Aquél fue un día de vergüenza inolvidable para la escuela Yoshioka. Nunca hasta entonces aquel prestigioso centro de las artes marciales había sufrido una humillación tan completa.
Los fervorosos discípulos estaban abatidos, con las caras largas y los puños apretados, reflejo de su congoja y frustración. Un grupo numeroso se encontraba en la antesala con suelo de madera, y había grupos más reducidos en las habitaciones laterales. Oscurecía ya, cuando de ordinario estarían camino de casa o disponiéndose a beber, pero ninguno daba señal alguna de marcharse. Sólo el ruido de la puerta principal rompía de vez en cuando el fúnebre silencio.
—¿Es él?
—¿Ha regresado el joven maestro?
—No, todavía no —dijo un hombre que había pasado la mitad de la tarde apoyado desconsoladamente en una columna de la entrada.
Cada vez que eso sucedía los hombres volvían a sumirse en su cenagal de pesadumbre. Chascaban la lengua, consternados, y patéticas lágrimas brillaban en sus ojos.
El doctor salió de una habitación trasera y se dirigió al hombre de la entrada.
—Tengo entendido que Seijūrō no está aquí. ¿No sabes dónde se encuentra?
—No. Los hombres están buscándole. Probablemente no tardará en volver.
El doctor se aclaró la garganta y se marchó.
Delante de la escuela, la vela en el altar del santuario de Hachiman estaba rodeada por un halo siniestro.
Nadie habría negado que el fundador y primer maestro, Yoshioka Kempō, era un hombre mucho más brillante que Seijūrō o su hermano menor. Kempō empezó siendo un mero comerciante, un tintorero, pero la interminable repetición de los ritmos y movimientos necesarios para evitar que el tinte se convierta en un engrudo le hizo concebir una nueva manera de manejar la espada corta. Tras aprender el uso de la alabarda, que le enseñó uno de los más hábiles sacerdotes-guerreros de Kurama, y luego estudiar el estilo de esgrima Kyōhachi, creó un estilo totalmente personal. Posteriormente su técnica con la espada corta fue adoptada por los shogunes Ashikaga, los cuales le llamaron para que fuese su preceptor oficial. Kempō fue un gran maestro, un hombre cuya sabiduría estaba a la altura de su habilidad.
Aunque los hijos de Kempō, Seijūrō y Denshichirō, habían recibido un adiestramiento tan riguroso como el de su padre, fueron los herederos de una riqueza y una fama considerables, lo cual, en opinión de algunos, había sido la causa de su debilidad. Por costumbre la gente se dirigía a Seijūrō llamándole «joven maestro», pero en realidad no había alcanzado el nivel de habilidad que habría atraído a muchos seguidores. Los alumnos acudían a la escuela porque, bajo la dirección de Kempō, el estilo de lucha Yoshioka había alcanzado tanta fama que sólo lograr el ingreso significaba ser reconocido por la sociedad como un hábil guerrero.
Después de la caída del shogunado Ashikaga, tres décadas antes, la casa de Yoshioka había dejado de recibir una subvención oficial, pero en vida del frugal Kempō había acumulado gradualmente una gran fortuna. Además, tenía aquel gran establecimiento en la avenida Shijō, con más alumnos que cualquier otra escuela de Kyoto, que era con mucho la ciudad más grande del país. Pero lo cierto era que la posición de la escuela en el nivel superior del mundo de la esgrima era más aparente que real.
En el exterior de aquellos grandes muros blancos el mundo había cambiado más de lo que la mayoría de quienes vivían dentro se daba cuenta. Durante años se habían dedicado a la jactancia, la gandulería y el juego, sin adaptarse a los cambios de los tiempos. Aquel día, su vergonzosa derrota en el enfrentamiento con un desconocido espadachín rural les había abierto los ojos.
