Una brisa primaveral

En la orilla del río Takase, Akemi aclaraba una tira de tela y cantaba una canción que había aprendido en el Okuni Kabuki. Cada vez que tiraba de la tela con estampación floral, creaba una ilusión de flores de cerezo arremolinadas.

La brisa del amor

tira de la manga de mi kimono.

¡Oh, cuánto pesa la manga!

¿Es pesada la brisa del amor?

Jōtarō estaba sobre el muro de la acequia, y sus ojos vivaces observaban la escena y sonreían amistosamente.

—Cantas bien, tía —le dijo.

—¿Qué es eso? —preguntó Akemi. Miró al chiquillo con aspecto de gnomo que tenía una larga espada de madera y un enorme sombrero de junco—. ¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Y qué quieres decir al llamarme tía? ¡Aún soy joven!

—Muy bien…, dulce jovencita. ¿Qué te parece eso?

—Basta ya —dijo ella riendo—. Eres demasiado pequeño para galantear. ¿Por qué no te suenas la nariz en lugar de hacer eso?

—Sólo quería hacerte una pregunta.

—¡Oh, no! —exclamó, consternada—. ¡Allá va mi tela!

—Voy a por ella.

Jōtarō corrió por la orilla del río y recogió la tela con su espada. Reflexionó en que, por lo menos, el arma era útil en una situación como aquélla. Akemi le dio las gracias y le preguntó qué deseaba saber.

—¿Hay por aquí una casa de té que se llama Yomogi?

—Claro, es mi casa, y está ahí.

—¡Me alegra oír eso! He pasado largo tiempo buscándola.

—¿Por qué? ¿De dónde vienes?

—De allá —respondió él, señalando vagamente.

—¿Y eso dónde puede ser?

Él titubeó.

—No estoy seguro del todo.

Akemi soltó una risita.

—No importa, pero ¿por qué te interesa la casa de té?

—Estoy buscando a un hombre llamado Hon'iden Matahachi. En la escuela Yoshioka me dijeron que si iba a la Yomogi le encontraría.

—No está ahí.

—¡Estás mintiendo!

—Qué va, es cierto. Estuvo con nosotros, pero se marchó hace algún tiempo.

—¿Adonde?

—No lo sé.

—¡Pero alguien en tu casa debe saberlo!

—No. Mi madre tampoco lo sabe. Ese hombre se marchó, sin más.

—Oh, no. —El chiquillo se agachó y contempló con expresión preocupada las aguas del río—. ¿Qué voy a hacer ahora? —dijo suspirando.

—¿Quién te ha enviado aquí?

—Mi maestro.

—¿Quién es tu maestro?

—Se llama Miyamoto Musashi.

—¿Traes una carta?

—No —dijo Jōtarō, sacudiendo la cabeza.

—¡Menudo mensajero estás hecho! No sabes de dónde vienes ni traes una carta.

—Tengo que comunicar un mensaje.

—¿De qué se trata? Es posible que él no vuelva nunca, pero si lo hace, se lo diré.

—No creo que deba hacer eso, ¿no te parece?

—No me preguntes. Decídelo tú mismo.

—Entonces quizá deba hacerlo. Dijo que tenía muchas gañas de ver a Matahachi y que le dijera a éste que le esperará en el gran puente de la avenida Gojo todas las mañanas desde el primero al séptimo día del nuevo año. Matahachi tiene que ir a verle ahí uno de esos días.

Akemi se echó a reír sin poder contenerse.

—¡Jamás había oído semejante cosa! ¿Me estás diciendo que envía un mensaje ahora diciéndole a Matahachi que vaya a verle el próximo año? ¡Tu maestro debe de ser tan raro como tú mismo! ¡Ja, ja!

Jōtarō frunció el ceño y la cólera le tensó los hombros.

—¿Qué tiene eso de divertido?

Finalmente Akemi dejó de reír.

—Vaya, te has enfadado, ¿verdad?

