Aunque no era la hora de la mañana a la que solía sonar la campana, su tañido pesado y regular resonaba en el pueblo y su eco llegaba a las montañas. Era el día de ajustar cuentas, una vez agotado el tiempo concedido a Takuan, y los aldeanos subieron apresuradamente a la colina para descubrir si había hecho lo imposible. La noticia de que así era corrió como un reguero de pólvora.
—¡Takezō ha sido capturado!
—¡No me digas! ¿Quién le ha cogido?
—¡Takuan!
—¡No puedo creerlo! ¿Sin un arma?
—¡No puede ser cierto!
La multitud avanzó hacia el Shippōji, y una vez allí todos miraron boquiabiertos al forajido prendido por el cuello que estaba atado como un animal a la barandilla de la escalera del santuario principal. Algunos tragaron saliva y sofocaron un grito ante esa escena, como si estuvieran contemplando el semblante del temido demonio del monte Ōe. Como si quisiera compensar su reacción exagerada, Takuan se sentó escaleras arriba, se reclinó hacia atrás, apoyándose en los codos, y sonrió afablemente.
—Pueblo de Miyamoto —gritó—, ahora podéis volver en paz a vuestros campos. ¡Pronto se marcharán los soldados!
Para los intimidados aldeanos, Takuan se había convertido en un héroe de la noche a la mañana, su salvador y protector contra el mal. Algunos le hicieron profundas reverencias, casi tocando el suelo del patio con sus cabezas. Otros se abrieron paso para tocarle la mano o el hábito. Los hubo que se arrodillaron a sus pies. Takuan, consternado ante semejante exhibición de idolatría, se separó de la muchedumbre y alzó la mano pidiendo silencio.
—Escuchadme, hombres y mujeres de Miyamoto. Tengo algo que deciros, algo importante. —El clamor se extinguió—. No soy yo quien merece el honor de haber capturado a Takezō. No fui yo quien lo logró, sino la ley de la naturaleza. Quienes la quebrantan, al final siempre pierden. Es la ley lo que debéis respetar.
—¡No seas ridículo! ¡Tú le has capturado, no la naturaleza!
—¡No seas tan modesto, monje!
—Concedemos el mérito a quien se lo ha ganado.
—Olvida la ley. ¡Te tenemos a ti para darte las gracias!
—Está bien, dadme las gracias —siguió diciendo Takuan—. No me importa. Pero debéis rendir homenaje a la ley. En cualquier caso, ya está hecho, y ahora hay algo de suma importancia sobre lo que deseo preguntaros. Necesito vuestra ayuda.
—¿Qué es ello? —inquirieron los curiosos aldeanos.
—Sencillamente esto: ¿qué haremos con Takezō ahora que lo tenemos? Mi acuerdo con el representante de la casa de Ikeda, a quien estoy seguro de que todos conocéis de vista, fue que si no traía al fugitivo al cabo de tres días, me colgaría de ese gran cedro. Y él me prometió que, si tenía éxito, podría decidir su destino.
La gente empezó a murmurar.
—¡Ya hemos oído hablar de eso!
El monje asumió un porte judicial.
—Bien, ¿qué hacemos con él entonces? Como veis, el temido monstruo está aquí en carne y hueso. No es muy pavoroso, ¿verdad? De hecho, es tan débil que ha venido hasta aquí sin luchar. ¿Le matamos o dejamos que se marche?
Hubo un murmullo de objeciones contra la idea de dejar libre a Takezō.
—¡Tenemos que matarle! —gritó un hombre—. ¡No ha hecho nada bueno, es un criminal! Si le dejamos vivir, será la maldición del pueblo.
Takuan hizo una pausa, considerando al parecer las posibilidades, y entretanto unas voces impacientes gritaron desde el fondo:
—¡Mátale, mátale!
En aquel momento, una anciana se abrió paso al frente, apartando con fuertes codazos a hombres que duplicaban su altura. Era, por supuesto, la airada Osugi. Cuando llegó a los escalones, dirigió a Takezō una mirada furibunda y luego se volvió hacia los aldeanos.
—¡No me daré por satisfecha sólo con matarle! —exclamó al tiempo que agitaba una rama de moral—. ¡Hacedle sufrir primero! ¡Mirad esa horrible cara! —Volviéndose al prisionero, alzó el látigo improvisado y gritó—: ¡Criatura degenerada y odiosa! —Le azotó varias veces, hasta que se quedó sin aliento y el brazo le cayó inerte al costado.
Takezō se encogió de dolor mientras Osugi dirigía a Takuan una mirada amenazante.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó el monje.