Poco antes del mediodía, uno de los sirvientes entró en el dōjō y dijo que un hombre que decía llamarse Musashi estaba en la puerta y solicitaba que le admitieran. Cuando le preguntaron de qué clase de individuo se trataba, les respondió que era un rōnin, natural de Miyamoto, en Mimasaka, tenía veintiuno o veintidós años, medía unos seis pies de altura y parecía bastante lerdo. Su cabello, que no se peinaba por lo menos desde hacía un año, estaba atado descuidadamente en la nuca y era una greña rojiza, y sus ropas estaban tan sucias que no se sabía si eran negras o marrones, sencillas u ornadas. Aunque el sirviente admitía que podría equivocarse, creía haber percibido que aquel hombre olía. Llevaba a la espalda uno de esos sacos de cuero a los que la gente llamaba bolsas de estudio de los guerreros, lo cual probablemente significaba que era un shugyōsha, uno de los samuráis, tan numerosos en aquella época, que deambulaba sin rumbo y dedicaba todos los instantes de su vida despierta al estudio de la esgrima. No obstante, la impresión general del sirviente era que aquel Musashi estaba claramente fuera de lugar en la escuela Yoshioka.
Si el hombre se hubiera limitado a pedir una comida, no habría habido ningún problema, pero cuando el grupo oyó que el rústico intruso estaba en el gran portal para desafiar en combate al famoso Yoshioka Seijūrō, las risas fueron estrepitosas, Algunos se mostraron partidarios de echarle sin más, mientras otros decían que primero deberían averiguar qué estilo empleaba y el nombre de su maestro.
El sirviente, tan divertido como los demás, salió y poco después regresó para informar que el visitante aprendió en su infancia el manejo de la porra, que le enseñó su padre, y más tarde aprendió lo que pudo de los guerreros que estaban de paso en el pueblo. Se marchó de casa a los diecisiete años y, por razones personales, pasó los tres años siguientes dedicado al estudio. Todo el año anterior lo había pasado en las montañas, con los árboles y los espíritus de los montes como únicos maestros. En consecuencia, no podía decir que siguiera un estilo o a un maestro determinados. Pero en el futuro confiaba en aprender las enseñanzas de Kiichi Hōgen y dominar la esencia del estilo Kyōhachi. Emularía al gran Yoshioka Kempō creando un estilo propio, al que ya había decidido llamar estilo Miyamoto. A pesar de sus muchos defectos, ésa era una meta hacia la que se proponía trabajar con todo su corazón y su alma.
El sirviente concedía que había sido una respuesta sincera y sin afectación, pero el hombre tenía acento rural y tartamudeaba casi a cada palabra. El sirviente satisfizo a sus oyentes ofreciéndoles una imitación, provocando de nuevo grandes risotadas.
El recién llegado no debía de estar en su sano juicio. Proclamar que cifraba su meta en crear un estilo propio era pura locura. A modo de ilustración para el patán, los estudiantes enviaron de nuevo al sirviente, esta vez para preguntarle si había nombrado a alguien para que recuperase su cadáver después del encuentro. A lo cual respondió Musashi:
—Si por azar muriese, poco importa que abandonéis mi cuerpo en la montaña Toribe o lo arrojéis al río Kamo con la basura. En cualquier caso, prometo que no os lo echaré en cara.
El sirviente dijo que esta vez la respuesta de Musashi había sido muy clara, sin rastro de la torpeza de sus respuestas anteriores.
Tras un momento de vacilación, alguien dijo:
—¡Hazle pasar!
Así fue cómo empezó todo. Los discípulos pensaron que herirían un poco al recién llegado y luego le echarían de allí. Pero en el primer encuentro el derrotado fue el campeón de la escuela, que recibió un golpe brutal en el brazo. La muñeca quedó desprendida y unida al antebrazo tan sólo por un trozo de piel.
Uno tras otro los demás aceptaron el desafío del desconocido, y uno tras otro sufrieron una derrota ignominiosa. Varios resultaron gravemente heridos, y la espada de madera de Musashi goteaba sangre. Tras la tercera derrota, el estado de ánimo de los discípulos dio un vuelco total y se volvió sanguinario. Aunque todos sucumbieran en el empeño, no permitirían que aquel bárbaro loco saliera con vida, llevándose consigo el honor de la escuela Yoshioka.