—Claro que sí. Sólo te he pedido cortésmente que me hicieras un favor, y te echas a reír como una lunática.

—Lo siento, de veras, no me reiré más. Y si regresa Matahachi, le daré tu mensaje.

—¿Me lo prometes?

—Sí, te lo juro. —Mordiéndose el labio para no sonreír, Akemi le preguntó—: ¿Cómo has dicho que se llamaba? El hombre que te ha enviado con el mensaje.

—No tienes muy buena memoria, ¿eh? Se llama Miyamoto Musashi.

—¿Cómo escribes ese nombre?

Jōtarō cogió un trozo de bambú y trazó los dos caracteres en la arena.

—¡Cómo! ¡Ésos son los caracteres de Takezō! —exclamó Akemi.

—No se llama Takezō, sino Musashi.

—Sí, pero estos caracteres también pueden leerse como Takezō.

—¡Qué testaruda eres! —replicó Jōtarō, arrojando el trozo de bambú al río.

Akemi contempló fijamente los caracteres trazados en la arena, sumida en sus pensamientos. Al cabo de un rato alzó la vista y miró a Jōtarō, volvió a examinarle de la cabeza a los pies y le dijo en voz baja:

—Quisiera saber si Musashi es de la zona de Yoshino en Mimasaka.

—Sí, yo soy de Harima y él del pueblo de Miyamoto, en la provincia vecina de Mimasaka.

—¿Es alto y viril? ¿Y no lleva afeitada la parte superior de la cabeza?

—Sí. ¿Cómo lo sabías?

—Recuerdo que una vez me dijo que de niño tenía un carbunclo en la cabeza, y si se la afeitaba, como hacen en general los samuráis, se le vería una fea cicatriz.

—¿Te dijo eso? ¿Cuándo?

—Hace ya cinco años.

—¿Conoces a mi maestro desde hace tanto tiempo?

Akemi no le respondió. El recuerdo de aquellos días despertaba en su corazón emociones que le dificultaban el habla. Convencida, por lo poco que le había dicho el niño, de que Musashi era Takezō, se apoderó de ella el deseo imperioso de verle nuevamente. Había visto cómo hacía las cosas su madre y observado cómo Matahachi iba de mal en peor. Desde el principio había preferido a Takezō, y con el paso del tiempo había adquirido cada vez mayor confianza en lo acertado de su elección. Se alegraba de estar todavía soltera. Takezō… era muy diferente de Matahachi.

Muchas eran las ocasiones en las que había resuelto no unirse a un hombre similar a los que siempre bebían en la casa de té. Los despreciaba, al tiempo que se apoyaba firmemente en la imagen de Takezō. En lo más profundo de su corazón, alimentaba el sueño de volver a encontrarle. Él y sólo él era el amado en su mente cuando cantaba canciones de amor.

Una vez cumplida su misión, Jōtarō le dijo:

—Bien, ahora será mejor que me marche. Si encuentras a Matahachi, no dejes de comunicarle lo que te he dicho.

El chiquillo se alejó a toda prisa, correteando por la estrecha parte superior de la acequia.

La carreta de bueyes estaba cargada con una montaña de sacos que quizá contenían arroz o lentejas u otro producto local. Encima del montón un letrero proclamaba que era una contribución enviada por fieles budistas al gran Kōfukuji de Nara. Incluso Jōtarō conocía aquel templo, cuyo nombre era prácticamente sinónimo de Nara.

Al chiquillo se le iluminó el rostro con una alegría infantil. Corrió tras el vehículo y subió a la parte trasera. Si se colocaba de cara atrás, disponía de suficiente espacio para sentarse, y, como un lujo adicional, tenía los sacos para apoyarse.

En el otro lado del camino, las colinas ondulantes estaban cubiertas de pulcras hileras de arbustos de té. Los cerezos habían empezado a florecer y los agricultores araban los campos de cebada, sin duda rezando para que aquel año se vieran libres, una vez más, de las pisadas de soldados y caballos. Las mujeres se arrodillaban a orillas de los arroyos para lavar las verduras. La carretera de Yamato estaba en paz.

