La vida de hoy, que no puede conocer el mañana…
En el Japón de principios del siglo XVII, la conciencia de la naturaleza efímera de la vida era un rasgo habitual tanto entre las masas como en la élite. El famoso general Oda Nobunaga, que sentó las bases para la unificación del país llevada a cabo por Toyotomi Hideyoshi, resumió esa actitud en un breve poema:
Los cincuenta años del hombre
no son más que un sueño espectral
en su viaje a través de
las eternas transmigraciones.
Derrotado en una escaramuza con uno de sus propios generales, que le atacó obedeciendo a un súbito impulso de venganza, Nobunaga se suicidó en Kyoto, a los cuarenta y ocho años.
Unas dos décadas después, en 1605, las guerras incesantes entre los daimyōs casi habían terminado por completo, y Tokugawa Ieyasu gobernaba el país como shōgun desde hacía dos años. Los faroles brillaban en las calles de Kyoto y Osaka, como lo hicieran en los mejores días del shogunado Ashikaga, y la atmósfera imperante era alegre y festiva.
Pero pocos estaban seguros de que la paz sería duradera. Más de un siglo de contiendas civiles había influido en la visión de la vida que tenía la gente, de modo que sólo podían considerar la tranquilidad actual como frágil y efímera. La capital prosperaba, pero la tensión de no saber cuánto duraría aquella época floreciente aguzaba el apetito de diversiones de la gente.
Aunque seguía sujetando las riendas del poder, Ieyasu se había retirado oficialmente de la posición de shōgun. Seguía siendo lo bastante fuerte para controlar a los demás daimyōs y defender el derecho de la familia a ostentar el poder, pero había pasado su título a su tercer hijo, Hidetada. Se rumoreaba que el nuevo shōgun visitaría pronto Kyoto para presentar sus respetos al emperador, pero todo el mundo sabía que ese viaje al oeste no era más que una visita de cortesía. Su rival en potencia más importante, Toyotomi Hideyori, era hijo de Hideyoshi, el competente sucesor de Nobunaga. Hideyoshi hizo cuanto estuvo en su mano para asegurar que el poder permaneciera en el seno de los Toyotomi hasta que Hideyori fuese lo bastante mayor para ejercerlo, pero el vencedor en Sekigahara fue Ieyasu.
Hideyori residía aún en el castillo de Osaka, y aunque Ieyasu, en vez de haber acabado con él, le permitía disfrutar de unos sustanciosos ingresos anuales, era consciente de que Osaka constituía una gran amenaza como posible centro de resistencia. Muchos señores feudales también lo sabían y hacían apuestas compensatorias, relacionándose por igual con Hideyori y el shōgun. Se decía con frecuencia que el primero tenía suficientes castillos y oro para contratar, si lo deseaba, a todos los rōnin, o samuráis sin señor, del país.
Las especulaciones ociosas sobre el futuro político del país constituían el grueso de los chismorreos en Kyoto.
—La guerra ha de estallar más tarde o más temprano.
—Es sólo cuestión de tiempo.
—Esos faroles de las calles podrían apagarse mañana.
—No vale la pena preocuparse por ello. Lo que haya de ocurrir, ocurrirá.
—¡Gocemos mientras podamos!
La bulliciosa vida nocturna y los florecientes barrios de placer eran pruebas tangibles de que gran parte de la población estaba haciendo precisamente eso.
Entre quienes cedían a esa inclinación figuraba un grupo de samuráis que ahora doblaban una esquina de la avenida Shijō. Avanzaban junto a un largo muro de yeso blanco que conducía a un impresionante portal con un tejado imponente. Una placa de madera ennegrecida por el tiempo anunciaba en una escritura apenas legible: «Yoshioka Kempō de Kyoto. Instructor militar de los shogunes Ashikaga».
Los ocho jóvenes samuráis daban la impresión de haberse pasado el día entero practicando la esgrima sin descanso. Algunos llevaban espadas de madera además de las dos de acero acostumbradas, y otros llevaban lanzas. Parecían pendencieros, la clase de hombres que serían los primeros en verter sangre en cuanto estallara un conflicto armado. Sus semblantes eran tan duros como la piedra y sus miradas amenazantes, como si siempre estuvieran al borde de un acceso de cólera.
—¿Adonde vamos esta noche, joven maestro? —preguntaron al hombre a quien rodeaban.
—A cualquier parte menos al lugar donde estuvimos anoche —replicó el maestro gravemente.
—¿Por qué? ¡Todas aquellas mujeres estaban interesadas por ti! Apenas nos miraron a los demás.
—Puede que tenga razón —intervino otro hombre—. ¿Por qué no buscamos un sitio nuevo, donde nadie conozca al joven maestro ni a ninguno de nosotros?
Gritando y discutiendo unos con otros, parecía que no existiera nada más importante para ellos que saber dónde iban a beber y acostarse con prostitutas.
Llegaron a una zona bien iluminada a orillas del río Kamo. Durante años la tierra había estado abandonada y llena de hierbajos, verdadero símbolo de la desolación en tiempo de guerra, pero con la llegada de la paz su valor había subido vertiginosamente. Diseminadas sin orden ni concierto había casas endebles, con cortinas de color rojo y amarillo claro en las puertas, donde las prostitutas llevaban a cabo su oficio. Muchachas de la provincia de Tamba, con las caras descuidadamente cubiertas de polvo blanco, silbaban a los posibles clientes. Mujeres desdichadas, que habían sido compradas en grupo, como si fuesen rebaños, tocaban sus shamisenes, un nuevo instrumento popular, mientras entonaban canciones picantes y reían entre ellas.
El joven maestro se llamaba Yoshioka Seijūrō, era alto e iba vestido con un kimono marrón oscuro. Poco después de que entraran en el distrito de los burdeles, miró atrás y dijo a uno de su grupo:
—Cómprame un sombrero de junco, Tōji.
