En un villorrio al noroeste de Kyoto, los pesados golpes de un mazo que machacaba paja de arroz sacudían el suelo. Torrentes de lluvia que no correspondía a la estación empapaban los tristes tejados de paja. Era aquélla una especie de tierra de nadie entre la ciudad y el distrito rural, y la pobreza era tan extrema que en el crepúsculo el humo de los fogones salía sólo de un puñado de casas.
Un sombrero de junco suspendido bajo los aleros de una casita proclamaba en caracteres briosos y rudos que era una posada, aunque de la variedad más barata. Los viajeros que se albergaban allí eran pobres y sólo alquilaban espacio en el suelo. Por los jergones pagaban un suplemento, pero pocos podían permitirse ese lujo.
En el suelo de tierra de la cocina, al lado de la entrada, un muchacho apoyaba las manos en el tatami elevado de la habitación contigua, en cuyo centro había un hogar hundido.
—¡Hola!… ¡Buenas tardes!… ¿No hay nadie aquí?
Era el chico de los recados de la tienda de bebidas, otra casucha desvencijada que estaba camino abajo.
El chico tenía una voz demasiado fuerte para su tamaño. No tendría más de diez u once años, y con el cabello mojado por la lluvia y caído sobre las orejas no parecía más voluminoso que un duende acuático en una pintura caprichosa. Su atuendo también era apropiado para ese papel: un kimono hasta los muslos con mangas tubulares, un grueso cordón a modo de obi y toda la espalda manchada de barro por haber corrido con los zuecos de madera.
—¿Eres tú, Jō? —le preguntó el viejo posadero desde una habitación al fondo.
—Sí. ¿Quieres que te traiga sake?
—No, hoy no. El huésped todavía no ha vuelto. No lo necesito.
—Bueno, le apetecerá cuando vuelva, ¿no crees? Te traeré la cantidad de costumbre.
—Si lo desea, iré a buscarlo yo mismo.
Reacio a marcharse sin un pedido, el muchacho le preguntó:
—¿Qué haces ahí dentro?
—Estoy escribiendo una carta y la enviaré mañana con el caballo de carga que va a Kurama, pero es un poco difícil y me está doliendo la espalda. Anda, cállate y no me molestes.
—Eso es bastante curioso, ¿verdad? Eres tan viejo que empiezas a encorvarte, ¡y aún no sabes escribir como es debido!
—Ya está bien. Si vuelves a replicarme te atizo con un trozo de leña.
—¿Quieres que te la escriba?
—¡Ja! Como si pudieras…
—Claro que puedo —afirmó el chico mientras entraba en la habitación.
Por encima del hombro del viejo miró la carta y se echó a reír.
—¿Tratas de escribir «patatas»? El ideograma que has escrito significa «palo».
—¡Calla!
—Si insistes, no diré una palabra, pero tu escritura es terrible. ¿Piensas enviar a tus amigos unas patatas o unos palos?
—Patatas.
El chico leyó un poco más y comentó:
—No hay manera. ¡Nadie aparte de ti podría adivinar lo que significa esta carta!
—Muy bien, si eres tan listo, a ver qué puedes hacer con ella.
—De acuerdo. Dime lo que quieres poner. —Jōtarō se sentó y empuñó el pincel.
—¡Asno torpe! —exclamó el viejo.
—¿Por qué me llamas torpe? ¡Eres tú el que no sabe escribir!
—Los mocos te caen sobre el papel.
—Oh, perdona. Puedes pagarme con esta hoja. —Se sonó con la hoja sucia—. Bueno, ¿qué quieres decir? —Sujetando el pincel con firmeza, escribió con facilidad lo que el viejo le dictaba.
Cuando el muchacho estaba terminando de escribir la carta, regresó el huésped, el cual tiró a un lado el saco de carbón que había cogido en alguna parte para cubrirse la cabeza.
Musashi se detuvo al lado de la puerta, escurrió el agua de las mangas de su kimono y gruñó:
—Supongo que éste será el fin de las flores de ciruelo.
