El Hōzōin

Los estudiantes de las artes marciales conocían invariablemente el Hōzōin. Si un hombre que afirmaba ser un estudiante serio se refería a él como a otro templo cualquiera, ésa era razón suficiente para que le considerasen como un impostor. También entre la población local era algo bien sabido, aunque, curiosamente, pocos estaban familiarizados con el Depósito Shōsōin que, con su inapreciable colección de objetos de arte antiguos, era mucho más importante.

El templo estaba situado en la colina Abura, en medio de un vasto y frondoso bosque de cedros. Era exactamente la clase de lugar que habitarían los duendes. También allí había recordatorios de las glorias del período de Nara, las ruinas de un templo, el Ganrin'in, y de la enorme casa de baños pública construida por la emperatriz Kōmyō para los pobres, pero todo lo que quedaba de esos edificios eran las piedras diseminadas de los cimientos que sobresalían entre el musgo y los hierbajos.

Musashi consiguió orientarse sin dificultad hasta la colina Abura, pero una vez allí miró a su alrededor con perplejidad, pues el bosque era un nido que cobijaba a otros muchos templos. Los cedros habían resistido los embates del invierno y se habían bañado con las primeras lluvias primaverales, y ahora el verdor de sus hojas era el más intenso. Por encima de sus ramajes se podía distinguir a la luz crepuscular las suaves curvas femeninas del monte Kasuga. Las montañas lejanas aún estaban iluminadas por la brillante luz del sol.

Aunque ninguno de los templos parecía ser el que buscaba, Musashi fue de portal en portal inspeccionando las placas en las que estaban inscritos sus nombres. Tan absorta estaba su mente en encontrar el Hōzōin, que cuando vio el letrero del Ōzōin al principio lo leyó mal, puesto que sólo el primer carácter, el que se leía Ō, era diferente. Aunque en seguida se dio cuenta de su error, de todos modos echó un vistazo al interior. El Ōzōin parecía pertenecer a la secta Nichiren. Por lo que Musashi sabía, el Hōzōin era un templo Zen que no tenía ninguna conexión con Nichiren.

Mientras permanecía allí en pie, un joven monje que regresaba al Ōzōin pasó por su lado y le miró con suspicacia.

Musashi se quitó el sombrero y le preguntó:

—¿Podría molestarte pidiéndote cierta información?

—¿Qué quieres saber?

—¿Es éste el templo llamado Ōzōin?

—Sí, eso es lo que dice en la placa.

—Me han dicho que el Hōzōin está en la colina Abura. ¿Es cierto?

—Está justo detrás de este templo. ¿Vas ahí a un encuentro de esgrima?

—Sí.

—Entonces permíteme que te dé un consejo. Olvídalo.

—¿Por qué?

—Es peligroso. Comprendo que alguien impedido de nacimiento vaya ahí a que le enderecen las piernas, pero no veo ninguna razón por la que cualquiera con unos buenos miembros rectos haya de ir ahí para que le dejen paralítico.

El monje tenía un buen físico y era un tanto distinto del monje corriente de la secta Nichiren. Según él, el número de aspirantes a guerreros había crecido tanto que incluso en el Hōzōin habían llegado a considerarlos como un estorbo. Al fin y al cabo, el templo era un santuario para la luz de la ley de Buda, como indicaba su nombre. Su verdadero interés radicaba en la religión, y las artes marciales eran sólo una actividad secundaria, por así decirlo.

Kakuzenbō In'ei, el abad anterior, había visitado con frecuencia a Yagyū Muneyoshi. A través de su asociación con éste y su amigo, el señor Kōizumi de Ise, el abad se había interesado por las artes marciales y finalmente se había dedicado a la esgrima como pasatiempo. Luego había ideado nuevas maneras de usar la lanza, lo cual, como Musashi ya sabía, era el origen del tan estimado estilo Hōzōin.

In'ei tenía ahora ochenta y cuatro años y estaba completamente senil. Apenas veía a nadie, e incluso cuando recibía una visita era incapaz de seguir la conversación. Sólo podía estar sentado y hacer movimientos ininteligibles con su boca desdentada. No parecía comprender nada de lo que le decían. En cuanto a la lanza, la había olvidado del todo.

—Como puedes ver —concluyó el monje tras explicarle todo esto—, no te serviría de mucho ir ahí. Probablemente no podrías entrevistarte con el maestro, y aunque lo hicieras, no aprenderías nada. —Sus bruscos modales dejaron bien claro que estaba deseoso de librarse de Musashi.

Aunque era consciente de que el monje no le tomaba en serio, Musashi insistió:

—He oído hablar de In'ei y sé que es cierto lo que has dicho de él. Pero también sé que un sacerdote llamado Inshun se ha convertido en su sucesor. Dicen que aún está estudiando pero que ya conoce todos los secretos del estilo Hōzōin. Según lo que he oído, aunque ya tiene muchos estudiantes, nunca se niega a orientar a quien le visita.

—Ah, Inshun —dijo el monje desdeñosamente—. Son rumores infundados. Inshun es en realidad un alumno del abad del Ōzōin. Después de que In'ei empezara a acusar su edad, nuestro abad creyó que sería vergonzoso que la reputación del Hōzōin se echara a perder, por lo que enseñó a Inshun los secretos de la lucha con lanza, lo que él mismo había aprendido de In'ei, y luego se encargó de que Inshun fuese nombrado abad.

—Comprendo —dijo Musashi.

—Pero ¿aún quieres ir ahí?

—Bueno, después de haber viajado tanto…

—Sí, claro.

—Has dicho que está detrás de aquí. ¿Es mejor dar la vuelta por la izquierda o la derecha?

—No es necesario que des la vuelta. Es mucho más rápido ir directamente a través de nuestro templo. No tiene pérdida.

Musashi le dio las gracias y pasó ante la cocina del templo, hacia el fondo del recinto, que con su almacén de pasta de alubias y una huerta de considerable tamaño, se parecía mucho al terreno alrededor de la casa de un agricultor acaudalado. Más allá del jardín vio el Hōzōin.

Caminando por el suelo blando entre hileras de colza, rábanos y cebolletas, vio que a un lado había un viejo cortando verduras. Encorvado sobre su azada, miraba atentamente la hoja. Todo lo que Musashi podía ver de su rostro era un par de cejas blancas como la nieve, y aparte del ruido de la azada al chocar con las piedras, el silencio era absoluto.

Musashi supuso que el anciano era un monje del Ōzōin. Se dispuso a dirigirle la palabra, pero el hombre estaba tan absorto en su trabajo que le pareció descortés molestarle.