—Este asesino tiene la culpa de que mi hijo haya arruinado su vida. —Temblando intensamente, chilló—: ¡Y sin Matahachi no hay nadie que pueda llevar el apellido de nuestra familia!
Takuan replicó:
—Permíteme decirte que Matahachi, de todos modos, nunca ha servido de gran cosa. ¿No será mejor para ti a la larga que designes a tu yerno como heredero, dándole el respetado apellido de Hon'iden?
—¡Cómo te atreves a decir tal cosa! —De súbito, la orgullosa viuda se echó a llorar—. No me importa lo que pienses. Nadie comprendía a mi hijo. No era realmente malo, era mi pequeño. —Le acometió un nuevo ataque de furor y señaló a Takezō—: Él le extravió, le convirtió en un don nadie como él mismo. Tengo derecho a vengarme. —Dirigiéndose a la multitud, les suplicó—: Dejadme decidir. Dejádmelo a mí. ¡Sé qué hacer con él!
Un airado grito procedente del fondo interrumpió a la mujer. La muchedumbre se separó como una tela desgarrada, y el recién llegado avanzó rápidamente hacia el frente. Era Barba Rala en persona, y rebosaba de cólera.
—¿Qué ocurre aquí? ¡Esto no es un espectáculo! Marchaos todos. Volved al trabajo, a casa, ¡de inmediato! —Los congregados se movieron inquietos, pero nadie se volvió para marcharse—. ¡Habéis oído lo que he dicho! ¡Fuera de aquí! ¿A qué estáis esperando? —Avanzó amenazante hacia ellos, con la mano cernida sobre la espada. Los que estaban delante retrocedieron espantados.
—¡No! —gritó entonces Takuan—. No hay ninguna razón para que esta gente se marche. Les he hecho venir aquí con el propósito de discutir lo que vamos a hacer con Takezō.
—¡Cállate! —le ordenó el capitán—. No tienes nada que decir en este asunto. —Se irguió y miró ferozmente primero a Takuan, luego a Osugi y por último a la multitud, antes de decir con voz resonante—: Este Shimmen Takezō no sólo ha cometido gravísimos delitos contra las leyes de esta provincia, sino que también es un fugitivo de Sekigahara. El pueblo no puede decidir su castigo. ¡Debe ser entregado al gobierno!
Takuan sacudió la cabeza.
—¡Tonterías! —replicó, y, al ver que Barba Rala se disponía a responderle, le silenció alzando un dedo—. ¡Eso no es lo que acordamos!
El capitán, al ver que su dignidad estaba seriamente amenazada, empezó a discutir.
—Mira, Takuan, sin duda recibirás el dinero que el gobierno ha ofrecido como recompensa, pero en mi calidad de oficial representante del señor Terumasa, tengo el deber de hacerme cargo del prisionero. Su destino ya no tiene por qué preocuparte. ¡No te molestes siquiera pensando en ello!
Takuan no hizo esfuerzo alguno por responder y se echó a reír estrepitosamente. Y cada vez que la risa parecía remitir, cobraba nuevos bríos.
—¡Cuidado con tus modales, monje! —le advirtió el capitán—. ¿Qué encuentras tan divertido? —farfulló—. ¿Crees que todo esto es una broma?
—¿Mis modales? —repitió Takuan, volviendo a desternillarse de risa—. ¿Mis modales? Oye, Barba Rala, ¿estás pensando en romper nuestro acuerdo y faltar a tu sagrada palabra? ¡Porque de ser así te advierto que dejaré en libertad a Takezō ahora mismo!
Lanzando al unísono un grito ahogado, los aldeanos empezaron a alejarse poco a poco.
—¿Listo? —preguntó Takuan, disponiéndose a coger la cuerda que ataba a Takezō. El capitán se quedó sin habla—. Y cuando lo desate, voy a incitarlo contra ti. Podéis decidirlo luchando entre vosotros. ¡Entonces arréstalo si puedes!
—¡Alto, espera un momento!
—Yo he cumplido mi parte del trato —siguió diciendo Takuan como si estuviera a punto de quitar las ataduras al prisionero.
—Te he dicho que basta. —La frente del samurái estaba perlada de sudor.
—¿Por qué?
—Pues porque…, porque… —El capitán casi tartamudeó—. Ahora que está atado no tiene sentido soltarle para que cause más problemas, ¿no te parece? ¡Te diré lo que vamos a hacer! Puedes matar tú mismo a Takezō. Toma…, toma mi espada. Dame tan sólo la cabeza para que me la lleve. Eso es justo, ¿no?