«¡Qué suerte!», se dijo Jōtarō, mientras se acomodaba y relajaba. Se sentía a gusto allí encaramado, y estuvo tentado de echarse a dormir, pero lo pensó mejor. Temeroso de que pudieran llegar a Nara antes de despertarse, agradecía cada vez que las ruedas tropezaban con una piedra y la carreta sufría una sacudida, puesto que le ayudaba a mantener los ojos abiertos. Nada podría haberle proporcionado más placer: no sólo viajaba de aquella manera sino que también se dirigía a su destino.

En las afueras de un pueblo, Jōtarō alargó perezosamente la mano y arrancó una hoja de camelia. Llevándosela a la lengua, empezó a silbar una tonada.

El carretero miró atrás, pero no vio nada. Como el silbido continuaba, miró por encima de su hombro izquierdo y luego del derecho. Finalmente detuvo la carreta, bajó y fue a la parte trasera. Al ver allí a Jōtarō se enfureció y dio al chico un golpe tan fuerte que le hizo llorar de dolor.

—¿Qué estás haciendo ahí arriba? —gruñó el hombre.

—No hago nada malo, ¿no?

—¿Cómo que no?

—¡No eres tú el que tira de la carreta!

—¡Bastardo descarado! —gritó el carretero, tirando a Jōtarō al suelo como si fuese una pelota. El niño rebotó y rodó hasta el pie de un árbol. La carreta reanudó su camino, y el estrépito de las ruedas parecía reírse de él.

Jōtarō se puso en pie y empezó a buscar minuciosamente a su alrededor. Acababa de darse cuenta de que ya no tenía el tubo de bambú que contenía la respuesta de la escuela Yoshioka dirigida a Musashi. Se lo había colgado del cuello con un cordel, pero ya no lo tenía.

Mientras el afligido muchacho registraba gradualmente una zona más amplia, una joven con atuendo de viaje, que se había detenido a observarle, le preguntó:

—¿Has perdido algo?

Él la miró a la cara, parcialmente oculta por un sombrero de ala ancha, asintió y siguió buscando.

—¿Era dinero?

Jōtarō, totalmente absorto, apenas hizo caso de la pregunta, pero respondió con un gruñido negativo.

—¿Era acaso un tubo de bambú de un pie más o menos de largo y unido a un cordón?

Jōtarō se incorporó de inmediato.

—¡Sí! ¿Cómo lo has sabido?

—¡Entonces era a ti a quien los carreteros cerca del Mampukuji gritaban porque molestabas a su caballo!

—Ahhh…, bueno…

—Cuando te asustaste y echaste a correr, el cordón debió de romperse. El tubo cayó al suelo, y el samurái que había estado hablando con los carreteros lo recogió. ¿Por qué no vuelves y se lo pides?

—¿Estás segura?

—Sí, claro.

—Gracias.

Cuando empezaba a marcharse corriendo, la joven le llamó:

—¡Espera! No es necesario que vuelvas. Por ahí viene el samurái. Es ése vestido con un hakama de campaña. —Señaló hacia el hombre.

Jōtarō se detuvo y aguardó, con expresión asombrada.

El samurái era un hombre impresionante, de unos cuarenta años. Todo en él era un poco mayor de lo normal, su altura, su barba negra como el azabache, sus anchos hombros, su pecho macizo. Llevaba medias de cuero y sandalias de paja, y sus firmes pisadas parecían apelmazar la tierra. Convencido de que aquél era un gran guerrero al servicio de uno de los daimyōs más prominentes, Jōtarō estaba demasiado amedrentado para dirigirle la palabra.

Por suerte, el samurái habló primero, llamando al muchacho.

—¿Eres tú el diablillo que ha dejado caer este tubo de bambú delante del Mampukuji? —le preguntó.