Sin embargo, al pasar en silencio por su lado, se dio cuenta repentinamente de que el viejo le estaba mirando los pies por el rabillo del ojo. Aunque el hombre no se movía ni hablaba, Musashi sintió que una fuerza aterradora le atacaba, una fuerza como la del relámpago que rasga las nubes. Aquello no era una ensoñación. Sentía realmente que la misteriosa energía atravesaba su cuerpo y, aterrado, dio un salto. Se sentía acalorado, como si acabara de evitar un golpe mortífero de espada o lanza.

Mirando por encima del hombro, vio que el hombre encorvado aún estaba vuelto hacia él mientras la azada seguía su movimiento incesante. «¿Qué diablos habrá sido eso?», se preguntó, pasmado por la energía que le había golpeado.

Cuando llegó a la entrada del Hōzōin su curiosidad seguía viva. Mientras esperaba que saliera un servidor, pensó: «Inshun debe de ser todavía joven. El monje ha dicho que In'ei está senil y se ha olvidado por completo de la lanza, pero me pregunto…». El incidente en el jardín permanecía en el fondo de su mente.

Llamó a voz en cuello dos veces más, pero la única respuesta fue el eco de los árboles circundantes. Reparó en un gong grande al lado de la entrada y lo tocó. Casi de inmediato le llegó la respuesta desde lo más profundo del templo.

Un sacerdote salió a recibirle, un hombre alto y fornido. De haber sido uno de los sacerdotes-guerreros del monte Hiei, podría haber estado al frente de un batallón. Acostumbrado como estaba a recibir con mucha frecuencia visitas de gente como Musashi, le dirigió una breve mirada e inquirió:

—¿Eres un shugyōsha?

—Sí.

—¿A qué has venido?

—Quisiera conocer al maestro.

—Entra —le dijo el sacerdote, e hizo un gesto hacia la derecha de la entrada, sugiriendo indirectamente a Musashi que debía lavarse los pies primero.

Había un barril rebosante de agua suministrada por una tubería de bambú y, apuntando aquí y allá, unos diez pares de sandalias desgastadas y sucias.

Musashi siguió al sacerdote por un corredor ancho y oscuro. El religioso le mostró una antesala y le dijo que esperase. Flotaba en el aire el olor a incienso, y a través de la ventana se veían las anchas hojas de un llantén. Aparte de las maneras poco ceremoniosas del gigante que le había franqueado la entrada, nada de lo que veía indicaba que hubiera algo fuera de lo corriente en aquel templo.

Cuando reapareció, el sacerdote le tendió un registro y un tintero, diciéndole:

—Escribe tu nombre, dónde has estudiado y qué estilo utilizas. —Le habló como si diera instrucciones a un niño.

El título del registro decía: «Lista de personas que visitan este templo para estudiar. Administrador del Hōzōin». Musashi abrió el libro y echó un vistazo a los nombres, cada uno anotado bajo la fecha en la que el samurái o estudiante había realizado su visita. Siguiendo el estilo de la última entrada, anotó la información requerida, omitiendo el nombre de su maestro.

El sacerdote, por supuesto, estaba especialmente interesado en ese dato.

La respuesta de Musashi fue esencialmente la misma que diera en la escuela Yoshioka. Había practicado el uso de la porra bajo la dirección de su padre, «sin poner demasiado empeño en ello». Desde que decidió estudiar en serio, tomó por maestro cuanto hay en el universo, así como los ejemplos dados por sus predecesores en todo el país. Terminó diciendo:

—Todavía estoy en proceso de aprendizaje.

—Humm. Probablemente ya lo sepas, pero desde la época de nuestro primer maestro, el Hōzōin ha sido celebrado en todas partes por sus técnicas de lanza. La lucha que se realiza aquí es ruda, y no hay excepciones. Antes de que sigas adelante, quizá deberías leer lo que está escrito al comienzo del registro.

Musashi cogió el libro, lo abrió y leyó la estipulación, que antes había pasado por alto. Decía así: «Habiendo acudido aquí con el propósito de estudiar, absuelvo al templo de toda responsabilidad en caso de que sufra lesiones físicas o fallezca».

—Estoy de acuerdo —dijo Musashi con una leve sonrisa.

Aquello no era más que sentido común para cualquiera decidido a convertirse en un guerrero.

—Muy bien. Ven por aquí.

El dōjō era inmenso. Los monjes debían de haber sacrificado una sala de lectura o algún otro gran edificio del templo para crearlo. Musashi nunca había visto una sala con columnas de semejante circunferencia, y también observó restos de pintura, pan de oro y pigmento blanco en el armazón del montante, cosas que no se encontraban en las salas de práctica ordinarias.

Musashi no era el único visitante. Más de diez estudiantes-guerreros estaban sentados en la zona de espera, con un número similar de estudiantes-sacerdotes. Además, había varios samuráis que parecían meros observadores. Todos estaban tensos, observando a dos lanceros en un encuentro de práctica. Nadie miró hacia Musashi cuando se sentó en un rincón.

Según un letrero que colgaba de la pared, si cualquiera quería luchar con lanzas auténticas el desafío debía ser aceptado, pero los combatientes que ahora estaban en la pista utilizaban largas varas de roble. No obstante, un golpe con aquellas lanzas de práctica podía ser en extremo doloroso, incluso fatal.

Al cabo de un rato uno de los luchadores fue derribado, y mientras regresaba cojeando y derrotado a su sitio, Musashi vio que uno de sus muslos ya se había hinchado hasta adquirir el tamaño de un tronco. Incapaz de sentarse, se apoyó con dificultad en una rodilla y extendió adelante la pierna herida.

—¡El siguiente! —gritó el hombre que estaba en la pista, un sacerdote de modales singularmente arrogantes.

Llevaba atadas a la espalda las mangas de su hábito, y todo su cuerpo, piernas, brazos, hombros, incluso la frente, parecía consistir en músculos abultados. La vara de roble que sostenía en posición vertical medía por lo menos diez pies de largo.

Entonces habló uno de los hombres que habían llegado aquel día. Se ató las mangas con una correa de cuero y salió a la pista de prácticas. El sacerdote permaneció inmóvil mientras su adversario iba a la pared, elegía una alabarda y se enfrentaba a él. Hicieron sendas reverencias, como era de rigor, pero apenas habían terminado cuando el sacerdote emitió un aullido como de sabueso salvaje y simultáneamente descargó su vara sin miramientos en el cráneo del otro.

—El siguiente —dijo, volviendo a su posición original.

Eso fue todo: el retador estaba listo. No parecía muerto todavía, pero el mero acto de alzar la cabeza del suelo era superior a sus fuerzas. Un par de estudiantes-sacerdotes salieron a la pista y se lo llevaron cogido por las mangas y la cintura del kimono. En el suelo, detrás de él, se extendía un reguero de saliva mezclada con sangre.

—¡El siguiente! —gritó de nuevo el sacerdote, con el mismo malhumor.