El mismo Musashi puso fin al derramamiento de sangre. Puesto que su desafío había sido aceptado, la conciencia no le remordía por las bajas, pero anunció:
—No tiene sentido continuar hasta que regrese Seijūrō.
Se negó a seguir luchando. Como no había ninguna alternativa, a petición propia le llevaron a una habitación para que aguardase. Sólo entonces uno de los hombres recuperó la sensatez y llamó al médico.
Poco después de que el doctor se marchara, las voces que gritaban los nombres de dos de los heridos hicieron ir a una docena de hombres a la habitación del fondo. Rodearon a los dos samuráis incrédulos y pasmados, pálidos y respirando irregularmente. Ambos estaban muertos.
Se oyeron pisadas apresuradas a través del dōjō y en la habitación de los muertos. Los estudiantes hicieron paso a Seijūrō y Tōji, ambos tan pálidos como si hubieran acabado de salir de una catarata de agua helada.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Tōji—. ¿Qué significa todo esto? —Su tono era malhumorado, como de costumbre.
Un samurái de rostro sombrío que estaba arrodillado junto a la almohada de uno de sus compañeros muertos fijó en Tōji su mirada acusadora y le dijo:
—Eres tú quien debería explicar lo que ocurre. Eres tú quien se lleva de juerga al joven maestro. ¡Pues bien, esta vez has ido demasiado lejos!
—¡Frena la lengua o te la corto!
—¡Cuando vivía el maestro Kempō no pasaba un solo día sin que estuviera presente en el dōjō!
—¿Y qué? El joven maestro quería divertirse un poco, así que fuimos al Kabuki. ¿Qué pretendes al hablar de esa manera delante de él? ¿Quién te crees que eres?
—¿Es que tiene que pasarse toda la noche fuera para ver el Kabuki? ¡El maestro Kempō debe de estar retorciéndose en su tumba!
—¡Basta ya! —gritó Tōji, abalanzándose contra el hombre.
Mientras los demás trataban de separar y calmar a los dos, una voz que traslucía el dolor por las pérdidas sufridas se impuso ligeramente al ruido de la refriega.
—Si el joven maestro ha vuelto, es hora de que dejemos de reñir. A él corresponde recuperar el honor de la escuela. Ese rōnin no puede salir vivo de aquí.
Varios de los heridos gritaban y golpeaban el suelo. Su agitación era una elocuente reprimenda a quienes no se habían enfrentado a la espada de Musashi.
Para los samurái de la época, lo más importante en el mundo era el honor. Como clase, prácticamente competían entre ellos para ver quién sería el primero en morir por el honor. Hasta hacía muy poco, el gobierno había estado demasiado ocupado con las guerras para poder trazar un sistema administrativo adecuado en un país en paz, e incluso Kyoto estaba gobernada tan sólo por una serie de regulaciones imprecisas y provisionales. No obstante, el hincapié que hacía la clase guerrera en el honor personal era respetado igualmente por campesinos y ciudadanos, y jugaba un papel en el mantenimiento de la paz. Un consenso general sobre lo que era y lo que no era una conducta honorable posibilitaba que la gente se gobernara a sí misma incluso en ausencia de unas leyes adecuadas.
Aunque los hombres de la escuela Yoshioka fuesen incultos, no eran en modo alguno unos degenerados sin vergüenza. Cuando, tras la conmoción inicial de la derrota volvieron a la normalidad, en lo que pensaron primero fue en el honor. El honor de su escuela, el de su maestro, su propio honor personal.
Dejando de lado sus animosidades personales, un nutrido grupo se reunió alrededor de Seijūrō para discutir lo que debían hacer. Por desgracia, precisamente aquel día Seijūrō carecía por completo de espíritu de lucha. Cuando debería estar en posesión de todas sus facultades, tenía resaca y se sentía débil y exhausto.
—¿Dónde está el hombre? —preguntó, mientras se ataba las mangas del kimono con una correa de cuero.
