La roca y el árbol

A primera hora de la mañana, el viento y la lluvia se habían llevado la primavera sin dejar rastro. Un sol pulsátil caía a plomo y pocos aldeanos iban por las calles sin protegerse la cabeza con un sombrero de ala ancha.

Osugi subió la cuesta del templo y llegó a la puerta de Takuan sedienta y sin aliento. Gotas de sudor se desprendían de la línea del cabello, convergían en arroyuelos y le corrían en línea recta por la nariz. Ella ni se daba cuenta, rebosante como estaba de curiosidad por el sino de su víctima.

—¿Ha sobrevivido Takezō a la tormenta, Takuan? —preguntó a gritos.

El monje salió a la terraza.

—Ah, eres tú. Un magnífico aguacero, ¿verdad?

—Sí —dijo ella, con una sonrisa malévola—. Ha sido criminal.

—No obstante, debes saber que no es muy difícil resistir una o dos noches bajo la lluvia más intensa. El cuerpo humano está capacitado para aguantar el azote del viento y la lluvia. Lo realmente mortífero es el sol.

—¿Quieres decir que aún vive? —inquirió ella, incrédula, volviendo al instante su arrugado rostro hacia el viejo cedro. Entrecerró los ojos, se puso una mano sobre las cejas para protegerse de la luz deslumbradora y, al cabo de un momento, se relajó un poco—. Está ahí colgado como un trapo húmedo —observó con renovada esperanza—. No es posible que siga vivo, no puede ser.

Takuan sonrió.

—No veo que los cuervos le picoteen la cara todavía, lo cual significa que aún respira.

—Gracias por decírmelo. Sin duda un hombre instruido como tú sabe más que yo de esas cosas. —Estiró el cuello y miró, por el lado del monje, hacia el edificio—. No veo a mi nuera por ninguna parte. ¿Quieres hacerme el favor de llamarla?

—¿Tu nuera? Me temo que no la conozco. En cualquier caso ignoro su nombre. ¿Cómo voy a llamarla?

—¡Te he dicho que la llames! —repitió Osugi con impaciencia.

—¿De quién demonios me estás hablando?

—¡Cómo! ¡De Otsū, por supuesto!

—¡Otsū! ¿Por qué la llamas nuera? Que yo sepa, no ha ingresado en la familia Hon'iden.

—No, aún no, pero me propongo admitirla muy pronto, como la novia de Matahachi.

—Me cuesta imaginar tal cosa. ¿Cómo puede casarse con alguien que no está presente?

Osugi se indignó aún más.

—¡Oye, vagabundo! ¡Esto no tiene nada que ver contigo! ¡Limítate a decirme dónde está Otsū!

—Supongo que todavía está durmiendo.

—Ah, claro, debería haber pensado en eso —musitó la anciana, como si hablara consigo misma—. Le pedí que vigilara a Takezō de noche, así que debía de estar muy cansada al amanecer. Por cierto —añadió en tono acusador—, ¿no tendrías tú que vigilarle durante el día?

Sin aguardar respuesta, dio media vuelta y se encaminó al árbol. Cuando estuvo debajo de su ramaje, alzó el rostro y estuvo mirando largo rato, como en trance. Por fin salió de aquel estado hipnótico y emprendió el regreso al pueblo, caminando lenta y penosamente, con la rama de moral en la mano.

Takuan volvió a su habitación, donde permaneció hasta la noche. El aposento de Otsū no estaba lejos del suyo, en el mismo edificio. La puerta de la muchacha también estuvo cerrada durante todo el día, excepto cuando la abría el acólito para llevarle su medicina o un recipiente de barro lleno de espesas gachas de arroz. La noche anterior, cuando la encontraron medio muerta bajo la lluvia, tuvieron que llevársela a rastras porque ella se resistía a patadas y gritos, y obligarle a engullir un poco de té. Entonces el sacerdote le dio una severa reprimenda, mientras ella permanecía en silencio, apoyada en la pared. Por la mañana tuvo fiebre alta y apenas pudo alzar la cabeza para tomar las gachas.

Cayó la noche y, en agudo contraste con la noche anterior, la luna brilló como un orificio nítidamente cortado en el cielo. Cuando todos los demás dormían profundamente, Takuan dejó el libro que estaba leyendo, se puso los zuecos y salió al patio.

—¡Takezō! —gritó.

Muy por encima de su cabeza se agitó una rama y cayeron algunas brillantes gotas de rocío.

—Pobre muchacho, supongo que ni siquiera tiene fuerzas para responder —se dijo Takuan—. ¡Takezō! ¡Takezō!

—¿Qué quieres, monje bastardo? —contestó fieramente el prisionero.

A Takuan nadie solía cogerle jamás desprevenido, pero esta vez no pudo ocultar su sorpresa.

—Desde luego, aúllas con brío para ser un hombre a las puertas de la muerte. ¿No serás en realidad un pez o alguna clase de monstruo marino? A este paso deberías durar otros cuatro o cinco días. Por cierto, ¿cómo tienes el estómago? ¿Está lo bastante vacío para ti?

—Déjate de cháchara, Takuan. Córtame la cabeza y acabemos de una vez.

—¡Oh, no! ¡No tengas tanta prisa! Uno ha de andarse con cuidado en asuntos tan arriesgados. Si te cortara la cabeza ahora, probablemente bajaría volando e intentaría morderme. —Takuan se interrumpió y estuvo un rato mirando el cielo—. ¡Qué luna tan hermosa! Eres afortunado al poder contemplarla desde un lugar tan privilegiado.

—¡Muy bien, mírame, sucio perro callejero! ¡Te demostraré lo que soy capaz de hacer si me lo propongo!

Entonces, haciendo acopio de fuerzas, Takezō empezó a moverse violentamente, lanzando su peso arriba y abajo, hasta casi romper la rama a la que estaba atado. Fragmentos de corteza y hojas llovieron sobre el monje, el cual permanecía imperturbable aunque quizá con una impasibilidad un tanto afectada.

