Takezō aguardaba en las afueras de la ciudad fortificada de Himeji, ocultándose de vez en cuando bajo el puente Hanada, pero en general permanecía sobre el puente, examinando discretamente a los transeúntes. Cuando no estaba en las proximidades del puente, efectuaba breves recorridos alrededor de la ciudad, procurando mantener el sombrero bajo y el rostro oculto, como un mendigo, por un trozo de estera de paja.
Le desconcertaba que Otsū no apareciera todavía. Sólo había transcurrido una semana desde que le juró que le esperaría allí…, no cien sino mil días. Takezō detestaba incumplir sus promesas, pero a cada momento que pasaba se sentía más tentado a ponerse en marcha, aunque su promesa a Otsū no era la única razón que le había llevado a Himeji. También debía averiguar dónde tenían prisionera a Ogin.
Un día estaba cerca del centro de la ciudad cuando oyó gritar su nombre y unas pisadas que corrían tras él. Se volvió bruscamente y vio que Takuan se le acercaba.
—¡Espera, Takezō!
Takezō se sobresaltó y, como solía ocurrirle en presencia de aquel monje, se sintió un tanto humillado. Había creído que su disfraz era infalible y tenido la seguridad de que nadie, ni siquiera Takuan, le reconocería.
El monje le cogió de la muñeca.
—Ven conmigo —le ordenó. Era imposible ignorar su tono imperioso—. Y no me pongas en ningún aprieto. He pasado mucho tiempo buscándote.
Takezō le siguió dócilmente. No sabía adonde iban, pero una vez más fue incapaz de oponer resistencia a aquel hombre peculiar, y se preguntó por qué. Ahora era libre, y todo apuntaba a que regresaban en línea recta al temido árbol de Miyamoto, o tal vez a las mazmorras de un castillo. Sospechaba que tenían encerrada a su hermana en algún lugar del castillo, pero carecía de cualquier prueba en apoyo de esa suposición. Confiaba en que estuviera en lo cierto, y si también a él lo llevaban allí, por lo menos podrían morir juntos. Si debían morir, no había nadie más a quien él amara lo suficiente para compartir los últimos momentos de su preciosa vida.
El castillo de Himeji se alzaba ante él, y ahora comprendía por qué lo llamaban el «castillo de la grulla blanca». El majestuoso edificio se elevaba sobre enormes murallas de piedra, como un ave grande y orgullosa que hubiera descendido de los cielos. Takuan le precedió a lo largo del ancho puente arqueado tendido sobre el foso externo. Una hilera de guardianes estaban en posición de firmes ante la puerta con remaches de hierro. La luz del sol que se reflejaba en las puntas de sus lanzas hizo titubear un instante a Takezō. Takuan lo percibió, sin volverse siquiera, y con un gesto de ligera impaciencia le instó a seguir adelante. Pasaron bajo la torrecilla del portal exterior y se aproximaron al segundo portal, donde los soldados parecían incluso más tensos y vigilantes, preparados para luchar de inmediato en cuanto se lo ordenaran. Aquél era el castillo de un daimyō, y sus habitantes tardarían algún tiempo en relajarse y aceptar el hecho de que el país había sido unificado con éxito. Como tantos otros castillos de la época, distaba mucho de haberse acostumbrado al lujo de la paz.
Takuan mandó avisar al capitán de la guardia.
—Le he traído —anunció. Entregándole a Takezō, aconsejó al oficial que le cuidara bien, como antes le había dicho, pero añadió—: Ten cuidado. Es un cachorro de león con colmillos y está lejos de haber sido domado. Si le jorobas, te morderá.
Takuan cruzó el segundo portal hasta el edificio central, donde estaba situada la mansión del daimyō. Al parecer, conocía bien el camino, pues no necesitaba guía ni instrucciones. Apenas alzaba la cabeza al andar y nadie interrumpía su avance.
Siguiendo el consejo de Takuan, el capitán no puso un solo dedo en el joven que acababan de confiarle, y se limitó a pedirle que le siguiera. Takezō le obedeció en silencio. Pronto llegaron a un baño y el capitán le dijo que entrara y se lavase. Entonces la espina dorsal de Takezō se puso rígida, pues recordaba demasiado bien su último baño, en casa de Osugi, y la trampa de la que había escapado por los pelos. Se cruzó de brazos e intentó pensar, haciendo tiempo e inspeccionando el entorno. Reinaba allí una gran paz, era una isla de tranquilidad donde un daimyō, cuando no estaba maquinando estrategias, podía disfrutar de los lujos de la vida. Pronto llegó un criado con un kimono y un hakama de algodón, hizo una reverencia y dijo cortésmente:
—Dejo aquí estas prendas. Puedes ponértelas cuando salgas.