En los veintitantos días que Musashi llevaba allí, la posada había llegado a parecerle su casa. Contemplaba el árbol que crecía al lado del portal, cuyas flores rosadas le habían regalado la vista cada mañana desde su llegada. Los pétalos caídos estaban esparcidos por el barro.
Al entrar en la cocina le sorprendió ver al chico de la tienda de sake, con la cabeza junto a la del posadero. Cediendo a la curiosidad, se puso detrás del viejo y miró por encima de su hombro.
Jōtarō miró a Musashi y se apresuró a esconder pincel y papel a sus espaldas.
—No deberías fisgar de esa manera —se quejó.
—Déjame ver —le dijo Musashi en broma.
—No —replicó Jōtarō, sacudiendo la cabeza con gesto desafiante.
—Vamos, enséñamelo.
—Sólo si compras un poco de sake.
—Vaya, de modo que ése es tu juego, ¿eh? De acuerdo, lo compraré.
—¿Cinco cuartillos?
—No necesito tanto.
—¿Tres cuartillos?
—Sigue siendo demasiado.
—¿Cuánto entonces? ¡No seas tan cicatero!
—¿Cicatero? Ya sabes que soy un pobre espadachín. ¿Crees que tengo dinero para tirarlo?
—De acuerdo. Lo mediré yo mismo y te daré la cantidad adecuada para que cunda tu dinero. Pero si lo hago, has de prometerme que me contarás algunas historias.
Una vez cerrado el trato, Jōtarō salió alegremente a la lluvia. Musashi cogió la carta y la leyó. Al cabo de un momento se volvió al posadero y le preguntó:
—¿De veras ha escrito esto?
—Sí. Es asombroso, ¿verdad? Parece muy listo.
Mientras Musashi iba al pozo, se echaba agua fría por encima y se vestía con ropa seca, el viejo colgó un perol sobre el fuego y sacó unas verduras encurtidas y un cuenco de arroz. Musashi volvió y tomó asiento al lado del hogar.
—¿Qué estará tramando ese pícaro? —murmuró el posadero—. Tarda mucho en volver con el sake.
—¿Qué edad tiene?
—Creo que ha dicho once años.
—Es maduro para su edad, ¿no crees?
—Humm. Supongo que se debe a que trabaja en la tienda de sake desde los siete. Ahí se encuentra con toda clase de gente…, carreteros, el papelero que vive camino abajo, viajeros y cuanto puedas imaginar.
—Me pregunto cómo habrá aprendido a escribir tan bien.
—¿Tan bueno es?
—Su caligrafía es un poco infantil, pero tiene una asombrosa…, ¿cómo te diría?…, franqueza. Si pensara en un espadachín diría que muestra amplitud espiritual. Puede que ese chico acabe siendo alguien.
—¿Qué quieres decir?
—Que puede convertirse en un auténtico ser humano.
—¿Ah, sí? —El viejo frunció el ceño, levantó la tapa del perol y siguió rezongando—: Todavía no vuelve. Apuesto a que está perdiendo el tiempo en alguna parte.
Estaba a punto de calzarse las sandalias e ir en busca del sake cuando Jōtarō regresó.
—¿Qué has estado haciendo? —preguntó al muchacho—. Has hecho esperar a mi huésped.
—No he podido evitarlo. En la tienda había un cliente muy borracho que me cogió por su cuenta y empezó a hacerme un montón de preguntas.
—¿Qué clase de preguntas?
—Preguntaba por Miyamoto Musashi.
—Y supongo que has charlado por los codos.
—No habría importado que lo hiciera. Aquí todo el mundo sabe lo que ocurrió en el templo Kiyomizu el otro día. La vecina, la hija del leñador…, las dos estaban en el templo ese día y vieron lo sucedido.
—Deja de hablar de eso, ¿quieres? —le dijo Musashi, casi en tono suplicante.
El agudo chiquillo percibió el estado de ánimo de Musashi y le preguntó:
—¿Puedo quedarme aquí un rato y hablar contigo?
Empezó a lavarse los pies, disponiéndose a entrar en la sala del hogar.
—No tengo inconveniente, si a tu amo no le importa.
—En estos momentos no me necesita.
—De acuerdo.
—Te calentaré el sake. Lo hago muy bien.