—Supongo que quieres uno de esos que ocultan la cara.
—Sí.
—Aquí no lo necesitas, ¿no crees? —replicó Gion Tōji.
—¡No te lo habría pedido si no lo necesitara! —respondió Seijūrō con impaciencia—. No me gusta que la gente vea al hijo de Yoshioka Kempō paseando por un sitio como éste.
Tōji se echó a reír.
—Pero precisamente ese sombrero llama la atención. Todas las mujeres de aquí sabrán que si te ocultas el rostro bajo un sombrero debes de ser de buena familia y probablemente rica. Naturalmente, hay otras razones por las que no te dejarán en paz, pero ésa es una de ellas.
Como de costumbre, Tōji se burlaba de su maestro y le halagaba al mismo tiempo. Se volvió y ordenó a uno de los hombres que fuese en busca del sombrero, y esperó a que regresara entre los faroles y los juerguistas. Una vez cumplido el encargo, Seijūrō se puso el sombrero y empezó a sentirse más relajado.
—Con ese sombrero —comentó Tōji—, pareces más que nunca un ciudadano elegante. —Volviéndose a los otros, prosiguió indirectamente con su halago—. Mirad, todas las mujeres se asoman a sus puertas para mirarle.
Dejando de lado el servilismo de Tōji, Seijūrō era realmente apuesto. Con dos vainas brillantemente pulidas colgadas de un costado, tenía la dignidad y la clase que cabía esperar del hijo de una familia acomodada. Ningún sombrero de paja podría impedir que las mujeres le llamaran al pasar.
—¡Eh, tú, guapo! ¿Por qué escondes la cara debajo de ese estúpido sombrero?
—¡Anda, ven aquí! Quiero ver lo que hay ahí debajo.
—Vamos, no seas tímido, échanos una miradita.
Seijūrō reaccionaba a estas insinuaciones. Aún hacía poco que Tōji le había persuadido por primera vez para que acudiera al distrito, y todavía le azoraba que le vieran allí. Era el hijo mayor del famoso espadachín Yoshioka Kempō y nunca le había faltado dinero, pero hasta muy recientemente había permanecido al margen de los aspectos más vulgares de la vida. La atención que llamaba allí le aceleraba el pulso. Aún se sentía lo bastante avergonzado para ocultarse, aunque como hijo mimado de un hombre rico siempre había sido más bien farolero. Los halagos de su séquito, no menos que la coquetería de las mujeres, reforzaban su amor propio y eran como un dulce veneno.
—¡Vaya, si es el maestro de la avenida Shijō! —exclamó una de las mujeres—. ¿Por qué ocultas la cara? Así no engañas a nadie.
—¿Cómo sabe esa mujer quién soy? —refunfuñó Seijūrō, dirigiéndose a Tōji y fingiendo estar ofendido.
—Eso es fácil —respondió la mujer antes de que Tōji pudiera abrir la boca—. Todo el mundo sabe que a la gente de la escuela Yoshioka le gusta usar ese color marrón oscuro. Se le llama el «tinte Yoshioka», ¿sabes?, y es muy popular por aquí.
—Eso es cierto pero, como dices, mucha gente lo usa.
—Sí, pero no llevan un blasón con tres círculos en su kimono.
Seijūrō se miró la manga.
—Debo ser más cuidadoso —dijo mientras una mano se deslizaba desde detrás de la celosía y le aferraba la prenda.
—Vaya, vaya —dijo Tōji—. Se ocultó el rostro pero no el blasón. Sin duda quería que le reconocieran. No creo que ahora podamos negarnos a entrar ahí.
—Haced lo que queráis —dijo Seijūrō, incómodo al parecer—, pero que esta mujer me suelte la manga.
—Suéltale, mujer —bramó Tōji—. ¡Dice que vamos a entrar!
Los estudiantes cruzaron la cortina del local. La decoración de la sala en la que entraron era de muy mal gusto, con unas pinturas tan vulgares y unas flores tan mal arregladas que a Seijūrō le resultaba difícil no sentirse incómodo. Sin embargo, los demás hicieron caso omiso de la pobreza de su entorno.
—¡Traed el sake! —ordenó Tōji, y pidió también un surtido de golosinas.
Cuando llegó la comida, Ueda Ryōhei, que estaba a la altura de Tōji en el manejo de la espada, gritó:
—¡Traed a las mujeres! —Dio la orden exactamente con el mismo tono áspero con que Tōji había encargado la comida y el sake.
—¡Eh, el viejo Ueda dice que traigáis a las mujeres! —corearon los otros, imitando la voz de Ryōhei.
—No me gusta que me llamen viejo —dijo Ryōhei con el ceño fruncido—. Es cierto que llevo en la escuela más tiempo que cualquiera de vosotros, pero no encontraréis un solo pelo gris en mi cabeza.
—Probablemente te lo tiñes.
—¡Quienquiera que haya dicho eso que se adelante y beba una taza como castigo!
—Demasiada molestia. ¡Lánzala aquí!
La taza de sake surcó el aire.
—¡Ahí va el pago! —Y otra taza de té cruzó volando la estancia.
—¡Eh, que alguien baile!
—¡Baila tú, Ryōhei! —dijo Seijūrō—. ¡Baila y muéstranos lo joven que eres!
—Estoy dispuesto, señor. ¡Mirad!
Fue al ángulo de la terraza, se ató el delantal rojo de una sirvienta alrededor de la cabeza, colocó una flor de ciruelo en el nudo y cogió una escoba.
—¡Eh, mirad! ¡Va a bailar la danza de la doncella Hida!
¡Oigamos también la canción, Tōji!
Invitó a todos a participar, y empezaron a golpear rítmicamente los platos con sus palillos, mientras uno de ellos hacía sonar las tenazas del carbón contra el borde del brasero.