Al principio Musashi creyó que era el maestro de segunda generación Inshun, pero los hombres sentados a su alrededor le dijeron que no, que era Agón, uno de los discípulos veteranos que eran conocidos como los «Siete pilares del Hōzōin». Añadieron que Inshun nunca tenía que intervenir personalmente en un encuentro, porque uno de aquéllos siempre ponía a los retadores fuera de combate.

—¿No hay nadie más? —bramó Agón, ahora sosteniendo la lanza de práctica horizontalmente.

El fornido administrador estaba comparando su registro con las caras de los hombres que esperaban. Señaló a uno.

—No, hoy no… Volveré en algún otro momento.

—¿Y tú?

—No, hoy no me siento del todo en condiciones.

Uno tras otro renunciaron, hasta que Musashi vio que el dedo le señalaba.

—¿Y tú?

—Si te place…

—¿«Si te place»? ¿Qué significa eso?

—Significa que me gustaría luchar.

Musashi se levantó y todos los ojos se centraron en él. El altivo Agón se había retirado de la pista y charlaba animadamente con un grupo de sacerdotes, pero cuando pareció que había salido otro retador, hizo una mueca de hastío y dijo con indolencia:

—Que alguien me sustituya.

—Adelante —le acuciaron—. Hay sólo uno más.

Agón cedió y regresó con indiferencia al centro de la pista. Cogió de nuevo la reluciente vara de madera negra, con la que parecía totalmente familiarizado. En rápido orden, adoptó una actitud de ataque, dio la espalda a Musashi y atacó en la otra dirección.

—¡Yaaa! —gritó como un rocho enfurecido, abalanzándose hacia la pared del fondo y golpeando salvajemente con la lanza una sección utilizada para prácticas.

Las tablas habían sido sustituidas poco antes, pero pese a la elasticidad de la madera nueva, la lanza sin hoja de Agón las rompió.

—¡Yuuu!

Su grotesco grito de triunfo reverberó en la sala mientras extraía la lanza, y avanzó hacia Musashi, dando pasos de danza más que andando, el vapor alzándose de su cuerpo musculoso. Se apostó a cierta distancia y miró furibundo a su contrincante. Musashi había salido sólo con su espada de madera, y ahora permanecía inmóvil y, al parecer, un poco sorprendido.

—¡Preparado! —gritó Agón.

Se oyó una risa seca al otro lado de la ventana, y una voz dijo:

—¡No seas necio, Agón! ¡Mira, patán estúpido, mira! No vas a habértelas con una tabla.

Sin variar su postura, Agón miró hacia la ventana.

—¿Quién está ahí? —gritó.

La risa continuó, y entonces se hicieron visibles por encima del alféizar, como si las hubiera colgado allí un anticuario, una calva reluciente y un par de cejas blancas como la nieve.

—No te hará ningún bien, Agón. Esta vez no. Deja que el hombre espere hasta pasado mañana, cuando regrese Inshun.

Musashi, que también había vuelto la cabeza hacia la ventana, vio que se trataba del anciano al que había visto camino del Hōzōin, pero apenas lo había reconocido cuando la cabeza desapareció.

Agón hizo caso de la advertencia del anciano hasta el punto de relajar la sujeción del arma, pero en cuanto su mirada volvió a cruzarse con la de Musashi, lanzó un juramento en dirección a la ventana ahora vacía… e hizo caso omiso del consejo que había recibido.

Mientras Agón aferraba con renovada fuerza su lanza, Musashi, deseoso de guardar las formas, le preguntó:

—¿Estás preparado ahora?

Esta solicitud encolerizó a Agón. Sus músculos eran como el acero, y cuando saltó, lo hizo con una ligereza temible. Sus pies parecían estar en el suelo y el aire al mismo tiempo, vibrando como la luz de la luna en las olas del mar.

Musashi seguía perfectamente inmóvil, o así lo parecía. No había nada notable en su postura: sostenía la espada extendida con las dos manos, pero como era algo más bajo que su adversario y sin una musculatura tan espectacular, casi daba una impresión de informalidad. La mayor diferencia estaba en los ojos. La mirada de Musashi era aguda como la de un pájaro, sus pupilas un coral claro teñido de sangre.

Agón sacudió la cabeza, quizá para eliminar los torrentes de sudor que le brotaban de la frente, tal vez para alejar las palabras de advertencia del anciano. ¿Habían hecho mella en él? ¿Intentaba apartarlas de su mente? Fuera cual fuese el motivo, lo cierto era que estaba agitado en extremo. Cambió de posición repetidas veces, tratando de provocar a Musashi, pero éste seguía inmóvil.

La arremetida de Agón estuvo acompañada de un grito desgarrador. En la fracción de segundo que decidió el encuentro, Musashi paró el golpe y contraatacó.

—¿Qué ha ocurrido?

Los sacerdotes compañeros de Agón corrieron hacia él y formaron a su alrededor un círculo negro. En medio de la confusión generalizada, alguien tropezó con su lanza de prácticas y quedó tumbado en el suelo.

Uno de los sacerdotes se levantó, con las manos y el pecho manchados de sangre, y gritó:

—¡Medicina! Traed la medicina. ¡Rápido!

—No necesitaréis ninguna medicina —dijo el anciano, que acababa de entrar en la sala y había evaluado rápidamente la situación. Su semblante reflejaba la irritación que sentía—. Si hubiera creído que la medicina le salvaría, no habría intentado detenerle en primer lugar. ¡El muy idiota!

Nadie prestaba atención a Musashi. Éste, a falta de algo mejor que hacer, regresó a la puerta principal y empezó a calzarse las sandalias.

El anciano le siguió.

—¡Tú! —le dijo.

Musashi replicó por encima del hombro:

—¿Sí?

—Me gustaría cambiar unas palabras contigo. Vuelve adentro.

Acompañó a Musashi a una habitación detrás de la sala de prácticas, una celda sencilla, cuadrada, cuya única abertura en las cuatro paredes era la puerta. Una vez sentados, el anciano le dijo:

—Sería más apropiado por parte del abad venir a saludarte, pero está de viaje y no volverá hasta dentro de dos o tres días. Así pues, actuaré en su nombre.

—Eres muy amable —dijo Musashi, inclinando la cabeza—. Agradezco el buen adiestramiento que he recibido hoy, pero creo que debería disculparme por el cariz desafortunado que ha tenido…

—¿Por qué? Esa clase de cosas ocurren. Tienes que estar dispuesto a aceptarlas antes de empezar la lucha. No dejes que eso te preocupe.

—¿Son graves las lesiones de Agón?

—Ha tenido una muerte instantánea —respondió el anciano. Su aliento fue como un viento frío en el rostro de Musashi.

—¿Ha muerto? —Y dijo para sus adentros: «Así que ha vuelto a ocurrir».