Depositó un recipiente de sake en las cenizas calientes alrededor del fuego y pronto anunció que estaba listo.
—Rápido, ¿eh? —dijo Musashi apreciativamente.
—¿Te gusta el sake?
—Sí.
—Pero, como eres tan pobre, supongo que no bebes mucho, ¿no es cierto?
—Tienes razón.
—Yo creía que los hombres diestros en las artes marciales servían a grandes señores y tenían buenas pagas. Un cliente de la tienda me dijo una vez que Tsukahara Bokuden siempre iba por ahí con setenta u ochenta servidores, caballos de refresco y un halcón.
—Eso es cierto.
—Y tengo entendido que un famoso guerrero llamado Yagyū, que sirve a la casa de Tokugawa, tiene unos ingresos de cincuenta mil fanegas de arroz.
—Eso también es cierto.
—¿Por qué entonces eres tan pobre?
—Aún estoy estudiando.
—¿A qué edad tendrás muchos seguidores?
—No sé si llegaré a tenerlos.
—¿Qué ocurre? ¿Es que no eres bueno?
—Ya has oído lo que decía la gente que me vio en el templo. Lo mires como lo mires, huí.
—Eso es lo que dice todo el mundo, que el shugyōsha de la posada…, ése eres tú…, es un cobarde. Pero me enfurece escucharles. —Jōtarō apretó los labios hasta que formaron una línea recta.
—¡Ja, ja! ¿Qué te importa eso? No están hablando de ti.
—Es que me sabe mal. Mira, el hijo del papelero y el del tonelero y algunos otros jóvenes se reúnen a veces detrás de la tienda de lacas para practicar la esgrima. ¿Por qué no luchas con uno de ellos y lo derrotas?
—Muy bien, si eso es lo que deseas, lo haré.
A Musashi le resultaba difícil negarle al chiquillo nada de lo que le pedía, en parte porque, en muchos aspectos, seguía sintiéndose él mismo un adolescente y podía simpatizar con Jōtarō. De una manera casi inconsciente, siempre buscaba algo que ocupara el lugar del afecto familiar del que carecía desde su infancia.
—Hablemos de alguna otra cosa —le dijo—. Te haré una pregunta para cambiar. ¿Dónde naciste?
—En Himeji.
—Ah, entonces eres de Harima.
—Sí, y tú eres de Mimasaka, ¿no es cierto? Alguien me lo dijo.
—Es verdad. ¿A qué se dedica tu padre?
—Era samurái. ¡Un samurái a carta cabal!
Al principio Musashi pareció sorprendido, pero en realidad la respuesta explicaba varias cosas, por ejemplo el hecho de que el chiquillo supiera escribir tan bien. Le preguntó el nombre de su padre.
—Se llama Aoki Tanzaemon. Tenía una ración de veinticinco fanegas de arroz, pero cuando yo contaba siete años abandonó el servicio de su señor y vino a Kyoto como rōnin. Después de gastar todo su dinero, me dejó en la tienda de sake y se fue a un templo para hacerse monje. Pero no quiero quedarme en la tienda, quiero ser un samurái como mi padre y aprender la esgrima, como tú. ¿No es la mejor manera de convertirte en samurái? —El chico hizo una pausa y entonces añadió con vehemencia—: Quiero ser tu seguidor, ir por el país estudiando contigo. ¿No me aceptarás como tu discípulo?
Tras haber expuesto su propósito, el semblante de Jōtarō adoptó una expresión de testarudez que reflejaba claramente su determinación de no aceptar un no por respuesta. Por supuesto, no podía saber que estaba suplicando a un hombre que había causado a su padre un sinfín de dificultades. Musashi, por su parte, no podía rechazar sin más la petición del chiquillo. Sin embargo, en lo que pensaba realmente no era en si debía aceptarle o no, sino en Aoki Tanzaemon y su desventurado destino. No podía dejar de simpatizar con aquel hombre. El camino del samurái era una empresa constantemente arriesgada, y un samurái tenía que estar siempre dispuesto a matar o morir. Al reflexionar en aquel ejemplo de las vicisitudes de la vida, Musashi se entristeció, y el efecto del sake se disipó de repente. Se sentía solo.