Takezō estuvo a punto de llorar. El atavío no sólo incluía un abanico plegable y algunas hojas de papel de seda, sino también un par de espadas de samurái, una larga y la otra corta. Todo era sencillo y barato, pero no faltaba nada. Volvían a tratarle como a un ser humano, y deseó llevarse el limpio paño de algodón a la cara, restregarse las mejillas e inhalar su frescura. Se volvió y entró en el baño.
Ikeda Terumasa, señor del castillo, estaba inclinado sobre un apoyabrazos, contemplando el jardín. Era un hombre de corta estatura, con la cabeza limpiamente afeitada y oscuras picaduras de viruela en la cara. Aunque no llevaba un atuendo formal, su semblante era severo y solemne.
—¿Es él? —preguntó a Takuan, señalando con su abanico plegado.
—Sí, es él —respondió el monje, haciendo una reverencia.
—Tiene una hermosa cara. Hiciste bien en salvarle.
—Os debe la vida a vos, vuestra señoría, no a mí.
—Eso no es cierto, Takuan, y tú lo sabes. Si sólo tuviera un puñado de hombres como tú bajo mi mando, sin duda se salvaría mucha gente útil y el mundo se beneficiaría de ello. —El daimyō suspiró—. Mi problema es que todos mis hombres creen que su único deber es atar a la gente o decapitarla.
Una hora después, Takezō estaba sentado en el jardín, más allá de la terraza, con la cabeza inclinada y las manos planas sobre las rodillas, en una actitud de respetuosa atención.
—Te llamas Shimmen Takezō, ¿no es cierto? —le preguntó el señor Ikeda.
Takezō alzó la vista rápidamente para ver el rostro del hombre famoso, y volvió a bajar respetuosamente los ojos.
—Sí, señor —respondió con voz clara.
—La casa de Shimmen es una rama de la familia Akamatsu y, como bien sabes, Akamatsu Masanori fue en otro tiempo señor de este castillo.
Takezō sintió que se le secaba la garganta. Por una vez no sabía qué decir. Siempre se había considerado como la oveja negra de la familia Shimmen, sin especiales sentimientos de respeto ni temor hacia el daimyō. No obstante, ahora se sentía avergonzado por ser el causante de un deshonor tan completo sobre sus antepasados y el nombre de su familia. Le ardían las mejillas.
—Lo que has hecho es inexcusable —siguió diciendo Terumasa en un tono más severo.
—Sí, señor.
—Y voy a tener que castigarte por ello. —Volviéndose hacia Takuan, le preguntó—: ¿Es cierto que mi servidor Aoki Tanzaemon te prometió sin mi permiso que, si capturabas a este hombre, podrías decidir e imponerle su castigo?
—Creo que lo mejor será que preguntéis eso directamente a Tanzaemon.
—Ya le he interrogado.
—¿Creísteis entonces que yo os mentiría?
—Claro que no. Tanzaemon ha confesado, pero deseaba tu confirmación. Puesto que es mi vasallo directo, el juramento que te hizo es también mi propio juramento. En consecuencia, aunque soy el señor de este feudo, he perdido mi derecho de penalizar a Takezō como lo considere oportuno. Por supuesto, no permitiré que se quede sin castigo, pero te corresponde a ti determinar la forma de ese castigo.
—Muy bien. Eso es exactamente lo que pensaba.
—Entonces supongo que has reflexionado en el asunto. Bien, ¿qué vamos a hacer con él?
—Creo que lo mejor sería poner al prisionero en…, ¿cómo diríamos?…, en «apuros» durante algún tiempo.
—¿Y cómo te propones hacer eso?
—Creo que en algún lugar de este castillo hay una habitación cerrada, de la que se rumorea desde hace mucho que está embrujada.
—Así es, en efecto. Los criados se negaban a entrar en ella y mis hombres la evitaban continuamente, así que quedó inutilizada. Ahora la dejo tal como está, puesto que no hay motivo para abrirla de nuevo.