—¡Que te dé su cabeza! ¡Ni lo sueñes! Dirigir funerales es uno de los cometidos del clero, pero entregar cadáveres o partes de ellos… Eso nos daría mala fama a los sacerdotes, ¿no? Nadie nos confiaría a sus muertos y, en cualquier caso, si empezamos a regalarlos los templos irán a la ruina en menos que canta un gallo. —Pese a que el capitán tenía la mano en la empuñadura de la espada, Takuan no podía resistirse a acosarle.
El monje se volvió a la multitud, serio de nuevo.
—Os he pedido que lo discutierais entre vosotros y me dierais una respuesta. ¿Qué vamos a hacer? La anciana dice que no basta con matarle y que debemos torturarle primero. ¿Qué os parece le dejamos atado al tronco del cedro durante unos días? Atado de pies y manos y expuesto a los elementos día y noche. Probablemente los cuervos le sacarán los ojos. ¿Qué decís a eso?
La propuesta de Takuan pareció a los aldeanos tan inhumana y cruel que al principio ninguno pudo responder…, excepto Osugi, quien dijo:
—Takuan, esta idea tuya muestra lo sabio que eres realmente, pero creo que deberíamos tenerle atado toda una semana…, ¡no, más! Que esté atado ahí diez o veinte días. Entonces vendré yo misma y le asestaré el golpe fatal.
Takuan asintió sin más.
—De acuerdo. ¡Así sea!
Desató la cuerda de la barandilla y arrastró a Takezō, como un perro sujeto a una traílla, hasta el árbol. El prisionero fue dócilmente, con la cabeza gacha y sin decir nada. Parecía tan arrepentido que algunos de los aldeanos más compasivos sintieron cierta lástima por él. Pero la excitación por la captura de la «bestia salvaje» no se había disipado y todo el mundo participó con entusiasmo en la diversión. Tras rodearle con varios largos de cuerda, alzaron al prisionero hasta una rama a unos treinta pies del suelo, le tendieron en ella y le ataron fuertemente. Sujeto de aquella manera, más parecía un gran muñeco de paja que un hombre vivo.
Cuando Otsū regresó al templo tras los días pasados en la montaña, empezó a sentirse extraña e intensamente melancólica cada vez que estaba a solas en su habitación. Ignoraba las causas, puesto que estar sola no era nada nuevo para ella, y siempre había alguien en los alrededores del templo. Tenía todas las comodidades del hogar, pero ahora se sentía más solitaria que en cualquier otro momento durante aquellos tres largos días en la desolada colina con sólo Takuan por compañero. Sentada en la mesa baja junto a su ventana, con la barbilla apoyada en las palmas, reflexionaba en sus sentimientos antes de llegar a una conclusión.
Tenía la sensación de que aquella experiencia le había permitido ver los entresijos de su corazón. Se dijo que la soledad es como el hambre, que no está fuera sino dentro de uno mismo. Sentirse solitario es sentir que a uno le falta algo, algo vitalmente necesario, pero Otsū no sabía qué era.
Ni la gente que la rodeaba ni las comodidades de la vida en el templo podían mitigar la sensación de aislamiento que ahora experimentaba. Allá, en las montañas, sólo había el silencio, los árboles y la niebla, pero también tenía a Takuan. Había comprendido, como si fuese una revelación, que el monje no estaba totalmente fuera de ella. Sus palabras le habían llegado directamente al corazón, le habían calentado e iluminado como no podría hacerlo ningún fuego o lámpara. Entonces llegó a la conclusión inocente de que se sentía sola porque Takuan no estaba a su lado.
Una vez efectuado este descubrimiento, se levantó, pero su mente seguía dando vueltas al problema que ahora tenía. Tras decidir el castigo de Takezō, Takuan se pasaba encerrado mucho tiempo en la habitación de los huéspedes con el samurái de Himeji. Como el monje debía ir del templo al pueblo y viceversa tan a menudo, a fin de realizar numerosos recados, no disponía de tiempo para sentarse y hablar con ella como lo había hecho en las montañas. Otsū tomó de nuevo asiento.
¡Ojalá tuviera una amiga! No necesitaba muchas, sólo una que la conociera bien, con la que pudiera contar, una persona fuerte y absolutamente digna de confianza. Eso era lo que anhelaba, lo ansiaba tanto que casi estaba para volverse loca.
Claro que le quedaba su flauta, pero una muchacha de dieciséis años tiene en su interior interrogantes e incertidumbres a los que un pedazo de bambú no puede dar respuesta. Necesitaba intimidad y la sensación de que participaba de la vida real y no sólo la observaba.