—Está en el pequeño cuarto junto a la sala de recepción —le dijo un estudiante, señalando al otro lado del jardín.
—¡Llámale! —ordenó Seijūrō, con la boca seca a causa de la tensión.
Se había sentado en el lugar del maestro, una pequeña plataforma elevada, preparándose para recibir el saludo de Musashi. Eligió una de las espadas de madera que le ofrecían sus discípulos y la sostuvo vertical ante él.
Tres o cuatro hombres acataron la orden y empezaron a marcharse, pero Tōji y Ryōhei les dijeron que esperasen.
Siguió una serie de susurros que no llegaban a oídos de Seijūrō. Las consultas musitadas se centraban alrededor de Tōji y los demás discípulos veteranos de la escuela. Poco después se les unieron familiares y algunos criados, y fueron tantos los presentes que la reunión se dividió en varios grupos. Aunque acalorada, la controversia se zanjó en un tiempo relativamente breve.
La mayoría, no sólo preocupada por el sino de la escuela sino también incómodamente consciente de las deficiencias de Seijūrō como luchador, concluyó que sería imprudente permitir que se enfrentara a Musashi cara a cara en aquellos momentos. Con dos muertos y varios heridos, si Seijūrō perdiera, la crisis a la que se enfrentaría la escuela sería extraordinariamente grave. Era un riesgo demasiado grande.
La tácita opinión de la mayoría de los hombres era que si Denshichirō estuviera presente habría poca causa de alarma. En general, se creía que estaba mejor dotado que Seijūrō para continuar la labor de su padre, pero como era el segundo hijo y no tenía responsabilidades, era un hombre demasiado acomodadizo. Aquella mañana había salido de casa con unos amigos para viajar a Ise, y ni siquiera se había molestado en decir cuándo regresaría.
Tōji se acercó a Seijūrō y le dijo:
—Hemos llegado a una conclusión.
Mientras Seijūrō escuchaba el informe susurrado, su expresión fue haciéndose cada vez más indignada, hasta que finalmente, dominando apenas su furia, dijo:
—¿Engañarle?
Tōji intentó silenciarle con la mirada, pero Seijūrō no iba a consentirlo.
—¡No puedo aceptar una cosa así! Es una cobardía. ¿Y si corriera la noticia de que la escuela Yoshioka temía tanto a un guerrero desconocido que se ocultó y le tendió una emboscada?
—Cálmate —le suplicó Tōji, pero Seijūrō siguió protestando. Tōji alzó la voz para imponerse a la del joven maestro y le dijo—: Déjalo de nuestra cuenta. Nosotros nos ocuparemos del asunto.
Seijūrō no estaba dispuesto a ceder.
—¿Crees acaso que yo, Yoshioka Seijūrō, sería derrotado por ese Musashi o comoquiera que se llame?
—Oh, no, no se trata de eso en absoluto —mintió Tōji—. Es que no creemos que derrotarle te aportara ningún honor. Tienes demasiada categoría para enfrentarte a un vagabundo descarado. En cualquier caso, no hay ninguna razón por la que nadie ajeno a esta casa deba enterarse de lo sucedido. Sólo una cosa es importante…, no permitir que salga de aquí vivo.
Mientras los dos estaban discutiendo, el número de hombres en la sala se redujo a más de la mitad. Silenciosos como gatos, salieron al jardín, encaminándose a la puerta trasera y las habitaciones interiores, y se desvanecieron casi imperceptiblemente en la oscuridad.
—No podemos postergarlo más, joven maestro —dijo Tōji con firmeza, y apagó la lámpara de un soplo. Aflojó la espada en su vaina y se arremangó el kimono.
Seijūrō siguió sentado. Aunque hasta cierto punto se sentía aliviado por no tener que luchar con el desconocido, no se estaba satisfecho ni mucho menos. Se daba cuenta de que sus discípulos tenían una baja opinión de su capacidad. Pensó en que había descuidado la práctica desde la muerte de su padre, y ese pensamiento le abatió.