Al otro lado de la valla de bambú, la valla de bambú, la valla de bambú,
avisté un kimono de largas mangas.
Un kimono de mangas largas en la nieve…
Los aplausos estallaron después del primer verso. Tōji hizo una reverencia y las mujeres reanudaron la canción en el punto en que él había terminado, acompañándose con el shamisen.
La muchacha que vi ayer
no está hoy aquí.
La muchacha que veo hoy
no estará aquí mañana.
No sé qué traerá el mañana,
quiero amarla hoy.
En un rincón, un estudiante ofreció un enorme cuenco de sake a un camarada y le dijo:
—Oye, ¿por qué no te bebes esto de un solo trago?
—No, gracias.
—¿No, gracias? ¿Te consideras un samurái y ni siquiera puedes beberte esto?
—Claro que puedo. ¡Pero si yo lo hago, también tú tendrás que hacerlo!
—¡Me parece muy justo!
Dio comienzo la competición. Los jóvenes bebían como caballos en el abrevadero y el sake les goteaba por las comisuras de la boca. Más o menos al cabo de una hora un par de ellos empezaron a vomitar, mientras otros, reducidos a la inmovilidad, miraban vagamente con los ojos inyectados en sangre.
Uno de los hombres, cuya jactancia acostumbrada se volvía más estridente cuanto más bebía, preguntó:
—¿Hay alguien en este país, aparte del joven maestro, que comprenda realmente las técnicas del estilo Kyōhachi? Si lo hay…, hip…, quiero conocerle…, ¡ay!
Otro valiente, sentado cerca de Seijūrō, se echó a reír y dijo con voz entrecortada por el hipo:
—Exagera las alabanzas porque el joven maestro está presente. Hay otras escuelas de artes marciales además de las ocho de Kyoto, y la escuela Yoshioka ya no es necesariamente la más grande. Sólo en Kyoto, está la escuela de Toda Seigen en Kurotani y la de Ogasawara Genshinsai en Kitano. Y no olvidemos a Itō Ittōsai de Shirakawa, aunque no acepte alumnos.
—¿Qué tienen de extraordinario esas escuelas?
—Quiero decir que no debemos hacernos a la idea de que somos los únicos espadachines en el mundo.
—¡Bastardo mentecato! —gritó un hombre cuyo orgullo había sido ofendido—. ¡Da un paso adelante!
—¿Así? —replicó el crítico, poniéndose en pie.
—¿Eres un miembro de esta escuela y menosprecias el estilo de Yoshioka Kempō?
—¡No lo menosprecio! Sólo digo que las cosas no son como en los viejos tiempos, cuando el maestro enseñaba a los shogunes y era considerado el más grande de los espadachines. Hoy en día hay mucha más gente que practica el camino de la espada, no sólo en Kyoto sino también en Edo, Hitachi, Echizen, las provincias domésticas, las provincias occidentales, Kyushu…, en todo el país. El hecho de que Yoshioka Kempō fuese famoso no significa que el joven maestro y todos nosotros seamos los más grandes espadachines vivientes. Eso no es cierto, ¿para qué engañarnos?
—¡Cobarde! ¡Pretendes ser un samurái, pero temes a las otras escuelas!
—¿Quién las teme? Sólo creo que debemos evitar la autosatisfacción.
—¿Y quién eres tú para dar advertencias? —El estudiante ofendido golpeó al otro en el pecho, derribándole.
—¿Quieres luchar? —gruñó el hombre caído.
—Sí, estoy dispuesto.
Intervinieron los veteranos, Gion Tōji y Ueda Ryōhei.
—¡Deteneos los dos!
Poniéndose en pie de un salto, separaron a los dos hombres e intentaron alisar sus plumas erizadas.
—¡Ahora tranquilizaos!
—Todos comprendemos lo que sentís.
Dieron unas copas de sake a los contendientes y poco después todo volvió a la normalidad. El revoltoso volvió a embarcarse en el encomio de sí mismo y los demás, mientras que el crítico, rodeando con un brazo a Ryōhei, defendía su postura en un tono plañidero.
—Sólo hablaba por el bien de la escuela —decía entre gemidos—. Si la gente no deja de soltar lisonjas, la reputación de Yoshioka Kempō acabará por los suelos. ¡Arruinada, creedme!
El único que permanecía relativamente sobrio era Seijūrō. Al observar esto, Tōji le dijo:
—No disfrutas de la fiesta, ¿verdad?
—¿Acaso crees que ellos la disfrutan de veras? No sé…
—Claro que sí. Ésta es la idea que tienen de la diversión.
—No veo cómo, cuando discuten de esa manera.
—Oye, ¿por qué no vamos a algún sitio más tranquilo? También yo estoy harto de esto.
Seijūrō pareció muy aliviado y asintió en seguida.
—Me gustaría ir al lugar donde estuvimos anoche.
—¿Te refieres al Yomogi?
—Sí.
—Ése es mucho mejor. Desde el principio he creído que querías ir ahí, pero habría sido una pérdida de dinero llevar con nosotros a este hatajo de patanes. Por eso los traje aquí…, es barato.
—Entonces marchémonos disimuladamente. Ryōhei puede encargarse de los demás.
—Finge que vas al excusado. Me reuniré contigo dentro de unos minutos.
Seijūrō desapareció hábilmente, sin que nadie se diera cuenta.
Delante de una casa, a poca distancia, una mujer estaba de puntillas, tratando de colgar nuevamente un farol de un clavo. El viento había apagado la vela, y ella lo había descolgado para volver a encenderla. La mujer estiraba la espalda bajo los aleros, y su cabellera recién lavada se derramaba alrededor de su rostro. Las hebras de cabello y las sombras del farol trazaban formas levemente cambiantes en sus brazos extendidos. La brisa nocturna tenía un ligerísimo aroma a flores de ciruelo.
—¡Okō! ¿Quieres que te lo cuelgue?