Calmosamente, el monje se sacudió los hombros y, una vez limpio de aquella broza, alzó de nuevo la vista.

—¡Así me gusta, Takezō! Es bueno enfadarse tanto como tú lo estás hora. ¡Adelante! ¡Experimenta tu fuerza al máximo, muestra que eres un hombre de verdad, enséñanos de qué madera estás hecho! Hoy en día la gente considera una señal de sabiduría y carácter la capacidad de controlar su ira, pero yo digo que son unos necios. Detesto ver a los jóvenes tan comedidos, tan formales. Tienen más temple que sus mayores y deberían demostrarlo. ¡No te reprimas, Takezō! ¡Cuanto más te enfurezcas, tanto mejor!

—¡Espera, Takuan, espera! ¡Si he de romper esta cuerda con los dientes, lo haré, sólo para ponerte las manos encima y descuartizarte!

—¿Es eso una promesa o una amenaza? Si crees de veras que puedes hacerlo, me quedaré aquí esperando. ¿Estás seguro de que podrás seguir así sin matarte antes de que se rompa la cuerda?

—¡Cállate! —gritó Takezō con la voz enronquecida.

—¡Vaya, Takezō, eres fuerte de veras! El árbol entero se balancea. Pero siento decirte que no noto temblar la tierra. ¿Sabes? Tu problema es que, en realidad, eres débil. Tu cólera no es más que rencor personal. La cólera de un hombre de verdad es una expresión de indignación moral. La ira por insignificantes fruslerías emocionales es propia de mujeres, no de hombres.

—Ya falta poco —le amenazó—. ¡Iré directamente por tu garganta!

Takezō siguió esforzándose, pero la gruesa cuerda no mostraba señal alguna de debilitarse. Takuan le miró durante un rato y luego le ofreció un consejo amistoso.

—¿Por qué no te tranquilizas, Takezō? Así no llegarás a ninguna parte. Sólo lograrás extenuarte, ¿y de qué va a servirte eso? Por mucho que te muevas y contorsiones, no lograrás romper una sola rama de este árbol y mucho menos hacer mella en el universo.

Takezō emitió un fuerte gemido. Su berrinche había terminado. Se daba cuenta de que el monje tenía razón.

—Me atrevería a decir que toda esa fuerza estaría mejor encauzada si trabajara por el bien del país. Deberías tratar de hacer algo por los demás, Takezō, aunque ahora sea un poco tarde para empezar. Si lo hubieras intentado, habrías tenido ocasión de impresionar a los dioses o incluso al universo, por no mencionar a la gente normal y corriente. —La voz de Takuan adoptó un tono levemente pontifical—. ¡Es una lástima, una gran lástima! Aunque naciste humano, eres más bien un animal, no mucho mejor que un jabalí o un lobo. ¡Cuan triste es que un joven apuesto como tú deba hallar su fin aquí, sin haber llegado a ser jamás verdaderamente humano! ¡Qué pérdida!

—¿Y tú te consideras humano? —le espetó Takezō.

—¡Escucha, bárbaro! Desde el principio has confiado demasiado en tu fuerza bruta, creyendo que no tienes rival en el mundo. ¡Pero mira dónde estás ahora!

—No tengo nada de que avergonzarme. No ha sido una pelea limpia.

—A la larga, Takezō, no hay ninguna diferencia. Te vencí con mi ingenio y mi capacidad persuasiva, en vez de hacerlo con los puños. Una vez te han derrotado, derrotado estás. Y tanto si te gusta como si no, estoy sentado en esta roca mientras que tú cuelgas ahí arriba, impotente. ¿Es que no puedes ver la diferencia entre tú y yo?

—Sí, peleas sucio, eres un embustero y un cobarde.

—Habría estado loco si hubiera intentado prenderte a la fuerza. Físicamente eres demasiado fuerte. Un ser humano no tiene muchas posibilidades si pelea con un tigre. Por suerte no suele tener que hacerlo, ya que es el más inteligente de los dos. Pocas personas discutirán el hecho de que los tigres son inferiores a los seres humanos.

Takezō no dio indicación alguna de que todavía estuviera escuchando.

—Lo mismo sucede con eso que consideras tu valor. Tu comportamiento hasta ahora no demuestra que sea algo más que valor animal, de ése que carece de respeto por los valores y la vida humanos. No es la clase de valor propio de un samurái. El verdadero valor conoce el miedo. Las personas honestas valoran la vida apasionadamente, se aferran a ella como si fuese una joya preciosa, y eligen el momento y el lugar apropiados para entregarla, para morir con dignidad.

El prisionero siguió sin responder.

—A eso me refería cuando he dicho que es una lástima lo que ocurre contigo. Naciste con fuerza y valor físicos, pero te falta conocimiento y sabiduría. Si bien lograste dominar algunos de los aspectos más desafortunados del camino del samurái, no hiciste el menor esfuerzo por adquirir sabiduría ni virtud. La gente habla de combinar el camino del aprendizaje con el camino del samurái, pero cuando están adecuadamente combinados no son dos sino uno solo. Hay un único camino, Takezō.

El árbol permanecía tan silencioso como la piedra en la que se sentaba Takuan. También la oscuridad permanecía inmóvil. Al cabo de unos instantes, Takuan se levantó pausadamente.

—Piensa en ello una noche más, Takezō. Una vez lo hayas hecho, te cortaré la cabeza por ti.

Empezó a alejarse, dando largas zancadas, con la cabeza gacha y pensativo. Apenas había recorrido veinte pasos cuando Takezō le llamó, con un timbre de apremio en la voz.

—¡Aguarda!

Takuan se volvió.

—¿Qué quieres ahora?

—Vuelve aquí.

—Humm. No me digas que quieres escuchar más. ¿Es posible que por fin estés empezando a pensar?