—Pero ¿no creéis que está por debajo de la dignidad de uno de los más fuertes guerreros en el reino Tokugawa que vos, Ikeda Terumasa, tengáis en vuestro castillo una habitación donde jamás entra la luz?
—Nunca lo había considerado de esa manera.
—Pues bien, así es como piensa la gente. Es una mancha sobre vuestra autoridad y prestigio. Creo que deberíamos poner una luz ahí.
—Humm.
—Si me permitís hacer uso de esa cámara, encerraré a Takezō en ella hasta que esté dispuesto a perdonarle. Ya ha vivido demasiado tiempo en una oscuridad total. ¿Has oído, Takezō?
El aludido no dijo nada, pero Terumasa se echó a reír y dijo:
—¡Estupendo!
Por su excelente entendimiento, era evidente que Takuan había dicho a Aoki Tanzaemon la verdad aquella noche en el templo. Él y Terumasa, ambos seguidores del budismo zen, parecían tener una relación amistosa, casi fraternal.
—Tras haberle llevado a su nuevo aposento, ¿por qué no te reúnes conmigo en la casa de té? —preguntó Terumasa al monje cuando éste se levantó para marcharse.
—Ah, ¿queréis demostrar una vez más lo inepto que sois en la ceremonia del té?
—Eso no es justo, Takuan. Últimamente he empezado a cogerle el tino. Ven más tarde y te demostraré que ya no soy simplemente un rudo soldado. Te estaré esperando.
Dicho esto, Terumasa se retiró al interior de la mansión. A pesar de su corta estatura —apenas llegaba a los cinco pies de altura— su presencia parecía llenar el castillo con sus muchos pisos.
En la torre del homenaje, donde se encontraba la habitación embrujada, la oscuridad era siempre completa. Allí no había calendario: ni primavera ni otoño ni los sonidos de la vida cotidiana. Tan sólo había una pequeña lámpara que iluminaba al pálido y cetrino Takezō. La sección sobre topografía de El Arte de la guerra de Sun-tzu estaba abierta sobre la mesa baja, ante él. Sun-tzu dijo:
Entre los aspectos topográficos,
Los hay que son transitables.
Los hay que están suspendidos.
Los hay que confinan.
Los hay que son empinados.
Los hay que son lejanos.
Cada vez que llegaba a un pasaje que le atraía de una manera especial, como éste, lo leía en voz alta una y otra vez, como si fuese un cántico.
Quien conoce el arte del guerrero no se confunde en sus movimientos. Actúa y no está confinado.
En consecuencia, Sun-tzu dijo: «Quien se conoce a sí mismo y conoce a su enemigo vence sin peligro. Quien conoce los cielos y la tierra vence sobre todos».
Cuando la fatiga le empañaba la visión, se enjuagaba los ojos con agua fría de un pequeño cuenco que tenía a su lado. Si el aceite se agotaba y el pabilo de la lámpara chisporroteaba, se limitaba a apagarla. Sobre la mesa había una montaña de libros, unos en japonés y otros en chino, textos de zen y volúmenes sobre la historia de Japón. Takezō estaba prácticamente sepultado en aquellos tomos eruditos, todos ellos tomados en préstamo de la biblioteca del señor Ikeda.
Cuando Takuan le sentenció a confinamiento, le dijo:
—Puedes leer tanto como quieras. Un famoso sacerdote de la antigüedad dijo cierta vez: «Me he sumido en las sagradas escrituras y leído miles de volúmenes. Cuando salgo de casa, observo que mi corazón ve más que antes». Considera esta habitación como la matriz de tu madre y prepárate para nacer de nuevo. Si la miras sólo con los ojos, no verás más que una celda oscura y cerrada. Pero vuelve a mirarla más atentamente, mírala con la mente y piensa. Esta estancia puede ser el manantial de la iluminación, la misma fuente del conocimiento hallado y enriquecido por los sabios del pasado. A ti te corresponde decidir si ha de ser una cámara de oscuridad o de luz.
Desde hacía tiempo Takezō había dejado de contar los días. Cuando hacía frío, era invierno; cuando hacía calor, verano. Sabía poco más que eso. La atmósfera era invariable, húmeda y con olor a cerrado, y las estaciones no influían en su vida. Sin embargo, casi estaba seguro de que la siguiente vez que las golondrinas acudieran a anidar en las troneras cerradas con tablas de la torre del homenaje, sería la primavera de su tercer año en la matriz.
