El arte de la guerra

La búsqueda diaria en las montañas continuaba y las faenas agrícolas languidecían. Los habitantes del pueblo no podían cultivar sus campos ni ocuparse de los gusanos de seda. Grandes carteles colocados ante la casa del cacique del pueblo y en todos los cruces de caminos anunciaban una sustanciosa recompensa para quien capturase o matara a Takezō, así como una recompensa apropiada por cualquier información que condujera a su arresto. Estos bandos presentaban la autoritaria firma de Ikeda Terumasa, señor del castillo de Himeji.

En la residencia de Hon'iden reinaba el pánico. Osugi y su familia, aterrorizados ante la perspectiva de que Takezō regresara para vengarse, atrancaron la puerta principal y levantaron barricadas en todas las entradas. Los hombres dedicados a la búsqueda del fugitivo, bajo la dirección de tropas procedentes de Himeji, trazaron nuevos planes para atraparle. Hasta entonces todos sus esfuerzos se habían revelado infructuosos.

—¡Ha matado a otro! —gritó un aldeano.

—¿Dónde? ¿Quién ha sido esta vez?

—Algún samurái. Aún no lo han identificado.

El cadáver había sido descubierto cerca de un sendero en las afueras del pueblo, su cabeza en un macizo de altas hierbas y las piernas levantadas hacia el cielo en una postura extrañamente contorsionada. Los aldeanos, asustados pero fisgones sin remedio, circulaban en masa por allí, murmurando entre ellos. El cráneo del muerto había sido aplastado, sin duda con uno de los carteles de madera que anunciaban la recompensa y que ahora yacía sobre el cuerpo, empapado en sangre. Los que contemplaban embobados el espectáculo no podían dejar de leer la lista de recompensas prometidas, y algunos se reían sombríamente ante la flagrante ironía.

Otsū salió de entre la multitud con el rostro ojeroso y pálido. Diciéndose que preferiría no haber mirado la sangrienta escena, regresó apresuradamente al templo, tratando de borrar la imagen del muerto que persistía ante sus ojos. Al pie de la colina tropezó con el capitán que se alojaba en el templo y cinco o seis de sus hombres. Se habían enterado del atroz crimen e iban a investigar. Al ver a la muchacha, el capitán le sonrió.

—¿Dónde has estado, Otsū? —le preguntó con zalamera familiaridad.

—De compras —replicó ella secamente.

Sin mirarle apenas, subió a toda prisa los escalones de piedra del templo.

El capitán no le había gustado desde el principio. Tenía un mostacho fibroso que le desagradaba especialmente, y desde la noche en que intentó forzarla nada más verle se sentía llena de repugnancia.

Takuan estaba sentado ante la sala principal, jugando con un perro extraviado. Ella pasó a cierta distancia, para evitar al roñoso animal, pero el monje alzó la vista y la llamó.

—Otsū, hay una carta para ti.

—¿Para mí? —replicó ella con incredulidad.

—Sí, estabas fuera cuando vino el mensajero, así que me la entregó. —Se sacó de la manga del kimono el pequeño rollo de papel y se lo dio—. No tienes muy buen aspecto —comentó—. ¿Algo va mal?

—Siento náuseas. He visto a un hombre muerto tendido en la hierba, con los ojos aún abiertos, y tenía sangre…

—No deberías mirar esas desgracias, pero supongo que, tal como ahora están las cosas, tendrías que ir por ahí con los ojos cerrados. Últimamente siempre tropiezo con cadáveres. ¡Ja! ¡Y había oído decir que este pueblo era un pequeño paraíso!

—Pero ¿por qué Takezō mata a esas personas?

—Para evitar que le maten a él, por supuesto. No tienen ninguna razón plausible para matarle, de modo que ¿por qué habría de permitírselo?

—¡Estoy asustada, Takuan! —le dijo ella en tono suplicante—. ¿Qué haríamos si él viniera aquí?

Unos cúmulos oscuros tendían su manto sobre las montañas. La muchacha tomó su carta misteriosa y fue a esconderse en la cabaña del telar. En éste había una tira de tela sin terminar para un kimono masculino, parte de una prenda para la que, desde hacía un año, había dedicado todos sus momentos libres devanando hilo de seda. Estaba destinado a Matahachi, y a Otsū le excitaba la perspectiva de coser todas las piezas hasta formar un kimono completo. Había tejido minuciosamente cada hebra, como si el mismo acto de tejer le acercara más a su novio. Quería que la prenda durase eternamente.

Se sentó ante el telar y miró fijamente la carta. «¿Quién puede haberla enviado?», se dijo, segura de que debía de ir dirigida a otra persona. Leyó y releyó la dirección, buscando algún error.

Era evidente que la carta había hecho un largo viaje antes de llegar a ella. La envoltura rasgada y arrugada estaba llena de huellas dejadas por dedos y gotas de lluvia. Otsū rompió el sello, y entonces cayeron no una sino dos cartas en su regazo. La primera estaba escrita con una caligrafía femenina desconocida, y en seguida supuso que se trataba de una mujer más bien mayor.

Escribo tan sólo para confirmar lo que está escrito en la carta adjunta y, por lo tanto, no entraré en detalles.

Voy a casarme con Matahachi y adoptarle en mi familia. No obstante, él parece preocupado por ti. Creo que sería un error dejar que las cosas sigan como están. Así pues, Matahachi te envía una explicación, cuya verdad certifico por la presente.

Olvida a Matahachi, por favor.

Respetuosamente, Okō

En la otra carta eran reconocibles los garabatos de Matahachi, el cual explicaba con una fatigosa extensión todas las razones por las que le era imposible regresar a casa. Por supuesto, lo esencial de la cuestión era que Otsū debía olvidar su compromiso con él y buscarse otro marido. Matahachi añadía que le resultaba «difícil» escribir directamente a su madre sobre el asunto y que le agradecería su ayuda al respecto. Si Otsū veía a la anciana, debía decirle que su Matahachi estaba vivo y residía en otra provincia.

Otsū tuvo la sensación de que su médula espinal se convertía en hielo. Se quedó sentada, herida y demasiado conmocionada para llorar e incluso parpadear. Las uñas de los dedos que sostenían la carta se volvieron del mismo color que la piel del hombre muerto al que había visto aún no hacía una hora.

Transcurrieron las horas. En la cocina todo el mundo empezó a preguntarse adonde habría ido la muchacha. El capitán que estaba al frente de la búsqueda no tuvo empacho en dejar que sus hombres exhaustos durmieran en el bosque, pero al anochecer, cuando él regresó al templo, exigió las comodidades correspondientes a su rango. El agua del baño debía estar caliente como a él le gustaba, había que preparar pescado fresco del río según sus instrucciones y alguien debía ir a una de las casas del pueblo en busca del sake de mejor calidad. Mantener a aquel hombre satisfecho exigía un trabajo considerable, gran parte del cual recaía naturalmente en Otsū. Puesto que ésta no aparecía, la cena del capitán se retrasaba.

Takuan salió en su busca. No era que el capitán le importase en absoluto, sino que empezaba a estar preocupado por Otsū, pues no era propio de ella marcharse sin decir nada. Llamándola por su nombre, el monje cruzó los terrenos del templo y pasó varias veces ante la cabaña del telar. Puesto que la puerta estaba cerrada, no se molestó en mirar dentro.

En varias ocasiones el sacerdote del templo salió al pasillo elevado y gritó a Takuan:

—¿Aún no la has encontrado? No puede estar lejos de aquí. —Y a medida que pasaba el tiempo, el sacerdote se volvía frenético y gritaba—: ¡Date prisa y encuéntrala! Nuestro invitado dice que no puede tomar su sake si no está ella aquí para servírselo.

Enviaron al sirviente del templo, farol en mano, para que la buscara colina abajo. Casi en el mismo momento en que el sirviente partía, Takuan abrió por fin la puerta de la cabaña del telar.