—¡Ah, es éste! ¡Lo habéis encontrado!

—¿Es que no sabes dar las gracias?

—Perdonad. Gracias, señor.

—Me atrevería a decir que contiene una carta importante. Cuando tu amo te envía en una misión, no deberías pararte en el camino para jorobar a los caballos, subirte a las carretas o haraganear al borde de la carretera.

—Sí, señor. ¿Habéis mirado el contenido, señor?

—Es natural que cuando uno encuentra algo lo examine y devuelva a su dueño, pero no he roto el sello de la carta. Ahora que la has recuperado, debes examinarla y comprobar si está en perfecto estado.

Jōtarō quitó el tapón del tubo y miró dentro. Satisfecho al comprobar que la carta seguía allí, se colgó el tubo del cuello y juró que no lo perdería por segunda vez.

La joven parecía tan complacida como Jōtarō.

—Habéis sido muy amable, señor —le dijo al samurái, procurando compensar la incapacidad de Jōtarō de expresarse apropiadamente.

El samurái barbudo echó a andar con los dos.

—¿Está el muchacho contigo? —preguntó a la joven.

—No, es la primera vez que le veo.

El samurái se echó a reír.

—Pensé que hacíais una pareja bastante extraña. Él es un diablillo de aspecto curioso, ¿no crees?… Hasta lleva la palabra «alojamiento» escrita en el sombrero.

—Tal vez su inocencia infantil es lo que atrae tanto en él. También a mí me gusta. —Volviéndose a Jōtarō, le preguntó—: ¿Adonde vas?

El chiquillo, que caminaba entre los dos, volvía a estar alegre.

—¿Yo? Voy a Nara, al Hōzōin. —Un objeto largo y estrecho, envuelto en brocado dorado y sujeto por el obi de la joven le llamó la atención. Mientras lo miraba, le dijo—: Veo que también tú tienes un tubo de cartas. Ten cuidado, no vayas a perderlo.

—¿Un tubo de cartas? ¿A qué te refieres?

—Aquí, en tu obi.

Ella se echó a reír.

—¡Esto no es un tubo de cartas, tonto! ¡Es una flauta!

—¿Una flauta?

Lleno de curiosidad, Jōtarō acercó sin la menor reserva la cabeza a la cintura de la joven para inspeccionar el objeto. De repente experimentó una sensación extraña. Se apartó y pareció examinar a la chica.

Incluso los niños tienen un sentido de la belleza femenina, o por lo menos comprenden instintivamente si una mujer es pura o no. Jōtarō estaba impresionado por el encanto de la joven, y lo respetaba. Consideró un extraordinario golpe de buena suerte ir al lado de una mujer tan bonita. El corazón le latía con fuerza y sentía una especie de vértigo.

—Ya veo. Una flauta… ¿Tocas la flauta, tía? —le preguntó. Entonces, recordando la reacción de Akemi al oír esa palabra, cambió bruscamente la pregunta—. ¿Cómo te llamas?

La joven se echó a reír y miró al samurái por encima de la cabeza del chiquillo. El hirsuto guerrero también se rio, mostrando una hilera de fuertes y blancos dientes detrás de la barba.

—¡Qué educación la tuya! Cuando preguntas su nombre a alguien, decir primero el tuyo es una cuestión de buenos modales.

—Me llamo Jōtarō.

Sus acompañantes volvieron a reírse.

—¡Eso no es justo! —gritó el chiquillo—. Me habéis obligado a deciros mi nombre, pero sigo sin saber los vuestros. ¿Cómo os llamáis, señor?

—Me llamo Shōda —dijo el samurái.

—Ese debe de ser vuestro apellido. ¿Cuál es el nombre?

—Deberás conformarte con eso.

Impávido, Jōtarō se volvió a la joven y le dijo:

—Ahora te toca a ti. Hemos dicho nuestros nombres. Sería descortés que no nos dijeras el tuyo.

—El mío es Otsū.