«Voy a cumplir veintiún años», se decía y, presa del remordimiento, se lamentaba: «¿Qué he hecho en estos veintiún años?». A veces, el recuerdo de sus primeros años le oprimía implacable, sumiéndole en la aflicción. Entonces sollozaba, agitaba los brazos y daba puntapiés, y en ocasiones lloraba como una criatura. Se pasaba días enteros angustiado, y salía de esos períodos agotado y exánime, con el cabello enmarañado y el corazón desgarrado.
Por fin, un día, oyó que las golondrinas regresaban a los aleros de la torre del homenaje. Una vez más, la primavera había llegado a través de los mares.
Poco después de su llegada, una voz, que ahora tenía un sonido extraño, casi doloroso al oído, le preguntó:
—¿Estás bien, Takezō?
La familiar cabeza de Takuan apareció en lo alto de la escalera. Sorprendido y demasiado conmovido para que pudiera decir nada, Takezō le cogió de la manga del kimono y tiró de él para que entrara en la habitación. Los sirvientes que le traían la comida nunca le habían dicho una sola palabra. Le llenaba de alegría oír otra voz humana, en especial aquélla.
—Acabo de regresar de un viaje —le dijo Takuan—. Éste es tu tercer año aquí, y he decidido que, tras una gestación tan larga, ya debes estar bastante bien formado.
—Te estoy agradecido por tu bondad, Takuan. Ahora comprendo lo que has hecho. ¿Cómo podré jamás agradecértelo?
—¿Agradecérmelo? —replicó Takuan con incredulidad. Entonces se echó a reír—. ¡Aunque no hayas tenido a nadie con quien conversar salvo tú mismo, lo cierto es que has aprendido a hablar como un ser humano! ¡Muy bien! Hoy saldrás de aquí, y hazlo apretando contra el pecho el conocimiento que tan duramente has conseguido. Te hará falta cuando salgas al mundo y te mezcles con tus congéneres.
Sin darle tiempo a cambiarse, Takuan acompañó a Takezō ante el señor Ikeda. Si en la audiencia anterior estuvo relegado en el jardín, ahora le destinaron un lugar en la terraza. Tras los saludos y un poco de charla informal, Terumasa no perdió tiempo y preguntó a Takezō si quería servirle como su vasallo.
Takezō rechazó la proposición. Explicó que era un gran honor para él, pero no creía estar aún en condiciones de entrar al servicio de un daimyō.
—Y si lo hiciera en este castillo —añadió—, probablemente los fantasmas empezarían a aparecer cada noche en la habitación cerrada, como dice todo el mundo que ocurre.
—¿Por qué dices eso? ¿Acaso se han presentado para hacerte compañía?
—Si tomáis una lámpara e inspeccionáis minuciosamente la habitación, veréis unas manchas negras que salpican las puertas y las vigas. Parece laca, pero no lo es, sino sangre humana, y es muy probable que sea sangre derramada por los Akamatsu, mis antepasados, cuando fueron derrotados en este castillo.
—Humm. Es muy posible que tengas razón.
—Ver esas manchas me enfureció. Me hirvió la sangre al pensar que mis antepasados, quienes en otro tiempo gobernaron toda esta región, acabaron siendo aniquilados y sus espíritus fueron diseminados por los vientos otoñales. Murieron violentamente, pero eran un clan poderoso y pueden ser despertados.
—La misma sangre corre por mis venas —siguió diciendo con vehemencia, la mirada ardiente—. Por indigno que sea, soy miembro del mismo clan, y si me quedo en este castillo, los fantasmas pueden despertarse y tratar de alcanzarme. En cierto sentido, ya lo han hecho en esa habitación, al hacerme ver con toda claridad quién soy. Pero podrían provocar el caos, tal vez rebelarse e incluso causar otro baño de sangre. No estamos en una era de paz. Estoy en deuda con las gentes de esta región y no debo tentar a mis antepasados para que se venguen.
Terumasa asintió.
—Comprendo lo que quieres decir. Es mejor que abandones este castillo, pero ¿adonde irás? ¿Tienes intención de regresar a Miyamoto y establecerte allí?
Takezō sonrió.