—¡Sálvame, Takuan! —El grito de ayuda de Takezō fue sonoro y quejumbroso. La rama empezó a temblar, como si ella, como si todo el árbol estuviera llorando—. Quiero ser un hombre mejor. Ahora me doy cuenta de la importancia que tiene, del privilegio que es haber nacido humano. Estoy casi muerto, pero comprendo lo que significa estar vivo. Y ahora que lo sé, ¡mi vida entera consistirá en estar atado a este árbol! No puedo deshacer lo que he hecho.

—Finalmente entras en razón. Por primera vez en tu vida, estás hablando como un ser humano.

—No quiero morir —gritó Takezō—. Deseo vivir, partir, intentarlo de nuevo, hacer esta vez lo que es correcto. —Los sollozos sacudían su cuerpo—. ¡Takuan…, por favor! ¡Ayúdame…, ayúdame!

El monje sacudió la cabeza.

—Lo siento, Takezō, pero eso no está en mis manos. Es la ley de la naturaleza. No puedes repetir lo que has hecho y corregirlo. Así es la vida, todo lo que hacemos en ella es definitivo, ¡todo! No puedes recuperar la cabeza una vez que el enemigo te la ha cortado. Así son las cosas. Lo siento por ti, desde luego, pero no puedo desatar esa cuerda porque no soy yo quien la ha atado, sino tú mismo. Lo único que puedo hacer es darte algunos consejos. Enfréntate a la muerte con valor y serenidad. Reza una plegaria y confía en que alguien se molestará en escucharla. Y por respeto a tus antepasados, Takezō, ¡ten la decencia de morir con una expresión apacible en el rostro!

El sonido de las sandalias de Takuan se desvaneció. Cuando Takezō dejó de oírlo, sus gemidos cesaron. Siguiendo el espíritu del consejo que le había dado el monje, cerró los ojos que acababan de experimentar un gran despertar y lo olvidó todo. Olvidó la vida y la muerte, y bajo la miríada de estrellas permaneció perfectamente inmóvil mientras la brisa nocturna suspiraba entre las ramas del árbol. Tenía frío, mucho frío.

Al cabo de un rato, percibió que alguien estaba al pie del árbol. Fuera quien fuese, aferraba el ancho tronco e intentaba frenética pero no muy diestramente trepar por él hasta la rama más baja. Takezō oía que el escalador, quienquiera que fuese, se deslizaba hacia abajo después de casi todo avance hacia arriba. Oía también los fragmentos de corteza que se desprendían y caían al suelo, y estaba seguro de que las manos se estaban despellejando mucho más que el tronco. Pero aquella persona no cejaba en su empeño y buscaba asideros una y otra vez, hasta que por fin la primera rama estuvo a su alcance. Entonces se alzó con relativa facilidad hasta donde Takezō, apenas distinguible de la rama en la que estaba tendido, yacía totalmente falto de fuerzas. Una voz jadeante susurró su nombre.

Con gran dificultad abrió los ojos y se encontró ante un verdadero esqueleto. Sólo los ojos estaban vivos y vibrantes.

—¡Soy yo! —dijo aquel rostro con una sencillez infantil.

—¿Otsū?

—Sí, yo. ¡Oh, Takezō, huyamos! Te he oído gritar con todo tu corazón que deseabas vivir.

—¿Huir? ¿Vas a desatarme y dejarme libre?

—Sí. Tampoco puedo soportar más este pueblo. Si me quedo aquí…, ah, ni siquiera deseo pensar en ello. Tengo mis razones. Sólo quiero marcharme de este lugar estúpido y cruel. ¡Te ayudaré, Takezō! Podemos ayudarnos mutuamente.

Otsū vestía ropas de viaje, y todas sus posesiones mundanas le colgaban del hombro dentro de una pequeña bolsa de tela.

—¡Rápido, corta la cuerda! ¿A qué estás esperando? ¡Córtala!

—Lo haré en un momento.

Otsū desenvainó una pequeña daga y en seguida cortó las ligaduras del cautivo. Transcurrieron varios minutos antes de que remitiera el cosquilleo de sus miembros y Takezō pudiera flexionar los músculos. Ella trató de sujetar el peso del joven, con el resultado de que, cuando éste resbaló, cayó con él. Los dos cuerpos se aferraron, rebotaron en una rama, giraron en el aire y se estrellaron contra el suelo.

Takezō se levantó. A pesar de que estaba aturdido por la caída desde treinta y cinco pies de altura y entumecido por la debilidad, asentó con firmeza los pies en el suelo. Otsū, apoyada en manos y rodillas, se retorcía de dolor.

—Aaah —gemía.

Él la rodeó con sus brazos, ayudándola a levantarse.

—¿Crees que te has roto algo?

—No lo sé, pero creo que puedo andar.

—Todas esas ramas han frenado la caída, por lo que es probable que no te hayas hecho demasiado daño.

—¿Y tú? ¿Estás bien?

—Sí…, yo…, estoy bien. Yo… —Hizo una pausa, al cabo de la cual dijo impulsivamente—: ¡Estoy vivo! ¡Estoy realmente vivo!

—¡Naturalmente!

—No es tan natural.

—Vámonos de aquí en seguida. Si alguien nos descubre, estaremos en un buen aprieto.

Otsū echó a andar, renqueante, seguida por Takezō…, lenta y silenciosamente, como dos insectos frágiles y heridos que caminaran por la helada otoñal.

Avanzaron lo mejor que pudieron, cojeando en silencio, un silencio roto tan sólo mucho más tarde, cuando Otsū exclamó:

—¡Mira! Empieza a haber luz allá, hacia Harima.

—¿Dónde estamos?

—En lo alto del puerto de Nakayama.

—¿De veras hemos llegado tan lejos?

—Sí. —Otsū sonrió débilmente—. Es sorprendente lo que puedes hacer cuando estás decidido. Pero, Takezō… —Otsū parecía alarmada—. Debes de estar muerto de hambre. Llevas varios días sin comer nada.