Otra vida segada por su espada de madera. Cerró los ojos e invocó en su corazón el nombre de Buda, como había hecho en similares ocasiones en el pasado.

—¡Joven!

—Sí, señor.

—¿Te llamas Miyamoto Musashi?

—Así es.

—¿Con quién has estudiado las artes marciales?

—No he tenido maestro en el sentido ordinario. Mi padre me enseñó a manejar la porra en mi infancia. Desde entonces, he seleccionado una serie de tácticas de samuráis mayores en diversas provincias. También he pasado algún tiempo viajando por el campo, aprendiendo de las montañas y los ríos, a los que también considero como maestros.

—Pareces tener la actitud correcta. ¡Pero eres tan fuerte…! ¡Demasiado fuerte!

Creyendo que le estaba alabando, Musashi se sonrojó y dijo:

—¡Oh, no! Aún soy inmaduro. Siempre cometo errores.

—Eso no es lo que quiero decir. Tu fuerza constituye tu problema. Debes aprender a controlarla, a debilitarte.

—¿Cómo? —replicó Musashi, perplejo.

—Recordarás que hace un rato pasaste por la huerta donde estaba trabajando.

—Sí.

—Al verme, diste un salto, ¿verdad?

—Sí.

—¿Por qué lo hiciste?

—Se me ocurrió que podrías usar tu azada como un arma y golpearme las piernas con ella. Y luego, aunque parecías concentrar la atención en el suelo, tu mirada me traspasó de parte a parte. Percibí algo letal en esa mirada, como si estuvieras buscando mi punto flaco… para atacarlo.

El anciano se echó a reír.

—Fue exactamente al revés. Cuando aún estabas a unos cincuenta pies de mí, percibí eso que llamas «algo letal» en el aire. Lo noté en el borde de mi azada…, con tanta fuerza se manifiestan tu espíritu de lucha y tu ambición a cada paso que das. Supe que debía estar preparado para defenderme.

—Si hubiera pasado por mi lado uno de los campesinos locales, yo mismo no habría sido más que un anciano cuidando de las verduras. Es cierto que percibiste beligerancia en mí, pero sólo ha sido un reflejo de la tuya.

Así pues, Musashi había estado en lo cierto al pensar, incluso antes de que intercambiaran las primeras palabras, que aquél no era un hombre ordinario. Ahora tenía la intensa sensación de que el sacerdote era el maestro y él un discípulo. Su actitud hacia el anciano de espalda encorvada se hizo adecuadamente deferente.

—Te agradezco la lección que me has dado. ¿Puedo preguntarte tu nombre y tu posición en este templo?

—No pertenezco al Hōzōin. Soy el abad del Ōzōin y me llamo Nikkan.

—Comprendo.

—Soy un viejo amigo de In'ei, y como estudiaba el manejo de la lanza, decidí estudiar con él. Más adelante tuve un par de ideas. Ahora jamás toco el arma.

—Supongo que eso significa que Inshun, el abad actual, es tu discípulo.

—Sí, podrías considerarlo así. Pero los sacerdotes no deberían utilizar en absoluto las armas, y considero desafortunado que el Hōzōin se haya hecho famoso por un arte marcial más que por el fervor religioso. Con todo, algunas personas consideraban que era una lástima que el estilo Hōzōin se extinguiera, por lo que se lo enseñé a Inshun y a nadie más.

—¿Me permitirías quedarme en el templo hasta el regreso de Inshun?

—¿Es que te propones desafiarle?

—Bueno, ya que estoy aquí, me gustaría ver cómo usa su lanza el maestro principal.

Nikkan sacudió la cabeza en un gesto de reproche.

—Es una pérdida de tiempo. Aquí no hay nada que aprender.

—¿De veras?

—Acabas de ver el estilo Hōzōin de lucha con la lanza, cuando has luchado con Agón. ¿Qué más necesitas ver? Si quieres aprender más, obsérvame. Mírame a los ojos.

Nikkan irguió los hombros, adelantó ligeramente la cabeza y miró fijamente a Musashi. Sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. Mientras Musashi le devolvía la mirada, las pupilas de Nikkan brillaron primero con una llama coralina y luego adquirieron gradualmente una profundidad azul celeste. Su resplandor deslumbró la mente de Musashi, el cual apartó la vista. La risa quebradiza de Nikkan era como el ruido de unas tablas completamente secas.

El anciano desvió la mirada sólo cuando un sacerdote más joven entró en la habitación y le susurró algo.

—Tráelo —le ordenó.

Poco después regresó el joven sacerdote con una bandeja y un recipiente redondo de madera que contenía arroz, del cual Nikkan sirvió un cuenco a Musashi.

—Te recomiendo las gachas de té y los encurtidos, llamados encurtidos de Hōzōin porque los hacen aquí…, pepinos rellenos de albahaca y guindilla. Creo que te gustará bastante su sabor.

Mientras Musashi cogía los palillos, volvió a notar la mirada de Nikkan fija en él. Aún no podía saber si su cualidad penetrante se originaba en el interior del sacerdote o si era una respuesta a algo que él mismo emitía. Mordió un encurtido y tuvo la sensación de que el puño de Takuan estaba a punto de golpearle de nuevo o que la lanza cerca del umbral iba a volar hacia él.

Después de que hubiera tomado un cuenco de arroz mezclado con té y dos encurtidos, Nikkan le preguntó:

—¿Te apetece un poco más?

—No, gracias, es suficiente.

—¿Qué te han parecido los encurtidos?

—Muy buenos, gracias.

Cuando ya había salido del templo, la quemazón de la guindilla en su lengua era todo lo que Musashi recordaba del sabor de los encurtidos. Tampoco era aquél el único escozor que experimentaba, pues salió convencido de que, de alguna manera, había sido derrotado. Mientras caminaba lentamente por un bosque de cedros, se decía: «He perdido. ¡Me han aventajado!». A la pálida luz, unas sombras huidizas se cruzaron en su camino, una pequeña manada de ciervos, asustados por sus pasos.

«Cuando era sólo cuestión de fuerza física, gané, pero he salido de allí sintiéndome derrotado. ¿Por qué? ¿Acaso gané externamente sólo para perder dentro de mí?»

De repente se acordó de Jōtarō y dio media vuelta, regresando al Hōzōin, donde todavía ardían las luces. Cuando se anunció, el sacerdote que montaba guardia en la puerta asomó la cabeza y le dijo con indiferencia:

—¿Qué ocurre? ¿Te has olvidado algo?

—Sí. Mañana o pasado vendrá aquí alguien en mi busca.

Cuando lo haga, ¿le dirás que estaré en la vecindad del estanque Sarusawa? Así preguntará por mí en las posadas de allá.

—De acuerdo.

