefe regresó al lado de Inshun.

—Enviaremos gente de la ciudad para que limpien el estropicio. Por favor, dejadlo todo tal como está.

Dicho esto, los cinco hombres montaron de nuevo en sus caballos y se alejaron.

Nikkan hizo saber a los sacerdotes que ya no eran necesarios. Tras hacerle reverencias, empezaron a marcharse en silencio. También Inshun se despidió de Nikkan y Musashi y se alejó.

En cuanto los hombres se hubieron ido, hubo una gran cacofonía. Los cuervos se abatieron, aleteando gozosamente.

Farfullando por encima de aquel estrépito, Nikkan se acercó a Musashi y le dijo con naturalidad:

—Perdóname si te ofendí el otro día.

—En absoluto. Fuiste muy amable. Soy yo quien debe darte las gracias. —Musashi se arrodilló e hizo una profunda reverencia ante el viejo sacerdote.

—Levántate del suelo —le ordenó Nikkan—. Este campo no es lugar para hacer reverencias.

Musashi se puso en pie.

—¿Te ha enseñado algo la experiencia que has tenido aquí? —le preguntó el sacerdote.

—Ni siquiera estoy seguro de lo que ha ocurrido. ¿Puedes decírmelo?

—Por supuesto —respondió Nikkan—. Esos oficiales que acaban de marcharse trabajan a las órdenes de Ōkubo Nagayasu, quien ha sido enviado recientemente para administrar Nara. Son nuevos en el distrito y los rōnin han aprovechado su desconocimiento del lugar… asaltando a inocentes transeúntes, haciendo chantajes, jugando, largándose con las mujeres, allanando las casas de las viudas…, causando toda clase de problemas. Los hombres del administrador no podían controlarlos, pero sabían que había unos quince cabecillas, incluidos Dampachi y Yasukawa.

—Como sabes, ese Dampachi y sus compinches te tomaron ojeriza. Como temían atacarte, idearon lo que les pareció un plan inteligente, según el cual los sacerdotes del Hōzōin lo harían por ellos. Las difamaciones acerca del templo, atribuidas a ti, fueron obra suya, lo mismo que los carteles. Se aseguraron de que yo fuese informado de todo ello, presumiblemente convencidos de que soy estúpido.

Los ojos de Musashi tenían un brillo risueño mientras escuchaba.

—Lo pensé un poco y llegué a la conclusión de que era una oportunidad ideal para hacer una limpieza doméstica en Nara —siguió diciendo el abad—. Le hablé a Inshun de mi plan, él estuvo de acuerdo y ahora todo el mundo es feliz…, los sacerdotes, los administradores y también los cuervos. ¡Ja, ja!

Había otra persona que también era supremamente feliz. El relato de Nikkan había disipado todas las dudas y temores de Jōtarō, el cual estaba como en éxtasis. Empezó a entonar una cancioncilla improvisada mientras danzaba como un pájaro aleteante.

¡Una limpieza doméstica, oh,

una limpieza doméstica!

Al oír su voz sin afectación, Musashi y Nikkan se volvieron a mirarle. El muchacho se había puesto la máscara de la curiosa sonrisa y señalaba con su espada de madera los cuerpos diseminados. Asestando de vez en cuando un golpe a las aves, siguió cantando:

Sí, vosotros, cuervos,

en ocasiones

es necesaria una limpieza doméstica,

pero no sólo en Nara.

Así la naturaleza

lo renueva todo.

Para que la primavera brote de nuevo,

quemamos las hojas,

quemamos los campos.

A veces queremos que nieve,

a veces queremos una limpieza doméstica.

¡Oh, vosotros, cuervos!

¡Comed a gusto! ¡Qué festín!

Sopa directa de las cuencas de los ojos

y espeso sake rojo.

Pero no toméis demasiado,

o sin duda os emborracharéis.

—¡Ven aquí, muchacho! —le dijo severamente Nikkan—. Deja de hacer el tonto y tráeme unas piedras.

—¿Como ésta? —preguntó Jōtarō, cogiendo una piedra que estaba cerca de sus pies y mostrándosela.

—Sí, como ésa. ¡Trae muchas!

—¡Sí, señor!

Mientras el chico recogía las piedras, Nikkan se sentó y escribió en cada una Namu Myōhō Renge-kyō, la sagrada invocación de la secta Nichiren. Luego se las devolvió a Jōtarō y le pidió que las esparciera entre los muertos. Mientras el pequeño así lo hacía, Nikkan juntó las palmas y entonó una sección del Sutra del Loto.

—Esto cuidará de ellos —dijo al finalizar—. Ahora los dos podéis continuar vuestro camino. Yo regresaré a Nara.

El anciano se marchó tan bruscamente como había llegado, caminando con su acostumbrada rapidez, antes de que Musashi hubiera tenido ocasión de darle las gracias o convenir cuándo volverían a verse.

Musashi se quedó mirando un momento al anciano que se retiraba y, de repente, corrió hasta darle alcance.

—¡Reverendo sacerdote! ¿No te olvidas de algo? —Dio unos golpecitos a su espada mientras le hacía esta pregunta.

—¿Qué?

—No me has dado ninguna orientación, y, como no puedo saber cuándo volveremos a vernos, apreciaría algún consejo tuyo.

La boca desdentada del abad emitió su peculiar risa seca.

—¿Es que no lo entiendes todavía? Lo único que puedo enseñarte es que eres demasiado fuerte. Si sigues enorgulleciéndote de tu fuerza, no llegarás a los treinta años. Ya ves, hoy mismo podrían haberte matado fácilmente. Piensa en ello y decide cómo vas a comportarte en el futuro.

Musashi le escuchaba en silencio.

—Hoy has logrado algo, pero no ha estado bien ni mucho menos. Como aún eres joven, no puedo culparte, pero es un grave error creer que el camino del samurái no consiste más que en una demostración de fuerza. No obstante, yo tiendo a pecar del mismo defecto, por lo que no estoy realmente cualificado para aleccionarte. Debes estudiar cómo han vivido Yagyū Sekishūsai y el señor Kōizumi de Ise. Sekishūsai fue mi maestro, y el señor de Kōizumi el suyo. Si los tomas por modelos y tratas de seguir sus pasos, puede que llegues a conocer la verdad.

Cuando Nikkan calló, Musashi, que había estado mirando el suelo, profundamente pensativo, alzó la vista. El anciano sacerdote ya había desaparecido.