Jōtarō insistía. Cuando el posadero intentó convencerle de que dejara a Musashi en paz, replicó con insolencia y redobló sus esfuerzos. Cogió la muñeca de Musashi, luego le aferró el brazo y finalmente se echó a llorar.
Al no ver ninguna alternativa, Musashi le dijo:
—Bueno, bueno, es suficiente. Puedes ser mi seguidor, pero sólo después de que lo hayas hablado con tu amo.
Jōtarō, satisfecho por fin, echó a correr hacia la tienda de sake.
A la mañana siguiente, Musashi se levantó temprano, se vistió y llamó al posadero.
—¿Serás tan amable de prepararme una caja de comida? Lo he pasado aquí muy bien durante las últimas semanas, pero creo que seguiré mi viaje hacia Nara.
—¿Te vas tan pronto? —le preguntó el posadero, que no esperaba una partida tan repentina—. Es porque ese chico ha estado dándote la lata, ¿verdad?
—Oh, no, él no tiene la culpa. Desde hace algún tiempo tengo intención de ir a Nara y ver a los famosos lanceros del Hōzōin. Espero que no te moleste demasiado cuando descubra que me he ido.
—No te preocupes por eso. Es sólo un niño. Gritará y pataleará un rato y luego se olvidará.
—De todos modos, no creo que el vendedor de sake le dejara irse —dijo Musashi mientras salía al camino.
La tormenta había pasado y la brisa le rozó suavemente la piel, con una delicadeza que era todo lo contrario a la violencia del viento el día anterior.
El río Kamo estaba crecido, sus aguas fangosas. En un extremo del puente de madera en la avenida Sanjó, había unos samuráis que examinaban a los transeúntes. Musashi preguntó el motivo de la inspección y le dijeron que se debía a la inminente visita del nuevo shōgun. Una vanguardia de señores feudales, tanto influyentes como de baja categoría, ya había llegado, y se estaban tomando medidas para mantener fuera de la ciudad a los peligrosos samuráis sin señor. Musashi, que también era un rōnin, dio oportunas respuestas a las preguntas que le hicieron y le dejaron pasar.
Esa experiencia le hizo pensar en su propia condición de guerrero errante sin amo que no servía a los Tokugawa ni a sus rivales de Osaka. Haber corrido a Sekigahara para ponerse al lado de las fuerzas de Osaka contra los Tokugawa fue una cuestión de herencia. Tal había sido la fidelidad de su padre, invariable desde los días en que sirvió al señor Shimmen de Iga. Toyotomi Hideyoshi murió dos años antes de la batalla. Sus seguidores, leales a su hijo, constituyeron la facción de Osaka. En Miyamoto, Hideyoshi estaba considerado como el más grande de los héroes, y Musashi recordaba que de niño se había sentado junto al hogar y escuchado los relatos de las hazañas del gran guerrero. Estas ideas formadas en su adolescencia seguían con él, e incluso ahora, si se viera obligado a decir qué bando era su preferido, probablemente se inclinaría por Osaka.
Desde entonces Musashi había aprendido algunas cosas y ahora reconocía que sus acciones a los diecisiete años habían sido insensatas e inútiles. Para que un hombre sirviera fielmente a su señor no bastaba con lanzarse ciegamente a la pelea y blandir una lanza. Tenía que recorrer todo el camino, hasta el borde de la muerte.
Ahora Musashi habría dicho: «Si un samurái muere con una plegaria por la victoria de su señor en los labios, ha hecho algo bueno y significativo». Pero en la época de la batalla, ni él ni Matahachi habían tenido sentido alguno de la lealtad. Lo que habían anhelado era la fama y la gloria, y más concretamente un medio de ganarse la vida sin dar nada de sí mismos.
Era curioso que lo hubieran considerado de esa manera. Desde que Takuan le enseñó que la vida es una joya que debe ser muy apreciada, Musashi sabía que lejos de no dar nada, él y Matahachi habían ofrecido sin proponérselo su posesión más preciada. Cada uno había arriesgado cuanto tenía con la esperanza de recibir un miserable estipendio como samurái. Se preguntó cómo habían podido ser tan idiotas.