—Quiero recorrer el mundo a solas durante algún tiempo.
—Ya veo —replicó el daimyō, y se volvió a Takuan—. Encárgate de que reciba dinero y ropas apropiadas —le ordenó.
Takuan hizo una reverencia.
—Permitidme que os dé las gracias por vuestra generosidad hacia el muchacho.
—¡Takuan! —Ikeda se echó a reír—. ¡Ésta es la primera vez que me agradeces alguna cosa dos veces!
—Supongo que es cierto. —Takuan sonrió, mostrando los dientes—. No volverá a suceder.
—Está muy bien que vagabundee un poco mientras todavía es joven —comentó Terumasa—. Pero ahora que se marcha solo, renacido, como tú has dicho, debería tener un nuevo apellido. Que sea Miyamoto, pues así nunca olvidará su lugar de nacimiento. A partir de ahora, Takezō, te llamarás Miyamoto.
Takezō apoyó las palmas en el suelo e hizo una profunda y larga reverencia.
—Sí, señor, así lo haré.
—También deberías cambiarte de nombre —intervino Takuan—. ¿Por qué no leer los caracteres chinos de tu nombre como «Musashi» en vez de «Takezō», ya que ambas lecturas son posibles? El nombre escrito no variará. Es conveniente que todo empiece de nuevo en este día de tu renacimiento.
Terumasa, que por entonces estaba de excelente humor, dio su aprobación con entusiasmo.
—¡Miyamoto Musashi! Es un buen nombre, muy bueno. Debemos brindar por él.
Pasaron a la habitación contigua, les sirvieron sake y los dos huéspedes acompañaron a su señoría hasta bien entrada la noche. Se reunieron con ellos varios miembros del séquito de Terumasa, y finalmente Takuan se levantó y ejecutó una antigua danza. Era un experto, sus vividos movimientos creaban un mundo imaginario encantador. Takezō, ahora Musashi, le contemplaba con admiración, respeto y goce, mientras tomaba una taza tras otra de sake.
Al día siguiente ambos abandonaron el castillo. Musashi daba sus primeros pasos en una nueva vida, una vida de disciplina y adiestramiento en las artes marciales. Durante sus tres años de confinamiento había resuelto dominar el arte de la guerra.
Takuan tenía sus propios planes. Había decidido viajar por el país, y dijo que, una vez más, debían separarse.
Cuando llegaron a la ciudad, fuera de las murallas del castillo, Musashi hizo ademán de despedirse, pero Takuan le cogió de la manga.
—¿No hay nadie a quien te gustaría ver? —le preguntó.
—¿A quién?
—¿Ogin?
—¿Vive todavía? —le preguntó, desconcertado. Ni siquiera en sueños había olvidado a la dulce hermana que durante tanto tiempo había sido como una madre para él.
Takuan le contó que cuando él atacó la prisión militar de Hinagura tres años antes, ya se habían llevado de allí a Ogin.
Aunque no la acusaron de nada, se mostró reacia a volver a casa y prefirió quedarse con un familiar en un pueblo del distrito de Sayo, donde ahora vivía cómodamente.
—¿No te gustaría verla? —le preguntó Takuan—. Ella está ansiosa de verte. Hace tres años le dije que podía considerarte muerto, puesto que, en cierto sentido, lo estabas. No obstante, también le dije que al cabo de tres años le llevaría un hermano nuevo, diferente del viejo Takezō.
Musashi juntó las palmas y se las llevó a la frente, como habría hecho al orar ante una estatua del Buda.
—No sólo has cuidado de mí —dijo con una profunda emoción—, sino que has procurado también por el bienestar de Ogin. Eres un hombre realmente compasivo, Takuan. Creo que jamás podré agradecerte lo que has hecho.
—Una manera de agradecérmelo sería permitirme que te lleve al lado de tu hermana.
—No… No creo que deba ir. Saber de ella a través de ti ha sido tan satisfactorio como verla personalmente.
—Pero sin duda querrás verla tú mismo, aunque sólo sea unos minutos.
—No, no lo creo así. Estuve muerto, Takuan, y me siento en verdad renacido. No creo que ahora sea el momento de regresar al pasado. Lo que debo hacer es dar un resuelto paso adelante, hacia el futuro. Apenas he encontrado el camino a lo largo del cual habré de viajar. Cuando haya hecho algún progreso hacia el conocimiento y la autoperfección que estoy buscando, tal vez será el momento de relajarme y mirar atrás, pero no ahora.