Puesto que la respuesta fue tan despreocupada, Musashi se sintió obligado a añadir:

—Será un muchacho. Se llama Jōtarō y es muy pequeño, por lo que te ruego que le transmitas con claridad el mensaje.

Al desandar de nuevo sus pasos, Musashi musitó para sus adentros: «Eso demuestra que he perdido. Incluso me olvidé de dejarle un mensaje a Jōtarō. ¡He sido derrotado por el viejo abad!». El desaliento de Musashi persistía. Aunque había vencido a Agón, lo único que permanecía en su mente era la inmadurez que había experimentado en presencia de Nikkan. ¿Cómo podría llegar a ser algún día un gran espadachín, el mejor de todos? Tal era el interrogante que le obsesionaba día y noche, y el encuentro de aquel día le había dejado profundamente deprimido.

Más o menos durante los últimos veinte años, la zona entre el estanque de Sarusawa y el curso bajo del río Sai había sido urbanizada de manera constante, y había una mezcolanza de nuevas casas, posadas y tiendas. Recientemente Ōkubo Nagayasu había acudido a la ciudad para gobernarla en nombre de los Tokugawa, y establecido sus oficinas administrativas en las cercanías. En medio de la ciudad se encontraba el establecimiento de un chino de quien se decía que era descendiente de Lin Ho-ching. Había tenido tanto éxito con sus buñuelos rellenos que se estaba construyendo una ampliación del negocio en dirección al estanque.

Musashi se detuvo ante las luces del distrito más activo y se preguntó dónde iba a alojarse. Había muchas posadas, pero debía tener cuidado con los fastos. Al mismo tiempo, deseaba elegir un lugar que no estuviera lejos del camino principal, a fin de que Jōtarō pudiera encontrarle fácilmente.

Acababa de comer en el templo, pero cuando percibió el aroma de los buñuelos rellenos volvió a sentirse hambriento. Entró en el establecimiento, se sentó y pidió un plato lleno. Cuando se lo sirvieron, Musashi observó que el nombre Lin estaba grabado a fuego en la parte inferior de los buñuelos. Al contrario que los encurtidos picantes del Hōzōin, saborear aquellos buñuelos era un placer.

La muchacha que le sirvió el té le preguntó cortésmente:

—¿Dónde piensas alojarte esta noche?

Musashi, que no estaba familiarizado con el distrito, aprovechó la oportunidad para explicar su situación y pedirle consejo. Ella le dijo que uno de los familiares del dueño tenía una pensión donde sería bien recibido, y, sin esperar su respuesta, salió. Volvió poco después en compañía de una mujer de aspecto juvenil, cuyas cejas afeitadas indicaban que estaba casada. Presumiblemente era la esposa del propietario.

La pensión se encontraba en un callejón tranquilo, no lejos del restaurante, y al parecer era una residencia ordinaria que en ocasiones aceptaba huéspedes. La señora sin cejas que le había mostrado el camino dio unos leves golpes en la puerta, y luego se volvió a Musashi y le dijo en voz baja:

—Es la casa de mi hermana mayor, así que no te preocupes por la propina ni nada.

La doncella salió de la casa y las dos intercambiaron susurros durante unos momentos. Satisfecha en apariencia, acompañó a Musashi al segundo piso.

La habitación y su mobiliario eran demasiado buenos para una posada ordinaria, y Musashi se sintió un poco incómodo. Le intrigaba que una casa acomodada como aquélla aceptara huéspedes, y le preguntó los motivos a la doncella, pero ésta se limitó a sonreír y no dijo nada. Como ya había comido, se bañó y fue a acostarse, pero la cuestión seguía intrigándole mientras conciliaba el sueño.

A la mañana siguiente, le dijo a la doncella:

—Espero que venga alguien en mi busca. ¿Podría quedarme uno o dos días hasta que llegue?

—Desde luego —respondió ella, sin preguntarle siquiera a la señora de la casa, la cual no tardó en personarse para presentar sus respetos al huésped.

Era una mujer atractiva, de unos treinta años y piel tersa. Cuando Musashi intentó satisfacer su curiosidad sobre los motivos por los que aceptaba huéspedes, ella replicó riendo:

—A decir verdad, soy viuda… Mi marido era un actor de teatro Noh llamado Kanze… y me atemoriza estar sin un hombre en la casa, con todos esos rōnin mal criados en la vecindad.

Siguió explicando que, si bien las calles estaban llenas de tabernas y prostitutas, a muchos samuráis indigentes no les satisfacían esas diversiones, sonsacaban información a los jóvenes y atacaban las casas donde no había hombres. Llamaban a esto «visitar a las viudas».

—En otras palabras —dijo Musashi—, aceptas hombres como yo para que te sirvan de guardaespaldas, ¿no es cierto?

—Bueno —replicó ella, sonriendo—, como te he dicho, no hay hombres en la casa. Por favor, considérate libre de quedarte todo el tiempo que quieras.

—Comprendo perfectamente. Confío en que te sientas segura durante el tiempo que esté aquí. Tan sólo quisiera pedirte una cosa. Estoy esperando un visitante… ¿Te importaría colocar un letrero con mi nombre en la entrada?

La viuda, contenta porque así podría proclamar que tenía un hombre en casa, le complació escribiendo «Miyamoto Musashi» en una tira de papel que pegó en un poste del portal.

Jōtarō no se presentó aquel día, pero al siguiente Musashi recibió la visita de un grupo de tres samuráis. Hicieron a un lado a la doncella que protestaba y subieron las escaleras hasta su habitación. Musashi los reconoció en seguida: los tres habían estado entre el público en la sala de prácticas del Hōzōin cuando mató a Agón. Se sentaron a su alrededor como si le conocieran de toda la vida y empezaron a cubrirle de halagos.

—Nunca vi nada igual en toda mi vida —dijo uno de ellos—. Estoy seguro de que jamás había ocurrido una cosa así en el Hōzōin. ¡Imagínate! Llega un visitante desconocido y así, sin más, despacha a uno de los Siete Pilares, y no uno cualquiera, sino al aterrador Agón en persona. Un gruñido y escupió sangre. ¡No se ven a menudo escenas como ésa!

Otro de los hombres continuó en la misma vena:

—Todos nuestros conocidos hablan de ello. Todos los rōnin se preguntan unos a otros quién es ese Miyamoto Musashi. Ha sido un mal día para la reputación del Hōzōin.

—¡Caramba, debes de ser el espadachín más grande del país!

—¡Y además tan joven!

—No hay duda de ello, e incluso mejorarás con el tiempo.

—Si no te importa que te lo pregunte, ¿a qué se debe que, a pesar de tu habilidad, sólo seas un rōnin? ¡No estar al servicio de un daimyō es desperdiciar tu talento!