Lo que vio en el interior le sobresaltó. Otsū estaba inclinada sobre el telar, en un estado de evidente desolación. El monje no quería entrometerse y permaneció en silencio, mirando las dos cartas retorcidas y rasgadas en el suelo. Habían sido pisoteadas como un par de efigies de paja.

Takuan recogió las cartas.

—¿Es lo que trajo hoy el mensajero? —le preguntó con suavidad—. ¿Por qué no las guardas en alguna parte?

Otsū sacudió la cabeza débilmente.

—Todo el mundo está medio loco de preocupación por ti. Te he buscado por todas partes. Anda, Otsū, volvamos. Sé que no quieres, pero tienes trabajo que hacer. Ya sabes que has de servir al capitán. Ese viejo sacerdote está casi fuera de sí.

—Me…, me duele la cabeza —susurró ella—. Takuan, ¿no podrían dejarme libre esta noche…, por una sola vez?

Takuan suspiró.

—Personalmente creo que no deberías servir el sake al capitán ni esta noche ni ninguna otra, Otsū. Sin embargo, el sacerdote piensa de otra manera. Es un hombre de este mundo. No es la clase de persona que puede conseguir el respeto del daimyō o el apoyo para el templo sólo por medio de su nobleza de pensamientos. Cree que debe agasajar al capitán, tenerle constantemente satisfecho. —Dio unas palmaditas en la espalda de Otsū—. Y al fin y al cabo, te acogió aquí y te educó, de modo que le debes algo. No tendrás que quedarte mucho tiempo.

La muchacha consintió de mala gana. Mientras Takuan la ayudaba a levantarse, ella alzó su rostro surcado de lágrimas y le dijo:

—Iré, pero sólo si me prometes que te quedarás conmigo.

—No tengo nada que objetar, pero no le gusto al viejo Barba Rala, y cada vez que veo ese estúpido mostacho siento el impulso irresistible de decirle lo ridículo que es. Ya sé que es un rasgo infantil, pero algunas personas me afectan de esa manera.

—¡Pero no quiero ir sola!

—El sacerdote está ahí, ¿no es cierto?

—Sí, pero siempre se marcha cuando llego yo.

—Hummm. Eso no está muy bien. De acuerdo, iré contigo. Ahora deja de pensar en ello y ve a lavarte la cara.

Cuando Otsū se presentó por fin en los aposentos del sacerdote, el capitán, ya repantigado y muy bebido, se reanimó. Enderezando el gorro, que había estado visiblemente escorado, se mostró muy jovial y le pidió que le llenara de sake una taza tras otra. Pronto su rostro tenía un brillo escarlata y las comisuras de sus ojos saltones empezaron a combarse.

Sin embargo, no se estaba divirtiendo plenamente, y el motivo era una presencia singularmente indeseada en la sala. Al otro lado de la lámpara estaba sentado Takuan, encorvado como un mendigo ciego y absorto en la lectura del libro abierto sobre sus rodillas.

Confundiendo al monje con un acólito, el capitán le señaló y gritó:

—¡Eh, tú!

Takuan siguió leyendo hasta que Otsū le dio un codazo. El monje alzó los ojos distraídamente, miró a su alrededor y preguntó:

—¿Te refieres a mí?

—¡Sí, a ti! —dijo bruscamente el capitán—. No tienes nada que hacer aquí. ¡Vete!

—Oh, no me importa quedarme —replicó Takuan en tono de inocencia.

—Así que no te importa, ¿eh?

—No, en absoluto —dijo Takuan, y volvió a enfrascarse en su libro.

—Pues a mí sí que me importa —profirió el capitán—. Que haya alguien a tu alrededor leyendo estropea el sabor del buen sake.

—Oh, lo siento —replicó Takuan con fingida solicitud—. Qué grosería por mi parte. Cerraré el libro.

—Tan sólo verlo me irrita.

—De acuerdo, entonces le pediré a Otsū que se lo lleve.

—¡No me refiero al libro, idiota! Estoy hablando de ti. Echas a perder el ambiente.

Takuan adoptó entonces una expresión seria.

—Eso sí que es un problema, ¿no es cierto? No es como si yo fuese el sagrado Wu-k'ung y pudiera convertirme en una humareda, o en un insecto y posarme en tu bandeja.

El rojo cuello del capitán se hinchó y abrió los ojos desmesuradamente. Parecía un pez globo.

—¡Vete, imbécil! ¡Fuera de mi vista!

—Muy bien —dijo Takuan con serenidad, haciendo una reverencia. Cogió a Otsū de la mano y se dirigió a ella—: El invitado dice que prefiere quedarse a solas. Amar la soledad es señal de sabiduría. No debemos molestarle más. Vamonos.

—Pero… qué…, qué…

—¿Ocurre algo?

—¿Quién te ha dicho que te lleves a Otsū contigo, pedazo de idiota?

Takuan se cruzó de brazos.

—A lo largo de los años he observado que son pocos los sacerdotes o monjes apuestos de veras. Y lo mismo ocurre con los samuráis. Fíjate en ti, por ejemplo.

Los ojos del samurái casi le salían de las órbitas.

—¡Cómo!

—¿Has pensado en tu bigote? Es decir, ¿te has detenido realmente a examinarlo, a evaluarlo objetivamente?

—¡Loco bastardo! —gritó el capitán mientras cogía su espada, que estaba apoyada en la pared—. ¡Te la estás jugando!

Al tiempo que se levantaba, Takuan, sin dejar de mirarle, le preguntó plácidamente:

—¿Qué es lo que está en juego?

Fuera de sí, y con la espada envainada en la mano, el capitán chilló:

—He aguantado cuanto puedo aguantar. ¡Ahora vas a recibir lo que se te avecina!

Takuan se echó a reír.

—¿Significa eso que te propones cortarme la cabeza? Si es así, olvídalo. Sería un latazo.

—¿Qué?

—Una lata. No se me ocurre nada más aburrido que decapitar a un monje. La cabeza caerá al suelo y se quedará ahí riéndose de ti. No sería una gran hazaña, ¿y qué bien podría hacerte?

—Bueno —gruñó el capitán—, digamos que tendría la satisfacción de hacerte callar. ¡Así te resultaría muy difícil seguir con tu insolente cháchara!

Lleno del valor que las personas de su clase experimentan al empuñar un arma, soltó una risotada y se adelantó en actitud amenazante.

—¡Pero… capitán!

La informalidad de Takuan le había encolerizado hasta tal extremo que la mano con la que sostenía la espada envainada le temblaba violentamente. Otsū se interpuso entre los dos hombres, intentando proteger al monje.

—¿Qué estás diciendo, Takuan? —le dijo, confiando en que así calmaría los ánimos y retardaría la acción—. Nadie habla así a los guerreros. Vamos, dile que lo sientes —le rogó—. Por favor, pide disculpas al capitán.

Pero Takuan no había terminado ni mucho menos.

—Quítate de en medio, Otsū. Estoy perfectamente. ¿Crees de veras que me dejaría decapitar por un mastuerzo como éste, quien aunque está al mando de docenas de hombres capaces y armados ha desperdiciado veinte días tratando de localizar a un fugitivo exhausto y medio muerto de hambre? ¡Si no es lo bastante listo para encontrar a Takezō, sería realmente sorprendente que fuese más listo que yo!

—¡No te muevas! —le ordenó el capitán, con el rostro violáceo mientras desenvainaba la espada—. ¡Hazte a un lado, Otsū! ¡Voy a cortar en dos a este acólito bocazas!

Otsū se arrojó a los pies del capitán y le suplicó:

—Tienes toda la razón para estar enfadado, pero te ruego que seas paciente. No está del todo bien de la cabeza. Habla de esa manera a todo el mundo. ¡Pero no lo dice en serio, de veras! —Las lágrimas empezaron a correrle por el rostro.