—Ya veo.
—Me resulta difícil expresarlo con palabras, pero de todos modos confío en que lo comprendas.
—Así es. Me alegra ver que te tomas tu objetivo tan en serio. No dejes de seguir tu propio juicio.
—Ahora te diré adiós, pero algún día, si no me matan a lo largo del camino, volveremos a vernos.
—Sí, sí. Si tenemos oportunidad de encontrarnos, hagámoslo por todos los medios. —Takuan se volvió, dio un paso y se detuvo—. Ah, sí. Supongo que debo advertirte que hace tres años Osugi y el tío Gon abandonaron Miyamoto para buscaros a ti y a Otsū. Resolvieron que no regresarían hasta haberse vengado, y, a pesar de que son viejos, siguen tratando de localizarte. Pueden causarte algún inconveniente, pero no te plantearán ningún problema grave. No te los tomes demasiado en serio.
—Y una cosa más… Está ese Aoki Tanzaemon. Supongo que nunca has oído su nombre, pero estuvo al frente de las tropas que te buscaban. Quizá no tenga nada que ver con lo que tú dijeras o hicieses, pero lo cierto es que ese espléndido samurái se las ingenió para caer en desgracia, con el resultado de que ha sido relevado para siempre del servicio que prestaba al señor Ikeda. Sin duda también anda errante por ahí. —Entonces Takuan adoptó un tono grave—. Tu camino no será fácil, Musashi. Ten cuidado al avanzar por él.
—Haré cuanto pueda —dijo Musashi, sonriendo.
—Bien, supongo que eso es todo. Me marcho.
Takuan dio la vuelta y se dirigió al oeste. No miró atrás.
—Cuídate —le gritó Musashi. Permaneció en el cruce, contemplando al monje hasta que lo perdió de vista. Una vez solo, se encaminó hacia el este.
«Ahora sólo tengo esta espada —se dijo—. La única cosa en el mundo en la que puedo confiar». Apoyó la mano en la empuñadura y se prometió: «Viviré de acuerdo con sus principios, la consideraré como mi alma y, al aprender a dominarla, me esforzaré por mejorar, por convertirme en un ser humano mejor y más juicioso. Takuan sigue el camino del zen, yo seguiré el de la espada. Debo convertirme en un hombre aún mejor que él».
Reflexionó en que al fin y al cabo todavía era joven. No era demasiado tarde.
Sus pisadas eran regulares y firmes, sus ojos estaban llenos de juventud y esperanza. De vez en cuando alzaba el borde de su sombrero de junco y miraba a lo largo del camino hacia el futuro, la senda desconocida que todos los humanos deben recorrer.
No había llegado muy lejos, en realidad todavía estaba en las afueras de Himeji, cuando una mujer corrió hacia él desde el otro lado del puente Hanada. Entornó los ojos al sol.
—¡Eres tú! —exclamó Otsū, cogiéndole de la manga.
Musashi dio un grito sofocado de sorpresa.
Otsū le habló en tono de reproche.
—No es posible que te hayas olvidado, Takezō. ¿No recuerdas el nombre de este puente? ¿Has olvidado que te prometí esperar aquí, por muy larga que fuese la espera?
—¿Me has estado esperando aquí durante los últimos tres años? —le preguntó, asombrado.
—Sí. Osugi y el tío Gon me encontraron poco después de que nos separásemos. Enfermé y me vi obligada a descansar. Estuve a punto de matarme al huir, pero lo logré. Estoy esperando aquí desde unos veinte días después de nuestra despedida en el puerto de Nakayama.
Señaló una tienda de esterillas trenzadas en el extremo del puente, un típico puesto de carretera donde vendían recuerdos a los viajeros, y siguió diciendo:
—Conté mi historia a esa gente, y fueron tan amables que me aceptaron como una especie de ayudante, a fin de poder quedarme y esperarte. Hoy es el día novecientos siete, y he mantenido fielmente mi promesa. —Le escrutó el rostro, tratando de sondear sus pensamientos—. Me llevarás contigo, ¿verdad?