Los tres hombres sólo se interrumpían el tiempo suficiente para tomar un sorbo de té y devorar las pastas con fruición, esparciendo migas en sus regazos y en el suelo.

Azorado por la extravagancia de sus halagos, Musashi miraba de derecha a izquierda y viceversa. Les escuchó un rato con semblante impasible, pensando que más tarde o más temprano se les acabaría el ímpetu. Pero como no parecían dispuestos a cambiar de tema, él tomó la iniciativa preguntándoles sus nombres.

—Ah, perdona —dijo el primero—. Soy Yamazoe Dampachi y estuve al servicio del señor Gamō.

—Me llamo Ōtomo Banryū —se presentó el hombre que estaba a su lado—. He dominado el estilo Bokuden y tengo grandes planes para el futuro.

—Yo soy Yasukawa Yasubei —dijo el tercero, riendo entre dientes— y nunca he sido más que un rōnin, como antes lo fue mi padre.

Musashi se preguntaba por qué consumían su tiempo y le hacían perder el suyo con aquella cháchara. Era evidente que no lo averiguaría a menos que se lo preguntara, y así, la próxima vez que hubo una pausa en la conversación, les dijo:

—Es de presumir que habéis venido porque tenéis algún asunto que tratar conmigo.

Ellos se fingieron sorprendidos por semejante suposición, pero pronto admitieron que les había llevado allí algo que consideraban una misión muy importante. Yasubei se inclinó adelante y le explicó:

—En efecto, tenemos cierto asunto que tratar contigo. Verás, nos proponemos establecer una «diversión» pública al pie del monte Kasuga, y queríamos hablarte de ello. No se trata de una función ni nada por el estilo. Nuestra idea es realizar una serie de encuentros que enseñarían a la gente lo que son las artes marciales y, al mismo tiempo, les ofrecerían algo por lo que apostar.

Siguió diciendo que ya estaban montando las tribunas y que las perspectivas parecían excelentes. No obstante, creían que les hacía falta otro hombre, porque si se limitaban a los tres podría presentarse algún samurái realmente fuerte y vencerlos a todos, lo cual significaría la pérdida de su dinero tan duramente ganado. Habían decidido que Musashi era la persona adecuada para ellos. Si se les unía, no sólo se repartirían los beneficios, sino que también le pagarían la comida y el alojamiento mientras durasen los encuentros. Así podría ganar rápida y fácilmente algún dinero para sus futuros viajes.

Musashi escuchó sus halagos con cierto regocijo, hasta que se cansó y les interrumpió diciéndoles:

—Si eso es todo lo que queréis, es inútil que discutamos. No me interesa.

—Pero ¿por qué? —le preguntó Dampachi—. ¿Por qué no te interesa?

Entonces estalló el genio juvenil de Musashi.

—¡No soy un jugador! —exclamó, indignado—. ¡Y como con palillos, no con mi espada!

—¡Cómo! —protestaron los tres, sintiéndose insultados—. ¿Qué queréis decir con eso?

—¿Es que no lo entendéis, necios? Soy un samurái y pienso seguir siéndolo, aunque me muera de hambre. ¡Ahora largo de aquí!

Uno de los hombres soltó un gruñido amenazante y otro, rojo de ira, le gritó:

—¡Lamentarás esto!

Sabían bien que los tres juntos no podían competir con Musashi, mas para salvar las apariencias patearon ruidosamente, fruncieron el ceño e hicieron todo lo posible para dar la impresión de que aún no habían terminado con él.

Aquella noche, como en otras noches recientes, hubo una luna lechosa, ligeramente cubierta. La joven señora de la casa, libre de preocupación mientras Musashi estuviera allí, se esmeró en proporcionarle una cena deliciosa y sake de buena calidad. El huésped comió en la planta baja, con la familia, y bebió lo suficiente para achisparse.

Al volver a su habitación, se espatarró en el suelo. Sus pensamientos pronto se centraron en Nikkan.

—Es humillante —se dijo.

Los adversarios a los que había derrotado, incluso aquellos a los que había matado o malherido, siempre desaparecían de su mente como si fueran espuma, pero no podía olvidar a nadie que quedara por encima de él, ni tampoco a cualquiera en quien él percibiese una presencia arrolladora. Esa clase de hombres habitaban en su mente como espíritus, y pensaba constantemente en cómo podría eclipsarlos algún día.

—¡Humillante! —repitió.

Se llevó las manos al cabello, preguntándose de qué modo podría superar a Nikkan, cómo podría resistir aquella mirada misteriosa sin estremecerse. Esa cuestión le atormentaba desde hacía dos jornadas. No era que desease ningún daño a Nikkan, pero estaba dolorosamente decepcionado consigo mismo.

«¿Es que no sirvo?», se preguntó entristecido. Como había aprendido la esgrima por su cuenta, carecía de una evaluación objetiva de su propia fuerza y era lógico que dudara de su capacidad para alcanzar jamás un poder como el que exudaba el viejo sacerdote.

Nikkan le había dicho que era demasiado fuerte y tenía necesidad de debilitarse un poco. Esta observación mantenía su mente en vilo, pues no podía sondear su significado. ¿No era la fuerza de un guerrero su cualidad más importante? ¿No era eso lo que daba a un guerrero superioridad sobre los demás? ¿Cómo podía Nikkan considerarlo un defecto?

«Tal vez el viejo pícaro jugaba conmigo —se dijo—. Es posible que, al verme tan joven, me hablara con acertijos sólo para confundirme y divertirse, y luego, cuando me marché, se riera de lo lindo.»

En ocasiones como aquélla, Musashi se preguntaba si había sido juicioso leer tantos libros en el castillo de Himeji. Hasta entonces nunca se había molestado demasiado en reflexionar, pero ahora, cada vez que sucedía algo, no podía descansar hasta haber encontrado una explicación satisfactoria para su intelecto. Anteriormente había actuado por instinto; ahora tenía que entenderlo todo, por nimio que fuese, antes de que pudiera aceptarlo. Y esto era aplicable no sólo a la esgrima sino también a su visión de la humanidad y la sociedad.

Era cierto que su carácter temerario había sido domado. No obstante, Nikkan decía que era «demasiado fuerte». Musashi supuso que el anciano no se refería a su fuerza física, sino al salvaje espíritu de lucha que le era innato. ¿Podía haberlo percibido realmente el sacerdote o lo adivinaba?

Se tranquilizó diciéndose: «El conocimiento que procede de los libros no le es útil al guerrero. Si un hombre se preocupa demasiado por lo que los demás piensan o hacen, tenderá a actuar con lentitud. ¡Vamos, si el mismo Nikkan cerrara los ojos un momento y diera un paso en falso, se derrumbaría y haría añicos contra el suelo!».