Al oír la mención de la comida, Takezō tuvo súbita conciencia de que su estómago estaba encogido y dolorosamente acalambrado. Ahora que se daba cuenta, el dolor era atroz, y parecieron transcurrir horas antes de que Otsū abriera la bolsa y sacara la comida, pastelillos de arroz generosamente rellenos de pasta de judías dulces. Cuando aquel dulzor se deslizó con suavidad por su gaznate, Takezō experimentó una sensación de vértigo. Le temblaban los dedos que sostenían el pastelillo. «Estoy vivo», se decía una y otra vez, jurando que en lo sucesivo llevaría una clase de vida muy distinta.

Las rojizas nubes matinales teñían sus mejillas de color rosado. Cuando él empezó a ver el rostro de Otsū más claramente y el hambre cedió el paso a la calma de la saciedad, le pareció un sueño estar allí sentado, sano y salvo, en compañía de la muchacha.

—Cuando salga el sol, deberemos tener mucho cuidado —dijo Otsū—. Ya estamos casi en el límite de la provincia.

Takezō la miró con los ojos muy abiertos.

—¡El límite! Está bien, lo había olvidado. Tengo que ir a Hinagura.

—¿Hinagura? ¿Por qué?

—Ahí es donde han encerrado a mi hermana. Tengo que sacarla de ahí. Supongo que tendremos que despedirnos.

Otsū le miró a la cara, pasmada y silenciosa.

—¡Si crees que eso es lo que debes hacer, vete! Pero si hubiera pensado que ibas a abandonarme, no me habría ido de Miyamoto.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Dejarla en esa prisión militar?

Sin dejar de mirarle, ella le cogió la mano. Su rostro y todo su cuerpo estaban inflamados de pasión.

—Takezō —le suplicó—. Te diré lo que siento al respecto más tarde, cuando haya tiempo, pero por favor, ¡no me dejes aquí sola! ¡Llévame contigo dondequiera que vayas!

—¡Pero no puedo!

Otsū le apretó la mano.

—Recuerda que, tanto si te gusta como si no, me quedo contigo. Si crees que seré un estorbo cuando intentes rescatar a Ogin, entonces iré a Himeji y esperaré allí.

—Muy bien, hazlo así —le dijo él de inmediato.

—Pero confiaré plenamente en que vengas a por mí. ¿Lo harás?

—Naturalmente.

—Estaré esperando en el puente Hanada, en las afueras de Himeji. Aguardaré allí, tanto si tardas cien días como un millar.

Takezō respondió con una leve inclinación de cabeza y se alejó sin más, apresurándose a lo largo de la estribación que conducía desde el puerto a las montañas lejanas. Otsū alzó la cabeza para verle hasta que su cuerpo se disolvió en el paisaje.

En el pueblo, el nieto de Osugi llegó precipitadamente a la casa solariega de Hon'iden, gritando:

—¡Abuela! ¡Abuela!

El chiquillo se limpió la nariz con el dorso de la mano, asomó la cabeza a la cocina y dijo, excitado:

—¿Me has oído, abuela? ¡Ha ocurrido algo terrible!

Osugi, que estaba ante el fogón, tratando de avivar el fuego con un soplillo de bambú, apenas le miró.

—¿A qué viene tanto escándalo?

—¿No lo sabes, abuela? ¡Takezō se ha escapado!

—¿Escapado? —dijo la anciana, dejando caer el soplillo en las llamas—. ¿De qué me estás hablando?

—Esta mañana no estaba en el árbol. La cuerda ha aparecido cortada.

—¡Ya sabes lo que te tengo dicho sobre las mentiras, Heita!

—Es la verdad, abuela, créeme. Todo el mundo habla de eso.

—¿Estás completamente seguro?

—Sí, señora. Y arriba, en el templo, están buscando a Otsū. También ella ha desaparecido. Todo el mundo corre de un lado a otro, lanzando gritos.

El efecto visible de la noticia fue pintoresco. El rostro de Osugi fue palideciendo a medida que las llamas del soplillo ardiente pasaban del rojo al azul y luego al violeta. Pronto sus mejillas parecieron haber perdido toda su sangre, hasta tal punto que Heita retrocedió asustado.

—¡Heita!

—¿Qué?

—Corre tan rápido como te lo permitan las piernas. Ve en busca de tu padre ahora mismo. Luego baja a la orilla del río y busca al tío Gon. ¡Date prisa! —A Osugi le temblaba la voz.

Antes de que Heita alcanzara el portal, llegó una multitud de aldeanos que hablaban en voces bajas y refunfuñaban. Entre ellos se encontraba el yerno de Osugi, el tío Gon, otros familiares y varios agricultores.

—Esa chica, Otsū, ha huido también, ¿no es cierto?

—¡Y Takuan tampoco está en ninguna parte!

—La verdad es que el asunto es bastante chistoso.

—¡No hay duda de que los tres han tramado esto!

—Me pregunto qué hará la anciana. ¡Está en juego el honor de su familia!

El yerno y el tío Gon, armados con lanzas heredadas de sus antepasados, miraban hacia la casa sin comprender. Antes de que pudieran hacer nada necesitaban orientación, por lo que permanecían allí sin moverse, inquietos, esperando que saliera Osugi y les diese órdenes.

—Abuela —gritó alguien finalmente—, ¿aún no te has enterado de la noticia?

—En seguida voy —replicó la anciana—. Quedaos ahí quietos y esperad.

Osugi se puso en seguida a la altura de las circunstancias.

Cuando comprendió que la terrible noticia debía ser cierta, le hirvió la sangre, pero logró dominarse lo suficiente para hincarse de rodillas ante el altar familiar. Tras elevar en silencio una plegaria de súplica, alzó la cabeza, abrió los ojos y se volvió. Calmosamente abrió las puertas del arca de las espadas, tiró de un cajón y sacó un arma preciada. Ya se había vestido con un atuendo apropiado para emprender la caza de un hombre, y entonces deslizó la corta espada en su obi y fue a la entrada, donde se ató con cuidado las correas de sus sandalias alrededor de los tobillos.