—¡Qué asco me da todo! —dijo en voz alta, pero dar rienda suelta a sus sentimientos no mitigó en modo alguno el odio que sentía por Matahachi. Sus lágrimas caían sobre la mesita lacada, la airada sangre que corría por sus venas le azuleaba las sienes, dolorosos latidos le asestaban la cabeza. La puerta corredera se deslizó en silencio detrás de ella. En la cocina del templo, el fuego de la cena ardía vivamente.
—¡Aja! ¡De modo que es aquí donde te habías escondido! ¡Aquí sentada dejando que el día entero se te deslice entre los dedos!
Osugi estaba en el marco de la puerta. Otsū salió, sobresaltada, de su ensimismamiento y titubeó un instante antes de dar la bienvenida a la anciana y ofrecerle un cojín para que se sentara. Osugi lo hizo sin perder tiempo en formalidades.
—Mi buena nuera… —empezó a decir en un tono ampuloso.
—Sí, señora —respondió Otsū, la cual, intimidada, había hecho una profunda reverencia ante la vieja bruja.
—Ahora que has reconocido nuestra relación, hay cierta cosilla de la que deseo hablarte. Pero primero tráeme un poco de té. Hasta ahora he hablado con Takuan y el samurái de Himeji, y el acólito del templo ni siquiera nos ha servido un refresco. ¡Estoy sedienta!
Otsū le trajo obediente el té.
—Quiero hablar de Matahachi —le dijo la anciana sin preámbulos—. Por supuesto, sería una estúpida si me creyera una sola palabra de lo que ha dicho ese embustero de Takezō, pero parece ser que Matahachi está vivo y ahora reside en otra provincia.
—¿Es eso cierto? —le dijo fríamente Otsū.
—No puedo estar segura, pero sigue en pie el hecho de que el sacerdote de aquí, actuando como tu tutor, accedió a que te casaras con mi hijo, y la familia Hon'iden ya te ha aceptado como su novia. Pase lo que pase en el futuro, espero que no se te ocurra desdecirte de tu palabra.
—Bueno…
—Jamás harías semejante cosa, ¿verdad?
Otsū exhaló un leve suspiro.
—Muy bien, entonces, ¡me alegra saberlo! —La anciana hablaba como si pospusiera una cita—. Ya sabes cómo habla la gente, y no podemos saber cuándo regresará Matahachi. Por eso quiero que abandones este templo y vengas a vivir conmigo. Tengo más trabajo del que puedo hacer, y puesto que mi nuera está tan ocupada con su propia familia, no puedo pedirle mucho. Como ves, necesito tu ayuda.
—Pero yo…
—¿Quién que no sea la prometida de Matahachi podría entrar en la casa Hon'iden?
—No lo sé, pero…
—¿Estás tratando de decirme que no quieres venir? ¿No te gusta la idea de vivir bajo mi propio techo? ¡La mayoría de las chicas saltarían de alegría ante esa oportunidad!
—No, no se trata de eso. Es que…
—¡Entonces deja de perder el tiempo y recoge tus cosas!
—¿Ahora mismo? ¿No sería mejor esperar?
—¿Esperar a qué?
—Hasta…, hasta que Matahachi regrese.
—¡De ninguna manera! —exclamó la mujer con rotundidad—. Antes de que llegue ese momento podrías empezar a pensar en otros hombres. Tengo el deber de velar por tu buen comportamiento. Entretanto, me ocuparé de que aprendas a trabajar en el campo, cuides de los gusanos de seda, cosas una costura en línea recta y actúes como una dama.
—Ah…, ya veo.
Otsū no tenía fuerzas para protestar. La cabeza seguía latiéndole, y aquella cháchara sobre Matahachi le había producido un nudo en el pecho. Temía que si decía una palabra más no podría impedir un torrente de lágrimas.
—Y hay otra cosa —dijo Osugi. Sin hacer caso del dolor de la muchacha, alzó la cabeza con gesto imperioso—. Todavía no estoy muy segura de lo que ese monje impredecible se propone hacer con Takezō, y eso me preocupa. No quiero perderles de vista a los dos hasta asegurarme de que Takezō ha muerto. Les vigilaré día y noche. Si no se le vigila bien de noche, vete a saber lo que Takuan podría hacer. ¡Es posible que estén confabulados!
—Entonces ¿no te importa que me quede aquí?
—De momento, no, puesto que no puedes estar en dos sitios a la vez, ¿no es cierto? Vendrás con tus pertenencias a la casa Hon'iden el que día en que la cabeza de Takezō haya sido separada de su cuerpo. ¿Entendido?