—Ah, es el joven maestro —dijo ella, sorprendida.
—Espera un momento.
Cuando el hombre se adelantó, vio que no era Seijūrō sino Tōji.
—¿Está bien así? —le preguntó.
—Sí, muy bien. Gracias.
Pero Tōji examinó el farol con los ojos entornados, decidió que estaba ladeado y lo colgó de nuevo. Siempre asombraba a Okō que ciertos hombres, que se negarían de plano a echar una mano en sus propias casas, pudieran ser tan serviciales y considerados cuando visitaban un sitio como el suyo. A menudo abrían o cerraban las ventanas ellos mismos, sacaban sus cojines y realizaban una docena de tareas menudas que jamás se les ocurriría hacer bajo su propio techo.
Tōji, fingiendo no haber oído, empujó a su maestro al interior. En cuanto estuvo sentado, Seijūrō comentó:
—Hay una quietud imponente.
—Abriré la puerta de la terraza —dijo Tōji.
Por debajo de la estrecha terraza ondeaban las aguas del río Takase. Hacia el sur, más allá del pequeño puente en la avenida Sanjó, se extendía el amplio recinto del Zuisenin, la oscura extensión de Teramachi, la «ciudad de los templos» y un campo de altas hierbas juncosas. Cerca estaba Kayahara, donde las tropas de Toyotomi Hideyoshi habían matado a la esposa, las concubinas y los hijos de su sobrino, el sanguinario regente Hidetsugu, un hecho que aún estaba fresco en la memoria de mucha gente.
Tōji se estaba poniendo nervioso.
—Esto sigue estando demasiado tranquilo. ¿Dónde se esconden las mujeres? No parece que esta noche tengan otros huéspedes. —Fue de un lado a otro, un poco inquieto—. Quisiera saber por qué tarda tanto Okō. Ni siquiera nos ha servido el té.
Cuando su impaciencia aumentó tanto que le era imposible esperar sentado, se levantó y fue a ver por qué no les habían traído el té.
Al salir a la terraza casi tropezó con Akemi, que llevaba una bandeja de laca con adornos dorados. La campanilla que le colgaba del obi tintineó mientras exclamaba:
—¡Ten cuidado! ¡Vas a hacer que derrame el té!
—¿Por qué has tardado tanto? El joven maestro está aquí. Creía que te gustaba.
—Mira, he derramado un poco. Tú tienes la culpa. Ve a buscar un trapo.
—¡Ja! Eres muy descarada, ¿no crees? ¿Dónde está Okō?
—Maquillándose, por supuesto.
—¿Quieres decir que todavía no ha terminado?
—Bueno, hemos estado muy ocupadas durante todo el día.
—¿El día? ¿Quién ha venido durante el día?
—Eso no es asunto tuyo. Por favor, déjame pasar.
Él se hizo a un lado y Akemi entró en la habitación y saludó al cliente.
—Buenas noches. Me alegro de que hayas venido.
Fingiendo una calma que no sentía, Seijūrō miró de soslayo y dijo:
—Ah, eres tú, Akemi. Gracias por lo de anoche. —Estaba azorado.
Ella cogió de la bandeja un recipiente que parecía un quemador de incienso y puso encima una pipa con boquilla de cerámica y una cazoleta.
—¿Quieres fumar? —le preguntó cortésmente.
—Creía que el tabaco había sido prohibido recientemente.
—Así es, pero a pesar de la prohibición todo el mundo sigue fumando.
—De acuerdo, fumaré un poco.
—Te la encenderé.
Tomó una pizca de tabaco de una bonita caja de madreperla y lo introdujo en la diminuta cazoleta con sus finos dedos. Entonces le puso la pipa en la boca. Seijūrō, que no tenía el hábito de fumar, la manejó con bastante torpeza.
—Humm, es amargo, ¿verdad? —comentó. Akemi soltó una risita—. ¿Adonde ha ido Tōji?
—Probablemente está en la habitación de mi madre.
—Parece encariñado de Okō. Por lo menos tengo esa impresión. Sospecho que a veces viene aquí sin mí. ¿Es cierto? —Akemi se rio pero no respondió—. ¿Qué tiene eso de divertido? Creo que él también le gusta bastante a tu madre.
—¡No sé qué decirte!
—Pues estoy seguro, absolutamente. Es un arreglo cómodo, ¿no crees? Dos parejas felices, tu madre y Tōji, tú y yo. Procurando parecer tan inocente como le era posible, cubrió con su mano la de Akemi, que descansaba sobre su rodilla. Ella la apartó pudorosamente, pero ese gesto sólo aumentó la audacia de Seijūrō. Cuando la muchacha empezaba a levantarse, le rodeó la delgada cintura con su brazo y la atrajo hacia él.
—No es necesario que huyas —le dijo—. No voy a hacerte daño.
—¡Suéltame! —protestó ella.
—De acuerdo, pero sólo si vuelves a sentarte.
—El sake… Iré a buscarlo.
—No te molestes.
—Pero si no lo traigo, mi madre se enfadará.
—Tu madre está en la otra habitación, teniendo una agradable charla con Tōji.
Intentó rozarle el rostro inclinado con su mejilla, pero ella volvió la cabeza y pidió frenéticamente ayuda.
—¡Madre! ¡Madre!
Él la soltó, y la muchacha corrió hacia el fondo de la casa.
Seijūrō se sentía frustrado. La soledad le pesaba, pero no quería forzar a Akemi. Como no sabía qué hacer, rezongó en voz alta: «Me voy a casa», y empezó a marchar pesadamente por el corredor exterior, su rostro volviéndose más carmesí a cada paso.
—¿Adonde vas, joven maestro? No pensarás marcharte, ¿verdad?