—¿Qué estás diciendo, Otsū? —objetó Takuan—. Estoy muy bien de la cabeza y no bromeo en absoluto. Sólo digo la verdad, que a nadie parece interesarle. Es un mastuerzo, y así se lo digo. ¿Quieres que mienta?

—Será mejor que no vuelvas a repetir eso —atronó el samurái.

—Lo diré tantas veces como me parezca. Por cierto, no creo que a tus soldados les importe gran cosa el tiempo que perdéis buscando a Takezō, pero eso es una carga terrible para los campesinos. ¿No te das cuenta de lo que les estás haciendo? Si seguís así, pronto no tendrán nada que comer. Probablemente ni siquiera se te ha ocurrido que deben descuidar por completo sus faenas agrícolas para participar en tus desorganizadas e inútiles búsquedas. Y, para colmo, sin cobrar. ¡Es ignominioso!

—¡Cállate, traidor! ¡Estás difamando al gobierno Tokugawa!

—No critico al gobierno Tokugawa, sino a los oficiales burocráticos como tú que se interponen entre el daimyō y la gente corriente y que, a juzgar por lo que hacen, es lo mismo que si robaran su paga. Para empezar, ¿por qué estás ganduleando aquí esta noche? ¿Qué derecho tienes a relajarte, vestido con tu bonito y cómodo kimono, bañándote a placer y haciendo que una bella joven te sirva el sake? ¿A esto llamas servir a tu señor?

El capitán se quedó sin habla.

—¿No es el deber de un samurái servir a su señor fiel e infatigablemente? ¿No debes acaso ser benevolente con la gente del pueblo que trabaja como esclavos en beneficio del daimyō? ¡Mírate! No quieres ver que estás impidiendo a los campesinos hacer el trabajo que les procura su diario sustento. Ni siquiera tienes ninguna consideración hacia tus propios hombres. Estás aquí en misión oficial: ¿qué haces entonces? En cuanto tienes ocasión te hartas de los alimentos y la bebida que otros han conseguido con su esfuerzo, y utilizas tu posición para ocupar los aposentos más cómodos disponibles. Yo diría que eres un ejemplo clásico de corrupción, te revistes con la autoridad de tu superior tan sólo para disipar las energías de la gente corriente en tu propio provecho.

Por entonces el capitán estaba pasmado y boquiabierto. Takuan insistió.

—¡Ahora córtame la cabeza y envíasela al señor Ikeda Terumasa! Te aseguro que eso le sorprenderá, y es probable que diga: «¡Hombre, Takuan! ¿Sólo tu cabeza viene hoy a visitarme? ¿Dónde está el resto de ti?». Sin duda te interesará saber que el señor Terumasa y yo solíamos compartir la ceremonia del té en el Myōshinji, y también tuvimos varias charlas largas y agradables en el Daitokuji de Kyoto.

Barba Rala perdió su virulencia en un instante. También su borrachera se había disipado un poco, si bien aún parecía incapaz de juzgar por sí mismo si Takuan decía la verdad o no. Daba la sensación de que estaba paralizado, sin saber cómo reaccionar.

—Primero será mejor que te sientes —le dijo el monje—. Si crees que miento, con mucho gusto te acompañaré al castillo y me presentaré ante el mismo señor. Le llevaré como regalo una medida de la deliciosa harina de alforfón que preparan aquí y que a él le gusta especialmente. Sin embargo, no hay nada más tedioso, nada que me guste menos, que visitar a un daimyō. Además, si salieran a relucir tus actividades en Miyamoto mientras charlamos tomando el té, me sería muy difícil mentir y lo más probable es que te vieras obligado a suicidarte por tu incompetencia. Te dije desde el principio que dejaras de amenazarme, pero los guerreros sois todos iguales. Nunca pensáis en las consecuencias, y ése es vuestro peor defecto. Ahora deja esa espada y te diré algo más.

El capitán obedeció al monje que le había quitado los humos.

—Sin duda estás familiarizado con El arte de la guerra, del general Sun-tzu, ya sabes, la obra clásica china sobre estrategia militar. Supongo que todo guerrero de tu categoría tiene un profundo conocimiento de un libro tan importante. En fin, si lo menciono es porque me gustaría darte una lección para ilustrar uno de los principios básicos del libro. Quisiera demostrarte que puedes capturar a Takezō sin perder más hombres ni crear más problemas a los aldeanos. Bien, esto tiene que ver con tu trabajo oficial, así que debes escucharme con toda tu atención. —Se volvió hacia la muchacha—: Otsū, sírvele al capitán otra taza de sake, ¿quieres?

El capitán era un hombre cuarentón, unos diez años mayor que Takuan, pero las caras de los dos hombres en aquellos momentos evidenciaban que la firmeza de carácter no depende de la edad. La reprimenda de Takuan había humillado al samurái, haciéndole perder su jactancia.

—No, no quiero más sake —dijo mansamente—. Espero que me perdones. No tenía idea de que eres amigo del señor Terumasa. Me temo que he sido muy descortés.

Era rastrero hasta un extremo cómico, pero Takuan se abstuvo de insistir.

—Olvidemos eso. Quiero que hablemos de la manera de capturar a Takezō. Eso es lo que tienes que hacer para mantener tu honor de samurái, ¿no es cierto?

—Sí.

—Naturalmente, también sé que no te importa el tiempo que lleve capturar a ese hombre. Al fin y al cabo, cuanto más largo sea, tanto más tiempo podrás alojarte en el templo, atracándote, bebiendo y comiéndote con los ojos a Otsū.

—Por favor, no vuelvas a mencionar eso, sobre todo en presencia de su señoría. —El soldado parecía un niño a punto de echarse a llorar.

—Estoy dispuesto a considerar secreto todo este incidente, pero si continúa esa búsqueda diaria de sol a sol en las montañas, los campesinos tendrán graves dificultades, y no sólo ellos sino también los demás aldeanos. Todo el mundo en este pueblo está demasiado trastornado y asustado para serenarse y reanudar con normalidad su trabajo. Bien, tal como yo lo veo, tu problema consiste en que no has empleado la estrategia adecuada. En realidad, no creo que hayas empleado ninguna clase de estrategia. ¿Debo entender que no conoces El arte de la guerra?

—Me avergüenza admitirlo, pero así es.

—¡Tienes motivos para estar avergonzado! Y no deberías sorprenderte cuando te llamo mastuerzo. Puede que seas un oficial, pero por desgracia no tienes formación y eres totalmente ineficaz. Pero es inútil que te golpee la cabeza con lo que es evidente. Voy a hacerte una simple proposición. Me ofrezco personalmente para capturar a Takezō y entregártelo dentro de tres días.

—¿Que tú… le vas a capturar?

—¿Crees que estoy bromeando?

—No, pero…

—Pero ¿qué?

—Contando los refuerzos de Himeji más todos los campesinos y soldados de infantería, más de doscientos hombres han estado registrando las montañas durante casi tres semanas.

—Conozco muy bien esos datos.

—Y, como estamos en primavera, Takezō tiene ventaja. En esta época del año puede encontrar mucho alimento en las montañas.

—¿Te propones entonces esperar hasta que nieve? ¿Unos ocho meses más?

—No, no creo que podamos permitirnos eso.

—Por supuesto que no. Precisamente por eso me ofrezco a capturarlo. No necesito ninguna ayuda, puedo hacerlo yo solo. Aunque pensándolo bien, podría llevarme a Otsū. Sí, sería suficiente con nosotros dos.

—No es posible que hables en serio.

—¡Calla, por favor! ¿Estás dando a entender que Takuan Sōhō se pasa el tiempo inventando bromas?

—Perdona.