—Sí, entendido.
—¡No vayas a olvidarlo! —dijo Osugi en tono muy brusco mientras salía estrepitosamente de la habitación.
Entonces, como si hubiera estado esperando la oportunidad, apareció una sombra en la ventana cubierta de papel y una voz masculina llamó en voz baja:
—¡Otsū! ¡Otsū!
Confiando en que fuese Takuan, la muchacha apenas miró la forma de la sombra antes de apresurarse a abrir la ventana. Cuando lo hizo, retrocedió sorprendida, pues los ojos a los que se enfrentó eran los del capitán. Éste le cogió la mano y se la apretó.
—Has sido amable conmigo —le dijo—, pero acabo de recibir órdenes de Himeji y he de regresar.
—Qué lástima. —Intentó liberar su mano, pero el samurái se la apretaba demasiado.
—Al parecer, están realizando una investigación sobre el incidente que ha tenido lugar aquí —le explicó—. Si tuviera en mi poder la cabeza de Takezō, podría decir que he cumplido con mi deber de una manera honorable y estaría justificado. Pero ese loco y testarudo Takuan me lo impide, no quiere escuchar nada de lo que digo. Sin embargo, creo que tú estás de mi parte, y por eso he venido aquí. Toma esta carta y léela más tarde, por favor, en algún sitio donde nadie te vea.
Le puso la carta en las manos, dio media vuelta y se marchó. Ella le oyó bajar a toda prisa los escalones y alejarse por el camino.
Era más que una carta, pues contenía una gran pieza de oro, pero el mensaje era muy directo: le pedía a Otsū que cortara la cabeza de Takezō en los próximos días y se la llevara a Himeji.
Entonces el capitán la convertiría en su esposa, y así viviría en medio de la riqueza y la gloria durante el resto de sus días. Firmaba la misiva «Aoki Tanzaemon», un nombre que, según el propio testimonio del firmante, pertenecía a uno de los guerreros más célebres de la región. Otsū quiso echarse a reír, pero estaba demasiado indignada.
Cuando estaba terminando de leer la carta, Takuan la llamó.
—¿No has comido todavía, Otsū?
Ella se puso las sandalias y fue a hablar con el monje.
—No tengo apetito. Me duele la cabeza.
—¿Qué tienes en la mano?
—Una carta.
—¿Otra?
—Sí.
—¿De quién?
—¡Qué fisgón eres, Takuan!
—Curioso, hija mía, inquisitivo, ¡pero no fisgón!
—¿Querrías echarle un vistazo?
—Si no te importa…
—¿Sólo para pasar el rato?
—Ésa es una razón tan buena como cualquier otra.
—Ten. No me importa en absoluto.
Otsū le tendió la carta, y Takuan, después de leerla, se rio a carcajadas. Ella no pudo evitar que las comisuras de su boca también se curvaran hacia arriba.
—¡Ese pobre hombre! Está tan desesperado que intenta sobornarte con amor y dinero. ¡Esta carta es regocijante! ¡Debo decir que nuestro mundo es realmente afortunado al estar bendecido con semejante excepcional y probo samurái! Es tan valiente que pide a una simple niña que decapite al prisionero por él, y tan estúpido que lo hace por escrito.
—La carta tanto me da —dijo Otsū—, pero ¿qué voy a hacer con el dinero? —Entregó a Takuan la pieza de oro.
—Esto vale mucho —observó Takuan, sopesándola.
—Eso es lo que me inquieta.
—No te preocupes. Yo nunca he tenido el menor problema para deshacerme del dinero.
Takuan dio la vuelta al templo hasta la parte delantera, donde había un cepillo de limosnas. Se dispuso a echar allí la moneda, llevándosela primero a la frente, en deferencia a Buda, pero entonces cambió de idea.
—Pensándolo mejor, puedes quedártela. Me atrevería a decir que no te estorbará.
—No la quiero, sólo me causará problemas. Más adelante me interrogarían sobre su procedencia, y preferiría fingir que no la he visto nunca.
—Este oro, Otsū, ya no pertenece a Aoki Tanzaemon. Se ha convertido en una ofrenda al Buda, y éste te la ha concedido. Quédatela para que te dé buena suerte.
Otsū no protestó más y se guardó la moneda en el obi. Entonces, mirando al cielo, observó:
—Hay mucho viento, ¿verdad? A lo mejor llueve esta noche. Hace mucho tiempo que no cae una gota.
—La primavera casi ha terminado, por lo que ya es hora de que caiga un buen aguacero. Lo necesitamos para que se lleve tantas hojas muertas y alivie el aburrimiento de la gente.