Como si hubiera salido de la nada, Okō apareció detrás de él y corrió por el pasillo. Al llegar a su lado le rodeó con un brazo, y él observó que tenía el cabello en su sitio y el maquillaje en perfecto estado. Llamó a Tōji para que la ayudara, y entre los dos persuadieron a Seijūrō para que diera media vuelta y se sentara. Okō trajo sake e intentó animarle, y entonces Tōji condujo de nuevo a Akemi a la habitación. Cuando la muchacha vio lo alicaído que estaba Seijūrō, le sonrió.
—Akemi, sirve sake al joven maestro.
—Sí, madre —dijo ella obedientemente.
—Ya ves cómo es, ¿verdad? —dijo Okō—. ¿Por qué siempre quiere actuar como una niña?
—Ése es su encanto…, es joven —dijo Tōji, deslizando su cojín más cerca de la mesa.
—Pero ya ha cumplido los veintiuno.
—¿Veintiuno? No creía que fuese tan mayor. ¡Es tan menuda que aparenta dieciséis o diecisiete!
Akemi, súbitamente tan vivaz como un pececillo, replicó:
—¿De veras? Eso me hace feliz, porque me gustaría tener dieciséis toda mi vida. Algo maravilloso me sucedió cuando tenía esa edad.
—¿Qué?
Ella se llevó las manos al pecho.
—No puedo decírselo a nadie, pero sucedió… Cuando tenía dieciséis. ¿Sabéis en qué provincia vivía entonces? Aquél fue el año de la batalla de Sekigahara.
—¡Charlatana! —le dijo Okō con una mirada amenazante—. Deja de aburrirnos con tu cháchara y ve a buscar tu shamisen.
Akemi torció ligeramente el gesto, pero se levantó y fue en busca de su instrumento. Cuando regresó, empezó a tocar y cantar una canción, al parecer más interesada en divertirse ella misma que en complacer a sus huéspedes.
Entonces esta noche,
si ha de estar nublada,
que esté nublada,
ocultando la luna
que sólo puedo ver a través de mis lágrimas.
Se interrumpió y preguntó:
—¿Comprendes, Tōji?
—No estoy seguro. Canta un poco más.
Ni siquiera en la noche más oscura
pierdo mi camino,
¡pero, oh, cómo me fascinas!
—Al fin y al cabo tiene veintiún años —dijo Tōji.
Seijūrō, que había permanecido sentado en silencio con la frente apoyada en la mano, salió de su ensimismamiento y dijo:
—Tomemos una taza de sake juntos, Akemi.
Le tendió la taza y la llenó con el recipiente de calentar el sake. Ella lo bebió sin parpadear y se apresuró a devolverle la taza para que bebiera a su vez.
—Sabes beber, ¿no es así? —dijo él un tanto sorprendido.
Apuró su taza y ofreció otra a Akemi, la cual la aceptó y engulló en un instante. Insatisfecha, al parecer, con el tamaño de la taza, cogió otra mayor y durante la siguiente media hora bebió tanto como él.
Seijūrō estaba maravillado. Akemi parecía una chiquilla de dieciséis años, con labios que nunca habían besado y ojos que entornaba la timidez, y sin embargo allí estaba, trasegando sake como un hombre. ¿Adonde iba todo aquel líquido en un cuerpo tan pequeño?
—Será mejor que lo dejes ya —dijo Okō a Seijūrō—. Por alguna razón, la chica puede beber durante toda la noche sin emborracharse. Lo más conveniente es dejarla tocar el shamisen.
—¡Pero esto es divertido! —exclamó Seijūrō, que ahora disfrutaba de lo lindo.
Tōji percibió algo extraño en su voz y le preguntó:
—¿Estás bien? ¿No habrás bebido más de la cuenta?
—No importa. Oye, Tōji, ¡es posible que no vuelva a casa esta noche!
—No hay ningún problema —replicó Tōji—. Puedes quedarte tantas noches como desees, ¿verdad que puede, Akemi?
Tōji guiñó el ojo a Okō y entonces se retiró con ella a la otra habitación, donde empezó a susurrarle rápidamente. Le dijo a Okō que el joven maestro estaba muy animado y que, en esas condiciones, ciertamente querría acostarse con Akemi, y que habría dificultades si ésta se negaba, pero que, desde luego, los sentimientos de una madre eran lo más importante en casos como aquél… o, en otras palabras, ¿cuánto?
—¿Bien? —inquirió bruscamente Tōji.
Okō se llevó un dedo a su mejilla cubierta por una espesa capa de polvos y reflexionó.
—¡Decídete! —le instó Tōji. Se acercó más a ella y añadió—: No es una mala pareja, ¿sabes? Es un famoso maestro de las artes marciales y su familia tiene mucho dinero. Su padre tuvo más discípulos que ningún otro maestro en el país, y lo que es más, aún no se ha casado. De cualquier manera que lo mires, es una oferta atractiva.
—Bueno, yo también lo creo así, pero…
—No hay pero que valga. ¡Está hecho! Los dos pasaremos aquí la noche.
No había ninguna luz en la habitación y Tōji puso con naturalidad la mano en el hombro de Okō. En aquel momento se oyó un fuerte ruido en la habitación del fondo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Tōji—. ¿Tienes otros clientes?
Okō asintió en silencio, y entonces le aplicó a la oreja sus labios húmedos y susurró: «Más tarde». Tratando de parecer despreocupados, los dos regresaron a la habitación de Seijūrō, donde encontraron a éste solo y profundamente dormido.
Tōji fue a la habitación contigua y se tendió en el jergón. Yació allí, tamborileando con los dedos en el tatami mientras esperaba a Okō. Pero ella no se presentó. Finalmente el sueño rindió a Tōji. Se despertó a la mañana siguiente muy tarde, con una expresión de resentimiento en la cara.
Seijūrō ya se había levantado y estaba bebiendo de nuevo en la habitación que daba al río. Pero Okō y Akemi parecían radiantes y alegres, como si se hubieran olvidado de la noche anterior. Intentaban conseguir de Seijūrō que les hiciera alguna promesa.