Por supuesto, Musashi no tenía ninguna intención de llevarse a nadie con él. En aquel momento se marchaba apresuradamente para no pensar en su hermana, a la que tanto deseaba ver y hacia la que se sentía tan fuertemente atraído.
Las preguntas se atropellaron en su mente agitada: «¿Qué puedo hacer? ¿Cómo voy a emprender mi búsqueda de la verdad y el conocimiento con una mujer, con cualquiera que se entrometa continuamente? Y, después de todo, esta muchacha sigue siendo la prometida de Matahachi». Musashi no podía evitar que tales pensamientos se reflejaran en su rostro.
—¿Llevarte conmigo? —le dijo abruptamente—. ¿Adonde?
—Adondequiera que vayas.
—¡Voy a emprender un largo y duro viaje, no una excursión!
—No te causaré ningún problema. Estoy dispuesta a soportar algunas penalidades.
—¿Algunas? ¿Sólo algunas?
—Tantas como sea necesario.
—Ésa no es la cuestión, Otsū. ¿Cómo puede un hombre dominar el camino del samurái llevando consigo una mujer? Qué curioso sería eso. La gente diría: «Mirad a Musashi, necesita una nodriza que cuide de él». —Ella tiró con más fuerza de su kimono, aferrándose como una niña—. Suéltame la manga —le ordenó él.
—¡No, no lo haré! Me mentiste, ¿no es cierto?
—¿Cuándo te mentí?
—En el puerto. Allí me prometiste que iría contigo.
—Eso fue hace mucho tiempo. Entonces tampoco pensaba hacerlo de veras, y no tenía tiempo para explicártelo. Aún más, no fue idea mía, sino tuya. Yo tenía prisa por partir y no estabas dispuesta a dejarme marchar hasta que te lo prometiera. Accedí a lo que me pedías porque no tuve otro remedio.
—¡No, no, no! No puedes decirme eso en serio, no puedes —gritó la joven, apretándole contra el pretil del puente.
—¡Suéltame! La gente nos está mirando.
—¡Que miren! Cuando estabas atado en el árbol, te pregunté si querías mi ayuda. Estabas tan contento que me pediste dos veces que cortara la cuerda. No negarás eso, ¿verdad?
Otsū intentaba ser lógica en su argumentación, pero las lágrimas la traicionaban. Primero abandonada cuando era una recién nacida, luego plantada por su novio y ahora esto. Musashi sabía que estaba sola en el mundo, sentía por ella un profundo afecto y estaba confuso, aunque externamente mantenía la compostura.
—¡Suéltame! —le dijo de modo terminante—. Estamos en pleno día y la gente nos mira. ¿Quieres que seamos un espectáculo para estos chismosos?
Otsū le soltó la manga y se apoyó en el pretil, sollozando, el reluciente cabello cubriéndole el rostro.
—Lo siento —balbució—. No debería haber dicho eso. Olvídalo, por favor. No me debes nada.
Él le apartó el cabello con ambas manos y la miró a los ojos.
—Durante todo el tiempo que has esperado, hasta hoy mismo, he estado encerrado en la torre del castillo. En esos tres años ni siquiera he visto el sol.
—Sí, eso he oído.
—¿Lo sabías?
—Takuan me lo dijo.
—¿Takuan? ¿Te lo dijo todo?
—Creo que sí. Me desmayé en el fondo de un barranco, cerca de la casa de té de Mikazuki, cuando huía de Osugi y el tío Gon. Takuan me rescató y también me ayudó a conseguir trabajo aquí, en la tienda de recuerdos. Eso fue hace tres años. Desde entonces ha venido varias veces. Ayer mismo vino y tomamos té. No estoy segura de lo que quiso decir, pero éstas fueron sus palabras: «Eso concierne a un hombre y una mujer, así que ¿quién puede saber cuál será el resultado?».
Musashi dejó caer las manos a los costados y miró la carretera que conducía al oeste. Se preguntó si volvería a ver alguna vez al hombre que le había salvado la vida, y una vez más le asombró el interés de Takuan por el prójimo, que parecía ilimitado y totalmente carente de egoísmo. Musashi comprendió su estrechez de miras, su mezquindad al suponer que el monje sentía una simpatía especial sólo por él. Su generosidad abarcaba a Ogin, Otsū, cualquiera que estuviera en apuros y a quien él creyera que podía echar una mano.