Un ruido de pisadas en la escalera le hizo salir de sus meditaciones. Apareció la doncella y, tras ella, Jōtarō, su piel oscura ennegrecida todavía más por la mugre adquirida durante el viaje, pero el polvo teñía de blanco su cabello de duende. Musashi, feliz de veras por la diversión que suponía aquel pequeño amigo, le recibió con los brazos abiertos.

El muchacho se dejó caer en el suelo y estiró las sucias piernas.

—¡Qué cansado estoy! —dijo con un suspiro.

—¿Has tenido dificultad para encontrarme?

—¡Dificultad! Estuve a punto de dejarlo correr. ¡Te he buscado por todas partes!

—¿No preguntaste en el Hōzōin?

—Sí, pero me dijeron que no sabían nada de ti.

—¿Te dijeron tal cosa? —Musashi entornó los ojos—. Y eso que les dije concretamente que me encontrarían cerca del estanque de Sarusawa. En fin, me alegro de que lo hayas conseguido.

—Aquí tienes la respuesta de la escuela Yoshioka. —Entregó a Musashi el tubo de bambú—. No pude encontrar a Hon'iden Matahachi, así que pedí a los de su casa que le dieran el mensaje.

—Muy bien. Ahora ve corriendo a bañarte. Abajo te darán de cenar.

Musashi sacó la carta del recipiente de bambú y la leyó. Decía que Seijūrō esperaba ansioso un «segundo encuentro». Si Musashi no se presentaba como había prometido el próximo año, supondría que había perdido el valor, y en tal caso Seijūrō se ocuparía de que Musashi fuese el hazmerreír de Kyoto. Esta bravata estaba escrita con una caligrafía torpe, presumiblemente obra de uno de los servidores de Seijūrō.

Musashi rompió la carta y la quemó. Los fragmentos carbonizados aletearon en el aire como otras tantas mariposas negras.

Seijūrō había hablado de un «encuentro», pero estaba claro que sería algo más que eso. Sería un combate a muerte. Al año siguiente, como resultado de aquella nota insultante, ¿cuál de los combatientes acabaría convertido en cenizas?

Musashi daba por sentado que un guerrero debe contentarse con vivir al día, sin saber cada mañana si vivirá para ver la noche. No obstante, el pensamiento de que realmente podría morir el año próximo le preocupaba un poco. Muchas eran las cosas que aún tenía por hacer; en primer lugar, satisfacer su ardiente deseo de convertirse en un gran espadachín. Pero eso no era todo. Reflexionó en que, hasta entonces, no había hecho ninguna de las cosas que la gente hace ordinariamente en el curso de su vida.

Todavía era lo bastante vano para pensar que le gustaría tener un gran número de seguidores, que conducirían sus caballos y llevarían sus halcones, como Bokuden y el señor Kōizumi de Ise. También le gustaría tener una amplia casa, una buena esposa y servidores leales. Quería ser un buen amo y gozar del calor y la comodidad de la vida hogareña. Y, desde luego, antes de sentar cabeza, albergaba el secreto anhelo de tener una apasionada aventura amorosa. Durante todos aquellos años en los que había pensado exclusivamente en el camino del samurái, había permanecido naturalmente casto. No obstante, se había fijado en algunas de las mujeres que veía en las calles de Kyoto y Nara, y no eran sólo sus cualidades estéticas las que le complacían, sino que también le excitaban físicamente.

Sus pensamientos se centraron en Otsū. Aunque ahora era una criatura del pasado lejano, se sentía muy ligado a ella. Eran muchas las ocasiones, cuando estaba solitario o melancólico, en que sólo el vago recuerdo de ella le animaba.

Poco después salió de su ensoñación. Jōtarō se había reunido con él, bañado, saciado y orgulloso de haber llevado a cabo su misión con éxito. Sentado con las cortas piernas cruzadas y las manos entre las rodillas, no tardó mucho tiempo en ceder a la fatiga. Pronto dormitaba con la boca abierta. Musashi le acostó.

A la mañana siguiente, el chiquillo se despertó al tiempo que los gorriones. Musashi también se levantó temprano, pues se proponía reanudar el viaje.

Mientras se estaba vistiendo, apareció la viuda y le dijo en tono pesaroso:

—Pareces tener prisa por marcharte. —Llevaba en los brazos unas prendas de vestir, que le ofreció—. He cosido estas ropas para ti como regalo de despedida, un kimono con un manto corto. No estoy segura de que te gusten, pero confío en que te las pongas de todos modos.

Musashi la miró con asombro. Las prendas eran demasiado costosas para que las aceptara tras haber pasado allí sólo dos días. Trató de rechazarlas, pero la viuda insistió.

—No, debes quedártelas. No son nada especial. Tengo muchos kimonos viejos y trajes de Noh dejados por mi marido, y no me sirven para nada. He pensado que te iría bien quedarte con alguno. Espero que no lo rechaces. Ahora que he adaptado estas ropas a tus medidas, si no te las quedas tendré que tirarlas.

Se colocó detrás de Musashi y sostuvo el kimono abierto para que él deslizara los brazos en las mangas. Mientras se lo ponía, comprobó que era de seda de muy buena calidad y se sintió aún más azorado. El manto sin mangas era especialmente bueno, debía de haber sido importado de China. Su borde era de brocado dorado, el forro de crepé sedoso y las correas de cuero para abrocharlo habían sido teñidas de color violeta.

—¡Te sienta de maravilla! —exclamó la viuda.

Jōtarō, que observaba la escena con envidia, dijo de pronto a la mujer:

—¿Y a mí qué vas a darme?

La viuda se echó a reír.

—Debería satisfacerte la oportunidad de acompañar a tan buen amo.

—Bah —gruñó Jōtarō—. ¿Quién quiere un kimono viejo de todos modos?

—¿Quieres alguna de estas cosas?

El chico corrió a la pared de la antesala, descolgó una máscara de teatro Noh de su gancho y exclamó:

—¡Sí, esto!

Había codiciado la máscara desde que la viera la noche anterior, y ahora se restregó tiernamente la mejilla con ella.

A Musashi le sorprendió el buen gusto del muchacho. También a él la máscara le había parecido admirablemente ejecutada. No podía saber quién la había hecho, pero estaba seguro de que tenía dos o tres siglos de antigüedad y, evidentemente, había sido utilizada en representaciones de Noh. La cara, tallada con exquisito cuidado, era de una diablesa, pero mientras que la máscara corriente de aquel tipo estaba grotescamente pintada con lunares azules, aquél era el rostro de una joven bella y elegante. Su única peculiaridad era que una comisura de la boca estaba bruscamente curvada hacia arriba, lo cual le daba la expresión más misteriosa imaginable. Sin duda no era un rostro ficticio ideado por el artista, sino el retrato de una loca auténtica, viviente, hermosa pero embrujada.