El temeroso silencio que la saludó cuando se aproximaba al portal evidenciaba que los hombres sabían por qué se había vestido de aquella manera. La testaruda anciana estaba decidida y más que dispuesta a vengar el insulto contra su casa.

—Todo saldrá bien —les aseguró con la voz entrecortada—. Yo misma perseguiré a esa picara desvergonzada y me encargaré de que reciba el castigo que merece. —Tras decir estas palabras, se calló y apretó los dientes.

La mujer avanzaba ya por el camino antes de que hablara uno de los recién llegados.

—Si la anciana va, nosotros también debemos ir.

Todos los familiares y agricultores arrendatarios se levantaron y caminaron detrás de su esforzada matriarca. Armándose sobre la marcha con palos, fueron directamente al puerto de montaña de Nakayama, sin hacer un solo alto para descansar. Llegaron poco antes del mediodía, y una vez allí descubrieron que era demasiado tarde.

—¡Les hemos permitido huir! —gritó un hombre. La muchedumbre hervía de cólera. Para aumentar su frustración, se les acercó un oficial fronterizo para informarles de que un grupo tan numeroso no podía pasar.

El tío Gon se adelantó y suplicó con vehemencia al oficial, diciéndole que Takezō era un criminal, Otsū una malvada y que Takuan estaba loco.

—Si ahora dejamos las cosas como están —le explicó—, mancharemos el nombre de nuestros antepasados. Nunca podremos levantar nuestras cabezas, seremos el hazmerreír del pueblo. Incluso podría ser que la familia Hon'iden tuviera que abandonar la región.

El oficial replicó que comprendía sus apuros pero no podía hacer nada por ayudarles. La ley es la ley. Quizá podría enviar una solicitud a Himeji y conseguirles un permiso especial para cruzar la frontera, pero eso llevaría tiempo.

Tras deliberar con sus familiares y agricultores, Osugi se acercó al oficial y le preguntó:

—En ese caso, ¿hay alguna razón por la que nosotros dos, yo misma y el tío Gon, no podamos seguir adelante?

—Está permitido el paso de hasta cinco personas.

Osugi hizo un gesto de asentimiento. Entonces, aunque parecía como si estuviera a punto de efectuar una conmovedora despedida, pidió muy flemática a sus seguidores que se agruparan en torno a ella. Ellos obedecieron y se quedaron mirando atentamente su boca de labios delgados y los dientes grandes y saltones. Cuando todos guardaban silencio, les habló así:

—No hay motivo para que estéis acongojados. Incluso antes de que partiéramos preví que sucedería algo así. Cuando me ceñí esta espada corta, una de las reliquias más preciadas de la familia Hon'iden, me arrodillé ante las tablillas conmemorativas de nuestros antepasados y me despedí formalmente de ellos. También hice dos promesas. Una es que alcanzaré y castigaré a la hembra descarada que ha manchado de barro nuestro nombre. La otra es que averiguaré, aunque muera en el empeño, si mi hijo Matahachi está vivo, y si lo está le traeré a casa para que siga llevando el nombre de la familia. He jurado que lo haré, aunque tenga que echarle una cuerda alrededor del cuello y traerle a rastras a casa. Mi hijo no sólo tiene obligaciones hacia mí y nuestros muertos, sino también hacia vosotros. Entonces buscará una esposa cien veces mejor que Otsū y borrará para siempre el recuerdo de su ignominia, de modo que los aldeanos vuelvan a reconocer nuestra casa como noble y honorable.

Mientras aplaudían y lanzaban vítores, un hombre emitió un sonido que parecía un gemido. Osugi miró fijamente a su yerno.

—Ahora el tío Gon y yo somos lo bastante viejos para retirarnos —siguió diciendo—. Ambos estamos de acuerdo en todo lo que he prometido hacer, y también él está resuelto a hacerlo, aunque eso signifique pasar dos o tres años sin hacer nada más, incluso si requiere que nos desplacemos a lo largo y ancho del país. Mientras esté ausente, mi yerno ocupará mi lugar como jefe de la casa. Debéis prometerme que durante ese tiempo trabajaréis con tanto ahínco como siempre. No quiero oír que cualquiera de vosotros ha descuidado a los gusanos de seda o dejado que crezcan los hierbajos en los campos. ¿Entendido?

El tío Gon tenía casi cincuenta años y Osugi era diez años mayor que él. Los reunidos parecían dudar de que debieran dejarlos ir solos, puesto que, con toda evidencia, tendrían todas las de perder si llegaban a dar con Takezō y se enfrentaban con él. Todos imaginaban que era un loco que les atacaría y mataría sólo por el olor de la sangre.

—¿No sería mejor que os llevaseis a tres hombres jóvenes con vosotros? —sugirió alguien—. El oficial ha dicho que pueden pasar cinco.

La anciana sacudió la cabeza con vehemencia.

—No necesito ninguna ayuda. Jamás la he necesitado y jamás la necesitaré. ¡Ja! ¡Todo el mundo cree que Takezō es fuerte, pero no me asusta! No es más que un mocoso, sin mucho más pelo encima que cuando era pequeño. Cierto que no estoy a su altura en fuerza física, pero no he perdido mi ingenio y todavía puedo burlar a uno o dos enemigos. Tampoco el tío Gon es todavía senil. Ya os he dicho lo que voy a hacer —añadió, señalándose la nariz con el dedo índice—, y voy a hacerlo. En cuanto a vosotros, no tenéis nada más que hacer que ir a casa, así que volved y cuidad de todo hasta nuestro regreso.

De esta manera los despidió, tras lo cual se encaminó a la barrera. Nadie intentó detenerla una vez más. Les gritaron adiós y contemplaron a la pareja que iniciaba su viaje hacia el este, por la ladera de la montaña.

—Desde luego, la vieja tiene redaños —observó alguien.

Otro hombre ahuecó las manos alrededor de la boca y gritó:

—Si enfermáis, enviad un mensajero al pueblo.

Un tercero les gritó solícitamente que se cuidaran.