Observó que se estaba aproximando a Daigo, al sur de la ciudad, y como estaba muy sudoroso, decidió hacer un alto y descansar.
Oyó que una voz le gritaba desde lejos:
—¡Espera! ¡Espera!
Mirando hacia abajo por la pronunciada pendiente del camino de montaña, distinguió al pequeño duende acuático, Jōtarō, que corría tan rápido como le era posible. Poco después el muchacho le miraba furibundo.
—¡Me has mentido! —le gritó—. ¿Por qué lo has hecho?
Jadeando a causa de la carrera, con el rostro enrojecido, habló con beligerancia, aunque era evidente que estaba al borde de las lágrimas.
Musashi se rio sin poderlo evitar al ver su atuendo. Había prescindido de las ropas de trabajo que llevaba el día anterior, poniéndose un kimono ordinario, pero era de una talla demasiado pequeña para él. La falda apenas le llegaba a las rodillas y las mangas terminaban en los codos. Del costado le pendía una espada de madera que era más larga que él, y llevaba a la espalda un sombrero de junco que parecía tan grande como una sombrilla.
Mientras gritaba a Musashi por haberle dejado atrás, rompió a llorar. Musashi le abrazó e intentó consolarle, pero el muchacho siguió llorando, sintiendo al parecer que en las montañas, sin nadie alrededor, podía desahogarse.
Finalmente Musashi le dijo:
—¿Te sientes bien al portarte como un bebé que berrea?
—¡No me importa! —dijo Jōtarō entre sollozos—. Eres un adulto y sin embargo me has mentido. Dijiste que me dejarías ser tu seguidor… y entonces te marchaste sin avisarme. ¿Es que los adultos tienen que portarse así?
—Lo siento —dijo Musashi.
Esta sencilla disculpa hizo que el llanto del chiquillo se convirtiera en un gemido de súplica.
—Basta ya —le dijo Musashi—. No tenía intención de mentirte, pero tienes un padre y un amo. No podía traerte conmigo a menos que tu amo lo consintiera. Te dije que fueras a hablar con él, ¿no es cierto? No me pareció probable que accediera.
—¿Por qué no esperaste hasta conocer la respuesta?
—Por eso te pido disculpas ahora. ¿De veras lo discutiste con él?
—Sí.
Dominó sus gemidos y arrancó dos hojas de un árbol, con las que se sonó la nariz.
—¿Y qué te dijo?
—Me dijo que podía hacerlo.
—¿En aquel mismo momento?
—Dijo que ningún guerrero o escuela de adiestramiento que se respetara aceptaría un chico como yo, pero puesto que el samurái de la posada era un cobarde, debía de ser la persona adecuada. Dijo que quizá me usarías para llevarte el equipaje, y me dio esta espada de madera como regalo de despedida.
La línea de razonamiento de aquel hombre hizo sonreír a Musashi.
—Luego fui a la posada —siguió diciendo el muchacho—. El viejo no estaba allí, por lo que cogí prestado este sombrero que colgaba bajo los aleros.
—Pero eso es la muestra de la posada. Mira, tiene escrita la palabra «alojamiento».
—Bueno, no importa. Necesitaré un sombrero por si llueve.
Por la actitud de Jōtarō era evidente que, para él, todas las promesas solemnes habían sido intercambiadas y ahora era el discípulo de Musashi. Éste, al notarlo, se resignó a la inconveniencia que representaría viajar con el niño, pero también se le ocurrió que quizá aquel encuentro había sido afortunado. En efecto, al considerar el papel que había jugado en la pérdida de categoría de Tanzaemon llegó a la conclusión de que tal vez debería agradecer la oportunidad que tenía de procurar por el futuro del muchacho. Le pareció que eso sería lo correcto.
Jōtarō, ya tranquilizado, recordó algo de repente y buscó dentro de su kimono.
—Casi me olvidaba. Tengo algo para ti. Aquí está. —Sacó una carta y se la tendió.
Mirando la misiva con curiosidad, Musashi le preguntó:
—¿De dónde la has sacado?