—¿Otsū? —repitió Jōtarō. Por un momento pareció satisfecho, pero no cejó en su interrogatorio—. ¿Por qué vas por ahí con una flauta en el obi?

—La necesito para ganarme la vida.

—¿Eres flautista de profesión?

—No estoy segura de que exista la profesión de flautista, pero el dinero que gano tocando me permite hacer largos viajes como éste. Supongo que podrías considerarlo mi profesión.

—¿Es la música que tocas como la música que he oído en Gion y el santuario de Kamo? ¿La música de las danzas sagradas?

—No.

—¿Es como la música de otras clases de danzas…, tal vez el Kabuki?

—No.

—Entonces ¿qué clase de música tocas?

—Oh, sólo melodías ordinarias.

Entretanto al samurái le había intrigado la larga espada de madera de Jōtarō.

—¿Qué es lo que llevas a la cintura? —le preguntó.

—¿No distinguís una espada de madera cuando la veis? Creía que erais un samurái.

—Sí, lo soy, pero me sorprende que tú también lo seas. ¿Por qué la llevas?

—Voy a estudiar esgrima.

—¿De veras? ¿Aún no tienes maestro?

—Lo tengo.

—¿Y es la persona a quien va dirigida esa carta?

—Sí.

—Si es tu maestro, debe de ser un auténtico experto.

—No es tan bueno.

—¿Qué quieres decir?

—Todo el mundo afirma que es débil.

—¿No te molesta tener a un hombre débil por maestro?

—No. Yo tampoco soy diestro con la espada, así que poco importa.

El samurái apenas podía disimular su regocijo. Los labios le temblaban levemente, como si fuese a sonreír, pero seguía teniendo una expresión de seriedad en los ojos.

—¿Has aprendido alguna técnica?

—Pues… no exactamente. Todavía no he aprendido nada de nada.

Finalmente el samurái se echó a reír.

—¡Andar contigo hace que el camino parezca más corto!… Y tú, joven dama, ¿adonde te diriges?

—A Nara, pero no sé a qué lugar de la ciudad. Hay un rōnin al que trato de localizar desde hace alrededor de un año, y como me he enterado de que muchos de ellos se han reunido recientemente en Nara, me propongo ir allá, aunque admito que ese rumor no es gran cosa para seguir adelante.

Apareció ante ellos el puente Uji. Bajo los aleros de una casa de té, un anciano muy aseado, provisto de una tetera enorme, repartía sus existencias entre los clientes, sentados a su alrededor en taburetes. Al ver a Shōda, le saludó cordialmente.

—¡Qué grato es ver a alguien de la casa de Yagyū! —le dijo—. ¡Entrad, entrad!

—Tan sólo quisiéramos descansar un poco. ¿Podrías darle al chico unos dulces?

Jōtarō permaneció en pie mientras sus acompañantes se sentaban. Para él, sentarse y descansar era un aburrimiento. Cuando llegaron los pasteles, los cogió y subió corriendo a una pequeña colina detrás de la casa de té.

Mientras sorbía su té, Otsū preguntó al anciano:

—¿Todavía falta mucho hasta Nara?

—Sí. Incluso un buen andarín probablemente no llegaría más allá de Kizu antes de la puesta de sol. Una chica como tú debería pasar la noche en Taga o Ide.

Entonces intervino Shōda.

—Esta joven lleva buscando a alguien desde hace meses. Pero no sé… ¿Crees que en estos tiempos está segura una joven que viaja a Nara sola y sin saber dónde va a alojarse?

La pregunta dejó pasmado al viejo.

—¡Ni siquiera debería pensar en ello! —dijo rotundamente. Volviéndose a Otsū, agitó una mano ante su cara y añadió—: Renuncia por completo a esa idea. Si tuvieras la seguridad de que vas a estar con alguien sería distinto, pero en caso contrario Nara puede ser un lugar muy peligroso.