«Eso concierne a un hombre y una mujer…». Las palabras que Takuan le había dicho a Otsū pesaban en la mente de Musashi. Era una carga para la que no estaba preparado, puesto que en todas las montañas de libros que había estudiado a lo largo de aquellos tres años no figuraba una sola palabra sobre la situación en la que ahora se encontraba. Incluso Takuan había rehusado intervenir en aquel asunto entre él y Otsū. ¿Había querido decir que las relaciones entre hombres y mujeres dependían exclusivamente de las personas implicadas? ¿Significaba que no existían reglas, como ocurría en el arte de la guerra? ¿Que no había ninguna estrategia a toda prueba, ninguna manera infalible de vencer? ¿O se trataba acaso de una prueba para Musashi, un problema que sólo él podría resolver?
Sumido en sus pensamientos, contempló el agua que fluía bajo el puente.
Otsū le miró a la cara, ahora reservada y serena.
—Puedo ir contigo, ¿no es cierto? El tendero me prometió que me dejaría marchar cuando lo deseara. Iré sólo un momento a explicarle lo ocurrido y recoger mis cosas. Volveré en seguida.
Musashi cubrió con su mano la pequeña mano blanca de la joven que descansaba sobre el pretil.
—Escucha —le dijo en tono lastimero—. Te ruego que te detengas un momento y pienses.
—¿En qué debo pensar?
—Ya te lo he dicho. Acabo de convertirme en un hombre nuevo. He permanecido en este mohoso agujero durante tres años, he leído libros, he pensado, gritado y llorado. Entonces, de súbito, he visto la luz, he comprendido lo que significa ser humano. Ahora tengo un nuevo nombre, Miyamoto Musashi, y quiero entregarme al adiestramiento y la disciplina, quiero dedicar cada instante de cada día a trabajar para mejorarme. Ahora sé cuan lejos tengo que ir. Si decides unir tu vida a la mía, nunca serás feliz. No habrá más que penalidades, y con el paso del tiempo las cosas no mejorarán, sino que serán cada vez más difíciles.
—Cuando hablas así, me siento más cerca que nunca de ti. Ahora estoy convencida de que tenía razón. He encontrado al mejor hombre que jamás podría encontrar, aunque lo buscara durante el resto de mi vida.
Musashi comprendió que sus palabras empeoraban la situación.
—Lo siento, pero no puedo llevarte conmigo.
—Bien, entonces me limitaré a seguirte. Mientras no obstaculice tu adiestramiento, ¿qué daño podría hacerte? Ni siquiera sabrás que estoy cerca de ti.
Musashi no supo qué responder.
—No te molestaré, te lo prometo.
Él permaneció en silencio.
—De acuerdo, entonces. Espera aquí, volveré en un instante. Y me pondré furiosa si intentas marcharte sin mí. —Otsū echó a correr hacia la tiendecilla de recuerdos.
Musashi pensó en hacer caso omiso de todo aquello y correr también, en la dirección contraria. Pero a pesar de su voluntad de hacerlo, sus pies se resistían a moverse.
Otsū miró atrás y le gritó:
—¡Recuerda, no intentes escabullirte! —Sonrió, mostrando sus hoyuelos, y Musashi asintió sin darse cuenta.
Satisfecha por este gesto, la muchacha desapareció en el interior de la tienda.
Si tenía que escapar, aquélla era la ocasión. Su corazón se lo decía así, pero su cuerpo seguía maniatado por los bonitos hoyuelos de Otsū y su mirada suplicante. ¡Qué dulce era! Era indudable que nadie en el mundo, salvo su hermana, le amaba tanto. Y a él, por otra parte, no le desagradaba.
Contempló el cielo y el agua, se aferró con desesperación a la barandilla del pretil, turbado y confuso. Pronto minúsculos fragmentos de madera se desprendieron del puente y flotaron en la corriente.
Otsū reapareció en el puente con unas nuevas sandalias de paja, polainas amarillo claro y un gran sombrero de viaje atado bajo la barbilla con una cinta carmesí. Nunca había estado más bonita.
Pero Musashi no estaba a la vista.
La muchacha lanzó un grito de consternación y se echó a llorar. Entonces su mirada se posó en el lugar de la barandilla de donde habían caído las astillas de madera. Allí, grabado con la punta de una daga, estaba el mensaje claramente inscrito: «¡Perdóname! ¡Perdóname!».