—Entonces ¿nos llevarás?
—De acuerdo, iremos. Preparad unas cajas de comida y traed sake.
Estaban hablando del Okuni Kabuki, que se representaba en la avenida Shijō, a orillas del río. Se trataba de una nueva clase de danza con letra y música que estaba de moda en la capital. La había inventado una doncella llamada Okuni, perteneciente al santuario de Izumo, y su popularidad ya había inspirado muchas imitaciones. En la concurrida zona a lo largo del río había hileras de tarimas en las que grupos de mujeres competían por atraer al público, cada uno tratando de conseguir cierta individualidad mediante la adición de danzas y canciones provinciales a su repertorio. La mayoría de las actrices habían empezado como mujeres de la noche, pero ahora que se dedicaban a la escena eran requeridas para que actuaran en algunas de las mansiones más importantes de la capital. Muchas de ellas adoptaban nombres masculinos, vestían prendas de hombre y representaban emocionantes papeles de valientes guerreros.
Seijūrō siguió sentado, mirando al exterior a través de la puerta abierta. Bajo el pequeño puente de la avenida Sanjó, unas lavanderas trabajaban en la orilla del río. Por encima del puente pasaban jinetes en una y otra dirección.
—¿Todavía no están preparadas esas dos? —preguntó irritado. Ya era más del mediodía. Perezoso a causa de la bebida y cansado de esperar, ya no tenía ganas de ir al Kabuki.
En cuanto a Tōji, todavía molesto por lo ocurrido la noche anterior, no estaba animado como de costumbre.
—Es divertido salir con mujeres —rezongó—, pero ¿por qué será que cuando estás dispuesto a marcharte de repente empiezan a preocuparse por si su peinado está bien o su obi recto? ¡Qué fastidio!
Seijūrō pensó en su escuela. Le pareció oír el sonido de las espadas de madera y el entrechocar de las astas de lanza. ¿Qué dirían sus alumnos acerca de su ausencia? Sin duda su hermano menor, Denshichirō, exteriorizaba su desaprobación chascando la lengua.
—Oye, Tōji, la verdad es que no tengo ganas de llevarlas al Kabuki. Volvamos a casa.
—¿Después de que ya se lo has prometido?
—Bueno…
—¡Estaban tan entusiasmadas! Se pondrán furiosas si nos desdecimos. Iré a darles prisa.
Cuando recorría el pasillo, Tōji miró el interior de una habitación donde estaban esparcidas las ropas de las mujeres, y le sorprendió no ver a ninguna de las dos.
—¿Dónde pueden haber ido? —se preguntó en voz alta.
Tampoco estaban en la habitación contigua. Más allá había otra estancia pequeña y oscura, a la que no llegaba el sol y olía a cerrado y ropas de cama. Tōji abrió la puerta y le saludó un rugido airado:
—¿Quién está ahí?
Tōji retrocedió un paso y escudriñó el interior del oscuro cubículo. El suelo estaba cubierto de viejas y deshilachadas esteras, y en general era un cuarto tan distinto de las agradables habitaciones delanteras como la noche del día. Espatarrado en el suelo, con la empuñadura de una espada colocada descuidadamente sobre su vientre, había un desaliñado samurái cuyas ropas y aspecto en conjunto eran los de aquellos rōnin a los que con frecuencia se veía deambular sin rumbo por calles y caminos apartados. Las sucias plantas de sus pies miraban a Tōji a la cara. No hizo esfuerzo alguno por levantarse y se quedó allí tendido, sumido en el estupor.
—Oh, lo siento —dijo Tōji—. No sabía que aquí había un huésped.
—¡No soy un huésped! —gritó el hombre hacia el techo.
Hedía a sake, y aunque Tōji no tenía idea de quién era, estaba seguro de que no deseaba tener nada más que ver con él.
—Siento haberte molestado —se apresuró a decirle, y dio media vuelta dispuesto a marcharse.
—¡Un momento! —gritó el hombre ásperamente, incorporándose un poco—. ¡Cierra la puerta antes de irte!
Sorprendido por su rudeza, Tōji hizo lo que le pedía y se marchó.
Casi de inmediato, Tōji fue sustituido por Okō. Iba muy acicalada y con toda evidencia trataba de parecer una gran dama. Como si se dirigiera a un niño, dijo a Matahachi:
—¿Quieres decirme a qué viene tanto enfado?
Akemi, que estaba detrás de su madre, le preguntó:
—¿Por qué no vienes con nosotras?
—¿Adonde?
—A ver el Okuni Kabuki.
Matahachi torció la boca con un gesto de repugnancia.
—¿Qué marido se dejaría ver en compañía de un hombre que persigue a su esposa? —preguntó rencorosamente.
Okō sintió como si le hubieran arrojado agua fría a la cara. La cólera abrillantó sus ojos y replicó:
—¿De qué estás hablando? ¿Insinúas acaso que hay algo entre Tōji y yo?
—¿Quién ha dicho que hubiera algo?
—Tú acabas de decirlo.
Matahachi no respondió.
—¡Y te consideras todo un hombre! —Aunque le dijo estas palabras con desprecio, Matahachi mantuvo un hosco silencio—. ¡Me enfermas! ¡Siempre te pones celoso por nada! Vamos, Akemi. No perdamos el tiempo con este loco.
Matahachi le agarró la falda.
—¿Quién eres tú para llamarme loco? ¿Qué pretendes hablando a tu marido de esa manera?
Okō se zafó de él.
—¿Y por qué no? —le dijo cruelmente—. Si eres un marido, ¿por qué no actúas como tal? ¿Quién crees que te alimenta, gandul inútil?
—¡Cuidado con lo que dices!
—Apenas has ganado nada desde que salimos de la provincia de Ōmi. Has vivido a mi costa, bebiendo sake y haraganeando. ¿De qué te quejas?