—Pero si cae una fuerte lluvia, ¿qué le ocurrirá a Takezō?
—Humm, Takezō… —musitó el monje.
En el momento en que los dos se volvían hacia el cedro, el prisionero gritó desde sus ramas superiores.
—¡Takuan! ¡Takuan!
—¿Qué? ¿Eres tú, Takezō?
Mientras Takuan miraba a lo alto con los ojos entrecerrados, Takezō le lanzó un torrente de imprecaciones.
—¡Eres un cerdo, monje! ¡Un sucio impostor! ¡Ven y quédate aquí debajo! ¡Tengo algo que decirte!
El viento azotaba violentamente las ramas del árbol, y la voz surgía entre ellas quebrada y descoyuntada. Las hojas revoloteaban alrededor del árbol y rozaban el rostro vuelto hacia arriba de Takuan. Éste se echó a reír.
—Aún te veo lleno de vida, cosa que me parece muy bien. Confío en que no sea tan sólo la falsa vitalidad debida al conocimiento de que pronto vas a morir.
—¡Cállate! —le gritó Takezō, el cual no estaba tan lleno de vida como rebosante de cólera—. Si temiera morir, ¿por qué me habría quedado quieto mientras me atabas?
—¡Te has comportado así porque yo soy fuerte y tú débil!
—¡Eso es una mentira, y tú lo sabes!
—Entonces te lo diré de otra manera. ¡Soy listo y tú eres estúpido hasta el tuétano!
—Puede que tengas razón. Desde luego, fue una estupidez por mi parte permitir que me capturases.
—¡No te menees tanto, mono colgado del árbol! No te hará ningún bien, sangrarás, si es que aún te queda sangre, y, francamente, es muy desagradable.
—¡Escucha, Takuan!
—Te estoy escuchando.
—Si quisiera haber luchado contigo en la montaña, podría haberte aplastado fácilmente como a un pepino.
—Ésa no es una analogía muy halagadora. En cualquier caso, no lo hiciste, de modo que será mejor que dejes de pensar en eso. Olvida lo que sucedió allá. Es demasiado tarde para lamentaciones.
—Me engañaste con tu altisonante cháchara sacerdotal, y eso ha sido muy mezquino, bastardo. Lograste que confiara en ti y entonces me traicionaste. Me dejé capturar, es cierto, pero sólo porque creí que eras distinto a los demás. Jamás pensé que me humillarías de esta manera.
—Ve al grano, Takezō —le dijo Takuan con impaciencia.
—¿Por qué me haces esto? —gritó el fardo de paja—. ¡Por qué no me cortas la cabeza y terminamos de una vez! Pensé que, si debía morir, sería mejor dejarte elegir la manera de ejecutarme que someterme a la decisión de esa chusma sedienta de sangre. Aunque eres un monje, también dices comprender el camino del samurái.
—Claro que lo comprendo, pobre y desorientado muchacho. ¡Mucho mejor que tú!
—Habría salido beneficiado dejando que los aldeanos me capturasen. Por lo menos ellos son humanos.
—¿Has cometido ese único error, Takezō? ¿Acaso no ha sido erróneo de uno u otro modo todo lo que has hecho y dicho? Mientras descansas ahí arriba, ¿por qué no tratas de reflexionar un poco en el pasado?
—¡Ah, cállate, hipócrita! ¡No estoy avergonzado! La madre de Matahachi puede llamarme lo que le venga en gana, pero él es mi amigo, mi mejor amigo. Consideré que tenía la responsabilidad de venir y decirle a esa vieja bruja lo que le había ocurrido a su hijo, ¿y qué hace ella? ¡Trata de incitar a esa chusma para que me torturen! Traerle noticias de su precioso hijo fue el único motivo por el que atravesé la barrera y vine aquí. ¿Es ésa una violación del código del guerrero?
—¡No se trata de eso, imbécil! Tu problema es que ni siquiera sabes cómo pensar, pareces tener la idea errónea de que si llevas a cabo una hazaña valerosa eso basta por sí solo para convertirte en un samurái. ¡Pues no es cierto! Dejas que ese único acto de lealtad te convenza de tu rectitud, y cuanto más convencido estás, más daño te causas a ti mismo y a todos los demás. ¿Y dónde te encuentras ahora? ¡Atrapado en una trampa que tú mismo te has tendido, ahí es donde estás! —Hizo una pausa y añadió—: Por cierto, ¿cómo es el panorama desde ahí arriba, Takezō?
—¡Cerdo! ¡No olvidaré esto!