El propietario se sirvió una taza de té y les contó lo que sabía de la situación en Nara. Al parecer, la mayoría de la gente tenía la impresión de que la antigua capital era un lugar tranquilo y apacible con innumerables templos pintorescos y ciervos domados, un lugar al que no perturbaban las guerras ni la hambruna, pero lo cierto era que la ciudad ya no respondía en absoluto a esa imagen. Después de la batalla de Sekigahara, nadie sabía cuántos rōnin del bando perdedor habían ido a esconderse allí. En su mayoría eran partidarios de Osaka pertenecientes al Ejército Occidental, samuráis que ahora carecían de ingresos y tenían pocas esperanzas de encontrar otra profesión. Como el poder del shogunado Tokugawa aumentaba de un año a otro, era dudoso que aquellos fugitivos volvieran alguna vez a ser capaces de ganarse la vida en campo abierto con sus espadas.

Según la mayoría de los cálculos, entre 120 000 y 130 000 samuráis habían perdido sus posiciones. Los Tokugawa vencedores habían confiscado fincas que representaban unos ingresos anuales de treinta y tres millones de fanegas de arroz. Aun cuando se tomara en consideración a los señores feudales a los que se había permitido establecerse de nuevo a una escala más modesta, por lo menos ochenta daimyōs, con un total de ingresos estimado en veinte millones de fanegas, habían sido desposeídos. Sobre la base de que por cada quinientas fanegas a tres samuráis les habían cortado sus amarras, obligándoles a ocultarse en distintas provincias, e incluyendo sus familias y servidores, el número total no podía ser inferior a cien mil.

La zona alrededor de Nara y el monte Kōya estaba llena de templos y, en consecuencia, a las fuerzas de Tokugawa les resultaba difícil patrullarla. Por el mismo motivo, era un lugar ideal para esconderse, y los fugitivos se trasladaban allí en tropel.

—Hombre —dijo el anciano—, el famoso Sanada Yukimura se esconde en el monte Kudo, y dicen que Sengoku Sōya está en la vecindad del Hōryūji y Ban Dan'emon en el Kōfukuji. Podría nombrar a más.

Todos ellos eran hombres marcados, a los que se les podía matar de inmediato si se dejaban ver. Su única esperanza de futuro era que la guerra estallara de nuevo.

El viejo opinaba que la situación no sería tan mala si sólo esos rōnin famosos estuvieran ocultos, puesto que todos ellos tenían cierto prestigio y podían ganarse la vida y sostener a sus familias. Sin embargo, complicaban las cosas los samuráis indigentes que merodeaban por las calles apartadas del centro y pasaban tales apuros que venderían sus espadas si pudieran. La mitad de ellos se dedicaban a pelearse, jugar y turbar la paz de otras maneras, con la esperanza de que los disturbios que causaban harían que las fuerzas de Osaka se levantaran en armas. La ciudad de Nara, en otro tiempo tranquila, se había convertido en un nido de bandidos. Para una joven atractiva como Otsū, ir allí equivaldría a verterse aceite en el kimono y arrojarse a una hoguera. El propietario de la casa de té, emocionado por sus propias palabras, concluyó rogando con vehemencia a Otsū que cambiara de idea.

La joven, ahora dubitativa, permaneció un rato en silencio. De haber tenido la menor indicación de que Musashi podría estar en Nara, no habría pensado dos veces en el peligro. Pero lo cierto era que no había nada que la incitara a seguir adelante. Se había limitado a errar hacia Nara… como lo había hecho hacia otros lugares durante el año transcurrido desde que Musashi la dejó plantada en el puente de Himeji.

Al ver su expresión de perplejidad, Shōda se dirigió a ella.

—Has dicho que te llamas Otsū, ¿no es cierto?