—¿Recuerdas que anoche te dije que había un rōnin bebiendo en la tienda y que me hizo muchas preguntas?
—Sí.
—Bueno, pues cuando fui a casa, él seguía allí. No paraba de preguntar sobre ti. También es un gran bebedor…, ¡se tomó una botella entera de sake él solo! Entonces escribió esta carta y me pidió que te la entregara.
Musashi ladeó la cabeza, perplejo, y rompió el sello. Miró primero la firma y vio que era de Matahachi, el cual debía de haber estado en efecto muy borracho. Hasta los caracteres parecían ebrios. Mientras leía el rollo de papel, Musashi fue presa de sentimientos contradictorios de nostalgia y tristeza. No sólo la escritura era caótica, sino que el mismo mensaje era enmarañado e impreciso.
Desde que te dejé en el monte Ibuki, no he olvidado el pueblo, como tampoco a mi viejo amigo. Por casualidad oí tu nombre en la escuela Yoshioka. En ese momento me sentí confuso e incapaz de decidir si intentaría verte. Ahora estoy en una tienda de sake y he bebido mucho.
Hasta aquí el significado era bastante claro, pero lo que decía a continuación era difícil de seguir.
Desde que me separé de ti, he vivido en una jaula de lujuria y la ociosidad me ha roído los huesos. Durante cinco años he pasado los días sumido en el estupor, sin hacer nada. Ahora eres famoso en la capital como espadachín. ¡Bebo por ti! Algunos dicen que Musashi es un cobarde, que sólo es bueno en la huida. Otros dicen que eres un espadachín incomparable. No sé cuál de las dos afirmaciones es verdad ni me importa. Sólo me alegra que tu espada haga hablar así la gente en la capital.
Eres listo y podrías abrirte camino con la espada. Pero al mirar atrás, me pregunto por mí, tal como soy ahora. ¡Soy un necio! ¿De qué manera un infeliz estúpido como yo puede mirar a la cara a un amigo juicioso como tú sin morirse de vergüenza?
¡Pero espera! La vida es larga y aún es pronto para decir qué traerá el futuro. Ahora no quiero verte, pero llegará un día en que lo querré.
Ruego por tu salud.
Seguía una posdata rápidamente garabateada que le informaba, con cierto detalle, de que en la escuela Yoshioka estaban muy irritados por el reciente incidente, le buscaban por todas partes y debía tener cuidado con sus movimientos. Terminaba diciendo: «No debes morir ahora que estás empezando a hacerte un nombre. Cuando también yo haya hecho algo digno, querré verte para charlar de los viejos tiempos. Cuídate y sigue vivo para que puedas inspirarme».
Sin duda las intenciones de Matahachi eran buenas, pero había algo raro en su actitud. ¿Por qué debía alabar así a Musashi y un instante después insistir en sus fallos? ¿Por qué no se limitaba a decirle que había pasado mucho tiempo desde la última vez que se vieron y le gustaría que se encontraran para tener una larga charla?
—Oye, Jō, ¿has preguntado a este hombre su dirección?
—No.
—¿Le conocen en la tienda?
—No lo creo.
—¿Acude ahí con frecuencia?
—No, ésta ha sido la primera vez.
Musashi pensaba que si supiera dónde vivía Matahachi, él volvería de inmediato a Kyoto para verle. Deseaba conversar con su camarada de la infancia, procurar que sentara la cabeza, reavivar en él el espíritu que tuvo en el pasado. Puesto que todavía consideraba a Matahachi como su amigo, le habría gustado hacerle salir de su estado de ánimo actual, con aquellas tendencias que parecían autodestructivas. Y, naturalmente, también habría querido que Matahachi explicara a su madre el error que estaba cometiendo.
Los dos siguieron caminando en silencio. Descendían por la ladera de la montaña, en Daigo, y el cruce del Rokujizō era visible por debajo de ellos.
Musashi se volvió bruscamente al chiquillo y le dijo:
—Quiero que me hagas un favor, Jō.
—¿De qué se trata?
—De un recado.
—¿Adonde debo ir?
—A Kyoto.
—Eso significa dar la vuelta y regresar al lugar de donde acabo de salir.