—Como he dicho, no conoces El arte de la guerra y, a mi modo de ver, ésa es la razón más importante de tu abominable fracaso. Por otro lado, puede que yo sea un simple sacerdote, pero creo en Sun-tzu y le comprendo. Hay una única estipulación, y si no estás de acuerdo con ella, sólo tendré que sentarme y contemplar cómo trastabillas hasta que caiga la nieve y quizá también tu cabeza.

—¿Cuál es la condición? —le preguntó el capitán con cautela.

—Si traigo al fugitivo, me dejarás decidir su destino.

—¿Qué quieres decir con eso?

El capitán se tiró de las guías del bigote mientras los pensamientos se atropellaban en su mente. ¿Cómo podía estar seguro de que aquel extraño monje no le engañaba por completo? Aunque hablaba con elocuencia, era posible que estuviera loco de atar. ¿Sería un amigo de Takezō, tal vez un cómplice? ¿Sabía dónde se escondía aquel hombre? Aunque no lo supiera, como era probable en aquella fase, no haría ningún daño dejarle actuar, sólo para ver si su loco proyecto daba resultado. De todos modos, seguramente se echaría atrás en el último momento. Así pensando, el capitán le dio su consentimiento.

—De acuerdo. Si le capturas, decidirás qué hacer con él. Ahora dime, ¿qué ocurrirá si no das con él antes de tres días?

—Me colgaré del gran cedro que hay en el jardín.

A primera hora de la mañana siguiente, el sirviente del templo, con una expresión profundamente preocupada, entró a toda prisa en la cocina, sin aliento y gritando:

—¿Es que Takuan ha perdido el juicio? ¡He oído decir que ha prometido encontrar él solo a Takezō!

Todos le miraron asombrados.

—¡No!

—¡No es posible!

—¿Cómo se propone hacerlo?

Siguieron chascarrillos y risas burlonas, pero también una serie de susurros de preocupación.

Cuando el sacerdote del templo recibió la noticia, asintió sabiamente y dijo que la boca humana es el portal de la catástrofe.

Pero la persona más turbada era Otsū. El día anterior, la nota de despedida de Matahachi le había dolido más que si hubiera recibido la noticia de su muerte. Había confiado en su prometido, por quien estuvo dispuesta a soportar a la formidable Osugi como suegra esclavizadora. ¿A quién podría recurrir ahora?

Para la muchacha sumida en la oscuridad y la desesperación, Takuan era el único punto brillante de su vida, su último rayo de esperanza. El día anterior, llorando a solas en la cabaña del telar, había cogido un afilado cuchillo y convertido en jirones la tela de kimono en la que había tejido literalmente su alma. También había acariciado la posibilidad de hundir la fina hoja en su garganta, y aunque estuvo casi por hacerlo, la aparición de Takuan alejó finalmente esa idea de su mente. Después de consolarla y convencerla para que fuera a servir el sake al capitán, le dio unas palmaditas en la espalda. Aún notaba el calor de su fuerte mano cuando la condujo fuera de la cabaña del telar.

Y ahora el monje había llegado a aquel demencial acuerdo.

A Otsū le preocupaba tanto su propia seguridad como la posibilidad de perder al único amigo que tenía por culpa de aquella absurda propuesta. Se sentía perdida y profundamente deprimida. Su sentido común le decía que era ridículo pensar que ella y Takuan podrían localizar a Takezō en tan breve tiempo.

Takuan incluso tuvo la audacia de intercambiar promesas solemnes con Barba Rala ante el santuario de Hachiman, el dios de la guerra. Cuando el monje regresó, ella le regañó severamente por su temeridad, pero Takuan insistió en que no tenía por qué preocuparse. Le dijo que tenía la intención de aliviar al pueblo de aquella carga, devolver la seguridad al tránsito por los caminos y evitar más pérdidas de vidas humanas. En vista del número de vidas que podrían salvarse prendiendo rápidamente a Takezō, la suya carecía de importancia, y ella debía comprenderlo así. También le pidió que descansara cuanto pudiera antes de la noche del día siguiente, cuando se pondrían en marcha. Tenía que acompañarle sin ninguna queja, confiando por entero en su juicio. Otsū estaba demasiado turbada para oponer resistencia, y la alternativa de quedarse atrás y llena de preocupación era incluso peor que la idea de partir.

Al día siguiente por la tarde, Takuan todavía estaba sesteando con el gato en una esquina del edificio principal del templo. Otsū tenía las mejillas hundidas. El sacerdote, el sirviente, el acólito…, todos habían intentado persuadirla de que no fuera, dándole el consejo práctico de que se escondiera, pero Otsū, por razones que ni ella misma comprendía del todo, no sentía la menor inclinación a hacerles caso.

El sol se ponía rápidamente, y las densas sombras del anochecer habían empezado a envolver las hondonadas en la sierra que señalaban el curso del río Aida. El gato saltó desde el porche del templo y poco después Takuan salió a la terraza. Al igual que hacía el gato delante de él, estiró sus miembros con un gran bostezo.

—Será mejor que nos pongamos en camino, Otsū.

—Ya lo he reunido todo: sandalias de paja, bastones, polainas, medicinas y papel con aceite de paulonia.

—Te olvidas de una cosa.

—¿Qué? ¿Un arma? ¿Deberíamos llevar una espada, lanza o algo por el estilo?

—¡Desde luego que no! Quiero que llevemos comida.

—Ah, ¿quieres decir unas fiambreras?

—No, me refiero a buena comida. Deseo arroz, pasta de judías salada y… ah, sí…, un poco de sake. Cualquier cosa sabrosa servirá. También necesito un cazo. Ve a la cocina y haz un buen fardo. Y busca una vara para llevarlo.

Las montañas cercanas eran ahora más negras que la más negra de las lacas, y las que se alzaban a lo lejos más pálidas que la mica. Estaban al final de la primavera y la brisa era cálida y perfumada. El bambú listado y las glicinas trepadoras atrapaban la niebla, y cuanto más se alejaban del pueblo Takuan y Otsū, tanto más las montañas, donde cada hoja brillaba levemente bajo la débil luz, parecían bañadas por un aguacero vespertino. Avanzaron en la oscuridad uno detrás del otro, cada uno apoyando en el hombro un extremo de la caña de bambú de la que colgaba su bien envuelto fardo.

—Hace una hermosa noche para pasear, ¿no es cierto, Otsū? —dijo Takuan, mirando por encima del hombro.

—No creo que sea tan extraordinaria —musitó ella—. Dime, ¿adonde vamos?

—Aún no estoy seguro del todo —replicó el monje con aire pensativo—, pero avancemos un poco más.

—Bueno, no me importa caminar.

—¿No estás cansada?

—No —respondió ella, pero era evidente que la caña le hacía daño, pues de vez en cuando se la colocaba en el otro hombro.

—¿Dónde está todo el mundo? No hemos visto un alma.

—Hoy el capitán no se ha asomado al templo en todo el día. Apuesto a que ha hecho volver al pueblo a los hombres para que en los próximos tres días estemos aquí nosotros solos. Dime, Takuan, ¿cómo te propones capturar a Takezō?

—Oh, no te preocupes por eso. Se presentará más tarde o más temprano.

—Pues no se ha presentado ante nadie más. Pero aunque ahora aparezca, ¿qué vamos a hacer? Esos hombres le han perseguido durante largo tiempo y a estas alturas debe de estar desesperado. Luchará por su vida y, para empezar, es muy fuerte. Sólo de pensar en ello empiezan a temblarme las piernas.

—¡Cuidado! —le gritó Takuan de repente—. ¡Mira dónde pones los pies!

—¡Ah! —gritó Otsū aterrada, deteniéndose en seco—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué me has asustado así?

—No te preocupes, que no se trata de Takezō. Sólo quiero que mires por donde andas. A lo largo de este camino hay trampas entre las glicinas trepadoras y las zarzas.