Cuando ya no podían oír sus voces, Osugi se volvió al tío Gon.

—No tenemos por qué preocuparnos —le aseguró—. De todos modos vamos a morir antes que esos jóvenes.

—Tienes toda la razón —replicó él, convencido.

El tío Gon se ganaba la vida como cazador, pero en su juventud fue un samurái que participó, según contaba, en numerosas batallas sangrientas. Su piel seguía teniendo una saludable tonalidad rojiza y el cabello era tan negro como siempre. Se apellidaba Fuchikawa, mientras que Gon era una abreviatura de Gonroku, su nombre de pila. Como tío de Matahachi, era natural que le preocuparan y desconcertasen los recientes acontecimientos.

—Abuela.

—¿Qué?

—Has tenido la previsión de vestirte adecuadamente para el viaje, pero yo sólo llevo mi ropa de diario. Tendré que hacer un alto en algún sitio para procurarme sandalias y un sombrero.

—A mitad de camino colina abajo hay una casa de té.

—¡Ah, claro! Sí, la recuerdo. Se llama Casa de Té Mikazuki, ¿no es cierto? Seguro que ahí tendrán lo que necesito.

Cuando llegaron al establecimiento les sorprendió ver que el sol empezaba a ponerse. Habían creído que les quedaban más horas diurnas por delante, puesto que los días se alargaban con la proximidad del verano y ello suponía más tiempo para actuar en aquel primer día en persecución del honor familiar perdido.

Tomaron té y descansaron un poco. Entonces, cuando Osugi depositaba el importe de la consumición, observó:

—Takano está demasiado lejos para llegar allí esta noche. No tendremos más remedio que dormir en las colchonetas apestosas de esa posada de carreteros en Shingū, aunque pasarnos toda la noche en blanco podría ser mejor que eso.

—Ahora necesitamos el sueño más que nunca —dijo Gonroku, al tiempo que se ponía en pie y encasquetaba el sombrero de paja que acababa de comprarse—. Prosigamos la marcha…, pero espera un momento.

—¿Por qué?

—Quiero llenar de agua este tubo de bambú.

Dio la vuelta al edificio y sumergió el tubo en un límpido arroyo, hasta que las burbujas dejaron de subir a la superficie. Cuando regresaba al camino que pasaba por delante de la casa de té, miró por una ventana lateral al mortecino interior, y se detuvo en seco, sorprendido al ver una forma humana tendida en el suelo y cubierta con una estera de paja. Un olor medicinal impregnaba el aire. Gonroku no pudo verle el rostro, pero distinguió una larga cabellera negra desparramada en todas direcciones sobre la almohada.

—¡Date prisa, tío Gon! —gritó Osugi con impaciencia.

—Ya voy.

—¿Qué estabas haciendo?

—Parece ser que hay alguien enfermo ahí dentro —respondió el hombre, caminando tras ella como un perro sumiso.

—¿Qué tiene eso de raro? Es tan fácil distraerte como a un niño.

—Te pido perdón —se apresuró a decir él.

Estaba tan intimidado por Osugi como cualquiera de sus conocidos, pero sabía cómo tratarla mejor que nadie.

Descendieron por la pendiente bastante pronunciada que conducía a la carretera de Harima, la cual, recorrida a diario por caballos de carga procedentes de las minas de plata, estaba llena de baches.

—Cuidado, abuela, no vayas a caerte —le aconsejó Gon.

—¡Cómo te atreves a decirme tal cosa! Puedo caminar por esta carretera con los ojos cerrados. Eres tú quien ha de tener cuidado, viejo estúpido.

En aquel momento les saludó una voz a sus espaldas.

—Vaya, los dos estáis la mar de ágiles, ¿no es cierto?

Al volverse vieron al dueño de la casa de té montado a caballo.

—Ya lo creo. Acabamos de descansar en tu local, gracias. ¿Adonde te diriges?

—A Tatsuno.

—¿A estas horas?

—No hay ningún médico entre aquí y ese lugar. Incluso a caballo, me llevará por lo menos hasta medianoche.

—¿Es tu esposa la enferma?

—Oh, no —dijo el hombre con el ceño fruncido—. Si fuese mi esposa o uno de mis hijos no me importaría hacer este viaje. Pero es una gran molestia hacerlo por una desconocida, alguien que se detuvo aquí para descansar.

—Ah, ¿es la muchacha que está en la habitación trasera? —dijo el tío Gon—. He echado un vistazo dentro y la he visto.

Ahora las cejas de Osugi también estaban juntas.

—Sí —dijo el tendero—. Empezó a temblar mientras descansaba, así que le ofrecí la habitación trasera para que se acostara. Me pareció que debía hacer algo… En fin, no ha mejorado nada, e incluso parece encontrarse mucho peor. Está ardiendo de fiebre y me temo que su estado es grave.

Osugi se paró en seco.

—¿Tiene unos dieciséis años y es muy delgada?

—Sí, ésa debe de ser su edad. Dice que procede de Miyamoto.

Osugi guiñó un ojo a Gonroku y se puso a buscar algo en el interior de su obi. Una expresión afligida apareció en su rostro mientras exclamaba:

—¡Ah, me lo he dejado en la casa de té!

—¿Qué es lo que te has dejado?

—Mi rosario. Ahora lo recuerdo… Lo dejé sobre un taburete.

—Es una pena —dijo el tendero, haciendo dar la vuelta a su caballo—. Iré a buscarlo.

—¡No, no! Tienes que ir en busca del médico. Esa muchacha enferma es más importante que mi rosario. Nosotros mismos iremos a buscarlo.

El tío Gon ya se había puesto en camino, dando grandes zancadas cuesta arriba. En cuanto Osugi se separó del solícito dueño de la casa de té, corrió hasta darle alcance. Poco después ambos resoplaban y jadeaban. ¡La enferma tenía que ser Otsū!