La casa se volvió fría y silenciosa como el fondo de un pozo. Sin poder quedarse quieto, Seijūrō se puso en pie y permaneció junto a la ventana. A través de las puertas cubiertas de papel de la habitación donde estaba Musashi, veía el tenue parpadeo de la luz de la lámpara. Era la única luz visible en el entorno.
Varios pares de ojos más miraban en la misma dirección. Los atacantes, con sus espadas en el suelo delante de ellos, contenían el aliento y escuchaban atentamente para percibir cualquier sonido indicador de lo que Musashi se proponía llevar a cabo.
Al margen de sus deficiencias, Tōji había recibido el adiestramiento de un samurái, e intentaba desesperadamente imaginar qué haría Musashi.
—Nadie le conoce en la capital, pero es un gran luchador. ¿Es posible que esté sentado y silencioso en esa habitación? Nos hemos aproximado a él con mucha cautela, pero somos demasiados y debe de haberlo notado. Cualquiera que intente vivir como un guerrero lo notaría. De lo contrario, a estas alturas estaría muerto.
—Humm…, quizá se ha adormecido. Eso es lo más probable. Al fin y al cabo, lleva largo tiempo esperando.
—Por otro lado, ya ha demostrado que es inteligente. Tal vez esté ahí en pie, preparado para el combate, dejando la lámpara encendida para cogernos desprevenidos y esperando que le ataque el primer hombre.
—¡Sí, eso debe ser! ¡No hay duda!
Los hombres estaban nerviosos y llenos de prevención, pues el blanco de su sanguinario propósito estaría igualmente deseoso de matarles. Intercambiaron miradas, preguntándose en silencio quién sería el primero en adelantarse corriendo y arriesgar su vida.
Finalmente el astuto Tōji, que estaba al lado mismo de la habitación de Musashi, gritó:
—¡Musashi! ¡Siento haberte hecho esperar! ¿Puedo verte un momento?
Al no obtener respuesta, Tōji llegó a la conclusión de que Musashi estaba, en efecto, preparado y esperando el ataque. Jurándose que no le dejaría escapar, Tōji señaló a derecha e izquierda y asestó una patada a la shoji. El golpe desplazó de su ranura el borde inferior de la puerta, que se deslizó unos dos pies hacia el interior de la habitación. Al oír el ruido, los hombres que se disponían a invadir la estancia, retrocedieron un paso sin querer, pero al cabo de unos segundos alguien lanzó el grito de ataque y abrieron con estrépito todas las demás puertas de la habitación.
—¡No está aquí!
—¡La habitación está vacía!
Las voces llenas de valor recobrado murmuraban con incredulidad. Musashi había estado sentado allí hasta hacía muy poco, cuando alguien le llevó la lámpara. Ésta aún ardía, el cojín que había usado el guerrero desconocido seguía allí, en el brasero aún ardía un buen fuego y había una taza de té sin tocar. ¡Pero Musashi no estaba!
Un hombre corrió a la terraza y comunicó a los demás que el samurái había desaparecido. Por debajo de la terraza y desde lugares oscuros en el jardín salieron alumnos y criados, los cuales se congregaron, dieron airadas patadas en el suelo y maldijeron a los hombres que habían montado guardia en la pequeña habitación. Sin embargo, los guardianes insistieron en que Musashi no podía haberse ido. Menos de una hora antes había ido al excusado y vuelto a la habitación de inmediato. Era imposible que hubiera salido sin que le vieran.
—¿Pretendes decir que es invisible como el viento? —le preguntó un hombre desdeñosamente.
Entonces uno de los que habían estado hurgando en un armario gritó:
—¡Así es como se ha fugado! Mirad, estas tablas del suelo han sido arrancadas.
—No ha pasado mucho tiempo desde que despabiló la lámpara. ¡No puede haber ido muy lejos!
—¡A por él!
¡Si Musashi había huido realmente, en el fondo debía ser un cobarde! Esta suposición enardeció a sus perseguidores, dándoles el espíritu de lucha del que tan notablemente habían carecido poco antes. Estaban saliendo por el portal y las puertas laterales cuando alguien exclamó:
—¡Ahí está!