—¿Las han puesto ahí los perseguidores de Takezō?

—Aja, y si no tenemos cuidado caeremos en una de ellas.

—Si sigues diciendo cosas así, Takuan, me pondré tan nerviosa que seré incapaz de poner un pie delante del otro.

—¿Por qué te preocupas? Si tropezamos con una yo caeré primero, y en ese caso no es necesario que me sigas. —La miró sonriente—. La verdad es que se han tomado unas molestias tremendas por nada. —Tras un momento de silencio, añadió—: ¿No te parece que el barranco se estrecha, Otsū?

—No lo sé, pero hemos pasado por el lado posterior de Sanumo hace algún tiempo. Esto debe de ser Tsujinohara.

—En ese caso, es posible que debamos andar toda la noche.

—Bueno, ni siquiera sé adonde vamos. ¿Por qué me hablas de ello?

—Dejemos esto en el suelo un momento. —Tras dejar el fardo, Takuan se encaminó a un risco cercano.

—¿Adonde vas?

—A aliviarme.

A cien pies por debajo de él, las aguas que se unían para formar el río Aida fluían estrepitosamente entre los cantos rodados. El fragor llegó al monje, le llenó los oídos y penetró en todo su ser. Mientras orinaba, miró el cielo como si contara las estrellas.

—¡Ah, qué deliciosa sensación! —dijo, exultante—. ¿Soy uno con el universo o es el universo uno conmigo?

—¿Todavía no has terminado, Takuan? —le llamó Otsū—. ¿Cuánto tiempo necesitas?

Finalmente el monje regresó y explicó a su acompañante:

—Mientras estaba en ello, he consultado el Libro de los Cambios, y ahora sé exactamente cómo vamos a actuar. Lo veo todo claro.

—¿El Libro de los Cambios? No me digas que te has traído un libro.

—No el escrito, tonta, sino el que llevo dentro de mí. Mi propio y original Libro de los Cambios, que llevo en el corazón o el vientre o alguna otra parte. Cuando estaba allí de pie, examiné la disposición de la tierra, el aspecto del agua y el estado del cielo. Entonces cerré los ojos y, cuando volví a abrirlos, algo me dijo: «Ve a esa montaña de ahí». —Señaló un pico cercano.

—¿Te refieres a la montaña Takateru?

—No tenía ni idea de cómo se llama. Es ésa, la que tiene un claro nivelado hacia la mitad de su altura.

—La gente lo llama el pasto de Itadori.

—Vaya, así que tiene nombre.

Cuando llegaron al lugar, el pasto resultó ser una pequeña llanura, inclinada al sudoeste, desde donde se tenía una espléndida vista del entorno. Los campesinos solían dejar allí sueltos a caballos y vacas para que pastaran, pero aquella noche no se veía ni oía a ningún animal. Sólo rompía el silencio la cálida brisa primaveral que acariciaba la hierba.

—Acamparemos aquí —dijo Takuan—. El enemigo, Takezō, caerá en mis manos de la misma manera que el general Ts'ao Ts'ao de Wei cayó en las manos de Ch'u-ko K'ung-ming.

Dejaron su carga en el suelo y Otsū preguntó:

—¿Qué vamos a hacer aquí?

—Vamos a sentarnos —replicó Takuan con firmeza.

—¿Cómo vamos a capturar a Takezō si nos quedamos aquí sentados?

—Si tiendes redes, puedes coger pájaros al vuelo sin necesidad de que tú también vueles.

—No hemos tendido ninguna red. ¿Estás seguro de que no te ha poseído el espíritu de un zorro o algo así?

—Entonces encendamos una fogata. Los zorros temen el fuego, por lo que pronto quedaré exorcizado.

Recogieron ramas secas y Takuan encendió un fuego. Las llamas parecieron animar a Otsū.

—Un buen fuego alegra a una persona, ¿verdad?

—Lo que es seguro es que la calienta. ¿Acaso te sentías desdichada?

—¡Oh, Takuan, ya sabes cuál era mi estado de ánimo! Y no creo que a nadie le guste de veras pasar así la noche en las montañas. ¿Qué haríamos si se pusiera a llover?

—Cuando subíamos he visto una cueva cerca del camino. Podríamos resguardarnos ahí hasta que amainara.

—Probablemente eso es lo que hace Takezō cuando llueve, ¿no crees? Debe de haber sitios parecidos por toda la montaña, y a lo mejor también es ahí donde pasa la mayor parte del tiempo escondido.

—Sí, es probable. Takezō no tiene mucho sentido, pero debe tener el suficiente para protegerse de la lluvia.

La muchacha se quedó pensativa.

—Dime, Takuan, ¿por qué le odia tanto la gente del pueblo?

—Las autoridades les obligan a odiarle. Esta gente es sencilla, Otsū. Temen al gobierno, lo temen tanto que, si éste se lo ordena, expulsarán a sus convecinos, incluso a sus propios familiares.

—¿Quieres decir que sólo les preocupa salvar sus pellejos?

—Mira, la verdad es que no tienen la culpa. Son totalmente impotentes. Tienes que perdonarles por anteponer sus intereses, puesto que es una cuestión de autodefensa. Lo que desean en realidad es que les dejen en paz.

—Pero ¿qué me dices de los samuráis? ¿Por qué arman tanto alboroto por una persona insignificante como Takezō?

—Porque es un símbolo del caos, un forajido, y ellos tienen que preservar la paz. Después de Sekigahara, a Takezō le obsesionó la idea de que el enemigo le perseguía. Cometió su primer gran error al atravesar la barrera fronteriza. Debería haber usado su ingenio de alguna manera, infiltrarse de noche o pasar disfrazado, cualquier cosa prudente. ¡Pero eso no reza con Takezō! Tenía que matar a un guardián y luego a otras personas. A partir de entonces las cosas se precipitaron como un alud de nieve. Cree que tiene que seguir matando para proteger su vida, pero es él quien lo ha iniciado todo. Esta desgraciada situación se debe a una sola cosa: la absoluta falta de sentido común por parte de Takezō.

—¿También tú le odias?

—¡Le detesto! ¡Abomino de su estupidez! Si yo fuese el señor de la provincia, le haría sufrir el peor castigo imaginable. A fin de dar una lección al pueblo, haría que le arrancaran los miembros uno por uno. Al fin y al cabo, no es mejor que una fiera salvaje, ¿no te parece? Un señor provincial no puede permitirse ser generoso con los tipos como Takezō aunque a algunos no les parezca más que un joven rufián. Iría en detrimento de la ley y el orden, y eso no es bueno, sobre todo en estos tiempos revueltos.

—Siempre pensé que eras amable, Takuan, pero en lo más hondo eres muy duro, ¿no es cierto? No sabía que te interesaran las leyes del daimyō.

—Pues ya lo ves. Creo que el bien debe ser premiado y el mal castigado, y he venido aquí con la autoridad necesaria para hacer tal cosa.

—¡En! ¿Qué ha sido eso? —exclamó Otsū, poniéndose en pie junto al fuego—. ¿No lo has oído? ¡Un crujido, como de pisadas, en esos árboles de ahí!

—¿Pisadas? —Takuan aguzó el oído, pero al cabo de unos instantes se echó a reír—. Ja, ja. Sólo son monos. ¡Mira!

Distinguieron las siluetas de un mono grande y otro pequeño que se balanceaban entre los árboles.

Visiblemente aliviada, Otsū volvió a sentarse.

—¡Uf, qué susto me he llevado!

Durante las dos horas siguientes permanecieron sentados en silencio, contemplando las llamas. Cada vez que éstas disminuían, Takuan rompía unas ramas secas y las echaba a la fogata.

—¿En qué estás pensando, Otsū?

—¿Yo?

—Sí, tú. Aunque lo hago continuamente, lo cierto es que detesto conversar conmigo mismo.