—¡Te dije que iría a trabajar! Te dije que incluso levantaría piedras para la muralla del castillo. Pero eso no era válido para ti. Dices que no puedes comer esto, no puedes llevar aquello, no puedes vivir en una sucia casita… Las cosas que no puedes soportar son interminables. Así que en vez de dejarme hacer un trabajo honrado, tuviste que abrir esta asquerosa casa de té. Pues bien, ¡basta ya, te digo que basta! —gritó, echándose a temblar.
—¿Basta de qué?
—Basta de llevar este negocio.
—Y en ese caso, ¿qué comeríamos mañana?
—Puedo ganar lo suficiente para mantenernos los tres, incluso levantando piedras.
—Si estás tan deseoso de acarrear piedras o serrar madera, ¿por qué no te marchas? Vamos, sé un peón, cualquier cosa, pero si haces eso, ¡puedes vivir solo! Tu problema es que eres un patán de nacimiento y siempre serás un patán. ¡Deberías haberte quedado en Mimasaka! Créeme, no te suplico que te quedes. ¡Eres libre de marcharte cuando quieras!
Mientras Matahachi se esforzaba por retener sus lágrimas de ira, Okō y Akemi le dieron la espalda, pero incluso después de que se hubieran perdido de vista, él siguió contemplando el marco de la puerta vacío. Cuando Okō le escondió en su casa cerca del monte Ibuki, él pensó que había tenido suerte al encontrar a alguien que le quería y cuidaba. Ahora, sin embargo, sentía que habría preferido ser capturado por el enemigo. Al fin y al cabo, ¿qué era mejor? ¿Ser un prisionero o convertirse en el juguete de una viuda veleidosa y dejar de ser un auténtico hombre? ¿Era peor languidecer en la prisión que sufrir allí, en la oscuridad, siendo objeto constante del desdén de una arpía? Había puesto grandes esperanzas en el futuro, y sin embargo había permitido que aquella suripanta, con su cara empolvada y su sexo lascivo, le hiciera bajar hasta su nivel.
—¡La muy zorra! —exclamó Matahachi, estremecido de cólera—. ¡La asquerosa zorra!
Las lágrimas subían desde el fondo de su corazón. Se preguntó una y otra vez por qué no había regresado a Miyamoto, por qué no había vuelto al lado de Otsū. Su madre estaba en Miyamoto, al igual que su hermana, el marido de ésta y el tío Gon. Todos habían sido muy buenos con él.
Pensó que también hoy sonaría la campana del Shippōji, como todos los días, y las aguas del río Aida fluirían como de costumbre, las flores crecerían en las orillas y los pájaros anunciarían la llegada de la primavera.
—¡Qué necio soy! ¡Qué loco y estúpido necio! —Matahachi se golpeó la cabeza con los puños.
En el exterior, madre, hija y los dos huéspedes que habían pasado la noche en su casa recorrían la calle charlando animadamente.
—Parece como si estuviéramos en primavera.
—Así debe ser. Casi estamos en el tercer mes.
—Dicen que el shōgun vendrá pronto a la capital. En ese caso, vosotras dos ganaréis un montón de dinero, ¿eh?
—Oh, no, estoy segura de que no será así.
—¿Por qué? ¿Es que a los samuráis de Edo no les gusta divertirse?
—Son demasiado groseros…
—Madre, ¿no es ésa la música del Kabuki? Oigo las campanas, y también una flauta.
—¡Escuchad a la niña! Es siempre así. ¡Cree que ya está en el teatro!
—Pero lo oigo, madre.
—No importa. Anda, llévale el sombrero al joven maestro.
Las pisadas y voces se internaron en el Yomogi. Matahachi, con los ojos todavía enrojecidos por el furor, echó un vistazo por la ventana a las dos parejas que se alejaban. La situación le pareció tan humillante que volvió a dejarse caer sobre el tatami en la habitación oscura, maldiciéndose.
—¿Qué estás haciendo aquí? —se interpeló a sí mismo—. ¿Es que no tienes orgullo? ¿Cómo puedes permitir que las cosas sigan de esta manera? ¡Idiota! ¡Haz algo! —La indignación que le producía su propia debilidad cobarde eclipsaba la cólera dirigida a Okō.
—Ha dicho que te marches. ¡Pues bien, vete! No hay ninguna razón para que te quedes aquí sentado haciendo rechinar los dientes. Sólo tienes veintidós años, aún eres joven. Vete y haz algo por ti mismo.
Tenía la sensación de que le era imposible permanecer un minuto más en la casa vacía y silenciosa, y no obstante, por alguna razón, no podía marcharse. Estaba tan confuso que le dolía la cabeza. Comprendió que al vivir de la manera como lo había hecho durante los últimos años, había perdido la capacidad de pensar con claridad. ¿Cómo había podido soportarlo? Su mujer se pasaba las noches agasajando a otros hombres, vendiéndoles los encantos que antes prodigaba a él. Por las noches no podía dormir y de día estaba demasiado desanimado para salir. Rumiando en aquella habitación oscura, no podía hacer nada más que beber.
«¡Y todo por aquella puta más que madura!», se dijo.
Estaba disgustado consigo mismo. Sabía que la única manera de librarse de su angustia era acabar de una vez con aquella absurda manera de vivir y regresar a las aspiraciones que tenía de más joven. Tenía que encontrar el camino que había perdido.
Y sin embargo…, sin embargo…
Le ataba allí alguna atracción misteriosa. ¿Qué clase de hechizo maligno le retenía? ¿Era aquella mujer un demonio disfrazado? Le maldecía, le decía que se marchara, le juraba que no era más que una molestia para ella, y luego, en medio de la noche, se derretía como la miel y decía que todo había sido una broma, que en realidad no había dicho nada de aquello en serio. Y aunque rondaba ya los cuarenta años, tenía aquellos labios…, unos labios de un rojo brillante que eran tan atractivos como los de su hija.