Lo cierto era que Otsū no se había recuperado de la fiebre que contrajo la noche de la tormenta, cuando se la llevaron a rastras al interior del templo. De alguna manera había olvidado que estaba enferma durante las pocas horas que pasó con Takezō, pero cuando éste se marchó, ella sólo pudo recorrer un corto trecho antes de que empezara a sucumbir al dolor y la fatiga. Cuando llegó a la casa de té, estaba extenuada.

No sabía cuánto tiempo llevaba acostada en la habitación trasera, delirante y rogando que le dieran agua una y otra vez. Antes de marcharse, el tendero entró a verla y le pidió encarecidamente que aguantara hasta que él volviera con el médico. Momentos después ella ni se acordaba de que el hombre le había hablado.

Tenía la boca muy seca y como si estuviera llena de espinas.

—Por favor, señor, déme agua —pidió con voz débil.

Al no oír respuesta alguna, se irguió sobre los codos y estiró el cuello hacia el depósito de agua, que estaba justamente al otro lado de la puerta. Se arrastró poco a poco hasta llegar allí, pero cuando cogía el cazo de bambú para tomar el agua, oyó que en alguna parte, detrás de ella, se desprendía una contraventana. La casa de té era poco más que una choza de montaña, y no había nada en ella para impedir que cualquiera levantara una o todas las contraventanas mal encajadas.

Osugi y el tío Gon entraron por la abertura dando traspiés.

—No veo nada —se quejó la anciana, creyendo que lo decía en un susurro.

—Espera un momento —replicó Gon, el cual se encaminó a la sala del hogar, agitó los rescoldos y echó un poco de leña para que el fuego les iluminara—. ¡No está aquí, abuela!

—¡Tiene que estar! ¡No puede haber salido!

Casi de inmediato, Osugi observó que la puerta de la habitación trasera estaba entornada.

—¡Mira, ahí afuera! —gritó.

Otsū, que estaba en pie al otro lado de la puerta, arrojó el agua del cazo, por la estrecha abertura, al rostro de la anciana, y bajó corriendo la cuesta como un pájaro impulsado por el viento, las mangas y la falda del kimono aleteando tras ella.

Osugi se apresuró a salir y lanzó una imprecación.

—Gon, Gon… ¡Vamos, haz algo!

—¿Se ha escapado?

—¡Pues claro! Desde luego, la hemos puesto bien sobre aviso, con todo ese ruido. ¡Tenías que desprender la contraventana! —La ira contorsionaba el rostro de la anciana—. ¿No puedes hacer algo?

El tío Gon dirigió su atención a la forma, semejante a la de un ciervo, que huía a lo lejos. Alzó un brazo y señaló.

—Es ella, ¿verdad? No te preocupes, no nos lleva mucha ventaja. Está enferma y, en cualquier caso, sólo tiene las piernas de una niña. La atraparé en seguida.

Bajó la cabeza, dirigiendo la barbilla hacia el pecho, y echó a correr. Osugi le siguió de cerca.

—¡Tío Gon! —le gritó—. Puedes emplear la espada con ella, pero no le cortes la cabeza hasta después de que haya tenido oportunidad de decirle lo que pienso.

De repente el tío Gon lanzó un grito de consternación y se puso a cuatro patas.

—¿Qué sucede? —le preguntó Osugi cuando llegó a su lado.

—Mira ahí abajo.

Osugi obedeció. Delante de ellos había un pronunciado declive que daba a un barranco cubierto de bambúes.

—¿Se ha lanzado ahí?

—Sí. No creo que sea muy hondo, pero está demasiado oscuro para saberlo. Tendré que volver a la casa de té y buscar una antorcha.

Mientras estaba arrodillada examinando el barranco, Osugi le gritó:

—¿A qué estás esperando, imbécil? —y le dio un fuerte empujón. Se oyó un ruido de pies que trataban de encontrar un asidero y se movían desesperadamente antes de llegar al fondo del barranco.

—¡Vieja bruja! —gritó encolerizado el tío Gon—. ¡Ahora baja tú aquí! ¡A ver si te gusta!

Takezō estaba sentado en una gran roca y, cruzado de brazos, contemplaba la prisión militar de Hinagura, al otro lado del valle. Pensaba que bajo uno de aquellos tejados tenían prisionera a su hermana, pero él llevaba sentado allí desde el alba al anochecer del día anterior y toda aquella jornada, incapaz de idear un plan para rescatarla. Pensó que seguiría sentado allí hasta que tuviera la certeza de lo que debía hacer.

Sus cavilaciones le habían permitido confiar en que podría burlar a los cincuenta o cien soldados que protegían la prisión militar, pero las características del terreno seguían preocupándole. No sólo tenía que entrar en el edificio sino también huir de él, y las perspectivas no eran nada halagüeñas: detrás de la prisión había una garganta profunda y, por delante, el camino que conducía al edificio estaba bien protegido por un doble portal. Para empeorar las cosas, él y su hermana se verían obligados a huir por una llanura sin un solo árbol tras el que ocultarse. En un día sin nubes como aquél, sería difícil encontrar un blanco mejor.

Así pues, la situación exigía un ataque nocturno, pero Takezō había observado que antes de la puesta del sol cerraban las puertas, y sin duda cualquier intento de forzarlas con una palanqueta haría sonar una cacófona alarma de matracas de madera. No parecía existir ningún medio seguro de entrar subrepticiamente en la fortaleza.

«No hay manera —se dijo Takezō con tristeza—. Aunque arriesgara mi vida y la de ella, sería inútil. —Se sentía humillado e impotente—. ¿Cómo he llegado a ser tan cobarde? Hace una semana ni siquiera habría pensado en las posibilidades de salir con vida.»

Durante otra media jornada siguió con los brazos cruzados sobre el pecho, como si los tuviera trabados. Temía algo indefinible y dudaba en acercarse más a la prisión. Una y otra vez se reconvenía:

«He perdido el valor. Yo nunca he sido así. Es posible que ver la cara de la muerte convierta a cualquiera en un cobarde.»