Cerca de la puerta trasera, una silueta salió de las sombras, cruzó la calle y entró en un oscuro callejón al otro lado. Corriendo como una liebre, cuando llegó al muro en el extremo del callejón, giró a un lado. Dos o tres estudiantes le dieron alcance en el camino entre el Kūyadō y las ruinas del Honnōji incendiado.
—¡Cobarde!
—De modo que huyes, ¿eh?
—Después de lo que hoy has hecho.
Se oyó el ruido de una violenta refriega y un aullido desafiante. El hombre capturado había recobrado sus fuerzas y se volvía contra sus captores. En un instante, los tres hombres que le habían arrastrado sujeto por la nuca cayeron al suelo. La espada del hombre estaba a punto de descender sobre ellos cuando un cuarto hombre llegó corriendo y gritó:
—¡Espera! ¡Es un error! No es el hombre que estamos buscando.
Matahachi bajó la espada y los hombres se pusieron en pie.
—¡Eh, tienes razón! No es Musashi.
Mientras estaban allí en pie y perplejos, Tōji llegó a su lado.
—¿Le habéis cogido? —les preguntó.
—No, nos hemos equivocado de hombre… Éste no es el causante de nuestros problemas.
Tōji miró más atentamente al transeúnte que sus camaradas habían intentado capturar y les preguntó con asombro:
—¿Es éste el hombre a quien perseguíais?
—Sí. ¿Le conoces?
—Le vi antes en la casa de té Yomogi.
Mientras examinaban a Matahachi en silencio y con suspicacia, éste se atusó calmosamente el cabello revuelto y se sacudió el kimono.
—¿Es el dueño del Yomogi?
—No, la mujer que sirve ahí me dijo que no lo era. Parece ser alguna clase de parásito.
—Desde luego, parece sospechoso. ¿Qué hacía cerca del portal? ¿Estaba espiando?
Pero Tōji ya había empezado a moverse.
—Si perdemos tiempo con él, Musashi se nos escapará. Dividíos y poneos en marcha. Por lo menos podremos averiguar dónde se aloja.
Hubo un murmullo de asentimiento y los hombres partieron.
Matahachi, de cara al foso del Honnōji, permanecía en silencio con la cabeza inclinada mientras los hombres pasaban corriendo por su lado. Cuando pasó el último, lo llamó.
El hombre se detuvo.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
Matahachi se aproximó a él.
—¿Qué edad tiene ese hombre llamado Musashi?
—¿Cómo podría saberlo?
—¿Dirías que tiene más o menos mi edad?
—Sí, en efecto.
—¿Procede del pueblo de Miyamoto, en la provincia de Mimasaka?
—Sí.
—Supongo que «Musashi» es otra manera de leer los dos caracteres usados para escribir «Takezō», ¿no es cierto?
—¿Por qué me haces estas preguntas? ¿Acaso es amigo tuyo?
—Oh, no. Sólo estaba intrigado.
—Oye, sería mejor que en lo sucesivo no te metas en sitios donde no debes estar. De lo contrario, uno de estos días podrías encontrarte en un serio apuro.
Tras hacer esta advertencia, el hombre se alejó.
Matahachi echó a andar lentamente por el lado del oscuro foso, deteniéndose de vez en cuando para contemplar las estrellas. No parecía tener un rumbo concreto.
—¡Es él, después de todo! —se dijo—. Debe de haber cambiado su nombre por el de Musashi, convirtiéndose en un espadachín. Supongo que su aspecto será muy distinto al de antes. —Deslizó las manos en el obi y se puso a dar puntapiés a un guijarro, trasladándolo a lo largo de su camino. Cada vez que lo hacía, creía ver el rostro de Takezō ante él—. No es el momento oportuno —musitó—. Me avergonzaría que me viera tal como soy ahora. Tengo suficiente orgullo para no querer que me mire… Pero si ese grupo de la escuela Yoshioka le da alcance, probablemente le matarán. Quisiera saber dónde está. Por lo menos me gustaría advertirle.