Sin embargo, eso no lo explicaba todo. En última instancia, Matahachi no tenía el valor de dejar que Okō y Akemi le vieran trabajar como un peón. Se había criado perezoso y blando. El joven que vestía prendas de seda y sabía distinguir por su sabor el sake de Nada del brebaje local estaba muy lejos del sencillo y tosco Matahachi que participó en la batalla de Sekigahara. Lo peor de todo era que llevar aquella extraña vida con una mujer mayor le había privado de su juventud. Era todavía joven en años, pero en espíritu era disoluto y malévolo, perezoso y resentido.
—¡Pero lo haré! —prometió—. ¡Me iré ahora mismo! —Dándose un último golpe airado en la cabeza, se puso en pie de un salto, gritando—: ¡Me marcharé de aquí hoy mismo!
Mientras escuchaba su propia voz, reparó de improviso en que no había allí nadie más que le retuviera, nada que realmente le vinculara a aquella casa. Lo único que poseía y no podía dejar atrás era su espada, y se apresuró a colocarla por debajo del obi. Se mordió el labio y dijo con determinación:
—Después de todo, soy un hombre.
Podría haber salido por la puerta principal, blandiendo su espada como un general victorioso, pero la fuerza de la costumbre hizo que se calzara sus sucias sandalias y saliera por la puerta de la cocina.
Hasta entonces todo iba bien. ¡Estaba fuera de la casa! Pero ¿qué haría a continuación? Se detuvo en seco y permaneció inmóvil bajo la brisa refrescante de la primavera temprana. No era la luz deslumbrante lo que le impedía moverse, sino el interrogante esencial: ¿adonde iba?
En aquel momento Matahachi tuvo la sensación de que el mundo era un mar vasto y turbulento donde no había nada a lo que aferrarse. Aparte de Kyoto, no había estado más que en su pueblo natal y en una batalla. Mientras reflexionaba perplejo sobre su situación, un súbito pensamiento le hizo dar media vuelta y entrar de nuevo como un cachorro por la puerta de la cocina.
—Necesito dinero —se dijo—. Desde luego, he de tener algún dinero.
Fue directamente a la habitación de Okō, revolvió entre sus cajas de maquillaje, el espejo, la cómoda y todo cuanto se le ocurrió. Registró la habitación de arriba abajo, pero no encontró ni rastro de dinero. Por supuesto, debió haber comprendido que Okō no era la clase de mujer que dejaría de tomar precauciones contra aquella eventualidad.
Sintiéndose frustrado, Matahachi se dejó caer sobre las ropas todavía esparcidas por el suelo. El aroma de Okō permanecía como una bruma densa en sus prendas interiores de seda roja, su obi Nishijin y su kimono teñido al estilo Momoyama. Pensó que ahora debía estar en el teatro al aire libre junto al río, contemplando las danzas del Kabuki con Tōji a su lado. Se formó una imagen de su piel blanca y su semblante provocativo, coqueto.
—¡La maldita puerca! —exclamó, resentido y lleno de sanguinarios pensamientos.
Entonces, inesperadamente, tuvo un doloroso recuerdo de Otsū. A medida que iban sumándose los días y los meses de su separación, por fin él había llegado a comprender la pureza y la abnegación de aquella muchacha que había prometido esperarle. Si creyera que ella podría perdonarle, de buen grado se habría inclinado y alzado las manos en gesto de súplica. Pero había roto con Otsū, abandonándola de tal manera que le sería imposible enfrentarse de nuevo a ella.
«Y todo por culpa de esa mujer», pensó, entristecido.
Ahora que era demasiado tarde, lo veía todo con claridad. Nunca debió permitir que Okō se enterase de la existencia de Otsū. La primera vez que aquélla oyó hablar de la muchacha, sonrió levemente y fingió que no le importaba en absoluto, pero lo cierto era que le habían consumido los celos. Luego, cada vez que se peleaban, ella sacaba a relucir el tema e insistía en que escribiera una carta rompiendo su compromiso. Y cuando él cedió por fin y lo hizo, Okō tuvo el descaro de incluir una nota escrita en su caligrafía evidentemente femenina, y fue tan insensible que envió la misiva por medio de un mensajero anónimo.
—¿Qué pensará Otsū de mí? —gimió Matahachi lleno de pesar.
La imagen de su cara inocente e infantil apareció en su mente, una cara llena de reproches. Una vez más vio las montañas y el río de Mimasaka. Sintió deseos de llamar a su madre y sus familiares, que habían sido tan buenos con él. Ahora le parecía incluso que el suelo de la región era cálido y consolador.
—¡Jamás podré volver a casa! —se dijo—. Lo desperdicié todo por…, por… —Enfurecido de nuevo, sacó las ropas de Okō de los cajones, las desgarró y esparció los jirones por toda la casa.
Poco a poco tuvo conciencia de que alguien llamaba desde la puerta delantera.
—Perdona —dijo la voz—. Soy de la escuela Yoshioka. ¿Están aquí el joven maestro y Tōji?
—¿Cómo voy a saberlo? —replicó Matahachi bruscamente.
—¡Tiene que estar aquí! Sé que es descortés molestarles cuando están divirtiéndose, pero ha sucedido algo de gran importancia que afecta al buen nombre de la familia Yoshioka.
—¡Vete! ¡No me fastidies!
—Por favor, ¿no puedes darles por lo menos un mensaje? Diles que un espadachín llamado Miyamoto Musashi se ha presentado en la escuela y que…, bueno, ninguno de nosotros puede quedar por encima de él. Está esperando a que regrese el joven maestro…, se niega a moverse hasta que haya tenido oportunidad de enfrentarse a él. ¡Por favor, dile que vuelva en seguida!
—¿Miyamoto? ¿Miyamoto?