Sacudió la cabeza. No, no se trataba de eso. No era cobardía. Simplemente había aprendido su lección, la que Takuan se había empeñado tanto en enseñarle, y ahora podía ver las cosas más claramente. Experimentaba un nuevo sosiego, una sensación de paz, que parecía fluir por su pecho como un plácido río. Ser valiente era algo muy distinto de ser fiero. Ahora se daba cuenta de ello. No se sentía como un animal sino como un hombre, un hombre valeroso que ha superado su temeridad adolescente. La vida que le había sido concedida era algo que debía ser atesorado y protegido, pulimentado y perfeccionado.

Contempló el hermoso y claro cielo, cuyo color por sí solo parecía un milagro. Sin embargo, no podía dejar a su hermana abandonada, aunque ello significara violar, por última vez, el precioso conocimiento de sí mismo que tan reciente y dolorosamente había adquirido.

Un plan empezó a tomar forma en su mente. «Cuando se haga de noche, cruzaré el valle y treparé al risco por el otro lado. La barrera natural podría ser una bendición disfrazada. No hay ningún portal trasero, y esa parte no parece muy vigilada.»

Apenas había llegado a esta decisión cuando una flecha voló hacia él y se clavó en el suelo a escasa distancia de sus pies. Miró a través del valle y distinguió una multitud de hombres que iban de un lado a otro dentro de la prisión militar. Era evidente que le habían descubierto. Los hombres se dispersaron casi de inmediato. Takezō supuso que había sido un flechazo de prueba, para ver cómo reaccionaba, y permaneció deliberadamente inmóvil donde estaba.

Poco después, la luz del sol nocturno empezó a desvanecerse detrás de las cumbres de las montañas occidentales. Poco antes de que oscureciera, se levantó y cogió una piedra. Había localizado su cena volando por encima de su cabeza. Derribó el ave a la primera, la descuartizó y hundió los dientes en la cálida carne.

Mientras comía, unos veinte soldados se colocaron silenciosamente en posición, rodeándole. Una vez colocados lanzaron un grito de batalla y un hombre gritó:

—¡Es Takezō! ¡Takezō de Miyamoto!

—¡Es peligroso! ¡No le subestiméis! —les advirtió otro.

Takezō alzó la vista de su festín de pájaro crudo y dirigió una mirada asesina a sus aspirantes a captores, la misma mirada de las fieras al ser molestadas cuando están comiendo.

—¡Aahh! —gritó, al tiempo que cogía una piedra enorme y la arrojaba al perímetro de aquella muralla humana.

La sangre de los hombres alcanzados tiñó la piedra de rojo, y en un instante Takezō pasó por encima de ellos y se alejó en línea recta hacia la puerta de la prisión.

Los hombres se quedaron pasmados.

—¿Qué está haciendo?

—¿Adonde va ese necio?

—¡No está en su sano juicio!

Voló como una libélula alocada, perseguido por los soldados, que lanzaban gritos de guerra. Sin embargo, cuando llegaron al portal exterior, Takezō ya había saltado por encima, y ahora se encontraba entre los dos portales, en una especie de jaula. Los ojos de Takezō no lo vieron así, como tampoco veían a sus perseguidores en el muro ni a los guardianes al otro lado de la segunda puerta. Ni siquiera tenía conciencia de que, de un solo golpe, había derribado al centinela que intentó detenerle. Con una fuerza casi sobrehumana, arrancó un poste del portal interior, agitándolo furiosamente hasta que pudo extraerlo del suelo. Entonces se volvió hacia sus perseguidores. Desconocía su número, todo lo que sabía era que algo grande y negro le atacaba. Apuntando lo mejor que pudo, golpeó a la masa amorfa con el poste, rompiendo buen número de lanzas y espadas, que volaron por el aire y cayeron inútiles al suelo.

—¡Ogin! —exclamó Takezō, corriendo hacia el fondo de la prisión—. ¡Ogin, soy yo…, Takezō!

Examinó furibundo los edificios, llamando repetidas veces a su hermana, y se preguntó con pánico si todo aquello habría sido una trampa. Con el grueso poste empezó a derribar las puertas una tras otra. Las aves de corral graznaban y corrían en todas direcciones para ponerse a salvo.

—¡Ogin!

No lograba localizarla, y sus ásperos gritos se hacían casi ininteligibles.

En la penumbra de una de las celdas pequeñas y sucias vio a un hombre que intentaba escabullirse.

—¡Alto! —le conminó, arrojando el poste ensangrentado a los pies de aquella criatura que recordaba a una comadreja. Cuando se abalanzó contra él, el hombre se echó a llorar sin pudor. Takezō le dio una bofetada—. ¿Dónde está mi hermana? —rugió—. ¿Qué le han hecho? ¡Dime dónde está o te mato de una paliza!

—Ella… no está aquí. Se la llevaron anteayer. Órdenes del castillo.

—¿Adonde, desgraciado, adonde?

—A Himeji.

—¿Himeji?

—Sssí…

—Como sea falso te… —Agarró al tipo lloriqueante por el cabello.

—Es cierto…, cierto. ¡Lo juro!

—¡Será mejor que lo sea, o volveré a por ti!

Los soldados se acercaban de nuevo, y Takezō levantó al hombre del suelo y lo arrojó contra ellos. Entonces desapareció en las sombras de las oscuras celdas. Media docena de flechas pasaron por su lado, y una de ellas se clavó como una gigantesca aguja de coser en la falda de su kimono. Takezō se mordió la uña del pulgar y observó el paso de las flechas. Entonces, repentinamente, echó a correr hacia el muro y saltó por encima en un instante.

A sus espaldas se oyó una fuerte explosión. El eco del arma de fuego retumbó en el valle.

Takezō recorrió velozmente la garganta, y mientras corría fragmentos de las enseñanzas de Takuan pasaban por su mente: «Aprende a temer lo que es temible… La fuerza bruta es un juego de niños, la fuerza inconsciente de las bestias… Ten la fuerza del verdadero guerrero…, el auténtico valor… La vida es preciosa».