—Esto no puedes quedártelo —dijo la viuda con firmeza, tratando de arrebatarle la máscara.

Jōtarō se zafó de ella, se colocó la máscara en lo alto de la cabeza y danzó por la habitación, gritando en tono desafiante:

—¿Para qué la necesitas? Ahora es mía. ¡Voy a quedármela!

Musashi, sorprendido y azorado por la conducta de su discípulo, intentó atraparle, pero Jōtarō se metió la máscara bajo el kimono y corrió escaleras abajo, perseguido por la viuda. Aunque ésta se reía, en absoluto enfadada, era evidente que no estaba dispuesta a prescindir de la máscara.

Poco después el chico volvió a subir lentamente las escaleras. Musashi, que se proponía reñirle severamente, estaba sentado de cara a la puerta. Pero, nada más entrar, Jōtarō gritó «¡un!» y sostuvo la máscara delante de él. Musashi se sobresaltó, sus músculos se tensaron inadvertidamente y cambió la posición de sus rodillas.

Se preguntó por qué motivo la travesura de Jōtarō le había afectado tanto, pero mientras contemplaba la máscara a la luz mortecina empezó a comprenderlo. El artesano había puesto algo diabólico en su creación. Aquella sonrisa en forma de media luna, curvada hacia arriba en el lado izquierdo de la cara blanca, estaba hechizada, poseída por un demonio.

—Si hemos de irnos, vámonos ya —dijo Jōtarō.

Sin levantarse, Musashi le dijo:

—¿Por qué no has devuelto todavía la máscara? ¿Qué quieres hacer con eso?

—¡Pero ella ha dicho que podía quedármela! Me la ha dado.

—¡No es cierto! Ve abajo y devuélvela.

—¡Pero me la ha dado! Cuando iba a devolvérsela me dijo que, si la deseaba tanto, podía quedármela. Sólo quería estar segura de que la cuidaría bien, así que se lo prometí.

—¡Ah! ¿Qué voy a hacer contigo?

Musashi se sentía avergonzado, por haber aceptado, primero el hermoso kimono y luego aquella máscara que la viuda parecía tener en gran aprecio. Le habría gustado darle algo a cambio, pero era evidente que la mujer no tenía necesidad de dinero, desde luego no de la pequeña cantidad que él podría haberle dado, y ninguna de sus humildes posesiones habría sido un regalo apropiado. Bajó las escaleras, pidió perdón por la grosería de Jōtarō e intentó devolver la máscara.

Sin embargo, la viuda le dijo:

—No, cuanto más pienso en ello, tanto más creo que seré feliz sin ella. Y el chico la desea tanto… No seas demasiado duro con él.

Sospechando que la máscara tenía algún significado especial para ella, Musashi trató una vez más de devolvérsela, pero por entonces Jōtarō ya se había calzado sus sandalias de paja y estaba en el exterior, esperando al lado de la puerta y pagado de sí mismo, a juzgar por la expresión de su cara. Deseoso de ponerse en marcha, Musashi cedió ante la amabilidad de la joven viuda y aceptó el regalo. La mujer le dijo que sentía más ver marcharse a Musashi que perder la máscara, y le rogó varias veces que la visitara y se alojara en su casa siempre que volviera a Nara.

Musashi se estaba atando las correas de las sandalias cuando llegó corriendo la esposa del vendedor de buñuelos.

—¡Cuánto me alegro de que aún no te hayas ido! —le dijo sin aliento—. ¡No puedes marcharte ahora! Por favor, vuelve arriba. ¡Está ocurriendo algo terrible!

La voz de la mujer era temblorosa, como si creyera que un terrible ogro estaba a punto de atacarle.

Musashi terminó de atarse las sandalias y alzó la cabeza calmosamente.

—¿De qué será? ¿Tan terrible es?

—Los sacerdotes del Hōzōin se han enterado de que hoy te marchas, y más de diez han empuñado sus lanzas y te estás esperando en la planicie de Hannya.

—¿Ah, sí?

—Sí, y el abad, Inshun, está con ellos. Mi marido conoce a uno de los sacerdotes y le ha preguntado qué ocurre. El sacerdote ha dicho que el hombre que se ha alojado aquí en los últimos dos días, el hombre llamado Miyamoto, se marcha hoy de Nara, y que los sacerdotes van a atacarle en el camino.

Con el semblante contorsionado por el pavor, la mujer aseguró a Musashi que sería suicida abandonar Nara aquella mañana, y le pidió encarecidamente que se quedase allí oculto otra noche. En su opinión, sería más seguro que tratara de marcharse con sigilo a la mañana siguiente.

—Comprendo —dijo Musashi sin emoción—. ¿Dices que tienen intención de salirme al paso en la planicie de Hannya?

—No estoy segura del lugar exacto, pero partieron en esa dirección. Algunos aldeanos me han dicho que no iban sólo los sacerdotes, sino también un numeroso grupo de rōnin. Dicen que te capturarán y llevarán al Hōzōin. ¿Has hecho algo malo a ese templo o les has insultado de alguna manera?

—No.

—Pues dicen que los sacerdotes están furiosos porque alquilaste a alguien para que fijara por ahí unos carteles con versos que ridiculizan al Hōzōin. Creen que eso significa una satisfacción maligna por haber matado a uno de sus hombres.

—No he hecho tal cosa. Ha habido un error.

—¡Pues si es un error, no deberías salir y dejar que te maten por ello!

Ahora con la frente perlada de sudor, Musashi contempló pensativo el cielo, recordando lo airados que habían estado los tres rōnin cuando rechazó su oferta. Tal vez estaba en deuda con ellos por lo ocurrido. Sin duda aquella gente era muy capaz de fijar unos carteles ofensivos y luego extender el rumor de que había sido él.

Se incorporó bruscamente.

—Me marcho —anunció.

Se ató la bolsa de viaje a la espalda, cogió el sombrero de junco y, volviéndose a las dos mujeres, les agradeció la amabilidad. Cuando se dirigía a la puerta, la viuda, ahora con lágrimas en los ojos, le siguió, rogándole que no se marchara.

—Si me quedo otra noche —observó él—, es seguro que habrá problemas en tu casa. No deseo que suceda tal cosa, después de lo buena que has sido con nosotros.

—No me importa —insistió ella—. Aquí estarás más seguro.

—No, me marcho ya. ¡Jō! Despídete de la señora.

El chiquillo obedeció, hizo una reverencia y se despidió. También él parecía abatido, pero no porque lamentara marcharse. Lo cierto era que Jōtarō no conocía realmente a Musashi. En Kyoto había oído decir que su maestro era un hombre débil y cobarde, y la idea de que los afamados lanceros del Hōzōin le atacaran era muy deprimente. Su corazón juvenil rebosaba de pesimismo y malos presagios.