Otsū tenía los ojos hinchados a causa del humo. Miró el cielo estrellado y habló en voz queda.

—Pensaba en lo extraño que es el mundo. Todas esas estrellas ahí arriba, en la negrura vacía… No, no quiero decir eso. La noche es plena, parece abarcarlo todo. Si contemplas las estrellas durante largo tiempo, puedes verlas moverse, con un movimiento lento, muy lento. No puedo dejar de pensar que el mundo entero se mueve, lo siento así, y sé que no soy más que una mota minúscula en la inmensidad, una mota controlada por algún poder terrible que ni siquiera veo. Incluso mientras estoy sentada pensando, mi destino es cambiado poco a poco. Mis pensamientos parecen trazar círculos y más círculos.

—¡No me estás diciendo la verdad! —replicó Takuan severamente—. Claro que esas ideas te han entrado en la cabeza, pero lo cierto es que tenías algo mucho más concreto en la mente.

Otsū guardó silencio.

—Te pido perdón por violar tu intimidad, Otsū, pero he leído esas cartas que recibiste.

—¿Has hecho eso? ¡Pero el sello no estaba roto!

—Las leí después de que te encontrara en la cabaña del telar. Cuando dijiste que no las querías, me las guardé bajo la manga. Supongo que obré mal, pero más tarde, cuando estaba en el excusado, las saqué y leí sólo para pasar el rato.

—¡Eres terrible! ¿Cómo has podido hacer semejante cosa? ¡Y sólo para pasar el rato!

—Bueno, por la razón que fuera. La cuestión es que ahora comprendo a qué se debió tu llanto y por qué parecías medio muerta cuando te encontré. Pero mira, Otsū, creo que has sido afortunada, que, a la larga, es mejor que las cosas hayan salido así. ¿Crees que yo soy terrible? ¡Pues fíjate en él!

—¿Qué quieres decir?

—Matahachi fue y sigue siendo un irresponsable. Si te casaras con él y un día te sorprendiera con una carta como ésa, ¿qué harías entonces? No me lo digas, te conozco. Te arrojarías al mar desde lo alto de un acantilado. Me alegro de que todo haya terminado antes de llegar a ese extremo.

—Las mujeres no pensamos de esa manera.

—¿De veras? ¿Cómo pensáis?

—¡Estoy tan enfadada que podría gritar! —Tiró airadamente de las mangas de su kimono con los dientes—. ¡Algún día le encontraré! ¡Juro que lo haré! No descansaré hasta haberle dicho a la cara lo que pienso de él. Y digo lo mismo con respecto a esa Okō.

Lágrimas de cólera le anegaron los ojos. Mirándola con fijeza, Takuan le dijo crípticamente:

—Ha empezado, ¿verdad?

Ella le miró atónita.

—¿Qué?

Takuan miró el suelo y pareció ordenar sus pensamientos. Entonces le dijo:

—Escucha, Otsū, confiaba de veras en que por lo menos tú te libraras de los males y las dificultades de este mundo, que tu dulce e inocente yo pasara por todas las etapas de la vida sin ensuciarse ni sufrir daño alguno. Pero parece que los ásperos vientos del destino han empezado a azotarte, como le sucede a todo el mundo.

—¡Oh, Takuan! ¿Qué debería hacer? ¡Estoy tan…, tan…, enfadada! —El llanto le sacudía los hombros mientras ocultaba el rostro en las rodillas.

Al amanecer había llorado hasta quedarse sin lágrimas, y los dos se retiraron a la cueva para dormir. Aquella noche vigilaron junto al fuego, y todo el día siguiente se lo pasaron durmiendo de nuevo en la cueva. Tenían mucha comida, pero Otsū estaba perpleja y decía una y otra vez que no entendía cómo capturarían a Takezō si seguían así. Takuan, por su parte, se mantenía sublimemente imperturbable, y Otsū no tenía la menor idea de los pensamientos que pasaban por su mente. El monje no intentaba buscar en ninguna parte ni estaba en modo alguno desconcertado porque Takezō no se presentaba.

La noche del tercer día, como las noches anteriores, se mantuvieron en vela al lado del fuego.

—Takuan —le dijo finalmente Otsū, incapaz de seguir conteniéndose—. Como sabes, ésta es nuestra última noche. Mañana se habrá acabado el tiempo.

—Humm. Eso es cierto.

—Bien, ¿qué te propones hacer?

—¿Hacer acerca de qué?

—¡Oh, no seas tan terco! Supongo que recuerdas la promesa que le hiciste al capitán.

—¡Claro, no faltaría más!

—En fin, si no le llevamos a Takezō…

—Lo sé, lo sé —la interrumpió él—. Tendré que colgarme del viejo cedro. Pero no te preocupes. Todavía no estoy preparado para morir.

—Entonces ¿por qué no vas en su busca?

—¿Crees de veras que si lo hiciera le encontraría? ¿En estas montañas?

—¡No te comprendo en absoluto! Y, no obstante, sólo por estar aquí sentada, siento que me vuelvo más valiente y hago acopio del ánimo necesario para dejar que las cosas se desarrollen en uno u otro sentido. —Se echó a reír—. O a lo mejor es que me estoy volviendo loca, como tú.

—No estoy loco, simplemente tengo valor. Eso es lo único que hace falta.

—Dime, Takuan, ¿ha sido el valor y nada más lo que te ha hecho meterte en esto?

—Sí.

—¡Nada más que valor! Eso no es muy alentador. Creía que escondías en la manga alguna artimaña infalible.

Otsū había estado a punto de compartir la confianza de su compañero, pero la revelación de que éste actuaba por pura audacia la desalentó. ¿Acaso estaba completamente loco? A veces la gente toma por genios a personas que no están en su sano juicio, y Takuan podría ser una de ellas. Otsū empezaba a pensar que ésa era una clara posibilidad.

El monje, sereno como siempre, siguió contemplando distraídamente el fuego. Finalmente, como si acabara de darse cuenta, musitó:

—Es muy tarde, ¿verdad?

—¡Claro que lo es! —replicó Otsū con premeditada aspereza—. Pronto amanecerá. —Se preguntó por qué había confiado en aquel lunático suicida.

El monje no prestó atención a la acidez de su respuesta y dijo como si hablara consigo mismo:

—Es curioso, ¿verdad?

—¿Qué estás murmurando, Takuan?

—Se me acaba de ocurrir que Takezō tiene que venir muy pronto.

—Sí, pero tal vez no se da cuenta de que tenéis una cita. —Miró al monje sin sonreír, pero suavizó su tono al preguntarle—: ¿Crees realmente que vendrá?

—¡Claro que sí!

—Pero ¿por qué habría de caer voluntariamente en una trampa?

—No es exactamente eso, sino algo relacionado con la naturaleza humana. En el fondo, la gente no es fuerte, sino débil, y la soledad no es su estado natural, sobre todo cuando se debe a que uno está rodeado de enemigos y le persiguen con espadas.

Puede que te parezca natural, pero me sorprendería mucho que Takezō resistiera la tentación de hacernos una visita y calentarse al lado del fuego.

—¿No serán ilusiones? Puede que esté muy lejos de aquí.

Takuan sacudió la cabeza.

—No, no son sólo ilusiones. Ni siquiera es mi propia teoría, sino la de un maestro de la estrategia. —Se había expresado con tanta confianza, que a Otsū le alivió que su desacuerdo fuese tan definitivo—. Creo que Shimmen Takezō está muy cerca de aquí, pero todavía no ha decidido si somos amigos o enemigos. Probablemente el pobre muchacho está acosado por numerosas dudas y se debate en ellas, incapaz de avanzar o retroceder. Yo diría que en estos momentos está oculto en las sombras, mirándonos furtivamente y preguntándose con desesperación qué debe hacer. Ah, lo sé. ¡Déjame la flauta que llevas en el obi!