—Pronto lo olvidarás todo. Antes de que te conviertas en carne seca, Takezō, echa un buen vistazo al ancho mundo que te rodea. Contempla el mundo de los seres humanos y cambia tu egoísta manera de pensar. Y luego, cuando llegues al más allá y te reúnas con tus antepasados, diles que poco antes de tu muerte un hombre llamado Takuan Sōhō te dijo esto. Les alegrará mucho saber que has tenido un guía tan excelente, aun cuando hayas sabido en qué consiste realmente la vida demasiado tarde para aportar otra cosa que no sea vergüenza al nombre de tu familia.
Otsū, que había permanecido totalmente pasmada a cierta distancia, se acercó corriendo y apostrofó al monje a voz en grito.
—¡Estás llevando esto demasiado lejos, Takuan! Te he estado escuchando, lo he oído todo. ¿Cómo puedes ser tan cruel con alguien que ni siquiera puede defenderse? ¡Eres un hombre religioso, o deberías serlo! Takezō está en lo cierto cuando dice que confió en ti y permitió que le prendieras sin luchar.
—Bueno, ¿a qué viene todo esto? ¿Se está volviendo en mi contra mi camarada de armas?
—¡Ten corazón, Takuan! Cuando te oigo hablar así, te odio, de veras. Si te propones matarle, ¡entonces mátale y acaba con esta tortura! Takezō se ha resignado a morir. ¡Déjale que lo haga en paz! —Estaba tan indignada que tiraba frenéticamente del hábito de Takuan.
—¡Estate quieta! —le ordenó él con una brutalidad inusitada—. Las mujeres no sabéis nada de estas cosas. Refrena la lengua o te colgaré ahí arriba con él.
—¡No, no voy a callar! —gritó ella—. También debo tener oportunidad de hablar. ¿No fui a las montañas contigo y permanecí allí tres días y tres noches?
—Eso no tiene nada que ver. Takuan Sōhō castigará a Takezō como lo considere oportuno.
—¡Entonces castígale! ¡Mátale! Hazlo ahora mismo. No está bien que ridiculices su desgracia mientras él está ahí colgado y medio muerto.
—Resulta que ésa es mi única debilidad, ridiculizar a los necios como él.
—¡Es inhumano!
—¡Vete de aquí! Márchate, Otsū, y déjame en paz.
—¡No lo haré!
—Deja de ser testaruda —gritó Takuan, empujando fuertemente a la muchacha con el codo.
Otsū se desplomó junto al árbol. Cuando se recobró, apoyó la cara y el pecho en el tronco y se echó a llorar. Nunca había imaginado que Takuan pudiera ser tan cruel. Los aldeanos creían que, aunque el monje tuviera atado a Takezō durante algún tiempo, finalmente se ablandaría y suavizaría el castigo. ¡Ahora Takuan había admitido que tenía la «debilidad» de disfrutar viendo sufrir a Takezō! El salvajismo de los hombres hizo estremecer a Otsū.
Si incluso Takuan, en quien ella tanto confiaba, podía convertirse en un ser despiadado, entonces el mundo entero debía de ser maligno más allá de lo comprensible. Y si no había nadie en quien ella pudiera confiar…
Percibió un curioso calor en aquel árbol, sintió de alguna manera que a través de su tronco grande y viejo, tan grueso que diez hombres con los brazos extendidos no podían abarcarlo, corría la sangre de Takezō, fluía hacia abajo desde su precaria prisión en las ramas superiores.
¡Cómo se notaba que era hijo de un samurái! ¡Qué valiente era! Cuando Takuan le ató por primera vez, y luego volvió a hacerlo en el árbol, ella vio el lado débil de Takezō. También él era capaz de llorar. Hasta entonces ella había aceptado la opinión de la multitud, se había dejado influir por ella, sin tener una idea verdadera de cómo era realmente aquel hombre. ¿Qué había en él que llevaba a la gente a odiarle como si fuese un demonio y a perseguirle como a una bestia?
Los sollozos le sacudían la espalda y los hombros. Aferrándose con fuerza al tronco del árbol, restregó sus mejillas humedecidas por las lágrimas contra la corteza. El viento silbaba sonoramente entre las ramas superiores, agitándolas de un lado a otro. Grandes goterones de lluvia cayeron sobre el cuello de su kimono y se deslizaron por su espalda, produciéndole escalofríos a lo largo de la espina dorsal.
—Vámonos, Otsū —le gritó Takuan, cubriéndose la cabeza con las manos—. Nos empaparemos.
Ella no se molestó en responderle.