—Bien, Otsū, te lo digo no sin vacilación, pero ¿por qué no abandonas la idea de ir a Nara y te vienes conmigo al feudo de Koyagyū? —Sintiéndose obligado a decirle más acerca de sí mismo y asegurarle que sus intenciones eran honorables, añadió—: Mi nombre completo es Shōda Kizaemon, y estoy al servicio de la familia Yagyū. Resulta que mi señor, ahora octogenario, ya no está en activo y padece un terrible aburrimiento. Cuando has dicho que te ganabas la vida tocando la flauta, se me ha ocurrido que sería un gran consuelo para él que estuvieras a su disposición para distraerle con tu música de vez en cuando. ¿Crees que podría interesarte?

El anciano intervino de inmediato con una entusiasta aprobación.

—No hay duda de que deberías ir con él. Como probablemente sepas, el viejo señor de Koyagyū es el gran Yagyū Muneyoshi. Ahora que se ha retirado, ha adoptado el nombre de Sekishūsai. En cuanto su heredero, Munenori, señor de Tajima, regresó de Sekigahara, le llamaron a Edo y nombraron instructor de la casa del shōgun. En fin, no hay familia más grande en Japón que los Yagyū. Ser invitado a Koyagyū es ya un honor. ¡Por favor, no dejes de aceptar!

Al saber que Kizaemon era un oficial de la famosa casa de Yagyū, Otsū se felicitó por haber adivinado que no era un samurái ordinario. Aun así, le resultaba difícil responder a su proposición.

Ante su silencio, Kizaemon le preguntó:

—¿No quieres venir?

—No se trata de eso. No podría desear una oferta mejor, pero temo que mi habilidad con la flauta no esté a la altura de un gran hombre como Yagyū Muneyoshi.

—Oh, no lo pienses más. Los Yagyū son muy diferentes de los otros daimyōs. Sekishūsai, en particular, tiene los gustos sencillos y tranquilos de un maestro de la ceremonia del té. Creo que le molestaría más tu falta de confianza en ti misma que esa imaginaria carencia de habilidad musical.

Otsū comprendió que ir a Koyagyū en vez de errar sin rumbo por Nara le ofrecía cierta esperanza, por ligera que fuese. Desde la muerte de Yoshioka Kampó, los Yagyū eran considerados por muchos como los más grandes exponentes de las artes marciales en el país. Era de esperar que espadachines procedentes de todas partes llamaran a su puerta, e incluso era posible que hubiera un registro de visitantes. ¡Qué feliz sería ella si en esa lista encontrara el nombre de Miyamoto Musashi!

Pensando sobre todo en esa posibilidad, respondió entusiasmada:

—Si crees de veras que es correcto, iré.

—¿Vendrás conmigo? ¡Magnífico! Te estoy muy agradecido… Humm, dudo de que una mujer pueda recorrer todo el camino antes de que anochezca. ¿Sabes montar a caballo?

—Sí.

Kizaemon agachó la cabeza por debajo de los aleros y alzó la mano en dirección al puente. El mozo de caballos que aguardaba allí llegó corriendo con un caballo y Kizaemon se lo ofreció a Otsū. Él caminó a su lado.

Jōtarō los vio desde la elevación detrás de la casa de té y los llamó.

—¿Os vais ya?

—Sí, nos vamos.

—¡Esperadme!

Habían recorrido la mitad del puente Uji cuando Jōtarō les dio alcance. Kizaemon le preguntó qué había estado haciendo y él respondió que en el bosquecillo de la colina había muchos hombres dedicados a cierto juego. No sabía de qué se trataba, pero parecía interesante.

El mozo de caballos se echó a reír.

—Debía de ser la chusma de los rōnin en una sesión de juego. No tienen bastante dinero para comer, así que atraen a los viajeros con sus juegos y los dejan completamente desplumados. ¡Qué vergüenza!

—¿Quieres decir que practican juegos de azar para ganarse la vida? —le preguntó Kizaemon.

—Sí, y los jugadores cuentan entre los mejores —respondió el mozo—. Muchos otros se han vuelto secuestradores y chantajistas. Son tan brutales que nadie puede hacer nada para pararles los pies.

—¿Por qué el señor del distrito no los arresta o expulsa?