—Así es. Quiero que lleves una carta mía a la escuela Yoshioka de la avenida Shijō.
Jōtarō dio un puntapié a un guijarro, alicaído.
—¿No quieres ir? —le preguntó Musashi, mirándole a la cara.
Jōtarō sacudió la cabeza, inseguro.
—No me importa ir, pero ¿no estarás haciendo esto sólo para librarte de mí?
Su sospecha hizo que Musashi se sintiera culpable, pues ¿no era él quien había destruido la fe del niño en los adultos?
—¡No! —replicó vivamente—. Un samurái no miente. Perdóname por lo ocurrido esta mañana. Ha sido un error.
—De acuerdo, iré.
Entraron en una casa de té que estaba a un lado del cruce y era conocida como Rokuamida. Pidieron té y almorzaron.
Luego Musashi escribió una carta, que dirigió a Yoshioka Seijūrō:
Me han dicho que tú y tus discípulos me buscáis. En estos momentos me encuentro en la carretera de Yamato, y me propongo viajar por las zonas de Iga e Ise durante un año, a fin de proseguir mi estudio de la esgrima. No deseo cambiar ahora mis planes, pero puesto que lamento tanto como tú que no pudiéramos vernos durante mi visita a tu escuela, me complace informarte que con toda seguridad estaré de regreso en la capital hacia el primer o segundo mes del próximo año. De aquí a entonces espero mejorar mi técnica considerablemente. Confío en que tampoco tú descuidarás la práctica. Sería una gran vergüenza que la floreciente escuela de Yoshioka Kempō sufriera una segunda derrota como le ocurrió la última vez que estuve ahí. Termino enviándote mis respetuosos deseos de que conserves tu buena salud.
Shimmen Miyamoto Musashi Masana
Aunque la carta era cortés, dejaba pocas dudas de la confianza que Musashi tenía en sí mismo. Tras corregir la dirección para incluir no sólo a Seijūrō sino a todos los discípulos de la escuela, dejó el pincel y entregó la carta a Jōtarō.
—¿Puedo dejarla sin más en la escuela y volver en seguida? —quiso saber el muchacho.
—No. Tienes que llamar a la puerta principal y dársela personalmente al criado que te abra.
—Comprendo.
—Debes hacer una cosa más, pero quizá sea un poco difícil.
—¿Qué es?
—Quiero que intentes encontrar al hombre que te dio la carta. Se llama Hon'iden Matahachi. Es un viejo amigo mío.
—Eso no me costará nada.
—¿Lo crees así? ¿Cómo te propones hacerlo?
—Preguntaré en todos los establecimientos de bebidas.
Musashi se echó a reír.
—No es una mala idea. Sin embargo, deduzco por la carta de Matahachi que conoce a alguien en la escuela Yoshioka. Creo que sería más rápido preguntar ahí por él.
—¿Qué he de hacer cuando le encuentre?
—Quiero que le des un mensaje. Dile que desde el primero al séptimo día del nuevo año, cada mañana iré al gran puente de la avenida Gojō y le esperaré ahí. Pídele que vaya a verme uno de esos días.
—¿Eso es todo?
—Sí, pero dile también que estoy muy deseoso de verle.
—Muy bien, creo que lo recordaré todo. ¿Dónde estarás cuando regrese?
—Vamos a ver. Cuando llegue a Nara, arreglaré las cosas para que puedas saber dónde estoy preguntando en el Hōzōin. Es el templo famoso por su técnica con la lanza.
—¿De veras harás eso?
—¡Ja, ja! Qué suspicaz eres. No te preocupes. Si esta vez no cumplo mi promesa, podrás cortarme la cabeza.
Musashi aún se reía cuando salió de la casa de té. Emprendió el camino de Nara y Jōtarō partió en la dirección opuesta, hacia Kyoto.
En el cruce había una mezcolanza de gente con sombreros de junco, golondrinas y caballos que relinchaban. El chiquillo se abrió paso entre la multitud, miró atrás y vio que Musashi seguía en pie donde le había dejado, mirándole. Se despidieron con una sonrisa y cada uno reanudó su camino.