—¿Mi flauta de bambú?

—Sí, la tocaré un poco.

—No, imposible. Nunca permito a nadie que la toque.

—¿Por qué? —insistió Takuan.

—¡No importa por qué! —replicó ella, sacudiendo la cabeza.

—¿Qué hay de malo en que me la dejes? Las flautas mejoran cuanto más se las toca. No le haré ningún daño.

—Pero… —Otsū cerró con firmeza la mano alrededor de la flauta sujeta en su obi.

Siempre la llevaba junto a su cuerpo, y Takuan sabía lo mucho que apreciaba aquel instrumento. Sin embargo, nunca habría imaginado que la muchacha se negara a dejarle tocar con ella.

—No te la romperé, Otsū, en serio. He manejado docenas de flautas. Vamos, mujer, por lo menos déjame tocarla.

—No.

—¿Pase lo que pase?

—De ninguna manera.

—¡Eres testaruda!

—Lo sé.

Takuan dejó de insistir.

—Bueno, entonces te escucharé. ¿Me tocarás una piececilla?

—Tampoco quiero hacer eso.

—¿Por qué no?

—¡Porque me echaría a llorar y no puedo tocar la flauta cuando lloro!

—Humm —musitó Takuan.

Aunque le daba lástima esa tenacidad obstinada, tan característica de los huérfanos, era consciente del vacío que existía en lo más profundo de sus testarudos corazones. Le parecían destinados a anhelar desesperadamente lo que no pueden tener, el amor de los padres con el que nunca han estado bendecidos.

Otsū llamaba constantemente a los padres que no había conocido, y éstos a ella, pero no tenía un conocimiento de primera mano del amor paternal. La flauta era el único objeto que sus padres le habían dejado, la única imagen de ellos que había tenido jamás. Cuando tenía tan poca edad que apenas podía ver la luz del día, la dejaron abandonada como un gatito en el porche de Shippōji, con la flauta sujeta a su minúsculo obi. Era el único vínculo que en el futuro podría permitirle buscar a sus familiares. No sólo era la imagen, sino también la voz de la madre y el padre a los que nunca había visto.

«¡Así que llora cuando la toca! —pensó Takuan—. No me extraña que sea tan reacia a permitir que nadie la toque e incluso a tocarla ella misma». La muchacha le daba lástima.

Aquella tercera noche, la luna perlina relució por primera vez en el cielo, disolviéndose de vez en cuando tras las nubes vaporosas. Los gansos silvestres, que siempre emigran a Japón en otoño y regresan a sus territorios en primavera, volaban hacia el norte, y en ocasiones sus graznidos les llegaban a través de las nubes.

Takuan salió de su ensoñación y dijo:

—El fuego se ha extinguido, Otsū. ¿Quieres echarle más leña? ¿Eh? ¿Qué te ocurre? ¿Algo va mal?

Otsū no le respondió.

—¿Estás llorando?

Ella siguió sin decir nada.

—Siento haberte recordado el pasado. No tenía intención de acongojarte.

—No es nada —susurró ella—. No debería haber sido tan testaruda. Por favor, toma la flauta y tócala.

Sacó el instrumento de su obi y se lo ofreció por encima del fuego. Estaba envuelto en un paño de brocado antiguo y desvaído, muy desgastado, con los cordones deshilachados, pero aún conservaba cierta elegancia añeja.

—¿Puedo mirarla? —inquirió Takuan.

—Sí, por favor. Ya no importa.

—¿Por qué no la tocas en vez de hacerlo yo? La verdad es que preferiría escucharte. Mira, me pondré así. —Se volvió de lado, rodeándose las rodillas con los brazos.

—De acuerdo, pero no sé tocar muy bien —dijo ella con modestia—. Lo intentaré.

Se arrodilló en la hierba, adoptando una postura formal, enderezó el cuello de su kimono e hizo una reverencia a la flauta que estaba ante ella. Takuan no dijo nada más, y ya ni siquiera parecía estar allí presente. No había más que el grande y solitario universo envuelto en la noche. La forma oscura del monje podría haber sido una roca que hubiera caído rodando desde la ladera de la colina, deteniéndose en la llanura.

Con el pálido rostro vuelto ligeramente a un lado, Otsū se llevó a los labios la preciada reliquia de familia. Mientras humedecía la boquilla y se preparaba interiormente para tocar, parecía una Otsū totalmente distinta, una Otsū que encarnaba la fuerza y la dignidad del arte. Volviéndose a Takuan, una vez más, como era correcto, afirmó que carecía por completo de habilidad. Él hizo un gesto de asentimiento rutinario.

Comenzó a oírse el sonido líquido de la flauta. Mientras los delgados dedos de la muchacha se movían sobre los siete orificios del instrumento, sus nudillos parecían minúsculos gnomos entregados a una danza lenta. Era un sonido bajo, como el gorgoteo de un arroyo. Takuan tuvo la sensación de que él mismo se había convertido en una corriente de agua que fluía en el fondo de una garganta, retozando en los bajos. Cuando sonaban las notas altas, sentía que su espíritu flotaba en el aire para juguetear con las nubes. El sonido de la tierra y las reverberaciones del cielo se mezclaban y eran transformadas en los nostálgicos suspiros de la brisa que soplaba entre los pinos, lamentando la transitoriedad de este mundo.

Al tiempo que escuchaba arropado y con los ojos cerrados, Takuan no podía evitar acordarse de la leyenda del príncipe Hiromasa, el cual, cuando una noche iluminada por la luna paseaba ante la puerta Suzaku de Kyoto, tocando la flauta al caminar, oyó el sonido de otra flauta que armonizaba con la suya. El príncipe buscó al flautista y lo encontró en el piso superior del portal. Tras intercambiar sus flautas, los dos tocaron juntos durante toda la noche. Sólo más tarde el príncipe descubrió que su compañero había sido un diablo con forma humana.

«Incluso a un diablo le conmueve la música —se dijo Takuan—. ¡Cuánto más profundamente un ser humano, sometido a las cinco pasiones, debe ser afectado por el sonido de la flauta en manos de esta bella muchacha!». Sentía deseos de llorar, pero no vertió ninguna lágrima. Hundió más el rostro entre las rodillas, abrazándolas inconscientemente con más fuerza.

A medida que la luz de la fogata disminuía, las mejillas de Otsū se teñían de un rojo más intenso. Estaba tan absorta en su música que era difícil distinguirla del instrumento que tocaba.

¿Estaba llamando a sus padres? ¿Acaso aquellos sonidos que ascendían al cielo preguntaban realmente «dónde estáis»? ¿Y no estaba mezclado con esa petición el amargo resentimiento de una doncella que había sido abandonada y traicionada por un hombre sin fe?

Otsū parecía intoxicada por la música, abrumada por sus propias emociones. Su respiración comenzó a mostrar señales de fatiga, minúsculas gotas de sudor aparecieron a lo largo de la línea del cabello, las lágrimas se deslizaron por su rostro. Aunque sus ahogados sollozos interrumpían la melodía, ésta parecía prolongarse indefinidamente.

De repente se produjo movimiento en la hierba, a no más de quince o veinte pies de la fogata. Parecía el sonido de un animal que reptara. Takuan irguió la cabeza, miró fijamente al objeto negro, alzó lentamente la mano y la agitó a modo de saludo.

—¡Eh, tú, el de ahí! El relente debe de ser frío. Ven aquí, al lado del fuego, y caliéntate. Ven y habla con nosotros, por favor.

Sobresaltada, Otsū dejó de tocar y dijo:

—¿Vuelves a hablar contigo mismo, Takuan?

—¿No te has dado cuenta? —le preguntó él, señalando—. Takezō lleva cierto tiempo ahí, escuchándote tocar la flauta.