—¡Tú has tenido la culpa, Otsū! ¡Eres una quejica! Te echas a llorar y los cielos lloran también. —Entonces prescindió del tono burlón—: El viento sopla con más fuerza y parece que va a haber una gran tormenta. Vayamos adentro. ¡No desperdicies tus lágrimas por un hombre que de todos modos va a morir! ¡Vamos! —Takuan se alzó la falda del hábito, cubriéndose con ella la cabeza, y corrió al abrigo del templo.
Al cabo de unos instantes diluviaba y las gotas producían pequeñas manchas blancas al chocar contra el suelo. Aunque el agua le corría por la espalda, Otsū no se movía. No podía alejarse de allí, ni siquiera después de que el kimono empapado que se aferraba a su piel la helara hasta la médula. Cuando sus pensamientos se centraron en Takezō, la lluvia dejó de importarle. No se le ocurría preguntarse por qué tenía que sufrir simplemente porque él estaba sufriendo. Llenaba su mente la imagen recién formada de cómo debía ser un hombre. Rogó en silencio que le fuese perdonada la vida.
Dio vueltas alrededor del árbol, alzando a menudo la vista para mirar a Takezō, pero sin poder verle a causa de la tormenta. Le llamó, sin pensar por qué lo hacía, pero no obtuvo respuesta. Empezó a tener la sospecha de que él la consideraba como un miembro de la familia Hon'iden, o tan sólo como otra aldeana hostil.
—Si está ahí con esta lluvia —se dijo desesperada—, sin duda mañana habrá muerto. ¡Ah! ¿No hay nadie en el mundo que pueda salvarle?
Echó a correr a toda velocidad, impulsada en parte por el viento rugiente. Detrás del edificio principal del templo, la cocina y los aposentos de los monjes estaban bien cerrados. El agua que rebosaba de uno de los canalones del tejado formaba un torrente en el terreno inclinado.
—¡Takuan! —exclamó la muchacha.
Llegó a la puerta de la habitación del monje y empezó a golpearla con todas sus fuerzas.
—¿Quién es? —dijo él desde el interior.
—¡Soy yo! ¡Otsū!
—¿Qué estás haciendo todavía ahí afuera? —El monje se apresuró a abrir la puerta y la miró asombrado. A pesar de que los aleros del edificio eran largos, la lluvia se abatió sobre él—. ¡Entra en seguida! —exclamó, tratando de cogerle el brazo, pero ella retrocedió.
—No. He venido a pedirte un favor, no a secarme. ¡Te lo ruego, Takuan, bájale de ese árbol!
—¿Qué? ¡No haré semejante cosa! —dijo él con rotundidad.
—Por favor, Takuan, debes hacerlo. Te estaré agradecida para siempre. —Se arrodilló en el barro y alzó las manos en un gesto de súplica—. ¡No te preocupes por mí, pero ayúdale! ¡Por favor! No puedes dejarle morir así… ¡No puedes!
El sonido del torrente cercano apagaba su voz quejumbrosa. Con las manos todavía alzadas, parecía un fiel budista que practicara la austeridad permaneciendo en pie bajo una cascada de agua helada.
—Me inclino ante ti, Takuan, te lo ruego, haré lo que me pidas, pero por favor, ¡sálvale!
Takuan permaneció en silencio, con los ojos cerrados, como las puertas del santuario donde se guarda un Buda secreto. Suspiró hondo, los abrió y al hablar pareció exhalar fuego.
—¡Vete a dormir ahora mismo! Ya eres débil por naturaleza, y estar fuera con este tiempo es suicida.
—Oh, por favor, por favor —suplicó ella, tendiendo la mano hacia la puerta.
—Voy a acostarme, y te aconsejo que hagas lo mismo.
La voz del monje era glacial. La puerta se cerró bruscamente.
Pero ella no estaba dispuesta a ceder. Se arrastró por debajo del edificio hasta llegar al lugar donde suponía que el monje se acostaba y le llamó:
—¡Por favor! ¡Es lo más importante en el mundo para mí! ¿Me oyes, Takuan? ¡Respóndeme, por favor! ¡Eres un monstruo! ¡Un demonio de sangre fría y sin corazón!
El monje la escuchó pacientemente durante un rato, sin responder, pero la muchacha le impedía conciliar el sueño. Finalmente, en un acceso de furia, se levantó gritando:
—¡Socorro! ¡Un ladrón! ¡Hay un ladrón debajo del suelo! ¡Prendedle!
Otsū salió de debajo del edificio, volvió a la lluvia y se retiró derrotada. Pero aún no había terminado.