—Son demasiados…, tantos que no podría enfrentarse a ellos. Si todos los rōnin de Kawachi, Yamato y Kii se unieran, serían más fuertes que sus propias tropas.

—Tengo entendido que Kōga también está llena de ellos.

—Sí. Hasta allí llegaron en su huida los de Tsutsui. Están decididos a resistir hasta la próxima guerra.

—Seguís hablando así sobre los rōnin —intervino Jōtarō—, pero algunos de ellos deben de ser buenos hombres.

—Eso es cierto —convino Kizaemon.

—¡Mi maestro es un rōnin!

Kizaemon se echó a reír y dijo;

—Así que por eso hablas en su defensa. Eres muy leal… Dijiste que vas camino del Hōzōin, ¿no es cierto? ¿Tu maestro es de ahí?

—No lo sé con seguridad, pero me dijo que, si no le encontraba ahí, ellos me dirían dónde está.

—¿Cuál es su estilo de esgrima?

—No lo sé.

—¿Eres su discípulo y no conoces su estilo?

—Señor —dijo el mozo de caballos—. Hoy la esgrima está de moda, todo el mundo la estudia por ahí. Sólo en este camino uno puede encontrarse con cinco o diez practicantes cualquier día de la semana. Y eso se debe a que ahora hay muchos más rōnin que antes dedicados a dar lecciones.

—Supongo que ése es en parte el motivo.

—Se sienten atraídos porque han oído decir que si uno es diestro con la espada, los daimyō se pegarán por contratarlos a cambio de cuatro o cinco mil fanegas de arroz al año.

—Una manera rápida de enriquecerse, ¿eh?

—Exactamente. Si uno piensa en ello, es para asustarse. Vamos, si hasta este chico tiene una espada de madera. Probablemente cree que sólo ha de aprender a golpear con ella a la gente para convertirse en un hombre de veras. Hay muchos así, y lo triste del caso es que, al final, la mayoría de ellos pasarán hambre.

Jōtarō sintió un acceso de cólera.

—¿Qué estás diciendo? ¡Atrévete a repetirlo!

—¡Oídle! Parece una pulga llevando un mondadientes, pero ya se imagina que es un gran guerrero.

Kizaemon se echó a reír.

—Vamos, Jōtarō, no te enfades, o volverás a perder ese tubo de bambú.

—¡No lo perderé! ¡No os preocupéis por mí!

Siguieron adelante, Jōtarō malhumorado y silencioso, los demás contemplando la lenta puesta de sol. Por fin llegaron al embarcadero del transbordador en el río Kizu.

—Aquí es donde te dejamos, muchacho. Pronto oscurecerá, por lo que será mejor que te des prisa. Y no pierdas tiempo por el camino.

—¿Otsū? —dijo Jōtarō, creyendo que la joven iría con él.

—Ah, olvidé decírtelo —respondió ella—. He decidido ir con este caballero al castillo de Koyagyū. —El chiquillo pareció anonadado—. Cuídate —añadió Otsū, sonriente.

—Debería haber sabido que acabaría otra vez solo. —Cogió una piedra y la hizo rebotar en la superficie del agua.

—Bueno, sin duda nos veremos uno de estos días. Tu hogar parece ser la carretera y también yo viajo un poco.

Jōtarō no parecía querer moverse de allí.

—Dime a quién estás buscando —le pidió—. ¿Qué clase de persona es?

Sin responderle, Otsū se despidió agitando la mano.

Jōtarō corrió a lo largo de la orilla y saltó al mismo centro del pequeño transbordador. Cuando la embarcación, envuelta en la luz rojiza del sol poniente, estaba a mitad del río, el chiquillo miró atrás y apenas tuvo tiempo de ver el caballo de Otsū y a Kizaemon en el camino del templo Kasagi. Estaban en el valle, más allá del punto donde el río se estrecha de súbito y es engullido lentamente por las primeras sombras de las montañas.