Ella se volvió para mirar, y entonces, lanzando un grito, arrojó la flauta contra la forma negra. Era, en efecto, Takezō, el cual se levantó de un salto como un ciervo asustado y emprendió la huida.

Takuan, tan sorprendido como Takezō por el grito de Otsū, tuvo la sensación de que la red que había tendido con tanto cuidado se había roto, dejando escapar al pez. Poniéndose en pie, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Takezō! ¡Detente!

Su voz tenía una intensidad arrolladora, una fuerza autoritaria que no se podía ignorar fácilmente. El fugitivo se detuvo como si le hubieran clavado en el suelo y miró atrás, un tanto estupefacto. Contempló a Takuan con recelo.

El monje no dijo nada más. Cruzó lentamente los brazos sobre el pecho y se quedó mirando a Takezō con tanta fijeza como éste le miraba a él. Los dos parecían respirar incluso al unísono.

Gradualmente aparecieron en las comisuras de los ojos de Takuan las arrugas que señalan el comienzo de una sonrisa amistosa. Descruzó los brazos, hizo una seña a Takezō y le dijo:

—Anda, ven aquí.

Takezō parpadeó al oír estas palabras y en su oscuro semblante apareció una expresión extraña.

—Ven aquí para que podamos hablar —le instó el monje. El perplejo fugitivo permaneció en silencio—. Hay mucha comida y hasta tenemos sake. Mira, no somos tus enemigos. Ven junto al fuego y hablemos. —El silencio continuó—. ¿No crees que estás cometiendo un gran error, Takezō? Hay un mundo exterior con fuego, comida, bebida y hasta simpatía humana, pero tú insistes en moverte dentro de tu infierno particular. Tienes una visión bastante torcida del mundo, ¿sabes?

—Pero voy a dejar de discutir contigo. En el estado en que te encuentras es difícil que prestes oídos a las razones. Anda, ven a la vera del fuego. Otsū, calienta el cocido de patatas que hiciste hace poco. También yo tengo hambre.

Otsū puso el cazo en el fuego y Takuan un recipiente de sake cerca de las llamas, para que se calentara. Esta pacífica escena disipó los temores de Takezō, y se aproximó. Cuando estuvo casi junto a ellos se detuvo y permaneció inmóvil, como si el azoramiento le impidiera continuar.

Takuan hizo rodar una gran piedra hasta dejarla junto al fuego y dio a Takezō unas palmadas en la espalda.

—Siéntate aquí —le dijo.

Takezō tomó asiento bruscamente. Otsū, por su parte, ni siquiera podía mirar al amigo de su ex prometido a la cara. Tenía la impresión de hallarse en presencia de una fiera desatada.

Takuan alzó la tapa del cazo y dijo:

—Parece que está listo. —Clavó las puntas de sus palillos en una patata, la extrajo y se la llevó a la boca, la masticó enérgicamente y proclamó—: Muy rica y tierna. ¿No quieres un poco, Takezō?

Takezō asintió y sonrió por primera vez, mostrando su dentadura perfectamente blanca. Otsū llenó un cuenco y se lo ofreció. Tras aceptarlo, el fugitivo empezó a soplar el cocido caliente y tomarlo a grandes sorbos. Las manos le temblaban y los dientes producían ruido al chocar con el borde del cuenco. Por muy hambriento que estuviera, su temblor era incontrolable, hasta un punto alarmante.

—Está bueno, ¿no es cierto? —le dijo el monje, dejando sus palillos—. ¿Un poco de sake?

—No quiero sake.

—¿Es que no te gusta?

—No lo quiero ahora. —Después de haber pasado tanto tiempo en las montañas, temía que el sake le enfermara. Finalmente dijo con bastante cortesía—: Gracias por la comida. Ahora estoy caliente.

—¿Has comido suficiente?

—Sí, gracias. —Mientras devolvía el cuenco a Otsū, preguntó—: ¿Por qué habéis venido aquí? Anoche también vi vuestro fuego.

La pregunta sobresaltó a Otsū, la cual no supo qué responder, pero Takuan acudió en su ayuda diciendo sin ambages:

—A decir verdad, hemos venido a capturarte.

Takezō no se mostró especialmente sorprendido, aunque pareció remiso a tomar las palabras del monje en sentido literal. Inclinó la cabeza en silencio y luego miró al uno y la otra. Takuan comprendió que había llegado el momento de actuar. Se volvió para mirar directamente a Takezō y le dijo:

—¿Qué te parece? Si van a capturarte de todos modos, ¿no sería mejor estar atado con los lazos de la ley de Buda? Las regulaciones del daimyō son ley y la ley de Buda es ley, pero de las dos, los lazos de Buda son más suaves y humanos.

—¡No, no! —exclamó Takezō, sacudiendo la cabeza airadamente.

Takuan siguió hablando con suavidad.

—Escucha un momento, por favor. Comprendo que estés decidido a resistir hasta la muerte, pero a la larga, ¿puedes realmente ganar?

—¿Ganar? ¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir si puedes resistir con éxito contra la gente que te odia, contra las leyes de la provincia y contra tu peor enemigo, que eres tú mismo.

—Sé que ya he perdido —gimió Takezō, con el rostro contorsionado y lágrimas en los ojos—. Al final me cortarán en pedazos, pero antes voy a matar a la vieja Hon'iden, los soldados de Himeji y todos los demás a los que odio. ¡Mataré tantos como pueda!

—¿Qué harás con respecto a tu hermana?

—¿Cómo?

—¿Qué harás por Ogin? ¡Sabes que está encerrada en la prisión militar de Hinagura!

A pesar de su resolución inicial de rescatarla, Takezō no pudo responder.

—¿No crees que es hora de que pienses en el bienestar de esa buena mujer? Ha hecho mucho por ti. ¿Y qué me dices del deber que tienes de seguir llevando el apellido de tu padre, Shimmen Munisai? ¿Has olvidado que se remonta, a través de la familia Hirata, al famoso clan Akamatsu de Harima?

Takezō se cubrió el rostro con las manos renegridas, de uñas ya tan largas que parecían garras, sus hombros angulosos señalando hacia arriba mientras acompañaban el temblor de todo su cuerpo fatigado. Se echó a llorar amargamente.

—Yo…, yo…, no sé. ¿Qué…, qué importa eso ahora?

Apenas había terminado de pronunciar esas palabras entrecortadas, cuando Takuan cerró el puño y lanzó súbitamente un puñetazo a la mandíbula de Takezō.

—¡Necio! —le espetó el monje en un tono fulminante.

Cogido por sorpresa, Takezō se tambaleó a causa del golpe, pero antes de que pudiera recuperarse recibió otro en el lado contrario.

—¡Patán irresponsable! ¡Estúpido ingrato! Puesto que tus padres y tus antepasados no están aquí para castigarte, lo haré yo por ellos. ¡Toma esto! —El monje le golpeó de nuevo, esta vez derribándole al suelo—. ¿Aún no te hace daño? —le preguntó con beligerancia.

—Sí, me duele —gimió el fugitivo.

—Bien. Si te duele es que todavía debes de tener un poco de sangre humana corriendo por tus venas. Otsū, dame esa cuerda, por favor… Bueno, ¿a qué estás esperando? ¡Tráeme la cuerda! Takezō ya sabe que voy a atarle, está preparado para ello. No es la cuerda de la autoridad, sino la de la compasión. No hay ningún motivo para que le temas ni te apiades de él. ¡Rápido, muchacha, la cuerda!

Takezō permaneció tendido boca abajo, sin hacer esfuerzo alguno por moverse. Takuan se colocó a horcajadas en su espalda. Si Takezō hubiera querido resistirse, habría podido hacer volar al monje como una pequeña pelota de papel. Ambos lo sabían. No obstante, siguió tendido pasivamente, con los brazos y las piernas extendidos, como si por fin se hubiera rendido a alguna fuerza invisible de la naturaleza.